Trencitas de Chola

Tema en 'Relatos' iniciado por Lionflute, 5 Diciembre 2015.

  1.  
    Lionflute

    Lionflute Usuario popular Comentarista empedernido

    Aries
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    Escritor
    Título:
    Trencitas de Chola
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    4140
    Jamás vi un funeral tan solitario. No es que en mi corta vida haya tenido que ver demasiados, pero es triste que no hayan más de cuatro personas a demás de mi, incluyendo al sacerdote. Roxana se ve tan triste dentro del cajón, tan triste, pero tan linda como nunca la supe ver antes, con sus trencitas de chola que nunca se sacó y que siempre le recriminé. Fui tan mala cuando era chica, tan mala. Recuerdo tan bien el primer día que llegó. Habían sido semanas complicadas y confusas en las que de repente tuve que dejar de ver a mi papá y de pronto me tuve que cambiar de casa. Mi mamá no estaba triste como yo, al contrario, ella estaba contenta con haberse separado de mi papá. Luego de llevar semanas discutiendo en el pasillo, como si yo no estuviera oyendo, decidieron que lo mejor era el divorcio y, como mí papá era de los que ganaba harta plata trabajando en la mina de Chuquicamata, para evitar que mi mamá le quitara el auto, la casa y todo lo que para él era importante, le ofreció una jugosa pensión alimenticia por mí. Mi madre, contenta con el acuerdo, se fue de la casa a otra que mi padre le compró también como parte del trato. Se fue dispuesta a seguir su vida como si nada hubiese pasado, decidida a mantener el ostentoso estilo de vida al que ya estaba acostumbrada. Yo tenía otra nana antes. Se llamaba Asunción y era una chilena de los barrios pobres de Calama que fácilmente conquistó a mi papá. Años más tarde vine a saber que ese fue precisamente el motivo de las discusiones y la ruptura. Me llevaba bien con ella y no me gustaba la idea de que mi mamá quisiera contratar a otra, sin saber que había un motivo más fuerte para ella que la llevaba a hacerlo. Entonces unos días después de la mudanza, llega Roxana con su aire boliviano por la puerta. Desde que la vi entrar, decidí odiarla, por costumbre a Asunción más que nada, y es que no se me podía pedir ser más racional a mis siete años. Decidí desde entonces que me molestaría su acento de cantar altiplánico y sus ponchitos coloridos. Decidí odiar sus trenzas y sus rasgos de india. Decidí odiar por odiar, por ser niña y no encontrar otra forma de protesta a todo lo que ocurría en mi vida por esa época.

    Roxana siempre fue una mujer un tanto torpe. Recuerdo que vivía disculpándose a cada paso, por no saludar como correspondía, por no recordar todos los nombres o los horarios, por ser de cuerpo ancho y pasar a llevar las cosas a su paso. “Perdon, señorita Marta, discúlpeme”, le decía a mi mamá y ella le sonreía y le decía que no había problema, que tuviera más cuidado y ya, después de todo eso poco le importaba, mientras pudiera salir y no tener que ocuparse de la casa, le perdonaba todos los desatinos que pudiera tener. La pobrecita se olvidaba que dejaba la cocina encendida y más de una vez tuve que comerme alguna carne medio quemada u, otras veces, se le iba la mano con la sal y terminaba dándome un guiso que parecía hecho con agua de mar. Yo le escupía la comida con toda la falta de educación que no podía mostrar frente a mi madre, pero Roxana siempre mantenía la calma y, en lugar de enfadarse conmigo, hacía lo que mejor sabía hacer. Se inclinaba en reverencia muchas veces repitiendo las mismas disculpas que a mi madre y terminaba haciendo todo de nuevo, hasta que yo encontrara la comida aceptable. Tener tanto poder sobre ella me llevaba a ser muy exigente con la comida, a hacerla repetir varias veces el plato hasta que me aburría de esperar y me urgía comer algo.

    Siempre le critiqué sus trenzas en su cabello negro y seco y sus marcados rasgos indígenas. Me acercaba a ella cuando estaba planchando y miraba asomándome por la puerta. Entonces, cuando ella se percataba de mi presencia, yo le soltaba mis tonterías.

