18 Kaito jadeaba, la costilla rota pulsando con cada respiración, su Manto de Columba luchando por mantener su integridad. El aire del coliseo, cargado de emoción y expectación, era espeso y pesado en sus pulmones. Frente a él, Shiryu permanecía como una figura tallada en jade, su rostro imperturbable. —"Ríndete", la voz de Shiryu resonó, grave y contundente, sin rastro de la anterior pesadez de la ilusión. —"El combate ya se ha decidido, Santo de Columba. No tiene sentido prolongar tu sufrimiento." Kaito levantó la vista, sus ojos ámbar brillando con una terquedad férrea, una obstinación nacida de su fe inquebrantable en la justicia del Santuario. —"¡No me rendiré!", respondió Kaito, su voz apenas un susurro, pero llena de convicción. —"Yo peleo por Atenea, por la verdadera justicia. ¡No por la gloria de esta farsa, ni por una Armadura de Oro!" Shiryu levantó una ceja, una expresión sutil de sorpresa cruzando su rostro. —"¿Por Atenea? ¿Tu maestro no te lo dijo?" La pregunta de Shiryu flotó en el aire, cargada con un significado que Kaito no pudo descifrar. —"Mi maestro...", Kaito tosió, un hilo de sangre brotando de su boca. —"Mi maestro traicionó al Santuario. Intentó alzarse contra el Patriarca hace dos años. Fue eliminado, y yo terminé mi entrenamiento en el Santuario, bajo la tutela directa de los Caballeros de Plata. Fue allí donde me enseñaron la verdad sobre el Patriarca y la protección de la humanidad." La voz de Kaito se tornó más fuerte, imbuida de la lealtad que había forjado en la cuna misma de los Santos. Shiryu lo miró con una seriedad que no delataba emociones, pero una comprensión sombría se asentó en sus ojos. Un conocimiento que Kaito aún no poseía. —"Ya veo...", dijo Shiryu, y una sonrisa sutil, casi imperceptible, se dibujó en sus labios, una sonrisa que parecía contener tanto compasión como amargura. —"Pronto sabrás la verdad. De momento, es mejor que descanses en la camilla de un hospital." Sin más preámbulos, el Cosmo de Shiryu se expandió, esta vez de manera evidente, con la potencia de un trueno. Fue un destello de energía verde, un rugido contenido del Dragón. En un instante, Shiryu ejecutó tres ataques a una velocidad vertiginosa, golpes precisos e imparables. Kaito, ya debilitado y sorprendido por la repentina y arrolladora demostración de poder, apenas pudo reaccionar. El primer impacto lo levantó del suelo, el segundo lo impulsó hacia el borde del hexágono, y el tercero lo sacó completamente de la arena. Su hombrera derecha del Manto de Columba se rasgó con un sonido metálico y quejumbroso, la Armadura cediendo ante la fuerza abrumadora. Kaito voló casi diez metros por el aire, una figura desvalida envuelta en bronce roto y una estela de sangre. Terminó en el suelo, estrellándose con un ruido sordo justo al borde de las gradas, el impacto silenciando momentáneamente a los que estaban cerca. La gente, que segundos antes había estado en un silencio tenso, vociferaba ahora con euforia, la emoción de la victoria y la brutalidad del combate consumiéndolos. El servicio médico, ya alertado y esperando a un lado, se apresuró hacia Kaito, sus camillas y equipos brillando bajo las luces del coliseo. Kaito yacía en el suelo, el dolor era una marea que lo ahogaba, y la conciencia se le escapaba a jirones. La gente vociferaba, sus gritos un estruendo distante. Pero lo que más lo impresionó en esos últimos instantes de lucidez fue la imagen de su propio Manto. Donde la hombrera derecha había sido rasgada por el ataque de Shiryu, no había una hendidura o una abolladura metálica, sino una grieta profunda que se extendía como una telaraña. Las piezas de su armadura, aunque de un brillante bronce, se quebraban de una forma más semejante al cristal que al metal. Se astillaban y se rompían con una fragilidad inquietante, revelando una naturaleza más delicada de lo que aparentaban. Su maestro le había hablado de esto también: la verdadera composición de algunas Armaduras no era puramente metálica, sino una fusión mística que les otorgaba propiedades únicas, a veces más cercanas a la cerámica o el cristal reforzado con Cosmo. Por eso, su Manto de Columba no se deformaba, sino que se fragmentaba. Mientras los paramédicos se acercaban con prisa, la presencia del Cosmo de Shiryu en la arena, aunque aún potente, comenzó a disminuir su hostilidad. La sed de sangre que había llenado el aire se disipaba lentamente. El Manto de Columba, destrozado y dolorido, sintió ese cambio. A pesar de sus propias heridas, las piezas rotas, las grietas que lo recorrían, la Armadura tenía una voluntad propia. Si detectaban peligro, las piezas se aferraban a su usuario, fusionándose con su piel si era necesario. Pero al percibir la disminución de la hostilidad del Cosmo enemigo y detectar los espíritus dispuestos a socorrer a su Santo (los paramédicos, con su energía de ayuda), la Armadura actuó. Con un suave chasquido, las piezas del Manto de Columba se desprendieron del cuerpo inerte de Kaito. Flotaron por un instante en el aire, girando sobre sí mismas. Con una gracia etérea, comenzaron a ensamblarse de nuevo, aunque visiblemente rotas y agrietadas. Piezas se unieron a piezas, formando el objeto del Manto: la figura estilizada de una paloma, con una de sus alas claramente resquebrajada. Fue lo último que Kaito vio antes de caer en la inconsciencia. La forma del Manto de Columba re-ensamblándose, un poco rota, pero íntegra en su esencia. Y luego, el destello final: la paloma de bronce, con su ala herida, se elevó por los aires, una luz brillante la envolvió, y en un parpadeo, se encerró en su Cofre de Pandora en el lugar más importante y seguro del neo-coliseo, justo debajo del palco VIP de Saori Kido, como si el propio Manto supiera dónde debía estar su lugar de resguardo. Cuando Kaito despertó, la penumbra de la habitación lo recibió. El dolor en su costado seguía ahí, un latido sordo, pero la presión de su Manto había mitigado lo peor. Abrió los ojos lentamente, y la primera imagen que sus pupilas captaron fue la de Saori Kido. Ella estaba a su lado, sentada en una silla de alta tecnología que se fusionaba con el sofisticado equipo médico que llenaba la habitación. Las paredes eran de un blanco pulcro, y monitores futuristas parpadeaban con sus signos vitales. Era una de las habitaciones de enfermería de élite del neocoliseo, equipada con lo último en tecnología médica, muy lejos de la humildad del orfanato. Saori estaba dormida, su cabeza ladeada, apoyada en el respaldo de la silla. La luz tenue de los monitores revelaba el delineado de maquillaje en sus mejillas, borrado por las lágrimas secas. Por primera vez, Kaito la vio sin la pompa de su trono, sin la distancia del cristal blindado. La vio como una simple muchacha. Y lo más sorprendente fue que, en ese momento, no sintió esa sensación opresiva emerger de ella. Ahora, solo parecía una muchacha dulce e inocente, de la cual emanaba un Cosmo diferente al que había percibido en la arena: un Cosmo dulce y cálido, como el de una brisa suave. Era casi como el de un niño, lleno de una pureza genuina. La puerta de la habitación se deslizó con un siseo casi inaudible. Tatsumi ingresó, su rostro inexpresivo como siempre, pero con una rareza en su porte. Portaba el cetro de oro con el que Saori a menudo se presentaba, pero no se atrevía a tocarlo directamente. Lo traía envuelto cuidadosamente en un manto de seda negra, como si temiera la propia energía del objeto. —"Señorita", la voz seca de Tatsumi rompió el silencio. —"Ya es hora. El siguiente combate está a punto de comenzar." El sonido de la voz de Tatsumi pareció despertar a Saori. Sus ojos violetas se abrieron, un poco confusos al principio. Parpadeó, como si regresara de un sueño profundo, y sus ojos se posaron en el cetro que Tatsumi sostenía con tanta reverencia. —"Tatsumi...", murmuró Saori, su voz aún adormilada. Tatsumi se apresuró a entregarle el cetro. En el instante en que Saori empuñó el objeto de oro, una transformación asombrosa se produjo. Su Cosmo dulce y cálido se desvaneció, reemplazado por la misma aura opresiva, fría y controladora que Kaito había temido en el coliseo. Sus ojos se endurecieron, su mandíbula se tensó, y la expresión de la muchacha dulce e inocente se desvaneció por completo, dejando al descubierto a la mujer regia y dominante que ordenaba el torneo. Incluso en sus palabras, la autoridad era inconfundible. —"Aseguren el bienestar y la comodidad de todos los participantes y sus acompañantes. Que no falte nada para los próximos combates", emitió de sus hermosos labios, pero la autoridad en su tono no admitía apelaciones. Era una orden, no una sugerencia. Kaito la observó, con la boca ligeramente abierta, el dolor en su costilla eclipsado por la perplejidad. Una dualidad tan marcada, dos Cosmos tan distintos en la misma persona. La joven vulnerable que había dormido a su lado, y la figura imponente que acababa de despertar. La pregunta resonó en su mente con una fuerza abrumadora: "¿Quién era realmente Saori Kido?" La verdad que Shiryu le había prometido pronto sabría, comenzaba a desvelarse, y era mucho más compleja y misteriosa de lo que jamás hubiera imaginado. Hyoga miraba el puño de su mano derecha, enfundado en el guante pulcro y níveo de su Manto del Cisne. El bronce plateado reflejaba la luz fría del pasillo del coliseo, un eco de las vastas y heladas tierras de Siberia donde había forjado su voluntad. Su corazón era una gélida fortaleza, cada latido una ráfaga de aire congelado, inquebrantable, enfocado. Estaba allí por una misión, una orden directa del Patriarca. Una orden que no admitía dudas, ni desviaciones, ni remordimientos. Sus pensamientos volaron a ese día, no hacía mucho tiempo, en la cima del Santuario. Recordaba el aire puro y helado, la inmensidad del cielo celeste que se extendía sobre el templo. Un lugar donde generaciones de Santos se habían reunido para planificar la protección del mundo, donde la sabiduría se había transmitido de maestro a discípulo por eras inmemoriales. El Patriarca. La figura imponente se alzaba en el salón del trono, bañado por la luz que se filtraba a través de las altas ventanas. Tan regio, tan sereno, su presencia llenaba el vasto espacio con una autoridad indiscutible. Estaba imbuido en un manto de púrpura profundo, adornado con estolas doradas que caían como cascadas. Bajo estas vestiduras, una coraza ceremonial de oro brillaba tenue, y un casco con la figura estilizada de un dragón alado, sentado en la cima, coronaba su cabeza. Era el símbolo entregado por Atenea a su sacerdote, para recordarle que debía ser sabio y astuto, sutil, incluso despiadado, pero siempre con el objetivo supremo de proteger a la humanidad. La voz del Patriarca era ecuánime, un murmullo grave que, sin embargo, se grababa a fuego en el alma de quien lo escuchaba. —"Hyoga de Cisne", había dicho el Patriarca, sus ojos ocultos en la sombra del casco, pero su voz resonando con una convicción que no dejaba lugar a preguntas. —"Una sombra se cierne sobre la Tierra, un poder corrupto que amenaza con desestabilizar la balanza que los Santos hemos jurado proteger. La líder de la Fundación Graad, Saori Kido, se ha convertido en un instrumento de esta oscuridad. Ella es la verdadera marionetista detrás de los conflictos globales. Vende armas, controla la guerra en numerosas naciones, extendiendo la miseria y el caos por puro lucro. Es una afrenta a los ideales de Atenea, un cáncer que debe ser extirpado de raíz." Hyoga había escuchado cada palabra, absorbiéndola, permitiendo que la verdad, según el Patriarca, se cimentara en su ser. —"Tu misión", continuó la voz del Patriarca, implacable y definitiva, —"es viajar a ese coliseo, infiltrarte en sus filas y, cuando la oportunidad se presente, asesinar a Saori Kido. Al eliminarla, no sentirás remordimiento alguno, Santo de Cisne. Estarás erradicando la raíz de una vasta oscuridad, restaurando la paz y la justicia que ella ha pervertido. Es el sacrificio necesario para el bien supremo de la humanidad." Y así, con la convicción helada de su misión grabada a fuego en su alma, Hyoga llevaba su Manto del Cisne incluso en el pasillo, un presagio helado para la mujer que creía su objetivo, debía caer.
