Viendo entradas en la categoría: Literatura

  • Atl
    Góngora.

    Mientras por competir con tu cabello
    Oro bruñido al sol relumbra en vano,
    Mientras con menosprecio en medio el llano
    Mira tu blanca frente al lilio bello;

    Mientras a cada labio, por cogello,
    Siguen más ojos que al clavel temprano,
    Y mientras triunfa con desdén lozano
    Del luciente cristal tu gentil cuello,

    Goza cuello, cabello, labio y frente,
    Antes que lo que fue en tu edad dorada
    Oro, lilio, clavel, cristal luciente,

    No sólo en plata o vïola troncada
    Se vuelva, más tú y ello juntamente
    En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

    A su retrato - Sor Juana


    Éste que ves, engaño colorido,
    que, del arte ostentando los primores,
    con falsos silogismos de colores
    es cauteloso engaño del sentido;

    éste en quien la lisonja ha pretendido
    excusar de los años los horrores
    y venciendo del tiempo los rigores
    triunfar de la vejez y del olvido:

    es un vano artificio del cuidado;
    es una flor al viento delicada;
    es un resguardo inútil para el hado;

    es una necia diligencia errada;
    es un afán caduco, y, bien mirado,
    es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.
  • Atl
    El señor presidente de Miguel de Asturias, sólo tienen que leer el primer párrafo para entender por qué.

    "...¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídospersistía el rumor de las campanas a la oración, mal doblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbra, alumbre...!"
  • Atl
    Pienso en tu sexo.
    Simplificado el corazón, pienso en tu sexo,
    ante el hijar maduro del día.
    Palpo el botón de dicha, está en sazón.
    Y muere un sentimiento antiguo
    degenerado en seso.

    Pienso en tu sexo, surco más prolífico
    y armonioso que el vientre de la Sombra,
    aunque la Muerte concibe y pare
    de Dios mismo.
    Oh Conciencia,
    pienso, sí, en el bruto libre
    que goza donde quiere, donde puede.

    Oh, escándalo de miel de los crepúsculos.
    Oh estruendo mudo.

    Odumodneurtse!
  • Atl
    Y tornaré el cielo de hierro y la tierra de cobre.
    Levítico, XXVI - 19.​

    Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular, en las calles atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta.

    Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida...

    A eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá -partículas de cobre semejantes a las morcellas de un pábilo; partículas de cobre incandescente que daban en el suelo con un ruidecito de arena. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor urbano no decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera cesaron de cantar.

    Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de abstracción. Primero creí en una ilusión óptica formada por mi miopía. Tuve que esperar largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante; pero el cobre ardía de tal modo, que se destacaban lo mismo. Una rapidísima vírgula de fuego, y el golpecito en la tierra. Así, a largos intervalos.

    Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel cobre? ¿Era cobre?...

    Acababa de caer una chispa en mi terraza, a pocos pasos. Extendí la mano; era, a no caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya cesado. No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos.

    En fin, aquello no había de impedirme almorzar, pues era el mediodía. Bajé al comedor atravesando el jardín, no sin cierto miedo de las chispas. Verdad es que el toldo, corrido para evitar el sol, me resguardaba...

    ¿Me resguardaba? Alcé los ojos; pero un toldo tiene tantos poros, que nada pude descubrir.

    En el comedor me esperaba un almuerzo admirable; pues mi afortunado celibato sabía dos cosas sobre todo: leer y comer. Excepto la biblioteca, el comedor era mi orgullo. Ahíto de mujeres y un poco gotoso, en punto a vicios amables nada podía esperar ya sino de la gula. Comía solo, mientras un esclavo me leía narraciones geográficas. Nunca había podido comprender las comidas en compañía; y si las mujeres me hastiaban, como he dicho, ya comprenderéis que aborrecía a los hombres.

    ¡Diez años me separaban de mi última orgía! Desde entonces, entregado a mis jardines, a mis peces, a mis pájaros, faltábame tiempo para salir. Alguna vez, en las tardes muy calurosas, un paseo a la orilla del lago. Me gustaba verlo, escamado de luna al anochecer, pero esto era todo y pasaba meses sin frecuentarlo.

    La vasta ciudad libertina era para mí un desierto donde se refugiaban mis placeres. Escasos amigos; breves visitas; largas horas de mesa; lecturas; mis peces; mis pájaros; una que otra noche tal cual orquesta de flautistas, y dos o tres ataques de gota por año...

    Tenía el honor de ser consultado para los banquetes, y por ahí figuraban, no sin elogio, dos o tres salsas de mi invención. Esto me daba derecho -lo digo sin orgullo- a un busto municipal, con tanta razón como a la compatriota que acababa de inventar un nuevo beso.

    Entre tanto, mi esclavo leía. Leía narraciones de mar y de nieve, que comentaban admirablemente, en la ya entrada siesta, el generoso frescor de las ánforas. La lluvia de fuego había cesado quizá, pues la servidumbre no daba muestras de notarla.

    De pronto, el esclavo que atravesaba el jardín con un nuevo plato, no pudo reprimir un grito. Llegó, no obstante, a la mesa; pero acusando con su lividez un dolor horrible. Tenía en su desnuda espalda un agujerillo, en cuyo fondo sentíase chirriar aún la chispa voraz que lo había abierto. Ahogámosla en aceite, y fue enviado al lecho sin que pudiera contener sus ayes.

