The Vampire Alec

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por Cass Crokaert, 7 Septiembre 2011.

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    Cass Crokaert

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    Título:
    The Vampire Alec
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Misterio/Suspenso
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    7525
    The Vampire Alec

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    No han pasado ni veinte minutos desde que me dejaste aquí, en el bar, desde que respondí “no” a tu petición de; jamás escribiría para ti la historia de mi estúpida vida mortal, jamás te contaría en como me convertí en esto, en un vampiro, como había conocido a Jane pocos años después de que ella hubiera perdido su única vida mortal.

    Ahora estoy aquí con tu diario abierto ante mí, utilizando una de las plumas afiladas y eternamente cargadas de tinta que me dejaste, deleitándome con la magnifica sensación que me produce contemplar cómo la tinta negra se fija sobre el costoso papel inmaculadamente blanco.

    Nada más natural, Demetri, que me dejaras algo elegante, una hoja que invita a ser escrita. Este diario encuadernada a cuero guinda y acharolado, adornado con suntuosas rosas, sin espinas pero provista de hojas, un diseño que en última instancia significa sólo diseño pero que demuestra una autoridad. Lo que esté escrito debajo de esta recia y bella encuadernación contará, afirma esta cubierta.

    Las gruesas hojas tienen unos cuadros azul pálido; eres muy práctico, muy meticuloso, y probablemente sabes que ya casi nunca tomo la pluma para escribir.

    Hasta el sonido de la pluma posee su encanto, ese sonido rasposo como el de las mejores plumas de ave en la antigua Roma que utilizaba para escribir en un pergamino una carta a mi padre, cuando anotaba en un diario mis lamentaciones...

    Ah, ese sonido. Lo único que falta aquí es el olor de la tinta, pero tenemos una estupenda pluma de plástico que no se secará hasta dentro de varios volúmenes, con la que trazaré una marca negra tan hermosa y profunda como quiera.

    Estoy pensando en tu petición de que escriba mi historia. Creo que acabarás por conseguirlo. Presiento que comienzo a ceder a tus deseos, casi como cuando una de nuestras víctimas humanas se doblega ante nosotros, comprobando, mientras fuera sigue soleado, mientras persiste la ruidosa cháchara en el café, que quizás esto no resulte tan traumático como había supuesto —el hecho de remontarme cinco mil años—, sino casi un placer, como el beber sangre.

    En estos momentos persigo una víctima que no me resultará fácil de vencer: mi pasado. Es posible que esta víctima huya de mí a una velocidad equiparable a la mía. Sea como fuere, busco una víctima a la que jamás me he enfrentado. Existe en ello la emoción de la caza, lo que el mundo moderno llama investigación.

    ¿Cómo se explica si no el que contemple estos tiempos con tanta nitidez? Tú no me has administrado una poción mágica para estimular mis pensamientos. Para nosotros sólo existe una poción: la sangre.

    «Lo recordarás todo», dijiste en cierto momento cuando nos dirigíamos hacia el bar.
    Tú, que eres tan joven entre nosotros pero que eras tan viejo como mortal, y tan erudito. Quizá sea natural que te hayas empeñado en recopilar nuestras historias.

    Pero ¿por qué tratar de explicar aquí esta curiosidad que te devora, este valor frente a la verdad manchada de sangre? ¿Cómo has logrado convencerme de que acceda a remontarme cinco mil años exactamente, para referir mis días mortales en la tierra, en Roma, y cómo me uní a Jane, y las escasas probabilidades que tenía de vencer contra la Suerte?

    ¿Cómo es posible que unos orígenes que han permanecido enterrados durante tanto tiempo, y que siempre me he negado a reconocer, afloren de golpe en mi mente? Se abre una puerta. Brilla una luz. Pasa.

    Me reclino en la silla del bar.

    Me pongo a escribir, pero me detengo y echo un vistazo a mi alrededor para observar a las personas de este café de Florencia. Veo los monótonos tejidos unisex de esta época, la lozana joven americana con sus prendas rojo escarlata, con todas sus pertenencias en una mochila que lleva colgada al hombro; veo al viejo Italiano que acude aquí desde hace décadas con el simple afán de contemplar las piernas y los brazos desnudos de las jóvenes, para alimentarse de sus gestos como si fuera un vampiro, para esperar el exótico y mágico momento en que una mujer se reclina en la silla y rompe a reír, cigarrillo en mano, y el tejido de su blusa de fibra sintética.

    Ah, los viejos. Es un hombre de pelo canoso y lleva un abrigo caro. No representa una amenaza para nadie. Vive sumido por completo en su mundo. Esta noche regresará a su
    modesto pero elegante apartamento, que mantiene desde la última gran guerra mundial, y se entretendrá mirando viejas películas. Vive en sus ojos. No ha tocado a una mujer desde hace diez años.

    No desvarío, Demetri. Arrojaré el ancla aquí. No estoy dispuesto a que mi historia surja a borbotones como de un oráculo ebrio.

    Veo a estos mortales bajo una luz más atenta. Estos mortales me parecen tan frescos, tan exóticos y apetitosos... Tienen el aspecto que debían de tener las aves tropicales cuando yo era niño; tan pletóricas de vida aleteante y rebelde que deseaba agarrarlas, sentir sus alas agitarse en mis manos, capturar su vuelo y poseerlo y compartirlo. Ah, ese terrible momento que se produce en la infancia cuando estrujas a un pájaro rojo y lo matas accidentalmente.

    Pero algunos de estos mortales tienen un aspecto siniestro vestidos con esas ropas oscuras: el inevitable traficante de cocaína —están por doquier, son nuestra mejor presa—, que es pera a su contacto en la mesa del rincón, con el largo abrigo diseñado por un renombrado modisto italiano, con el pelo rapado en las sienes y tupido en la parte superior de la cabeza para ostentar el aire típico de esos individuos, cosa que consigue, aunque no es necesario, pues basta con mirar sus enormes pupilas negras y la dureza de lo que la naturaleza pretendía que fuera una boca generosa. El hombre hace unos gestos bruscos, de impaciencia, con el encendedor sobre el velador de mármol, la señal del adicto; se vuelve a un lado y a otro, no cesa de moverse, se siente incómodo. No sabe que jamás volverá a sentirse cómodo en su vida. Desea marcharse para esnifar la cocaína que ansía ardientemente pero tiene que esperar a su contacto. Sus zapatos están demasiado lustrosos, y sus manos largas y delgadas nunca envejecerán.

