32 Cuando Saori volvió a tomar el cetro, un resplandor pálido se encendió en la empuñadura. El bastón tembló suavemente en su mano, como si se reacomodara a una vieja voluntad recién despierta. Sintió el retorno del cosmo, sí, pero era distinto. Ya no era una fuerza que dominaba a voluntad como en su infancia divina. Era una corriente compartida, un río de pensamiento donde ahora Niké nadaba libremente, como una conciencia paralela, susurrante, estratégica… y peligrosa. Podía oírla. No con palabras, sino con ideas, con caminos. Miles de posibilidades simultáneas se abrían ante sus ojos internos, mapas mentales de guerra, victoria, derrota, renacimiento y ruina. Niké le ofrecía todos los caminos a la victoria... pero casi todos eran inadmisibles. Había rutas que implicaban el colapso total de las naciones, caminos donde la civilización humana era reducida a escombros para luego ser reconstruida bajo su luz. Rutas de manipulación, de hambre, de control absoluto. Otras llevaban a victorias frías, sin honor, sin justicia. Sacrificar a millones para salvar a millones más. Y entre esas pocas rutas claras, aquellas que mantenían la dignidad humana, que preservaban la bondad, la libertad y el amor... eran las más oscuras. Las más inciertas. Las más solitarias. Saori inspiró profundamente. Por un momento, el aire pareció espeso, cargado del peso de los siglos y de los gritos de generaciones. —¿Aún crees en los dioses, Andrómeda? Shun la miró. Sus ojos seguían limpios, serenos. Había madurado, sí, pero no había perdido esa luz. —Creo en la justicia, y en que usted nos apoyará para preservarla —respondió con firmeza—. Aunque debo admitir... que las razones para la realización de este torneo son, cuanto menos, criticables. Saori no negó ni se justificó. Bajó ligeramente la mirada, como si aceptara el juicio. Tal vez lo compartía. —Lo sé —dijo al fin, con un tono que no tenía ni pizca de divinidad, sino solo humanidad—. Pero ya no estamos en control de todo. Este mundo no nos pertenece como antes. Solo... intentamos protegerlo desde dentro. Shun no insistió. Sabía que cada palabra de más podía cargarla con culpas o decisiones que aún no estaban listas para ser nombradas. Saori entonces desvió la vista hacia el gran ventanal, más allá del jardín, donde ya se oían los murmullos de la multitud reunida. El hexágono de combate esperaba, brillante y mecánico, en medio del estadio colosal. —Ve al hexágono, Andrómeda —dijo con un tono más firme, recuperando la dignidad de su cargo—. Procura que no mueran. Esos dos... son fuertes. Muy fuertes. Y todavía los necesitamos. Shun asintió. Ya no como un soldado. Como un creyente. Como un amigo. Y cuando se giró para marcharse, el viento sopló en el jardín, y por un instante le pareció que el cetro en manos de Saori resplandecía con una luz distinta, como si también dudara de sus propios consejos, pero confiara en los corazones de los humanos que aún luchaban por ella. Solo Saori pudo verla. La figura espectral de Niké, la Victoria Alada, se deslizó en la realidad con la ligereza de un suspiro. Su forma espiritual flotó unos centímetros sobre el suelo del jardín privado, su cuerpo cubierto apenas por velos de estilo griego, los pies descalzos, las alas desiguales —una blanca, otra de plumas negras— extendidas como un juicio silencioso sobre el tiempo. Y entonces, sin aviso, abrazó a Shun. Fue un contacto extraño, dulce, lleno de un deseo que no parecía divino, sino humano. Era como si, por un instante, Niké quisiera poseer la paz cálida del corazón de Andrómeda. Lo estrechó con afecto ambiguo, y justo antes de desvanecerse, depositó un beso en su mejilla. Shun se quedó inmóvil. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero no era miedo... era fortuna. Una suerte extraña, como si hubiese recibido una bendición críptica. Y por unos segundos, su cosmo pareció expandirse sin que él lo intentara. Luego se volvió hacia Saori y, sin palabras, le indicó la puerta abierta. Había llegado el momento de regresar. Ella asintió. Tomó el cetro con manos tranquilas y, al hacerlo, su rostro cambió otra vez: dejó atrás la fragilidad y el temblor de la muchacha temerosa. Volvió a ser la heredera, la estratega, la empresaria, la líder, la encarnación digna de Atenea. Pero ahora algo era distinto. Niké ya no la controlaba. No más susurros imperativos, no más voluntades impuestas. La diosa y su espíritu se entendían ahora. Dialogaban a la velocidad del rayo, intercambiando ideas como corrientes paralelas... pero era Saori quien ponía el límite. A Niké podían gustarle las victorias tajantes, las líneas estratégicas cruentas, los fines que justifican los medios. Pero Atenea se regía por el honor y la justicia, y jamás sacrificaría ese principio. Caminaron juntas hasta el gran ventanal del palco real, el vitral monumental que dominaba el interior del Neocoliseo, un domo reluciente como un templo moderno construido para dioses de músculo y cosmos. Desde allí, lo vio. El clímax de la batalla. Seiya, el León Menor, estaba de rodillas. Su manto de bronce desprendía chispas, dañado. Sangre le corría por la frente, ensuciando su ceño obstinado. Frente a él, Shiryu respiraba pesadamente, su brazo extendido. El escudo del Dragón —mítico, invulnerable— había sido atravesado por su propio puño en un acto de desesperada decisión, una táctica que parecía suicida... pero efectiva. El estadio rugía. Como un coliseo romano, la multitud se estremecía con la brutal belleza