19 Mientras avanzaba por los pulcros corredores del neocoliseo, el zumbido de la multitud y el parpadeo de las pantallas de información se desdibujaban en un eco sordo, incapaces de penetrar la burbuja de concentración helada que Hyoga mantenía a su alrededor. Dobló una esquina, su Cosmo concentrado en un punto de puro ataque, su mente preparada para el asalto final, y entonces, la vio. Se encontró con ella. E incluso ahora, para un hombre tan enfocado, tan disciplinado y habituado a la austeridad y la cruda belleza de los hielos siberianos, como Hyoga, ver a Saori Kido fue una visión que lo descolocó por completo. No era solo una "delicia visual", era una epifanía de la belleza que congeló el aire a su alrededor, una paradoja viviente que desafiaba su férrea determinación. Su figura era esbelta hasta la perfección, una silueta etérea que se movía con una ligereza casi sobrenatural. Iba envuelta en sedas que fluían como agua líquida con cada paso, de un tono suave, de un lila pálido que acentuaba la inmaculada blancura de su piel. Cada movimiento era una danza imperceptible de gracia y poder contenido, una melodía silenciosa que cautivaba la mirada. Joyas exquisitas, engastadas con gemas que parecían capturar la luz artificial del coliseo y devolverla con un brillo propio, casi consciente, adornaban su cuello, sus muñecas y sus manos, destellando con una opulencia discreta pero innegable. Sus cabellos, una cascada que caía abundante hasta sus caderas, eran de un castaño oscuro profundo, casi ébano. Pero bajo la luz intensa de los focos del estadio, y con cada giro de su cabeza, se revelaban mechones purpúreos que se hacían más y más evidentes, como si su propia energía vital, su Cosmo latente, estuviera infundiendo un color antinatural, casi divino, en cada hebra. Aquellos tonos violetas y burdeos danzaban con el movimiento, dándole un aura etérea, mística, que desafiaba la lógica. El porte de Saori era regio, indiscutiblemente, una cualidad que no podía ser ensayada ni aprendida. Era innata. Cada gesto, cada mínima inclinación de su cabeza, cada vez que sus labios, apenas teñidos de un rosa pálido, se movían para dar una instrucción, exudaba un liderazgo abrumador que llenaba el espacio, sometiendo incluso el aire a su voluntad silenciosa. Estaba rodeada de sirvientes, figuras vestidas de forma impecable que, a su lado, parecían diminutas, casi enanos, moviéndose con una deferencia que no era solo respeto, sino una reverencia casi ritual, como si sirvieran a una deidad. Sus ojos violetas, de una profundidad que pocos mortales poseían o podían soportar, observaban el camino con una serenidad perturbadora, como la superficie de un lago helado que ocultaba abismos insondables de conocimiento y poder. Y de ella emanaba una voz melodiosa, suave como la seda, pero que resonaba con una autoridad fría y absoluta, capaz de doblegar voluntades sin alzar el tono. Era la encarnación misma de la nobleza y el poder, una belleza que por un instante, hizo que el gélido corazón de Hyoga dudara de su misión, sembrando la primera semilla de incertidumbre en su alma. Los segundos se estiraron, volviéndose lentos, densos, y Hyoga sintió que el tiempo se congelaba a su alrededor. No era una simple percepción; era como si el aire mismo se volviera pesado, las moléculas ralentizándose en una prisión de hielo invisible, tal como el Maestro Camus podía hacerlo. Recordó la primera lección bajo el sol ártico, aquel día imborrable en el que la ciencia del frío se desveló ante sus ojos infantiles. Camus, un hombre que rondaba los treinta y tantos años, con una presencia distante y gélida pero un conocimiento vasto, les había explicado los principios del congelamiento usando el Cosmo. —"Niños", había dicho Camus, su voz profunda y resonante en el aire gélido de la tundra, mientras un copo de nieve perfecto se formaba en la palma de su mano, desafiando la lógica de la gravedad y la temperatura. —"No se trata solo de bajar la temperatura. Se trata de entender la estructura molecular. El Cosmo es energía, y como tal, puede manipular la materia a nivel fundamental. La termodinámica, la termofísica, los principios de los materiales al frío... todo es una extensión de la misma ley universal que gobierna la energía. Cuando elevan su Cosmo al sexto sentido, a la base misma de la intuición para percibirlo y manipularlo, no solo rompen átomos; los detienen, los cristalizan. Es una ciencia. Es el arte de la congelación." El Maestro Camus era único en ese aspecto. No solo era un Santo de Oro, el guardián de Acuario, sino que también mantenía una segunda identidad, un secreto bien guardado: un doctor en física en una prestigiosa universidad, dedicado al estudio de la criogenia y la física de bajas temperaturas. Para él, el Cosmo no era solo un poder místico; era una extensión de las leyes de la física, una herramienta para manipular la energía y la materia. Y luego, para que Hyoga e Isaak, ambos de unos once o doce años, comprendieran la abstracción de sus palabras, entraba en escena Cristal. Cristal, el discípulo avanzado de Camus, un joven que rondaba los veinte y tantos años, con una destreza admirable, era la manifestación práctica de la teoría. Con una facilidad pasmosa, Cristal demostraba cada una de las complejas explicaciones de Camus. Con una precisión asombrosa, podía congelar el agua en formas geométricas perfectas o cristalizar el vapor en un instante, haciendo que el aire pareciera estallar en minúsculas agujas de hielo que se disolvían sin dejar rastro. Era la encarnación viva de la ciencia del frío que Camus enseñaba, un hermano mayor que dominaba el Cosmo del hielo con una maestría que para los dos aprendices aún parecía inalcanzable. Y ahora, frente a Saori Kido, Hyoga sentía una manifestación de Cosmo que trascendía todo lo que Camus le había enseñado, o lo que Cristal había podido ejecutar. Era una energía que no congelaba el tiempo, sino que lo doblegaba, inmovilizándolo a él, al Cisne entrenado en el dominio del Frío del Norte. Su mano, que debía haberse alzado para ejecutar el Polvo de Diamantes, permaneció inmóvil. El aire a su alrededor se volvió denso, no por el frío, sino por la pura densidad del Cosmo que emanaba de Saori. En el momento decisivo, en lugar de alzar su puño y liberar la técnica mortal, Hyoga simplemente se arrodilló. Una fuerza invisible, un Cosmo tan vasto y antiguo que escapaba a su comprensión, lo había sometido sin un solo movimiento, sin una sola palabra de amenaza. Fue un control absoluto, una demostración de poder que no necesitaba violencia. Saori le saludó cálidamente, una sonrisa serena en sus labios. Su voz, melodiosa pero cargada de una autoridad innegable, llenó el pasillo, penetrando la mente de Hyoga con una claridad pasmosa. —"Perdóname por haber sido tan cruel con ustedes cuando eran jóvenes", dijo Saori, sus ojos violetas fijos en los suyos, un destello de una comprensión profunda que heló a Hyoga más que cualquier frío. —"Y perdónenme por lo que les estoy poniendo a hacer ahora, por los combates y las dudas que les genero. Pero sé que las intenciones de mi abuelo, el Señor Kido, eran buenas, y mi propio camino está guiado por una verdad superior. Si tienes algo que pedir, podrás hacerlo después de este combate, Santo del Cisne." Hyoga asintió, la cabeza gacha, incapaz de articular palabra. Estaba sudando, las gotas frías resbalaban por su frente, y sus manos temblaban incontrolablemente dentro de los guantes de su Manto. Era una sensación que no había experimentado desde sus días de entrenamiento bajo el hielo, cuando él e Isaak veían a Cristal ejecutar las proezas que Camus les explicaba. Tan superior, tan enfocado... pero la presencia de Saori, su Cosmo latente, la autoridad inquebrantable de sus palabras, todo lo había aplastado sin violencia, solo con el peso de una verdad que apenas comenzaba a vislumbrar. Cuando se sintió libre de poder moverse, cuando la presión invisible se disipó tan abruptamente como había aparecido, Saori y su comitiva ya se encontraban en el ascensor, rumbo a la sala VIP. La puerta se deslizó con un siseo casi inaudible, cerrándose tras ella y dejando a Hyoga solo en el pasillo, su misión desmoronándose ante una realidad que ni Camus ni el Patriarca le habían preparado. La fría convicción que había sido su fortaleza, ahora era una prisión de hielo que comenzaba a resquebrajarse. Cuando se sintió libre de poder moverse, cuando la presión invisible se disipó, Saori y su comitiva ya se encontraban en el ascensor, rumbo a la sala VIP, dejando a Hyoga solo en el pasillo, su misión desmoronándose ante una verdad que apenas comenzaba a vislumbrar. La orden del Patriarca había sido clara: asesinarla. Pero el Cosmo de Saori, su voz, su extraña calidez mezclada con aquella innegable autoridad... todo había desarmado a Hyoga de una manera que ningún golpe físico habría logrado. ¿Cómo podía la encarnación de la maldad ser tan... así? La dicotomía entre la imagen que el Patriarca le había pintado y la mujer que acababa de ver era abrumadora. ¿Era posible que el sabio Patriarca se equivocara? La idea era una herejía, pero la experiencia sensorial lo había golpeado con la fuerza de un iceberg. La duda se instaló en el corazón de Hyoga, una grieta profunda en su gélida fortaleza. Atacarla allí, en ese momento, en la opulencia de la sala VIP, habría sido lo más lógico si la misión aún se mantuviera. La oportunidad perfecta, inesperada. Pero no pudo. No quiso admitir la razón real: que la verdad de la situación era mucho más compleja de lo que le habían dicho, que la presencia de Saori lo había conmovido de una forma inexplicable. Inconscientemente, su mente disciplinada se inventó una excusa plausible, un subterfugio para su propia conciencia: debía investigarla más a fondo. Observarla de cerca, desde el corazón de este torneo que ella orquestaba. Solo así podría discernir la verdad de la mentira. Por lo tanto, decidió entrar a la arena. El llamado a su nombre resonó por los altavoces, y Hyoga avanzó por el pasillo hacia la luz cegadora del hexágono de combate. En el momento en que su figura emergió al centro del coliseo, la multitud, que ya estaba enardecida por los combates previos, se volvió loca. Su sola presencia desató un rugido ensordecedor. El brillo de su Manto del Cisne era imponente, pero fue la imagen que apareció en las gigantescas pantallas de televisión que rodeaban el estadio lo que selló su destino como favorito. Su rostro. Alto, con el cabello rubio que brillaba como hielo bajo los focos, y unos ojos azules que reflejaban la inmensidad de los cielos árticos. Sus facciones, una mezcla singular de rasgos eslavos y orientales, le daban un atractivo exótico y poderoso. Al instante, Hyoga se convirtió en un favorito de la audiencia, un ídolo instantáneo para la masa que ignoraba el torbellino de dudas y la misión secreta que el Santo del Cisne llevaba en su interior. Los gritos de "¡Cisne! ¡Cisne!" llenaron el aire, una aclamación que resonaba con la misma fuerza que el dilema que ahora lo consumía. Fue una histeria colectiva. Las mujeres y señoritas en las gradas, desde las adolescentes hasta las damas de alta sociedad, se volvieron literalmente locas. Los gritos de "¡Cisne! ¡Cisne!" se convirtieron en un coro ensordecedor de exclamaciones femeninas, de suspiros ahogados y risas nerviosas. Algunas, abrumadas por la emoción de verlo en persona, aunque fuera de lejos, llevaron las manos a sus bocas, con los ojos vidriosos. Otras, presas de un éxtasis incontrolable, se desmayaban en sus asientos, sus acompañantes intentando reanimarlas mientras el personal de seguridad se abría paso. El aire se llenó con el aroma de perfumes caros y la energía de una admiración desbordada. Unas pocas, las más audaces, rompieron las barreras de seguridad y corrieron hacia la arena, solo para ser interceptadas por los guardias, su único deseo era estar más cerca, tocarlo, aunque fuera un roce imposible. Hyoga, ajeno a esta explosión de idolatría, avanzó hacia el centro del hexágono. Su mente, aún lidiando con la revelación de Saori, apenas registraba el clamor. Aún así, por un hábito adquirido o quizás por un tenue eco de la etiqueta que se esperaba de los participantes en este circo mediático, realizó un breve y elegante saludo con la cabeza, una inclinación casi imperceptible. Aquel simple gesto fue suficiente para desatar una nueva ola de histeria, como si hubiera respondido a cada una de ellas personalmente. Los flashes de las cámaras estallaron en una lluvia de luz, capturando el momento que lo elevaba de Santo a ídolo popular, un fenómeno que él, en su austero entrenamiento en Siberia, jamás habría podido concebir. Se había convertido en un favorito de inmediato, un fenómeno que resonaba con la misma fuerza que el dilema que ahora lo consumía.