    Creo que ese hombre morirá esta noche. Siento que se apodera lentamente de mí el deseo de matarlo. Ha suministrado mucho veneno a mucha gente. Lo perseguiría, lo estrecharía entre mis brazos, ni siquiera tendría que envolverlo con visiones. Le dejaría ver que la muerte ha aparecido en forma de una hombre demasiado pálido para ser humano, demasiado alisado por los siglos para ser otra cosa que una estatua que ha cobrado vida. Pero aquellos a quienes espera se proponen matarlo. ¿Por qué iba a intervenir yo?

    ¿Cómo me ven estas personas? Como un hombre con el pelo castaño, corto, limpio y ondulado, un rostro tan blanco que parece obra del maquillaje, y unos ojos insólitamente brillantes del color cobalto, incluso semiocultos tras unas gafas negras.

    Ah, es muy de agradecer que en nuestros días existan tantos modelos de gafas, pues si yo me quitara las mías tendría que mantener la cabeza agachada para no asustar a la gente con el mero juego de destellos azules, pardos y azules que emiten mis ojos, que con los siglos han adquirido el aspecto de unas gemas, de forma que parezco un hombre ciego con unos cobaltos por pupilas, o mejor dicho, unos exquisitos globos oculares formados por cobaltos, zafiros e incluso aguamarinas.

    Mira, he llenado muchas hojas, y lo único que digo es sí, te contaré cómo empezó mi historia.

    Sí, te contaré la historia de mi vida mortal en la antigua Roma, cómo llegué a amar a Jane y cómo llegamos a unirnos y a separarnos.

    Qué transformación se ha operado en mí, al haber tomado esta decisión.

    Qué poderoso me siento mientras sostengo esta pluma, y qué ansioso de situarnos en una perspectiva nítida y precisa antes de empezar a satisfacer tu deseo.

    Esto es Florencia, en tiempos de paz. Está soleado. Unos edificios altos y majestuosos con ventanas de doble hoja y balcones de hierro forjado bordean este bulevar. Unos ruidosos
    automóviles, diminutos y peligrosos, circulan a gran velocidad por las calles. Los cafés como éste se hallan atestados de turistas de todos los países. Antiguas iglesias se agolpan junto a edificios de apartamentos, palacios convertidos en museos en cuyas salas paso horas contemplando objetos procedentes de Egipto o Sumer, más viejos incluso que yo. Por todas partes prolifera la arquitectura romana, réplicas idénticas de templos de mi época que hacen las veces de bancos. Las palabras de mi latín nativo invaden la lengua inglesa. Ovidio, mi amado Ovidio, el poeta que predijo que su poesía perduraría más allá del Imperio Romano, tenía razón.

    Si entras en cualquier librería lo encontrarás en pequeños libros de bolsillo, diseñados para llamar la atención de los estudiantes.

    La influencia romana se fecunda a sí misma, mostrando imponentes robles entre el bosque moderno de ordenadores, discos digitales, microvirus y satélites espaciales.

    Es fácil hallar aquí —como siempre— un mal digno de abrazar, una desesperación digna de ser satisfecha con ternura. En mi caso debo sentir siempre cierto amor hacia la víctima, cierta misericordia, cierto autoengaño que me haga creer que la muerte que provoco no desgarra el gran sudario de lo inevitable, tejido con árboles, tierra, estrellas y acontecimientos humanos, que merodea siempre en torno a nosotros, a punto de abatirse sobre todo lo creado, todo lo que conocemos. Anoche, cuando diste conmigo, ¿qué te parecí? Estaba solo ante la iglesia de St Angel, caminando a través de la última y
    peligrosa oscuridad anterior al amanecer.

    Me viste antes de que detectara tu presencia. Llevaba puesta la capucha y dejé que mis ojos gozaran de un breve momento de gloria bajo la tenue luz del puente. Mi víctima se hallaba junto al pretil. No era más que un niño, pero estaba siendo asaltado y maltratado por un centenar de hombres. Deseaba morir.

    Pero yo sentí que el alma de esta víctima semejaba un montón de cenizas, como si su espíritu hubiera sido incinerado y sólo quedara su cuerpo, un cascarón roto, enfermo. Lo
    rodeé con un brazo, y cuando vi reflejarse el miedo en sus ojillos negros, cuando comprendí que iba a hacerme la pregunta, la envolví con imágenes. El sucumbió a los himnos y a su devoción, incluso vio mis velos en los colores que había visto en las iglesias de su infancia, al tiempo que se doblegaba ante mí, y yo —sabiendo que no necesitaba beber, pero ansiando beber su sangre, ansiando saborear la angustia que emanaría en sus momentos postreros, ansiando degustar el exquisito líquido rojo que llenaría mi boca y haría que me sintiera humano por un instante en mi monstruosidad— cedí a sus visiones, le doblé el cuello hacia atrás, deslicé mis dedos sobre su piel suave y lacerada, y fue entonces, en el instante en que clavé mis dientes en el, en que bebí su sangre, cuando me di cuenta de que estabas ahí, observando.

    Lo supe, y lo sentí, y vi la imagen de nosotros en tus ojos, lo cual me distrajo momentáneamente mientras experimentaba un torrente de placer que me hacía creer que estaba vivo, conectado de alguna forma a los campos de tréboles o a los árboles que hunden en la tierra unas raíces más largas que las ramas que se alzan hacia el firmamento.

