Sentencia

Qué noche tan confusa. Rodrigo despertó esa mañana acostado entre los trocitos de vidrio roto de la ventana del salón. Todo le parecía tan surreal que el aire se sentía espeso, como si debira abrirse paso entre este para moverse a través de la casa. Miró a su alrededor con desgano y se sacudió el vidrio que tenía pegado a la ropa y cuidadosamente retiró las astillas del mismo que se le habían incrustado en la piel. Cuidando de no pisar más de lo mismo, atravesó el salón y se dirigió por el pasillo hacia el baño. Vio el cuerpo de Lucía, su esposa, y de Romina, su hija. No pudo llorar, ya que todas sus lágrimas estaban esparcidas entre el vidrio del salón. Pasó por encima de los cadáveres con cuidado de siquiera tocarlos o mirarlos y entró en el baño para mirarse en el espejo. Desde la ventana se oía el murmurar de la calle: Las voces de los vecinos, el andar del tráfico y el ladrar de los perros sonaban a algo tan ajeno. Se miró a los ojos a través del vidrio del espejo e intentó, en vano, reconocerse.

—Todo parecía un juego de niños ¿verdad? —se dijo sin ganas.

Y es que viviendo en aquel barrio pobre, le pareció que la venta de aquello era dinero fácil, que no habría problema. Rodrigo ya consumía desde antes y le pareció natural el pasar del consumo a la venta, con un paso más en la escala, que no sería demasiado distinto. Ingenuo, se dejó seducir por el mercado y las promesas de un sueldo digno al que como trabajador honesto no podía acceder. Y en un principio fue así, sin problemas, el dinero entrando constantemente y él haciéndose fama en el ambiente. Su jefe estaba contento y cada vez le daba tareas más importantes dentro de la organización. Él mismo empezó a notar y a pensar que quizás hacerlo todo por su cuenta no sería una mala idea, puesto que no tendría que pagarle comisiones a nadie y, si hasta ahora había podido desenvolverse bien en el negocio, entonces ¿por qué no?

Rodrigo no sabía en lo que estaba metido. Su jefe lo miró atentamente cuando él, uno de sus mejores empleados, quiso renunciar. Ni bien hubo cruzado la puerta de salida, otro de los hombres de la organización se puso a seguirlo. No pasó ni una semana hasta que dieron con que estaba vendiendo por cuenta propia y pues todo se fue por la borda pronto.

Ni Lucía ni Romina estaban al tanto del trabajo de Rodrigo. Ambas creían que él trabajaba en la construcción, quemándose el lomo de sol a sol, sin sospechar ni él mismo que estaba realmente poniendo su pellejo en juego por un poco de dinero para solventar los gastos familiares. Pero todo ese dinero le salió caro aquella noche en que sintió los ruidos en el patio que daba al salón. Romina había llegado al cuarto asustada por los ruidos y Rodrigo no tuvo más opción que ir a revisar. Ni bien se acercó a la ventana, esta se le reventó en la cara y dos hombres entraron por ella. Uno lo agarró inmediatamente y lo inmovilizó de cara contra el piso. El otro, se dirigió al pasillo donde se encontró con Lucía que llevaba a Romina en brazos para sacarla por la entrada principal. Rodrigo escuchó todo desde el salón, llorando de impotencia sobre el vidrio quebrado y retorciéndose como bestia bajo el cuerpo de aquel hombre al que no le vio la cara. Cuando se dejaron de escuchar los gritos, Rodrigo perdió todas las fuerzas y se quedó llorando en el piso mientras los hombres huían, impunes, de aquel crimen. Nada de lo que ahora pudiera hacer le devolvería a su hija o a su esposa.

La luz que entraba por la ventana del baño comenzó a opacarse, al igual que la mirada de Rodrigo en el espejo. Se preguntaba si quizás huubiese sido más discreto, si quizás hubiese seguido en la organización, si quizás nunca hubiese consumido drogas, si quizás hubiera tenido oportunidades para un mejor trabajo, si quizás hubiera estudiado, si quizás hubiese podido costearse esos estudios, si quizás... en fin, preguntas inútiles cuando se acerca la lluvia luego de una noche como aquella. Sintió que todo aquello era una sentencia social, un final esperado, escrito de antemano. Indiferente a los cuerpos tirados en el corredor, pasó nuevamente sobre ellos para dirigirse a la puerta principal. Volteó nuevamente para ver cómo la lluvia entraba estrepitósamente por el hueco de la ventana rota. Pensó en cubrirse, quizás, para salir, pero deshechó inmediatamente ese pensamiento, pues qué importaba mojarse por fuera cuando ya se estaba empapado por dentro. Salió entonces y la lluvia le recorrió vívida su cuerpo machucado y herido, lavando sus últimos ratos de duda. La calle parecía tan ajena con el asfalto mojado. Se paró en medio de la vía y fue solo entonces que se sintió bruscamente devuelto a la realidad, apenas en un segundo, gracias a la bocina de un auto.