Sala de música

Tema en 'Tercera planta' iniciado por Gigi Blanche, 5 Agosto 2022.

  1.  
    Gigi Blanche

    Gigi Blanche Equipo administrativo Game Master

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    Asentí, muy satisfecha, cuando reconoció su condición de armario y lo dejé morir, aún si sólo lo había dicho para dejarme contenta o porque, quizá, sólo quizá, de haberse negado se lo habría seguido discutiendo a muerte. Mi lío lingüístico le hizo gracia, fue evidente, y en cierta forma ese detalle me dio un poquito de alegría. Dijo que debíamos rendirle un minuto de silencio a todos mis veranos tercermundistas y solté una carcajada, desesperándome.

    —¡Son como quince minutos! ¡Es un montón! O sea, un montón para mí. ¿Alguna vez me viste quince minutos en silencio? No, ¿verdad? No quieres hacerlo, te lo aseguro. ¿Ves cómo salen las palabras de mi boca? —Lo miré, señalándome y hablando a tropel—. ¿Ves con qué facilidad fluyen? Ni siquiera tengo que pensarlo, mi cerebro se está tomando vacaciones, no las estoy controlando para nada y puedo seguir así todo el receso.

    Le saqué la lengua cuando me pidió respeto para él, el anciano, y abrí la puerta. Ko dijo que me la dejaría abierta al pasar por aquí y supuse que antes de volver a clases le echaría llave. De por sí el noventa por ciento de la vida de mini Ishi era un misterio, pero me pregunté fugazmente qué haría él durante el receso. Ingresé a la sala, sosteniéndole la puerta a Altan con movimientos caballerescos, y la cerré tras su espalda.

    Escuché la explicación del cerebrito y me pregunté si los de tercero sufrirían más calor que los de primero por este mismo fenómeno.

    —Sin embargo, he oído que entre las nubes hace más frío que al nivel del suelo. Nada chequeado, sólo cosas como estar viendo el noticiero y que el chico del tiempo diga "y si hace frío aquí, no se imaginan allá arriba". —Me desplacé por la sala y me dejé caer en el sofá, aunque al instante salté como un resorte y seguí hacia la mesa—. Hmm, en las montañas también hace más frío a medida que subes...

    No pretendía llevarle la contra, fue un pensamiento en voz alta. La última parte la murmuré bastante distraída, ya que había encontrado el control del aire acondicionado y lo estaba encendiendo y ajustando la temperatura.

    —¿Alguna vez te resfriaste por el aire? —le pregunté, volviendo a lanzarme al sofá con el bento sobre el regazo.
     
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    Zireael

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    Obviamente pedirle a Anna quince minutos de silencio era un delirio y casi un pecado, eso lo sabía uno con facilidad, pero verla afirmarlo me hizo incluso más gracia que el embrollo con la palabra de antes. Entró en modo metralleta, metralleta desesperada por el silencio que no le había pedido en verdad, y mientras hablaba la risa se me fue soltando hasta convertirse en una carcajada al escucharla decir que su cerebro se estaba tomando vacaciones, que ni lo estaba controlando y podía seguir así todo el receso.

    —No te he visto ni dos minutos de silencio, ¿cómo podría pedirte quince? —solté entre la risa—. Mandarte a competir en unas olimpiadas de conversación sería como hacer trampa, como jugar al GTA San Andreas con los códigos que hacían que los autos volaran.

    Cuando le pedí respeto me sacó la lengua y tuve que usar neuronas extra en mantenerme tan serio como mi papel de cerebrito lo exigía. Ella abrió la puerta que resultó estar sin llave, la sostuvo con aires de caballero y yo entré mientras seguía con mi verborrea de por qué el calor subía, eso me distrajo de pensar en la idea de que la puerta estaba cerrada a nuestra espalda.

    Había entrado a la sala con cuidado, con el mismo cuidado que entraba al estudio de mamá, pues a mis ojos era un santuario ajeno y paseé la mirada por el espacio escuchando su respuesta a mi dato sacado del archivo. En sí la duda era válida, uno decía que el aire caliente subía y luego resultaba que si subías una montaña te cagabas de frío.

    —Ah, eso es diferente y ya tiene que ver con la atmósfera. Con la altitud la presión cambia la cantidad de moléculas de aire disponibles, que disminuye y la temperatura baja, pero eso también es relativo, porque estás más arriba y el sol te da más fuerte. —Así como ella no había pretendido llevarme la contraria, lo mío también rozó el pensamiento en voz alta—. El término es adiabatic cooling, los CDP, digo los centros de procesamiento de datos los utilizan, son más eficientes y amables con el ambiente que los viejos sistemas de enfriamiento que usaban agua y la contaminaban al final. El aire como elemento es bastante curioso, uno piensa que no ocupa espacio solo porque no se ve, pero allí lo tienes. Se enfría, se calienta, sube o baja y cambia un montón de cosas.

    Con la estupidez me había quedado sin contestarle lo del aire acondicionado, distraído con la pizarra pentagramada y el piano de cola. Lo recordé medio de golpe, así que giré el cuerpo para verla ya que se había dejado caer en el sofá y negué con la cabeza.

    —Nunca me resfrió el aire —contesté al pensar que la negación había sido un poco ambigua, iba a regresarle la pregunta y otra realización me cayó en el mismo espacio de tiempo, al verla ajustar la temperatura del aire acondicionado—. ¿A ti no te hace daño? ¿Está bien que lo pongas?

    La preocupación se me coló en la voz al preguntárselo y darme cuenta, por alguna razón sin sentido, me dio algo de vergüenza que pretendí ignorar. Me acerqué al sofá, dejé la botella de agua en la mesa y me senté a su lado, dejándome el bento en el regazo también.
     
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    Gigi Blanche

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    —Yo ponía el de que las chicas te siguieran en el Vice City —aporté, riéndome—. Era cruel y gracioso, como casi todo lo que uno hace en un GTA. Te subías a una moto y las tías se empezaban a pelear y empujarse por acompañarte.

    Mi duda derivó en otra porción de información que al principio fue bastante entendible y fácil de procesar, pero de repente lo tenía hablando de términos en inglés y procesadores de no sé qué y lo miré con el ceño fruncido. Relajé el semblante conforme cerró la idea. El aire era invisible la mayoría de las veces, cierto, pero al menos yo siempre lo tenía muy presente.

    —Fíjate que el pecho se nos amplía y contrae continuamente por culpa del aire —comenté desde el sofá, ya abriendo mi almuerzo—. O cuando tomas mucho aire para bucear en la piscina y los cachetes te quedan de hámster. Al bailar lo siento todo el tiempo y cuando hacía trapecio también, la resistencia que genera. Pero es cierto que es el elemento que pasa más desapercibido.

    Mi decepción fue evidente al saber que él tampoco se había resfriado nunca por culpa del aire y solté una mezcla de suspiro y bufido bastante exagerado, agarrando los palillos.

    —Niño rico tenías que ser, ¡son todos iguales! —me quejé, sin especificar el motivo, y dejé la broma de lado al notar la preocupación de su tono. Parpadeé y meneé la cabeza, un poco sorprendida—. No, no, en tanto no lo ponga en dieciocho grados o alguna locura así no pasa nada. Nada que valga la pena la mención, al menos.

    A veces sí se me tomaba un poquito el pecho, pero entre eso y morir de calor prefería cuidar un poco mis movimientos y ya. No estaba segura por qué me había pillado tan desprevenida su duda, ¿o más bien era la preocupación que la había acompañado? Porque era una pregunta válida, ¿cierto? Barrí el asunto bajo la alfombra y lo recibí en el sofá con una sonrisa, enganchándome los zapatos entre sí para quitármelos y cruzar las piernas. Tenía pollo y arroz con lechuga, nada muy loco. Empecé a comer y me incliné para husmear su bento.

    —Ah, y no creo que la distancia al sol cambie lo suficiente para que afecte, ¿no? —retomé de repente buscando sus ojos, pues aquella idea me había quedado colgada, y regresé a mi posición original—. Piensa en los, no sé, los cientos de miles de kilómetros que nos separan del sol, dudo que unos miles de metros hagan diferencia. ¿El aire está bien así? ¿O quieres que lo baje un poco? O sea, que lo suba. O sea, bajarle la temperatura para subirle el fr- ¡bah, tú me entiendes!
     
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    Zireael

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    —¿Para qué es el GTA si no es para ser moralmente cuestionable? —secundé a su aporte, junto a una risa floja—. El Vice City no lo jugué en verdad, pero todos siguen la misma lógica al final.