    Bruscamente acabó mi apetito; y aunque seguí probando los platos para no desmoralizar a la servidumbre, aquélla se apresuró a comprenderme. El incidente me había desconcertado.

    Promediaba la siesta cuando subí nuevamente a la terraza. El suelo estaba ya sembrado de gránulos de cobre; mas no parecía que la lluvia aumentara. Comenzaba a tranquilizarme, cuando una nueva inquietud me sobrecogió. El silencio era absoluto. El tráfico estaba paralizado a causa del fenómeno, sin duda. Ni un rumor en la ciudad. Sólo, de cuando en cuando, un vago murmullo de viento sobre los árboles. Era también alarmante la actitud de los pájaros. Habíanse apelotonado en un rincón, casi unos sobre otros. Me dieron compasión y decidí abrirles la puerta. No quisieron salir; antes se recogieron más acongojados aún. Entonces comenzó a intimidarme la idea de un cataclismo.

    Sin ser grande mi erudición científica, sabía que nadie mencionó jamás esas lluvias de cobre incandescente. ¡Lluvias de cobre! En el aire no hay minas de cobre. Luego aquella limpidez del cielo no dejaba conjeturar la procedencia. Y lo alarmante del fenómeno era esto. Las chispas venían de todas partes y de ninguna. Era la inmensidad desmenuzándose invisiblemente en fuego. Caía del firmamento el terrible cobre -pero el firmamento permanecía impasible en su azul. Ganábame poco a poco una extraña congoja; pero, cosa rara: hasta entonces no había pensado en huir. Esta idea se mezcló con desagradables interrogaciones. ¡Huir! ¿Y mi mesa, mis libros, mis pájaros, mis peces que acababa precisamente de estrenar un vivero, mis jardines ya ennoblecidos de antigüedad, mis cincuenta años de placidez, en la dicha del presente, en el descuido del mañana?...

    ¿Huir?... Y pensé con horror en mis posesiones (que no conocía) del otro lado del desierto, con sus camelleros viviendo en tiendas de lana negra y tomando por todo alimento leche cuajada, trigo tostado, miel agria...

    Quedaba una fuga por el lago, corta fuga después de todo, si en el lago como en el desierto, según era lógico, llovía cobre también; pues no viniendo aquello de ningún foco visible, debía ser general.

    No obstante el vago terror que me alarmaba, decíame todo eso claramente, lo discutía conmigo mismo, un poco enervado a la verdad por el letargo digestivo de mi siesta consuetudinaria. Y después de todo, algo me decía que el fenómeno no iba a pasar de allí. Sin embargo, nada se perdía con hacer armar el carro.

    En ese momento llenó el aire una vasta vibración de campanas. Y casi junto con ella, advertí una cosa: ya no llovía cobre. El repique era una acción de gracias, coreada casi acto continuo por el murmullo habitual de la ciudad. Ésta despertaba de su fugaz atonía, doblemente gárrula. En algunos barrios hasta quemaban petardos.

    Acodado al parapeto de la terraza, miraba con un desconocido bienestar solidario la animación vespertina que era todo amor y lujo. El cielo seguía purísimo. Muchachos afanosos recogían en escudillas la granalla de cobre, que los caldereros habían empezado a comprar. Era todo cuanto quedaba de la grande amenaza celeste.

    Más numerosa que nunca, la gente de placer coloría las calles; y aun recuerdo que sonreí vagamente a un equívoco mancebo, cuya túnica recogida hasta las caderas en un salto de bocacalle, dejó ver sus piernas glabras, jaqueladas de cintas. Las cortesanas, con el seno desnudo según la nueva moda, y apuntalado en deslumbrante coselete, paseaban su indolencia sudando perfumes. Un viejo lenón erguido en su carro manejaba como si fuese una vela una hoja de estaño, que con apropiadas pinturas anunciaba amores monstruosos de fieras: ayunta-mientos de lagartos con cisnes; un mono y una foca; una doncella cubierta por la delirante pedrería de un pavo real. Bello cartel, a fe mía; y garantida la autenticidad de las piezas. Animales amaestrados por no sé qué hechicería bárbara, y desequilibrados con opio y con asafétida.

    Seguido por tres jóvenes enmascarados pasó un negro amabilísimo, que dibujaba en los patios, con polvos de colores derramados al ritmo de una danza, escenas secretas. También depilaba al oropimente y sabía dorar las uñas.

    Un personaje fofo, cuya condición de eunuco se adivinaba en su morbidez, pregonaba al son de crótalos de bronces, cobertores de un tejido singular que producía el insomnio y el deseo. Cobertores cuya abolición habían pedido los ciudadanos honrados. Pues mi ciudad sabía gozar, sabía vivir. Al anochecer recibí dos visitas que cenaron conmigo. Un condiscípulo jovial, matemático cuya vida desarreglada era el escándalo de la ciencia, y un agricultor enriquecido. La gente sentía necesidad de visitarse después de aquellas chispas de cobre. De visitarse y de beber, pues ambos se retiraron completamente borrachos. Yo hice una rápida salida. La ciudad, caprichosamente iluminada, había aprovechado la coyuntura para decretarse una noche de fiesta. En algunas cornisas, alumbraban perfumando, lámparas de incienso. Desde sus balcones, las jóvenes burguesas, excesivamente ataviadas, se divertían en proyectar de un soplo a las narices de los transeúntes distraídos, tripas pintarrajeadas y crepitantes de cascabeles. En cada esquina se bailaba. De balcón a balcón cambiábanse flores y gatitos de dulce. El césped de los parques palpitaba de parejas.