de aquel combate. Algunos gritaban el nombre de Seiya, otros el de Shiryu. Algunos lloraban. Otros reían, embriagados por el éxtasis de lo imposible. —No es solo un torneo —susurró Saori para sí—. Es un juicio. Y una profecía. Niké, silenciosa dentro de su mente, asintió con emoción. “Dos de nuestros caballeros más brillantes… destruyéndose para alcanzar algo más grande que ellos mismos. Es perfecto.” Pero Saori no respondía. Solo observaba con atención, con una tensión serena en el rostro. Ella sabía que lo que estaba viendo no era una simple pelea. Era un reflejo del mundo. Un mundo donde la gloria podía alcanzarse solo si se sobrevivía a uno mismo. Unos minutos antes del clímax... El aire en el Neocoliseo vibraba como la cuerda de un laúd estirada hasta el límite. Luces rotativas y pantallas LED anunciaban en todos los idiomas: “¡El primer combate de los Cuartos de Final va a comenzar!” El presentador, un excomentarista de artes marciales, con voz ronca por la emoción y los decibelios, lo proclamó con teatralidad: —¡Damas y caballeros de todo el planeta! ¡Con ustedes, los jóvenes que han hecho arder la sangre de millones! ¡Desde Japón, el Caballero del León Menor... ¡Seiya!! ¡Y desde los antiguos Cinco Picos de China, el Guardián del Dragón... ¡Shiryu!! Las luces se extinguieron durante un segundo. El hexágono se encendió con una radiación blanca como de sol al amanecer. ¡Seiya fue el primero en moverse! Sin esperar cortesía ni gesto inicial, se adelantó con una explosión de cosmos que llenó de calor seco el ambiente. Extendió los brazos, bajó su centro de gravedad y gritó: —¡Meteoros de Leo! Una lluvia frenética de golpes estalló en el aire. Demasiados puños para el ojo humano, sus trayectorias eran líneas curvas fugaces, cada uno quebrando la barrera del sonido con chasquidos ensordecedores. El estruendo era tan violento que las ondas acústicas levantaban el polvo del suelo reforzado. Pero Shiryu no se movió ni un paso. Elevó el brazo izquierdo con solemnidad y su escudo, brillante como una luna de jade, desvió todos los impactos más potentes con precisión de relojero. Su otra mano apenas se desplazó, pero sus dedos se posicionaron listos. Una grieta se abrió en el suelo bajo él, pero su pie ni se inmutó. Cuando los últimos golpes dejaron de llover, el Dragón contraatacó. Su silueta desapareció por un parpadeo. Luego, apareció a la espalda de Seiya. Un golpe descendente. Luego otro desde el costado. Seiya lo esquivó, apenas. El aire crujía como un fuelle sobrecalentado. Los ataques de Shiryu no solo eran precisos: rompían el límite del oído humano. Cada uno iba seguido de un relámpago sonoro, como el chasquido de un látigo invisible multiplicado por mil. La audiencia ni siquiera sabía lo que estaba viendo. A ojos humanos, era un espectáculo caótico, un ballet entre fantasmas con destellos metálicos. Pero entre los santos, entre los generales, entre los espíritus que acechaban desde planos más allá del visible, se sabía la verdad: Seiya estaba forzando su cosmos a su límite solo para seguir el ritmo. Pero también... Shiryu no estaba golpeando para matar. Aún no. De pronto, en medio del forcejeo, el cosmos de Seiya se concentró. Se contrajo en un punto mínimo, en la punta de sus dedos, y de pronto estalló en un destello ígneo. —¡Zarpazo Solar del León! —gritó, mientras sus dedos se alargaban con energía incandescente, formando cinco cuchillas de luz que cortaban el aire como espadas envueltas en fuego vivo. El golpe descendió en diagonal como una garra mitológica, un corte de león real. Pero Shiryu, anticipando la trayectoria con precisión milimétrica, alzó su escudo en el ángulo justo. El impacto sacudió el aire, haciendo vibrar las estructuras del Neocoliseo. Chispas, ondas de choque, un rugido de energía. Y el escudo del Dragón... resistió. Desde las sombras de una de las compuertas de mantenimiento, Hyōga del Cisne observaba sin ser visto. Vestía ropa civil, pero su cosmos latía suavemente, como una brisa polar lista para tornarse tormenta. “Así que ese es el escudo del Dragón…”, pensó. Recordaba su propio manto. El Cisne también tenía un escudo, en su brazo izquierdo, más ornamental que defensivo. Pero el del Dragón era diferente. No era solo una superficie resistente: era un núcleo de cosmos puro, un canalizador defensivo con conciencia propia. —No se protege con la materia, sino con la energía… —murmuró para sí, mientras sus ojos analizaban cada movimiento. Notó que el campo que generaba el escudo parecía variar, como un diapasón: más fuerte cuando el cosmo de Shiryu se expandía, más tenue cuando lo contenía. Un sistema de defensa variable, adaptativo. Shiryu calculaba cada impacto con una disciplina monástica, como si midiera cada decibelio de fuerza recibida. Hyōga esbozó una sonrisa breve. —Ese es el secreto, ¿eh? Era evidente que incluso cuando el escudo estaba en reposo, su estructura era extremadamente sólida. Seguramente sería resistente a ataques elementales, pensó. “Mi puño de hielo tal vez no logre atravesarlo… salvo que esté apuntado a otro punto. Tal vez la espalda del Dragón”. Pero más allá del escudo, algo le llamaba la atención. Observó con atención los patrones del combate. Shiryu era impecable. Su técnica era precisa, su defensa perfecta. Pero... —Confía demasiado en su armadura. Lo pensó sin malicia, solo como un hecho. Shiryu dependía del manto del Dragón como si fuera parte de su propio cuerpo, como si su voluntad estuviera atada