Sala de música

La espera frente a la puerta no ocupó demasiado lugar en la línea del tiempo. Quien acudió al llamado de mi mano fue la persona que conocí en mi día inaugural como estudiante del Sakura, allá abajo, en el territorio de los casilleros. Sus cejas se elevaron para irradiar la sorpresa estridente que mi presencia desató sobre ella, una reacción bastante distante de la que podría haberse notado en mi semblante quieto, ya que su aparición no me tomó desprevenido. Abigail era una de las presencias que había esperado hallar en los interiores de la sala de música, tan lógica como el orden de las notas musicales de una canción. Después de todo, había venido de su parte la invitación de unión al club de música ligera.

—Abigail —dije su nombre, con una mano ligeramente alzada en un saludo sosegado.

Se vanaglorió a sí misma, como si mi presencia en el lugar fuera un triunfo personal. Sus palabras no se hallaron despojadas de la verdad, al menos en parte, pero no respondí con ningún ademán porque, en mi inmensa calma, pensé que prestarle mi oído era suficiente. Me adentré con el estuche en la mano y, pese al sol presente más allá de las ventanas, me permití quitarme las gafas para apreciar, con ojos completamente desnudos, la belleza del sitio.

Todo recuerdo de las pesadillas y del encuentro de la tarde anterior, como llevados por un viento lleno de notas, se alejó de mi mente.

El lugar tenía revestimiento de salón de clases, pero rebosaba música por todos sus rincones. Lo primero que captaba la atención de cualquier lente ocular era el piano de cola que, ataviado con un color de brillante madera, se alzaba en el fondo. Había una pizarra con pentagramas en una pared y unos armarios. No costaba nada adivinar que allí se guardaban instrumentos musicales, podía sentir la presencia silenciosa de éstos. Tras esta inspección minuciosa, los cristales oscuros cayeron para retomar la protección de mis globos oculares encandilados.

No detuve mis pasos durante la rápida visión de la sala de música. Pasé junto a Abigail y hacia su dirección viré la cabeza, para dejarle en claro que no la ignoraba. Sin embargo, no dejé morir mis pasos hasta quedar cerca del piano. Acaricié la madera como si fuera piel sensible y delicada, mis dedos entonces inciaron un descenso suave, buscando el manjar de sus teclas. Apenas sentí la superficie lisa de una de ella, la oprimí.

Fue una nota solitaria, suelta, aislada. Pero tuvo un inmenso poder sobre mì. El eco musical pintó las paredes, con un tono peculiar que sólo el aire de esta sala podía darle. Fue como el canto de un ave en el paraíso.

Miré a Abigail por sobre mi hombro, la cabeza ligeramente echada hacia atrás. Mis cabellos se deslizaron ante el llamado de la gravedad, dejando mis sienes y frente despejadas. Incluso con esa posición, logré hacer un movimiento afirmativo.

—Este pequeño Edén será mi base —dije—. Vine a averiguar qué se debe hacer para entrar formalmente al club de música ligera.

Mis labios estuvieron a punto de formular la palabra "banda". Pero su pronunciamiento tenía sabor a traición, por lo que prefería mantenerme lejos de su lexema.

Contenido oculto: estuche de Gaspy

 

El tono de mi consulta desató una descarga en Abigail, transformando su persona en una canción acelerada. La introducción fue un sobresalto que sacudió su cuerpo, puso ante mis ojos el estupor que sobrevenía a los individuos que eran alcanzados por las notas de un recuerdo lejano, borroso. Luego sus ojos sobrevolaron nuestros alrededor como dos pájaros verdosos y se movió de manera constante por las dimensiones de la habitación. Mantuve la mirada sobre ella mientras abría y cerraba cajones, vi cómo le sacó susurros a diversos papeles que se deslizaron bajo sus manos veloces y escuché su voz que me ponía en el contexto necesario para encaminar mi destino como miembro del club de música ligera. Tales elementos fueron los versos que completaron la estrofa de su canción. A mi mente descendió el mismo pensamiento del día de los casilleros: que era una persona estridente como Markus, pero con melodías más armoniosas en su pequeño caos.