    Regresé temprano y rendido. Nunca me acogí al lecho con más grata pesadez de sueño.

    Desperté bañado en sudor, los ojos turbios, la garganta reseca. Había afuera un rumor de lluvia. Buscando algo, me apoyé en la pared, y por mi cuerpo corrió como un latigazo el escalofrío del miedo. La pared estaba caliente y conmovida por una sorda vibración. Casi no necesité abrir la ventana para darme cuenta de lo que ocurría.

    La lluvia de cobre había vuelto, pero esta vez nutrida y compacta. Un caliginoso vaho sofocaba la ciudad; un olor entre fosfatado y urinoso apestaba el aire Por fortuna, mi casa estaba rodeada de galerías y aquella lluvia no alcanzaba las puertas.

    Abrí la que daba al jardín. Los árboles estaban negros, ya sin follaje; el piso, cubierto de hojas carbonizadas. El aire, rayado de vírgulas de fuego, era de una paralización mortal; y por entre aquéllas se divisaba el firmamento, siempre impasible, siempre celeste.

    Llamé, llamé en vano. Penetré hasta los aposentos famularios. La servidumbre se había ido. Envueltas las piernas en un cobertor de viso, acorazándome espaldas y cabeza con una bañera de metal que me aplastaba horriblemente, pude llegar hasta las caballerizas. Los caballos habían desaparecido también. Y con una tranquilidad que hacía honor a mis nervios, me di cuenta de que estaba perdido.

    Afortunadamente, el comedor se encontraba lleno de provisiones; su sótano, atestado de vinos. Bajé a él. Conservaba todavía su frescura; hasta su fondo no llegaba la vibración de la pesada lluvia, el eco de su grave crepitación. Bebí una botella, y luego extraje de la alacena secreta el pomo de vino envenenado. Todos los que teníamos bodega poseíamos uno, aunque no lo usáramos ni tuviéramos convidados cargosos. Era un licor claro e insípido, de efectos instantáneos.

    Reanimado por el vino, examiné mi situación. Era asaz sencilla. No pudiendo huir, la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía. Y decidí ver eso todo lo posible, pues era, a no dudarlo, un espectáculo singular. ¡Una lluvia de cobre incandescente! ¡La ciudad en llamas! Valía la pena.

    Subí a la terraza, pero no pude pasar de la puerta que daba acceso a ella. Veía desde allá lo bastante, sin embargo. Veía y escuchaba. La soledad era absoluta. La crepitación no se interrumpía sino por uno que otro ululato de perro, o explosión anormal. El ambiente estaba rojo; y a su través, troncos, chimeneas, casas, blanqueaban con una lividez tristísima. Los pocos árboles que conservaban follaje retorcíanse, negros, de un negro de estaño. La luz había decrecido un poco, no obstante de persistir la limpidez celeste. El horizonte estaba, esto sí, mucho más cerca, y como ahogado en ceniza. Sobre el lago flotaba un denso vapor, que algo corregía la extraordinaria sequedad del aire.

    Percibíase claramente la combustible lluvia, en trazos de cobre que vibraban como el cordaje innumerable de un arpa, y de cuando en cuando mezclábanse con ella ligeras flámulas. Humaredas negras anunciaban incendios aquí y allá.

    Mis pájaros comenzaban a morir de sed y hube de bajar hasta el aljibe para llevarles agua. El sótano comunicaba con aquel depósito, vasta cisterna que podía resistir mucho al fuego celeste; mas por los conductos que del techo y de los patios desembocaban allá, habíase deslizado algún cobre y el agua tenía un gusto particular, entre natrón y orina, con tendencia a salarse. Bastóme levantar las trampillas de mosaico que cerraban aquellas vías, para cortar a mi agua toda comunicación con el exterior.

    Esa tarde y toda la noche fue horrendo el espectáculo de la ciudad. Quemada en sus domicilios, la gente huía despavorida, para arderse en las calles en la campiña desolada; y la población agonizó bárbaramente, con ayes y clamores de una amplitud, de un horror, de una variedad estupendos. Nada hay tan sublime como la voz humana. El derrumbe de los edificios, la combustión de tantas mercancías y efectos diversos, y más que todo, la quemazón de tantos cuerpos, acabaron por agregar al cataclismo el tormento de su hedor infernal. Al declinar el sol, el aire estaba casi negro de humo y de polvaredas. Las flámulas que danzaban por la mañana entre el cobre pluvial, eran ahora llamaradas siniestras. Empezó a soplar un viento ardentísimo, denso, como alquitrán caliente. Parecía que se estuviese en un inmenso horno sombrío. Cielo, tierra, aire, todo acababa. No había más que tinieblas y fuego. ¡Ah, el horror de aquellas tinieblas que todo el fuego, el enorme fuego de la ciudad ardida no alcanzaba a dominar; y aquella fetidez de pingajos, de azufre, de grasa cadavérica en el aire seco que hacía escupir sangre; y aquellos clamores que no sé cómo no acababan nunca, aquellos clamores que cubrían el rumor del incendio, más vasto que un huracán, aquellos clamores en que aullaban, gemían, bramaban todas las bestias con un inefable pavor de eternidad!...