    Al principio te odié. Me viste mientras gozaba bebiendo la sangre de mi víctima. Me viste cuando cedí a la tentación. No sabías nada de mis largos meses de abstinencia, en los que, conteniéndome, vagaba como alma en pena. Sólo viste la repentina liberación de mi impuro deseo de succionarle el alma, de alzar su corazón en su carne dentro de el, de arrancar de sus venas cada preciosa partícula de su ser que anhelaba seguir viviendo.

    Porque el deseaba vivir. Envuelto en santos, soñando de golpe con pechos que la amamantaban, su joven cuerpo se debatió, revolviéndose contra mí, contra mi forma dura como una estatua. Deja que vea a su madre, muerta, desaparecida y aguardándola. Deja que yo vea a través de sus ojos moribundos la luz mediante la cual el se dirigió hacia esta incierta salvación.

    Entonces me olvidé de ti. No estaba dispuesto a dejar que me robaras este instante. Empecé a beber más despacio, dejando que el suspirara, al tiempo que su madre se aproximaba cada vez más, de forma que la muerte se convirtió para el en un lugar tan seguro como el útero materno. Le chupé hasta la última gota de sangre.

    Sostuve su cuerpo inerte como si lo hubiera rescatado, como si hubiera ayudado a un joven borracho, débil y enfermo. Introduje la mano dentro de su cuerpo, destrozando su carne con gran facilidad pese a tener los dedos tan finos, le agarré el corazón, lo acerqué a mis labios y lo succioné, con la cabeza sepultada junto a su rostro, lo succioné como si fuera una fruta, hasta no dejar una gota de sangre en ninguna fibra ni ventrículo. Y entonces, lentamente —tal vez en un gesto dirigido a ti—la levanté y la arrojé enfrente de una iglesia.

    El ya no lucharía. Ya no se debatiría desesperadamente. Le chupé el corazón por última vez, hasta arrancarle incluso el color, y lo arrojé tras su cadáver —como unas uvas estrujadas—, pobre niño, hijo de un centenar de hombres.

    Luego me volví hacia ti, para que supieras que yo me había dado cuenta de que me estabas observando desde el paseo. Creo que traté de atemorizarte. Furioso, te hice saber lo débil que eras, que toda la sangre que te había dado Louis no te serviría de nada si yo decidía despedazarte, prender un fuego mortal en ti e inmolarte, o tan sólo castigarte con una profunda cicatriz, sencillamente por haberme espiado.

    En realidad, jamás he hecho nada semejante a un vampiro más joven. Me compadezco de ellos cuando se echan a temblar, aterrorizados, al ver a uno de nosotros, los viejos. Pero, conociéndome como me conozco, debí de huir tan rápidamente que no pudiste seguirme en la oscuridad.

    Había algo en ti que me cautivó, la forma en que te dirigiste a mi, tu joven cuerpo de piel tostada, típicamente angloindia, dotado por tu auténtica edad mortal de una gracia extraordinariamente seductora. Tu misma postura parecía inquirir, sin humillación: «¿Podemos hablar, Alec ?» Quedé desconcertado. Quizá te percataras de ello. No recuerdo si te aparté de mis pensamientos, y sé que no tienes grandes dotes telepáticas. El caso es que de golpe quedé desconcertado, quizá para no pensar en mí mismo, quizás ante el temor de que me interrogaras. Traté de pensar en todas las cosas que podía decirte, tan distintas de las historias de Louis, y de las de Jane relatadas a través de Louis, y quise prevenirte, prevenirte sobre los antiguos vampiros del Lejano Oriente que no dudarían en matarte si penetrabas en su territorio, sencillamente por encontrarte allí.

    Quería asegurarme de que comprendías lo que todos debemos aceptar, que la fuente de nuestra avidez vampírica reside en dos seres, Maryse e Immanuel, ambos tan ancianos que su aspecto es ahora más horrible que bello. Y si se destruyen a sí mismos, todos moriremos con ellos.

    Quería hablarte sobre otros que no nos conocieron como una tribu ni conocieron nuestra historia, que sobrevivieron al terrible incendio que nuestra Madre Lilith hizo que se abatiera sobre sus hijos. Quería decirte que existen unos seres que vagan por la tierra y que se parecen a nosotros, aunque no pertenecen a nuestra especie ni a la humana. De pronto sentí el profundo deseo de protegerte.

    Quizá se debiera a tus preguntas. Te observé plantado ante mi, el caballero inglés, luciendo tu decoro más airosamente y con más naturalidad que todos los hombres que yo había conocido. Tus elegantes ropas me maravillaron; me impresionó el que te hubieras concedido el capricho de ponerte una fina capa de estambre negra, que te hubieras permitido incluso el lujo de lucir una bufanda de seda roja, cosa que jamás habrías hecho al poco de convertirte en vampiro.

    Compréndelo, yo no era consciente la noche en que Louis te convirtió en vampiro. No sentí aquel momento.

    No obstante, todo el mundo sobrenatural había comenzado a vibrar semanas antes al conocer la noticia de que un mortal se había apoderado del cuerpo de otro mortal; esas cosas las sabemos, como si nos las comunicaran las estrellas. Una mente sobrenatural capta las vibraciones de este corte incisivo en el tejido de lo ordinario, y luego otra mente recibe la imagen, y así sucesivamente.

    Y así fue como pasaste a ser Demetri el Reencarnado, con su exquisita belleza india y su recia y bien alimentada fortaleza de linaje británico, que Louis había transformado en un vampiro, uniendo el cuerpo y el alma, mezclando el milagro con el Truco Diabólico, consiguiendo una vez más un pecado que debería dejar pasmados a sus coetáneos y a sus mayores.

    ¡Y eso te lo hizo tu mejor amigo!

    Bienvenido a la oscuridad, Demetri. Bienvenido a los dominios de la «inconstante luna» de Shakespeare.

    Haciendo gala de tu valor, te dirigiste a través del puente hacia mí.

    —Discúlpame, Alec—dijiste suavemente. El impecable acento británico de la clase alta y la habitual cadencia británica que resulta tan seductora que parece decir: «Nosotros salvaremos el mundo.»