    Había hasta teorías de la psicología social y cognitiva que explicaban razones probables a por qué en los videojuegos uno era más cruel y desinhibido, pero no valía la pena ponerme a parlotear al respecto en realidad. Tampoco era que yo pudiera hablar mucho sobre control de impulsos ni nada, era moralmente cuestionable hasta en el mundo real.

    Solo me di cuenta de que había volado por las ramas con la respuesta de por qué hacía frío en las zonas altas cuando me miró con el ceño fruncido y le dediqué una sonrisa un poco culpable. Dios librara a Anna de estar presente cuando papá se ponía hablarme de las cosas de Káiser, comenzaría a creer que hablábamos árabe en vez de inglés y japonés.

    La escuché cuando empezó a hablar de nuevo, la imagen de los cachetes de hámster me hizo algo de gracia, pero le presté particular atención cuando dijo que al bailar sentía el aire y también cuando hacía trapecio, pensé en cómo se había visto al bailar en el evento y otra vez maldije a la vida o la mierda que fuese por arrebatarle eso. No quise sacar el tema porque era necio también, pero incluso en esa injusticia pude pensar que la relación de Anna con el aire, con su brisa, era preciosa.

    Que el aire podría volver a elevarla en algún momento.

    Iba a contestarle algo en una línea más amable de todas formas cuando suspiró-bufó, haciéndome alzar las cejas unos segundos antes de que soltara que tenía que ser niño rico, que éramos todos iguales. Arrugué un poco los gestos, lo que acabó revuelto con la preocupación del tono de mi pregunta. Ella negó y le noté algo de sorpresa antes de que me contestara, desvié los ojos al control del aire, como esperando que no se atreviera a bajarle un solo punto más a la temperatura.

    Igual con la respuesta que me dio busqué neutralizar la preocupación inicial, la vi quitarse los zapatos y husmeé su almuerzo cuando lo destapó, un poco porque sí, antes de abrir el mío. Era carne, ensalada y arroz, nada muy loco, excepto por las cuatro gyozas en una esquina; notarlas me hizo sonreír un poco, oba-san las ponía de tanto en tanto, porque sabía que me gustaban. No lo pensé en absoluto, busqué los palillos, tomé una y la dejé en el bento de Anna, apenas un segundo después le puse otra.

    —El aire está bien —respondí en voz baja aunque me hizo gracia su embrollo mental, luego volví sobre lo del sol—. Piénsalo así, estamos en un invernadero grande y somos igual de delicaditos que las flores de Ishi y Hodges, con la altura la atmósfera también se vuelve más delgada y pasan más rayos ultravioleta. Igual supongo que es una preocupación de los vampiros como yo, si me dejas al sol me convierto en un camarón. Absolutamente nada que ver, pero llevamos un rato hablando del calor, ¿te gusta la playa, An?
     
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    Gigi Blanche

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    Solté una risilla, asintiendo. Uno de por sí se concedía muchas licencias al jugar videojuegos ante la ausencia de consecuencias reales, pero el GTA tenía que ser un caso de estudio aparte. La manera en la que se robaba, acribillaba y cagaba a palos a la gente era bastante absurda. Pero ¿qué se le podía pedir a un mundo donde las ambulancias atropellaban personas en su apuro por asistir a alguien?

    A decir verdad no tenía que convertirse en el policía del aire acondicionado ni nada, así que ver la seriedad con la cual me señaló el aparato con la mirada me arrancó una risa breve. Alcé ambas manos alegando inocencia, en una de ellas tenía el control, y entonces lo deposité en la mesa, en una promesa silenciosa de que no lo bajaría. Igual no tenía que preocuparse demasiado, yo era la primera en no querer tener otro episodio. No sólo eran un coñazo, también me daban vergüenza si me caían frente a otras personas y en especial frente a él, que sabía que le afectaría y le encontraría la vuelta para culparse a sí mismo. No porque me lo hubiese dicho, sino porque a mí probablemente me ocurriría lo mismo en su lugar.

    Y ya sabía que en varias cuestiones nos parecíamos.

    Al me dejó dos gyozas en mi bento, detalle que me ensanchó la sonrisa mientras hablaba. Dijo que el aire estaba bien y, mientras volvía a hacer gala de su cerebrito de niño genio, ver la comida me puso repentinamente contenta. Me removí en mi lugar, alternando los hombros al ritmo de un bailecito azaroso, y pesqué una gyoza con los palillos. Su recorrido, sin embargo, comenzó a dar giros y vueltas, y la acabé dirigiendo hacia él.

    —¿Usas protector solar a diario en verano, Al?

    Qué va, ya sabía la respuesta.

    —¡Sip! Me gusta. —Con la tontería de la gyoza había acabado virando el cuerpo en su dirección y pues, así me quedé, hablando mientras revolvía el arroz—. Nací en una ciudad costera, no sé si te lo conté alguna vez, y aunque no pasamos mucho tiempo ahí antes de empezar a viajar, a lo largo de los años volvimos muchas veces. Me gustaba todo. El puente lleno de candados, los acantilados al Sur, la churrería sobre el mar y el rejunte de lobos marinos detrás del puerto. Ah, no sabes lo que es una churrería, ¿verdad?

    Dejé los palillos sobre el bento y saqué el móvil para mostrarle.

    —Es un panificado frito, que suele venir cubierto de azúcar y relleno con dulce de leche, chocolate, crema pastelera. El clásico, clásico, clásico es el churro con dulce de leche. Así que sí, me gusta mucho la playa, aunque igual creo que prefiero más los climas y paisajes de montaña. Les tengo más cariño. La patagonia argentina está llena de bosques, lagos y montañas, y tiene que ser mi lugar favorito en el mundo.


    el buen churro
     
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    Zireael

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    Dudaba que ella misma se pusiera muy rebelde con el aire, con todo lo que venía con tener un episodio frente a otros, pero eso no iba a quitarme el momento de policía del aire acondicionado. Estábamos aquí escapando del calor, no en un intento de homicidio a la chica del asma y tampoco quería tentar demasiado a la suerte, la verdad fuese dicha. Evitaba atorarme allí, como me había dicho papá, pero a veces solo... solo aparecía. Eran los ojos del monstruo, el susurro venido del agua, que insinuaba que yo podía haberlo detonado.

    Anna alzó las manos, yo aflojé los gestos y pronto estuvimos sentados en el sofá ante la promesa silenciosa de no bajarle más al aire. Le dejé las gyozas, la vi removerse en su lugar y sonreí sin darme cuenta al ver su movimiento de hombros; el recorrido de la gyoza que tomó con los palillos, sin embargo, se desvió en mi dirección. Regulé la duda que me quiso atenazar el cuerpo, la frené apenas un instante antes de que me agarrotara los músculos y la recibí.

    La pregunta del protector solar me hizo desviar la vista al bento, revolví un poco el arroz y preparé un bocado con un poco de todo.

    —Se me olvida y mamá me riñe por aparecer, yo qué sé, con la nuca roja —confesé aunque no hacía falta—. No me gusta la sensación de tener algo embarrado encima igual, pero no es que tenga opción.

    Mientras me respondía lo de la playa volteé el cuerpo, medio subí la pierna al sofá con cuidado de no subir el zapato, pero así al menos estábamos los dos en la misma dirección. La escuché contarme que había nacido en una ciudad costera, traté de hacer memoria para recordar si me lo había contado junto a las demás cosas, pero creía que no, así que negué suavemente con la cabeza, pero no la interrumpí aunque se me notó la confusión al escuchar lo de la churrería.

    —¿Frito? —reboté mientras veía lo que me enseñaba en el móvil, un poco confundido—. ¿No que las milanesas eran fritas también? Todo está frito. Suena muy dulce además.

    De todas formas, al verlo mejor en realidad no se veía mal, aunque tanta azúcar con calor no sonaba como la mejor de las combinaciones o al menos a mí no me pareció que fuese el caso, era como tomar Coca-Cola para la sed, terminabas peor que como habías comenzado. De la forma que fuese, hasta ahora las lecciones me dejaban con milanesas, churros y mate, quizás debía comenzar una enciclopedia.

    —¿Hace mucho frío? Digo, en la montaña —pregunté regresando la vista a ella, en realidad me gustaba cuando me hablaba de estas cosas—. Algo debo haber leído alguna vez de que la patagonia era fría.


    uff me lanzaste el recuerdo de que el mejor churro que me comí en la vida me lo vendió una chica argentina en la playa una vez JAJAJ god bless her actually
     
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    Gigi Blanche

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    Mi sonrisa se amplió cuando Al aceptó la gyoza, y sin demasiada vergüenza pillé una de las dos que habían quedado en su bento para llevarla al mío. No quería darle muchas vueltas a nada, e iba a aprovechar que hoy, aparentemente, me resultaba más sencillo que de costumbre. Me comí una yo misma, estaba muy, muy rica y volví a sentir la alegría de recién. Me encantaban las gyozas.