    Bajé a la cisterna, sin haber perdido hasta entonces mi presencia de ánimo, pero enteramente erizado con todo aquel horror; y al verme de pronto en esa obscuridad amiga, al amparo de la frescura, ante el silencio del agua subterránea, me acometió de pronto un miedo que no sentía -estoy seguro- desde cuarenta años atrás, el miedo infantil de una presencia enemiga y difusa; y me eché a llorar, a llorar como un loco, a llorar de miedo, allá en un rincón, sin rubor alguno.

    No fue sino muy tarde, cuando al escuchar el derrumbe de un techo, se me ocurrió apuntalar la puerta del sótano. Hícelo así con su propia escalera y algunos barrotes de la estantería, devolviéndome aquella defensa alguna tranquilidad; no porque hubiera de salvarme, sino por la benéfica influencia de la acción. Cayendo a cada instante en modorras que entrecortaban funestas pesadillas, pasé las horas. Continuamente oía derrumbes allá cerca. Había encendido dos lámparas que traje conmigo, para darme valor, pues la cisterna era asaz lóbrega. Hasta llegué a comer, bien que sin apetito, los restos de un pastel. En cambio bebí mucha agua.

    De repente mis lámparas empezaron a amortiguarse, y junto con eso el terror, el terror paralizante esta vez, me asaltó. Había gastado, sin prevenirlo, toda mi luz, pues no tenía sino aquellas lámparas. No advertí, al descender esa tarde, traerlas todas conmigo.

    Las luces decrecieron y se apagaron. Entonces advertí que la cisterna empezaba a llenarse con el hedor del incendio. No quedaba otro remedio que salir; y luego, todo, todo era preferible a morir asfixiado como una alimaña en su cueva.

    A duras penas conseguí alzar la tapa del sótano que los escombros del comedor cubrían...

    ...Por segunda vez había cesado la lluvia infernal. Pero la ciudad ya no existía. Techos, puertas, gran cantidad de muros, todas las torres yacían en ruinas. El silencio era colosal, un verdadero silencio de catástrofe. Cinco o seis grandes humaredas empinaban aún sus penachos; y bajo el cielo que no se había enturbiado ni un momento, un cielo cuya crudeza azul certificaba indiferencias eternas, la pobre ciudad, mi pobre ciudad, muerta, muerta para siempre, hedía como un verdadero cadáver.

    La singularidad de la situación, lo enorme del fenómeno, y sin duda también el regocijo de haberme salvado, único entre todos, cohibían mi dolor reemplazándolo por una curiosidad sombría. El arco de mi zaguán había quedado en pie y asiéndome de las adarajas pude llegar hasta su ápice.

    No quedaba un solo resto combustible y aquello se parecía mucho a un escorial volcánico. A trechos, en los parajes que la ceniza no cubría, brillaba con un bermejor de fuego, el metal llovido. Hacia el lado del desierto, resplandecía hasta perderse de vista un arenal de cobre. En las montañas, a la otra margen del lago, las aguas evaporadas de éste condensábanse en una tormenta. Eran ellas las que habían mantenido respirable el aire durante el cataclismo. El sol brillaba inmenso, y aquella soledad empezaba a agobiarme con una honda desolación cuando hacia el lado del puerto percibí un bulto que vagaba entre las ruinas. Era un hombre, y habíame percibido ciertamente, pues se dirigía a mí.

    No hicimos ademán alguno de extrañeza cuando llegó, y trepando por el arco vino a sentarse conmigo. Tratábase de un piloto, salvado como yo en una bodega, pero apuñaleando a su propietario. Acababa de agotársele el agua y por ello salía.

    Asegurado a este respecto, empecé a interrogarlo. Todos los barcos ardieron, los muelles, los depósitos; y el lago habíase vuelto amargo. Aunque advertí que hablábamos en voz baja, no me atreví -ignoro por qué- a levantar la mía.

    Ofrecíle mi bodega, donde quedaban aún dos docenas de jamones, algunos quesos, todo el vino...

    De repente notamos una polvareda hacia el lado del desierto. La polvareda de una carrera. Alguna partida que enviaban, quizá, en socorro, los compatriotas de Adama o de Seboim.

    Pronto hubimos de sustituir esta esperanza por un espectáculo tan desolador como peligroso.

    Era un tropel de leones, las fieras sobrevivientes del desierto, que acudían a la ciudad como a un oasis, furiosos de sed, enloquecidos de cataclismo.

    La sed y no el hambre los enfurecía, pues pasaron junto a nosotros sin advertirnos. ¡Y en qué estado venían! Nada como ellos revelaba tan lúgubremente la catástrofe.

    Pelados como gatos sarnosos, reducida a escasos chicharrones la crin, secos los ijares, en una desproporción de cómicos a medio vestir con la fiera cabezota, el rabo agudo y crispado como el de una rata que huye, las garras pustulosas, chorreando sangre -todo aquello decía a las claras sus tres días de horror bajo el azote celeste, al azar de las inseguras cavernas que no habían conseguido ampararlos.