20 Mientras el eco de la ovación a Hyoga aún resonaba en los rincones del coliseo, una música estridente comenzó a sonar, marcando la entrada del siguiente contendiente. Desde el pasillo opuesto emergió, corriendo con una energía desbordada, el Santo de la Hydra. Su Manto, recién ensamblado en su cuerpo, brillaba con una intensidad casi cegadora bajo los focos. Las múltiples cabezas de la serpiente mítica se alzaban amenazantes desde sus hombreras, su peto y sus protectores de brazos, cada una adornada con detalles intrincados que buscaban evocar ferocidad y poderío. Sin embargo, a diferencia de la figura esbelta y la belleza casi etérea de Hyoga, el Santo de la Hydra no encajaba en los cánones de los héroes populares. Era delgado hasta la demacración, sus extremidades largas y desgarbadas se movían con una torpeza que contrastaba con la fluidez de un cisne. Sus ojos, pequeños y hundidos bajo un ceño perpetuamente fruncido, parecían escudriñar el entorno con desconfianza. Su cabellera, teñida de un color chillón y peinada en una cresta mohicana desordenada, rompía con cualquier expectativa de gallardía. Su aspecto, en definitiva, era... feo. Sus rasgos angulosos y su complexión cetrina no concordaban con los gustos y estereotipos de la multitud que acababa de suspirar por la belleza helada de Hyoga. La pompa de su entrada, la ostentación de su Manto, chocaban frontalmente con su apariencia física. La reacción del público fue casi inmediata y diametralmente opuesta a la acogida de Hyoga. Un murmullo recorrió las gradas, teñido de sorpresa, confusión y en algunos casos, abierta decepción. Los gritos de ánimo fueron escasos y dispersos, rápidamente ahogados por un silencio incómodo. Las cámaras de televisión, que minutos antes habían venerado el rostro de Hyoga, ahora lo enfocaban brevemente con una indiferencia casi palpable, para luego volver a barrer el estadio en busca de rostros más atractivos entre la audiencia o enfocarse en la figura estoica de Hyoga, creando un contraste aún más marcado entre ambos contendientes. El Santo de la Hydra, con su entrada ruidosa y su apariencia desfavorecida, se convirtió rápidamente en la antítesis del ídolo, un recordatorio de que la belleza, o su ausencia, podía influir incluso en el juicio de un torneo de guerreros. La voz del presentador, una explosión de energía calibrada para emocionar a la masa, tronó de nuevo por los altavoces, llevando la descripción del espectáculo a un nuevo nivel. Su dicción era impecable, cada palabra resonando con el peso de la importancia y la reverencia por los guerreros que se estaban a punto de enfrentar. —"¡Y ahora, mis queridos espectadores, permítanme presentarles al próximo contendiente, una fuerza de la naturaleza, un gladiador que encarna la tenacidad y la ferocidad! ¡Desde las profundidades de la vasta Siberia, donde el implacable frío forja a los más valientes!" Las cámaras enfocaron momentáneamente un primer plano de Hyoga en el hexágono, capturando su inmaculado Manto del Cisne, que parecía brillar con una luz propia, casi gélida. La imagen pasó a mostrar la vasta extensión helada de Siberia, con sus ventiscas y paisajes blancos, evocando la dureza de su entrenamiento. —"¡Este es el Santo de Bronce de la Constelación del Cisne!", exclamó el presentador, su voz alcanzando un clímax. —"¡El caballero que domina el Frío del Norte, capaz de detener las moléculas mismas con la fuerza de su Cosmo! ¡Denle la bienvenida, con una ovación que sacuda los cimientos de este coliseo... al incomparable... ¡HYOGA!" El rugido de la multitud se intensificó hasta límites insoportables, ahogando casi la voz del presentador. La histeria colectiva de las mujeres y señoritas era un fenómeno aparte, con gritos agudos y un clamor ensordecedor que se distinguía claramente entre la algarabía general. Y sin una pausa, el anunciador, con un tono que buscaba ser igual de magnánimo pero que no podía evitar el contraste, giró su atención hacia la esquina opuesta de la arena. —"¡Y ahora, de la otra esquina, su formidable oponente! ¡Un guerrero cuya determinación es tan inquebrantable como las escamas de la bestia que representa! ¡Desde las misteriosas profundidades de la Ciénaga de Lerna, donde las leyendas forjan a los valientes! ¡El Santo de Bronce de la Constelación de la Hydra!" La cámara hizo un barrido rápido hacia la figura de Ichi de Hydra. A diferencia de la presentación casi reverencial de Hyoga, la descripción fue más breve, más funcional. Su Manto de Hydra, con sus múltiples cabezas serpenteantes, aunque imponente, carecía de la elegancia visual del Cisne. Sus ojos hundidos y su cabellera mohicana, tan en desacuerdo con los estereotipos heroicos, no eran los de un ídolo de masas. Pero el cántico de la multitud no cesó. No hubo un grito de bienvenida para Ichi, ni un murmullo de emoción. La masa, incitada por el magnetismo de Hyoga y su imagen televisiva, se mantenía en un fervor monotemático. A medida que el presentador terminaba su introducción para Ichi, el rugido unificado del público se volvía más y más fuerte, un eco constante y rítmico que lo eclipsaba todo: —"¡Cisne! ¡Cisne! ¡Cisne!" Era una declaración. No importaba quién fuera su oponente. El coliseo tenía a su favorito, y su nombre era Hyoga. Mientras el rugido de "¡Cisne! ¡Cisne! ¡Cisne!" vibraba a través del cristal blindado de la sala VIP, transformándose en un sordo zumbido que apenas perturbaba la atmósfera de opulencia, Saori Kido permanecía sentada en su trono futurista. Su semblante, aunque inmaculado, sostenía la fría autoridad que Kaito había percibido. Su mirada, fija en la arena, no delataba la menor distracción ante el fervor del público. Detrás de ella, casi una sombra en el vasto espacio, se encontraba el Dr. Hiroshi Asamori. Un hombre de mediana edad, con gafas finas y una bata de laboratorio impoluta bajo un traje discreto, su presencia contrastaba con el lujo que lo rodeaba. Se inclinó ligeramente, su voz baja y profesional, apenas audible por encima del tenue clamor del coliseo. —"Señorita Kido", susurró el Dr. Asamori, la urgencia apenas contenida en su tono. —"Hemos logrado la síntesis. La primera fase ha sido un éxito. El... el Gamanium ha sido sintetizado." La palabra "Gamanium" pareció flotar en el aire, cargada de un significado oculto. La figura regia de Saori no se inmutó al principio, su pose de control absoluto permaneció. —"Sin embargo, debo informarle que las cantidades son aún muy bajas", continuó el doctor, con una nota de pesar en su voz. —"Y su estabilidad no es tan prolongada como esperábamos. Requiere más... refinamiento. Pero es un avance sin precedentes." Fue entonces cuando la máscara de imperturbabilidad de Saori se resquebrajó. Aquella proeza, la mera mención de la síntesis del Gamanium, hizo que incluso la personalidad regia, aquella que parecía saberlo todo y controlarlo todo, abriera los ojos como platos. Sus ojos violetas, que usualmente ocultaban cualquier emoción, se dilataron en un destello de genuina sorpresa y, quizás, una pizca de asombro. Se levantó de su trono abruptamente, empuñando el cetro de oro con una fuerza inesperada, su agarre blanco en los nudillos. La súbita acción de Saori alertó a sus guardias personales, quienes se tensaron de inmediato, listos para cualquier amenaza. Pero ella, con un gesto imperioso de la mano y una voz que, aunque baja, llevaba una autoridad que no admitía apelaciones, los instruyó. —"Salgan", ordenó Saori, sus ojos un par de esferas de intensa determinación. —"Todos. Ahora." Los guardias, aunque visiblemente perplejos por la inusual directriz, obedecieron sin objeción, retirándose en silencio y cerrando la puerta tras de sí. Solo Tatsumi permaneció allí, inmóvil a su lado, su lealtad inquebrantable y su rostro una piedra. El Dr. Asamori también se quedó, observando a Saori con una mezcla de fascinación y cautela. Justo en ese momento, detrás de ellos, amortiguado pero inconfundible, la voz grandilocuente del presentador retumbó por los altavoces del coliseo, dando la marca del inicio del siguiente combate. El rugido de la multitud se elevó de nuevo. Pero la atención de Saori, y la de Tatsumi y el Dr. Asamori, estaba completamente absorta en las implicaciones de lo que acababa de ser revelado. La sintetización del Gamanium. El coliseo bramaba, un torbellino de voces enardecidas que se elevaban hacia la cúpula translúcida. Las pantallas gigantes aún mostraban el fervor por Hyoga, pero el audio de la arena se filtraba incluso a través del cristal blindado de la sala VIP, ahora más nítido con la partida de los guardias. Dentro, Saori Kido sostenía el cetro, su figura erguida y su Cosmo envolviéndola en un aura de fría autoridad. Sus ojos, aunque aún reflejaban la sorpresa momentánea por la noticia, se fijaron en el Dr. Hiroshi Asamori, y su voz, regia y profunda, comenzó a narrar una verdad que trascendía el simple metal y la ciencia. —"El Gamanium...", empezó Saori, su voz melodiosa pero con un eco de eras olvidadas, como si no hablara solo para el doctor, sino para el propio aire que la rodeaba. —"No es un elemento que se encuentre en la naturaleza, Dr. Asamori. Es una substancia que existió solo en los mitos, forjada por las manos de los dioses antiguos con la propia esencia de las estrellas moribundas. Fue creado con un único propósito: ser el contrapeso definitivo a la oscuridad." Mientras hablaba, desde la arena, el grito de la multitud se elevó en un crescendo de horror y fascinación. Los ataques de Ichi de Hydra se intensificaban. Un destello verde y escamoso de sus garras se vio en la pantalla. Un instante después, el Santo del Cisne, Hyoga, fue clavado. Las garras afiladas de la Hydra parecían atravesar la defensa de su Manto de Bronce, una visión aterradora. Saori prosiguió, su voz imperturbable, como si los gritos de la muerte en el exterior fueran parte de la misma partitura de su relato. —"Solo una cantidad extremadamente escasa de este material pudo ser sintetizada en la era de los mitos, apenas suficiente para la creación de 108 Mantos Sagrados. Armaduras forjadas para rivalizar, pieza a pieza, con los 108 Espectros del Señor de las Tinieblas, Hades. Fueron la esperanza de la humanidad en la primera Guerra Santa, la balanza que inclinó la victoria a nuestro favor." Un gemido ahogado escapó de la multitud. La sangre. El Santo del Cisne estaba sangrando profusamente, las garras de la Hydra no solo lo habían inmovilizado, sino que lo estaban desgarrando. El brillo níveo de su Manto se manchaba de carmesí. La gente gritaba fuera de sí, algunos por temor genuino al brutal espectáculo, otros por un éxtasis morboso que se alimentaba del dolor. —"Con el tiempo y las innumerables Guerras Santas que hemos librado", continuó Saori, sus ojos un pozo de sabiduría ancestral, —"muchas de esas armaduras de Gamanium se perdieron, destruidas en combates feroces, sus almas se dispersaron. Mientras que Hades, con la simple voluntad divina, puede volver a recrear las Sapuris de su ejército, nuestros Mantos Sagrados son irreemplazables. Actualmente, solo poseemos unas pocas, y las que quedan están incompletas o dañadas, como el de nuestro amigo Kaito." El golpe final de la Hydra se abatió sobre Hyoga. Un último bramido de la multitud, una mezcla indescifrable de pánico y emoción desbordada, inundó el