    Mantuviste una cortés distancia entre nosotros. Sonreí.

    Entonces me permití el lujo de examinarte detenidamente, de tomar la medida a este vampiro neófito que Louis —desoyendo las órdenes de Jane— se había atrevido a crear. Vi tus componentes como hombre: un alma humana inmensa, valerosa, pero que se sentía irremediablemente atraída por la desesperación, y un cuerpo que Louis había tratado de hacer increíblemente poderoso, incluso a costa de lastimarse a sí mismo. Te había dado más sangre de la que suministrarte fácilmente durante tu transformación. Había tratado de transmitirte su coraje, su inteligencia, su astucia; había tratado de dotarte de un arsenal a través de la sangre.

    Había hecho un excelente trabajo. Tu fuerza era compleja y obvia. La sangre de Lilith, nuestra Reina Madre, estaba mezclada con la de Louis. Jane, mi antigua amante, también le había proporcionado sangre. Louis, ah, ¿qué es lo que dicen ahora? Dicen que incluso es probable que haya bebido la sangre de Cristo.

    Fue el primer tema que comenté contigo, dejándome llevar por mi curiosidad, pues recorrer el mundo en busca de conocimientos a menudo supone provocar tales tragedias que me resulta odioso.

    —Dime la verdad —dije—. Esta historia de Belial el Diablo... Louis afirma que visitó el cielo y el infierno. Que trajo consigo el velo de la Verónica, ¡sobre el que aparecía marcada la faz de Cristo! Que ese velo convirtió a miles de personas a la fe cristiana, que curaba la locura y aliviaba el desconsuelo. Que hizo que los otros Hijos de las Tinieblas alzaran los brazos hacia la siniestra luz matutina, como si el sol fuera el fuego de Dios.

    —Sí, todo eso ocurrió tal como yo lo relaté —contestaste, agachando la cabeza con exagerada modestia—. Y algunos de nosotros perecimos en este fervor, mientras la prensa y los científicos recogían nuestras cenizas para examinarlas.

    No pude por menos que admirar tu sereno talante. Una sensibilidad del siglo XX. Una mente regida por una incalculable riqueza de información, una gran facilidad de palabra y un intelecto consagrado a la agilidad, la síntesis, las probabilidades, y todo ello contra el telón de fondo de unas experiencias horrendas, guerras, matanzas, lo peor que ha presenciado el mundo.

    —Todo eso ocurrió —insististe—. Es cierto que hablé con las ancianos Maryse e Immanuel y, no temas, sé muy bien lo frágil que es la raíz. Te agradezco tu interés en protegerme.

    Me cautivó tu encanto.

    —¿Qué opinas de este Velo Sagrado?—pregunté.

    —Nuestra Señora de Fátima—respondiste suavemente—.El sudario de Turín, un lisiado que se levanta de su silla de ruedas curado por las aguas milagrosas de Lourdes. Debe de ser
    un gran consuelo aceptar esto sin reservas.

    —Pero ¿tú no lo aceptas?

    Negaste con la cabeza.

    —Ni tampoco Louis. Fue Dominic, la chica mortal, quien le arrebató el Velo y lo paseó por el mundo. Pero es un objeto muy singular, hecho con una minuciosidad increíble, más digno del término «reliquia» que ningún otro objeto de los que he visto.

    De pronto añadiste con tristeza:

    —Quienquiera que lo confeccionara, puso mucho empeño en ello.

    —Y el vampiro Angelo, el delicado y juvenil Angelo, ¿creyó él en ese Velo? —pregunté— Angelo lo miró y vio el rostro de Cristo —añadí, buscando tu confirmación.

    —Lo suficiente para morir por él —respondiste en tono solemne—. Lo suficiente para abrir sus brazos al sol matutino.

    Luego volviste la cara y cerraste los ojos. Era un sencillo y escueto ruego para que no te obligara a hablar de Angelo y de cómo se había arrojado a aquel fuego matutino.

    Yo suspiré, sorprendida y gratamente fascinada al comprobar que eras un ser muy inteligente, escéptico, aunque claramente conectado a los otros.

    —Angelo —proseguiste con voz entrecortada, sin volverte hacia mí—. Qué réquiem. ¿Sabe ahora si Belial era real, si Dios Encarnado, que tentó a Louis, era en verdad el Hijo de Dios Todopoderoso? ¿Quién puede saberlo?

    Tu franqueza, tu pasión me conmovieron. No estabas amargado ni eras un cínico. Tus sentimientos hacia esos hechos y seres, las preguntas que planteabas transmitían una gran inmediatez.

    —Encerraron el Velo bajo llave —dijiste—. Está en el Vaticano. Se produjeron dos semanas de locura en la Quinta Avenida, en la catedral de San Patricio, cuando la gente acudió a mirar a los ojos a Nuestro Señor, y luego se lo llevaron y lo encerraron en una cámara acorazada. Dudo de que exista una nación en la tierra que tenga el poder de echarle siquiera un breve vistazo.

    —¿Y Louis? —pregunté—. ¿Dónde se encuentra ahora?

    —Paralizado, silencioso —contestaste—. Louis yace postrado en el suelo de una capilla de Nueva Orleans. No se mueve. No dice nada. Su Madre ha ido a reunirse con él. Se llama
    Ivanna, tú la conociste. Louis la convirtió en vampiro.

    —Sí, la recuerdo.

    —Ni siquiera ella consigue hacer que Louis reaccione. Viera lo que viese en su viaje al cielo y al infierno, no conoce la verdad ni de uno ni de otro; él mismo trató de decirle esto a Dominic. Y después de que hube escrito toda la historia para él, al cabo de unas noches se sumió en ese estado.

    »Tiene la mirada fija en el infinito y el cuerpo relajado. Él e Ivanna forman una curiosa Piedad en ese convento y capilla abandonados. La mente de Louis está cerrada, o peor aún, vacía.

    Tu forma de expresarte me complació enormemente. De hecho, me dejó atónita.