al ritmo de su escudo. Eso lo volvía eficiente, pero predecible. Fuerte, pero no ágil. Y más aún: su pensamiento se volvía pesado cuando su defensa era demasiado segura. Como si llevar el escudo lo anclara a una forma de combatir lenta, antigua. Hyōga entrecerró los ojos. —Esa fe ciega en la defensa... puede volverse una debilidad. Entonces el estadio rugió. Seiya había logrado forzar a Shiryu a retroceder un paso. Solo uno. Pero suficiente para que la multitud creyera que el combate se igualaba. Jabu emergió de entre las sombras como un felino sigiloso, seguido muy de cerca por Ichi, de cabellos azulados y mirada inquisitiva, y por Geki, que traía los brazos cruzados como si no quisiera mostrar emoción alguna. Los tres descendieron por los corredores internos del Neocoliseo, apenas iluminados por tiras de neón dorado que trazaban un camino ritual hacia la zona del combate. Desde su lugar en una de las plataformas elevadas más próximas al hexágono, observaron en silencio el duelo. Como si una señal silenciosa los hubiese convocado, llegaron al mismo tiempo, con la misma expresión contenida. Seiya y Shiryu aún no habían intercambiado palabras, pero ya se estaban diciendo todo con los puños. Y lo que veían… los dejó impresionados. —Mírenlo —dijo Geki finalmente, rompiendo el silencio con voz grave—. Como si estuviera plantado en una montaña. No retrocede ni un paso. —Y no necesita hacerlo —agregó Ichi, ajustando su abrigo mientras se inclinaba hacia la barandilla—. Ese escudo… no es solo defensa. Es como si anulara el cosmos del otro. Lo apaga. Jabu asintió, con los labios apretados y los ojos fijos en el Dragón. —Su defensa es perfecta. Lo que nosotros haríamos con tres esquives y cuatro fintas… él lo resuelve sin moverse. —Eso es poder verdadero —masculló Geki con respeto—. Ni Seiya ha podido romperlo. Y ese chico es terco como una mula. Todos callaron por un instante, sintiendo la resonancia del último impacto reverberar hasta las plataformas. En el fondo, sabían que si ellos estuvieran en ese hexágono, ya habrían sido derribados. —Tendremos que entrenar más —admitió Ichi con voz resignada—. Mucho más. —O rezar porque esos dos no quieran el mismo manto que nosotros —remató Jabu con media sonrisa amarga. Y los tres volvieron a mirar la batalla. No como espectadores, sino como posibles futuros rivales, conscientes de que en ese momento estaban presenciando algo que iba más allá de un simple combate: una demostración de cosmo, voluntad… y destino.
33 Pero Hyōga, desde su rincón en penumbra, no quitaba los ojos del León Menor. Seiya estaba de rodillas. Su mano derecha sangraba profusamente, y el puño de su armadura estaba astillado como cerámica rota, con fragmentos brillantes desprendidos, algunos todavía chispeando con cosmos residual. El impacto había sido frontal, directo, sin reservas. Un golpe de poder puro, lanzado con toda la fiereza del León. Shiryu, sin embargo, no se había movido. Pero entonces, Hyōga lo vio. Observó a Seiya. No sus heridas. Sus ojos. Y lo supo. Lo supo como quien reconoce a un hermano en batalla. El León también sabía. Había comprendido. Hyōga sonrió con leve ironía, como si respondiera a un diálogo invisible. —Yo apuesto al León —murmuró. Los demás lo miraron con incredulidad. Geki frunció el ceño. Ichi se limitó a bufar. —¿Te volviste loco? ¿No viste cómo su mano se hizo pedazos? —masculló Jabu, cruzado de brazos. Pero Hyōga no respondió. Solo continuó observando. En el hexágono, Shiryu bajó el escudo unos centímetros, como un gesto involuntario de respeto. Aquel golpe había sido real. Potente. Peligroso. Y habló. —Mi maestro me contó una historia —dijo el Dragón, su voz serena, sin burla—. Hace muchos años, en una isla al oeste de Europa, vivió un hombre que podía ver el universo a través de los números. Desentrañó los secretos de la materia, el movimiento y las fuerzas... sin necesidad de sentir el cosmos. Seiya parpadeó, aún con el rostro cubierto de sudor y sangre. —Dijo que cuando golpeas algo con fuerza... esa fuerza siempre regresa a ti —continuó Shiryu—. Lo llamó su tercera ley. El eco del coliseo parecía silenciarse por un momento. El público, absorto, ya no gritaba. —Lo que acabas de sentir —añadió el Dragón—, es esa devolución. Golpeaste mi escudo con todo lo que eres. Y él... te lo devolvió. Por eso estás sangrando. Seiya sonrió con la boca herida. Se incorporó lentamente, con el brazo aún temblando. —¿Y eso te hace feliz? Shiryu alzó apenas una ceja. —Me hace respetarte. Eres capaz de astillar un manto de bronce. Pocos pueden hacerlo. Diría que tu golpe de poder... se aproxima al mío. Solo un poco. Seiya soltó una leve risa, que se convirtió en tos por el dolor. Pero luego enderezó la espalda. —“Solo un poco” será suficiente —susurró. Desde las gradas, Hyōga observaba en silencio. El hielo de su cosmo crepitaba con calma. Comprendía la escena mejor que los otros. Esa frase de Seiya no era arrogancia. Era promesa. Era estrategia. Y tal vez... victoria. Entonces Shiryu dio un paso sereno, y con un leve movimiento de manos, su postura cambió. Para un espectador común, apenas se trataba de un giro marcial elegante; pero Seiya, con el cuerpo exhausto, sin aliento, y la mente nublada por los golpes, pudo ver la intención. Era una técnica. Era el preludio del ataque del Dragón. No tuvo tiempo de pensar, apenas de actuar: instintivamente, alzó su brazo derecho, presentando el brazal del manto del León Menor como escudo improvisado, justo