coliseo. El destino de Hyoga pendía de un hilo. —"Por eso, Dr. Asamori", concluyó Saori, su mirada fija en el científico, sus palabras una orden velada, pero con el peso de siglos de historia en ellas. —"Redoble los esfuerzos. No podemos darnos el lujo de fracasar. La humanidad depende de la recuperación de este poder. La guerra que se avecina será la más grande de todas." El Dr. Asamori asintió, su rostro pálido. La voz del presentador anunció el conteo, y el sonido de las sirenas de los paramédicos ya era audible, señal de un combate que, para la mayoría, había llegado a su fin. Mientras el Dr. Asamori asimilaba la colosal implicación del Gamanium, y los gritos de la multitud confirmaban la brutalidad de la arena, un cambio sutil, pero profundo, se produjo en Saori Kido. Por un instante, la figura regia y distante se desvaneció. La verdadera Saori, la muchacha que había despertado en la habitación de Kaito, recobró el sentido con una sacudida, como si regresara de un trance profundo. Sus ojos violetas, que segundos antes habían destellado con la fría autoridad de una diosa ancestral, se volvieron hacia el hexágono de combate. La imagen de Hyoga en las pantallas, sangrando profusamente, clavado por las garras de Ichi, golpeó su corazón con la fuerza de un puño. Se tapó su divino rostro con ambas manos, un jadeo ahogado escapando de sus labios. Era el mismo Hyoga que, de niño, la ayudaba con infinita paciencia a subir a su poni, el que era tan tolerante cuando ella, caprichosa, se ponía de mal humor. Aquellos ojos gélidos, su semblante adusto, pero siempre su mano tendida para ella. Por poco, por muy poco, rompió en llanto, sus hombros temblaron con la angustia. Pero la otra Saori, la voz imperiosa que dictaba el destino de los Santos, la esencia de la líder, retomó el control. Como una máscara que se ajusta a un rostro, la expresión de vulnerabilidad se desvaneció. Sus hombros se enderezaron, y con una determinación de acero, se sentó regiamente de nuevo en su trono, empuñando el cetro con renovada firmeza. La batalla en la arena, el destino de los Santos, era su responsabilidad ahora. En el hexágono, el combate era una carnicería. Hyoga tenía las garras de Cosmo de Hydra clavadas en todo su cuerpo, brillando con una energía ominosa. El Santo del Cisne se movía con dificultad, cada respiración un suplicio. Desde una distancia corta, camuflado entre la estructura de la arena y el caos de la multitud, Seiya de Leo Menor observaba el combate. Se había colado, sus ojos y oídos agudizados por el entrenamiento extremo, esperando poder conocer las técnicas de sus futuros contrincantes. Las garras del Santo de Hydra eran distintas, mucho más insidiosas que las de Shina de Ofiuco. Las de Shina, aunque rápidas y eléctricas, no se partían y solían ser más superficiales en su impacto, diseñadas para someter con descargas de energía. Pero estas... —"Mis garras de Hydra no solo perforan, mocoso del Cisne", la voz áspera de Ichi resonó por el coliseo, amplificada por los micrófonos direccionales, haciendo que la terrible verdad se hiciera estremecedora. —"¡Son tan venenosas como las de la Hydra del mito! ¡Mi veneno corroe el Cosmo de mi enemigo, paralizando su sistema nervioso, volviendo sus músculos inútiles! ¡El final es lento y agónico, no hay antídoto!" El aire en el coliseo pareció congelarse no por el frío de Hyoga, sino por el horror de la revelación. El rugido de la multitud se transformó en un gemido de miedo y asombro. Las garras de Ichi no solo se quedaban clavadas en el cuerpo de Hyoga, sino que inyectaban una letalidad que iba más allá del daño físico. Seiya apretó los puños, la sangre hirviéndole. Esa no era una técnica honorable.
21 Durante la mayor parte del combate, Hyoga apenas se había movido. Permanecía quieto, una estatua de bronce níveo, mientras las arremetidas de Ichi de Hydra se sucedían con una brutalidad incesante. Las garras de Cosmo del Santo de Hydra se incrustaban una y otra vez en su Manto, y el público enloquecía ante la sangre que manaba, un espectáculo grotesco y fascinante. Hyoga aguantaba, como si analizara cada golpe, cada perforación, sin ofrecer una resistencia significativa. En un momento, con una fugaz ráfaga de Cosmo gélido, Hyoga intentó congelar la mano con las garras de Ichi que se había clavado en su hombro. Pero el Santo de Hydra, con una agilidad sorprendente para su desgarbada figura, lo interceptó. Con un movimiento brusco, le propinó un rodillazo contundente en el estómago. Del pantalón del Manto de Hydra, a la altura de las rodillas, emergieron de repente más de aquellas afiladas garras de Cosmo, penetrando la armadura de Hyoga con un sonido seco y doloroso. La multitud gritó. Hyoga, doblado por el impacto, se llevó una mano al costado, y un espasmo de dolor le recorrió el rostro. Pero luego, de un momento a otro, una risa seca, casi un resoplido, escapó de sus labios. La risa se hizo más audible, una carcajada ronca que retumbó en la arena. Ichi frunció el ceño, desconcertado. —"¡Ha llegado a tu cerebro, eh, Cisne tonto!", gritó Ichi, su voz teñida de una mezcla de burla y compasión. —"El veneno ya está haciendo efecto, estás divagando. Te ofrezco una salida digna. Puedo desactivar el veneno que corre por tus venas, pero debes rendirte. Ahora." Hyoga detuvo su risa. Su rostro se volvió serio de nuevo, su mirada azul se endureció con una intensidad helada. Las garras de Ichi seguían clavadas en él, la agonía física innegable, pero sus ojos brillaban con una nueva comprensión, una pieza del rompecabezas que acababa de encajar. —"Así que estas son...", murmuró Hyoga, su voz apenas un susurro que, sin embargo, resonó en los micrófonos direccionales. —"...las garras venenosas de las que hablaba el Maestro Camus." Ichi arqueó una ceja, su expresión de burla reemplazada por una punzada de sorpresa. Pocos conocían las sutilezas de ese nivel de control del Cosmo. —"Mi maestro...", continuó Hyoga, su mirada fija en las garras que lo inmovilizaban, como si las analizara más allá de su forma física. —"Me dijo que los Santos pueden usar su Cosmo para alterar aspectos fundamentales de la realidad misma. Nos hacemos más fuertes, más rápidos, podemos invocar el fuego o el frío a voluntad. Y de entre ellos, hay quienes poseen la capacidad innata o el entrenamiento para imbuir de veneno cósmico sus propias uñas, convirtiéndolas en garras letales." Seiya de Leo Menor, observando desde su escondite, abrió los ojos con asombro. Había sentido la potencia de las garras de Shina, pero esto era diferente. Una técnica ancestral, una habilidad que solo los Santos con una conexión profunda con la naturaleza de su constelación y un Cosmo refinado podían dominar. La batalla no era solo una prueba de fuerza bruta, sino un duelo de conocimientos y la comprensión de los límites del Cosmo. La verdad de las palabras de Ichi se había vuelto una realidad aterradora. La arena seguía vibrando con la revelación de Ichi, el público atónito ante la naturaleza insidiosa de sus garras venenosas. Pero Hyoga, con su rostro serio, no mostraba el pánico que Ichi esperaba. Sus ojos azules, ahora, parecían más penetrantes que nunca, como si vieran a través de la sustancia de la amenaza. —"Una toxina cósmica, dices...", comenzó Hyoga, su voz fría y clara, un contraste marcado con el jadeo adolorido de antes. No era una pregunta, sino una afirmación que llevaba un aire de conocimiento. —"Es solo una imitación de las toxinas vivas. Proteínas, como las llama mi maestro, que afectan el sistema nervioso a nivel molecular." Ichi frunció el ceño, el término "proteínas" era ajeno a su conocimiento místico. No esperaba una respuesta tan... científica. —"Y como tales", continuó Hyoga, una sutil sonrisa helada formándose en sus labios manchados de sangre, —"estas toxinas cósmicas se inactivan con cambios de temperatura que no son muy grandes." En el instante en que Hyoga pronunció estas palabras, algo asombroso ocurrió. Las garras de Ichi, todavía profundamente clavadas en el cuerpo de Hyoga y su Manto, comenzaron a deshacerse. No se retractaron, no se rompieron como metal, sino que se desintegraron lentamente, como si fueran tierra seca o ceniza, regresando al Cosmo del que habían emergido. El proceso fue visible: las puntas afiladas se volvían opacas, luego se fragmentaban en partículas brillantes que se disolvían en el aire. A medida que las garras desaparecían, las heridas abiertas en el cuerpo de Hyoga no sangraban más. En su lugar, comenzaron a cauterizarse con una velocidad asombrosa. No era solo un cese del sangrado; los tejidos dañados se sellaban, las fibras del Manto se unían de nuevo. El aire alrededor de Hyoga vibraba con un Cosmo que no era solo frío, sino que irradiaba una energía vital. Era una combinación del Cosmo del propio Hyoga, concentrado y aplicado con una precisión que superaba el mero control del hielo, y la capacidad de su Manto del Cisne, que parecía resonar con la voluntad de su Santo, amplificando el efecto curativo. Seiya de Leo Menor, observando desde su escondite con los ojos como platos, se quedó boquiabierto. Hasta entonces, siempre había creído que era el Manto por sí solo quien poseía la capacidad de curar a su portador con el tiempo, una habilidad inherente a las Armaduras sagradas. Pero lo que veía ahora era diferente. Hyoga no estaba esperando pasivamente la recuperación de su armadura; estaba interactuando con ella, aplicando su propia energía para acelerar el proceso. Allí, en medio del combate, Seiya se dio cuenta de una verdad fundamental: el Santo podía hacer sinergia con su Manto para sanar mucho más rápido, una fusión de voluntad y material cósmico que trascendía la simple protección. La capacidad de un Santo era mucho más profunda de lo que él, y probablemente la mayoría, habían llegado a entender La revelación de Hyoga sobre la naturaleza del veneno cósmico y su demostración de curación dejó a Ichi atónito, con sus garras desintegrándose en partículas brillantes. La multitud, antes dividida entre el horror y el éxtasis, ahora contenía el aliento, hipnotizada por la sorprendente vuelta de los acontecimientos. Entonces, el Cisne atacó. No hubo preámbulos, solo una explosión de Cosmo concentrado. Un rayo blanquiazul, puro y cortante como un témpano recién partido, se disparó desde la palma de Hyoga, trazando una línea gélida por la arena. Los espectadores, desde sus asientos, vieron la estela luminosa que se precipitaba hacia Ichi. Pero el Santo de Hydra, a pesar de su sorpresa, no era un oponente fácil. Con un reflejo de su propia constelación, Ichi logró torcer su cuerpo y, en un movimiento inesperado, interceptó el ataque con uno de sus brazos. El impacto fue brutal. Ambos Santos quedaron forcejeando en un abrazo estrecho y mortífero, una danza de Cosmo que emitía chispas heladas y volutas de energía. En aquel agarre forzado, Ichi contraatacó con desesperación. Sus brazos se convirtieron en un torbellino de movimiento, de donde surgieron innumerables barras, más afiladas y rápidas que las anteriores, intentando perforar la armadura de Hyoga una vez más. Sin embargo, esta vez, las garras de Cosmo de Hydra no lograron rozar el Manto del Cisne. Es más, las zonas donde la armadura había sido penetrada y donde la sangre de Hyoga había manchado su blancura, ya no estaban. El hielo, el mismo Cosmo de Hyoga, las había cubierto por completo segundos antes, formando una capa reluciente sobre las aberturas. Y ahora, al evaporarse en un vaho gélido, reveló que el material místico del Manto se había regenerado. Las grietas se habían sellado, las perforaciones se habían desvanecido, dejando la superficie de la armadura impoluta de nuevo. El Manto del Cisne poseía una capacidad de autorreparación que superaba con creces las expectativas de cualquier observador. No era solo la sanación del Santo, sino la restauración de la Armadura misma, un testamento a su vínculo con la constelación y el Cosmo puro de su portador. Seiya de Leo Menor, con los ojos fijos en la escena, no pudo evitar un destello de admiración. Esa regeneración casi instantánea era una habilidad que pocos Mantos