    Rondaban los surtidores secos con un desvarío humano en sus ojos, y bruscamente reemprendían su carrera en busca de otro depósito, agotado también, hasta que sentándose por último en torno del postrero, con el calcinado hocico en alto, la mirada vagorosa de desolación y de eternidad, quejándose al cielo, estoy seguro, pusiéronse a rugir.

    Ah... nada, ni el cataclismo con sus horrores, ni el clamor de la ciudad moribunda era tan horroroso como ese llanto de fiera sobre las ruinas. Aquellos rugidos tenían una evidencia de palabra. Lloraban quién sabe qué dolores de inconsciencia y de desierto a alguna divinidad obscura. El alma sucinta de la bestia agregaba a sus terrores de muerte, el pavor de lo incomprensible. Si todo estaba lo mismo, el sol cotidiano, el cielo eterno, el desierto familiar, ¿por qué se ardían y por qué no había agua?... Y careciendo de toda idea de relación con los fenómenos, su horror era ciego, es decir, más espantoso. El transporte de su dolor elevábalos a cierta vaga noción de provenencia, ante aquel cielo de donde había estado cayendo la lluvia infernal; y sus rugidos preguntaban ciertamente algo a la cosa tremenda que causaba su padecer. Ah... esos rugidos, lo único de grandioso que conservaban aún aquellas fieras disminuidas: cual comentaban el horrendo secreto de la catástrofe; cómo interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio, la eterna sed...

    Aquello no debía durar mucho. El metal candente empezó a llover de nuevo, más compacto, más pesado que nunca.

    En nuestro súbito descenso, alcanzamos a ver que las fieras se desbandaban buscando abrigo bajo los escombros.

    Llegamos a la bodega, no sin que nos alcanzaran algunas chispas; y comprendiendo que aquel nuevo chaparrón iba a consumar la ruina, me dispuse a concluir.

    Mientras mi compañero abusaba de la bodega -por primera y última vez, a buen seguro-decidí aprovechar el agua de la cisterna en mi baño fúnebre; y después de buscar inútilmente un trozo de jabón, descendí a ella por la escalinata que servía para efectuar su limpieza.

    Llevaba conmigo el pomo de veneno, que me causaba un gran bienestar apenas turbado por la curiosidad de la muerte.

    El agua fresca y la obscuridad, me devolvieron a las voluptuosidades de mi existencia de rico que acababa de concluir. Hundido hasta el cuello, el regocijo de la limpieza y una dulce impresión de domesticidad, acabaron de serenarme.

    Oía afuera el huracán de fuego. Comenzaban otra vez a caer escombros. De la bodega no llegaba un solo rumor. Percibí en eso un reflejo de llamas que entraban por la puerta del sótano, el característico tufo urinoso... Llevé el pomo a mis labios, y...
  • Atl
    Yo soy un hombre sincero
    De donde crece la palma,
    Y antes de morirme quiero
    Echar mis versos del alma.

    Yo vengo de todas partes,
    Y hacia todas partes voy:
    Arte soy entre las artes,
    En los montes, monte soy.

    Yo sé los nombres extraños
    De las yerbas y las flores,
    Y de mortales engaños,
    Y de sublimes dolores.

    Yo he visto en la noche oscura
    Llover sobre mi cabeza
    Los rayos de lumbre pura
    De la divina belleza.

    Alas nacer ví en los hombros
    De las mujeres hermosas:
    Y salir de los escombros,
    Volando las mariposas.

    He visto vivir a un hombre
    Con el puñal al costado,
    Sin decir jamás el nombre
    De aquella que lo ha matado.

    Rápida, como un reflejo,
    Dos veces ví el alma, dos:
    Cuando murió el pobre viejo,
    Cuando ella me dijo adiós.

    Temblé una vez - en la reja,
    A la entrada de la viña,-
    Cuando la bárbara abeja
    Picó en la frente a mi niña.

    Gocé una vez, de tal suerte
    Que gocé cual nunca: - cuando
    La sentencia de mi muerte
    Leyó el alcaide llorando.

    Oigo un suspiro, a través
    De las tierras y la mar,
    Y no es un suspiro, - es
    Que mi hijo va a despertar.

    Si dicen que del joyero
    Tome la joya mejor,
    Tomo a un amigo sincero
    Y pongo a un lado el amor.

    Yo he visto al águila herida
    Volar al azul sereno,
    Y morir en su guarida
    La víbora del veneno.

    Yo sé bien que cuando el mundo
    Cede, lívido, al descanso,
    Sobre el silencio profundo
    Murmura el arroyo manso.

    Yo he puesto la mano osada,
    De horror y júbilo yerta,
    Sobre la estrella apagada
    Que cayó frente a mi puerta.

    Oculto en mi pecho bravo
    La pena que me lo hiere:
    El hijo de un pueblo esclavo
    Vive por él, calla y muere.

    Todo es hermoso y constante,
    Todo es música y razón,
    Y todo, como el diamante,
    Antes que luz es carbón.

    Yo sé que el necio se entierra
    Con gran lujo y con gran llanto.-
    Y que no hay fruta en la tierra
    Como la del camposanto.

