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  • Allister
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    Prólogo

    Simón el mulato, como le conocían en el pueblo, fue quien dio la voz de alerta entre los trabajadores de los campos bananeros. Hizo tremendo escándalo aquella madrugada al encontrar a Jacinto Olmera tirado en una lodosa zanja en los matorrales del campo. Al principio pensó que el desdichado, en alguna de sus borracheras, se había colado en la propiedad de Don Alfredo Galeano, e incapaz de continuar caminando debido a su estado, optó por pasar la noche a la intemperie. La tranquilidad del hombre se descompuso cuando, disponiéndose a levantar al pobre, lo descubrió morado igual que una uva y con un discreto hilo de sangre goteándole de la boca y el cuello.


    Simón dio un respingo, y enseguida soltó el cadáver. Lo observó por unos segundos para luego emprender la huida. Llegó agitado y con los ojos desorbitados gritando por ayuda. Los demás trabajadores trataron de calmarlo para que explicara lo sucedido, y así lo hizo. Varios hombres, incluido el dueño de la propiedad Don Alfredo, se adentraron hasta donde Simón les indicó que estaba el cadáver de Jacinto Olmera. Todos se santiguaron al verle y luego de un luctuoso minuto de silencio, procedieron a realizar el levantamiento. Hasta ahí había llegado la vida del pobre Jacinto Olmera.


    I
    Fue a eso de las ocho de la mañana que un tropel de caballos se detuvo en la finca de los Galeano. Doña Ana y algunas mozas que le ayudaban en el quehacer salieron en desbandada para recibir al hombre de la casa. La cara de alegría de Doña Ana se apagó al ver el maltrecho rostro de su marido. Su expresión de desconcierto se acentuó al ver a cuatro hombres más detrás de Don Alfredo cargando lo que parecía ser un cuerpo envuelto en una sábana.


    — Llévenlo a la sala, yo ya mandé a Simón para que hable con la esposa de Jacinto — Ordenó con voz seca Don Alfredo.


    — ¿Qué pasó? — Preguntó Doña Ana, visiblemente consternada.


    Don Alfredo se quitó el sombrero y se mesó delicadamente el bigote. Sacó un cigarrillo, dio lumbre y se lo llevó a la boca. Luego de una extensa calada exhaló el humo y contestó; —Pasa que a Jacinto Olmera se le ocurrió morirse en uno de mis campos.


    Doña Ana se llevó las manos a la boca; — ¿Cómo fue?


    — No lo sé mujer, el médico ya viene para acá, ya le avisamos a la policía también, habrá que esperar — Respondió el hombre con molestia. — Prepare todo y llame a las mujeres del pueblo y al cura, encárguese del rezo. Dicho aquello la mujer se dispuso a cumplir lo asignado por su marido.


    La Policía, el médico y la esposa de Jacinto llegaron a la finca Galeano a eso de las nueve y media de la mañana. La mujer lloraba desconsolada, mientras los policías trataban de desengancharla del cadáver para que el doctor pudiera hacer su trabajo. Cuando al fin Doña Ana logró tranquilizar a la viuda, el doctor comenzó a hacer lo suyo.


    El cuerpo desnudo de Jacinto se encontraba tendido sobre una enorme mesa, solo dos policías, Don Alfredo y el médico se encontraban en la habitación. El galeno inspeccionó cuidadosamente el cadáver.


    — Señores esto es por demás extraño — Dictaminó el profesional, carraspeando un poco para darse más importancia de la debida. — Este hombre ha muerto si ni una gota de sangre en su organismo. He encontrado en su cuello dos pequeñas incisiones por donde el perpetrador pudo haber sustraído la sangre. Además lamento decirles que, sea lo que sea que haya atacado a este pobre desdichado, poseía una fuerza descomunal. Es fácil deducir que fue reducido con mucha brutalidad, le molieron los huesos de las muñecas. ¿Qué especie de animales merodean sus campos señor Galeano?, preguntó el médico con temor.


    El hacendado y los policías estaban perplejos ante tales aclaraciones. Un viento gélido acarició a los presentes, como recalcando la presencia de algo siniestro.


    Pese a los nefastos detalles dados por el galeno, al final se dictaminó que Jacinto Olmera había muerto debido a que su cuello se había quebrado víctima de una caída por su estado de ebriedad. Nadie preguntó más nada, los policías y el médico se quedaron con la boca callada y los bolsillos repletos de dinero.