en el momento en que Shiryu lanzó su golpe. —¡Rozan Shō Ryū Ha! —gritó el Dragón. El impacto fue brutal. El golpe de poder no solo alcanzó el brazal, lo atravesó. El sonido metálico fue seco, como un grito contenido; el brazal estalló en astillas de aleación y fragmentos de escamas metálicas. La fuerza desviada encorvó el brazo de Seiya en un ángulo antinatural, forzando la articulación hasta golpear su propia coraza. Shiryu, en su inmensa precisión y misericordia, contuvo su fuerza en el último instante, de modo que el puño no atravesó el pecho del León Menor hasta su corazón. Aun así, la onda expansiva lanzó a Seiya por el aire. Su cuerpo giró en un espiral peligroso, como un muñeco desgarrado, hasta que su voluntad —o su cosmos— lo sostuvo al borde de la plataforma, justo antes de caer al vacío. Seiya no gritó. No podía. Estaba roto. Su brazo derecho colgaba inútilmente, quebrado en más de un punto. El brazal estaba destruido, la coraza de su pecho agrietada, y de las placas de su manto emergían chispas y zumbidos extraños, como si el propio León Menor rugiera en su agonía. Su piel ardía, literalmente: vapores salían de sus poros, y sus labios estaban resecos por el calor interno. Pero entonces, con el último aliento que le quedaba, el Caballero del León Menor hizo algo impensable: con su mano izquierda, tomó su brazo derecho y lo reposicionó. Hubo un crujido espantoso. Sus dedos penetraron con precisión quirúrgica, como si alguna fuerza inconsciente guiara su mente, recolocando los huesos, alineando músculos y vasos, soldando carne con carne en un acto brutal de autocuración. Y fue entonces cuando el milagro ocurrió. El manto reaccionó. Como si comprendiera el sacrificio de su portador, el León Menor activó su núcleo vital: la energía residual del cosmos latente comenzó a arremolinarse. Las escamas remanentes del brazal se fundieron al brazo como si fueran sangre líquida de metal. Fragmentos del pecho se reacomodaron como escudos superpuestos. El color del manto palidecía, su vitalidad se desvanecía mientras concentraba todo lo que le quedaba en una sola función: reparar a su caballero. Y así, mientras Seiya ardía como un meteorito contenido por una voluntad que rozaba lo divino, el estadio entero enmudeció. Estaban viendo algo más que un combate. Estaban viendo la determinación absoluta de un caballero que se negaba a caer. En el hexágono de combate, el rugido de la multitud era como un tambor de guerra moderno. Shiryū, con la frente perlada de sudor, jadeante pero aún firme, miró a Seiya, que a duras penas se sostenía en pie. Y entonces lo dijo, con voz clara y noble, casi como si proclamara un veredicto: —Eres valiente, Seiya... muy valiente. Pero antes de que pudiera continuar, una voz conocida lo interrumpió, una voz que hablaba en el chino antiguo de los Cinco Picos. Era suave, melódica, pero traía consigo la dureza de un presagio. Shiryū giró lentamente la cabeza y allí estaba Shunrei. Por un instante, el tiempo pareció detenerse para él. No la había visto en meses, desde que se habían separado tras la última visita al templo del viejo maestro. Ahora, al verla de nuevo, quedó maravillado. Más hermosa que nunca, su cabello negro como la tinta recogido en un moño sencillo, vestida con telas tradicionales que parecían flotar en torno a su figura, como si la brisa misma la siguiera. Shiryū recordó las veces que su maestro le aconsejó con elegancia que la tratara con cortesía, con aprecio, incluso con una caballerosidad que rozaba lo romántico. En ese entonces, no entendía del todo por qué. Pero ahora... Ahora lo comprendía. Ella llegó al borde de la plataforma, agotada por el viaje, con los ojos vidriosos por la falta de sueño, pero aún con la dignidad y la entereza de una mensajera de otro tiempo. Se inclinó un poco hacia él, y su voz tembló levemente al pronunciar las palabras: —El antiguo maestro ha muerto... Una pausa. Un suspiro. —Los años le consumieron como la llama consume el incienso. Partió en paz, en meditación. No sintió dolor. Shiryū agachó la cabeza. El mundo, con su estruendo de público y luces, se volvió tenue, lejano. El anciano que le enseñó a contener su furia, a oír la montaña, a hablar con el agua, ya no existía en este mundo. Pero el legado... ahora pesaba sobre sus hombros con la densidad de una armadura milenaria. Las lágrimas brotaron con violencia inesperada del rostro de Shiryū, marcando surcos brillantes sobre su piel curtida por los entrenamientos y la intemperie. Cerró los ojos con solemnidad, dejando que el dolor lo atravesara una sola vez, como el filo de una espada ceremonial. —Venceré en este combate... —dijo finalmente, con voz firme y vibrante—. Es lo mínimo que le debo a su memoria, a su enseñanza. Luego, sin mirar a Shunrei, agregó con delicadeza: —Ahora no te preocupes. Cuando venza, regresaré inmediatamente a los Cinco Picos a ofrecer mis respetos. Sé que la señorita Kido entenderá. El Dragón estaba decidido. Pensaba que bastaría con un último empuje: un golpe firme y certero. Seiya, después de todo, había recibido un castigo casi fatal. Su brazo había sido destrozado, el manto del León Menor astillado como cerámica antigua. Pero había cometido un error: le había dado tiempo al manto de bronce para hacer lo que los mantos vivos aún podían... reparar a su portador. Aún tambaleante, el cuerpo de Seiya ardía. Literalmente. Vapor blanco se elevaba de sus heridas regeneradas, mientras las placas metálicas