    Callo, y entiendo, y me quito
    La pompa del rimador:
    Cuelgo de un árbol marchito
    Mi muceta de doctor.
  • Atl
    Este semestre me he metido una clase sobre traducción de poesía, sin estar conciente de que lo era, sólo me inscribí porque el horario me era propicio. Ahora tengo que hacer la labor de traducción de un poema a lo largo del semestre y el martes tengo que exponer la primera versión. Espero que se me pueda hacer algo decente con este poema.

    Whacked - C. K. Williams

    Every morning of my life I sit at my desk getting whacked by some great poet or other. Some Yeats, some Auden, some Herbert or Larkin, and lately a whole tribe of others—oy!—younger than me.Whack! Wiped out, every day … I mean since becoming a poet.

    I mean wanting to—one never is, really, a poet.Or I’m not. Not when I’m trying to
    write, though then comes a line, maybe another, but still pops up againYeats, say, and again whacked.

    …Wait …Old brain in my head I’d forgotten that “whacked” in crime movies means murdered,
    rubbed out, by the mob—little the mob-guys would think that poets could do it, and who’d believe

    that instead of running away you’d find yourself fleeing towards them, some sweetseeming Bishop
    who’s saying SO-SO-SO, but whack! you’re stampeding again through her poems like a
    mustang,

    whacked so hard that you bash the already broken crown of your head on the roof of your stall.

    …What a relief to read for awhile some bad poems. Still, I try not to—bad, whackless poems can hurt you, can say you’re all right when you’re not, can condone your poet-coward

    who compulsively asks if you’re all right—Am I all right?—not wasting your time—
    Am I wasting time?—though you know you are, wasting time, if you’re not being
    whacked.

    Bad poems let you off that: the confessional mode now: I’ve read reams, I’ve written as many.

    Meanwhile, this morning, this very moment, I’m thinking of George Herbert composing;

    I see him, by himself, in some candlelit chamber unbearably lonely to us but glorious to him,

    and he’s hunched over, scribbling, scribbling, and the room’s filling with poems
    whacking at me,
    and Herbert’s not even paying attention as the huge tide of them rises and engulfs me

    in warm tangles of musical down as from the breasts of the choiring dawn-tangling larks.

    “Lovely enchanting language, sugar-cane …” Whack! “The sweet strains, the lullings …”

    Oh whack! Lowell or Keats, Rilke orWordsworth orWyatt: whack—fifty years of it,
    old race-horse, plug hauling its junk—isn’t it time to be put out to pasture? But ah, I’d still if I could lie down like a mare giving birth, arm in my own uterine channel to tug out another,

    one more, only one more, poor damp little poem, then I’ll be happy—I promise, I
    swear.
  • Atl
    Una bella mañana de abril, en una callecita lateral del elegante barrio de Harajuku en Tokio, me crucé con la chica 100% perfecta.

    A decir verdad, no era tan guapa. No sobresalía de ninguna manera. Su ropa no era nada especial. En la nuca su cabello tenía las marcas de recién haber despertado. Tampoco era joven –debía andar alrededor de los treinta, ni si quiera cerca de lo que comúnmente se considera una “chica”. Aún así, a quince metros sé que ella es la chica 100% perfecta para mí. Desde el momento que la vi algo retumbó en mi pecho y mi boca quedó seca como un desierto. Quizá tú tienes tu propio tipo de chica favorita: digamos, las de tobillos delgados, o grandes ojos, o delicados dedos, o sin tener una buena razón te enloquecen las chicas que se toman su tiempo en terminar su merienda. Yo tengo mis propias preferencias, por supuesto. A veces en un restaurante me descubro mirando a la chica de la mesa de al lado porque me gusta la forma de su nariz.

    Pero nadie puede asegurar que su chica 100% perfecta corresponde a un tipo preconcebido. Por mucho que me gusten las narices, no puedo recordar la forma de la de ella –ni siquiera si tenía una. Todo lo que puedo recordar de forma segura es que no era una gran belleza. Extraño.

    –Ayer me crucé en la calle con la chica 100% perfecta –le digo a alguien.

    –¿Sí? –dice él– ¿Estaba guapa?

    –No realmente.

    –De tu tipo entonces.

    –No lo sé. Me parece que no puedo recordar nada de ella, la forma de sus ojos o el tamaño de su pecho.

    –Raro.

    –Sí. Raro.

    –Bueno, como sea –me dice ya aburrido–, ¿qué hiciste? ¿Le hablaste? ¿La seguiste?

    –Nah, sólo me crucé con ella en la calle.

    Ella caminaba de este a oeste y yo de oeste a este. Era una bella mañana de abril.

    Ojalá hubiera hablado con ella. Media hora sería suficiente: sólo para preguntarle acerca de ella misma, contarle algo acerca de mí, y –lo que realmente me gustaría hacer– explicarle las complejidades del destino que nos llevaron a cruzarnos uno con el otro en esa calle en Harajuku en una bella mañana de abril de 1981. Algo que seguro nos llenaría de tibios secretos, como un antiguo reloj construido cuando la paz reinaba en el mundo.

    Después de hablar, almorzaríamos en algún lugar, quizá veríamos una película de Woody Allen, entrar en el bar de un hotel para tomar unos cócteles. Con un poco de suerte, terminaríamos en la cama.

    La posibilidad toca en la puerta de mi corazón.

    Ahora la distancia entre nosotros es de apenas 15 metros.