poseían en tal grado. La lucha no era solo entre dos Santos, sino entre las capacidades innatas de sus Mantos, un duelo de mitos vivientes bajo los focos del coliseo. El brutal forcejeo entre Hyoga e Ichi, y la asombrosa regeneración del Manto del Cisne, dejaron a la multitud sin aliento. Pero justo cuando los gritos de asombro comenzaban a resurgir, un cambio más sutil, pero ineludible, se apoderó del ambiente. Un escalofrío. Primero, una brisa helada recorrió las gradas, a pesar de la cúpula cerrada del neocoliseo. Luego, el frío se hizo más intenso. Los espectadores comenzaron a sentirlo, un frío penetrante que no era el habitual aire acondicionado. De las bocas de la gente, al exhalar, comenzaron a emerger volutas de vapor, pequeños alientos gélidos que se disipaban en el aire. Algunos se miraron entre sí, frunciendo el ceño, preguntándose si era un defecto en la calefacción de alta tecnología del recinto, una falla en el sofisticado sistema climático del coliseo. Entonces, la voz del narrador, que se había mantenido en un tono de asombro durante el ataque de Hyoga, interrumpió abruptamente la música ambiente, su voz ahora grave y llena de una urgencia que no pudo ocultar. —"¡Atención, damas y caballeros! ¡Lo que están presenciando no es un error técnico!" Las gigantescas pantallas holográficas que flanqueaban el hexágono hicieron ver lo que los ojos humanos no podían percibir por sí mismos. En uno de los cuadros, el narrador explicó, un filtro térmico especial mostraba una paleta de colores cambiantes, de rojos y naranjas a azules profundos y púrpuras. El centro del hexágono, donde Hyoga e Ichi luchaban, se estaba tiñendo rápidamente de un azul casi negro. —"¡Como pueden ver en este filtro térmico!", la voz del narrador se intensificó. —"¡La temperatura en el hexágono de combate está disminuyendo vertiginosamente, cayendo a niveles nunca antes registrados en un evento deportivo! ¡La humedad del aire allí dentro ha comenzado a cristalizarse en pequeñas agujas de hielo!" En las gradas, muchos empezaron a temblar. El frío era real, tangible. En la zona de prensa y en las plataformas flotantes donde operaban los camarógrafos, las imágenes mostraron cómo estos profesionales, previsores o bien informados, se estaban enfundando rápidamente en chalecos especiales. Estos chalecos, abultados y recubiertos de un material técnico, comenzaban a emitir un suave resplandor anaranjado; estaban calentados eléctricamente. —"¡Nuestros equipos técnicos y de prensa están equipados con chalecos térmicos de última generación, calentados eléctricamente!", anunció el narrador, un toque de alivio y asombro en su voz. —"¡Una contramedida que había indicado la señorita Kido de antemano!" Algunos en el público rieron, con una risa nerviosa y un poco avergonzada, recordando cómo se habían burlado de la peculiar instrucción de Saori en los días previos, pensando que eran solo un capricho o un juguete innecesario para un evento en un coliseo climatizado. Pero ahora, con el aliento gélido de Hyoga expandiéndose por el estadio, y el Cosmo del Cisne transformando la atmósfera, era evidente: la diferencia entre la comodidad y el malestar, entre la vida y la muerte por congelación, radicaba en esa pequeña, extraña precaución que la enigmática Saori Kido había tomado. El coliseo no solo presenciaba una batalla de Santos, sino la manifestación de un poder elemental que desafiaba la tecnología humana. Del piso mismo del neocoliseo, en el perímetro del hexágono de combate, se abrieron de repente líneas de ventilación especiales, discretas y bien disimuladas en el diseño. De ellas, comenzó a emerger un vapor cálido y denso, que se elevaba en espirales blancas, intentando contrarrestar la embestida gélida del Cosmo de Hyoga. La tecnología de vanguardia de la Fundación Graad reaccionaba con celeridad, buscando mantener la habitabilidad del recinto para los espectadores, que ya tiritaban a pesar de las risas nerviosas. Sin embargo, en el hexágono de combate, la batalla térmica era implacable. Las pantallas con el filtro térmico mostraban cómo la temperatura seguía su caída vertiginosa. El narrador, con una voz que ahora denotaba una mezcla de asombro y alarma contenida, comenzó un conteo regresivo que resonaba en cada altavoz. —"¡La temperatura en la arena ha caído a menos diez grados Celsius! ¡Menos veinte grados Celsius! ¡Menos veinticinco!" El aire en el coliseo era visiblemente más denso, y las nubes de vapor de la respiración de la gente eran cada vez más grandes y persistentes. Muchos espectadores se abrazaban a sí mismos, frotándose los brazos, sintiendo cómo el frío se colaba por sus ropas, incluso aquellos sin los chalecos térmicos. —"¡Y seguimos cayendo! ¡La temperatura en el hexágono ya ha alcanzado los menos treinta grados Celsius!", exclamó el narrador, su voz subiendo de tono. —"¡Nunca antes en la historia de los torneos, un combate había provocado una caída térmica tan drástica!" El conteo continuó, cada número un golpe gélido al ambiente. —"¡Menos cuarenta grados! ¡Menos cuarenta y cinco!" Entonces, al llegar a la cifra, la voz del narrador se volvió casi un grito de asombro. —"¡Y ahora, damas y caballeros, la temperatura en el centro de la arena es de menos cincuenta grados Celsius! ¡Para que se hagan una idea del impacto, esta temperatura es comparable a la de la superficie del planeta Marte en su ecuador durante el invierno! ¡Es una helada que muerde hasta los huesos, una fuerza de la naturaleza desatada aquí mismo, en nuestro coliseo!" Las imágenes en las pantallas cambiaron de nuevo, enfocándose en el aire dentro del hexágono de combate. —"¡A esta temperatura, la humedad en el aire es prácticamente nula!", explicó el narrador, un dejo de escalofrío en su voz. —"¡Lo que ven en el aire no es vapor, es escarcha pura! Pequeños cristales de hielo suspendidos, tan afilados que cortarían los pulmones de un hombre ordinario con cada respiración. ¡Es un entorno letal para cualquiera que no sea un Santo!" Los camarógrafos, quienes antes se habían puesto sus chalecos con cierta indiferencia, ahora se apretaban contra sus equipos, el calor eléctrico de sus prendas siendo su única salvación contra la inminente congelación. La comprensión de la verdadera magnitud del poder del Santo del Cisne se había asentado sobre el público como un manto de nieve, transformando su fascinación en un respeto teñido de terror. El coliseo, diseñado para el espectáculo, se había convertido en un campo de batalla climático, y Hyoga era el centro de la tormenta perfecta.
22 Aunque protegido por el hálito de su Manto, Ichi de Hydra comenzaba a sentir la mordedura del frío implacable que Hyoga desataba. Las volutas de vapor de su aliento eran más densas, sus movimientos más lentos y torpes. El ambiente glacial del hexágono lo estaba consumiendo. Hyoga, con la voz helada, prosiguió su explicación, mientras el frío se intensificaba a su alrededor. "Heracles venció a la Hydra quemando los muñones de sus cabezas cortadas para evitar que se regeneraran. Pero el fuego no es lo único que puede quemar. El frío, el frío del norte, puede cauterizar la vida y el Cosmo con la misma eficacia, impidiendo la regeneración." En ese instante, Ichi intentó que sus garras venenosas volvieran a crecer, a emerger de su cuerpo para atacar. Pero no pudo. El frío de Hyoga había anulado por completo la capacidad regenerativa de su Cosmo. El Santo del Cisne, viendo el pánico en los ojos de su oponente, se alejó con un rodillazo que desprendió las últimas garras que lo inmovilizaban. Sabía que Ichi era demasiado resistente, una roca que no caería con trucos tan simples. Necesitaba un golpe decisivo, una demostración de poder absoluto. Hyoga concentró su Cosmo. Las luces del coliseo parecieron atenuarse, absorbidas por el intenso brillo blanquiazul que emanaba de su cuerpo. El aire a su alrededor se comprimió, gimiendo bajo la presión de la energía helada. "¡Polvo de Diamantes... Big Bang!" El ataque emergió de su puño, no como un rayo disperso, sino como un golpe de frío y escarcha tan concentrado que distorsionó la realidad misma. La temperatura en el hexágono cayó de manera estratosférica, un descenso vertiginoso que el narrador apenas podía seguir, gritando los números con la voz quebrada. La escarcha se densificó hasta formar una niebla letal. Al impacto, la temperatura en el punto exacto de la colisión alcanzó los -90° Celsius. El Santo de la Hydra recibió el impacto de lleno. Un grito ahogado escapó de sus labios, pero fue sofocado por el instante. Su cuerpo, junto con su Manto, quedó casi congelado en el acto, una estatua de hielo inmaculada que reflejaba la luz del coliseo. Parecía el fin. Sin embargo, el Manto de la Hydra era una Armadura de Bronce, pero con una tenacidad excepcional. Justo cuando el hielo amenazaba con destrozar a Ichi por completo, el Manto brilló con una luz propia, intensa como una llama verdosa. Sacrificando una pieza de sí mismo, probablemente la parte del pecho o un hombro que se resquebrajó y se desprendió en fragmentos cristalizados, el Manto absorbió el impacto final, rompiendo el hielo que inmovilizaba a Ichi y salvándole la vida. Ichi se derrumbó en el suelo de la arena, inerte, mientras la temperatura en el hexágono regresaba rápidamente a la normalidad, los sistemas de ventilación cálida actuando con toda su potencia para restaurar el ambiente. El público estalló en un rugido atronador, una mezcla de alivio y admiración por el poder desatado. Cuando los paramédicos se aproximaron para atender a Ichi, el Manto de la Hydra se desprendió de su cuerpo por sí mismo, pieza a pieza, con un suave tintineo metálico. Las piezas se elevaron en el aire del coliseo, y con una mística sincronización, se ensamblaron en su forma original de objeto, la imponente Hydra de Lerna. Una vez completa, la Armadura levitó majestuosamente y se guardó en el altar del neocoliseo, junto con las demás Armaduras de Bronce, debajo del cofre del Manto de Sagitario, esperando al próximo combate. La derrota de la Hydra era un testimonio del poder del Cisne, y el Torneo Galáctico había presenciado otro choque épico. Ichi de Hydra yacía en el suelo del hexágono, convulso por el frío residual del impacto y el veneno que aún intentaba purgar su cuerpo, pero milagrosamente consciente. Los paramédicos, con sus chalecos térmicos y sus atuendos de emergencia, se acercaron de inmediato, cubriéndolo con una manta térmica ultraligera, una lámina plateada que reflejaba las luces del coliseo mientras comenzaba a irradiar un calor vital. Con un esfuerzo que le costó cada fibra de su ser, Ichi logró levantarse, apoyándose en la rodilla de uno de los paramédicos. Su mirada, aunque aún débil, se encontró con la de Hyoga, quien permanecía erguido en el centro de la arena, inmaculado de nuevo, su Manto del Cisne reluciente. —"Eres un buen combatiente, Santo del Cisne", musitó Ichi, su voz ronca y apenas audible, teñida de un respeto forzado por la derrota. —"Te pido disculpas si te ofendí, o si mis técnicas son consideradas como... deshonrosas." Hyoga lo miró con una frialdad que no era desprecio, sino la dura realidad de su entrenamiento. —"Los Santos de Atenea no somos hermanas de la caridad", respondió Hyoga, su voz un eco gélido que resonó en el silencio expectante del público. —"La guerra es brutal. Y en ella, cualquier técnica que sirva para proteger a la humanidad es válida. Pule tus técnicas. Es lo que debes hacer." Dicho esto, Hyoga se dio la vuelta, y con un paso firme y resuelto, comenzó a retirarse del hexágono. Mientras lo hacía, su mirada aguda se alzó, buscando y encontrando los ojos violetas de Saori Kido. Ella estaba allí arriba, en la sala VIP, como una estatua inmaculada, como una diosa intocable. Por un instante, sus miradas se encontraron, una conexión silenciosa en medio del pandemónium. El rugido de los espectadores se elevaba y se calmaba en oleadas, puntuando los comentarios del comentarista, quien ya narraba la victoria del Santo del Cisne con una pasión desbordada. El nombre de Hyoga se grababa a fuego en la memoria colectiva, su poder, su presencia, un