Viendo entradas en la categoría: Desafíos de escritura

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    Día 3: "Vela"

    Hasta hace un par de años, siempre ocurría lo mismo por estas fechas tan señaladas. Celebrar Navidad en casa de la abuela siempre hacía que mi hermana y yo intercambiásemos miradas cómplices y alguna que otra risita porque cada año, sin excepción, ocurría el mismo desastre que lograba retrasar la preparación de la cena. De alguna u otra forma, "el desastre de la cena de Navidad" se había vuelto parte de nuestra propia tradición.

    Siempre se seguía el mismo patrón, y cada año tanto nuestras primas como nosotras dos esperábamos preparadas el percance, y por qué no, con ciertas ganas. Nos sentábamos en el sofá del salón, hablando entre nosotras mientras los padres preparaban la mesa, y tanto mi abuela, mi madre y mis tías se repartían los lugares en la cocina. Podíamos escuchar las charlas y las risas desde nuestro lugar, pero sabíamos que la calma no duraría mucho. Encendieron el horno, el microondas, alguna que otra luz y... Oh, craso error.

    De un momento a otro, todo el hogar se vio sumido en la más profunda oscuridad. En ese instante, todo siempre era un revoltijo de voces. Los padres nos pedían calma, que ya volvería la luz en seguida, aunque mis tías nos buscaban para comprobar si estábamos bien. Mi abuela resoplaba frustrada un "Ya empezamos otra vez", mientras que nosotras no podíamos dejar de reír. Mi prima más pequeña reía también, pero no me pasaba desapercibido su agarre en mi brazo, pues era bien sabido que le tenía mucho miedo a la oscuridad. Por eso, nos quedábamos juntas, curiosas de cómo resolverían esta vez el problema de cada año.

    Debido a esto, siempre teníamos preparadas las velas en el cajón, como medio de emergencia por aquel entonces en el que no teníamos linterna en los móviles. Las colocaban en la mesa, mientras que nos quedábamos embobadas mirándolas, y algunas eran llevadas a la cocina para encontrar el interruptor que se había vuelto a estropear. Al parecer, la caja de la luz estaba demasiado vieja y no aguantaba la más mínima carga, y por eso preparar las cenas de estas fechas se volvían un suplicio para los pobres.

    Luego volvía la luz, pero al poco rato de conseguirlo, todo volvía a irse al traste, y regresaban una vez más las risas. Al final, las velas siempre eran nuestra más confiable y fiel compañía.

    Sus flamas habían sido testigos de los momentos más divertidos de la cena de Navidad.

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  • Hygge
    Día 2: "Pájaro"
    Recuerdo que por aquel entonces, cuando tenía apenas unos seis o siete años, había un descampado frente a mi casa al que solía ir a jugar. Se trataba de una amplia explanada de tierra en desuso rodeada de matorrales (y algún que otro bicho que te pudiese salir de allí), por lo que a mi madre no le gustaba demasiado lo sucio que estaba ese sitio como para que jugase una niña pequeña como yo. Pero yo lo amaba, porque era allí donde iba con mi padre a conducir sus coches teledirigidos con total libertad. Recuerdo que teníamos dos, y echábamos carreras y los hacíamos caer contra el suelo multitud de veces, pero nos siguieron aguantando un largo tiempo que disfruté por completo. Actualmente la explanada fue sustituida y reemplazada por un complejo de pisos, por lo que lo único que me queda de ello es su recuerdo frente a mi ventana.

    Una de aquellas veces en las que volvíamos a casa tras estar jugando, me detuve con cierta extrañeza al notar a mi padre agacharse frente a unos coches, aparcados al lado de la acera por donde pasábamos. Me asomé, tratando de entender lo que estaba buscando, y di un saltito hacia atrás en cuanto me mostró de entre sus grandes manos a un diminuto pajarito que parecía tener el ala rota, y era incapaz de volar. Fascinada y enternecida, pues nunca había tenido la oportunidad de admirar a dicho animalito tan de cerca, le pregunté si podíamos llevárnoslo a casa como mascota, y me alegré mucho cuando pareció asentir a mi propuesta, puesto que volvimos a casa con él.

    Sin embargo, pronto entendí que su estancia sería breve, hasta que su ala se curase y pudiese echar a volar, así que decidí que ayudaría en todo lo que pudiese a que mi nuevo pequeño amiguito volviese a estar bien. Aunque en el fondo, claro, deseaba que no se fuese nunca.