    —No me gustan tus trenzas —le decía y ella seguía planchando con una sonrisa —te hacen ver fea, porque tu cara es fea.
    —Cuando yo era niña —me decía ella, siempre planchando —me contaron una historia. Me decían que las trenzas eran para que las penas se quedaran atrapadas en ellas, en el pelo enredado y así no se escaparan y, mi niña, yo tengo muchas penas en el alma.

    Y efectivamente, ella había pasado por muchas cosas antes de llegar a Chile, cosas que yo me vine a enterar mucho después cuando la volví a encontrar por ahí. Hace algunos años, un hombre borracho la agarró desprevenida una noche de pampa desierta y, cubriéndole la boca, la tomó por suya sin su consentimiento. Ella, que ya vivía sola en un pueblo olvidado del desierto, quedó embarazada producto de aquella horrible noche. No obstante las circunstancias, quiso tener al bebé, su hija que nació, por fortuna, totalmente sana. Sin embargo, a falta de un buen trabajo, se vino a probar suerte a Chile, teniendo que dejar a su hija a cargo de una amiga en aquel pueblo, con la promesa de ayudarle también a ella económicamente. Todos los meses, el sueldo se lo enviaba casi por entero a aquella mujer que se dignaba a escribirle cada ciertos meses para contarle las noticias sobre su hija. Apenas le quedaba a ella un poco de dinero para sobrevivir en este país donde apenas conocía más gente que con la que trabajaba. Pero todo esto lo vine a saber mucho después y, en aquellos días, no pude entender la historia de las trenzas.

    —De todos modos las trenzas son feas —Le decía antes de desaparecer tras la puerta mientras ella nunca interrumpió su planchado.

    Siempre creí que era por su culpa que mi madre no se ocupara de mí, porque pensaba que, de no estar Roxana ahí, quizás mi mamá se ocuparía de todo y entonces pasaría más tiempo conmigo. Sin embargo, estaba yo muy equivocada. Mi mamá se levantaba todos los días y salía de casa para desayunar con otras esposas de empleados de la mina en la casa de la Mónica, la histérica mujer que vivía a cinco casas de nosotros. Siempre pasaban las mañanas hablando de temas banales y luego se pasaban el día haciendo compras superfluas, yendo por caros tratamientos de belleza y, ya en la tarde, volvía a tomar el té en la casa de la Jocellyn, la mujer (o al menos eso creía) de gruesos labios operados que vivía a dos cuadras de nuestra casa. Mi mamá era una más del montón, salvo que ahora, tenía que mantener un poco más la imagen, ya que ser separada era mal visto entre ellas. Pero se las arregló para salir airosa de tal dilema social emparejándose con un tal Jorge Fuentes, otro de los empleados de la mina con un alto cargo y con estudios en el extranjero que sus mismas amigas le presentaron. Pero por aquella vida que llevaba, cada vez que yo la necesitaba en el colegio o en cualquier cosa, se la pasaba ocupada. A lo único que no faltaba era a las reuniones de colegio, pero solamente porque ahí también estaban las otras mujeres con las que se juntaba siempre y era la excusa para salir luego juntas e irse a casa de alguna a tomar alguna cosa. Cuando necesitaba ayuda en alguna tarea, mi mamá le pedía a Roxana que me ayudara y eso siempre me enojaba, pero en lugar de enojarme con mi mamá, me enojaba con Roxana, por aceptar. Ya saben, berrinches ridículos de niño. Hubo una vez, cuando tenía yo ocho años, que tenía que presentar una obra en el colegio y necesitaba un disfraz de flor. Le conté a mi mamá que la obra la había escrito yo y que trataba de una flor que estaba triste porque nadie la regaba, hasta que llegaba un granjero y la llevaba a su casa donde la cuidaba y finalmente la flor crecía feliz junto a otras flores. Le conté también que la obra había sido premiada por el profesor y que la íbamos a presentar en el colegio. Mi mamá se estaba preparando para salir mientras yo la seguía para todos lados contándole, mientras cada ciertas palabras ella respondía “Sí, mi amor. Claro, mi amor”.