fenómeno para la historia del Torneo Galáctico Aquella noche, lejos del bullicio del coliseo, Hyoga se encontraba en un parque helado de Nueva York. Era uno de esos exclusivos lugares de recreo invernal a los que la élite acudía para esquiar y deslizarse sobre la nieve por pura diversión, un lujo impensable en sus tierras de origen. Al observar a las jóvenes y hermosas niñas de las familias más adineradas, ataviadas con costosos equipos y riendo sin preocupaciones, Hyoga no pudo evitar preguntarse qué justicia había en un mundo donde el contraste era tan abismal. Su mente voló a las jóvenes de Siberia, a quienes conocía bien, y a cómo debían trabajar incansablemente todo el año, incluso bajo las estrellas en las largas y gélidas noches del norte, solo para sobrevivir. Mientras la melancolía y la reflexión se asentaban en su espíritu, una figura emergió silenciosamente de las sombras detrás de él, cubierta por un manto negro que la hacía casi indistinguible en la penumbra. Una voz ronca, como el crujido del hielo al romperse, quebró el silencio del parque. —"Fracasaste", sentenció la voz, sin rodeos, cargada de una autoridad sombría. Hyoga no se sobresaltó. Una sonrisa gélida, casi imperceptible, se dibujó en sus labios. No era una sonrisa de alegría, sino de reconocimiento y desafío. —"Hola, Babel", respondió Hyoga, su voz tan tranquila como el aire congelado a su alrededor. —"No sabía que el Santuario me considerara tan importante como para que un Santo de Plata me vigilara todo el tiempo." La sombra no respondió de inmediato, pero la tensión en el aire se hizo palpable, el peso de una misión incumplida y la presencia de un poder superior acechando en la oscuridad de la noche neoyorquina. La sombra inerte de Babel bajo el manto negro parecía absorber la poca luz que los postes del parque helado emitían. Su voz, cuando finalmente habló, era un susurro grave, cargado del peso de la autoridad del Santuario. —"El Santo Padre te confió una misión. Saori Kido debe morir." Hyoga asintió, una mueca de amargura cruzando su rostro. —"Y yo respondí afirmativamente", replicó el Santo del Cisne, su voz inusualmente tensa, resonando con una frustración que rara vez permitía aflorar. —"Pero ellos no me dijeron que sería tan difícil de matar. Lo intenté, Babel. Realmente lo intenté." Babel lo miró con la fijeza de sus lentes oscuros, que ocultaban cualquier expresión en sus ojos. Podía sentir la turbulencia en el Cosmo de Hyoga, una mezcla de ira y desconcierto que era impropia del disciplinado Santo del Cisne. —"Pero me aplastó", continuó Hyoga, la voz llena de una mezcla de vergüenza y asombro genuino. —"O mejor dicho, aplastó mi Cosmo como una tormenta de hielo a una vela. Y en lugar de golpearla, me arrodillé como su perro faldero. Igual que cuando éramos niños, cuando ella simplemente quería algo y nosotros, a pesar de ser huérfanos y malechores, cedíamos a sus caprichos." El recuerdo de esa humillación, la rendición incondicional de su voluntad, era una herida más profunda que cualquier garra de Hydra. —"Ella no es una mujer ordinaria, Babel", sentenció Hyoga, su mirada gélida clavándose en la figura encapuchada del Santo de Plata. Su voz recuperó algo de su habitual frialdad, pero ahora con un matiz de advertencia. —"Y ningún Santo de Bronce podrá tocarla. Incluso tú, Babel, serías aplastado si intentas atacarla. Su Cosmo... es de una magnitud que excede todo lo que conocemos. Es un poder que el Patriarca subestimó, y que podría cambiar el destino del Santuario." La Tensión Congelada en el Parque Babel se mantuvo inmóvil por un instante, el silencio del parque de Nueva York roto solo por el gélido viento. Luego, con una lentitud deliberada, sacó sus manos de los bolsillos de su manto. La intención era clara: había venido a ejecutar al Santo del Cisne por su fracaso. Su Cosmo se tensó, una amenaza silenciosa que se cernía sobre Hyoga. Pero los ojos azules de Hyoga no reflejaban mentira. Había una convicción brutal en sus palabras, una verdad forjada en la humillación de su propio Cosmo siendo aplastado. La fría lógica del Santo de Plata prevaleció sobre su impulso inicial. Si lo que Hyoga decía era cierto, si el poder de Saori Kido era de tal magnitud, entonces una confrontación directa ahora sería un suicidio para ambos. —"Por el momento", sentenció Babel, su voz perdiendo parte de su aspereza para adquirir un tono de fría estrategia, —"observa a la niña Kido. Mis informantes en la Fundación Graad me confirman que su poder es... inusual. Pero el Santuario no puede permitirse errores." Las manos de Babel regresaron a sus bolsillos, y la tensión en el aire se disipó, reemplazada por el helado silencio de la noche. Hyoga asintió, su mirada fija en la oscuridad donde Babel comenzaba a desvanecerse. La misión no había terminado, solo había cambiado. Y la verdad sobre Saori Kido era un misterio aún más profundo que el mismo cero absoluto. La semana siguiente, el Torneo Galáctico continuó su curso, manteniendo a millones de espectadores pegados a sus pantallas. El bullicio del Neo-Coliseo era constante, y la expectación crecía con cada combate. Para la siguiente contienda, el sorteo emparejó al Santo del Unicornio contra el Santo de Pegaso. El Santo del Unicornio, Jabu, hizo su entrada con su acostumbrado despliegue de confianza, ansioso por demostrar la fuerza de su Manto y la disciplina de su entrenamiento. Sin embargo, lo que se reveló como su oponente dejó a muchos en el público y a los propios Santos en la arena, con la boca abierta. Para sorpresa de todos, el Santo de Pegaso no era un joven, sino una amazona. Era una revelación irregular, ya que todos los jóvenes enviados por Mitsumasa Kido a los distintos sitios de entrenamiento en el mundo habían sido varones. Esta anomalía no pasó desapercibida para la mayoría, pero Saori Kido sí lo sabía. De hecho, Saori no solo estaba al tanto, sino que había aprobado personalmente la inclusión de la recién llegada, una decisión audaz que desafiaba las expectativas del público. La amazona de Pegaso avanzó con una determinación palpable. Aunque una máscara plateada cubría su rostro, las facciones gráciles que se adivinaban bajo ella, y la forma en que su armadura se ajustaba a su silueta, revelaban inequívocamente su identidad femenina. Sin embargo, cualquier duda sobre su capacidad fue barrida por la ferocidad de su Cosmo. Su energía era salvaje, indomable, vibrando con una intensidad que estaba a la par, si no superaba, a la del orgulloso Jabu. El aire se cargó de una tensión diferente. Este no era solo un combate por la Armadura de Oro; era una confrontación de las normas, un desafío a las expectativas, con una amazona de Pegaso que prometía luchar con la furia de su constelación, sin importar las reglas no escritas o los prejuicios. El misterio de su presencia solo añadía intriga a un enfrentamiento ya explosivo.
23 Asgard. No era un país. No era siquiera un reino. Era un velo antiguo, una grieta en el mundo, separada de la historia por el Manto de Odín, intacta desde los días en que los hombres hablaban con los dioses en la lengua del trueno. Oculta en algún lugar más allá del Círculo Polar, rodeada de fiordos inalcanzables, Asgard permanecía suspendida fuera del tiempo, inaccesible a satélites o rutas de navegación, protegida por tormentas eternas que los mapas no podían trazar. Aiolia de Leo había llegado a pie. Atravesó la Laponia desde el sur de Finlandia, desandando caminos ancestrales por donde ya nadie caminaba, siguiendo el hilo invisible del Cosmo que lo guiaba hacia el norte, más allá de las fronteras reconocidas, a un lugar que el mundo moderno creía mito. Durante días, la nieve no se detuvo, ni el silencio, ni los presagios. No hubo carreteras, ni aldeas, ni voz humana alguna. Solo el crujir del hielo bajo sus botas, el aliento blanco del viento, y los lobos que lo observaban desde las alturas, como si reconocieran en él a un emisario de otro mundo. Y sin embargo, al cruzar un paso angosto entre dos acantilados congelados, lo supo: había salido del mundo de los hombres. Frente a él se extendía un valle tallado por glaciares, rodeado de montañas imposibles, donde las auroras danzaban como cortinas líquidas sobre una aldea de techos de madera y templos antiguos. Allí, los hombres aún araban la tierra con bueyes, cubiertos de pieles, sus rostros curtidos por siglos de frío y resignación. El humo de sus hogares subía en espirales rectas al cielo gris, como en los días en que los dioses aún caminaban entre los mortales. Aiolia se detuvo en la cima, entre las columnas de hielo que decoraban la garganta del paso. Cerró los ojos. Su Cosmo ardía con el fuego dorado de Leo, pero su corazón tenía grietas que no se apagaban con la disciplina. Esa tierra —ese aislamiento sagrado— lo turbaba. ¿Acaso no era una forma de desprecio hacia el mundo humano, al que los dioses consideraban impuro, indigno? ¿Y no habían sido los Santos, alguna vez, los rebeldes que desafiaban a esos dioses por la causa de la humanidad? Una sonrisa amarga cruzó sus labios. —“Qué ideas más peligrosas”, se dijo en voz baja. “¿Pensamientos propios… o susurros traidores de un hermano caído?” Aiolos. El nombre aún dolía. No porque fuera tabú, sino porque lo seguía amando. Pero Aiolia sabía que debía purgar esas dudas, esos titubeos que brotaban como malas hierbas entre las placas firmes de su deber. Abrió los ojos. La visión del valle seguía allí, inalterada, como una pintura helada. Mientras descendía por las laderas nevadas, entre los silbidos del viento y las gélidas sombras del norte, pasó junto a campesinos que labraban el suelo con herramientas de hierro envejecido, que hablaban una lengua vieja como los mitos. Hombres que no sabían del internet ni del petróleo, pero que cada noche alababan a Odín con fuego y runas. En sus miradas había algo atávico. No miedo, no fe. Solo un equilibrio ancestral. Asgard seguía siendo Edad del Mito. Y Aiolia, el León del presente, traía consigo el perfume —y el peso— del mundo real. La marcha de Aiolia lo llevó hasta un llano cubierto de nieve perpetua, donde las piedras rúnicas emergían del suelo como cicatrices del hielo. Al fondo, el perfil del Palacio de Valhalla comenzaba a insinuarse entre torres de cristal congelado y abetos inmóviles por el peso del invierno eterno. No había dado más de diez pasos cuando el mundo pareció tensarse. El Cosmo lo sintió primero: una pulsación vibrante, ancestral, que le erizó la piel como si la tierra misma contuviera el aliento. Y entonces los vio. Soldados de Asgard, formados entre los abetos congelados, empuñando lanzas con puntas de hielo forjado, los escudos decorados con runas tan antiguas como el propio Midgard. Se movían como una sola criatura, adiestrados en la disciplina del frío, sin el menor temblor pese al clima brutal. A la cabeza del escuadrón, un gigante avanzaba con paso seguro. Su sola presencia parecía hacer crujir la nieve bajo los pies de todos. Thor, el coloso. De cabellera rubio platinado, larga y agitada por el viento, y una barba espesa y clara que le daba un aire tanto de sabio nórdico como de bestia contenida, caminaba con los hombros envueltos en un grueso manto de piel de oso polar, que le cubría hasta los talones. Medía fácilmente dos metros de altura, su Cosmo era tan palpable como la presión de una tormenta de hielo. Los músculos de sus brazos desnudos se tensaban al ritmo de su respiración, y sus ojos azul glacial se clavaban en Aiolia como si ya hubieran dictado un veredicto. Thor se detuvo frente a Aiolia, a menos de cinco metros, y su Cosmo brotó como una masa de granito, un poder denso, ancestral, contenido apenas por su disciplina. No pronunció palabra. Su hostilidad era clara, pura, sin disimulo. Aiolia lo sostuvo con la mirada. No dio un paso atrás. Al contrario, su Cosmo respondió con la misma intensidad, elevándose dorado y palpitante, como un león que enseña los colmillos sin necesidad de rugir. El aire entre ellos se volvió irrespirable. El suelo tembló con un quejido profundo, como si las raíces del mundo se estremecieran. Chispazos eléctricos saltaron entre