    Su confesión se me asemejó a la de un niño regañado y, ya habiendo tragado, me reí en voz baja.

    —No es muy placentero, no, pero peor es no poder dormir por una quemadura, ¿no? O que cualquier roce de la ropa te moleste. —Me reí con más ganas ante un recuerdo repentino—. Una vez me quemé suuuper feo en la playa, los hombros, y entre que no teníamos mucho dinero y andábamos en fase "vivir de la tierra" cortamos varias hojas de aloe vera que crecía salvaje sobre los acantilados. Si lo guardas en el congelador y te lo aplicas de tanto en tanto alivia bastante, pero el caso es que esa baba se seca en tanto no la mojes. No recuerdo cómo acabó en mi boca, no tengo la menor idea, pero sí sé que la probé sin querer y casi muero por lo amarga que tenía la piel. ¡Y cuando me fui a bañar! Fue como si me hubiesen andado veinte caracoles encima. ¿Alguna vez sostuviste caracoles? Quiero decir, no agarrarlos del caparazón, dejarlos recorrerte la mano. —Me miré los dedos—. No sé bien qué hacen los pequeños diablos, es como si te rasparan con mini dientecitos y luego te queda rojo. Peor pican las hormigas, igual.

    Me había ido por las ramas de lo lindo, pero esa solía ser mi dinámica con Al. Yo hablaba y él me escuchaba. Luego preguntó que si comíamos todo frito y me reí, pues un poco de razón tenía.

    —Habrá gente más sana, pero si te lo propones puedes hacer muchas cosas fritas. Uf, ¡y no te hablé de las tortas fritas! Esas se fríen directamente en grasa, imagina, ¡y las empanadas también! Hacíamos unas empanadas de cordero, llevaban cebolla, aceitunas, huevo, y las comíamos con azúcar.

    Busqué sus ojos adrede para ver su reacción, aunque de todos modos me seguí riendo. Estaba desbloqueando un montón de recuerdos que me hacían feliz. Fui comiendo un poquito más en los intermedios, luego preguntó si la patagonia era fría y asentí.

    —No he ido en invierno, pero siempre tienen problemas por la nieve. En verano hay días para todos los gustos, que es cuando vamos porque los campings están abiertos. Una vez nos agarraron temperaturas bajo cero, llovía y hacía un frío de cagar, incluso escuché decir a unos lugareños que en la cima de las montañas había nevado. Es difícil darte cuenta por las nieves eternas. Y tres días después estábamos tomando solcito con treinta grados. En ese viaje hubo un día que caminamos veintiséis kilómetros en total, trece de ida y trece de vuelta, para llegar a un bosque de arrayanes, ¿los conoces? Son árboles anaranjados, como de color canela, y la particularidad que tienen es que sus cortezas siempre están frías. ¡Pero frías de verdad, eh! Cuando llegamos, agotados y muertos de calor, nos abrazamos a los árboles. —Me reí—. Fue una sensación hermosa aplastar la mejilla ahí, ni quería irme.

    Lo miré.

    —¿Tienes un viaje favorito, Al?
     
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    Zireael

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    Me alegraba por el hecho de que parecíamos fluir con menos incomodidad que otros días, incluso si yo estaba siendo demasiado consciente de mí mismo y pretendía disimularlo. Al apagar ciertas porciones del cerebro aunque las palancas se quisieran atascar al menos podía permitirme estas cosas, recibir la comida que me daba y escucharla. Era lo que no quería perder después de todo.

    Le presenté atención cuando me contó lo de la quemadura y el aloe vera, pero arrugué las facciones apenas llegó a la parte de que al bañarse había sido como si le hubiesen andado caracoles encima. No me gustaba ni el gel de aloe vera de la farmacia, imagina ponerme la baba directo de la planta, me podía morir. De hecho por lo mismo no dejaba que los caracoles me anduvieran encima, era... la idea de la baba me ponía nervioso. Al pensarlo negué con la cabeza con cierto apremio.

    —Me dan asco, bueno, no es asco en verdad. Lo de la baba me pone ansioso —respondí todavía con las facciones algo comprimidas—. Creo que una vez vi en un vídeo que si cortas las hojas de aloe por la base y las pones en un tazón o lo que sea con agua, así en vertical, les sale eso amargo, ¿aunque quién tiene tiempo para eso estando todo quemado? Bueno, creo que era para preparar algo de tomar, ¿pero por qué beber algo que viene de una planta babosa? ¿A ti te parece? Igual sí que el aloe es mejor que otras cosas para las quemaduras, sobre todo las más feas.

    Mi pregunta de si todo lo comían frito la hizo reír, terminó contándome de las tortas fritas y las empanadas, digamos que las tortas las perdonaba, todo iba relativamente normal hasta que dijo que las empanadas de cordero, cebolla, aceitunas y huevo se las comían con azúcar. La miré bastante escandalizado y pensé que esta chica tenía estómago a todo terreno, porque no vi un solo escenario en que a mí me sentara bien a la digestión semejante revoltijo.

    —Qué Dios aleje a los argentinos del aceite y el azúcar —apañé mientras ella se seguía riendo.

    Volví a ponerle atención cuando me respondió lo de la patagonia, sonaba bastante extremo esto del bajo cero y tres días después estar a treinta grados, pero en sí por la posición geográfica de la cosa tampoco podía esperarse algo demasiado distinto o eso creía recordar. Estaba solo pensando en eso cuando soltó de lo de los veintiséis kilómetros y alcé las cejas, sorprendido. Por demás, el arrayán que yo conocía era el arbusto, el de las flores blancas, así que me quedé un poco patinando hasta que explicó que eran árboles anaranjados de corteza fría.

    —No sabía que habían arrayanes árboles, digo, hay un arrayán que es un arbusto, pero abrazar un arbusto es un poco complicado —resolví junto a una risa floja—. ¿Qué se hace luego de caminar veintiséis kilómetros? ¿Desmayarse un día entero? Suena agotador y encima le sumas clima de patagonia.

    Su pregunta de si tenía un viaje favorito me obligó a pensar, recordé varios viajes a la playa donde siempre terminaba quemado hasta si me quedaba a la sombra, otros a la montaña donde siempre terminaba sacando algún bicho raro de solo Dios sabría dónde, para horror de mi pobre madre que nunca le habían gustado y las visitas al abuelo en Estados Unidos. Mientras hacía uso de mis neuronas preparé otro bocado con un poco de todo y en vez de comerlo yo, lo desvié a Anna sin conferirle un pisca de pensamiento y casi al mismo tiempo alcancé un recuerdo distante que bastó para hacerme sonreír.

    —Unas vacaciones nos fuimos a Nara, ¿te suena el parque de Nara? Tiene quinientas y pico de hectáreas y bueno, el montón de cosas históricas japonesas, pero también es el de los ciervos, ¿has visto los vídeos de gente dándoles de comer? Fuimos cuando tenía como once años, papá se echó el camino hablando de que los ciervos del parque de Nara eran sagrados porque Takemikazuchi, dios del trueno, había llegado sobre un ciervo blanco y eso desembocó en una charla inmensa sobre más cosas de dioses japoneses. Aunque los ciervos ya no son sagrados, son tesoro natural, pero viene siendo parecido —empecé a contar con la sonrisa suspendida en el rostro—. Venden unas galletas para darles y mamá compró un montón, porque los ciervos están por todas partes, te lo juro, por todas partes; caminan entre la gente, cruzan la calle, se acuestan a dormir frente a la gente. En fin, terminé en un círculo de ciervos, algunos me empujaban con el hocico o me mordisqueaban la ropa, pero en general eran muy tranquilos, como perritos grandes. Al año siguiente me acuerdo que le pregunté a mamá si iríamos a ver los ciervos otra vez, me gustó mucho.

    Reí por lo bajo, haber terminado contándolo me regresó bastante en el tiempo. Creía recordar que mamá había tomado un montón de fotos, debía tenerlas por ahí todavía.
     
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    Relajé el codo en el espaldar del sofá y apoyé el costado de mi cabeza en mi mano, esbozando una sonrisa ligeramente divertida al oírlo decir que la baba lo ponía ansioso. Se me ocurrió alguna que otra broma muy fuera de lugar, motivo por el cual me las guardé, pues no recordaba que en... otros contextos las cosas babosas le desagradaran. Le presté atención al tip que me dio del aloe vera e intenté memorizarlo, sonaba que valía la pena intentarlo.