chisporroteaban. El manto del León brilló por un instante con un fulgor dorado-anaranjado, como si un rugido ancestral lo despertara desde las profundidades de su memoria bélica. Seiya sonrió. No por arrogancia, sino porque había regresado del borde de la derrota... y estaba listo para arriesgarlo todo. —¡Locura! —gritó Jabu desde las sombras, apenas creyendo lo que veía. —Genialidad... —corrigió Hyōga, cruzando los brazos con una media sonrisa. Un instante, un destello. El León Menor se lanzó de cabeza, el cuerpo trazando una parábola perfecta en el aire, desafiando la lógica, la prudencia, el sentido común. Parecía una caída suicida: el impulso lo llevaba directamente contra el escudo del Dragón, y un impacto directo lo dejaría fuera de combate... o algo peor. Pero justo en ese instante, cuando Shiryū vio el salto temerario de su oponente, algo rugió dentro de él. El dolor por la muerte de su maestro, la angustia silenciada, la furia por una pérdida sin duelo adecuado. Sus pies se clavaron en el suelo, su cosmo ardió como una fragua encendida, y sin pensarlo... lanzó un segundo Rozan Shō Ryū Ha. Un ataque devastador, que exigía un precio elevado en energía, lanzado por instinto puro, por emoción cruda. Y entonces... El tiempo se detuvo. En lugar de recibir el impacto, Seiya cayó de rodillas, su cosmo contenido en un único punto: su puño derecho. El golpe de poder se descargó en línea recta, no contra el cuerpo del León... sino contra su escudo legendario. Una explosión de luz y fuerza sacudió el Neocoliseo. El escudo se quebró, el brazo de Shiryū tembló, y por un segundo pudo verse el impacto atravesando las fibras internas del manto. Y aunque Seiya cayó, agotado, el golpe había sido tan preciso, tan brutal y resonante... que quedó claro para todos: El clímax del combate había llegado. Los dos estaban en pie. Pero el equilibrio entre victoria y derrota pendía de un hilo cósmico que solo los dioses podían cortar. Lo que estás viendo —dijo Saori con voz grave, dirigiéndose a la Amazona que se encontraba junto a ella, sus palabras fluyendo en el griego atávico del Santuario, antiguo y solemne— no es un simple combate. Es la muerte de un manto. La joven amazona, aún con la máscara, apenas se movió, pero su cosmo vibró en respuesta. Comprendía perfectamente la gravedad de esas palabras. Saori observaba el hexágono de combate desde el alto ventanal del Neocoliseo. Su expresión era distante, pero sus ojos reflejaban una mezcla de tristeza y resolución. —Más de la mitad de las armaduras de los santos —continuó— han muerto a lo largo de las guerras santas que se pierden en el tiempo. Y un manto muerto, por más que se intente restaurar, jamás volverá a vivir. Lo que ahora contemplamos es una armadura agonizando, consumiendo hasta su último hálito de cosmo para proteger a su portador. La Amazona no respondió, pero bajó la mirada hacia el campo de batalla. El manto del León Menor crujía, sus placas astilladas, sus mallas metálicas quebradas como cerámica antigua. La figura de Seiya, aún de pie, parecía sostenida por pura voluntad. —Ellos aún no son tan fuertes —dijo Saori en voz más baja—. Apenas tocan el umbral del poder de un santo de plata, y ya eso basta para herir, agotar y quebrar los mantos que portan. En la era del mito... ni siquiera un santo de oro podía dañar con facilidad un manto de bronce. La amazona ladeó ligeramente el rostro. Sabía que no era exageración. En los registros del Santuario, en los ecos de la historia, los mantos eran descritos como indestructibles mientras su alma permaneciera íntegra. Y, sin embargo, aquí estaban, rompiéndose ante los ojos del mundo. —Los artesanos de Lemuria que aún habitan en el Tíbet —añadió Saori— han preservado el conocimiento de la reparación. Pero los metales sagrados se han perdido: el oricalco puro, el gamanium original, las lágrimas de estrella… La última gran encarnación que ocupé consumió casi todo lo que quedaba. Por un momento, el rostro de Saori se tensó. A través del ventanal, contemplaba no solo el combate, sino la historia que se repetía. Una historia de sacrificio, de pérdida, y de resistencia. —Y si seguimos así —susurró finalmente— pronto no quedará nada. La Amazona asintió en silencio. En su pecho, el cosmo palpitaba con una mezcla de respeto... y miedo. La Amazona permanecía erguida, con la máscara bien asentada en su rostro, intentando proyectar la imagen de una estatua de bronce, inmutable e imperturbable. Pero Saori, que la observaba desde apenas unos pasos de distancia, podía ver las pequeñas grietas en su fachada. El leve temblor en la comisura de sus labios, el parpadeo ligeramente acelerado, el modo en que sus dedos se crispaban sutilmente sobre la barandilla del palco. Entonces la oyó susurrar, apenas un suspiro cargado de anhelo y preocupación: —Seiya... Ese solo nombre condensaba más emociones de las que una batalla podía contener. El brazo de Shiryū colgaba roto, el hueso asomaba como un filo de marfil desgarrando carne y músculo, mientras la sangre caía espesa, golpeando el suelo del hexágono en intervalos rítmicos. El público guardó silencio por un instante, incapaz de comprender si lo que presenciaban era parte del combate o una tragedia real. Entonces, como si respondiera a su llamado silencioso, el Manto del Dragón comenzó a brillar débilmente. Los hilos verdes que componían sus mallas internas se activaron y comenzaron a envolver la fractura. No solo detuvieron la hemorragia: soldaron el