Long-fic Resplandor entre Tinieblas

Tema en 'Crossover' iniciado por WingzemonX, 21 Junio 2017.

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    WingzemonX

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    Título:
    Resplandor entre Tinieblas
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Misterio/Suspenso
    Total de capítulos:
    159
     
    Palabras:
    7272
    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 61.
    Ven conmigo

    Terry guio a Abra de regreso a la camilla de su madre, escabulléndose discretamente y cuidando que nadie conocido las viera. Terry fue la primera en asomarse al otro lado de la cortina, y para su fortuna no había nadie además de su madre. Su padre no quería que nadie más se acercara a ella luego de lo ocurrido, y tenía motivos válidos para quererlo. Terry solía siempre acatar sin excepción las instrucciones de sus padres, pero en esa única ocasión se vería forzada a saltar su autoridad. Era algo más que necesario, quizás la única oportunidad que podrían tener de recuperar a su madre, y no podía dejarla pasar. Así tuviera no sólo que desobedecer, sino también arriesgar su propia seguridad. Si había algo que lamentaba era tener además que arriesgar la de Abra, esta chica que apenas acababa de conocer pero que desde el primer instante le había dejado tan buena impresión. Entendió de inmediato porque su madre la estaba buscando; se notaba de inmediato que era una resplandeciente única.

    —Bien, papá y el tío Will no están —señaló con optimismo, e hizo que ambas pasaran. Justo después cerró la cortina detrás de ellas para que nadie más las viera—. Hagámoslo. ¿Qué debo hacer?

    Abra miró pensativa a la Sra. Wheeler; no preocupada o asustada, sólo pensativa. Estaba justo igual a cómo estaba cuando llegaron, como si ese exabrupto que había ocurrido unos minutos antes no hubiera ocurrido nunca. Su tío Dan le había dicho que debía aceptar la posibilidad de que quizás no quedara nada más de ella ahí. Abra se había rehusado a aceptar tal posibilidad, pero eso era antes de conocer quién había estado detrás del ataque en un inicio. Ahora que lo sabía, ¿qué pensaba de esa posibilidad? ¿Podría realmente ya no haber nada que se pudiera salvar?

    Como fuera, no deseaba implantarle esa idea a Terry, no todavía. Quizás ella misma terminara dándose cuenta si hacía ese único intento que tanto deseaba. Eso, o quizás ambas terminarían siendo compañeras de camilla de la Sra. Wheeler.

    «Dios, protégenos», se sorprendió a sí misma pensado. Nunca se había considerado una persona muy religiosa, pese a todas las cosas que había visto y vivido. Pero ciertamente la idea de tener un poco de ayuda superior en este caso en particular, le resultaba muy atractiva.

    —Primero, toma su mano —le indicó a Terry, señalando la misma mano que su padre había estado tomando durante todos esos días. Terry se apresuró para sentarse en la silla de su padre, y así poder estrechar la mano derecha de Eleven. Abra la siguió, aunque más cautelosa—. El contacto es importante. Yo colocaré mi mano sobre tu hombro, como lo hizo mi tío. ¿De acuerdo? —Terry asintió, y entonces Abra hizo justo lo que había anunciado.

    »Ahora, intentaremos entrar en su mente. El interior de cada una es diferente; créeme, he estado en varias. Imagínate lo que podría ser en el caso de tu madre el lugar en el que se sentiría segura, o en el que iría a refugiarse si tuviera algún problema. E intenta llevarnos hasta ahí.

    “Y ten cuidado.” Añadió como advertencia final en forma de un pequeño mensaje mental.

    Terry asintió.

    “Tú también…”

    La joven castaña estrechó un poco más fuerte la mano de su madre, y entonces intentó concentrarse en ese sitio seguro que Abra le había comentado. ¿Cuál podría ser?, ¿cuál sería el sitio seguro de su madre?

    ¿Su casa, quizás? Más específicamente su estudio; pasaba bastante tiempo ahí. Esa fue la primera opción que se le vino a la mente, pero tuvo que descartarlo casi de inmediato. Ahí era donde la habían atacado y le habían hecho todo este daño. Era probable que no le gustaría estar ahí en esos momentos.

    ¿Qué otro lugar había? Pensó intensamente queriendo recordar alguno. Tardó casi un minuto entero, pero entonces una idea le iluminó la cabeza.

    “Lo tengo, hay un lugar.” Pensó triunfante, y Abra pudo oírla con bastante claridad.

    Terry se inclinó hacia el frente, contemplando el rostro dormido de su madre por unos segundos, y luego cerró los ojos lentamente, comenzando a imaginarse aquel sitio en el que estaba pensando. Había estado ahí sólo unas pocas ocasiones, pero lo recordaba bien. Intentó acordarse de su aspecto, de su olor, y la de sensación que la envolvía al estar ahí. Intentó realmente estar en ese sitio, pero no sola sino con su madre; con la gran Eleven…

    “Mama… ¿me escuchas…? Mamá… Voy por ti… Por favor, ábreme la puerta… Déjame entrar, mamá…”

    Los sonidos que la rodeaban fueron desapareciendo poco a poco, hasta convertirse en un silencio tan absoluto que casi le lastimaba los oídos. Sus ojos se apretaron con más fuerza, sintió como su mente se doblaba y desprendía de su cuerpo, y entonces sus ojos se abrieron de nuevo abruptamente.

    — — — —​

    Lo había logrado, había entrado.

    Sin embargo, el sitio en el que se encontraba no era el que estaba buscando.

    Terry miró confundida a su alrededor. Aquel lugar era una habitación cuadrada y pequeña, de paredes blancas y un gran espejo (seguramente de doble cara) justo delante de ella, en dónde podía ver el reflejo del cuarto, más no el suyo. En el centro, justo delante de ella, había una mesa con una silla. Justo encima de la mesa, había una lata de Coca-Cola, machucada como si alguien la hubiera aplastado con su mano. A su izquierda había una puerta cerrada, y parecía ser la única salida de aquel sitio.

    —¿Qué lugar es éste? —Escuchó que la voz de Abra le preguntaba a sus espaldas. Ella también había ido con ella, justo como lo esperaba; al menos eso había salido bien. Fue consciente en ese momento de que aún sentía su mano en el hombro, pero Abra la retiró en ese momento y comenzó a caminar alrededor, revisando las paredes y el suelo. Ella tampoco se reflejaba en el espejo de enfrente.

    —No lo sé… —Respondió Terry con duda—. No es el lugar en el que estaba pensando. No sé cómo llegamos aquí.

    —Al menos no es el espacio negro. Eso es un progreso.

    Terry se aproximó a la mesa y se inclinó a ver la lata aplastada. ¿Todo eso se encontraba en la mente de su madre? Si era así, ¿qué significaba esa lata exactamente? Notó entonces algo más en la superficie lisa de la mesa: una pequeña mancha roca ovalada. Terry se acercó más a ésta, y notó que era una huella… de sangre, quizás de un dedo.

    —¿Es algún tipo de sala de interrogación? —Preguntó Abra curiosa. Estaba delante del espejo, tocándolo con sus dedos.

    —Es un laboratorio —susurró Terry despacio, incorporándose de nuevo—. Aquí fue donde mi madre creció.

    —¿Creció? —Repitió Abra, virándose de nuevo hacia ella—. ¿A qué te refieres?

    Terry no respondió. Sólo sabía las historias que su madre y su padre le habían contado cuando ya tuvo la edad suficiente para saberlas (que no había sido de hecho demasiado atrás). Pero tuvo el presentimiento de que en efecto ese era el sitio al que se referían esas historias; el antiguo Laboratorio Nacional de la Compañía de Luz y Energía, abandonado a las afueras. Los chicos locales solían retarse a entrar, y se decía que estaba maldito; pocos sabían que tan real era eso último, de cierta forma.

    Sin decir nada, Terry comenzó a caminar hacia la puerta.

    —Espera, debemos movernos con cuidado —indicó Abra, pero Terry continuó.

    —Mamá no está aquí —señaló teniendo ya su mano en el pomo de la puerta—. Debe de haber otro lugar al que podamos…

    Sus palabras fueron interrumpidas en el momento justo en el que abrió aquella puerta, y la mirada de ambas se encontró con el pasillo del otro lado. Las paredes, el suelo y el techo eran tan blancos como en esa habitación. O al menos daban la impresión de en alguna ocasión haberlo sido, pues todo estaba cubierto con unas extrañas enredaderas negras, que más que plantas tenían apariencia de ser carne viviente, y que roían las paredes como ácido. Todo estaba iluminado por una extraña luz azulada, y el aire estaba cubierto con una neblina ligera, y particular blanquizcas que flotaban como motas de polvo movidas por el viento. El silencio que brotaba de aquel espacio por sí sólo era igualmente atemorizante, casi tanto como lo que podían ver.