Extendí el brazo para recibir, entre mis dedos, el objeto que servía como formulario de inscripción. El proceso para anotarse era sencillo, pese a lo burocrático. Podía completar el papel mientras aguardaba novedades sobre la persona que debía darme una entrevisa: Ishi. Pero Abigail propuso ser ella quien tomara las cuerdas de la situación. Asentí levemente, valorando con silencio su intención de ahorrarnos un poco de tiempo mientras observaba el apoyo de sus caderas en el escritorio que tenía detrás. Por mí parte, tomé lugar en el taburete del piano y el estuche reposó en el suelo, a mi lado.

¿Por qué desea unirse al club de música ligera, señor...? ¿... señor Marley?​

Para cuando iba formulando su pregunta, por mi parte había cerrado la tapa del piano para apoyar en la misma el formulario. En mis manos ya se encontraba el lápiz Tombow 4B que me había dejado Katrina en el día de ayer. Pero al escuchar ese apellido, el grafito quedó suspendido sobre la blanca superficie y me vi en la necesidad de girar la cabeza hacia Abigail, con una ceja ligeramente alzada… ¿Acaso estaba comparándome con la leyenda de Bob? Cosa curiosa, porque la música que le enseñé el otro día se hallaba muy lejos de su estilo. Sin embargo, la chica me miraba con extrema seriedad, con una seguridad apabullante.​

El lápiz giró entre mis dedos, de la misma forma que hacía con los cigarrillos, antes de volver a centrar mi atención sobre el papel frente a mí.

—Mi nombre completo es Gaspar Alexei Sóloviov —aclaré, escribiéndolo en el formulario. Giré el rostro nuevamente hacia Abigail para responderle como era debido: mirando hacia la armoniosa fisonomía de su rostro.

>>Desde que tengo memoria de mi propia existencia, siempre he llevado un instrumento entre mis manos —comencé diciendo, sereno, pero también muy serio—. Las notas musicales se alzan como refugio frente al incesante viento de la vida y contra la embravecida marea de la adversidad. Y los pentagramas... —mis ojos abandonaron el verde oliva de los de Abigail, para centrarse levemente en el verde oscuro del pizarrón de pentagramas— son como el barrio donde uno puede salir a descubrirse a sí mismo, entre sus negras calles.

>>Mi unión al club de música ligera es una cuestión de amor —afirmé—. Amor a la música, amor a la vida. Y me gustaría, junto a las personas que integran el club, transmitir algo a las personas: que con la música pueden quererse a sí mismas.

 

En algún momento previo a mi respuesta, pude escuchar la voz de Abigail pronunciado algo en decibeles muy reducidos. No era adepto a pensamientos relacionados con la arrogancia, pero me consideraba poseedor de un oído lo suficientemente afilado como para detectar sonidos ocultos, casi perdidos en las dimensiones del aire. Semejante característica de mi organismo me permitió percibir que la chica, incluso teniendo frente a sí el esplendor absoluto de mi identidad, optó por seguir llamándome con una ligera modificación del proverbial apellido: Marly.

No hubo reacción frente al nombramiento, porque estuve más centrado en hablar sobre la motivación principal que me traía a ese sitio. La cuestión del amor podía tener su simpleza, pero no existía algo más trascendental que ese sentimiento. No volcado desde una perspectiva romántica, sino hacia las profundidades de la propia persona, en una introspección del alma. Katrina me había dicho que los artistas traducimos el mundo y yo, a esa visión, le añadí que la traducción nace de un sentimiento que se ahoga con silencio en el alma. Todos llevamos algo anudado en nuestro interior, que no se puede expulsar con las solas palabras. Y en ese lugar es donde mi propia traducción se dirige: usar la música para quererme a mí mismo y para lograr que a los demás les ocurriera lo mismo, con tan sólo oír las notas. Desatar un caos ensordecedor del que me habló Pierce. Un caos que les hiciera hallar, en la vorágine, una virtud con la que apreciarse a sí mismos.

Era probable que esto mismo fuera lo que me hizo ceder frente a la invitación de Markus.

Abigail me contestó con una expresión escueta, con la que señaló que lo mío era adorable. Asentí con levedad, porque era una de las tantas palabras con las que se podía definir aquello, todo era aceptable y lo comprendía. La chica entonces tomó lugar a un lado mío y me preguntó sobre los instrumentos con los que tenía experiencia. Me giré para verla. Incluso estando sentados, tuve que bajar ligeramente la cabeza para verla al rostro, los ojos siempre detrás del velo negro de cristal.

Le enseñé una mano cerrada.