    —Estoy segura que me quedan muchas quemaduras por delante, así que algún día lo probaré —respondí, riéndome—. He visto videos que se ponen aloe vera hasta en el pelo, no me extrañaría que acabemos, no sé, cenando ensalada de aloe vera y pollito.

    Su escándalo al mencionar las empanadas con azúcar me hizo reír con aún más ganas, y debajo de mi propias carcajadas oí su plegaria. De ahí le conté nuestra expedición hasta Arrayanes, que casi parecía expedición a Atlantis.

    —A la vuelta bajamos a la ciudad y nos compramos un helado. —Volví a reírme, porque de verdad que estaba haciendo ver a mi estómago de acero—. Lo más curioso de todo fue que al otro día no me dolía nada, yo creía que estaría hecha un flan ¡y nada! Fresca como una lechuga. A veces el cuerpo se comporta de formas extrañas. Ah, ese día comí por primera vez menta granizada que no era verde.

    Le pedí un viaje favorito y, mientras pensaba, me ofreció de su bento. Fue una chispita de ilusión que se me removió en el pecho y me incliné para aceptar el bocado, echándole un vistazo furtivo a su semblante; no parecía haberle preocupado. Asentí al preguntarme si ubicaba el parque de Nara, llevaba bastante tiempo queriendo conocerlo por lo que el preludio de la anécdota claramente me emocionó. Me removí en mi lugar, como si estuviese a punto de oír una gran historia, y me imaginé a un Al chiquitito rodeado de ciervos mientras él les daba de comer. Fue adorable.

    —Siempre quise ir —dije al fin, con una amplia sonrisa plantada en los labios, y bajé la vista para preparar un bocado de comida—. Se ven super lindos los ciervos en los videos, es como que haya Bambis por todas partes. Con sus madres, claro.

    Me lo llevé a la boca y volví a acomodarme en el espaldar.

    —Están muy ricas las gyozas, por cierto, ¿son de tu casa?
     
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    La diversión de su sonrisa me hizo algo más consciente de lo que acababa de decir, me quiso dar risa, pero lo disimulé y di gracias a que no nos quedáramos allí atorados. Igual cuando dijo que estaba segura de que le quedaban muchas quemaduras por delante fruncí apenas el ceño, pensando que no habíamos aprendido nada de la charla.

    —No deberían quedarte muchas quemaduras por delante, ¿no aprendimos nada de la importancia del protector solar? —Me quejé medio en broma, medio en serio, pero luego terminé soltando una risa y relajando las facciones—. Mientras no hagas frito el aloe, casi te lo podría dejar pasar.

    No creía que fuese posible, ¿pero no había gente haciendo helado frito? Lo cubrían de tempura y lo aventaban al aceite caliente, a mí me parecía una cosa surreal. Que algo pudiese hacerse no significaba que hubiese que hacerlo, sobre todo hablando de comida, pero también podía ser cierto que yo tuviera paladar de niño de cinco años, algo un poco contradictorio habiendo nacido aquí. No era que los japoneses comieran solo nuggets y papitas.

    Hablando de helado, dijo que al bajar a la ciudad se había comido uno y pensé que igual sí tenía estómago todo terreno, porque habiendo caminado tanto a mí seguro me dabas agua y se me regresaba. De todas formas seguía riendo al hablar, el sonido me atravesaba el pecho y me alegraba poder tener esto, poder oírla.

    —¿Pero si no era verde entonces de qué color era? —pregunté por lo de la menta, aunque me acordé de mamá diciendo que el helado de pistacho tampoco debía ser verde radioactivo—. Tienes que ser como un gato a este punto, ¿ves que de la nada corren por toda la casa como si nada? Pues así tú despertándote fresca como lechuga luego de semejante travesía.

    Al ofrecerle el bocado de comida se inclinó para recibirlo y pude eliminarme una ansiedad de encima, una de vete a saber cuántas. Así le conté el viaje a Nara, noté su emoción así que imaginé que le gustaría ir, algo que confirmó luego, y me la imaginé con los ciervos, lo que desembocó en una imagen mental bastante adorable también.

    —De hecho sí, es como estar rodeado de Bambis sin la parte triste de Bambi —secundé comiendo un poco también—. Es un poco gracioso tenerlos a todos mirándote a la vez eso sí. Algunos hasta hacen ciertos movimientos de cabeza porque saben que a las personas les hacen gracia y les dan más galletas. Ciervos manipuladores, ¿te lo puedes creer?

    Asentí con la cabeza a la pregunta de las gyozas y bajé la vista a mi almuerzo.

    —¿Te gustaron? ¿Qué otras comidas te gustan? —A ver, no podía dejarle frutas todas las veces, así que tener opciones sonaba bien—. Las gyozas, ¿llegué a hablarte de oba-san alguna vez? Creo pensar que sí, pero ahora no estoy seguro. Es la mujer que trabaja en casa, se llama Kanae, pero yo le digo oba-san porque desde que me acuerdo está con nosotros. Las hace porque sabe que me gustan

    La explicación me hizo sonar como un mocoso mimado, pero es que lo era y no tenía mucho remedio. Igual por haberme puesto a hablar de casa oxigené neuronas y levanté la vista a Anna.

    —Papá te manda saludos, se me había olvidado, fue el viernes.
     
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    Gigi Blanche

    Gigi Blanche Equipo administrativo Game Master

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    —No aprender nunca la importancia del protector solar y aún así regañar a los demás por no usarlo es una experiencia universal —afirmé, muy decidida—. No lo digo yo, lo dice la ciencia.

    Que me creyera capaz de freír un pedazo de aloe me arrancó una carcajada divertida, repentina y directa del pecho. No podía ofenderme, no con todo lo que freíamos en casa. Me preguntó de qué color era el helado de menta que no era verde y comí un poco antes de responderle.

    —Blanca. Toda menta verde tiene colorante, en realidad es blanca como... Ah, no las venden acá. Bueno, hay unos medallones recubiertos de chocolate que vienen rellenos con una pasta de menta, los vendían en Argentina, y ese relleno era blanquito, blanquito.

    No me extrañaba en absoluto que los ciervos tuvieran una maestría en manipulación, el otro día hasta había leído que los perros habían aprendido a mostrar la esclerótica del ojo para generar más empatía con los humanos. Dar pena, dicho en criollo, ¡y así terminaban gordos como cerdos! Me preguntó qué comidas me gustaban y, suponiendo que se refería a platos japoneses, comencé a hacer un repaso mental.

    —En general me gusta mucho la comida japonesa, la verdad... Las gyozas y el tonkotsu ramen me gustan mucho, pero también los onigiris rellenos de atún, sushi, katsudon, takoyakis de pulpo... ¡Me está dando hambre, Altan! —me quejé repentinamente, dejándole ir un empujoncito en el pecho.

    Me contó de su oba-san y me dijo que su papá me enviaba saludos, detalle que me hizo sonreír hasta que... ¿viernes había dicho?

    —¿Está desde el viernes esperando que le regrese el saludo? —pregunté, alarmada, e hice cuentas mentales—. ¡Hace un montón! ¡Altan!

    Y otro empujón, sólo que este fue un poco más sentido.
     
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    Zireael

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    Su respuesta a lo del protector solar me arrancó una risa nasal y negué con la cabeza, derrotado. Era claro que ambos acabaríamos quedando como pollos rostizados varias veces más, porque así eran las cosas y entre todo puede que no fuese tan trágico. Suponía que en tanto no pasara con demasiada frecuencia nuestro cuerpo nos lo dejaría pasar como un pequeño e incómodo recordatorio de que al menos podíamos estar al sol.

    Lo de aloe frito hizo que soltara la carcajada, le salió directo del pecho y me sonreí, pues sabía que Anna no se ofendería por una tontería inofensiva como esa. Igual que me respondiera que la menta que no estaba teñida de verde pasta de dientes era blanca se me ocurrió, medio de la nada, que era un poco una obviedad porque los chicles de menta muchas veces no eran verdes. En verdad ni siquiera creía que la menta como planta soltara suficiente pigmento para teñir nada, así que tenía sentido que fuese blanca era lo que quería decir.

    —Suenan ricos —comenté a lo de los medallones de chocolate rellenos de menta y comí algo más—. No estaría mal un helado de menta y chocolate...