    Ambas se quedaron de pie en la puerta, contemplando aquello en silencio.

    —¿Qué es esto? —Susurró Abra un tanto pasmada. Inconscientemente dio un paso al frente, pero ahora fue Terry quien la detuvo, tomándola la tomó con cuidado de su brazo.

    —Esto es el interior de la mente de mi madre, ¿cierto? —Murmuró Terry con preocupación, mirando a lo lejos el pasillo que parecía no tener fin.

    —Yo supongo que sí —respondió Abra un poco más calmada que ella—. No es como que un sitio así pudiera existir en el mundo real.

    Abra rio un poco intentando aligerar un poco el ambiente… pero Terry no rio en lo absoluto, y sus dedos se apretaron un poco más al brazo de Abra, antes de aparentemente comenzar a relajarse poco a poco hasta soltarla por completo.

    —Tienes razón, debemos avanzar con cuidado —masculló despacio la menor de los Wheeler, comenzando entonces ella misma a avanzar por aquel oscuro espacio, vigilando por donde pisaba.

    Abra la siguió en silencio, un poco inquieta por cómo su actual guía estaba reaccionando. En cuanto salió por completo de aquel cuarto, la puerta se cerró con fuerza detrás de ella, haciéndola saltar un poco. Se volteó a verla, sintiéndose tentada a intentar abrirla, pero supuso que sería inútil. Esa no sería su salida.

    Avanzaron cuidadosas por el pasillo sin hablar entre ellas. Abra sentía un poco de aquel frío que la había prácticamente paralizado la vez pasada, pero ya no era tan intenso. ¿Sería acaso que en ese lugar estaban lejos de la fuente de aquella incomodidad?, ¿o quizás hora que ya sabía qué (o quién) lo causaba había perdido cierto poder en ella? No lo sabía, pero pedía en silencio que no volviera a ponerse como antes y terminara causando más mal que bien en ese sitio.

    Pasaron varios minutos caminando, o quizás sólo un par de segundos, sin ver algún cambio. Todo aquello no era más que un largo pasillo oscuro, cubierto de esas enredaderas y esa neblina. Respirar se volvía un poco difícil, pero aún posible de momento. El pasillo se sentía realmente largo y no parecía verse el fin a lo lejos. Quizás estaban andando en la dirección incorrecta, o quizás no existía como tal una dirección correcta.

    Y de repente, algo cambió. Entre todo el silencio que las envolvía, se escuchó un golpe pesado, como algo cayendo fuertemente al piso y haciendo que éste se estremeciera. Ambas se detuvieron y se miraron la una a la otra. Y antes de que pudieran preguntarse qué había sido aquello, al golpe le siguió un fuerte rugido que resonaba a lo lejos, pero que aun así las hizo estremecerse. Se voltearon lentamente en la dirección en la que venían, notando como una gran masa oscura al fondo comenzaba a abrirse paso, y a volverse cada vez más grande y más cercana. Oyeron más de esos golpes, que ambas identificaron casi de inmediato… como pasos.

    No ocuparon más antes de comenzar a salir corriendo con rapidez hacia el frente, sólo cuidando de no tropezar con las condenadas vainas en el suelo. Ambas corrieron, Terry unos cuantos pasos más delante, pues Abra de alguna forma esperaba que ella supiera a donde dirigirse. Abra miró hacia atrás por encima de su hombro, y notó como entre aquella oscuridad una figura casi humanoide se abría paso, y era justo esa cosa la que provocaba aquellos pasos, y ahora rugidos mucho más claros. Abra no supo ver qué era, pero era bastante grande, y parecía estarlas alcanzando.

    La joven Stone se detuvo y en lugar de seguir corriendo intentó abrir la puerta que tenía a su derecha, pero ésta no cedió por lo que siguió con la que estaba enfrente.

    —¡¿Qué haces?! —Le gritó Terry, unos pasos más adelante al notar que ya no la seguía.

    —Si seguimos corriendo no llegaremos a ningún lado —se explicó Abra mientras continuaba forcejeando con la puerta, sin ningún resultado. La criatura oscura seguía aproximándose—. Una de estas puertas tiene que llevarnos a algún lugar.

    Terry comprendía lo que decía, pero su atención estaba más puesta en la criatura que se aproximaba con tanta velocidad y directo hacia ellas. Y mientras más cerca se veía, más se materializaba ante ella la descripción que tenía en su cabeza de aquel monstruo… Un ser pálido y enorme, de dos pies, como un enorme hombre, pero en lugar de cabeza lo que tenía era una gran boca abierta, como una grotesca flor de carne y colmillos. Era esa cosa, era real… o, ¿no lo era?

    —Esto no es real, ¿cierto? —Susurró Terry despacio, casi como una súplica.

    —¡Tan real como quieres que sea! —Le gritó Abra un tanto desesperada, mientras estaba intentando ya con su cuarta puerta, sintiéndose más nerviosa cada vez que veía a aquella cosa acercándose—. ¡Terry!, ¡ayúdame! —Terry se quedó quieta en su sitio sin quitar sus ojos de la criatura que ya estaba bastante cerca—. ¡Terry!

    Abra se le acercó, tomándola fuertemente de sus hombros y jalándola hacia la quinta de las puertas. Luego, al joven de New Hampshire comenzó en su desesperación a patear la puerta, en un intento de derribarla. Sólo entonces Terry pareció reaccionar.

    —¡Espera! —Le dijo la joven de Indiana apresurada, y ella misma intentó abrirla. Para sorpresa de Abra (aunque no tanta), la puerta sí se abrió en cuanto ella lo intentó. Ninguna se quedó el suficiente tiempo a pensar demasiado en ello, pues de inmediato la atravesaron y cerraron con fuerza detrás de sí.

    En cuanto estuvieron en aquel nuevo espacio y la puerta estuvo cerrada, los golpes y los rugidos cesaron abruptamente, volviendo al silencio, aunque éste era un poco más tranquilizador.

    —¿Qué era esa cosa? —cuestionó Abra por mero reflejo, sin realmente esperar una respuesta. Sin embargo, sí la obtuvo.

    —El Demogorgon —susurró Terry, pensativa.

    —¿El qué?

    —Una vieja historia de terror. ¿Crees que pueda hacernos daño?

    —Yo no me arriesgaría para averiguarlo…

    Ambas se viraron hacia la habitación en la que se habían introducido, y se sorprendieron al ver que el escenario había cambiado bastante en comparación con el anterior. Y no fue sólo que ya no había de esas enredaderas oscuras, ni estaban siendo sofocadas por aquella neblina. Sino que ya no parecía una habitación que perteneciera al mismo laboratorio en el que se encontraban hace unos momentos. Aquello parecía más bien ser un rincón de una casa, como una sala de estar, o más bien un sótano o ático aclimatado para tal propósito. Había una mesa cuadrada casi enfrente de la puerta por la que habían entrado, con algunas cajas de juegos y libros sobre ésta. Más adelante había un sillón, con una mesa de centro al frente, y una lámpara a un costado. Y casi en la esquina contraria de donde se encontraban, podía notarse una escalera que iba hacia arriba, por lo que parecía en efecto tratarse del sótano de una casa.

    Terry fue la primera en avanzar, cautelosa, inspeccionando cada objeto y mueble, cada dibujo y poster de la pared, como si fuera la visitante de la exhibición de algún museo.

    —Creo que es el viejo sótano de mis abuelos —susurró despacio—. Pero se ve un poco diferente…

    —¿Éste es el sitio seguro en el que estabas pensando?

    —No, tampoco es éste. Aunque creo que cuando eran jóvenes mis padres y sus amigos pasaban mucho tiempo aquí…

    Ambas escucharon un ruido repentino que las puso en alerta, pero casi de inmediato repararon en que no se trataba de ningún otro rugido, sino de un sonido similar a interferencia. Terry se viró hacia un lado y notó que no muy lejos de la mesa, pegada contra la pared, había lo que le parecía una extraña tienda de acampar improvisada con sábanas, edredones y algunos cojines. Parecía similar a los fuertes de almohadas que ella misma recordaba haber hecho de niña. El sonido venía justo de ahí dentro, entre los tendidos en el suelo.

    Terry se aproximó para ver mejor, y notó que sobre los edredones reposaba un aparato que no reconoció al inicio. Parecía un viejo teléfono cuadrado, pero más grande y con una larga antena. El sonido provenía de él.

    —Creo que es un viejo radio de dos bandas —murmuró Abra de pronto, inclinándose un poco a su lado para ver mejor.

    —¿Un qué? —Cuestionó Terry un tanto confundida, virándose a verla.

    —Un radio, walkie-talkies, como los que usan los policías. Momo… es decir, mi abuela, usó unos cuando yo era más pequeña para explicarme cómo funcionaba la comunicación a distancia, aunque no eran tan viejos. ¿Era de tu madre, quizás?