    —Entonces... —le dije con la cara sonriendo mientras ella iba a abrir la puerta.
    —¿Entonces qué? —Me dijo, mirándome finalmente sin comprender demasiado. —¿Me vas a comprar mi disfraz de flor? —

    Dijo que no tenía tiempo, a pesar de pasarse el día comprando, y le pidió a la Roxana que se encargara. Roxana, que siempre me ayudaba con mucho entusiasmo, en lugar de comprar un disfraz de flor, partió a comprar telas y se pasó cosiendo toda la tarde el disfraz de flor más feo que vi en toda mi vida, pero seguramente el hecho con más amor que jamás haya usado. Era un vestido verde y brillante con la forma de los que usan las bailarinas de La Tirana y, en la parte de arriba, una capucha de las que salían pétalos de varios colores, sin ton ni son. Cuando lo vi, me ofusqué, porque no era el disfraz que yo había visualizado para mi obra, pero Roxana no se dio por vencida y pasó los siguientes días haciéndole retoques varios hasta que, más por pena que por conformidad, acepté el traje que había confeccionado para mí. Me lo probé frente a ella y vi cómo le brillaban los ojitos. Quién sabe si quizás vio en mi a su hijita vestida de flor en medio de la pampa. Esa fue la única vez que fui dulce con ella, porque vi una lágrima asomarse por su ojo derecho y caer por la tierra reseca de sus mejillas desérticas.

    —Te quedó lindo el disfraz —le dije —, gracias —.

    Entonces ella me sonrió medio llorando y me aplaudió. Pero la bondad no me duró mucho. Resulta que el día de la función, nerviosa y despistada, me dejé el traje en la casa. Por suerte, tenía un celular que mi mamá me había comprado, un aparato que le servía a ella para llamarme de vez en cuando y sentirse para sí un poco mejor madre, y a mí para sentirla a ella más cercana de lo que realmente estaba. Cuando me di cuenta de que faltaba el vestido, decidí llamarla para que me sacara del embrollo. Me contestó medio molesta en medio del centro comercial, preguntándome que qué quería, que qué era tan importante a esa hora. Le conté que el traje se me había quedado en casa y que lo necesitaba para la función.

    —Ay, hija, estoy ocupada ahora —me dijo por el teléfono —. Llamaré a la Roxana para que se ocupe.

    Cuando me colgó el teléfono, sentí que quería llorar. No sabía muy bien el por qué, pero quería que fuera ella, tenía la esperanza de que ella sería quien me traería el traje. Pero ni bien pasaron tres minutos, me di cuenta que mi mamá no pudo ni llamarla, ya que ahí venía Roxana con su caminar altiplánico a dejarme el traje. Apenas lo vio en el piso de mi habitación, lo tomó y lo llevó apenas pudo al colegio. El problema fue que, en el apuro, el traje se había enganchado en quién sabe qué y tenía un agujero, no tan grande, pero lo suficiente para hacerlo indisimulable.

    —¡Es que acaso eres tonta? —le grité ante todos —¡No puedo presentarme así en el escenario, tonta, tonta, tonta! —

    Mi rabia no era contra ella, sino contra mi mamá, sin embargo ella, a pesar de haber sido humillada ante todos los alumnos y apoderados presentes, que ahora miraban atentos en un silencio espectral, solamente se limitó a hacer lo de siempre. Se agachó en reverencia y repitió muchas veces “disculpe señorita, fue mi culpa”. Al verla así, me tragué la ira y quise llorar, pero no dije ni hice nada. Roxana vino preparada con aguja e hilo y cosió el traje antes de ponérmelo y dejarme en el escenario. Se quedó a ver toda la función y me aplaudió de pie desde el público al final. Nunca le pedí disculpas por lo que dije, pero bajando del escenario fui a abrazarla, pensando que eso era disculpa suficiente y ella me abrazó también y me llevó a casa, donde me preparó la comida que yo le pedí. Le quedó un poco salada, pero no le dije nada. Nunca más la hice rehacer la comida a pesar de sus descuidos.