    —Dejé a Louis porque era incapaz de ayudarle, no podía hacer nada por él —proseguiste—, y debo averiguar si algunos de los vampiros más ancianos desean acabar conmigo; debo realizar mis peregrinajes y mis progresos para conocer los peligros de este mundo en el que he penetrado.

    —Admiro tu sinceridad. No te andas con tapujos.

    —Al contrario. Procuro ocultarte mis cualidades más valiosas. —Esbozaste una sonrisa cortés—¿Estás acostumbrado a esto?

    —Sí —repuse—, y desconfío de ello. Pero hablemos de otra cosa. Permite que te advierta que existen unos ancianos a quienes nadie conoce ni es capaz de explicar. Corren rumores de que has estado con Maryse e Immanuel, que actualmente constituyen la Mayor y la Fuente de la que todos procedemos. Es evidente que han decidido apartarse de nosotros, de todo el mundo, retirándose a un lugar secreto, y que rechazan toda autoridad.

    —Tienes razón —dijiste—. Mi audiencia con ellos fue maravillosa, aunque breve. No quieren gobernar sobre nadie. Immanuel se niega rotundamente; mientras perdure la historia del mundo y sus descendientes físicos se encuentren en él (sus miles de descendientes humanos procedentes de tiempos tan remotos que nadie los ha datado), Immauel jamás se destruirá a sí mismo ni destruirá a su hermana, acabando de paso con todos nosotros.

    —Sí —repuse—, cree absolutamente en eso, en la Gran Familia, en las generaciones cuya trayectoria ha seguido durante miles de años. La vi cuando nos reunimos todos. El no
    nos considera unos seres malignos (a ti, a Louis, a mí), cree que somos naturales, como los volcanes o los incendios que arrasan los bosques, o los relámpagos que se abaten sobre un hombre y lo matan.

    —Precisamente —apostillaste—. Ya no existe la Reina de los Vampiros. Sólo temo a otro ser inmortal, a tu amante, Jane. Porque fue ella quien antes de abandonar a los otros les prohibió terminantemente que se siguieran creando seres bebedores de sangre. Según Jane, yo soy un bastardo. Es decir, si Jane fuera inglésa, ése es el término que emplearía.

    Yo sacudí la cabeza.

    —No creo que Jane te lastimara. ¿No fue a ver a Louis? ¿No fue a ver el Velo con sus propios ojos?

    Tú respondiste que no a ambas preguntas.

    —Te voy a dar un consejo —dije—: cada vez que intuyas su presencia, háblale. Háblale como lo has hecho conmigo. Inicia una conversación que no sea capaz de interrumpir.

    Tú sonreíste de nuevo.

    —Es una forma muy hábil de expresarlo—dijiste.

    —Pero no creo que debas temerle. Si Jane hubiera querido eliminarte, ya lo habría hecho. Lo que debemos temer es lo mismo que temen los humanos: la existencia de otros seres de nuestra especie, dotados de diversos poderes y creencias. Nunca podemos estar seguros de quiénes son ni qué hacen. Éste es el consejo que te doy.

    —Eres muy amable al dedicarme tanto tiempo —respondiste.

    —Al contrario. No conoces el silencio y la soledad que me rodean, y espero que nunca los conozcas; me has procurado calor sin muerte, alimento sin sangre. Me alegro de que hayas venido.

    Tú alzaste la vista al cielo, como suelen hacer los jóvenes.

    —Lo sé, debemos despedirnos.

    Te volviste hacia mí súbitamente.

    —Veámonos mañana por la noche —me rogaste—, para seguir conversando. Me reuniré contigo en el bar al que acudes todas las noches para reflexionar. Quiero seguir charlando contigo.

    —De modo que me has visto allí.

    —Oh, sí, muchas veces —contestaste. Luego apartaste de nuevo el rostro, imagino que para ocultar algo. Al cabo de unos instantes volviste a clavar tus ojos negros en mí y preguntaste—: El mundo es nuestro, ¿no es cierto, Alec?

    —No lo sé, Demetri. Pero me reuniré contigo mañana por la noche. ¿Por qué no fuiste a verme al bar? Es un lugar cálido y bien iluminado.

    —Me parecía una intromisión intolerable invadir tu sacrosanta intimidad en un local atestado de gente. Las personas acuden a esos lugares para estar solas, ¿no es así? Consideré que sería más correcto abordarte aquí. No pretendía espiarte. Al igual que muchos neófitos, tengo que alimentarme de sangre todas las noches. Fue una casualidad el que nos encontráramos en aquel momento.

    — Nos veremos allí... mañana por la noche.

    Me acerqué a ti y te abracé, sabiendo que la dureza y la frialdad de mi viejo cuerpo te inspirarían un profundo terror, ya que eras tan joven y pasabas tan fácilmente por un mortal.

    Pero tú no te apartaste.

    Ahora, mientras estoy sentado en este bar, escribiendo, tratando de darte con estas palabras más de lo que quizá me hayas pedido... me pregunto qué habría hecho, si hubieras retrocedido impulsado por el temor que suelen sentir los jóvenes.

    Demetri, eres un enigma para mí.

    Como verás, no he comenzado a relatar mi vida en estas páginas, sino lo que ha ocurrido entre tú y yo estas dos noches. Permíteme, Demetri, hablar de ti y de mí, y luego quizá consiga recuperar mi vida perdida.

    Cuando esta noche entraste en el bar, no le di importancia a los diarios. Llevabas dos. Muy gruesos.

    El cuero de las libretas emanaba un olor agradable, a viejo, y cuando las depositaste sobre la mesa detecté un destello en tu disciplinada y controlada mente que me indicó que tenían que ver conmigo.

    Yo había elegido esta mesa en el concurrido centro de la sala, como si deseara sentarme en medio de la algarabía de aromas y actividad mortales. Tú parecías satisfecho, seguro de ti, a gusto.