hueso, cerraron los vasos y restauraron el tejido con una precisión casi quirúrgica. El cosmo de Shiryū, aunque debilitado, sostenía el proceso. Cuando al fin bajó la vista hacia su brazo, este estaba entero, funcional… pero la luz del Manto había desaparecido. Sus bordes metálicos se habían opacado. El Dragón había dado todo por su portador. Frente a él, Seiya se tambaleaba con dificultad. La tiara de su Manto del León Menor se había pulverizado. Su rostro sangraba, la frente abierta por el impacto. El golpe de Shiryū no necesitó un contacto pleno: bastó el roce del aura y la presión del cosmo para atravesar la defensa y herir con brutal eficacia. El manto de Seiya ya no rugía ni brillaba: estaba gris, seco, desprovisto de vitalidad. Ambos se mantenían en pie solo por terquedad y voluntad. Pero entonces se reveló la verdad: el propio Shiryū se había herido a sí mismo por una finta de Seiya. Había lanzado su técnica final con total convicción, sin advertir que su oponente ya no buscaba resistir, sino atraer su energía, absorberla, quebrar la simetría del combate. Fue un acto de estrategia más que de fuerza. El Dragón había lanzado su lanza contra un espejismo y golpeado una roca enterrada bajo la hierba. Los dos guerreros, agotados, heridos, de pie solo por su orgullo… Y a sus pies, dos mantos sagrados que habían muerto, rotos por una batalla que los exigió más allá de sus límites.
Con su último aliento, los Mantos —ya sin fuerza, ya sin vida— abandonaron a sus portadores. Los fragmentos del León Menor y del Dragón se elevaron unos centímetros, como sostenidos por una nostalgia cósmica, y luego descendieron lentamente hasta adoptar su forma de objeto, las armaduras recogidas y cerradas como si durmieran. Pero ya no brillaban. Estaban agrietadas, grises, y su superficie metálica parecía cubierta por la pátina del tiempo. Los cofres que las contenían, antes resplandecientes, perdieron su color y reflejo: el brillo del oro se tornó ceniza. Se encerraron por sí mismos, como mausoleos de batalla. Mientras el silencio del Neocoliseo se llenaba de ecos de respiraciones contenidas, Hyōga, que había observado todo desde una de las plataformas laterales, rompió la quietud con voz serena: —¿Qué pasa cuando la lanza más afilada del universo colisiona con el escudo más sólido del universo? Jabu, que acababa de incorporarse desde las sombras junto a Ichi y Geki, frunció el ceño. —Conozco esa historia —murmuró—. Pero los filósofos jamás se han puesto de acuerdo en la respuesta. Hyōga asintió, sin apartar la vista de Seiya y Shiryū, ambos al borde del colapso. —Es como cuando un protón entra en contacto con un antiprotón —añadió, en voz apenas audible, para quienes sabían escuchar—. Se aniquilan mutuamente. Es una respuesta efectiva... pero en este caso no es tan simple. Entonces miró a Seiya, quien aún permanecía de pie, desafiando al agotamiento y al dolor con esa sonrisa terca e impertinente que lo caracterizaba. Hyōga sonrió también. Había comprendido. —El cosmo del Dragón alimenta su golpe y su escudo, pero no simultáneamente. No puede tener ambos al cien por ciento al mismo tiempo. Así que no hubo una verdadera aniquilación de fuerzas... Se detuvo un instante, bajando la mirada con una mezcla de respeto y sorpresa. —En este caso, el ataque superó a la defensa. Y lo dijo como quien comparte una revelación con un igual. Como si, en ese breve instante, Hyōga reconociera en Seiya a un genio marcial, un estratega instintivo, un igual en el arte de leer la batalla como un poema en movimiento. Shiryū inclinó la cabeza con respeto. Su brazo, aunque sanado por la voluntad de su manto, todavía dolía como si las fibras óseas supieran que no debía estar unido. Miró a Seiya, que también apenas se sostenía en pie. Ambos estaban cubiertos de sudor, polvo y sangre. Lo único que les quedaba de sus mantos eran las mallas de hilo metálico que cubrían sus muslos hasta la rodilla. No eran ya armaduras, sino meros residuos de gloria: vestigios de una protección que había muerto para salvarles la vida. —Veo que no piensas parar, Seiya —dijo Shiryū, con la voz tensa pero sin odio. El León Menor esbozó una sonrisa desafiante, aún con el rostro cubierto de sangre. La herida en su sien manaba lentamente, y sus pupilas estaban algo desenfocadas. —¿Pero qué dices? —respondió con tono burlón—. En el movimiento anterior, fui yo quien ganó. Shiryū no respondió enseguida. Lo observó con detenimiento. La mirada de Seiya no lo enfrentaba directamente, sino que se desviaba hacia su derecha. ¿Estaba viendo doble? ¿O acaso no tenía idea de cuán cerca del colapso estaba? El Dragón frunció el ceño, pero cuando dio un paso hacia el frente para comprobar su hipótesis, su corazón se encogió de golpe. Una presión súbita, como una garra invisible, le oprimió el pecho. El aire se volvió denso. Su visión se tornó borrosa. Era el precio de haber ejecutado el Rozan Shō Ryū Ha dos veces en una sola secuencia, con muy poca pausa para rearmar su cosmo. —Tonto... lo lancé sin el preludio... —murmuró, llevándose una mano al pecho. Pero no hubo tiempo para más. El joven León no le dio tregua. Seiya avanzó con una furia renovada, como si en lugar de estar cayendo al abismo, hubiera tocado el núcleo de una estrella. Su cosmo rugía con una violencia que superaba a la lógica. Atacó sin clemencia, sin tiempo, sin misericordia. Los dos combatientes se lanzaron de nuevo al centro del hexágono como si el combate acabara de comenzar. Sus