Siete barriles

Tema en 'Relatos' iniciado por Salem, 26 Noviembre 2011.

  1.  
    Salem

    Salem Vieja sabrosa

    Cáncer
    Miembro desde:
    26 Junio 2011
    Mensajes:
    963
    Pluma de
    Escritora
    Título:
    Siete barriles
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Tragedia
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    2535
    El género estaba entre "Tragedia" y "Fantasía", pero me decidí por la primera. Si no es correcto, lo lamento, fue mi error. Debe tener errores, así que no teman y sean duros conmigos. ¡Critiquen!
    Y hagan spam ;__;


    Siete barriles


    Cuentan que después de la Guerra de las Mil y un Flechas, el reino de Iskra fue lugar de varios refugiados. De los cuales, algunos, eran ladrones.



    Después de meses, días, y horas, los pescados que los ciudadanos recogían del mar desaparecían. Y poco después, le siguieron los barcos.



    El Rey, conocido por su afán de justicia, mandó a llamar a los siete mejores espadachines de todo el reino. Por una coincidencia, éstos eran hermanos, y unos muy unidos.



    Cada uno poseía una espada diferente, que los identificaba. El mayor, llamado Yorks, portaba una espada de oro, afilada hasta el extremo de poder cortar las rocas, y más. El segundo, de nombre Aslar, manejaba una espada hecha de cristal duro y resistente, que había sido bendecido por la bruja de las Cataratas sin Fin. El que le seguía, poseía una bella espada de papel, con la cual, realizaba cortes sumamente pequeños, por los que penetraba un veneno muy poderoso, capaz de matar en menos de diez segundos. Su nombre era Fauliel.



    Los dos siguientes, eran mellizos. Para tener veinte años eran sumamente bajitos. ¿Por qué? Bueno, estos hombres eran enanos. Y unos muy poderosos, por decirlo. Cada uno poseía una daga de piedra, adornada con sabia de sauce seca, la cual tenía poderes curativos. Por eso, eran protegidos por los demás hermanos. Se llamaban Essdra y Morf.



    El penúltimo, era Sam. Éste particular joven era muy callado y reservado. Hablaba lo justo y necesario, y antes de articular palabra, pensaba detenidamente. Su espada era la común y corriente, parecida a la que usan los soldados normales, pero algunas personas, comentan que tiene poderes especiales jamás revelados.



    Y el menor, Jackovich. Éste último era el más codicioso, altanero y fastidioso de los dos. Siempre presumía que su espada era la mejor de todas, pero en realidad, guardaba rencor a su hermano mayor, porque él tenía la espada de oro de su padre.



    Así estos siete espadachines, emprendieron viaje hacia Iskra. Acampando en bosques oscuros y espesos, esperaban la salida del sol para poder volver a marchar.



    Al cabo de ocho días, habían llegado a la gran ciudad.



    Fueron bienvenidos con un baile de máscaras. El cual, fue todo un éxito. Las mujeres, bellamente ataviadas en vestidos de seda, bailaban al compás de la música; y los caballeros, disfrutaban la exquisita comida preparada por los chefs personales del Rey.


    El monarca, sentado en su trono, observaba el comportamiento de los siete hermanos. Si no se equivocaba, ellos eran perfectos para el trabajo que les asignaría.



    El reloj del campanario sonó, dando las doce en punto, y el rey supo que era hora de llamar a los espadachines.



    Se levantó con solemnidad de su real asiento, y con voz clara y profunda habló.



    — ¡Súbditos! ¡Compañeros de la corte! He preparado éste baile para anunciar que los grandes espadachines del reino, ¡han llegado a Iskra!—al decir esto, la multitud aplaudió con fervor. Los siete hermanos sonrieron y se miraron con caras de felicidad. El rey, detuvo los aplausos con una mano, y continuó hablando— Seguramente, han oído de los saqueadores en el puerto. Bandidos sin orgullo, que nos arrebatan nuestras pertenecías; aquello que tanto nos ha costado obtener. Para eso están aquí los hermanos Blezar, ellos han venido hasta aquí para ayudarnos en nuestra lucha contra el robo—acabó el hombre. Tomó una copa de vino, y brindó por los espadachines, que, con asombro, observaban al Rey sonreír.




    La fiesta transcurrió sin problemas. Todo el mundo se divertía, y reía. Las bandejas de plata nunca estaban vacías, y el vino abundaba bastante. Pasada la media noche, todo el mundo se fue del castillo. La celebración había terminado.



    A la mañana siguiente, los siete hermanos despertaron con la cabeza a punto de explotar. La resaca los había invadido mientras nadaban en el profundo mar de los sueños.