    —No lo sé… Quizás de mi padre. A mi hermano y a él siempre les han gustado este tipo de cosas.

    Aproximó su mano al radio, con tanta cautela como si temiera que le quemara. No lo hizo. Lo tomó, lo aproximó a su rostro y lo examinó.

    Terry…

    Aquella voz surgió débilmente de la radio en la mano de la joven castaña entre toda la interferencia que se escuchaba, tomando por sorpresa a cada una.

    —¡Mamá! —Exclamó Terry con fuerza, acercando más la radio a su boca—. ¿Mamá? ¿Eres tú? ¿Me escuchas?

    Abra por un momento quiso decirle que tenía que presionar el botón lateral para hablar, pero pensó que dado el lugar y situación en la que se encontraban, quizás eso no importara. Del otro lado no hubo ningún tipo de respuesta por unos instantes, hasta que volvieron a escuchar de nuevo y de la misma forma que antes:

    Terry… No… no…

    Y luego silencio, completo silencio; incluso la interferencia había desaparecido, como si la radio se hubiera quedado abruptamente sin baterías.

    —¡Mamá! —Exclamó con más fuerza la joven Wheeler, llena de desesperación—. Era ella, ¿cierto? Era ella —se giró entonces hacia Abra en busca de su confirmación pero ésta en realidad no tenía como responder pues en verdad no tenía idea.

    Los rugidos de la criatura que las perseguía se oyeron justo del otro lado de la puerta por la que habían entrado, provocando que ambas se giraran al mismo tiempo hacia ella. La puerta entonces comenzó a agitarse, amenazando con ser derribada en cualquier momento. Las había encontrado; ya fuera porque los gritos de Terry lo alertaron, o quizás porque simplemente era algo inevitable.

    —Tenemos que salir de aquí, ¡vamos! —Señaló Abra fervientemente, y rápidamente tomó a Terry de su mano y la jaló hacia las escaleras. Las dos jovencitas subieron apresuradamente cada peldaño, mientras oían de fondo como su puerta de entrada era golpeada, y posteriormente se desprendía de la pared y era derribada al suelo. Un segundo después, para su suerte, ambas estaban atravesando a salvo la puerta al final de las escaleras.

    En el mundo real, seguramente esa puerta las hubiera llevado a la casa de los abuelos de Terry. En su lugar, en cuando ambas pusieron un pie al otro lado del marco, fue como pisar la nada, y sus cuerpos cayeron al frente como si hubieran dado un paso en falso en la cornisa de un edificio. Por suerte no era un edificio tan alto, pues menos de un metro después ambas cayeron sordamente a tierra firme.

    El suelo era en efecto tierra, húmeda y fría con algunos rastros de nieve en ella. Abra sintió como se golpeaba el mentón y se raspaba un poco las manos al interponerlas en la caída. Sus rodillas igualmente pasaban por un destino similar. Se dijo a sí misma que aquello no era dolor real y que tenía que reponerse lo antes posible. Se giró sobre sí y se sentó en el suelo, esperando ver alguna puerta flotando en el aire que pudiera cerrar, pero no vio nada. Lo único que miró fue un largo y oscuro bosque, alumbrado apenas por la luz de las estrellas y la luna. Igualmente había algo de nieve hasta donde lograba ver, pero extrañamente no sentía frío; no más del que sentía cuando empezaron su pequeño recorrido por ese País de las Maravillas.

    —Párate, vamos —le indicó apresuradamente a Terry, tomándola para ayudarla a pararse. Notó entonces que la joven castaña miraba fijamente al frente con sus ojos bien abiertos. Abra se viró en dicha dirección, esperando verse con la misma criatura que las perseguía, o quizás algo peor. En su lugar, notó más adelante una vieja y pequeña estructura de madera, alumbrada con algunas luces exteriores—. ¿Ahora a dónde caímos?

    Terry dio unos pasos al frente sin quitar sus ojos de la casa de madera.

    —Es aquí —musitó de pronto, y entonces comenzó a andar un poco más deprisa—. Es la cabaña del abuelo Hopper; es el sitio seguro en el que pensé. ¡Es aquí!

    Y entones aceleró el paso.

    —Terry, espera —masculló Abra, pero la joven se había adelantado bastante—. Maldición…

    Abra se talló un poco sus rodillas para limpiarlas de lodo y comenzó a seguirla, cojeando un poco.

    ¿El lugar seguro de la Sra. Wheeler era una vieja cabaña en el bosque?, a Abra aquello le pareció difícil de creer. Sin embargo, Terry sabía lo especial que era ese sitio para su madre. Había vivido unos años ahí con el alguacil Jim Hopper, su padre adoptivo. De hecho, aquella cabaña aún existía en el mundo real; el abuelo Hopper se la había heredado a su madre. Terry recordaba que de niña la había llevado un par de veces a esa parte del bosque y le había contado de cuando vivía ahí, y lo diferente que era todo (ella incluida) en aquel entonces. Su madre siempre mencionaba que quería repararle todos sus desperfectos que se le habían presentado con el pasar del tiempo, remodelarla un poco, y quizás retirarse ahí cuando fuera más vieja. Terry no creía que lo fuera hacer; no lo de irse a vivir a esa cabaña, sino más bien retirase. Conociendo lo ocupada que siempre estaba con su Fundación, y lo mucho que amaba su trabajo, estaba segura que lo seguiría haciendo hasta que muriera… y ese último pensamiento le causó una muy profunda e incómoda sensación de desagrado.

    Terry subió apresurada las escaleras frontales y se paró firme en el pórtico delante de la puerta. Abra la alcanzó unos momentos después.

    —Oye —le llamó Abra al pie de las escaleras, notándosele algo agotada. De hecho, ella misma se sorprendió de sentirse así—. Si no está aquí, debemos de comenzar a considerar nuestra huida, antes de que esa cosa nos alcance enserio…

    Terry la miró unos instantes sin responderle nada. De seguro no estaba nada contenta con esa advertencia, casi amenaza. Sin embargo, su silencio indicaba que también no tenía como repudiarla o negarla.

    La joven respiró hondo y acercó su mano al pomo de la puerta, girándolo y abriendo la puerta hacia adentro. El interior de la cabaña estaba iluminado con luz anaranjada. Pese a su apariencia externa descuidada, el interior de hecho se veía bastante agradable a ojos de ambas muchachas. En cuanto la puerta se abrió, ambas captaron otra vez ruido de estática, aunque era diferente a la que habían escuchado en la radio.

    Ingresaron lentamente, una delante de la otra. Un poco delante de la puerta, había un sillón un poco viejo de tapiz rojo manchado. Lo que Abra primero notó fue que más adelante, en la pared contraria y delante del sillón, y debajo de una pequeña ventana y la cabeza de un venado colgada, había lo que parecía ser un viejo televisor cuadrado cuya pantalla brillaba de blanco y negro, mostrando sólo estática y emitiendo sonido blanco; aquello era el sonido que habían escuchado al entrar. Sin embargo, lo que Terry notó fue que por encima del respaldo del sillón, sobresalía una cabeza pequeña, como de un niño, con cabello apenas brotando de ella. Era una persona sentada en el sillón, que miraba fijamente hacia el televisor encendido aunque éste sólo tuviera estática.

    Terry comenzó a rodear el sillón lentamente, mientras Abra se encargaba de cerrar la puerta. La joven Wheeler se aproximó con paso cauteloso hacia un costado del sillón, y luego al frente para poder ver mejor a aquella persona. Ahogó un pequeño gritito de sorpresa, y su respiración se cortó unos segundos.

    —¡Mamá!, ¡¿eres tú?! —Exclamó con fuerza sin poder contenerse.

    Abra se apresuró a ponerse a lado de su acompañante y también poder contemplar a la persona misteriosa. Su reacción fue menos efusiva que la de Terry, pero ciertamente le sorprendió un poco. Era una niña de once o doce años, aunque con el cabello rapado había sido un tanto difícil de determinar de lejos. Pero lo que delataba su identidad era su rostro, prácticamente una copia del rostro de Terry, sólo que unos años más joven. Aquella niña vestía lo que parecía ser una bata blanca de hospital con puntos negros, y nada más; incluso sus pies estaban descalzos y cubiertos de lodo. Miraba con sus ojos totalmente abiertos hacia el televisor sin siquiera pestañar. Y su nariz le sangraba… bastante. Sus labios y mentón estaban casi completamente rojos, e incluso la samgre había llegado a manchar la bata.