—La guitarra eléctrica es mi principal instrumento —un dedo se elevó—. Pero también me desenvuelvo en el terreno de los vientos: la flauta traversa, una conocida tuya; así como saxofón, clarinete y trompeta.

Así, la palma de mi mano quedó abierta frente a Abigail. Con los dedos de la extremidad opuesta puse el formulario y el lápiz sobre mi regazo, para luego abrir la tapa del piano y dejar al desnudo sus teclas. Entonces ambas manos descendieron hasta rozarlas con las yemas, sin arrancarles aún los suspiros. Las observé con ademán pensativo.

—También toco el piano y la batería, pero diría que mi experiencia es más limitada en estos territorios. Con ambos instrumentos me hallo en proceso de aprendizaje —hice una breve pausa, abrigándonos de silencio fugaz—. Sin embargo, puedo enseñarte algo con estas teclas. Lo he tocado tantas veces... que es como una extensión de mi ser.

Y ofrecí a Abigail una espontánea demostración.

Contenido oculto: Musiquita del ser de Gaspy

 

El verde de mis ojos quedó velado tras la noche de los párpados cerrados. En la negrura impenetrable y aterradora de esa temporaria ceguera, cada melodía del piano desplegó colores resplandecientes, que modificaron su forma para dar lugar a imágenes de un universo en constante movimiento. Mis manos, aunque no podía verlas, encontraban con precisión airosa las teclas del piano. Conocía bien las dimensiones de su cuerpo, su anatomía. Sobre sus formas me derramaba, con la seguridad férrea de quien acude a las zonas sensibles donde, sabe con exactitud, hallará los sonidos más armoniosos con los que deleitar el aire de la habitación.

Cuando estuve a punto de llegar a un punto exacto de la interpretación, mis oídos se alistaron para evocar el canto extendido de las sirenas. Sonaron, llenaron las paredes, el suelo, el techo. Pero no traspasaron mi persona con la fuerza de una evocación, sino con la potencia absoluta de la realidad. Fue Abigail la poseedora de la nota sostenida que recorrió hasta el último centímetro de mis carnes. Su voz se alzaba como el instrumento con el que se sumó a la interpretación de la pieza. Al tratarse de un cover donde únicamente disponíamos del sonido del piano, existía una ligera discordancia en el ritmo respecto de la versión de Ludwig. Pero Abigail no sólo estaba mostrando el brilloso valor que residía en sus cuerdas vocales, sino que también hizo gala de su habilidad al amoldarse con perfección a mis tiempos. La pieza se convirtió en algo que hacíamos de a dos. Ella acudió y yo la recibí, formando así algo nuevo. Nuestra música.

El universo frente a mis ojos se llenó de estrellas de color rosa coral. Asentí para mí mismo frente ese cuadro tan revelador en mi cabeza; sin detener mis dedos, persistiendo en la clausura de la mirada hasta que la última nota se esfumó.

Había sido realmente satisfactorio.

Al observar a Abigail nuevamente, algo en su postura indicaba que su cuerpo estuvo experimentando el mismo placer. Me miraba de soslayo, mientras la sonrisa embellecía su semblante. Por un momento sostuve los ojos sobre aquellos labios, con su vocalización reverberando en mi cabeza. La música que era capaz de nacer de su pecho... alejaba el recuerdo de la nieve esquiva. Volví a asentir, más por aprobación que por responder a su comentario inicial sobre la grandioso de Can you hear the music?

Al final decidí pasar por alto que me nombrara Marly una vez más, la clarividencia dictaba que no existía manera de impedir la persistencia del apodo. Quizá no me provocaba incomodad al extremo por relacionarlo a un grande como Bob, a diferencia de la construcción burlona de “Flowcito”. En todo caso, mis hombros hicieron un encongimiento frente al "reproche" de Abigail, ya que consideraba que no mentía al sostener que mis pasos no eran suficientes en los territorios bastos del piano.

Cuando preguntó por el estuche, abandoné mi lugar sobre el taburete. Con un movimiento de cabeza, sin emitir palabra, invité a Abigail a que se girara para posicionar su cuerpo en el lado contrario al piano. Cuando lo hizo, en el suelo frente a ella coloqué el estuche. Una de mis rodilla besó el suelo, mientras mi mirada reposaba sobre la tapa negra. El sonido del cierre, al abrir sus fauces, atravesó el aire con bastante suspenso.