    Lucías otro magnífico traje de corte moderno con una capa de estambre, muy elegante, muy Viejo Mundo, y con tu piel dorada y tus radiantes ojos, hiciste que todas las mujeres que había en el café, y algunos hombres también, se volvieran para mirarte.

    Sonreíste. Yo debía de parecerte un caracol, cubierto como iba con mi capa y capucha, buena parte del rostro oculto tras mis gafas. Al contemplarme en el espejo de la tienda me vi muy atractivo; me complacía el no tener que ocultar mi boca. Mis labios son casi incoloros. Pintados de ese color podía sonreír.

    Llevaba estos guantes de encaje negro con las puntas cortadas para que mis dedos sintieran el tacto de las cosas, y me había dado un poco de hollín en las uñas para que no relucieran como el cristal dentro del bar. Te tendí la mano. Tú mostrabas la prestancia y el decoro de siempre. Luego me dirigiste una sonrisa cálida, una sonrisa en la que creo que dominaba tu antigua fisiología, porque parecías demasiado sabio para alguien tan joven y fuerte. Me maravilló la perfección de la imagen que te habías creado.

    —No sabes cuánto me alegra que hayas acudido —dijiste—, que me hayas permitido reunirme contigo en esta mesa.

    —Hiciste que deseara hacerlo —respondí, alzando las manos y observando que parecías deslumbrado por el brillo de mis uñas, pese a que me había aplicado hollín sobre ellas.
    Extendí las manos hacia ti, imaginando que te apartarías para evitar el contacto.

    —¿Te parezco un ser vivo? —te pregunté.

    —Oh, sí, desde luego, un ser radiante y absolutamente vivo.

    Pedimos los cafés, tal como esperan de nosotros los mortales, y gozamos con el calor y el aroma mucho más de lo que éstos pueden llegar a imaginar, removiendo el contenido de nuestras tazas con las cucharillas. Yo tenía ante mí un postre de color rojo. El postre sigue ahí, por supuesto. Lo pedí sencillamente porque era rojo —fresas con almíbar— y emanaba un aroma dulce que habría atraído a las abejas.

    Dejé caer la capucha hacia atrás y sacudí la cabeza para que mi espesa cabellera castaño oscuro resplandeciera bajo las luces del bar.

    Por supuesto, eso no constituye ningún signo para los mortales, ni tampoco el pelo rubio de Jane o el de Louis. Pero reconozco que mi cabello me encanta.

    —Dentro de mí hay un hombre—dije.

    El escribir ahora sobre esto —en esta libreta, mientras me encuentro solo en este bar— proporciona una arquitectura a un momento banal, y parece tratarse de una penosa confesión.

    A medida que escribo, Demetri, a medida que me siento atraído por el concepto de la narración, más firmemente creo en el peso de una coherencia que es posible sobre una hoja pero no en la vida.

    Sin embargo, no me propuse tomar esta pluma tuya. Estábamos conversando.

    Yo le abandoné, le dejé sin una palabra, la última vez que estuvimos juntos, antes de que Louis emprendiera su pequeña aventura y mucho antes de que se encontrara con Belial el Diablo. Dejé a Jane, y de golpe sentí deseos de localizarlo. Deseé hablar con él como tú y yo lo estamos haciendo ahora.

    Me miraste preocupado, y con razón. Debiste de intuir que durante estos últimos, largos y tristes años nada había despertado en mí entusiasmo alguno.

    —¿Querrás escribir tu historia para mí, Alec? —me preguntaste de sopetón.

    Tus palabras me sorprendieron.

    —¿La escribirás en estos Diarios? —insististe—. Escribe sobre la época en que estabas vivo, la época en que te uniste a Jane, escribe lo que quieras sobre ella. Pero lo que deseo ante todo es conocer tu historia.

    Me quedé atónito.

    —¿A qué viene esta petición?

    No respondiste.

    —No habrás regresado a esa orden de seres humanos, los Masones, ¿verdad?; saben demasiado...

    Alzaste la mano.

    —No, y jamás regresaré a ella; si alguna vez tuve alguna duda acerca de esa orden, los archivos de Immanuel se encargaron de despejarla.

    —¿El dejó que examinaras sus archivos, los libros que ha conservado a lo largo del tiempo?

    —Sí, fue extraordinario... un verdadero almacén repleto de tablillas de arcilla, rollos de pergaminos, libros y poemas de otras culturas cuya existencia el mundo desconoce. Libros redactados en tiempos inmemoriales. Como es lógico, Immanuel me prohibió que revelara los datos que pudiera encontrar o que hablara detalladamente sobre nuestro encuentro. Dijo que era arriesgado jugar con esas cosas, y confirmó tu temor de que yo hubiera regresado a los Masones, a mis viejos amigos mortales con dotes de clarividencia. Pero no lo he hecho ni lo haré nunca. No me cuesta el menor esfuerzo mantener esta promesa.

    —¿Y eso?

    —Cuando vi esos antiguos escritos, Alec, comprendí que ya no era humano. Que la historia que yacía ante mí, aguardando ser recogida por alguien, ya no era la mía. ¡No soy uno de esos seres! —exclamaste recorriendo la habitación con la vista—. Supongo que habrás oído estas palabras mil veces de boca de un vampiro neófito. Pero yo creía fervientemente que la filosofía y la razón constituirían un puente entre ambos mundos que me permitiría trasladarme de uno a otro sin mayores problemas. Sin embargo, ese puente no existe. Ha desaparecido.

    Tu tristeza refulgía alrededor de ti, brillaba en tus juveniles ojos y en la suavidad de tu carne nueva.

    —De modo que lo sabes —dije. No me había propuesto pronunciar esas palabras. Brotaron espontáneamente—. Lo sabes —repetí, soltando una leve pero amarga carcajada.

    —Sí. Lo supe cuando examiné los documentos de tu época, gran cantidad de ellos, de la Roma imperial, y otros vetustos fragmentos de piedras inscritas con unos garabatos que ni siquiera logré identificar. Lo supe, sí. ¡Pero esos documentos no me importan, Alec! Me importa lo que somos en estos momentos.