    ¿Cómo acercarme? ¿Qué debería decirle?

    –Buenos días, señorita, ¿podría compartir conmigo media hora para conversar?

    Ridículo. Sonaría como un vendedor de seguros.

    –Discúlpeme, ¿sabría usted si hay en el barrio alguna lavandería 24 horas?

    No, simplemente ridículo. No cargo nada que lavar, ¿quién me creería en una línea como esa?

    Quizá simplemente sirva la verdad: Buenos días, tú eres la chica 100% perfecta para mí.

    No, no se lo creería. Aunque lo dijera es posible que no quisiera hablar conmigo. Perdóname, podría decir, es posible que yo sea la chica 100% perfecta para ti, pero tú no eres el chico 100% perfecto para mí. Podría suceder, y de encontrarme en esa situación me rompería en mil pedazos, jamás me recuperaría del golpe, tengo treinta y dos años, y de eso se trata madurar.

    Pasamos frente a una florería. Un tibio airecito toca mi piel. La acera está húmeda y percibo el olor de las rosas. No puedo hablar con ella. Ella trae un suéter blanco y en su mano derecha estruja un sobre blanco con una sola estampilla. Así que ella le ha escrito una carta a alguien, a juzgar por su mirada adormecida quizá pasó toda la noche escribiendo. El sobre puede guardar todos sus secretos.

    Doy algunas zancadas y giro: ella se pierde en la multitud.

    Ahora, por supuesto, sé exactamente qué tendría que haberle dicho. Tendría que haber sido un largo discurso, pienso, demasiado tarde como para decirlo ahora. Se me ocurren las ideas cuando ya no son prácticas.

    Bueno, no importa, hubiera empezado “Érase una vez” y terminado con “Una historia triste, ¿no crees?”

    Érase una vez un muchacho y una muchacha. El muchacho tenía dieciocho y la muchacha dieciséis. Él no era notablemente apuesto y ella no era especialmente bella. Eran solamente un ordinario muchacho solitario y una ordinaria muchacha solitaria, como todos los demás. Pero ellos creían con todo su corazón que en algún lugar del mundo vivía el muchacho 100% perfecto y la muchacha 100% perfecta para ellos. Sí, creían en el milagro. Y ese milagro sucedió.

    Un día se encontraron en una esquina de la calle.

    –Esto es maravilloso –dijo él–. Te he estado buscando toda mi vida. Puede que no creas esto, pero eres la chica 100% perfecta para mí.

    –Y tú –ella le respondió– eres el chico 100% perfecto para mí, exactamente como te he imaginado en cada detalle. Es como un sueño.

    Se sentaron en la banca de un parque, se tomaron de las manos y contaron sus historias hora tras hora. Ya no estaban solos. Qué cosa maravillosa encontrar y ser encontrado por tu otro 100% perfecto. Un milagro, un milagro cósmico.

    Sin embargo, mientras se sentaron y hablaron una pequeña, pequeñísima astilla de duda echó raíces en sus corazones: ¿estaba bien si los sueños de uno se cumplen tan fácilmente?

    Y así, tras una pausa en su conversación, el chico le dijo a la chica: Vamos a probarnos, sólo una vez. Si realmente somos los amantes 100% perfectos, entonces alguna vez en algún lugar, nos volveremos a encontrar sin duda alguna y cuando eso suceda y sepamos que somos los 100% perfectos, nos casaremos ahí y entonces, ¿cómo ves?

    –Sí –ella dijo– eso es exactamente lo que debemos hacer.

    Y así partieron, ella al este y él hacia el oeste.

    Sin embargo, la prueba en que estuvieron de acuerdo era absolutamente innecesaria, nunca debieron someterse a ella porque en verdad eran el amante 100% perfecto el uno para el otro y era un milagro que se hubieran conocido. Pero era imposible para ellos saberlo, jóvenes como eran. Las frías, indiferentes olas del destino procederían a agitarlos sin piedad.

    Un invierno, ambos, el chico y la chica se enfermaron de influenza, y tras pasar semanas entre la vida y la muerte, perdieron toda memoria de los años primeros. Cuando despertaron sus cabezas estaban vacías como la alcancía del joven D. H. Lawrence.

    Eran dos jóvenes brillantes y determinados, a través de esfuerzos continuos pudieron adquirir de nuevo el conocimiento y la sensación que los calificaba para volver como miembros hechos y derechos de la sociedad. Bendito el cielo, se convirtieron en ciudadanos modelo, sabían transbordar de una línea del subterráneo a otra, eran capaces de enviar una carta de entrega especial en la oficina de correos. De hecho, incluso experimentaron otra vez el amor, a veces el 75% o aún el 85% del amor.

    El tiempo pasó veloz y pronto el chico tuvo treinta y dos, la chica treinta.

    Una bella mañana de abril, en búsqueda de una taza de café para empezar el día, el chico caminaba de este a oeste, mientras que la chica lo hacía de oeste a este, ambos a lo largo de la callecita del barrio de Harajuku de Tokio. Pasaron uno al lado del otro justo en el centro de la calle. El débil destello de sus memorias perdidas brilló tenue y breve en sus corazones. Cada uno sintió retumbar su pecho. Y supieron:

    Ella es la chica 100% perfecta para mí.