    La estupidez fue casi un pensamiento en voz alta, un antojo repentino de la conversación. Luego seguí con lo de los ciervos, llegando a lo de su título en manipulación profesional que en verdad aplicaba casi a cualquier bicho, los gatos maullaban para causar una reacción en los humanos, los perros hacían trucos, los venados te hacían saluditos con la cabeza. En fin, todo fuese por comer, ¿no? Y hasta reventar, porque de lo contrario no contaba.

    Me respondió lo de la comida, fui haciendo la lista mental y su queja repentina me hizo abrir los ojos, un poco sorprendido, pero me dio risa el empujón de nada al pecho. ¿Cómo podía darle hambre si estaba comiendo para empezar? Pobre niña, habría que comprarle un postrecito o algo.

    Los saludos de papá la hicieron sonreír hasta que llegué a la parte de mi olvido, retrocedí un poco en el sillón, pretendiendo reducir un poco el empujón y alcé el bento en un intento de escudo que no valía para nada en verdad. Me asomé desde atrás de la caja, con ojos de cachorro mojado.

    —Me acordé, tarde, pero me acordé. ¡Me voy a poner un recordatorio para regresarle tus saludos sin tardarme media semana! —Genuinamente quizás debiera hacerlo, que entre los desordenes y la migraña que me atacaba cuando le daba la gana de milagro me acordaba de qué día era—. Prometido. Aunque me están usando de mensajero, seré mensajero a mucha honra.

    Bajé despacio el bento, por aquello de tener que bloquear otro empujón, y el cerebro me giró en redondo al otro motivo de este almuerzo. Quería verla, para empezar por ahí, pero también quería hacer las cosas de otra forma, de una manera que pareciera más correcta y sincera, pero no sabía por dónde comenzar. Implicaría alterar esto, este momento en que parecíamos tranquilos.

    Pero el silencio no había servido antes.

    —Gracias por aceptar almorzar conmigo, me pone muy contento —dije al devolver el bento al regazo, fue sincero, lo suficiente para sentirme un poco expuesto—. Hay... quería hablar de algo contigo, An, ¿está bien si lo hago ahora?
     
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  13.  
    Gigi Blanche

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    Entre la conversación de helados y comida japonesa oficialmente me moría de hambre, aún si tenía frente a mí un almuerzo completo... de arroz con pollo. Muy rico, sí, pero no le ganaba a todo lo demás. Además, con el calor que hacía vendría super bien un postre frío.

    —Podemos bajar a comprar... bueno, no son super helados de heladería artesanal, pero venden lo mejor que se puede conseguir en una cafetería escolar. Y es como la pizza fría de madrugada, ¿no? Dependiendo el contexto todo puede ser un manjar.

    Ya para mi segundo momento de indignación en el span de diez minutos, Altan se vio venir el empujón y retrocedió, mitigándolo. Usó el bento de escudo, imagen que me hizo gracia, y los ojitos que me hizo desde allí detrás me robaron una sonrisa involuntaria. Meneé la cabeza y me mordí el labio, renegando de mi propio desliz.

    —¡Más te vale! —dije casi encima de su idea del recordatorio, quejosa pero sin perder la sonrisa.

    Lo vi bajar su escudo, o sea el bento, y en cierta forma sentí que el ambiente cambió. Lo percibí en su semblante, quizá. Mantuve mi atención sobre él, atenta, me agradeció haber aceptado el almuerzo y parpadeé. Que quería hablar de algo conmigo. Sentí el corazón contra el pecho, fue un golpe repentino y asentí antes de hacerlo esperar, aún si mi mente se había bifurcado en varias direcciones alternativas. Sonaba... serio, ¿qué podría ser?

    —Claro —murmuré para enfatizar mi asentimiento, y aunque pretendí concederle una sonrisa tranquilizadora ya no seguí comiendo.
     
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  14.  
    Zireael

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    Asentí a lo de bajar a comprar helado, no estaba pidiendo yo gelato ni nada. Para el antojo del momento entre las preguntas de la comida, los medallones de Argentina y toda la cosa al menos un postre se nos podía conceder, parecía más lógico que un plato de comida entero, claro. Igual eso dependía, bueno, de lo que pasara ahora.

    —Pollo frito en la madrugada también cuenta como manjar —resolví por la pura gracia.

    Respecto a mi defensa del olvido, daba un poco de pena y todo, sobre todo porque yo no debía ser bueno poniendo ojos de borrego a medio morir, pero uno tenía que sobrevivir de algo. Bastó para hacerla sonreír y supuse que contaba, al menos para mitigar el efecto de las intercomunicaciones atrasadas entre estos dos. Papá se pondría contento, en esencia porque le servía como señal de que seguíamos hablando.

    Me dijo que más me valía, no perdió el tono de queja, pero seguía sonriendo y algo de gracia me hizo. Mismo motivo por el que me seguí cuestionando si debía sacar el tema, si era justo cambiar esto por... por lo que sea que saliera. No quería conversarlo porque fuese a cambiar nada o a alterar la decisión ya tomada, lo quería porque me parecía transparente. Porque ya no quería esconder cosas, buenas o malas o de la clase que fueran, pero tampoco sabía si estaba bien. Si era lo que correspondía.

    Anna asintió sin hacerme esperar, sentí que fue más automático que lo que podría habérsele pasado por la cabeza ante un "quiero hablarte de algo" y aunque me sonrió, aunque noté la intención de que el gesto fuese tranquilizador, también vi que dejó de comer. Sabía que no era buena para meterse comida con ansiedad, así que la entendí. También le sonreí, en agradecimiento y para que no pensara, ni idea, que podía ser el fin del mundo.

    Dejé los palillos en el bento también, alcancé la botella de agua para darle un trago y me la dejé en las manos, donde distraje las manos aunque seguía mirando a Anna. Repasé sus facciones, las cejas, las pestañas, el cabello, como si no la conociera o no quisiera olvidarla, ni yo sabía y solo pude pensar en que la quería mucho. Dios, la quería como un imbécil, la amaba y ya no se trataba solo de, ni idea, romance. La amaba como una parte de mi vida que había salido de ninguna parte y me había zarandeando el mundo.

    —Supongo que no es difícil de imaginar que cuando se me fue todo a la mierda corté lazos por todo sitio o incluso antes de eso. No estaba haciendo nada de la forma en que debía y no lo digo para, yo qué sé, darme con una piedra por el pecho y dar lástima. Era lo que era, lo que hacía y punto —comencé luego de ordenar ideas—. Jez me buscó, porque llevaba sin hablarle más que en la escuela ya un tiempo y a veces ni eso. Tampoco hablé con mamá un par de semanas, en fin era todo una cagada inmensa y se hizo así porque yo solo retrocedí de todo sitio.

    Tomé una pausa, tragué saliva y entonces bajé la vista.

    —Cuando empecé a poner distancia con Jez fue un intento de mierda de resetear todo, quería poner distancia para iniciar algo nuevo, iniciarlo bien y... En fin, ya no tiene mucho caso. Le pedí disculpas, sinceras, por ser un amigo de mierda en resumen y porque seguro habría seguido estirando todo así, pero también me confesé, le dije cómo habían sido las cosas durante los años anteriores, que me había enamorado, pero que ya no sentía lo que había sentido entonces. De todas formas, antes ya le había dicho... —Otra pausa, dudé si debía decirlo así, si no sonaba como si la estuviera presionando o algo—, ya le había contado de lo que siento por ti, bueno, fue más una afirmación a una pregunta suya hace algún tiempo, igual se lo expliqué. Antes no saqué nada del silencio y solo lastimé a los demás.

    Había tratado de contar todo lo más tranquilo posible, pero allí la ansiedad me ganó la pulseada y negué con la cabeza un momento, el gesto tuvo un apremio evidente. Al notarlo yo mismo suspiré, exasperado del cacao mental.

    —Quería que lo supieras, no quería guardarme más cosas y era algo que no me parecía que tuviera sentido contar por mensajes y ya. No quiero que te preocupes por... porque de repente no hable con nadie o me mande más cagadas, no quiero que tengas que sentir esa clase de preocupaciones.
     
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  15.  
    Gigi Blanche

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    La espera en lo que Al dejaba sus palillos y bebía agua se me hizo eterna, pero me tragué la ansiedad a cucharadas y me forcé a quedarme inmóvil, pretendiendo brindarle el tiempo que necesitara para ordenar sus ideas. Nombró a Jez, dijo que ella lo había buscado y volví a sentir el corazón contra las costillas. Entonces sí habían hablado... ¿Cuándo? ¿Por qué ella no me dijo nada? No era que debiera hacerlo, sólo... me habría gustado que así fuera. De esta forma nacían dudas extrañas.