las placas de hielo, el cielo retumbó sin trueno y el espacio pareció encogerse entre ambos cosmos enfrentados. Fue entonces que Frey se adelantó entre los soldados. Vestía un abrigo ceremonial azul oscuro, adornado con piel blanca en el cuello y las mangas, y su cabello trenzado en plata caía sobre un hombro como un estandarte de nobleza. Caminó con paso firme, sin apuro ni miedo, atravesando el campo cargado de tensión como si el mismo hielo la protegiera. Alzó la voz con una claridad imposible de ignorar. —¡Invoco la Ley de la Hospitalidad! Las palabras retumbaron más que cualquier Cosmo. —La ley que ni Zeus ni Odín han osado quebrantar. La ley sagrada que protege al huésped antes de que se le ofrezcan fuego, palabra y pan. Thor, tú lo sabes: romperla es convocar una maldición que ni los dioses pueden borrar. El Cosmo de Thor se detuvo. No retrocedió, pero el hielo dejó de crujir. Aiolia bajó apenas su energía, no por sumisión, sino en reconocimiento del peso de aquellas palabras. Frey posó sus ojos grises primero en Thor, luego en Aiolia. —Asgard honra sus pactos. El emisario del Santuario es un huésped bajo mi protección. Ninguna lanza se alzará mientras su fuego no lo justifique. Thor apretó los dientes, pero asintió sin pronunciar palabra. La tensión comenzó a disiparse lentamente, como una tormenta que se guarda para otro día. Frey se volvió sin más y comenzó a andar hacia el norte. —Ven, Aiolia de Leo. Valhalla te espera. Pero antes de seguirla, Aiolia se detuvo. Su Cosmo se disipó completamente y, con solemnidad, se arrodilló en la nieve. Los guerreros de Asgard se tensaron. Algunos alzaron ligeramente sus lanzas, otros se miraron entre sí, desconcertados. Incluso Thor entornó los ojos, su expresión endurecida por la sospecha. Pero Aiolia no se inclinó por sumisión, sino por respeto. Con la rodilla hundida en el hielo y la cabeza ligeramente baja, su voz sonó clara, firme, cargada de propósito: —Soy Aiolia de Leo, Santo de Oro al servicio del Santuario. Vengo como emisario del Patriarca de Atenea. Y aunque no me inclino ante reyes ni princesas, reconozco la autoridad de Hilda de Polaris en estas tierras, consagradas bajo la protección de Odín. Levantó la vista hacia Frey, sin arrogancia. —No he venido a desafiar, sino a preguntar. El sello que contiene el Cosmo de Poseidón ha comenzado a debilitarse. Ese sello fue establecido por un antiguo pacto entre Atenea y Odín. El Patriarca desea saber si Hilda, guardiana del norte y custodio de dicho acuerdo, ha percibido esta fractura... y por qué el Santuario no ha recibido noticia alguna. El silencio que siguió fue denso como la nieve antes de un alud. Entonces, Thor rugió con la fuerza de un trueno enterrado en hielo. —¡Asgard honra sus pactos! Su voz hizo temblar el aire. El hielo crujió bajo sus botas. No alzó su Cosmo, pero su presencia bastó para que el frío se volviera más cortante. —Si ese sello se hubiera quebrado, los Guerreros Divinos ya lo habríamos restaurado. No necesitamos emisarios para recordar nuestra palabra. Su puño golpeó el suelo, y la escarcha se agrietó en un estallido seco. Pero Frey no se movió. Lo miró con la serenidad que solo da el linaje de la sangre antigua. —Thor, una pregunta no es una ofensa. La deshonra no está en recibirla, sino en negarse a responderla. Se volvió hacia Aiolia, sus ojos grises brillando con inteligencia y juicio. —Tu mensaje será escuchado. Tu presencia, respetada. Valhalla abrirá sus puertas al Santo de Leo. Pero si buscas respuestas en estas tierras, prepárate también a mirar aquello que el hielo ha querido sepultar durante siglos. Sin esperar más, reanudó su camino hacia el norte, por el sendero que conducía a los puentes de cristal de Valhalla. Aiolia se incorporó lentamente. La escarcha en su rodilla se quebró con un sonido seco. Siguió a Frey en silencio, aunque sabía que la nieve a sus espaldas seguía vibrando por lo que estuvo a punto de ocurrir… y quizás aún ocurriría. El sendero que tomaron los llevó por un estrecho desfiladero entre montañas de hielo, hasta que de pronto el paisaje cambió como un sueño revelado. Más allá de los riscos, un valle oculto se abría como un suspiro cálido en medio del invierno. Campos enteros de flores —azafranes, lirios blancos, anémonas de montaña— cubrían las llanuras con un tapiz vivo de colores. El aire ya no cortaba como cuchilla; era suave, perfumado, y la brisa susurraba con el canto de aves invisibles. Aiolia se detuvo. El suelo bajo sus botas aún era frío, pero no helado. El clima allí no obedecía al calendario de las estaciones. Era un milagro silencioso. Un microclima sagrado. Alzó la mirada al cielo, buscando la presencia de Odín. Pero no. Lo que mantenía con vida aquel paraíso en medio del hielo no era el manto del dios, sino un Cosmo. Un Cosmo inmenso, cálido, envolvente, lleno de compasión y firmeza. No era un fuego abrasador ni una luz cegadora. Era un calor humano, un abrazo solar en forma de Cosmo que no buscaba dominar, sino proteger. Aiolia se sonrojó sin saber por qué. Una leve sonrisa, casi infantil, se asomó en sus labios. —Qué Cosmo tan hermoso... Frey, que lo había observado de reojo, asintió con una leve curva en la comisura de sus labios. —Es mi hermana. Prepárate a conocerla. Aiolia no respondió enseguida. Cerró los ojos y respiró hondo, como si el aire mismo lo acercara más a esa presencia invisible. Luego asintió, con la mirada aún en los campos en flor. —Con solo sentir su Cosmo... sé que es alguien bondadosa y justa. Volteó hacia Frey con un tono más firme, más solemne. —Cualesquiera que sean sus palabras, Lady Frey... el Santuario las creerá. Porque sabré que son verdad. Frey lo miró en silencio, midiendo el peso de esa declaración. Y aunque no lo dijo en voz alta, en ese momento supo que el Santo de Leo no era solo un emisario. Era alguien que no mentía… y que quizás, sin saberlo, estaba destinado a ser parte del destino de Asgard. Mientras Aiolia y Frey avanzaban por el sereno valle, la noticia de la llegada del Santo Dorado ya había comenzado a correr entre los habitantes de Asgard. Los pocos campesinos que trabajaban la tierra, cubiertos con pieles rudas y con rostros curtidos por el viento helado, alzaron sus miradas. Sus ojos, acostumbrados a la severidad del paisaje ártico, observaron con una mezcla de curiosidad y desconfianza la figura dorada que seguía a la princesa. Los niños, que hasta hacía poco jugaban con bolas de nieve, se detuvieron abruptamente, señalando con dedos regordetes la silueta resplandeciente del Santo. Sus murmullos crecieron, alimentados por las historias de invasiones y guerras santas que, a pesar de la distancia, llegaban incluso a estas tierras olvidadas. Para ellos, un Santo Dorado no era una señal de paz, sino el heraldo de un conflicto inminente. Las madres los atraían hacia sí, apretándolos con fuerza, mientras susurros sobre "los siervos de Atenea" y "la espada de Odín" se mezclaban con el silbido del viento. Se preguntaban si este brillo dorado traería la desgracia o si, por el contrario, era una señal de que el invierno eterno finalmente llegaría a su fin. Lejos, pero no ajeno a la escena, la mole imponente de Thor observaba cada paso de Aiolia desde las alturas de una torre de hielo cercana. Su mandíbula estaba tensa, el vello de su barba cubierto de escarcha, y sus ojos entrecerrados reflejaban una profunda inquietud. Para Thor, la presencia de un Santo Dorado moviéndose a sus anchas por Asgard era una afrenta, una violación tácita de la soberanía de su tierra. "¿Un emisario?", gruñó para sí, su voz apenas un eco del trueno que llevaba dentro. "¡Tonterías! Los Santos solo traen problemas, guerras que no son nuestras. ¿Qué busca la tal Atenea ahora? ¿Extender su influencia a Asgard, debilitar nuestra fe en Odín?" Recordaba los antiguos pactos, los tiempos en que las deidades se respetaban. Pero también recordaba las historias de sangre y sacrificio que siempre acompañaban a los conflictos divinos. El hecho de que Aiolia hubiera penetrado tan profundamente en el territorio sin ser desafiado, y que Frey incluso lo guiara, lo irritaba sobremanera. La confianza que su princesa depositaba en un desconocido, en alguien que servía a una deidad que no era la suya, le parecía una imprudencia. "El sello de Poseidón", repitió en voz baja, sintiendo el escalofrío de una nueva preocupación. Si la palabra de este Santo fuera cierta, si el sello de Odín se estuviera debilitando, ¿por qué Hilda no lo había percibido? ¿O sí lo había hecho y lo ocultaba? La mera idea de que su líder pudiera tener secretos de tal magnitud lo perturbaba. Su mirada se posó de nuevo en Aiolia, que ahora seguía a Frey por el sendero hacia Valhalla. El brillo dorado de su Armadura del León Mayor era una anomalía en el paisaje nevado, un punto de calor en un mundo de hielo. Thor apretó los puños. "Mantendré un ojo sobre ti, Santo de Leo", prometió en un susurro gélido. "Y si tus intenciones no son puras, si vienes a deshonrar a Asgard o a nuestra Señora, te juro por Odín que tu Cosmo será congelado para siempre en esta tierra". La tensión en el aire se hizo palpable, no solo por el frío, sino por la furia contenida del Guerrero Divino que velaba en las sombras.
18 El sendero de piedra los condujo finalmente al corazón de Asgard: el pueblo que rodeaba el gran Palacio de Valhalla. Las casas eran de madera oscura y techos empinados, con inscripciones rúnicas en sus dinteles y pieles de oso colgadas como protección espiritual. Todo estaba cubierto por una fina capa de escarcha que el sol, tímido y oblicuo, no lograba disipar. A medida que Frey y Aiolia avanzaban por las calles, las mujeres mayores salían a las puertas de sus casas con expresión inquieta. Algunas apretaban contra su pecho figuras de Odín o simples ramas de abeto bendecidas. Su miedo no era irracional: sentían el rugido silencioso del Cosmo dorado que acompañaba al extranjero. Un Cosmo que no les hablaba en palabras, pero que era tan antiguo como el trueno. Pero las jóvenes, en especial las adolescentes, no apartaban la vista del rostro del caballero de Leo. Aiolia caminaba con el yelmo bajo el brazo, los cabellos dorados al viento, el rostro endurecido por el viaje, pero limpio como una estatua solar. Había algo salvaje y noble en él que hacía que muchas contuvieran el aliento. Lady Frey, sin prestar atención a las reacciones, hizo un leve ademán a uno de los guardias: —Traed alimentos. Pan negro, mantequilla fresca, manzanas. Y aguamiel. Nuestro invitado viene de muy lejos. Aiolia asintió con gratitud, aunque en su interior ya había comenzado a notar otra cosa. Un Cosmo. No era cálido ni alegre. Era preciso, contenido, y se mantenía a distancia, como un arco tenso. Provenía de lo alto, desde una de las torres laterales de Valhalla. Aiolia no alzó la vista de inmediato, pero dejó que su Cosmo palpara el aire. Sintió la mirada de ese guerrero, amplificada por una percepción entrenada con años de disciplina. No era un guerrero raso. Era alguien peligroso. “Está cerca de la altura de un caballero de oro…” pensó Aiolia, mientras su rostro permanecía impasible. “Casi.” Y entonces sonrió. Solo “casi”. En el Santuario, esa palabra marcaba la diferencia entre los mortales y los elegidos por las estrellas. Fue en ese momento cuando una doncella se acercó a él. Tendría unos catorce años. Llevaba un vestido azul simple y las mejillas enrojecidas más por vergüenza que por el frío. Le ofrecía una manzana verde, grande y brillante, como si fuera un tesoro. Aiolia la miró, y por primera vez desde que llegó a Asgard, su rostro dejó de ser una máscara marcial. Sus rasgos se suavizaron. Tomó la fruta con cuidado, como si temiera romper algo sagrado. —Gracias, dijo con voz grave, pero dulce. La niña bajó la vista, y Frey, al observar esa escena, no dijo nada. Pero supo entonces que el León de Atenea no era solo fuego… también era corazón. Cruzaron el último puente de cristal que separaba el pueblo del palacio, y al llegar al portón de hierro forjado que protegía la entrada principal de Valhalla, Aiolia lo vio. Hagen se encontraba allí, erguido como una estatua