    —¡Mamá!, ¡te encontramos! —Exclamó Terry con emoción y sin reparo se acercó hacia ella, poniéndose de cuclillas a su lado. La niña, sin embargo, no reaccionó en lo absoluto—. ¿Mamá? ¿Me escuchas? —Terry acercó entonces una mano hacia ella, colocándola sobre su brazo, pero la retiró casi de inmediato con un gesto de dolor—. Está fría… casi congelada…

    «Fría», repitió Abra en su mente. Aquello no le sorprendió. No sabía qué significaba exactamente esa personificación de la Sra. Wheeler, pero no creía que su apariencia y estado fueran buena señal.

    No hubo mucho tiempo para pensar en aquello, pues en aquel momento las luces de la casa comenzaron parpadear en un ritmo constante, casi provocado. A aquello le siguieron los mismos sonidos de pasos pesados provenientes del frente de la casa. Y claro, lo siguiente fue un rugido. Aquello sí que logró crear una reacción en la joven Jean, pues de pronto saltó del sillón, cayó al suelo y se arrastró por él hasta una esquina de la sala, haciéndose ovillo totalmente llena de terror. Terry la miró atónita sin poder reaccionar.

    —Esa cosa estará aquí en cualquier momento —advirtió Abra y comenzó a mirar alrededor. La primera puerta adicional que vio fue una a lado de la cocina, que por la distribución muy posiblemente llevaba a un cuarto, pero esperaba que funcionara igual que la puerta del sótano y las llevara a algún otro lado—. Tráela y salgamos de aquí, rápido.

    Abra se lanzó hacia la puerta, mientras Terry se aproximaba a la versión joven de su madre para intentar obligarla a pararse, aunque la sintiera tan fría que casi la quemara. Los pasos de la criatura ya se oían en los escalones. Abra se apresuró a la puerta, la abrió de par y par, y se dispuso a dar un paso al frente… pero se detuvo.

    Alguien le estorbaba el paso, alguien parado a menos de un metro de la puerta, con sus manos en los bolsillos de su pantalón negro de vestir, y la miró fijamente con sus profundos y penetrantes ojos azules. Esos ojos… Abra no tuvo que ver el resto de su rostro; esos ojos fueron suficientes para congelarla en su sitio. Una sonrisa astuta se dibujó en los labios de aquel individuo mientras la miraba, y aquello terminó por desarmarla.

    —Hola, Abra —le saludó el apuesto muchacho, con el mismo tono de voz algo seductor, pero a la vez amenazante, que ella bien recordaba—. Vaya sorpresa…

    Abra sólo pudo reaccionar hasta que la aterradora figura de Damien Thorn dio un paso hacia al frente, penetrando de esa forma en el espacio de la cabaña. Sin embargo, dicha reacción por parte de la muchacha fue retroceder torpemente en un intento de alejarse de él, hasta tropezar con un sillón reclinable justo detrás de ella, haciéndola perder el equilibrio y caer sobre el tapete que cubría el suelo de la sala. Se alejó aún más por el suelo, hasta que su espalda se pegó contra el costado del sillón más grande, y hasta ahí llegó. Aquel individuo sonrió divertido, como si le produjera gracia verla ahí en el suelo casi temblando de miedo, y eso a ella la hizo rabiar intensamente.

    —¡Tú! —escuchó como pronunciaba la voz de Terry con su respectiva dosis de rabia. Abra no podía verla desde su posición, pero sí escuchó sus pasos retumbar en el suelo mientras se le aproximaba al chico recién aparecido—. ¡Maldito bastardo!, ¡tú le hiciste esto a mi mamá…!

    Damien apenas y la miró un instante de reojo, antes de que el mismo sillón reclinable con el que Abra se había tropezado se deslizara sólo por el suelo y chocara contra la menor de los Wheeler, haciéndola caer sobre éste. Intentó levantarse rápidamente, pero en cuanto se acomodó para sentarse y luego pararse, dos fuertes manos la sujetaron con fuerza de los brazos y la jalaron contra el sillón, obligándola a quedarse ahí. Terry miró asustada y notó que esos fuertes brazos masculinos surgían del sillón, como si fueran extensiones de éste. Más se materializaron de la misma forma, tomándola de los tobillos, sus muslos, muñecas y cuello, dejándola totalmente inmovilizada.

    —Tú no te metas, ¿quieres? —Comentó Damien con tono de amenaza—. Esto es una conversación privada.

    —¿Eres real? —Cuestionó Abra con su voz casi quebrándose. Damien la miró de nuevo desde arriba, y le sonrió.

    —En este sitio eso es relativo, ¿no crees? —ironizó alzando sus brazos hacia el espacio que los rodeaba—. Pero si te refieres a si soy yo o algún tipo de recuerdo en la cabeza de esta mujer, es lo primero definitivamente.

    —¿Cómo es posible que llegaras hasta aquí? —soltó de pronto la joven de New Hampshire, casi sin proponérselo realmente.

    —Tú me llamaste, ¿lo olvidas? —Le respondió con simpleza, haciendo que la respiración de Abra se cortara un poco—. Sólo seguí las migas de pan que me dejaste…

    En ese momento, los tres escucharon como la puerta principal de la cabaña era derribada abruptamente de un fuerte golpe, como si hubiera sido envestida por un toro. Los ojos de todos se giraron en esa dirección y se posaron en aquella casi indescriptible criatura, que se irguió potente en el marco. Su cabeza se abrió como una flor floreciendo, soltando un intenso rugido por esa boca inhumana.

    —Santo Dios —exclamó Abra, atónita al ver a lo que Terry había llamado Demogorgon, un nombre que ciertamente le quedaba bien.

    —Él no tiene nada que ver con esto, querida —señaló irónico Damien, dando un par de pasos para ponerse delante de Abra, casi como si intentara cubrirla de aquel ser pálido. El Demogorgon se aproximó velozmente hacia él, y por un momento pareció que lo embestiría. Sin embargo, justo a último momento, se detuvo delante de él, con su boca a sólo unos centímetros del rostro del muchacho, y ahí se quedó. De pie, respirando, o haciendo al menos un sonido muy similar a respiración, cerca de él. Abra miró esto desde el suelo con asombro. Damien, por su parte, sólo sonrió con normalidad. —¿Así es como me ve, señora? —Cuestionó con burla, virándose justo hacia la pequeña niña rapada que tiritaba de miedo en la esquina—. ¿O es acaso un viejo miedo?

    La niña no respondió, pero en su lugar aprovechó ese momento en que la criatura se había detenido para ponerse de pie y correr con todas fuerzas hacia la puerta por la cual Damien había entrado. Ésta al parecer de un parpadeo a otro daba ahora a un largo pasillo blanco, similar al del laboratorio pero sin las lianas negras y mucho más iluminado.

    —¡No!, ¡mamá! —Le gritó Terry, pero la niña no escuchó y siguió corriendo hasta atravesar la puerta. La criatura se alertó en cuanto pasó cerca de él, volteando todo su cuerpo en su dirección.

    —Es toda tuya —le indicó Damien, agitando una mano en el aire con indiferencia ante aquella situación. El monstruo de seguro no necesitaba su permiso, pero de todas formas en ese momento se lanzó hacia la puerta abierta, corriendo detrás de su verdadera presa.

    —¡No!, ¡mamá! —Volvió a gritar Terry, pero ahora con todas sus fuerzas mientras intentaba inútilmente de zafarse del agarre que la detenía. En cuando la criatura atravesó el umbral, la puerta se cerró abruptamente detrás de él, y ya no se escuchó sonido alguno de ninguno de los dos seres que habían pasado por ella—. ¡Mamá!

    Terry comenzó a soltar fuertes sollozos; no de tristeza ni de dolor, sino de una profunda y casi dolorosa frustración. Abra sintió aquello calándole hondo. Intentó reponerse a su impresión inicial, y comenzó a alzarse lentamente, apoyándose en el sillón.

    —¿Por qué haces esto? —Soltó de golpe, intentando mantener la firmeza lo mejor posible—. ¿Es a mí a quién quieres? ¡Pues aquí estoy! ¡Pero deja en paz a esta familia!

    Damien se viró hacia ella con una expresión un tanto confundida, que bien podría ser algo sobreactuada.

    —Y dicen que yo soy egocéntrico —respondió entonces, casi a punto de soltarse riendo—. Esto no tiene nada que ver contigo, querida. Yo no me metí con esta “familia” —señaló en ese momento con tu mano hacia la cautiva Terry—, ellos se metieron conmigo primero. Y los que lo hacen, tienen que pagar de una y otra forma.

    —¿Eso me incluye a mí?

    —¿Enserio crees que si hubiera querido hacerte algo por lo de aquel día no te hubiera encontrado y alcanzado en cualquier momento?

    Comenzó entonces a caminar hacia ella, cortando la pequeña distancia que había entre ellos.