    ¿Quizá no me consideraba su amiga?

    Seguí escuchándolo con atención, sin mover un músculo. No supe si mi semblante cambió al oír que se había confesado, pero por un segundo suspendí mi respiración en un punto muerto. Altan le debía esa honestidad a Jez, se la había debido siempre y sabía que era lo correcto que se lo dijera. Lo sabía. ¿Por eso... no me habría dicho nada? Desde su perspectiva debía ser todo muy extraño, ¿cierto? Esa era la opción optimista, claro. "Que me había enamorado". Eran palabras muy, muy grandes y poderosas, y oírlas de boca de Altan, pero refiriéndose a alguien más, me comprimieron el pecho.

    Aún así, era la verdad.

    Tomé aire por la nariz y volví a sus ojos al notar que dudaba. "Lo que sentía por mí". Sabía que probablemente estuviese siendo egoísta y caprichosa, que yo misma lo había empujado tras una línea divisoria, pero no pude evitar pensar que en esa diferenciación de ideas yacía una pequeña verdad secreta. Había estado años, y años, y años enamorado de Jez, ¿qué hacían dos o tres meses contra eso?

    Era contradictorio y agobiante. Sabía que Altan le debía esa honestidad a Jez... pero también le temía, le había temido siempre. ¿Qué pasaría si ahora Jez aprendía a verlo con otros ojos? Y yo no tenía derecho a reclamar ni pretender poseer nada, no con la decisión que había impuesto sobre nosotros. Sólo podía quedarme quieta, sonreír y alegrarme por ellos. Era lo que cualquier amiga decente haría.

    —Estás haciendo las cosas bien, Al —murmuré, sonriéndole—. Me alegra que hayan podido hablar, que... Jez te haya buscado. ¿Te sientes más liviano ahora?

    También, a destiempo, me di cuenta que Jez no le había dicho nada de nuestra conversación previa. Quería decir, Altan parecía totalmente ajeno al hecho. ¿Se lo habría ocultado por algo? ¿Por qué? No me había involucrado buscando ser ninguna heroína, pero sentir que mi paso había sido borrado por completo... Era como si todos mis nervios e incertidumbre no hubiesen significado nada. Las dudas seguían apilándose, ganaban fuerza, ganaban cuerpo, y se moldeaban en formas y colores que no me gustaba albergar. Había celos, había ansiedad... y algo de ira también.

    —¿Qué pasó con tu mamá? ¿Quieres hablarme de ello?
     
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    Zireael

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    Si Anna no sabía por qué Jez no le había dicho que ya había hablado conmigo yo estaba igual de perdido, lo mismo con guardarse el que ella la había buscado, pero viendo que se había guardado hasta ese momento lo de papá, pues también se notaba que no estaba haciendo las cosas en un orden particularmente lógico. Era todo un desastre, como siempre, y de haber sabido todo eso quizás le habría reclamado, porque eran cosas que sí era mejor hacer bajo un orden de uno, dos y tres, tal vez, pero aquí estábamos. Era medio hipócrita de mi parte, viendo que no había seguido el orden lógico de las cosas yo mismo.

    Poniendo todo sobre la mesa, que Anna, que Jez, que Fujiwara y por último yo igual volvía todo un amasijo de cosas sin orden ni dirección, que Anna y Fujiwara, que Jez defendiendo al chico, que yo diciendo que no era competencia ni nada y otro montón de cuestiones. Era un milagro que nosotros mismos pudiéramos hacer algo con la información, a Jez la había arrastrado la suerte de tormenta sin que se esperara siquiera ser parte de formas parecidas, mientras los demás llevábamos metidos en ella solo Dios sabría cuánto tiempo. No sabía qué función cumplía el confesionario con Jez más allá de dejar de mentir, eso sí, pero sentí que se lo debía también. Ya no me importaba la verdad que había reconocido hace tantos años, de que no me vería de otra manera ni bajo amenaza.

    Era como haberme sacado una flecha del pecho.

    Anna me dijo que estaba haciendo las cosas bien, pero de los recovecos de mi cabeza seguía saliendo la pregunta de si era cierto, no porque dudara de ella, sino porque dudaba de mí. Su respiración había cambiado antes, con lo de la confesión, y aunque era egoísta allí yo también temí, porque no quería angustiarla incluso más, pero sabía que en lo que le estaba diciendo también había cosas pesadas para ella.

    Recordé el miedo que había sentido por la aparición de Fujiwara, la fuerza que tuvo para anular un montón de cosas, y solo con retraso se me ocurrió que Anna podía temer, ni idea, ¿qué a Jez se le volara la cabeza del cuerpo y de la nada me confesara su amor eterno? No era así como funcionaban las cosas, jamás, pero sabía que el cerebro pensaba como le daba la gana y de por sí tampoco pude recordar si alguna vez le dije que Jez no podía verme así, pero allí yacía la otra diferencia importante.

    Ya no me interesaba que me mirara de forma distinta, no por resignación, si no porque en verdad no me habría gustado. Incluso con la decisión de retroceder al terreno de la amistad y todas las implicaciones, solo deseaba recibir esa mirada de Anna.

    —¿Más liviano? —reboté como si no me lo hubiese planteado antes siquiera y busqué mirarla después de haber bajado los ojos un momento. Tuve que pensar, revisar mis propias emociones y asentí despacio, lo que dije después por alguna razón me hizo sonar aliviado, pues fue sincero—. Imagino que habría sido mejor hacer eso desde el principio que solo callarme como imbécil y todo lo resultante, obvio. Jez no va a cambiar la manera en que me ve y no quiero que lo haga de por sí, ya no me interesa eso. La única mirada que me importa es la tuya.

    Lo último lo dije sin conectar lengua con cerebro, lo procesé apenas terminar la frase, me dio vergüenza y me preocupó a partes iguales, así que bajé la vista de nuevo. Lo hice porque había sentido el rostro arderme, algo que de por sí no era usual.

    —Perdona, no quiero que sientas que te presiono ni nada. No lo pensé antes de decirlo, se me fue el cerebro de vacaciones, sé que te estoy soltando muchas cosas juntas.

    Me había preguntado por lo de mamá, pero me quedé con la mirada baja en lo que el bochorno se me pasaba y pensé que esa historia, de hecho, se remontaba más atrás que lo de no hablarle a Jez. Era feo ponerlo así, pero me dolía más lo de mamá, era un resentimiento que me había guardado y creció hasta aplastarme las costillas, un poco como el miedo por Fujiwara.

    —Mamá... Cuando volví a casa luego de la golpiza de Sugino me comí un regaño inmenso, por supuesto, ya de por sí cuando se enoja es muy brusca, entonces casi todo lo que dice suena fatal. Me dijo que era incorregible y luego eso se revolvió con más cosas, todo este tiempo se mezcló con lo demás. —Contarlo me hizo comprimir los gestos incluso si ya habíamos hablado, si nos habíamos pedido perdón, pero dolía. Seguía doliendo—. Luego el día antes de que tú y yo habláramos en la azotea salí de casa un rato con Shimizu, bueno, Shimizu me pasó buscar porque Dunn lo buscó a él y no quiso oír negativas y acabé yo embarrado en sus cosas por alguna razón; en fin, eso da igual, es un embrollo de ellos. Cuando volví a casa mamá me riñó de nuevo y fue cuando reventé, le dije que para qué me preguntaba nada si ella misma había dicho que no tenía arreglo, que no podía mejorar y que le importara tres mierdas con quiénes me juntara o lo que hiciera. Le pedí que se rindiera, fue malditamente cruel lo que le dije y fue allí que dejamos de hablar. Ni siquiera pude buscarla después para contarle qué diablos pasaba, por qué estaba triste y todo ese desastre. Cuando hablé con ella me dijo que no la dejaba ser mi madre y tiene razón, no la dejaba, como no dejaba a nadie más acercarse. Ya no quiero hacer eso, no quiero ser así de cruel e injusto.

    Estuve por pedirle perdón, fue una cosa automatizada, pero detuve la disculpa cuando me llegó a la garganta y tomé aire. No se trataba de pedir perdón todas las veces.

    —Quiero cambiar —admití en voz baja—, por ti, por nosotros. Eso es todo lo que sé ahora, quiero dejar de pensar que el cambio es imposible, que toda decisión es una condena.
     
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    Gigi Blanche

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    Me dio la sensación de que no se había hecho esa pregunta hasta ahora y, de nuevo, aguardé su respuesta. Esta vez no cargaba la incertidumbre de recién, en su lugar tuve que enfrentarme a los pálpitos de diferentes emociones arrastrándose por los recovecos. Quería pedirles que se detuvieran, que no me apetecía escucharlos, pero era imposible combatirlos sin primero reconocerlos; y en ese reconocimiento tendía a enredarme.