    El problema para ella empezó cuando la relación de mi mamá y ese tal Jorge Fuentes se empezó a volver más formal. Mi mamá comenzó a llevarlo a la casa y a mi siempre me pareció un tipo muy raro. Hablaba de una manera muy peculiar, como si no moviera casi la boca. Su voz parecía venir de otro lado y por ese pequeño detalle nunca le pude tomar mucha confianza. Yo ya tenía nueve años y, habiendo él estado con mi mamá durante dos, decidieron entre ambos que era momento de que él se acercase a mí, puesto que tenían planes de contraer matrimonio. Él me traía regalos caros todas las semanas, pero yo siempre los rechazaba, no por llevarle la contraria, sino porque nunca le acertaba a mis gustos. Nunca fui de jugar con muñecas o con cosas de cocina, sino más bien con cosas de arte, pero él decía que “las mujeres tienen que hacer cosas de mujeres o bien dedicarse a grandes cosas, pero el arte no la llevará a ningún lado”, y se empecinaba en regalarme muñecas y sets de cocina de primera calidad que terminaban acumulados en un armario, siempre en sus cajas. Con la confianza que mi mamá le tenía, le llegó a entregar una copia de las llaves a él y ese, viéndolo ahora en retrospectiva, fue uno de los más grandes errores que cometió.

    Cuando mi madre salía con sus amigas, a veces lo veía llegar. Se encerraba en la pieza donde Roxana estaba trabajando. Yo nunca me cuestioné lo que pasaba, porque pensé que era asunto de ellos. Sin embargo, aquel hombre bruto nunca tuvo precauciones, creyéndome muy niña para causar cualquier problema y, un día que necesitaba a Roxana por algún problema que ya no recuerdo, me dirigí donde ella y, antes de abrir la puerta, oí gemidos raros desde el otro lado. Asustada, tomé la perilla de la puerta y la giré con discreción. Aquel estúpido olvidó ponerle cerrojo y pude abrirla sin que lo notara. Entonces me asomé como aquellos días en que la veía planchar y le hablaba de sus feas terencitas de chola. La vi a ella contra la pared con su falda levantada y a Jorge Fuentes atrás haciendo cosas que ese tiempo no sabía descifrar. Vi a Roxana llorando, con la mano de aquel bruto tapándole la boca y, entonces, como hace ya dos años, ella me miró de reojo, con sus ojos de india abiertos y pidiéndome ayuda que yo no podía brindarle. Entonces cerré la puerta con el mismo sigilo y me fui a encerrar en mi pieza a llorar sin entender por qué, pensando en los ojos de Roxana y lo que vi sin comprender. Entonces llegó mi madre y yo me precipité a ver lo que sucedería. Al escucharla entrar, Jorge Fuentes salió asustado y sudando del cuarto que ocupaba Roxana para planchar y mi madre alcanzó a verlo.

    —¿Qué hacías tú ahí, Jorge? —lo increpó apenas lo vio salir sudando y despeinado.

    Él, que medio tartamudeaba al verse acorralado, no halló mejor que culpar a Roxana de lo sucedido, que ella lo acosaba y lo obligaba a encerrarse con ella y lo seducía para que él le hiciera las cosas más bajas. Mi madre, ciega de amor (o bien de estupidez), le preguntó a Roxana si aquello era cierto. La pobre, que estaba acostumbrada a aceptar todas las culpas, no sabía qué responder y se agarraba de su vestido, arrugando parte de él entre sus manos mientras los miraba a ambos sin decir palabra alguna.

    —¡Contesta! —le dijo entonces mi madre.

    Roxana me miró entonces, buscando en mí su último recurso de salvación. Pero yo callé. Mi silencio y el suyo le valieron el despido a mitad del mes y sin pago alguno, cosa que trabajando sin contrato, no era algo que pudiera alegar. La vi salir por la puerta con la piel mojada en llanto y con sus trencitas de chola cayendo tristes al lado de su rostro. Yo miraba desde la ventana de mi habitación llorando también, sin saber que nos volveríamos a ver años después y en circunstancias tan distintas.