    —Qué extraordinario —dije—.

    —Me alegra saberlo —respondiste. Luego te inclinaste hacia mí y añadiste—: No digo que no llevemos nuestra alma humana, nuestra historia, dentro de nosotros; es evidente que sí.

    Ambos guardamos silencio durante unos instantes. Tú bajaste la mirada y apoyaste la barbilla sobre el puño. Yo sabía que todo el peso de la aventura que había emprendido Angelo hacia el sol reposaba sobre ti, y me había encantado el modo en que habías recitado esas palabras, y las palabras en sí mismas. Por fin dije:

    —Y me produce placer, piensa en ello, placer, el que me recites esas palabras.

    Sonreíste.

    —Deseo saber qué podemos averiguar —dijiste—. Deseo conocer cuanto podamos ver. De modo que acudo a ti, un vampiro macho. Hijo del Milenio, un vampiro que ha bebido de la misma reina Lilith, que ha sobrevivido dos mil años, y te pido, Alec, que escribas para mí, que escribas tu historia, que la escribas como quieras.

    Permanecí en silencio por unos instantes.

    Luego dije ásperamente que no podía hacerlo. Pero unos recuerdos habían despertado en mí. Vi y oí unas discusiones y peleas que se habían producido hacía siglos, vi brillar la luz del poeta sobre unas eras que había conocido íntimamente a través del amor. Otras eras no las he conocido, pues yo era un pobre espíritu errante, sumido en la ignorancia.

    Sí, ciertamente, existía una historia que debía ser escrita; pero en esos momentos me negué a reconocerlo.

    Tú te mostrabas muy afligido tras haber pensado en Angelo, tras haber recordado cómo se había dirigido hacia el sol matutino. Añorabas a Angelo.

    —¿Existía algún vínculo entre vosotros? —me preguntaste—. Disculpa mi atrevimiento, pero me refiero a si existía algún vínculo entre vosotros cuando Angelo y tú os conocisteis, puesto que Jane os había dado a ambos el Don Oscuro.

    —El único vínculo era el dolor. Él se dirigió hacia el sol, y el dolor es sin duda alguna el vínculo más sencillo y seguro.

    Soltaste una risita.

    —¿Cómo puedo convencerte de que accedas a mis deseos? Compadécete de mí, confíame tu canción.

    Esbocé una sonrisa indulgente, pero pensé que eso era imposible.

    —Es demasiado disonante —repuse—. Demasiado... —Cerré los ojos. Deseaba decir que mi canción era demasiado dolorosa para cantarla.

    De pronto alzaste la mirada. Tu rostro mudó de expresión. Parecía como si quisieras hacerme creer que habías caído en trance. Sacudiste la cabeza, señalaste algo, y luego dejaste caer la mano sobre la mesa.

    —¿Qué ocurre, Demetri? —pregunté—. ¿Qué ves?

    —Espíritus, Alec, fantasmas.

    —Pero eso es inaudito—contesté. Sabía, no obstante, que Demetri decía la verdad—. El Don Oscuro nos arrebata ese poder. Incluso las antiguos brujas, Maryse e Immanuel, nos aseguraron que una vez que la sangre de Lilith penetró en ellas y se convirtieron en vampiros , no volvieron a oír ni ver a los espíritus. Tú has hablado con ellos recientemente. ¿Les contaste que tenías ese poder?

    Demetri asintió. Era evidente que la lealtad le obligaba a no decir que ellos no lo poseían. Pero yo lo sabía. Lo vi en la mente de Demetri, y lo comprobé personalmente cuando me entrevisté con los ancianos gemelos que habían exterminado a la Reina de los Vampiros.

    —Veo unos espíritus, Alec —dijiste en tono de preocupación—. Si me esfuerzo puedo verlos por doquier, y en algunos lugares muy específicos cuando ellos lo desean. Louis vio el fantasma de Rosalind, su víctima en Belial el Diablo.

    —Pero eso fue una excepción propiciada por un arrebato de amor que experimentó el alma de ese mujer, un arrebato que desafió a la muerte, o que en todo caso demoró el fin del alma, algo que nosotros no alcanzamos a comprender.

    —Veo espíritus, pero no he venido para agobiarte ni atemorizarte.

    —Cuéntame más detalles —le rogué—. ¿Qué viste hace unos segundos?

    —Un espíritu débil, incapaz de herir a nadie. Es uno de esos tristes humanos que no saben que están muertos. Constituyen una atmósfera en torno al planeta. Los llaman «espíritus errantes». Pero yo tengo más dentro de mí mismo para explorar.

    Tras una breve pausa, continuaste:

    —Al parecer, cada siglo produce un nuevo tipo de vampiro. Digamos que el curso de nuestro desarrollo no se establece desde el principio, como tampoco el de los seres humanos. Tal vez una noche te cuente todo lo que veo (esos espíritus que nunca logré ver claramente cuando era mortal). Te contaré algo que me confesó Angelo sobre los colores que veía cuando se apoderaba de una vida, cuando el alma abandonaba el cuerpo envuelta en unas ondas que irradiaban colores.

    —¡Jamás había oído semejante cosa!

    —Yo también veo eso —dijiste.

    Observé que casi te dolía hablar de Angelo.

    —Pero ¿cómo es posible que Angelo creyera en el Velo? —pregunté, asombrado de mi vehemencia—. ¿Por qué se dirigió hacia el sol? ¿Cómo es posible que eso consiguiera aniquilar la razón y la voluntad de Louis? ¡La Verónica! ¿No sabían que ese nombre significa Vera icon, que jamás existió tal persona, que un hombre que regresó al antiguo Jerusalén el día en que Cristo recorrió las calles cargado con su cruz no logró hallarla? La inventaron los sacerdotes. ¿Acaso no lo sabían?

    Creo que yo había tomado ya la dos libretas, pues al bajar la vista advertí que las sostenía en la mano. Es más, las estreché contra mi pecho y examiné una de las plumas.