cuerpos, exhaustos y desgastados, parecían animados únicamente por una chispa ancestral, algo más allá del dolor o el sentido común. Puño tras puño, patada tras patada, avanzaban con una velocidad imprecisa, frenética, como si cada segundo pudiera ser el último. Las luces del Neocoliseo parpadeaban con cada colisión, y el eco de sus impactos rebotaba por los cristales blindados, pareciendo truenos enjaulados. El público guardaba un silencio atónito. Las pantallas mostraban los datos vitales de ambos combatientes: presión, ritmo cardíaco, temperatura. Todo estaba en rojo. Los comentaristas callaron. Los magnates, los jefes militares, los presidentes, miraban como si contemplaran un arte prohibido. Todos… menos Shun. —¡Basta! ¡Deténganse! —gritó, poniéndose de pie en la tribuna. Su voz temblaba entre el horror y la urgencia—. ¡Esto ya no es un combate, es una locura! Su cosmo se encendió brevemente, de forma involuntaria, un impulso de su alma sensible, desesperada. Dio un paso al frente, al borde de saltar a la arena, pero se contuvo. —¡Nuestros cuerpos siguen siendo humanos! ¡Somos más fuertes, sí, pero tan frágiles como cualquier persona normal! ¡Nuestros mantos son los que nos protegen, los que nos curan... y ustedes ya no los tienen! Su cadena redonda tembló en su cintura, como respondiendo al llamado emocional de su portador. El sudor le corría por la frente, el pecho agitado, como si lo que estuviera viendo le doliera más que un golpe. —¡Declaren un empate, por favor! ¡Se los ruego! ¡No le deben nada a nadie, ya lo han demostrado todo! ¡Deténganse antes de que sea irreversible! Pero abajo, en el centro del hexágono, los ojos de Seiya y Shiryū solo se tenían el uno al otro. Ya no había palabras entre ellos. Solo el lenguaje silencioso de quienes comparten un lazo invisible, forjado en el fuego de la misma fe. El combate continuaba, más allá de la razón. Entonces, Shun se decidió. La cadena circular a su cintura se activó con un chasquido metálico y se alargó como una serpiente viva, vibrando con una energía que erizaba la piel, brillando con su tono plateado azulado bajo la luz del Neocoliseo. El Santo de Andrómeda estaba dispuesto a intervenir, a romper las reglas del torneo si era necesario. Su corazón no podía soportar ver a sus hermanos de armas autodestruyéndose ante los ojos de millones. Pero justo cuando dio un paso adelante, lo sintió. Un soplo gélido recorrió su nuca. El aire se volvió denso, espeso, casi cristalino. —No lo hagas —dijo una voz baja y serena a su espalda. Era Hyōga. Sin portar su manto, vestido con ropa de calle, el aura del Cisne era inconfundible. De pie en las sombras, sus ojos azules eran fríos como un lago ártico, pero no reflejaban odio ni furia. Solo convicción. —Ellos no están peleando por capricho, ni por espectáculo. —¿Entonces por qué? —replicó Shun, con la cadena aún extendida y brillando como un látigo contenido. Hyōga dio un paso más cerca. El vapor de su aliento se hacía visible en el aire tibio del pasillo. —Por algo que tú y yo también conocimos. Algo más fuerte que el miedo, más claro que la lógica. Están luchando por su derecho a existir como santos... sin cadenas. Se detuvo un momento, bajando la voz—. No por la niña mimada que nos torturó en la infancia, sino por algo que ninguno de nosotros ha entendido del todo. Shun bajó lentamente la cadena. La miró mientras se retraía, casi con culpa. El metal parecía temblar como si también dudara. —Tú también lo sientes, ¿no? —dijo Hyōga, esta vez más suave, mirando hacia el hexágono—. Esto ya no es el torneo de Saori Kido. Este es el campo donde nuestros ideales se están forjando. Y entonces, una nueva llamarada de cosmo estalló en el centro de la arena. Ambos voltearon. Seiya y Shiryū, sangrantes, destrozados, seguían de pie. Sus cuerpos casi quebrados, pero sus espíritus intactos. —Déjalos terminar esto a su manera, concluyó Hyōga, y se dio media vuelta, hundiéndose de nuevo en la penumbra. Shun no respondió. Solo cerró los ojos... y rezó en silencio por que ninguno de los dos muriera ese día. Entonces Seiya dio un paso al frente. Sus rodillas temblaban, su brazo vendado con lo que quedaba de su manto, pero su mirada ardía con la convicción de un guerrero dispuesto a caer de pie. Elevó sus manos y comenzó el preludio de su técnica. El aire a su alrededor vibró, los astros de la constelación del León Menor parecían trazar líneas invisibles entre sus dedos, como una danza celeste que solo él podía guiar. —¡Meteoros del León! —gritó con fuerza, lanzando su ataque. Los puños de Seiya se multiplicaron como estallidos de fuego y velocidad. Ráfagas cortantes, golpes cargados de cosmo explosivo, se encadenaban con movimientos imposibles. Era una versión perfeccionada de su técnica: combinaba la furia frontal de los meteoros con movimientos zigzagueantes que escondían cortes de precisión, como zarpazos de un felino acorralado. Shiryū apretó los dientes. El primer impacto lo golpeó en el pecho. El segundo lo rozó por el hombro. El calor del cosmo rival comenzó a quemar su piel, dejando marcas rojizas en sus brazos, pero su cuerpo se mantenía firme. Su expresión cambió. Sus ojos se abrieron como platos. —Ese truco ya no funciona, dijo con voz clara, profunda, con el eco del maestro que lo había formado. Y entonces avanzó entre los meteoros. Uno tras otro, los fue resistiendo, esquivando los más afilados con movimientos mínimos, bloqueando solo los que llevaban la mayor carga