    Al tiempo mi mamá terminó su relación con Jorge Fuentes cuando lo pilló en peores circunstancias con la siguiente nana de turno que lamentablemente tuvo que sufrir la misma suerte que Roxana. Muchas otras nanas pasaron por mi casa, pero ninguna con tanto corazón y humildad como aquella boliviana de rasgos desérticos, con el sol pegado en la frente y con el corazón cálido como ella sola. Mi madre se volvió a casar con otro tipo que nunca quiso ser mi amigo y que nunca me interesó demasiado tampoco, y yo me resigné a la indiferencia de mi madre. Crecí en aquella casa criada por nanas que nunca hicieron más de lo que se les pedía, al pie de la letra, y que nunca les interesó verme feliz. Sin embargo, crecí feliz, rodeada de buenos amigos que me impulsaron en mi carrera de artista. Me fui a Santiago a estudiar, como lo hacían casi todos en el colegio en el que estaba y, cada cierto tiempo, volvía a Calama, aquella ciudad desértica en medio de la nada que me gustaba llamar hogar.

    Un día, caminando por el centro, volví a encontrar a Roxana. Estaba vieja y más flaca, pero sus trencitas seguían igual de oscuras y tristes que aquel día que la vi partir. Estaba en la calle, pidiendo limosna a los transeúntes en un cacharrito de metal que parecía ser su única posesión. Me senté a su lado y pude sentir un fuerte olor a orines que la rodeaba, pero me contuve y decidí hablarle de todos modos. Me miró apenas y me reconoció en la lejanía de su memoria. No tenía fuerzas para darme un abrazo, pero me sonrió de todos modos.

    —Está grande, mi niña —me dijo con la parsimonia de su acento boliviano —, grande y bonita.

    La miré a los ojos y le conté mi vida desde que la dejé de ver. Ella me contó la suya, la que nunca supe, antes de conocerla y después de partir.

    Luego de trabajar para nosotros, trabajó para otra familia adinerada. Sin embargo era un matrimonio sin niños donde le pagaban a penas un sueldo digno, alegando sus orígenes, y donde al más mínimo descuido, recibía un golpe de parte del hombre de la casa, que no le temblaba la mano para golpear a la servidumbre. No renunciaba, por su hija, la pequeña que dejó en Bolivia y el único motivo de seguir aguantando semejante trato. Sin embargo, al tiempo después, hubo un hombre que se apiadó de ella sin conocerla y que, consiguiéndose los datos, la llamó desde Bolivia. Resulta que la supuesta amiga a quien le había confiado su hija, usaba el dinero que ella le enviaba para comprar alcohol para ella y su esposo. Se emborrachaban cada vez que podían y apenas alimentaban a la niña. La niña ya llevaba dos años muerta y esta mujer le inventaba historias para seguir recibiendo dinero sencillo y seguir emborrachándose cada noche. El hombre era amigo de aquella pareja y un día, tomando con ellos, le habían contado toda la historia, riéndose de la pobre mujer que al otro lado de la frontera, trabajaba por un sueldo indigno que se le iba en un suspiro por enviarle la mayor parte a ellos. Aquel hombre no pudo creer lo que oía y, con el pretexto de sumarse a la jugarreta, les pidió los datos para ver si con alguna artimaña lograba sacarle más dinero, pero en un acto de compasión por una desconocida, le contó la verdad al teléfono.

    —Lloré tanto ese día, que podría haber llenado el desierto de flores —me dijo mientras me contaba la historia.

    No pudo soportar la verdad y empezó a fallar aún más en el trabajo que, ya sin su hija, no le hacía más sentido. Se fue de esa casa con una zurra de la que aún le quedaban marcas, que me mostró sin pena, y con la cobarde advertencia de su patrón de que no volvería a trabajar nunca en una casa que valiera la pena. Aquel hombre maldito, se encargó de inventar historias por toda la ciudad que se expandieron como fuego en la madera, y Roxana no pudo conseguir jamás otro trabajo de nana, pero tampoco le importó mucho.

    —Ya no tenía más razones para seguir viviendo —me decía con su voz gastada —y aquí me quedé.
    —¿Y hay algo que yo pueda hacer por usted? Lo que sea —.
    —Verla así, tan grande y bonita ya es harto —me dijo mientras levantaba apenas su mano sucia y la ponía en mi mejilla —. Se ve tan linda como con el vestido de flor.