    Todo transcurría con la normalidad propia de un día donde se prepara un velorio. Jacinto ya estaba arreglado sobre un bonito féretro donado por los Galeano. Los amigos del pueblo llegaban y daban sus últimas palabras para el pobre hombre, las mujeres lloraban y rezaban, mientras los mozos jugaban a las cartas y tomaban aguardiente o café que acompañaban con deliciosos tamales preparados por Doña Ana.


    El día se fue diluyendo dando paso a la noche, la finca Galeano aún estaba despierta. Con el alboroto del velorio, muchos amanecerían hasta que llegara la hora de dar el último adiós a Jacinto.


    En medio del barullo de gente, Don Ernesto Montés conversaba amenamente con Don Alfredo. La típica conversación de siempre, Don Alfredo presumiendo a su hija y sus negocios, de hecho aquella noche la conversación se volcó abruptamente hacia el tema de los negocios de exportación;


    — Ernesto, le juro que si este negocio con los ingleses sale bien, nuestro país será el exportador número uno de banano en el mundo, con eso ya tendré para retirarme por la puerta grande — Decía con cierta soberbia el anfitrión.


    Don Ernesto exhaló el humo de su cigarrillo, sonrió con complacencia y añadió;

    — Solo tenga cuidado Alfredo, toda esa bullaranga de la muerte de Jacinto le puede afectar el negocio.


    Don Alfredo ladeó la cabeza en señal de disgusto. No era que él no hubiera pensado ya en eso, de hecho fue lo primero que se le ocurrió cuando Simón le informó sobre el cadáver en su campo.

    — Mientras nadie en el pueblo abra la boca, todo estará bien — Musitó Don Alfredo con desdén.


    Don Ernesto se encogió de hombros dando por culminada la discusión.


    El anfitrión estaba a punto de reanudar la charla con algún otro tema, pero fue interrumpido por el sonoro tropel de unos caballos que se desplazaban con endemoniada velocidad por el empedrado camino que cruzaba frente a la finca. Los caballos se detuvieron justo en la entrada.


    Don Alfredo y Don Ernesto, se levantaron de sus asientos, aguzaron la mirada para vislumbrar lo que parecía ser un elegante carruaje tirado por cuatro enormes corceles casi tan negros como las sombras de aquella noche. El dueño del lugar llamó con presteza a uno de sus mozos; — Vaya y vea que quieren esas gentes — ordenó Don Alfredo aún intrigado.


    El mozo corrió diligente casi desvaneciéndose en la lejanía ante la mirada expectante de los dos señores. Casi tan rápido como desapareció, volvió a emerger desde las sombras. Llevaba una cara de sorpresa como si trajera grandes noticias.


    — Patrón, es un tal Sir Williams, dice que viene desde muy lejos para hacer negocios con usted.


    El rostro de Don Alfredo palideció ante la noticia del mozo. ¿Era posible? ¿El inglés había llegado a tales horas y en un momento tan poco propicio? — Hazlo pasar — dijo con voz queda. Acto seguido el hombre anunció a Doña Ana que necesitaría de sus servicios para atender a tan distinguida visita.


    Algunos de los presentes dejaron de lado las charlas y se concentraron en el solemne y lento paso de aquellos imponentes caballos negros que cruzaban a través de la finca. Don Ernesto y Don Alfredo se pararon para recibir al misterioso invitado que en breves minutos descendería del carruaje.


    El cochero miró a los dos hombres, su mirada era fría e inquisitoria. Después de un breve silencio, el que domaba los caballos se quitó el amplio sombrero de copa y saludó en un perfecto español; — Buenas noches, señores. El amo Sir Williams arde en deseos por conocerlos. Acto seguido y sin esperar respuesta por parte de los interlocutores, se apeó del carruaje y abrió la puerta a su señor. Una mano blancuzca y de hermosa lozanía se asomó apoyándose en el marco de la puerta. Un bello y fino pedernal rojo adornaba con austeridad el dedo anular. Una figura alta emergió de entre el oscuro rectángulo que formaba la puerta del carruaje. En breves segundos, un hombre de piel tersa, bella cabellera rojiza y felinos ojos azules se irguió frente a los dos que esperaban. Ataviado con un elegante y largo traje oscuro, el lord inglés hizo un refinado ademan a manera de saludo; — Buenas noches, me permito presentarme, mi nombre es Arthur Williams — Su voz, que envolvió el español con un leve acento centro europeo, sonó tenue pero imperante.


    Un frio recorrió las espaldas de Don Ernesto y Don Alfredo. Aquel hombre de bellas facciones y delicados modos, parecía estar envuelto en un aura siniestra, atemorizante. Sus ojos azules, a simple vista tranquilos, brillaban con el fulgor propio de un animal salvaje asechando a su presa.