Contenido oculto

​

En su interior había tres instrumentos: la flauta traversa amarrada a la tapa superior, dividida en tres partes; un clarinete también desmembrado, en la zona inferior; y ocupando la mayor parte del espacio, el saxofón que relucía en brillos dorados. En un compartimiento extra había boquillas sueltas.

Mis ojos se alzaron hacia los de Abigail.

—Los vientos —respondí a su pregunta—. Puedo adaptarlos a los intereses del club, hallar con ustedes una combinación nunca vista.

>>Si lo deseas, Abigail, te puedo permitir probar uno de estos instrumentos.

 

El estruendo de un asombro, el resplandor de la ilusión. Ambos se deslizaron en las facciones de Abigail cuando ofrendé a sus ojos la presencia de los vientos. Imaginé el reflejo de su desconcierto en el metal del saxo y la flauta, cuando a sus oídos llegó mi propuesta de que empuñara en sus manos alguno de estos instrumentos, que mutarían su aliento en algo diferente, tan agradable como su voz. Era mi ofrenda como futuro compañero del club de música de la academia, y una costumbre que había adquirido frente a personas que abrazaban, a su manera, el encanto de la música. También, otra de los senderos por los que buscaba comprender qué encerraban dentro de sí…

Abigail, no obstante, me concedió la decisión de elegir un instrumento por ella, afirmándose a sí misma como una principiante. Fue una contestación buena. Ella conocía sus límites, las fronteras personales sobre los que podía saltar. Y también, me pareció que reflejaban un dejo de respeto hacia el otro, en este caso yo. Si hubiese tomado directamente alguna de estas piezas, no me habría molestado de todas maneras, ya que nos veía como iguales. Sin embargo…

—No estoy en posición de condicionar tu decisión —dije con serenidad, conectado a sus ojos; aún no me incorporaba, seguía hinchado sobre una rodilla—. Todos somos principiantes ante cada instrumento. No importa la complejidad que tengan, sino la curiosidad que inquieta tu espíritu. Esa inquietud es lo que permite a uno acercarse a un instrumento, porque en él hallas algo que puede fusionarse contigo.

Hundí la mano en uno de los bolsillos del pantalón. De él, saqué un dado de seis caras. Bastante clásico y desgastado por el paso del tiempo. Sostenido entre los dedos índice y pulgar, lo enseñé a Abigail.

—También podemos dejarlos en mano del azar; es tan determinante como seguir el espíritu —añadí, ya que no deseaba forzarla a elegir si tampoco se consideraba en posición de hacerlo—. Consideremos esto: El 1 y el 2, serán números para la flauta; 3 y 4, para el clarinete; 5 y 6 te otorgarán el saxofón.

Así el objeto rodó a un costado del estuche. La vida era así: un choque de dados. Era una manera en mi mente la pensaba y, en ese momento, advertí que era una de las tantas metáforas del caos.

Dos puntos negros quedaron apuntando hacia el techo. El número 2. La flauta traversa.

Asentí frente a la decisión del azar. Mis manos quitaron los seguros de la tapa superior del estuche y ensamblaron cada porción del instrumentos, hasta unificarlo en todo su esplendor plateado. Así las cosas, me puse de pie frente a Abigail con la flauta en mis manos.

—Esto, más que azar, parece cosa del destino otra vez —comenté—. Te puedo enseñar algo simple para empezar.

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*c va a Youtube a ver cómo se toca la flauta traversa*

 

Su ingenioso comentario no era desacertado, por lo que expresé mi acuerdo con un simple movimiento de cabeza. Para mí existía un encanto particular en los dados. Tenían una forma que estaba lejos de ser compleja y emitían un sonido relajante cuando colisionaban en superficies sólidas. Pero en el corazón de su simpleza radicaba un mundo impredecible, en cambio constante y fluctuante, que era capaz de resquebrajar las normas que parecían sostenerlo. Así era nuestra existencia, esta vida que albergaba la música de las almas. De modo tal que el dado se había convertido en un compañero al que, a veces, le otorgaba el poder de tomar decisiones por mí. Sus giros podían ser emocionantes o fatales, pero siempre me regalaban un sendero inesperado que recibía con los brazos abiertos.

Valoré el cuidado con el que Abigail recibió la flauta traversa y la forma en que sus ojos la conocieron así, de cerca. La iluminación del ambiente dibujaba destellos ligeros y seductores en el metal, que podían embargar de emoción cualquier corazón conectado a nuestro mundo de notas.