    —¡No te acerques…! —Le advirtió Abra, señalándolo con una mano—. Te lo advierto…

    Pero él no le obedeció. Y, lo que fue peor, ella tampoco hizo nada para detenerlo. Siguió avanzando hasta que ambos quedaron frente a frente, de una forma que claramente invadía de sobra su espacio personal. Y, aun así, ella no retrocedió o hizo intento de alejarlo en esos momentos. Sólo se quedó quieta en su sitio, mirándolo fijamente como si no fuera capaz de apartar su atención de sus profundos ojos azules.

    —Siempre supe dónde estabas, Abra Stone de Anniston, New Hampshire —declaró con elocuencia, y escucharlo decir su nombre y su ciudad hizo que le recorriera un intenso escalofrío que casi la derribó de nuevo—. He tenido unos meses muy ocupados, y con el tiempo aprendí muchas nuevas habilidades que me hubieran permitido, con tan sólo desearlo, estar ahí contigo. ¿Quieres saber por qué nunca lo hice? —Inclinó en ese momento su cuerpo hacia el frente, acercando aún más sus rostros. Abra se hizo hacia atrás, teniendo que apoyarse en el sillón a sus espaldas para no caer—. Porque no tengo nada contra ti en realidad. De hecho, te estoy agradecido. Tú fuiste quien me abrió los ojos; fuiste mi motivación, se podría decir. Todo lo que he hecho desde entonces, ha sido gracias a ti. Es por eso que te dejé en paz, esperando a ver si acaso en algún momento tú venías sola a mí. Suponía que te había asustado lo que viste al otro lado del velo, pero que tarde o temprano sentirías tanta fascinación por ello que tú sola me buscarías para terminar lo que empezamos en ese vehículo.

    —¡Por supuesto que no! —respondió Abra rápidamente, recuperando su compostura y forzándose a colocar sus manos sobre su pecho para empujarlo lejos de ella. Le hubiera gustado empujarlo miles de metros lejos, pero sólo lo hizo retroceder un par de pasos—. ¿Fascinación? ¡Lo único que siento al recordar eso es absoluto asco!

    Damien rio un poco, y luego se paró derecho y se arregló un poco su atuendo. Abra notó entonces que usaba el mismo traje negro y camisa azul sin corbata del día que se conocieron. ¿Coincidencia?, ¿o así era como se había querido presentar ante ella?, ¿o… así era como ella misma lo recordaba y por eso lo veía así?

    —No es cierto —señaló el chico, moviendo un dedo con un gesto de burla. Comenzó entonces a caminar, y Abra pensó que se le aproximaría de nuevo, pero en su lugar le sacó la vuelta y avanzó hacia Terry—. Pero no importa, porque en lugar de eso volviste a mí para ponerte en mi camino, igual que estos sujetos. —Caminó hasta colocarse justo detrás del sillón con brazos, apoyando sus manos en el respaldo. Abra sintió que esa posición, y la forma en la que la miraba, querían darle a entender que tenía completo control de todo eso, y que la propia Terry era su rehén—. Estoy un poco decepcionado por eso. Pero, tratándose de ti, te daré otra oportunidad de elegir el lado correcto en esto.

    —¿Qué dices?

    —Te diré tus opciones —continuó el muchacho de cabellos negros, mientras con una mano acariciaba, casi amenazadoramente, el respaldo del sillón reclinable—. Opción uno, regresa a tu aburrida casita en New Hampshire y no vuelvas nunca a mostrar tu linda cara delante de mí, y estaremos de nuevo en paz. Opción dos, si te quedas con estos perdedores, hormigas intentando detener la pata del elefante, te aplastaré junto con ellos. A ti, a tus padres, a tu querido tío Dan, y a quien sea…

    Su voz había sido acompañada de cierto grado de ira en sus últimas palabras, que hicieron notar de inmediato que no estaba bromeando con su amenaza. Sin embargo, se calmó rápidamente, volviendo de nuevo a la misma actitud relajada y soberbia de antes.

    —O la opción tres: ven conmigo.

    —¿Qué? —Exclamó Abra, totalmente confundida, e incluso con una pequeña sensación en el estómago de querer reírse.

    Damien prosiguió con su declaración.

    —Sé lo poderosa que eres, y te quiero conmigo, de mi lado. Dentro de poco las cosas se prenderán y se pondrán divertidas. A niveles bíblicos, podría decirse; yo me encargaré de eso. Y tú puedes estar en el asiento de primera fila, conmigo. Porque, como dije, todo esto es gracias a ti…

    Abra lo contempló unos momentos en un frío silencio, pero luego esa risa que había contenido anteriormente no pudo seguir guardándose y en ese momento surgió abruptamente y con fuerza. Damien pareció un tanto desconcertado, y eso a ella le encantó.

    —Cielo santo —Murmuró Abra una vez que apagó las risas—. ¿Qué te crees?, ¿un villano de cómic con ese discurso tan estereotipado? Por favor…

    —¿Crees que estoy bromeando? —Respondió Damien, considerablemente más serio que antes.

    —Creo que eres un niño mimado y egocéntrico al que le gusta jugar al chico malo y que la gente le tema. Pero he visto a otros como tú antes, y, ¿adivina qué? —Avanzó entonces hasta ponerse a unos cuantos metros de Terry y de él, encarándolo con firmeza—. Yo no te tengo miedo… Sólo me das risa.

    Sonaba muy segura de sí misma, muy sincera y con el sartén por el mango. Pero la realidad era que si estuviera en su cuerpo físico en esos momentos, posiblemente sus piernas le estarían temblando incontrolablemente. Por supuesto que le tenía miedo. Por algo había tenido tantos deseos de salir corriendo de ese lugar en cuanto se dio cuenta de que él estaba involucrado, y por eso tenía sus reservas de volver a intentar eso. Lo que había visto al otro lado del velo, como él lo había descrito, no sólo la afectó: realmente la aterró.

    Sin embargo, había una fuerza mucho más fuerte en su interior que la movía y obligaba a pararse con firmeza delante de él, e incluso provocarlo de esa forma. Y esa fuerza era su ira, esa que tanto le preocupaba e incluso temía un poco, pero que en esos momentos era lo único a lo que podía sostenerse. Sentía ira ante como ese pelmazo la hacía sentir, como su sola presencia y sus palabras la hacían sucumbir, y de concebirse tan débil y miedosa. Su ira era lo único que tenía para poder defenderse de todo eso… y le gustaba hacerlo.

    Damien la contempló en silencio por un rato, antes de volver a sonreír de esa forma tan presuntuosa y molesta.

    —Oh, Abra —comentó con sátira—. Crees que sabes lo que realmente soy por lo que viste aquel día. Pero la verdad es que no has visto nada aún…

    De pronto, extendió su mano derecha hacia el frente, colocándola por completo contra el costado de la cara de Terry, presionando sus dedos con algo de fuerza contra su piel. La jovencita en la silla soltó un pequeño alarido de dolor. Abra, por su lado, se estremeció al verlo tocándola de esa forma.

    —No, espera… ¡No le hagas nada! —Le gritó como una advertencia vacía.

    —Ven acá y detenme, entonces —Le respondió el chico forma burlona, mientras recorría su mano por el rostro de su aparente rehén—. ¿O tus piernas no se pueden mover de tanta… risa?

    Los puños de Abra se apretaron, sus dientes se presionaron fuertemente entre ellos, y su mirada casi en llamas se clavó en aquel monstruo. Y, sin embargo, no dio ni siquiera un paso al frente. Estaba realmente congelada.

    «Muévete… ¡¿qué haces?! ¡Muévete!» Se decía a sí misma con insistencia, pero nada pasaba. «Usa tus malditos poderes, ¡haz algo maldita cobarde!» Comenzó en ese momento a sentir como resbalaban lágrimas de frustración por sus mejillas, sin saber de momento si aquello quizás estaba ocurriendo de verdad en el mundo físico.

    Damien volvió a sonreír, satisfecho por su reacción. Centró entonces su atención en Terry, agachándose un poco por un costado para poder susurrar cerca de su oído.

    —Le prometí a tu madre que te haría una visita a ti también, ¿recuerdas? Te iba a dar de alimento a un par de perros rebeldes que tengo, como un jugoso pedazo de carne. Pero supongo que uno no se puede poner quisquilloso con las oportunidades que le da la vida.

    Las manos que aprisionaban a Terry comenzaron a apretarla de golpe con más fuerza, incluyendo las que le rodeaban el cuello. La joven soltó un gemido de dolor, pero apenas fue audible pues de pronto comenzó a sentir como era asfixiada sin remedio.

    —¡No! —Exclamó Abra y sólo entonces fue capaz de moverse hacia adelante, pero fue detenida por un par de manos, similares a las del sillón, que brotaron como flores del tapete y la tomaron de los tobillos, haciéndola tropezar y caer de narices al frente, casi a los pies de la rehén.