    — Mucho gusto — Rompió el silencio Don Alfredo. — Yo soy Alfredo Galeano, y él es Don Ernesto Montés. El dueño de la finca extendió la mano. El misterioso invitado hizo lo mismo. Las manos de ambos se estrecharon y el paralelismo de dos mundos convergió en aquel tacto. La cálida y callosa mano del campesino fundiéndose con la fría y tersa mano del aristócrata extranjero. Los escalofríos volvieron a recorrer la espalda de Don Alfredo y un mal presentimiento bordeo su pecho.


    — El gusto es mío — Respondió el inglés al tiempo que soltaba a Don Alfredo y sonreía a Don Ernesto. — Me emociona sobre manera poder por fin estar frente a frente con el hombre que me ha propuesto tan interesantes negocios por correspondencia.


    Don Ernesto vaciló, un atisbo de miedo parecía haberse apropiado de él — De hecho hace poco conversábamos sobre dichos negocios — Intervino el hombre, por fin se había armado de valor para hablar.


    El inglés miró de soslayo percatándose de la atención que llamaba. Dirigió una amplia mirada a todos los comensales. Sus observaciones fueron interrumpidas por un grupo de ancianas que habiendo saciado su curiosidad por ver al nuevo invitado, retomaron la diligente labor de rezar el rosario. Aquel acto pareció causar una leve molestia al aristócrata. El gesto no pasó desapercibido por el jefe de los Galeano.


    — Les aseguro buenos hombres, que este negocio cambiará por completo la vida de todos en este pueblo, por los momentos me parece que he llegado en un momento poco propicio. En realidad solo venía para presentarme, si no es molestia Don Alfredo, me gustaría mañana a primera hora enviar a un representante para poder comenzar con las pláticas de negociación. Yo personalmente regresaría por la noche, en una visita un poco más cordial y amena.


    Por algún motivo aquellas palabras supusieron un gran alivio para Don Alfredo, no entendía el por qué, y pese a estar parado impávido y valeroso como siempre era él, frente a aquel hombre, palidecía de miedo en su interior. Las buenas costumbres que le habían inculcado rezaban que debía hacer que el invitado se quedara a cenar, pero podía más el pavor y la mala espina que el extranjero le daba. Lo dejó ir, apenas dirigiendo unas palabras de cortesía; — Es una pena Sir Arthur, un buen amigo de la familia ha fallecido, estaré gustoso de recibir a su representante mañana por la mañana, y a usted por la noche.


    — Pasen buena noche caballeros, y muchas gracias por la comprensión — Exclamó Sir Arthur, despidiéndose de ambos hombres con una sonrisa fría. Devolvió los pasos a su carruaje y emprendió el viaje de regreso.


    Doña Ana y una moza llegaron cargadas con varios platillos de exquisito aroma y buen ver. Contrariada la señora al ver que el invitado no se había quedado, miró a su marido con desconcierto, este solo se limitó a hacer un gesto para indicar que dejara la comida en la mesa, la mujer se retiró sin saber que sucedió.


    — Ese hombre no me da buena espina — Fue lo único que atinó a decir Don Alfredo. Frase ante la cual Don Ernesto solo pudo asentir.


    Simón el mulato divisó las luces de la finca Galeano en medio del oscuro camino empedrado. Con el machete al cinto y un cigarro en los labios, apuró el paso. La noche empezaba a ponerse de un oscuro particularmente turbio y el viento parecía gemir lastimero, como presagiando desgracias. Desde niño le habían enseñado algunos secretos mágicos de su raza, leer el viento era uno de ellos, Simón sabía que los aires de aquella noche traían consigo algo malo, algo siniestro. Aun pensaba en aquello el mulato cuando una aparición como salida del infierno lo sorprendió. Oyó como en la lejanía el lento golpeteo de unos cascos se acercaba hacia él, pensó que se trataría de alguien que venía del velorio de Jacinto y sin dar importancia siguió su andanza. Los caballos se escuchaban cada vez más cerca hasta que por fin les observó; eran cuatro caballos que se confundían con las sombras, aquellos animales jalaban un pesado carruaje que avanzaba a vuelta de rueda. El viento sopló gélido y maligno, Simón entendió que aquello que estaba frente a él no era de este mundo, se aferró fuerte a una medalla de San Miguel Arcángel que siempre llevaba con él. Apenas pudo ver de soslayo al hombre en el interior del carruaje, aquel extraño tenía los ojos refulgentes de una bestia hambrienta. El mulato se santiguó y emprendió una desaforada carrera, aquella noche el demonio se le había cruzado.
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