    Él es el chico 100% perfecto para mí.

    Pero el resplandor de sus recuerdos era tan débil y sus pensamientos no tenían ya la claridad de hace catorce años. Sin una palabra, se pasaron de largo, uno al otro, desapareciendo en la multitud. Para siempre.

    Una historia triste, ¿no crees?

    Sí, eso es, eso es lo que tendría que haberle dicho.

    Haruki Murakami
    a Sungrin le gusta esto.
  • Atl
    Por lo menos alguien en Fanficslandia ha pensado en crear una historia interactiva alguna vez, aquellos abuelos de los videojuegos que son bastante curiosos, las historias no lineales no son exclusivas de los medios electrónicos como el caso de Rayuela. Hace poco me encontré con esta herramienta bastante interesante que facilita la creación de este tipo de obras, a pesar de estar en inglés no creo que sea gran impedimento para que puedan usarla.

    http://twinery.org/
  • Atl
    "Creo que todos los artistas, de una u otra forma, son personas dañadas. Y a veces el mundo real no es suficiente. Tenemos que explorar un mundo inventado. Admiro a la gente que se contenta con las cosas como son, que viven en el presente y no tienen la carga que parecen tener los artistas. Es una compulsión, como una enfermedad. Si estás enfermo, seguramente debes tomar pastillas; ser escritor es algo parecido: debes lidiar con tu enfermedad sentándote todos los días a escribir". Paul Auster
  • Atl
    I. DATOS PERSONALES
    Nombre: Rodrigo Gabriel (1) Lira Canguilhem.
    Fecha de nacimiento: 26 de diciembre de 1949, 11:30 a.m. (4).
    Profesión: Escritor (ver antecedentes al respecto). Los ingresos indispensables provienen de la benevolencia de los padres.
    Estado civil: Soltero, sin hijos (5).
    Nivel cultural: Elevado (ver currículum vitae).
    Nivel social: Ambiguo, en tanto existen fuertes diferencias en el “estrato” en que se lo sitúe según los factores que se consideren (por ejemplo, vive en un departamento (6) con piso de parquet, pero carece de televisor, equipo de sonido, juguera, lavarropas y movilización propia).

    Notas: (1) Según fe de bautismo, “Rodrigo Gabriel Juan Esteban”.
    (4) Si se agrega que el nacimiento tuvo lugar en la Clínica Santa María (carta natal u horóscopo). Agrego esto porque en ciertos círculos se le asigna alguna importancia; por ejemplo, Ernesto Sábato, en su novela “Abaddón el exterminador”.
    (5) Lo de “soltero” es un problema.
    (6) El postulante vive solo.

    II. CURRÍCULUM VITAE
    B) ESTUDIOS UNIVERSITARIOS / UNIVERSIDAD CATÓLICA – 1967 A 1970
    1967: Escuela de Sicología.
    1970: Escuela de Artes de la Comunicación – Centro de Estudios de la Realidad Nacional – Depto. de Historia.
    1971: Trabajo en el Departamento de Publicaciones Educativas de la Editorial Nacional Quimantú. Viaje al norte de Chile. En noviembre-diciembre, hospitalización en la Clínica Siquiátrica Universitaria de la U. de Chile, a fin de establecer un “diagnóstico”, el que resultó ser “esquizofrenia hebefrénica”.

    C) PERÍODO 1975 A 1977
    1975: Ingreso a la Facultad de Bellas Artes de la U. de Chile.
    Estos estudios se ven interrumpidos por una nueva hospitalización en la Clínica de la U. de Chile, en el curso de la cual aparece el Dr. Arístides Rojas Ladrón de Guevara, el que: a) me traslada a la Clínica del Carmen, y b) convence a mi madre de mi recuperabilidad, ante lo cual ella se decide a adquirir el departamento que aún ocupo, al cual me traslado en junio de ese año. Los consiguientes problemas de ambientación, alhajamiento, alimentación, soledad, etc., me hacen los estudios que comenzara.

    F) EN EL CURSO DEL PRESENTE AÑO
    me he dedicado exclusivamente a ordenar textos poéticos-literarios. Por otra parte, he estado estudiando –sistemática, bien que personalmente- técnica de vocalización, motivado por la posibilidad de participar con un grado más elevado de profesionalismo en recitales poéticos o espectáculos propiamente teatrales.

    III. CONCLUSIONES
    Como consecuencia, puede legítimamente concluirse que mi nivel cultural es bastante elevado. Puedo agregar al respecto que hablo, leo y escribo inglés correctamente, que leo francés fluidamente y me puedo dar a entender en esa lengua, y que la escribo con dificultades. Puedo también leer en voz alta en alemán, sin entender casi nada. Quisiera agregar también que lo que se suele llamar creatividad es en mí más excesiva, en tanto que si no se canaliza puede lograr resultados un tanto impredecibles.

    V. ADVERTENCIAS
    1) El postulante no dispone de una “personalidad agresiva”.
    2) El postulante, en general, no es todo el tiempo una persona “dinámica”.
    3) El postulante no tiene televisión, ni teléfono, ni “movilización propia”.
    4) Como se indicó, el postulante no tiene una facilidad sobresaliente para integrarse fluidamente a grupos de trabajo en equipo.
    6) El postulante, sin embargo, no es nada de tonto.
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