Tinte índigo

Tinte índigo​

​

"Abrazando todos nuestros amados recuerdos​

que se pierden entre la niebla,​

sólo en sueños bailaremos tú y yo.​

En cuanto a la felicidad...​

Aún no la puedo entender"​

Sombras negras. Cientos, tal vez miles, pero no interesaba. Borrosas figuras negras que pasaban a su lado y susurraban antes de dar el siguiente paso al interior de la habitación. ¿Cuantas palabras ya le habían rasgado los oídos? ¿Cuantas veces una oración se habría repetido? No le importaba, porque no les escuchaba; no podía ni quería. Sangrantes sus oídos y enrojecidos sus ojos ambares querían hacer eco de las palabras y arrojarlas al intranquilo viento.

Él no deseaba ver en realidad. No quería sentir correr el miedo por la oscuridad de sus ojos, dejar caer lamentos de su boca. Convertirse en un desgraciado ser de incalculable debilidad ante el abrumador dolor; alguien que por si solo jamás lograría escapar.

Sin embargo, de aspecto descuidado y ojeras cayendo debajo de sus parpados estaba él parado al lado del fino rectangulo de madera recibiendo a más y más gente que se enteraba de lo inútil de su gesto. Cada persona se percató de la ausencia de esos ojos que no veían más allá de sus recuerdos.

Una lujosa sala que no detallaba le abría paso al mundo entero que nunca había sido tan bondadoso como ahora. O cruelmente despiadado bajo su propio punto de vista.

Jodanse malditos seres hechos de mierda...

...Deseaba tanto gritarselos en la cara... Enfrentarlos, buscar una forma de escape o desahogo. ¡Morir apaleado a golpes o matar a alguien del mismo modo! Lo que sea, lo que fuera, lo que alguien le sugiriera o le pasara por la mente. Todo con tal de no llorar...—Lamentamos mucho tu perdida, hijo...

Dios realmente debía odiarlo. Tanto o más como él lo hacia en estos momentos. Tanto o más como la estaba empezando a odiar a ella, por largarse y dejarlo a la mitad de la nada. Porque entre tantos, entre todos...—Debes estar destrozado por la tragedia...

¿Porque lo tenian que joder a él?

¿¡Porque maldita sea no la tenía a ella!?

No podía evitar la desesperación y el tomar sus cabello negros con el anhelo de arrancarselos de la cabeza. Arrastrar cada idea y pensamiento del mismo modo en que salían. Tenía tantas ganas de echar a patadas a cada uno que le recordara con su cara de compasión la desgracia. Engulló en su pecho tal sentimiento de inferioridad. Los cantos de la multitud, lamentos, sollozos y dulces palabras de suave tacto acompañadas a la frase única que despedazaba las buenas intenciones anteriores. —Ella era tan joven aún, es una verdadera lástima...

No, no iba a soportar mucho más. Él tenia que...

Pero una muy pequeña mano le jaló la camisa. Su mirada descendió hasta un cuerpo muy pequeño, tan menudo que sería fácil aplastarle como a un insecto. ¡Sí! Él sólo tenía que aproximarla a su altura... Rodearla suavemente por el cuello y girarlo un poco. Sus endemoniados y demenciales ojos dorados solo tenian que tintarse de rojo viendo tan exquisito tono liberarse de ese cuerpo. —Yo sólo te tengo a ti, por favor... —Esos ojos. Esa mirada. La única persona que se le acercaba con tanta confianza y lo encaraba de manera sincera y directa.

—Kagome —Sentenció secamente. Finalmente su desquiciada mente parecía reconocerla. Enmedio de la locura pasajera y el delirio inoportuno del dolor ¿Que estaba por hacer? ¡Ella era lo último que tenía! Si algo le pasaba... —Perdona. Acaso... ¿Te he dado miedo? —Seguramente eso era. La dulce niña asintió debilmente y sonrió mientras las lágrimas resbalaban filosas por sus mejillas.

Ah, pero el oscuro de sus ojos estaba tan atormentado. Y seguramente solo un pedazo de imbecil como él era capaz de causarlo. Uno de sus fuertes brazos la tomó y aferró a su cuerpo, anclandola a su corazón enegrecido. Buscando en la mirada infantil la salvación al dolor que imploraba; admirando su tenue chocolate trasbocando la escala del negro y profesar el malestar de su dulce y fragil alma.

Aunque por un segundo creyó ver a la otra.

De cabello negro oscuro cayendo habilidosamente por sobre sus hombros y magnificando su presencia de la misma manera. Con tenue sonrisa angelical intentar otorgar el consuelo que a sus ojos trasparentes como cristal aún no llegaba. Su amada y adorada persona especial.

Cuanto le dolía no tenerla. Cuanto le hería estar hoy presente en el día de su funeral con su pequeña hija cargada en brazos, tan parecida a ella.

Pero se hizo de fuerzas sin saber de donde las obtuvo. Aún quedaba un recuerdo de su amada esposa que debía amar con el corazón y todo su ser, envuelta en la tibia calidez de su pecho. —Kagome, dile adiós a mama. —Dolía, ardía la palabra en sus labios y quemaba con la impresión de cada letra en su lengua como lava fluyendo. Pero era la palabra correcta.

—No. —Susurró tiernamente. —Sólo será hasta luego, papá. —Le hizo sonreír. Ahí estaba su dulce niña siendo mucho más fuerte y madura que él al aceptar dejar descansar tranquilamente a un ser amado. A un ser que les sería tan necesario. Era su Kagome agitando la mano fervientemente con una amplia sonrisa en el rostro cortada un poco por el dolor. Y también era su mocosa infantil no logrando evitar que las lágrimas salieran más copiosamente de sus ojos mezcladados entre lo alegre y triste. —Tu también papá... sólo dile hasta luego.

—Tienes razón. —Avanzó dos pasos con ella, con la flor de campanilla china amada de su esposa y la coloco sobre el cuerpo antes de hacer un gesto. A los pocos instantes varios hombres llevaban cargando el ataud de exihibición del cuerpo para cremarlo como ella lo pidió. —Sólo será hasta luego, Kikyou... —Ambos siguieron el camino de los hombres hasta que se perdieron al dar vuelta en la esquina del recinto. Inuyasha ladeó el rostro hacia su pequeña y sonrió con ternura. —Solo... solo... espero que así sea. —Y entendiendo el dolor de ese hombre a quien tanto amaba, la ingenua e inocente criatura depositó un beso casto sobre los labios masculinos que ardieron al contacto.