    — ¿Qué creen que el rey quiere que hagamos? —preguntó Yorks algo dormido. Su cabello marrón, estaba revuelto, y sus ojos entrecerrados por la clara luz de la mañana que entraba por la ventana.



    —No lo sé, pero de seguro tendrá que ver con los robos del puerto—respondieron a dúo los hermanos enanos.



    —Tsk, no debimos aceptar éste trabajo. Es demasiado para un par de hombres cansados de tanto viajar—agregó Aslar. Su voz denotaba fastidio, y su cara igual.



    —El dinero, hermano. La paga es buena, nunca te olvides de ello—le contestó Jackovich. En su cara, se surcaba una sonrisita pícara.



    —Cómo sea. Vámonos, el Rey nos espera—espetó Fauliel algo cansado de que siempre saliera el mismo tema de conversación cuando tenían algún trabajo.



    Los siete hermanos, ya vestidos y arreglados, se dirigieron hacia el puerto de Sah Lajam. Allí los esperaba el Rey y sus soldados, listos para darle los detalles de la misión a los Blezlar.



    Cuando los jóvenes llegaron, vieron un amplio y limpio mar azul. Uno de los tantos que existían en el mundo.



    Un gran barco negro, con una sirena en la delantera, los esperaba. Y allí enfrente, tenían al Rey, mostrando su pálido rostro.



    —Buenas tardes, es grato verlos—les habló el hombre. A su lado habían ocho barriles de lo que fuera que había adentro.



    — ¿Para qué son esos barriles? —preguntó Sam. Era la primera vez que le dirigía la palabra al Rey.



    —Cantione, explícales—ordenó el monarca a una mujer muy vieja que se encontraba a su lado.



    Ésta vestía completamente de negro, y su peinado dejaba mucho que desear. Con el bastón en mano, comenzó a caminar hasta los jóvenes.



    Se detuvo, y abrió su arrugada boca para hablar.



    —Espadachines. Su deber es detener a los ladrones que dentro de cinco minutos zarparán rumbo a la Isla de Manrir. Según fuentes confiables, hemos adquirido la información que utilizarán éste barco para irse, que está provisto de armas, pólvora y café. En éstos barriles de vino, ustedes se esconderán, y allí permanecerán hasta que arriben a la isla. Allí capturarán a los bandidos, y volverán en otro barco hasta aquí para traerlos hasta la justicia.


    — ¿Permaneceremos allí... t-todo e-el vi-viaje? —Preguntó tembloroso uno de los enanos— ¡Podemos morir!



    —No morirán—continuó la anciana—Éstos barriles poseen agujeros en la parte superior, por ahí podrán respirar. Además—tomó unas bolsas de una caja y se las dio a cada hermano—Adentro hay comida, espero que sepan racionarla.



    —Espere, ¿y el octavo barril? ¿Para qué es? —habló Sam. Miraba a la anciana como si fuera un ser maligno.



    La viejita sonrió, mostrando una dentadura careciente de dientes, y, meciendo la mano, contestó.



    —Planear una infiltración paso por paso es hastiador. Ese barril contiene vino, y se irá derechito a mis aposentos en el castillo. Es… mi recompensa por haber planeado ésta estrategia.



    —Supongo que todo está entendido, ¿no? —preguntó el rey, mientras observaba a los siete hermanos, que mantenían su cara de asombro ante saber que pasarían tres días dentro de barriles de vino—Perfecto. ¡Vamos, todos adentro!



    Los hermanos Blezar se aproximaron a los barriles, y, desconfiados, se introducieron en ellos.



    Estos objetos eran pequeños y húmedos. No eran aptos para que un hombre común entrara en su interior, y mucho menos unos como los siete espadachines, ya que eran musculosos, altos y anchos de hombros.



    Pero entraron con facilidad. Cosa que hizo la misión más sencilla.



    Luego de que el Rey se hubiera retirado, varios marineros llegaron a la orilla del puerto, para subir los barriles de “vino” al barco.



    Y así comenzó la tarea de nuestros jóvenes hermanos, que debían esperar tres días encerrados en barriles.



    Sintieron cuando los marineros los levantaron del suelo, y oyeron que murmuraban lo pesados que estaban los objetos. También, oían la madera crujir, ante el caminar de los hombres del barco. Pero ellos debían mantenerse en completo silencio, para no delatar lo que planeaban.



    Y así, el primer día pasó tan rápido como una gacela huyendo del león, e igualmente lo hizo el segundo.