Cuando me pidió indicaciones para sostenerla, afirmé con cierto aire aprobatorio. La digitalización de la flauta era lo segundo que se debía aprender, por detrás de su ensamblaje. Pero no había visto necesario acudir a explicaciones sobre el armado, más considerando que el tiempo del receso contaba con sus límites temporales.

—Por empezar, la flauta debe descansar en cuatro puntos de apoyo —me acerqué a ella, hasta que quedamos algo más cerca—. Con permiso.

Mis manos se elevaron en dirección a las suyas y nuestra piel entró en suave contacto. Con lentitud algo parsimoniosa, sin que Abigail dejara de poseerla en sus manos, elevé la flauta hasta dejarla a la altura de su mentón. El instrumento quedó extendido hacia un costado de su rostro, en posición casi completamente horizontal.

Acto seguido, acomodé su mano izquierda cerca de las llaves superiores de la flauta; posicioné una zona libre del metal sobre el principio de su dedo índice, y su pulgar fue ubicado en una llave alargada que había detrás, pasando desapercibida.

—Primeros puntos de apoyo: índice y pulgar de la mano izquierda —dije, acomodando el resto de sus dedos sobre las llaves que correspondían—. El resto de los puntos de apoyo serán el pulgar y meñique de la otra mano, que deben posicionarse en el extremo opuesto, allí donde las llaves terminan —dicho de esa manera, llevé la mano derecha de la chica a la posición antes explicada. Con igual falta de reparo, aún así con delicadeza, acomodé sus dedos sobre las llaves a la que estaban destinados.

Al terminar la digitalización, las manos de Abigail quedaron a lados opuestos del instrumento. Como detalle final, coloqué las palmas de mis manos debajo de sus codos y, así, dirigí sus brazos hacia una postura acorde. Tras esto, me aparté dos pasos atrás.

—Con esa posición de los brazos, podrías tocar por horas —mencioné mientras la observaba—. Ahora bien, la boquilla de la flauta debe apuntar hacia arriba en todo momento, quedando justo debajo del labio inferior.

>>Ahora te toca llevarte a tí misma, Abigail: para despertar el sonido de la flauta, debes soplar hacia abajo. Sino suena bien, tan sólo debes girarla levemente, hasta hallar la mejor posición.

>>Prúebala —invité.

 

No me consideraba un individuo que debía influir sobre la libertad de decisión del resto de las personas y, siguiendo esa misma escala del pensamiento, tampoco me colocaba los atuendos de maestro o de profesor. Las jerarquías eran un concepto con el que mantenía una relación de distancia. Las evitaba cuando contaba con el poder suficiente para hacerlo, porque prefería dejar que el espíritu de los demás se desenvolviera sin ataduras, de acuerdo a sus deseos o desasosiegos. Por esa misma razón había guiado el cuerpo de Abigail, ya que esa fue la intención que expresó, el deseo que me entregó; si por otra parte hubiese querido tocar la flauta sin considerar lo básico del sostenimiento y el soplo, también habría dado vía libre sin juzgarla.

Sin embargo, lo mío no era completa entrega ni desinterés. También me movía un deseo: conocerla. A través de la elección de los tres instrumentos, mediante la observación de sus movimientos, las expresiones y escuchando el sonido de su voz.

Desde nuestro primer encuentro en los casilleros y con el transcurso de esta segunda reunión, hallaba en Abigail a una persona de energía envolvente, bastante dispar a la mía. Ahí, precisamente, era donde se albergaba lo interesante de nuestro cruce de caminos. Éramos marcadamente distintos, pero eso no hacía que chocáramos ni que padeciésemos la amargura de la incomodidad. Mis pensamientos funcionaron con estas divagaciones mientras observaba con detenimiento su primer acercamiento a la flauta traversa, que había sido bastante amena para una principiante (como se había definido ella misma).

Me sentí bien servido cuando su demostración finalizó con una risa. Recibí el instrumento y lo apoyé sobre mi hombro al escuchar su incógnita.

—Suelo salir durante las noches de los fines de semana, con compañía o sin ella —respondí tranquilo—. Pero no sigo un plan a ciencia cierta, tan sólo me dejo llevar por lo que dicta la música que llevo dentro —mi otra mano halló las gafas y, con un movimiento leve, las descendí sobre el puente de la nariz para posar en ella el verde de mis ojos. Me sentía interesado— ¿Qué tienes en mente?