viviente en medio de la ventisca. Vestía ropas nobles, de cortes antiguos y tejidos gruesos, con bordados de plata que formaban runas y constelaciones olvidadas. Su capa, de viajero curtido en largas distancias, flotaba ligeramente al viento. En su cintura colgaba una espada de hoja recta, bellamente forjada, sin adornos innecesarios, y sus botas de cuero estaban hechas a medida, cubiertas por fajas que le daban el porte de un príncipe salido de una balada antigua. Era más alto que Aiolia, pero no buscaba imponerse. Su postura era firme, pero no desafiante. Cada uno de sus gestos hablaba de una disciplina férrea, de un entrenamiento cuidadoso, pero también de una compostura construida sobre el respeto. Cuando Frey se acercó, Hagen bajó ligeramente la cabeza. No era sumisión. Era algo más viejo, más ceremonial. Una reverencia nacida de la lealtad y la devoción. —Lady Frey, dijo, su voz profunda como la madera vieja. Los preparativos están listos. La señora de Polaris lo recibirá cuando lo desees. Ni una palabra dirigida a Aiolia, pero el caballero de Leo no se sintió ignorado. Al contrario, la deferencia era evidente, como si su posición ya hubiera sido comprendida y respetada sin necesidad de protocolo. Pero lo que más llamó la atención de Aiolia no fue la compostura de Hagen, sino la manera en que, con gestos mínimos, se deshacía en atenciones por Frey. Le abrió el paso con naturalidad, pero también con algo de ansia contenida. Se adelantó medio paso para retirarle con elegancia una pequeña rama de escarcha de su hombro. Su mirada se suavizaba cuando ella hablaba, como si el solo acto de oírla bastara para aplacar las tormentas del norte. Era un caballero de hielo. Pero un hielo que sabía arder. Aiolia lo comprendió de inmediato. No había celos, ni recelo. Solo una curiosidad tranquila por ese hombre que parecía salido de un tiempo anterior al suyo. Un hombre que, en otra época, habría sido rey. Frey giró hacia Aiolia, señalando con una leve inclinación de cabeza las puertas de obsidiana y acero. —Ven. La señora Hilda te espera. Y sin otra palabra, cruzaron el umbral del último gran bastión del norte, hacia la sala del trono, donde las verdades que separaban a dioses y hombres estaban a punto de ser desenterradas. No había sala del trono en Valhalla. A medida que avanzaban por los pasillos internos del palacio, Aiolia notó la ausencia deliberada de fasto divino. Las paredes estaban recubiertas con pieles de oso polar, y sobre los suelos, alfombras rojas oscuras, bordadas a mano con símbolos antiguos que hablaban de pactos, batallas y caídas. Pero más allá de todo eso, había algo que flotaba en el aire: una melodía. Al principio parecía apenas un eco lejano, como si viniera del mismo viento. Luego, con cada paso, fue ganando fuerza y presencia. Era un arpa, pero no una alegre. Sus notas eran largas, melancólicas, casi meditativas, como si lamentaran algo que aún no había sucedido. Frey se detuvo, ladeando el rostro con delicadeza. —¿Lord Mime...? —preguntó, con una voz apenas más alta que la música. Pero fue Hagen quien respondió, sin girarse. —No. Es Lady Hilda. Esa sola afirmación hizo que Aiolia se irguiera un poco más. No lo sorprendía que la guardiana del norte fuera culta o refinada. Pero que aquella música doliente emanara de ella... le dio una idea de su espíritu que ninguna palabra podría igualar. Finalmente, llegaron al final del corredor. Una escalera abierta, amplia y señorial, conducía hacia una gran plataforma exterior en lo alto del palacio, donde el viento se arremolinaba con fuerza, como si incluso el aire se inclinara ante lo que allí residía. No era una sala del trono. Era un altar. Un lugar de vigilia. Un espacio reservado no para Lady Hilda… sino para el dios al que servía. En el centro de la plataforma, se erguía la colosal estatua de Odín, labrada en piedra negra y decorada con oro y zafiros oscuros. El dios no estaba sentado, ni en pose majestuosa. Estaba de pie, con Balmung —la mítica espada— en alto, como si aún combatiera por su pueblo en la eternidad. A los pies de la estatua, sobre un banco de madera tallada con motivos celestes, estaba ella. Lady Hilda de Polaris. No vestía con exceso. Llevaba un abrigo blanco de lana pesada, y su largo cabello caía como un río de plata sobre sus hombros. Tocaba el arpa con los ojos cerrados, y cada cuerda que sus dedos rozaban parecía provocar un suspiro en el viento. El Cosmo de Aiolia tembló en su interior. No por amenaza, sino por una especie de reverencia natural, como cuando un niño pisa por primera vez el mármol de un templo. Esa era la mujer que sostenía el equilibrio del mundo. Y sin que él lo supiera aún… esa melodía sería el comienzo de algo mucho más vasto que el simple crujir de un sello divino. Detrás de la plataforma, en un segundo plano pero visiblemente presentes, se congregaban los nobles de Asgard. Eran hombres y mujeres de mantos largos, broches enjoyados, cuellos altos y palabras medidas. Su presencia era silenciosa, pero no pasiva: observaban, analizaban, murmuraban entre ellos con disimulo apenas suficiente para no desentonar ante la solemnidad de la escena. Algunos eran ministros, otros jefes de clanes antiguos… y muchos más, simples aduladores, aferrados a la corte como hiedra a las columnas de Valhalla. Entre ellos, destacaba uno por su porte recto, su mirada firme y su historia grabada en el cuerpo: Lord Sid de Mizar Zeta. Al ver a Aiolia cruzar la plataforma, el protocolo dictaba una inclinación contenida, un gesto de reconocimiento diplomático. Pero el León de Atenea no era un hombre de medias reverencias. Caminó directo hacia él, apartándose momentáneamente de Frey, y le tendió la mano como si aún estuvieran en el campo de batalla. —Sid. No esperaba verte aquí. Es bueno ver que sigues entero. El gesto tomó por sorpresa a varios de los cortesanos, cuyos murmullos se apagaron como si el viento mismo se los llevara. Pero Sid no dudó. Su rostro se suavizó con una sonrisa franca, y estrechó la mano del León con fuerza, como se hace entre iguales que han sobrevivido juntos al filo de la muerte. —¿Y cómo no estarlo, si tú estabas allí? —respondió con voz grave y clara. Luego, deslizó los dedos hacia su cuello, y bajó el cuello de piel para dejar visible una cicatriz que cruzaba la clavícula. —Ponto casi me arrancó la cabeza. Esta herida atravesó mi God Robe… si no fuera por tu rayo, Aiolia, no estaría de pie hoy. El caballero de Leo asintió, sin fanfarria. —Los Titanes no eran enemigos para hombres sin honor. Me alegra ver que sigues siendo el mismo. Sid soltó una carcajada breve, sincera, que resonó como trueno contenido entre las piedras del palacio. —Y tú el mismo insolente solar que rompe la etiqueta en cada tierra que pisa. Ambos rieron, y por un instante, el hielo ceremonial del lugar pareció derretirse. Desde el fondo, algunos nobles fruncieron el ceño, incómodos ante la cercanía que desafiaba jerarquías. Pero ni Frey ni Hilda —que seguía tocando su arpa sin dejar de observarlos con el rabillo del ojo— parecían molestos. Al contrario. Allí, entre capas y sonrisas contenidas, se revelaba lo que el verdadero respeto genera: un eco más fuerte que los salones, una alianza que no se curva ante el oro ni la política. Y Aiolia volvió junto a Frey, sabiendo que aquella reunión no era solo un mensaje diplomático. Era el comienzo de una verdad que no podía esconderse detrás de títulos ni coronas. Entre los cortesanos, uno destacaba no por exceso, sino por sobriedad. No vestía como un noble ni como un cortesano, sino más bien como un soldado. Llevaba un abrigo largo de lana oscura, sin adornos, sin oro, sin insignias innecesarias. Una espada reposaba en su cinto, sencilla pero impecablemente cuidada. Y, sin embargo, ninguno dudaba de quién era. Lord Siegfried de Dubhe Alpha, el más leal de los guardianes de Asgard. Mano derecha de Lady Hilda. Su porte era majestuoso, pero no ostentoso. Su belleza no era delicada ni efímera como la de los jóvenes poetas de los salones: era la de una estatua viva, esculpida en granito bajo el sol ártico. Alto, de espalda recta, mandíbula firme, ojos azules como el hielo que nunca se derrite. Siempre atento. Siempre presente. No dijo una palabra mientras Aiolia cruzaba la plataforma. Pero su mirada siguió cada uno de sus pasos, no con sospecha, sino con el tipo de vigilancia que sólo un guardián absoluto puede ejercer: una mezcla de deber, respeto y la conciencia de que cualquier sombra puede ocultar una amenaza. Siegfried no necesitaba hablar. Su sola presencia bastaba para recordar a todos los allí presentes que, si la estatua de Odín alguna vez cobrara vida, su reflejo caminaría en la forma de ese hombre. A cada gesto de Hilda, Siegfried se inclinaba sutilmente, o adelantaba medio paso si el viento soplaba más fuerte de lo debido. No como un sirviente, sino como un juramento hecho carne. Aiolia lo comprendió de inmediato: el lazo que unía a ese hombre con su señora no era de palabras, ni de títulos. Era sagrado. Y por un instante, el León de Atenea deseó que todos los que rodeaban a Atenea fueran así: silenciosos, leales, incorruptibles. Pero hombres como Siegfried eran raros. Raros como el oro verdadero. Cuando las últimas notas del arpa se desvanecieron como copos en el aire, Aiolia comprendió lo que en verdad había presenciado. No era solo música. Era una plegaria. Cada vibración de la cuerda resonaba con su cosmos cálido y envolvente, un aura que se expandía suave pero firme, como una madre que extiende los brazos sobre su pueblo dormido. El aire alrededor del palacio se templaba por ese poder invisible, pero constante. No era el manto de Odín lo que protegía los campos fértiles ni los techos sin escarcha. Era ella. Hilda de Polaris. Su cosmos no era violento, ni abrumador. Era firme, pero generoso. Era humano. Y por eso mismo, milagroso. Cuando terminó, se irguió con una gracia natural, dejando el arpa a un lado. El viento besó su cabello blanco como la primera nevada, y su piel clara resplandecía como el mármol antiguo, tibia bajo la luz fría del norte. Llevaba una túnica de lana blanca ajustada al talle, con una capa azul que se abría detrás de ella como alas que no necesitaban moverse para sostenerla. En su mirada había sabiduría, pero también una dulzura que desarmaba. Los aplausos vinieron desde atrás, discretos pero sinceros. Algunos nobles golpearon sus báculos en el suelo en señal de respeto. Aiolia no aplaudió. Estaba demasiado impresionado. Y entonces ella habló. Su voz era clara, elegante, cargada de un lirismo que no era afectación sino costumbre, como si cada palabra debiera ser digna del silencio que la precedía. —León dorado de Atenea, dijo, con una sonrisa leve. —Que sólo pudo ser detenido por el hijo del trueno… ¿qué hace alguien de tan noble estirpe en tierras tan lejanas, más allá de los dedos del mundo? Aiolia tragó saliva. Por un instante, sintió el peso de su armadura invisible. Le avergonzaba su pregunta, como si empañara la santidad de ese lugar. Pero aún así, debía hablar. —Lady Hilda… —comenzó, y su voz era firme pero suave. —En los últimos meses… se han avistado Marinas en distintos puntos del mundo. Guerreros de Poseidón que deberían estar dormidos. Los murmullos se alzaron como un viento súbito. Algunos nobles fruncieron el ceño. Frey mantuvo el rostro neutro. Sid se cruzó de brazos. Siegfried no se movió ni un centímetro. Pero Hilda… Hilda cerró los ojos. No por ira. No por vergüenza. Sino por comprensión profunda, como si esa preocupación también hubiera anidado en su corazón. —El sello de Poseidón sigue tan firme como siempre. —dijo, abriendo los ojos con calma. —Lo vigilo yo misma, cada semana… durante el día de Odín. Ningún temblor ha perturbado su prisión. El viento pareció soplar más fuerte, como si la misma Asgard escuchara. —Pero si esas Marinas han despertado, entonces algo se mueve bajo las aguas… algo que incluso el ojo más fiel no puede ver. —añadió, en voz más baja. Y Aiolia supo entonces que no hablaba sólo como sacerdotisa, ni como regente. Hilda hablaba como un ser humano con miedo. Y por eso, aún más digna de confianza.