    Recuerdo que en las primeras horas, la duda me embargó en cuanto pensé en su comida y bebida. ¿Qué comían los pájaros? ¿Tendríamos que darle gusanos de la calle o algo así? ¡Puaj, qué asco! Pero me sorprendió mucho ver a mi padre colocar un cuenco de agua pequeño y otro con pan mojado y blandito, para que no tuviese dificultad en tomarlo. ¡Y se lo comía, le gustaba! Se me hacía tan adorable, pobre. Me encantaría seguir viéndolo comer por mucho más tiempo. Después de todo, nunca había tenido alguna especie de mascota antes, por eso estaba tan ilusionada con su visita.

    Pero finalmente, después de un par de semanas, el pájaro ya podía empezar a volar. Estaba entre entristecida y orgullosa de que hubiésemos salvado y cuidado a nuestro pequeño amiguito, pero me daba mucha pena verlo marchar. Así, esa misma tarde, fuimos una vez más al descampado de siempre, y entre sus manos abiertas, mi padre alzó al ave y este echó a volar hasta perderse entre las calles.

    Nunca supe más de él, claro, pero deseaba que nuestra ayuda le hubiese servido, al menos, para vivir bien un par de años más.

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  • Hygge
    Al final me animaré a hacer el reto de Ichiinou <3 Iré publicando fragmentos de los recuerdos que se me vengan a la mente con cada palabra, veamos qué tal me va.
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    Día 1: "Huella"

    Suspiré una vez más, para dejarles aún más claro a mis padres, por si no lo habían notado ya, que estaba agotada y que me quería ir ya al hotel a descansar (aunque en verdad me quedase en la cama con el móvil un rato más, pero eso ya es otra historia). Ellos amaban, luego de terminar de cenar y de quedarnos a ver algunas de las actuaciones del hotel, el ir a pasear por la ciudad, disfrutando así del ambiente nocturno. Y a mí no me quedaba de otra que seguirles, aunque mi interés era claramente nulo, pues no es que me agradase especialmente estar todo el día paseando. Y menos en la noche, que era el único rato en el que podía invertir en mí misma durante las vacaciones en familia.

    Desvié la mirada hacia las personas que se encontraban paseando a nuestro lado, desinteresada de las típicas respuestas reprobatorias de mis padres ante mi falta de entusiasmo. El ambiente de la ciudad era bastante animado, sobre todo por el hecho de que las tiendas se encontrasen abiertas a altas horas de la noche. No sabía hacia dónde nos dirigíamos aquella vez, pero al menos no tocaba el día de las compras; teníamos demasiada familia y se volvía desesperante buscar algo para cada uno en cada tienda que encontrábamos.

    Al cabo de un rato, comencé a sentir la suavidad de la brisa marina más próxima que nunca, y el sonido de las olas impactando contra las rocas pronto despertó mi atención. Curiosa, al doblar una esquina, advertí que nos encontrábamos justamente en la zona frente al embarcadero, y no muy lejos, la playa. De un momento a otro, me sentí repentinamente relajada. Ahora que me fijaba mejor en mi entorno, aquella noche las estrellas podían percibirse con notoria claridad. Y en el horizonte, en lo alto, la luna dejaba un precioso reflejo de su luz en las aguas.

    Sentí la necesidad de retratar ese reflejo, y mientras encendía la cámara, no me percaté de que mis padres y mi hermana se estaban descalzando, comenzando a caminar y a dejar sus huellas sobre la arena. Tuve que desistir de mi intento de guardar dicha imagen debido a que mi cámara era demasiado mala, y algo desilusionada, decidí imitar sus pasos. Me daba algo de incomodidad el mojarme los pies y que la arena se quedase pegada en mi piel, pero lo cierto era que una vez me descalcé y sentí la tierra fría, se sentía ciertamente relajante.

    Oí a mi hermana llamarme a gritos a lo lejos, invitándome a seguirla mientras aceleraba sus pasos, y sonreí. Pronto la aburrida caminata nocturna se convirtió en un agradable paseo por la playa, y mientras mis padres se quedaban atrás, charlando entre ellos, y mi hermana se acercaba de vez en cuando a la orilla para mojarse los pies, yo me dedicaba a seguir las pisadas que otras personas misteriosas habían dejado sobre la arena. Se hacía entretenido tratar de no salirse de las huellas, a pesar de que mis pies fuesen más pequeños que los del contorno dibujado. La sensación de suavidad de la arena invitaba a enterrar tus pies con cada paso a su vez, dejando tus propias marcas tras de ti.

    Aquel pequeño paseo se convirtió en un recuerdo agradable de mis últimas vacaciones de verano. Y a día de hoy, no me preocupo por no haber conseguido fotografiar la imagen de aquella noche. Después de todo, acabó por volverse una imagen difícil de olvidar.
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