energética, dejando que los más débiles ardieran en su piel sin retroceder. Su cosmo, aunque debilitado, latía con precisión quirúrgica. —Estoy seguro que tu maestro te lo dijo alguna vez, Seiya... —añadió mientras se acercaba paso a paso—. "Ningún truco permanece útil si se usa más de una vez en combate contra un guerrero de verdad." Solo necesito protegerme de los más poderosos, evadir los que cortan y soportar el resto. Y luego, con un tono casi irónico, sin crueldad pero sin piedad, remató: —Entre todos, el calor de tu puño... es el más débil. Sus palabras no fueron una burla, sino una evaluación fría, un juicio de combate. El León Menor había rugido... pero el Dragón aún no había caído. Seiya jadeaba, su pecho se contraía como si cada respiración fuera un combate por sí sola. El sudor le escurría por la frente, se mezclaba con la sangre que le bajaba por la ceja rota, sus piernas ya no respondían con certeza, y el aire a su alrededor vibraba por el esfuerzo desesperado de mantenerse en pie. El brillo de su manto había desaparecido, pero sus ojos ardían con la luz de un fuego indomable. Shiryū lo miró con respeto, aunque sin misericordia. El Dragón sabía que no podía seguir prolongando el combate. Sus músculos estaban al límite, el cosmo concentrado en su brazo derecho comenzaba a emitir un zumbido eléctrico, chispeando en la palma como una tormenta que contenía siglos de tradición y poder. Comenzó a adoptar la postura final, sus pies firmes, los dedos trazando en el aire la silueta del Dragón sagrado, los símbolos antiguos marcaban los pasos de una técnica de escuela, el verdadero Rōzan Shō Ryū Ha. Un solo movimiento más, y Seiya sería barrido como una hoja seca por un tifón. Pero entonces… —¡Tch! —una exhalación, un latido, una imagen que se desvanecía. Shiryū sintió un golpe seco en el pecho. No fue violento, no fue poderoso. Fue apenas una presión, como la picadura de un insecto... pero en el lugar exacto, justo donde su cosmo se concentraba, donde la energía necesitaba fluir sin interrupción para completar la técnica. Sintió un pequeño cortocircuito en su interior, un estallido interno de energía desviada, y su técnica colapsó en su médula como una sinfonía interrumpida por una nota falsa. —¿Eh...? —Shiryū bajó la vista, confuso. Seiya ya no estaba donde lo había visto un segundo antes. El León Menor había desaparecido de su campo de visión, y solo entonces entendió. Había lanzado un ataque completamente limpio, sin cosmo adicional, sin llamarada previa, solo velocidad pura, una fracción de segundo en la que su cuerpo se convirtió en un borrón, en una línea recta que atravesó el campo de combate. —¿Cómo…? ¿Cómo lo hiciste…? Shiryū retrocedió un paso, no por miedo, sino por asombro. Aquel golpe no lo había dañado físicamente, pero había desmoronado el flujo interno de su cosmo. Había golpeado el "dan tian", el centro energético donde nacía la fuerza de su técnica, justo antes de su liberación. —¿Fue suerte...? ¿Coincidencia...? —se preguntó, incrédulo. Pero al mirar los ojos de Seiya, entrecerrados por el dolor pero iluminados con certeza, supo la verdad. No había sido suerte. Había sido cálculo, instinto y coraje. El León Menor lo había leído y había apostado todo a un solo segundo... y había ganado ese instante. Seiya sonrió con las encías manchadas de sangre. Su rostro era el de alguien que ha perdido casi todo… menos la voluntad. Las luces del Neocoliseo brillaban con intensidad artificial, y el público estaba atrapado en un silencio reverencial, incapaz de comprender del todo lo que acababa de suceder. El León Menor se tambaleó hacia un lado, pero no cayó. Sus piernas estaban a punto de ceder, pero su espíritu lo sostenía como si el universo lo empujara desde atrás. —He visto tu técnica tres veces, Shiryu... —dijo, con voz entrecortada pero cargada de verdad—. Y ahora sé... sé que cada vez que la ejecutas, bajas la guardia... justo en el brazo izquierdo. Shiryu lo observaba, atónito. La respiración del Dragón también era irregular, sus costillas le dolían como si una banda de hierro las estrujara. Miró su propio brazo izquierdo… y comprendió que era cierto. En la secuencia del Rozan Shō Ryū Ha, debía liberar esa zona del torso, abrir la postura para canalizar el flujo del cosmo desde el pecho hasta la palma extendida. El escudo normalmente cubría ese punto ciego, como una muralla impenetrable, equilibrando los riesgos con una defensa absoluta. Pero ahora… ahora el escudo había muerto con su manto. —Lo que normalmente te haría invencible... —continuó Seiya, con una sonrisa torva—. Ya no está. La frase cayó como un relámpago seco en medio del pasillo de combate. No era una burla, no era una provocación: era la constatación de una verdad estratégica, dicha con la certeza de quien ha estudiado cada movimiento, cada respiración, cada grieta en la muralla de su oponente. Shiryu bajó la mirada por un segundo, no por vergüenza, sino por reconocimiento. Su cosmo aún ardía, pero sabía que si Seiya había sido capaz de ver eso... era porque ya luchaba como un Santo verdadero. —Ese punto ciego solo lo descubres si has estado al borde, si has mirado más allá del dolor... —musitó Shiryu con respeto. Y entonces, por primera vez en todo el combate, ambos sonrieron al mismo tiempo. No era una sonrisa de victoria, ni de desafío. Era una sonrisa de guerreros que han aprendido el uno del otro. De Santos que se habían transformado en el fragor de la batalla. Preguntar a ChatGPT