 

Mientras le hablaba sobre el modo que vivía la extinción de las semanas, Abigail había vuelto adoptar la misma posición de hace unos momentos. Una pierna se deslizó en movimiento sereno sobre la otra y, con los brazos unidos en los laterales de su estructura corporal, dejó las palmas de las manos durmiendo sobre la superficie del taburete. Hasta el momento había visto un poco más de su personalidad despreocupada, pero la atractiva armonía de su individualidad también radicaba en su apariencia. Podía verla incluso cuando el velo negro cubría mis ojos, y cuando éste fue retirado para hacerle mi respectiva pregunta, la plenitud de sus colores ingresó por las pupilas. El coral, la oliva, la piel.

La tonalidad de su sonrisa tuvo un color sugerente que retuvo mis lentes en su posición descendida, por unos segundos más. Sólo cuando la vista de la chica se perdió en su pie inquieto, las gafas retornaron a su posición inicial mientras oía la revelación de que cumpliría años en un par de días. En respuesta a una información de índole semejante, le dediqué una reverencia muy leve, casi milimétrica; solían decirme que felicitar a alguien antes de su natalicio traía los pormenores de la mala suerte, por eso me abrigaba en gestos silenciosos como la inclinación.

—He ido al TK, se podría decir que el lugar y yo somos unos buenos conocidos —respondí.

Las revelaciones de Abigail habían comenzado con buen pie al ser mencionado ese sitio, cuya energía era de mi agrado. Entonces supe que hizo uso de sus influencias para convertir la noche del TK en un espectáculo de bandas. La idea de la libertad fue suficiente para que tuviera lugar mi convencimiento. Ella me miró con la cabeza suavemente inclinada hacia un lado. Sin dejar de empuñar la flauta sobre mi hombro, pasé una mano sobre mis cabellos para echarlos hacia atrás, despejando por completo el rostro. Mi serenidad se mantenía, pero en la misma se vislumbraba la pista de una energía extra, que marcaba mis movimientos.

—Considérame presente en la celebración de tu natalicio —respondí, mientras acomodaba mis lentes; con los dedos así cerca del rostro, la señalé con un índice y pulgar extendidos—. Si el escenario es nuestro, la noche también lo será, Abigail.

 

Mi manera más habitual de conducirme durante los fines de semana consistía en aguardar al flujo del viernes y, una vez que me hallara frente a las puertas de su noche prometedora, desplazarme por las calles de Tokio hasta encontrar un sitio, una persona, un punto de interés que captara el más amplio porcentaje de mis sentidos; esta costumbre podría evocarse con los tintes de una expedición aventurera. No iba tras un tesoro en específico, como solía ocurrir en las populares historias de aventuras: yo decidía cuál de mis descubrimientos era el tesoro de la noche.

Incluso lo más opaco podía adquirir un resplandor dorado frente a mis ojos.

Sin embargo, este hábito estaba lejos de implicar que no me atrajeran los eventos meticulosamente planificados. En ellos radicaba un misterio mucho más concreto hacia el cual dirigir el arsenal de mi persona. En el caso de la celebración de esta chica, la incógnita estaría condimentada con la música. Me ofreció una espiral irresistible de incógnita y pasión hacia la cual me zambullí con férrea decisión. No hacía falta detenerse a pensarlo.

Abigail celebró mi aceptación con otra risa. Como ahora mi oído se detenía con mayor rigor sobre el tono que florecía de sus cuerdas vocales, hallaba en cada palabra y gesto, como de fondo, la melodía que había revelado en el piano. La chica era despreocupada, de colores vivos y tenía una buena voz. Por eso me empezaba a provocar un principio de agrado. Le di una señal de aquello cuando me extendió su teléfono móvil para anotar allí mi número.

“Marly”

Así me nombré entre sus contactos.

—Pensaré en un buen obsequio —dije mientras retornaba el aparato a sus manos. Me detuvé un momento en su semblante, como si estuviera maniobrando un pensamiento fugaz.

>>Si celebramos el sábado, quizá te interese lo que está por acontecer el próximo viernes —añadí con serenidad—. Se realizará aquí, en la academia. Una sutil "previa" para dejar los ánimos y el cuerpo bien preparados para tu cumpleaños.