    Su respuesta no me dijo si se sentía más o menos liviano, a decir verdad la sentí un poco inconexa, y quise valorar como debía su intención de clavarse aquí a contarme estas cosas. Al final no supe qué pretendió contestar y el cerebro me lanzó un pantallazo azul al oírlo decir que sólo le importaba mi mirada. Parpadeé, él agachó la vista y su rostro se tiñó de un rojo bastante intenso. Fue tierno e inesperado, la sorpresa bastó para detener los fantasmas y me sentí repentinamente cohibida. No me molestaba escucharlo, para nada; si acaso dificultaba la perseverancia de mis decisiones, pero ese era mi problema.

    —Descuida —murmuré tras su disculpa, aún procesando el desliz.

    Me sorprendió que la historia con su mamá se remontara desde la noche de la mascarada, pero al mismo tiempo suponía que tenía sentido. Descuidar a las personas y obviar las conversaciones importantes creaba una bola de nieve que, al destruirse, debías echarte semanas y semanas con una pala hasta encontrar el núcleo del conflicto. Mi gesto se comprimió al saber que le había dicho que era incorregible, y poco a poco las imágenes se superpusieron con mi propia casa, los silencios y las omisiones. Si mamá me dijera una cosa así... me sentaría fatal. Era muy parecido a recibir un balazo entre las cejas, uno que llevabas esperando mucho tiempo.

    Una muerte anunciada, si se quiere.

    Shimizu y Cayden aparecieron en la historia, aunque no entendí una mierda y él pronto los descartó. Le había pedido que se rindiera. Era cruel, sí, pero ¿qué le quedaba a un hijo bajo una sentencia semejante? Si realmente nos creyeran incorregibles, entonces ¿para qué esforzarse? ¿Con qué propósito? Era una demanda nacida del dolor y el agotamiento, de la frustración. Me recordé a mí misma, hecha un rollito dentro de la cama, mintiéndole con que me dolía el estómago para seguir faltando a la escuela. Recordé el deseo asfixiante por que se rindiera, se fuera a trabajar y me dejara en paz. ¿Paz? No. Que me dejara sola, vacía, en silencio.

    Era diferente, pero no siempre lo parecía.

    Quería cambiar. Sabía que así era, llevaba un tiempo sabiéndolo, pero oírlo afirmarlo en aquel tono de voz tan tenue me enredó un nudo en la garganta. Por mí, por nosotros. Tomé aire, giré el torso para dejar mi bento en la mesa y repetí la acción con el suyo, murmurando un leve "con permiso"; la botella se la dejé. Con eso hecho me deslicé a su lado, estiré las piernas para pasarlas sobre las suyas y le rodeé el cuello con los brazos.

    —No eres incorregible —murmuré con calma, y tuve la sensación de habérselo dicho antes—, lo sabes, ¿verdad? Muy en el fondo lo sabes, o al menos, quieres creerlo con la fuerza suficiente para hacerlo realidad. Le hablaste a tu familia de mí, me cocinaste un almuerzo riquísimo con tu papá, me has traído frutita y me invitas a almorzar. Pero, lo más importante: eres sincero conmigo. A veces... —Ordené mis ideas, acariciando su cabello con una mano—. Por tonto que suene, a veces estas cosas se resuelven con algo tan simple como una to-do list. Una, dos, tres conversaciones incómodas, vas tachando los ítems y te das cuenta que, al final, nada era tan terrible ni tan fatídico como lo pintabas. A partir de ahí sólo hay que darle un poquito menos de importancia a las cosas y sonreírle a quienes apreciamos.

    Respiré de forma pausada, hundí los dedos entre su cabello y afirmé la mano allí, presionándolo contra mí.

    —Estás haciendo las cosas bien, amor —repetí, colando el apelativo en español, y sonreí—. Tuviste tu charla incómoda con Jez, con tu mamá, antes tuvimos la nuestra. Ya está, lo peor ya pasó. Lo importante no son los errores cometidos, sino evitar repetirlos. En tanto recuerdes que estamos aquí para ti, que te amamos y que jamás te dejaríamos solo, en tanto te apoyes en nosotros de vez en cuando, todo estará bien. No quieres cambiar, estás cambiando. Y lo estás haciendo bien.

    Le dejé un beso en el cabello, apreté los párpados con fuerza y lo achuché.

    —Te quiero muchísimo, eres precioso para mí y... estoy orgullosa de ti, Al. De verdad. Las decisiones que estás tomando dejaron de condenarte hace mucho tiempo ya.

    Me separé ligeramente, sólo lo suficiente para acunar su rostro entre mis manos y mirarlo a los ojos. Le sonreí, acariciándolo con ambos pulgares.

    —Gracias por contarme estas cosas, ¿sí? Lo valoro mucho, y me alegra aún más que hayas podido hablar con las dos.
     
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    Zireael

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    Mi respuesta tal vez no fue la cosa más clara del mundo, en sí cuando tenía que sentarme a hablar de emociones daba un montón de vueltas, pasaba por saber qué emoción era, darle nombre y luego, con mucha dificultad, sentirla y al exteriorizarla era donde todo se me iba a la mierda. No creía que fuese culpa de nadie en verdad, mis padres hacían lo mejor que podían conmigo, pero mi introversión demostraba ser bastante más testaruda que la de mi padre. Decía muy poco como para recibir un feedback que tuviera sentido, pero sí me sentía más liviano. Me había sacado un demonio del pecho por fin.

    Escuché lo que dijo respecto al desliz, aunque el bochorno se me quedó más rato del que me habría gustado y entonces le solté la historia, el cacho con Dunn y Shimizu debía sonar inconexo que te cagas, pero lo tenía presente porque había sido demasiado antinatural, me dolía la cabeza y solo quería echarme en la cama, en vez de estar lidiando con los malditos estúpidos. Entre una cosa y la otra, al llegar a casa ese día, fue que mi madre se comió le latigazo de todo el estrés.

    Mi pedido era el anhelo, necio, de ser dejado en la oscuridad.

    Donde nada dolía ni parecía falto de color.

    Sin embargo, en su disculpa reciente también había encontrado el empujón que necesitaba para estar aquí, en su confianza estaba la certeza de que quería dejar esa versión atrás, tan atrás como pudiera. Solo ahora le decía a Anna que quería cambiar, no era un deber, era un deseo de lucha verbalizado y escucharme a mí mismo me quiso atascar un nudo en la garganta. Quería cambiar, por nosotros, para no matarnos como había dicho Bleke, pero a veces me daba muchísimo miedo no poder hacerlo.

    Me daba miedo fallarle a Anna de nuevo.

    La escuché tomar aire, percibí su movimiento y cuando me quitó el bento me cayó una oleada de nervios encima, sus piernas se deslizaron sobre las mías y sus brazos me rodearon el cuello. No reaccioné de primera entrada, me quedé atascado en mi propio pantallazo azul, pero me dijo que no era incorregible y quise borrar la versión de nosotros de la azotea, con su corazón en el suelo, y también silenciar la voz que me decía que no merecía este cariño y esta comprensión. Estaba cansado de no creerme merecedor, porque de hecho quería serlo. Quería formar una versión de mí mismo que fuese merecedor del amor de Anna, pero también quería volverme la persona que ella, sin espacio a dudas, merecía.

    Anna, quien nos amaba con tal intensidad, merecía un amor sano, real y estable.

    Quería poder brindárselo.

    Enlistó lo que había hecho, desde hablarle a mi familia de ella hasta invitarla a almorzar y la caricia en el cabello me hizo reaccionar, solté la botella, quedó en un espacio muerto del sofá y moví los brazos para abrazarla, girando un poco el torso para que no fuese demasiado incómodo. La estreché con firmeza, parpadeé y al final cerré los ojos, concentrado en la sensación de sus dedos en mi cabello y lo que me quiso desbaratar fue el apelativo. Me alcanzó el pecho, se abrió paso como una corriente de fuego e hizo descender al monstruo bajo el agua, hasta que pude dejar de verlo por un momento.

    Acaricié su espalda con una mano, tomé muchísimo aire e hice un sonido afirmativo, para que supiera que la escuchaba y cuando pasé saliva me tuve que tragar uno de los nudos de lágrimas más grandes de la historia. Que no era incorregible, que estaba cambiando, que me quería muchísimo y que mis decisiones ya no me condenaban.