    Una vez en el suelo, más manos surgieron y la sujetaron de todas sus extremidades para inmovilizarla, y no logró zafarse por más que forcejó. Sólo fue capaz de ver desde el suelo como el cuerpo de Terry se estremecía por el dolor y la falta de aire, y como él admiraba divertido la expresión de dolor y miedo en su rostro

    —¡Maldito bastardo! —Le gritó Abra iracunda y desesperada—. ¡Te mataré!, ¡¿me oíste?! ¡Te encontraré y te mataré con mis propias manos!, ¡hijo de puta!

    Damien sólo la miró de reojo unos momentos, con bastante poco interés en sus amenazas, y luego centró de nuevo su atención en Terry y en como la vida se escapaba poco a poco de su cuerpo.

    FIN DEL CAPÍTULO 61
     
  2.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 62.
    Vamos por él

    Dan acababa hace poco justo de decirle a Abra como el Resplandor (al menos el que él conocía, y que aún no estaba seguro que fuera lo mismo a lo que estos individuos se referían) a veces actuaba de formas extrañas; “uniendo a las personas con un fin”, recordaba haber dicho. Y al menos en el caso de Charlie (alias Roberta) y él, parecía haber jugado un poco en ese terreno. Esa pequeña plática frente a la máquina de café, junto con aquel rápido apretón de manos, parecía haber rompido el hielo entre ambos. Sin fijarse o tener que forzarlo demasiado, ambos comenzaron a platicar un poco más entre ellos, inspirados solamente por el inusual deseo de querer saber más del otro. Incluso Charlie se sirvió su propio café con el fin de hacer un poco más de tiempo, y Dan se tomó el que tenía en su mano antes de que se enfriara; al final siempre podía llenar otro más para su sobrina.

    —El Overlook, por supuesto que conozco el caso —señaló Charlie con cierto orgullo, mientras ambos caminaban de regreso a la sala de espera, cada uno con un vaso de café aunque el de ella ya estaba casi por terminarse—. El último cuidador fue un hombre llamado…

    Charlie intentó hacer un poco de memoria, pero fue evidente que ese dato en especial se le escapaba por completo. Para su suerte, a Dan no; nunca podría.

    —Jack Torrance —le respondió luego de unos momentos—. Mi padre.

    Charlie lo volteó a ver un tanto sorprendida ante esa declaración.

    —¿Entonces tú estabas ahí cuando…? —No terminó su pregunta, pero igual Dan asintió como respuesta, sonriéndole—. Oh, vaya… —Charlie dio un sorbo más de su café, quizás el último que le quedaba—. Mi curiosidad de reportera me pide preguntarte los detalles, pero siento que sería un poco impertinente de mi parte.

    —Descuida. Hasta hace unos cinco años me era muy difícil hablar de ello, pero ahora he hecho las paces con lo ocurrido y logré seguir adelante.

    —¿Cómo hiciste eso?

    —Conocer a Abra ayudó bastante. Ella me dio un motivo para pensar más en el futuro que en pasado. Y también recibí mucha ayuda del Programa, y de los buenos amigos que hice en él.

    —¿El programa? —Charlie se detuvo unos momentos y se tomó la libertad de tomarlo de su brazo con su mano libre para que también se detuviera—. ¿Hablas de Alcohólicos Anónimos? —Dan de nuevo asintió—. Oh, ¿eres…? —De nuevo no terminó su pregunta, pero igualmente Daniel no lo necesitó, así como ella no necesitó que él asintiera para entender su respuesta.

    —Diecisiete años sobrio, y contado —señaló Daniel con el mismo orgullo con el que ella había revelado que en efecto conocía el caso del Overlook.

    —Felicidades —asintió Charlie con verdadero agrado, y entonces ambos reanudaron su caminata—. De hecho pensaba invitarte a tomar un trago para poder charlar más amenamente de nuestros traumas de la niñez, pero al parecer también eso sería impertinente.

    Daniel soltó una pequeña risa divertida. Era hasta cierto punto encantador como se tomaba tan a la ligera aquello. La mayoría de las personas a las que les decía sobre su alcoholismo solían reaccionar con cierta aversión a la idea, o con miedo a decir o hacer algo incorrecto como si fuera de papel. El hecho de que ella reaccionara de esa forma, sin restarle importancia pero tampoco dándole el poder de definir a la persona con la que hablaba, era señal de que seguro tenía su propio camino duro recorrido, y lo entendía.

    —Podría ser un café —propuso Dan a continuación, alzando el vaso que tenía en su mano—. Mejor que éste, claro.

    Ella lo miró de nuevo, y una vez más en esos labios rosados se dibujó esa llamativa y tentadora sonrisa.

    —Eso suena bien…

    Entre charla y charla, cuando menos lo pensaron ya estaban de regreso a la misma sala de espera de antes. Sin embargo, cuando Dan puso su atención justo en el asiento en el que minutos antes había dejado a su sobrina, se sorprendió al verlo vacío. Miró a su alrededor un tanto consternado esperando verla en algún punto del pasillo, pero no fue así.

    —¿A dónde fue? —preguntó despacio, ligeramente irritado.

    —Quizás fue ella misma por su café —comentó Charlie, encogiéndose de hombros.

    —Le dije que no se moviera de aquí —señaló firmemente, y casi de inmediato una muy incómoda sensación le recorrió todo el cuerpo—. Algo no está bien…

    Sin dar más explicación, comenzó a andar en dirección al área de cuidados intensivos, incluso tirando el café que tenía en su mano en el primer bote que encontró en el camino para así moverse con mayor rapidez. Charlie lo siguió, preocupada por su reacción, tirando su vaso ya vacío en el mismo bote y andando con rapidez detrás de él.

    «Era enserio lo del tío sobreprotector», pensó la mujer rubia. Pero no tendría porque necesariamente estar pasando algo malo, ¿no?

    Daniel y Charlie llegaron apresuradamente a la camilla de la Sra. Wheeler. Tal y como Dan temía, no había nadie, a excepción de Abra y Terry. Ésta última tomaba la mano de su madre, pero en esos momentos tenía los ojos muy abiertos y su boca abierta intentando tomar un poco de aire, sin ningún resultado. Marcas rojas comenzaban a formarse en su cuello y muñecas, como si algo estuviera apretando fuertemente su piel. Abra estaba detrás de ella, tomándola del hombro. Se veía bien, pero largas lágrimas le recorrían ambas mejillas.

    —¡Terry! —Reaccionó Charlie, y rápidamente intentó acercarse para apartarla.

    —¡Espera!, ¡no la toques! —Le advirtió Daniel, tomándola de los brazos para detenerla. Tendrían que hablar seriamente sobe esa tendencia que tenía de tomarla de esa forma tan ruda sin su consentimiento, pero aquel no era el momento—. Están dentro de la mente de la Sra. Wheeler —Explicó Dan justo después de detenerla—. Si la tocas, podría jalarte dentro con ellas y entonces el problema empeoraría. Abra, por Dios… ¿qué hiciste?

    —Tenemos que hacer algo, ¡se está muriendo! —Señaló Charlie totalmente llena de miedo al ver como el rostro de Terry comenzaba a ponerse rojo.

    Dan tenía que pensar rápido. Respiró profundamente, despejó su mente lo mejor posible, y entonces alzó una mano hacia el frente.

    —Quédate cerca, por favor —le pidió a Charlie abruptamente, y antes de que pudiera dar más explicaciones extendió su mano, colocándola sobre la cabeza de Abra. Y justo lo que había advertido sucedió, pero él iba preparado.

    — — — —​

    Para Abra fue como si todo se hubiera congelado de un parpadeo de otro. Todo se volvió silencioso y muy quieto, sólo acompañado de un extraño zumbido en sus oídos. Se sintió asustada, pero sólo al inicio pues había una sensación conocida en ello que la hizo sentirse un poco más cómoda. Se sintió de pronto libre, como si todas las manos que la aprisionaban se hubieran retirado. Se levantó poco a poco apoyada en sus manos y rodillas hasta pararse por completo y estirar un poco su cuerpo.

    En efecto todo se había congelado. Damien seguía detrás del sillón, sujetando el rostro de Terry, que seguía presa de las manos que la sofocaban. Pero ambos estaban quietos, como si fuera una fotografía enmarcada en la pared. Miró entonces hacia abajo, y notó que en el suelo había una versión bastante exacta de sí misma tirada en el tapete y aprisionada también por todas esas manos que la sujetaban. Al parecer, ella misma también era parte de esa fotografía.

    —Abra —escuchó pronunciar detrás de ella, aunque sonó casi como un eco diluyéndose en la lejanía. La joven se viró lentamente, y no pareció sorprenderse al reconocer a su tío Dan, de pie justo delante de la puerta cerrada por la que había huido la joven Eleven y el monstruo que la perseguía. Parecía más un manchón borroso que pudiera desaparecer con tan sólo tallarse un poco los ojos. Aun así, la miraba con dureza y desaprobación.