    Yo recordé entonces aquel día en el colegio, cuando le grité.

    —Discúlpeme —le dije tomándole la mano y fijándosela en mi rostro —, perdóneme por gritarle ese día.
    —No tiene nada que decir, mi niña. Cuando corrió a abrazarme, yo supe que quería pedir perdón.

    Me fui a casa con el corazón apenado. No podía llevármela conmigo, porque mi madre y su esposo nunca la hubieran aceptado y, por más que le insistí para llevarla a otro lado, ella se negó rotundamente. “No tiene caso, mi niña”, me dijo, “yo voy a estar bien”. Llegando a casa le comenté a mi madre lo que había sucedido, mi encuentro con Roxana y nuestra conversación.

    —¿Y no la trajiste a casa? —dijo mi madre con la garganta apretada.

    Con los años, luego de ver lo que Jorge Fuentes hizo con la siguiente nana, mi mamá comprendió su error, pero siempre se mantuvo muy orgullosa ante su postura y nunca quiso buscar a Roxana otra vez, aunque fuera solamente para disculparse. Al escuchar la historia la culpa le carcomió el orgullo y, aunque su esposo no entendía muy bien lo que pasaba, acordaron que no era mala idea que la trajeran a la casa, aunque fuera para exculpar a mi madre por lo hecho en el pasado. Pero al día siguiente, cuando volví a buscarla, me encontré con una ambulancia que se estaba llevando un cuerpo en una camilla, de la cual salía, por un costado, una trenza negra. Me acerqué para entender lo que sucedía y otros dos vagabundos se me acercaron para contarme lo sucedido.

    —Se están llevando a La Chola —me dijo uno de ellos.
    —Parece que anoche se fue en el sueño —dijo el otro, anticipándose a mi pregunta —. Pero se fue contenta, se durmió sonriendo.

    Cuando le conté a mi mamá, partimos al hospital las dos y, sobornando a algunos funcionarios, logramos que nos entregaran el cuerpo que nadie más recibiría y nos ocupamos de darle un entierro digno. Yo me encargué de vestirla y maquillarla. La dejé bonita. Le puse un vestido largo de color rojo y un chalequito negro. Encima de éste, un poncho de colores como los que siempre usaba. Le limpié todo el cuerpo y le deje el rostro y las manos relucientes. Le adorné apenas con unos aros grandes que eran míos y le pinté los labios muy discretamente para no sobrecargar demasiado sus ya fuertes rasgos indígenas. Le hice yo misma las trenzas que el servicio funerario le deshizo para la autopsia. Se las hice como alguna vez cuando niña ella me enseñó a hacerlas y yo aprendí a regañadientes. Se veía tan linda en su cajón, tan linda como siempre y yo nunca quise ver.

    Estábamos ahí los necesarios. Yo, mi madre que venía a disculparse ante su tumba, y que lloraba como jamás lloró por nadie, y los otros dos vagabundos que aparentemente eran amigos de ella en este último tiempo. La vimos bajar a la fosa entre nuestras lágrimas y las palabras del sacerdote que rezaba por que la recibieran en el cielo. Yo, por mi parte, no necesitaba unirme al rezo por ella: Yo tenía la seguridad de que en el cielo la recibirían y que entraría en él con el mismo aire boliviano que entró en mi casa hacia ya tanto tiempo.
     
    Última edición: 6 Diciembre 2015
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    Ruki V

    Ruki V Usuario popular

    Piscis
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    Antes de siquiera comenzar a leer tuve que preguntarme unas cinco veces por qué sería ese el título y qué contendría de lime.

    Me estaba tomando todo muy seriamente hasta que leí "en la casa de la Mónica" y "en la casa de la Jocellyn" xD No se si fue accidental o a propósito, pero me hizo gracia. En mi familia tendemos a usar ese modo de referirnos a la gente 'cercana pero no cercana' a veces y lo repetimos dos veces de lo mal que creemos que suena apenas lo decimos.

    Una duda. "Era un vestido verde y brillante con la forma de los que usan las bailarinas de la tirana". Tal vez es mera ignorancia pero, ¿de la tirana?