    Mientras que en las noches de los primeros dos días, los siete Blezar, salían de su escondite para poder enderezarse y hablar de cómo iban las cosas. Siempre, vigilando que, por casualidad, alguno de los marines se despertará, y echara todo a perder. Sam, a escondidas de sus hermanos, se llevó a su escondite, un pegamento desconocido. Pero ninguno de los demás hermanos se dio cuenta de ello.



    En la mañana del tercer día, una fuerte tormenta despertó a todos los ocupantes del barco. Hasta el capitán salió de su camarote para ver qué ocurría.



    Las olas azotaban con fuerza la embarcación, y según la mano derecha del capitán, el mástil estaba por sucumbir al potente viento proveniente del sur.



    Unos cuántos relámpagos y rayos surcaban el cielo, y fue entonces cuando se oyó la voz de un hombre asustado.



    — ¡Debemos sacar peso del barco, o si no nos hundiremos! —Habló una voz aguda y algo afónica— ¡Podríamos perder todos éstos productos! Y volver a contrabandearlos sería aún más difícil que la primera vez que lo intentamos.



    Los espadachines agudizaron sus oídos para escuchar mejor. ¡Habían averiguado que sí era un barco de ladrones! Pero la tormenta dificultaría el arresto de esas personas. Y, para interrumpir sus pensamientos, la voz del capitán se oyó a lo lejos.



    —Pero, ¡¿qué sacaremos?! —gritó el capitán desde el timón. Su gorro azulado estaba por salirse de su gran cabezota, y su barba enmarañada y espesa se mecía con el viento, haciéndolo parecer más horrendo de lo que ya era.



    —Podemos quitar esos barriles de vino, total, no son tan importantes como la pólvora que llevamos—contestó el mismo marino a su mayor. Llamó a más compañeros para que lo ayudaran a tirar al mar los barriles de vino.


    Los hermanos, al enterarse de esto, quisieron escapar. Golpearon las tapas de aquellos barriles, pero no pudieron abrirlas. Parecían estar… pegadas.



    Sin darse cuenta de que adentro se hallaba una persona, los marineros tomaron el primer barril, que era de Yorks, y lo arrojaron al mar, ignorando que adentro, un hombre gritaba con desesperación. El hermano mayor, no podía desvainar su espada dentro de aquel barril, así que murió ahogado por el agua que entraba por los agujeros.



    Lo mismo sucedió con los cinco restantes. Pero antes de que pudieran arrojar el barril de Fauliel al mar, éste arrugó su espada de papel, y la tiró por uno de los orificios de su escondite hacia la cubierta del barco.



    Antes de que el barril de Sam fuera a parar al mar, el capitán ordenó que se detuvieran.



    La tormenta estaba cesando, y ya se había estabilizado el barco.



    Y contento por ser el único sobreviviente de los siete espadachines, Sam, salió de su escondite.



    Gritó con potente voz, para que todos lo oyeran.



    —Vean marineros, yo, el gran Samuel, he logrado mantenerme con vida, mientras mis hermanos han sido devorados por nuestro Dios en las grandes olas del mar. ¡Admiren mi fortuna al saber que sigo usando mi espada! —exclamó. Su rojizo cabello se había despeinado, y su rostro mostraba locura… algo distinto había en Sam.



    Un marinero que intentaba ver aquel espectáculo del hombre infiltrado, oyó un crujido bajo sus pies. Miró hacia abajo y lo vio. Un arrugado trozo de papel se encontraba en el piso del barco. Lo estiró, y para su sorpresa, éste se transformó en una espada de papel.



    Escuchó varios gritos, y levantó la vista.



    Su capitán estaba peleando con aquel tipo que había salido del barril. Se enfrentaban con espadas, y el forastero era mucho mejor que el superior del barco.



    El extraño hombre acorraló al capitán entre una madera, ya que se encontraba sin su arma. Sam estaba por matar al hombre cuando se oyó un grito.



    Aquel marinero que había encontrado la espada de Fauliel, se dirigía a toda velocidad hacia Sam. Aprovechando que éste estaba distraído, el hombre había decido salvar a su capitán de las manos de aquel espadachín.


    Llegó hasta donde se encontraba el último Blezar, y lo atravesó con la espada.



    En cuestión de segundos, el veneno del arma comenzó a expandirse por el cuerpo de Sam, que seguía sorprendido ante la reacción del marinero.



    Dio un paso, y se contó un segundo, dos pasos más, tres segundos, y así hasta llegar al barril que había utilizado como escondite. Diez segundos… y cayó enfrente de éste objeto.



    Ese fue el fin de Sam Blezar, y el de los siete espadachines.


    FIN.
     
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