    —La razón —murmuré—. ¡La preciosa razón! ¡La conciencia psíquica dentro de un vacío! —Meneé la cabeza y te sonreí amablemente—. ¡Y vampiros que hablan con los espíritus! Seres humanos capaces de desplazarse de un cuerpo a otro... —Con un ímpetu que hasta a mí me pareció insólito, añadí—: El alegre y moderno culto a los ángeles, tan de moda hoy en día, la profunda devoción que se observa en todas partes. Y las personas que se levantan de la mesa de operaciones para referir su experiencia de vida después de la muerte, un túnel, un amor que las abraza. ¡Oh, sí, Louis te creó en una época propicia! Francamente, no me explico esos fenómenos.

    Era evidente que mis palabras, o mejor dicho la forma en que una mano invisible me había hecho exponer mi punto de vista, te habían impresionado, tanto como a mí.

    —No he hecho más que empezar —dijiste—, y ya me codeo con brillantes Hijos del Milenio y adivinos callejeros que leen el futuro en las cartas del Tarot. Estoy ansioso por examinar bolas de cristal y espejos oscurecidos. Buscaré entre aquellos a quienes los demás consideran locos, o entre nosotros mismos, entre seres como tú que han contemplado algo que creen que no deben compartir con nadie. ¿No es cierto? Pero yo te pido que lo compartas. Estoy harto del alma humana. Estoy harto de la ciencia y la psicología, de los microscopios e incluso de los telescopios orientados hacia las estrellas.

    Yo estaba fascinada. ¡Con qué convicción te expresabas!

    —Yo mismo soy un milagro —añadiste—. Soy inmortal, y deseo recabar más información sobre nosotros. Tú tienes una historia que contar, eres muy vieja, y estás acabada. Siento amor por ti y valoro que las cosas sean como son y, nada más.

    —¡Qué frase tan extraña!

    «El amor.» Te encogiste de hombros. Alzaste la vista al techo y luego la clavaste en mí para conferir mayor énfasis a tus palabras.

    —Y llovió y llovió durante millones de años, y los volcanes hirvieron y los mares se enfriaron, ¿y luego se produjo el amor? —Te encogiste nuevamente de hombros, burlándote de ese concepto tan absurdo.

    No pude por menos que reírme de tu pequeño gesto. «Demasiado perfecto», pensé; pero de pronto me sentí roto y hundido.

    —Esto es muy inesperado —comenté—, porque aunque yo tenga una historia, una pequeña historia...

    —¿ Sí?

    —Bien, mi historia, suponiendo que la tenga, está precisamente relacionada con los puntos que has destacado. —De golpe me ocurrió algo muy extraño. Volví a soltar una breve risita y dije—: ¡Te comprendo! No, no el que veas espíritus, pues éste es un tema demasiado trascendente, pero ahora comprendo el origen de tu fuerza. Has vivido toda una vida humana. A diferencia de Jane, a diferencia de mí, no se apoderaron de ti en la plenitud de tu existencia, sino casi en el mismo momento en que se produjo tu muerte natural. Es por ello por lo que no quieres saber nada de las aventuras, y los defectos de los espíritus que vagan errantes por la tierra. Estás decidido a seguir adelante con el coraje de un hombre que ha fallecido en su vejez y comprueba que se ha alzado de la tumba. Has propinado una patada a las coronas fúnebres. Estás preparado para el Olimpo, ¿no es así?

    —O para Osiris, que habita en el más profundo de los abismos —respondiste—. O para los fantasmas de Hades. Ciertamente, estoy preparado para los espíritus, para los vampiros, para aquellos que ven el futuro y afirman conocer el pasado, para ti, que posees una inteligencia extraordinaria dentro de un envoltorio muy bello, que ha perdurado un sinfín de años, una inteligencia que quizás ha destruido todo en ti salvo tu corazón.

    Te miré estupefacto.

    —Perdóname. Ha sido una grosería por mi parte —dijiste.

    —No, explícate.

    —Siempre les arrebatas el corazón a tus víctimas, ¿no es cierto? Deseas su corazón.

    —Tal vez. No esperes que pronuncie unas frases tan sabias como haría Jane, o los ancianos gemelos.

    —Me siento feliz por ti —dijiste.

    —¿Porqué?

    —Porque llevas una historia dentro de ti; detrás de tu silencio y tu dolor yace una historia, perfectamente articulada, que espera ser escrita.

    —Eres demasiado raro, amigo mío —repuse.

    Aguardaste con infinita paciencia. Creo que sentiste el tumulto que se agitaba en mi interior, el modo en que mi alma se estremecía ante tantas emociones nuevas.

    —Es una historia insignificante —dije. Vi unas imágenes, unos recuerdos, unos instantes, los elementos que incitan a las almas a la acción y la creación. Vislumbré una minúscula posibilidad de recuperar la fe.

    Creo que ya conocías la respuesta.

    Tú sabías lo que yo iba a hacer, antes que yo mismo. Sonreíste con discreción, pero estabas impaciente, sobre ascuas.

    Mientras te miraba, pensé en el esfuerzo de narrar toda la historia...

    —Quieres que me vaya, ¿no es cierto? —dijiste. A continuación te levantaste, tomaste tu abrigo, un tanto húmedo debido a la lluvia.

    Yo seguía sosteniendo las libretas.

    —No —contesté—. No puedo hacerlo.

    Te abstuviste de hacer ningún comentario.

    —Vuelve dentro de dos noches —dije—. Prometo devolverte los diarios, aunque sus páginas estén en blanco o sólo contengan una explicación más satisfactoria sobre el motivo que me impide recuperar mi vida perdida. No te decepcionaré. Acudiré a la cita y te entregaré estos diarios, pero no esperes nada más.

    —Dentro de dos noches —apostillaste— volveremos a encontrarnos aquí.

    Te observé en silencio mientras abandonabas el bar. Como ves, Demetri, ya ha comenzado.

    Y como ves, también, he utilizado nuestro encuentro como introducción a la historia que me has pedido que narre.
     
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