    —Tío Dan, viniste —susurró Abra con algo de debilidad—. Lo siento, lo arruine de nuevo…

    —No es momento para eso —declaró el recién llegado, avanzando con cuidado hacia ella, y mirando atentamente al chico más adelante—. Damien Thorn, supongo.

    —Me encontró. Sabía que lo haría, y aun así lo hice. Soy tan estúpida, y ahora Terry…

    —Dije que no es momento para eso —señaló Dan tajantemente—. El tiempo se nos acaba. Tenemos que repelerlo antes de que sea tarde.

    —No… es muy fuerte… no puedo hacerlo…

    —No sola, pero juntos podemos. —Extendió en ese momento su mano hacia ella, mostrándole su palma—. Como lo hicimos con Rose y con el Cuervo.

    —No sé si sea suficiente —negó Abra con su cabeza, notándosele insegura.

    —Por favor, Abra… Ahora más que nunca necesitamos de tu fuerza.

    La joven respiró lentamente por su nariz mientras se abrazaba a sí misma. Miró de reojo el rostro lleno de sufrimiento de Terry, y se dijo a sí misma que no podía simplemente dejarse derrotar. Esa chica sólo quería salvar a su madre, y sin quererlo había sido arrastrada a ese horrible desastre. Abra no le debía nada, pero… si había alguien a quién podía ayudar de verdad…

    Se paró más firme y se viró por completo hacia su tío. Alzó su mano, acercándole a su palma, y presionando la suya propia contra ésta. Aquello no era un contacto físico, sino algo mucho más profundo que eso. Las mentes de ambos ya habían interactuado tanto la una con la otra que se conocían muy bien. Reconocían sus fortalezas y debilidades, y como completarse entre ellas. Quizás la unión de ambas no sería suficiente para patearle el trasero definitivamente a Damien Thorn… pero definitivamente harían que le doliera enserio.

    Cuando todo se reactivó, como una película que se reproduce de nuevo tras una pausa, tanto Dan como Abra pudieron ver todo a través de los ojos de ésta última. Era su imagen la que estaba ahí tirada en el suelo, pero ahora no era ella la única ahí. Podían sentir como la fuerza del otro los alimentaba de una forma casi embriagadora.

    —¡Basta! —Exclamó Abra con fuerza, resonando como la voz de ambos. Alzó sus puños, dejándolos caer con fuerza contra el suelo.

    El impacto de éste golpe provocó una fuerte ráfaga en todas direcciones que agitó todo aquel cuarto, empujando los muebles contra las paredes. Los brazos que la sujetaban y también los que aprisionaban a Terry, se esfumaron como copos de nieve en el aire. El sillón también fue empujado hacia atrás con todo y Terry, empujando también a Damien y aplastándolo contra el muro.

    Una vez que estuvo libre, Abra se puso de pie rápidamente y corrió hacia Terry. La joven castaña tosía y respiraba pesadamente intentando jalar de nuevo aire a su cuerpo. Antes de que ella pudiera pararse por su cuenta, o al menos entender lo que había ocurrido, Abra la tomó fuertemente de su muñeca.

    —¡Sal de aquí! —Le indicó casi como una orden mientras la veía a los ojos. Terry notó en ese instante que aquellos no parecían ser sus mismos ojos de antes, pero no tuvo tiempo de contemplar aquello. Como si su cuerpo no pesara nada en lo absoluto, Abra la jaló y literalmente la arrojó con fuerza contra la puerta cerrada. El cuerpo de Terry voló por el aire como si estuviera a bordo de un juego mecánico que la agitaba a gran velocidad. Atravesó la puerta como si fuera mero humo, pasó disparada por el largo pasillo blanco hasta chocar con otra puerta al fondo de ésta. Luego todo se volvió blanco…

    — — — —​

    Terry gritó con fuerza, entre asombrada y asustada, y rápidamente se apartó de la camilla de su madre, cayendo de sentón al suelo y alejándose un poco más por el piso, como si siguiera con el impulso de aquella arrojada.

    —Terry, ¿te encuentras bien? —Murmuró Charlie, algo desconcertada al verla reaccionar tan abruptamente de esa forma. Se agachó a su lado ayudándola a pararse, pero la atención de Terry estaba fija en algo más. Abra seguía de pie, con su mano alzada al frente como si aún sujetara su hombro. Dan igualmente estaba a su lado, sujetándose de su cabeza.

    —Abra… ella sigue adentro… —señaló con un hilo de voz. Intentó pararse, pero sus piernas le fallaron y casi estuvo a punto de caer de nuevo sino fuera porque Charlie la sujetó.

    —Tranquila, siéntate —la guio hacia la silla a un lado de la camilla e hizo que se sentara en ella—. ¿Qué fue lo que pasó?

    Terry la volteó a ver, pero no fue capaz de decir nada. Su mente estaba demasiado concentrada en el terror que acababa de sufrir, y en el que Abra aún se encontraba.

    — — — —​

    Damien empujó con fuerza el sillón reclinable lejos de él para así liberarse de su prisión temporal. Caminó al frente con calma, acomodándose su traje lo mejor posible, como si sólo le hubiera caído un poco de polvo.

    —Veo que tenemos nueva compañía —señaló con elocuencia, mirando de nuevo a la chica delante de él—. Debe ser el famoso tío Dan. Qué honor…

    —Quédate en donde estás, te lo advierto —masculló Abra, con su voz resonando con la de los dos, y señalándolo con su dedo.

    —¿Tú me lo adviertes? Qué presuntuosos son todos ustedes…

    Dio dos pasos hacia ella, pero fue todo lo que pudo dar. Abra alzó en ese momento su dos manos al frente, y el cuerpo del chico fue lanzado por el aire, hasta chocar su espalda contra el muro, quedándose ahí suspendido como si estuviera colgado similar a la cabeza de venado. Abra y Dan presionaron más y más, ejerciendo más fuerza, empujando más a aquel intruso para mantenerlo en su lugar. Damien sentía como si una enorme aplanadora le presionara el cuerpo entero, y sus interiores fueran a salírsele por la nuca.

    La cabaña entera comenzó a temblar, y las paredes, el suelo y el techo se desquebrajaron como si una enorme mano la estuviera presionando con sus enormes dedos desde afuera. Manteniendo una mano extendida hacia Damien, Abra alzó la otra hacia la puerta del cuarto y ésta salió volando hacia el interior del aquel pasillo blanco, dejando el camino libre.

    —Nos vamos —pronunciaron Abra y Dan al mismo tiempo. Jalaron su brazo con el que apuntaban a Damien hacia un lado y el muchacho cruzó toda la sala, hasta estrellarse contra la puerta principal, prácticamente rebotando en ésta y cayendo de bruces al piso de madera.

    Abra y Dan no esperaron más y comenzaron a correr hacia la puerta abierta, hacia donde habían lanzado a Terry. Estaban a punto de cruzarla, sólo les faltaban unos cuantos centímetros, cuando de nuevo volvieron esos horribles brazos. Se extendieron del piso y de la pared alrededor de la puerta. Abra dio un salto hacia atrás intentando esquivar las de la pared, pero las del piso la tomaron de los tobillos, y luego fueron escalando por sus piernas como arañas, empezando a cubrirla por completo. Se concentraron, dejando escapar más de la misma energía que habían usado la primera vez para deshacerlas, y lo lograban, pero unas nuevas tomaban su lugar casi de inmediato.

    —Tomaste tu decisión, Abra —escucharon a un furioso Damien Thorn pronunciar a sus espaldas. Ambos se voltearon y vieron cómo se ponía de pie, tallándose la boca en donde se había golpeado, pero sin ningún rastro de herida o sangre en ella—. Te dije que te aplastaría a ti y a toda tu familia, así que empezaré con tu tío y tú; dos por el precio uno…

    Las manos jalaron el cuerpo de Abra hasta el suelo, hasta forzarla a recostarse de espaldas en éste. Damien se colocó rápidamente sobre ella, con sus ojos casi enrojecidos por la rabia que lo consumía en ese momento. Mientras las otras manos la sujetaban firmemente, él mismo la tomó del cuello con las suyas, comenzando a apretárselo fuertemente con la clara intención de asfixiarla. Y ciertamente en el mundo real posiblemente tanto Abra como Dan habrían de estar con la misma apariencia de Terry de hace unos momentos, comenzando a perder poco a poco el aire de sus cuerpos.

    —¡Vete de aquí, Abra! —Exclamó como pudo la voz de Dan, resonando por encima de todo lo demás.

    —¿Qué?, pero… —sonó considerablemente más débil la voz de Abra.

    —¡¡Ahora!! —Gritó Dan con fuerza, y extendiendo su mano hacia la puerta, y tras un enorme esfuerzo que le costaría casi la mitad de sus fuerzas, hizo que sus mentes se separaran de golpe, como una fuerte explosión.