Dejé servida la invitación implícita.

 

Sostuve la mirada de Abigail en una posición de completa quietud. La única zona de mi anatomía que había entrado en movimiento radicaba en las manos, pues mis dedos hacían girar ciertos segmentos de la flauta, con la finalidad de fragmentarla. Como era algo que realizaba casi a diario, tenía bien memorizada la cantidad de giros necesarios para separar sus piezas, así como la variación de sus sonidos metálicos que me anticipaban cuándo una rosca llegaba a su final. Uno. Dos. Tres. En esa cantidad quedó dividido el instrumento, y en ningún momento terminó la conexión de nuestros ojos, hasta que finalmente la chica cedió ante tanto misterio.

Quiso saber tanto la temporalidad como el espacio donde del evento revelado. Si hubiera preguntado sobre las características de este, habría contestado con la simple verdad; no era de travesear tanto con el misterio, cosa de la que Markus se enorgullecía. Sin embargo, la curiosidad de Abigail me era suficiente, por lo que asentí con calma frente a su recriminación.

—Tendrá lugar durante el receso, por la zona del patio norte —respondí al tiempo que me inclinaba sobre el estuche, para acomodar la flauta en su lugar y asegurarla; acto seguido retomé en mis manos el lápiz y el formulario de inscripción, donde tracé mis datos finales mientras añadía:—. Tan sólo debes seguir el llamado de la trompeta.

Tras estas palabras, le entregué el formulario completo. Con dicho papel, ser miembro oficial del club de música ligera era cuestión de tiempo, ¿no?

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¡Pos acá cierro con el Marly!

 

Estaba nerviosa.

Re nerviosa.

Demasiado para admitirlo en voz alta.

A este paso me daban ganas de reírme de mi misma.

Desde el día que me entere que iba a tocar el teclado en el evento que nos hablo Markus a mi y a Sophie, claro por otra parte me había alegrado muchisimo cuando Sophie me conto que tenia un nuevo amigo que también era italiano pero dejando de un lado eso no podía negar que estaba nerviosa, claramente para mi era todo un placer hacerlo pues me encantaba tocar el piano bueno esta vez no iba a tocar un piano si no un teclado y me sabia muy bien la diferencia de esos dos instrumentos, aunque fueran prácticamente lo mismo.

Practique toda la noche antes de venir también había hecho una vuelta al comienzo de la melodía que formaba la música que iban a bailar Anna y Markus, así que había decido venir a la sala de música para practicar antes de que empezara las clases y tal vez le daría una vuelta a todo cuando bajara al patio norte y me sentara en instrumento. Lo bueno de todo esto era que ya ni me recordaba lo que había pasado en la piscina con el rubito que sentía que cada vez que nos viéramos pues nos íbamos a tratar igual, o lo mejor para mi era evitarlo a toda costa.

Suponía que la puerta del club estaría abierta ya que estarían sacando cosas de la sala como tal, de seguro Kohaku sabia de todo el movimiento que ocurría en la misma. Suspire mientras entraba mire a mi alrededor salude en poco a las personas que estaban allí antes de mirar el piano y sentarme en el, puse el móvil a un lado antes de poner la pista que había sacado de la que me había pasado Markus conecte de poco los audífonos.

Es ahora de empezar Fiorella.

Estire las manos y empece a entonar obviamente no iba a sonar igual ya que el teclado pues tenia para producir de forma electrónica los sonidos, ademas también permitía que se abriera un amplio abanico de posibilidades a la hora de tocarlo, ya que se podía simular otros sonidos, e incluso de instrumentos diferentes y para ser sincera al inicio antes de todo se escuchaban diferentes sonidos y eso era lo que mas me encantaba. Sonreí en poco mientras seguía tocando lo bueno de todo era que lo que siempre practicaba hacia que mis dedos fueras agiles y rápidos por que en si lo sonidos que hacían cuando ya empezaban a bailar eran rápidos.

Respira Fiorella.

Respira.

Lo que ahora deseaba era poder tranquilizar los nervios que sentía, no era la primera vez que tocaría en publico, pero si lo era aquí. Así que era mejor si quería disfrutar lo que tanto me gustaba hacer era que me tranquilizara, y claramente para que Markus y Anna no se perdieran en nada.

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Puro relleno antes de todo por que si, bueno por aquí dejo a Fiorella hasta que sea la hora de entrar a clases ?)