    No noté faltas de ortografía excepto por: "Mi mamá comenzó a llevarlo a la casa y mi siempre me..." Ahí en medio hace falta una "a". Además de que "luego de ver lo que Juan Fuentes hizo con la siguiente nana" Jorge cambió de nombre.

    Yo... Yo siempre he sentido cierta atracción indefinida, apego, compasión, algo, por los personajes en cuya historia entra una violación. Lo de su hija me conmovió mucho: Es una pena que no se la hubiera llevado consigo para tratar de trabajar y además cuidar de ella, o que no pudiese encontrar trabajo donde vivía para poder al menos verla aunque no estuviera con ella todo el día. Lo del hombre Fuentes me dio muchísimo coraje y que la protagonista no supiera que pudiera haber ayudado a Roxana con haber señalado que la había visto contra la pared llorando... Al no saber lo que veía debió ser algo muy fuerte para procesarlo. Qué rabia, qué tristeza. Y luego lo del estúpido patrón que la golpeaba. Tanta mala fortuna. Pero me esperaba las últimas palabras sobre que seguramente recibirían a Roxana en el cielo y eso me llenó de alivio. Tengo el pensamiento de que está con su hija.

    Leer tus escritos es como leer un libro; tal vez uno lleno de historias trágicas, pero hermosas, y realistas, y entrañables. No dejes de escribir ni de recordarme venir a leerte. Saludos.
     
  3.  
    Lionflute

    Lionflute Usuario popular Comentarista empedernido

    Aries
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    Primero, gracias por leer y señalar tan garrafales errores. Primero, disculparme por ellos, que ayer lo edité, pero a eso de las 3 de la mañana me fue difícil ver todos los errores. El personaje en un principio se llamaría Juan, pero le cambié el nombre por encontrarlo poco adecuado :P

    Respecto a "la Mónica" y "la Jocellyn", es la forma que tenemos para hablar en Chile y por eso la utilizo en el cuento, así como lo de las "bailarinas de la tirana", que por error mío, no está en mayúscula y hace referencia a la fiesta de La Virgen de La Tirana.

    Nuevamente, gracias por leer. Se agradecen los comentarios :)
     
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  4.  
    Bugs Bunny

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    Piscis
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    Es un escrito muy cargado de sentimientos. Me recordó en determinado momento a un capítulo del libro "the help", por lo que sentí bastante, dado que fue un libro que leí con inmenso gusto.

    Me gustó la esencia firme de cada personaje en esta historia, al igual que encontré curiosa la manera de referirse como "la casa de la", porque acá quienes hablan de esa forma son las personas que viven en la Sierra o en el campo, aunque estos últimos comiéndose las palabras a mitades. Si hubieron faltas o no, no estuve muy atenta, preferí centrarme más en lo que se presentaba. Realmente me gustó el detalle de las trenzas, y el hecho de que dentro de una misma historia hubieran pequeñas historias así de casuales como para cada cosa. En fin.

    Gracias por invitarme a leer.
     
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  5.  
    AxelPaul

    AxelPaul Allá a lo lejos

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    Este escrito, lleno de tristeza, desgracia y cargada de sentimientos difíciles de entender es excelente a mi parecer.
    No puedo evitar pensar sobre el sufrimiento de *La Chola* pero, al final, tuvo una gran experiencia días antes de que muriese.

    Aunque, a mi parecer, se parece a la rosa de Guadalupe o en alguna telenovela corta mexicana.
    De todas formas, fue un buen trabajo. Una gran énfasis. Aunque también estoy un poco de acuerdo con los comentarios de aquí arriba.
    De igual manera, sigue esforzándote y suerte con s demás escritos :D
     
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  6.  
    Ichiinou

    Ichiinou Amo de FFL Comentarista destacado

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    Vale, este escrito me ha encantado y al mismo tiempo me ha roto el corazón. Ha sido maravilloso de leer, algo precioso y bueno, me encanta. Me encanta Roxana, es tan admirable y Dios mío, lo de su hija me partió el corazón en mil pedazos. </3

    En realidad, casi todo el relato me partió el corazón, pero al mismo tiempo me lo llenó de una sensación increíble. Buenísimo. De 10.

    ¡Un saludo! :)
     
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