    Ya no me condenaban.

    Inhalé de nuevo, profundamente, y cuando se separó, acunando mi rostro, relajé algo de peso en sus manos y parpadeé para hacer retroceder cualquier lágrima que pretendiera escaparse sin permiso. Le sonreí también, pero cerré los ojos un momento y solo respiré, allí entre sus manos. Fue una pausa para lidiar con las emociones y cuando creí que tenía todo más o menos regulado, busqué sus manos para quitarlas de mi rostro con cuidado, pero entonces le dejé un beso en cada palma, liviano, y la solté para buscar su rostro.

    Tal vez fuesen demasiadas libertades, quizás trastocara límites, pero ella me tocaba y quería poder transmitirle el mismo cariño que sentía, porque era inmenso, transparente y estaba libre de fantasmas a mi saber, podía ver con más claridad ahora. Le acaricié las mejillas, luego me incliné para presionar los labios en su frente y la envolví en otro abrazo, aunque antes también le besé la mejilla.

    —Te quiero muchísimo —dije desde el refugio del abrazo—. Gracias por dejarme seguir aquí contigo, por darme el espacio para cambiar y por confiar, gracias por cuidarme, por no dejarme solo incluso cuando no sabía ni qué hacer conmigo mismo y permitirme sentir la confianza para contarte estas cosas. Eres bellísima en todos los sentidos posibles y espero que lo sepas, que no olvides lo mucho que brillas y lo hermosa que eres, sin importar qué. El amor que brindas es un tesoro, es irremplazable y cálido, ser querido por ti es uno de los honores más grandes.

    Tuve que detenerme de nuevo solo a respirar, le acaricié la espalda una vez más y me moví para besarle la mejilla de nuevo.

    —Agradezco cada día haberte conocido y quiero poder hacer por ti lo que has hecho por mí. Estoy para ti, An, para lo que necesites, siempre que me lo sigas permitiendo.


    yo: con la caída del foro no sé si me salga el post
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    Gigi Blanche

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    Mis manos eran demasiado pequeñas para su rostro, fue lo que pensé al verlo frente a mí. Estaban mis palmas acunando sus mejillas, intentándolo al menos, y luego mis dedos a duras penas alcanzaban sus sienes. Frente a él quedaba pequeña en todo sentido, lo había hecho siempre. Para abrazarlo tenía que ponerme de puntillas, estirarme, estirarme y estirarme, y si pretendía envolver su espalda no sobraba nada de mis brazos. Aún con todo eso, con lo intimidante que podría llegar a ser, nunca le había temido. Ni un poco.

    Quizá se tratara de eso.

    Tardó un poco en corresponderme el abrazo pero eventualmente lo hizo, siempre lo hacía. Acuné su rostro, cerró los ojos, recogió mis manos y besó mis palmas, mi frente, mi mejilla. Recordé aquella vez en el invernadero que me había llenado la cara de besos, y cuando bailamos en la enfermería y dormimos la siesta, y cuando a través de una hoja de madera le confesé mis peores pecados. Nos habíamos destruido y recompuesto tantas veces que había perdido la cuenta, siquiera importaba ya; no podía hacerlo luego de lo que había ocurrido en la azotea. Pensé, también, que había sido un destino inevitable, pues el patrón sólo se había repetido, repetido y repetido hasta agotarse por completo. Desde ahí, sólo podía mejorar.

    Quizá no habría habido otra forma.

    Lo escuché, cerré los ojos con fuerza y me aferré a su cuello. Sentí que vomitaba las palabras, que las tenía atoradas en el cuerpo desde que lo empujé lejos, y aún sabiendo que no debía sentí culpa por ello. Era pequeña y él muy grande, pero lo adoraba y sólo quería cuidarlo. Quería sostenerlo así hasta que dejara de tener miedo, hasta que pudiera comer con normalidad, creyera en el poder de su propia voz y no se quedara estaqueado en el límite repentino entre la luz y la oscuridad, bajo el umbral de una puerta inofensiva.

    Murmuré varios sonidos afirmativos. En el fondo sabía todo lo que me estaba diciendo, sólo que a veces me ponía imbécil, lo veía saliendo de espacios pequeños con rubias mucho más guapas que yo y recordaba que era extremadamente pequeña. Tenía que confiar en él, de eso se trataba todo. Volvió a besarme la mejilla e inhalé mucho aire por la nariz, liberándolo poco a poco. Escondí el rostro en su cuello y allí me relajé.

    ¿Dónde estaban los límites? ¿Importaban, siquiera? A medida que transcurría el tiempo entendía cada vez menos la distancia que había trazado con él, se diluía y perdía forma conforme mi corazón dejaba de doler. ¿Era una ilusión? ¿Debía ponerme más firme? No tenía idea.

    Relajé el agarre en torno a su cuello poco a poco, descubrí el rostro y retrocedí un par de centímetros. La punta de mi nariz rozó su mejilla, encontró la suya y me quedé suspendida allí, en un punto impreciso. Abrí poco a poco los ojos, respiré y mantuve la mirada gacha, paseándola entre su boca, su barbilla y el cuello de su camisa. Deslicé las manos a los costados de su cabeza, su cabello me hizo cosquillas y separé los labios.

    Y la campana sonó.

    Repiqueteó dentro del espacio, sobresaltándome, y sentí el corazón contra las costillas. Parpadeé, encontré sus ojos y retrocedí, nerviosa. Carraspeé la garganta incluso sin darme cuenta y me incorporé del sofá. Para cuando quise acordar ya le estaba extendiendo su bento con una sonrisa de labios cerrados, para luego apagar el aire, guardar el control y recoger mis propias cosas. Dios, ¿qué... qué estuve a punto de hacer? Era bastante obvio, la verdad.

    Qué vergüenza.

    —Vaya, pasó volando el receso —comenté al aire, fingiendo normalidad, y saqué el móvil para avisarle a mini Ishi que nos íbamos—. Y me quedó un montón de comida. Tendré que picotearla a escondidas en clase para no morirme de inanición o algo, aunque imagina que me pillan y me quitan el bento e igual muero de inanición. Es como los videojuegos cuando tienen veinte finales malos y uno bueno.

    A ver, me tenía que callar, ¿no? Lo esperé junto a la puerta, para salir juntos y despedirnos en el pasillo... de la forma más normal posible. Almuerzo aparte, ahora estaría todo el bendito día comiéndome la cabeza con lo que acababa de casi hacer. Lo sabía.


    ohgod es lo más cliché que escribí en mucho tiempo my wattpad girly side took the best of me BUT

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    El astro del cielo era sofocado por la capa densa, de lúgubre gris. Más, su ardiente ferocidad de persistía en la densidad del aire, elevada entre las gotas de la humedad como si fuera una nota potente, extendida hasta límites imposibles de medir. Las telas de nuestro ropaje se fundían contra la piel, como queriendo reemplazarla. Y aquellos cuyos cabellos se componían de largas hebras eran azotados por la desprolijidad, yo incluido. Hoy acudí a la academia con los mismos recogidos, en un coleta corta y modesta.

    Las gafas oscuras me cubrían los ojos. La ausencia de sol no cambiaba ese hecho.

    Mi ingreso se halló desprovisto de encuentros fortuitos, las clases tuvieron ese tinte repetitivo, similar a un ensayo largo y agobiante. Como siempre, era en la melodía que anunciaba el receso donde se abría una oportunidad, de que la rutina tomara algún giro no planificado y diera al día su nota distintiva. Me eché el hombro el estuche de la guitarra eléctrica y dejé atrás el salón, desde donde avancé en compás calmo hacia la sala de música. Ingresé sin llamar con los nudillos, los miembros del Club de Música Ligera poseíamos tal privilegio.

    Hallé estos dominios vacíos, con un silencio que se acentuó cuando, a mis espaldas, la puerta volvió a besar el umbral. De la misma manera, el aire se percibía más denso por causa del hermético cerramiento de la habitación. Era tan envolvente que pronto sentí que buscaba invadir mi propio cuerpo, como si tratara de empujar mi aliento hacia las profundidades de la garganta. Frente esta disonancia tan típica de los días húmedos, dejé la guitarra apoyada contra el piano y, en pocos pasos, abría de par en un par de una de las ventanas. El aire, así se aligeró un poco.

    Volví a quedar con la vista enfocada en las nubes sombrías, con las manos en los bolsillos. Los terrenos de la academia, así como los edificios que se divisaban más allá, se veían inundados por un tinte apagado, que hacía pensar en la melancolía.

    Gigi Blanche Por acá te lo dejo al pibardo :eye:
     
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