    Ahora fue Abra la que sintió como su cuerpo era lanzado por los aires como un balón, atravesando la puerta tan rápido que las manos que ahí la esperaban no pudieron agarrarla.

    —¡¡Tío Dan!!, ¡¡NO!! —Gritó la voz de Abra mientras se alejaba por el pasillo, hasta desaparecer. La puerta se levantó por sí sola en ese momento, uniéndose de nuevo al marco.

    Todo aquello confundió un tanto a Damien, desconcertándolo. En un momento miró hacia la salida, logrando ver apenas por un segundo el cuerpo de Abra alejándose, para luego ser cubierta por la puerta. Cuando bajó de nuevo su mirada para ver a quien aprisionaba del cuello entre sus manos, ya no vio a Abra, sino a un hombre adulto, de cabello rubio oscuro, barba a medio crecer, pero los mismos ojos azules que lo miraban hace unos instantes. Esos pequeños momentos de titubeo de su parte en los que su defensa se bajaron, fueron suficientes para que Daniel pudiera zafar al menos su mano derecha, y pegarla fuertemente contra la cabeza del muchacho.

    —¿Te interesa conocer el Resplandor, hijo? —Murmuró Daniel con dureza—. ¡Pues siéntelo todo!

    Hace demasiados años atrás, la primera vez que un joven Danny Torrance conoció a Dick Hallorann en el Overlook, ambos estaban sentados en el interior de su auto y el cocinero le pidió que le mandara un pensamiento, lo que fuera pero con fuerza. Su intención era de alguna forma medir que tanto Danny resplandecía en realidad en aquel entonces. Y aunque Danny se había acobardado un poco casi al final y no lo había mandado con todas sus fuerzas, sí habían sido lo suficiente para que Dick se estremeciera y por un momento casi perdiera la consciencia.

    “Dios mío, muchacho, eres una pistola,” le había dicho su buen amigo Dick en aquel momento, aún conmocionado por el golpe. No había entendido con claridad a qué se refería con eso, hasta mucho después Abra hiciera algo parecido con él. Así pues, si sus pensamientos podían ser como un fuerte disparo en la cabeza de alguien, se encargaría de convertirlos en un condenado misil que le penetrara la cabeza a ese hijo de puta que tenía delante de él.

    Concentró todo de él para golpearlo con todo el poder de su mente, elevando las revoluciones por minuto de su maquinaria interna al máximo. Usaría cada pulgada de lo que le quedaba de capacidad, aunque tuviera que sacrificar toda su cordura en el proceso. Si cuando lo hizo con Dick en aquel momento lo visualizó todo como lanzarle una pelota de béisbol, en ese momento era más como estarle disparando una AK-47 directo en la cara a ese mocoso, y él de seguro lo sentía así también.

    Damien gimió con dolor, al inicio apenas audible, pero luego convirtiéndose poco a poco en un tremendo grito que retumbó aquel sitio. El muchacho se paró rápidamente, quitándose la mano de Daniel de encima y alejándose de él mientras se sujetaba su cabeza, pero no sirvió de nada. Los golpes seguían uno tras otro sin darle ni un instante de descanso. Daniel siguió en el suelo, enfocando cada gramo de su consciencia en ello, sin siquiera permitirse penar en la idea de pararse y huir; o incluso respirar. Notó como el cuerpo de aquel muchacho, o más bien esa proyección que había hecho de sí mismo en ese espacio, comenzaba a desgarrarse como una tela mientras seguía gritando de dolor.

    Era fuerte, Daniel lo sintió casi desde el inicio. Sabía bien que si hubiera hecho esto mismo con Dick en aquel entonces, posiblemente hubiera provocado que le explotara cabeza. Pero este muchacho seguía ahí, aferrándose, rehusándose a dejarse repeler hasta el último momento. Entendió porque Abra le temía y porque, por más que él lo intentara, no lograría acabarlo, sino quizás todo lo contrario...

    Mientras seguía desamorándose en pedazos, el chico alzó su cara colérica una última vez hacia él. Sus ojos estaban enrojecidos, y brotaba sangre de ellos, al igual que de su nariz y oídos como si le hubieran aplastado la cabeza y el relleno se le saliera por cada agujero. Y aún entre toda esa horripilante imagen, logró ver cómo le sonría con una muy extraña satisfacción.

    —Dígale a Abra que nos volveremos a ver… muy pronto…

    A aquellas palabras le siguió una estruendosa carcajada, y justo después, al menos desde la perspectiva de Daniel, fue como si su cuerpo entero estallara en un resplandor rojizo y blanco que lo envolvió todo. Aquella grotesca imagen fue lo último Daniel pudo ver, antes de que todo eso se desmoronara.

    — — — —​

    Cuando Abra volvió abruptamente a la realidad, intentó sujetarse de la camilla para no caerse, pero de todas formas terminó desplomándose al piso, golpeándose su cadera. Se quedó ahí sentada, mirando perdidamente al piso sin lograr comprender del todo qué miraba en realidad. Sus manos estaban apoyadas contra la superficie lisa, brillante y fría, y aun así no le parecía que aquello fuera real.

    —Abra, ¿estás bien? —Escuchó que la voz de Terry le preguntaba, pero ella no le entendió. Su mente divagaba, y no creía que aquella voz lejana le estuviera realmente hablando a ella—. Abra, ¿me escuchas? ¡Abra!

    La joven Wheeler la tomó de los hombros y comenzó a agitarla con un poco de fuerza, haciendo que su cabeza se sacudiera hacia atrás y hacia adelante. Abra reaccionó al fin en ese momento, pero dicha reacción fue prácticamente empujar con fuerza a Terry lejos de ella con actitud agresiva, como si la sintiera una amenaza. El cuerpo de la castaña fue empujado para atrás, cayendo de sentón al piso. Abra la miró, y poco a poco la fue reconociendo, saliendo a su vez de la bruma que la rodeaba.

    —Terry… lo siento —se disculpó despacio, pero de inmediato se tuvo que olvidar de ella. Alzó su mirada, notando a su lado a su tío Dan, de pie justo a un lado de donde ella lo estaba hacia un momento.

    Lo siguió viendo, preocupada y asustada, esperando ver algún tipo de reacción en él. Y cuando parecía que en efecto no la habría, notó como daba una fuerte inhalación de aire y sus ojos se abrían de nuevo. Se quedó quieto, mirando fijamente al muro sin moverse ni parpadear, hasta que poco a poco agachó la mirada y vio a su sobrina a sus pies con rostro pálido.

    —Tío Dan —respiró Abra con alivio, parándose rápidamente con la ayuda de Terry—. Lo logramos, tío Dan. Lo hicimos… —Daniel no pareció compartir su efusividad. Sólo se quedó ahí de pie, aun mirándola con la misma cara inexpresiva—. ¿Tío Dan?

    —¿Daniel? —Masculló Charlie, aproximándosele cuidadosamente—. Daniel, ¿estás aquí?

    Charlie lo tomó en ese momento del brazo y lo sacudió un poco. Y justo cuando hizo eso, los ojos de Dan se pusieron en blanco, y todo su cuerpo se desplomó hacia un lado, cayendo sobre la camilla, e incluso presionando su cara contra el cuerpo de la inconsciente Sra. Wheeler.

    La respiración de todas las presentes se cortó abruptamente, e incluso Terry soltó un pequeño quejido de horror. De la nariz de Daniel comenzó a surgir una abundante hemorragia que comenzó a manchar las sábanas blancas de la camilla.

    El mundo de Abra sencillamente se hizo pedazos en ese instante.

    —¡No!, ¡no!, ¡Tío Dan! Tú no, ¡por favor tú no…! —Exclamó horrorizada y a punto del llanto la joven Stone, aproximándose hacia él para sacudirlo e intentar hacer que despertara—. ¡No!, ¡por favor no! ¡Esto fue mi culpa!, ¡por favor! —Siguió gritando desesperada, aun sabiendo que sería inútil.

    Charlie rápidamente se obligó a reaccionar, abriendo las cortinas que las ocultaban.

    —¡Ayuda!, ¡por favor! —Gritó con fuerza—. ¡Rápido!, ¡es una emergencia!

    Tardaron unos segundos, en los cuáles, entre sollozos, Abra siguió agitando el cuerpo de su tío, e incluso intentando voltearlo sin éxito. Un grupo de enfermeras y un doctor entraron luego de un rato, cada uno tomando con diferentes grados de confusión la escena ante ellos, pero teniendo que recuperarse de inmediato para poder reaccionar. Mientras el doctor y una enfermera comenzaban a revisar a la Sra. Wheeler y sus signos para ver que todo estuviera bien, otras dos enfermeras fueron de inmediato por una camilla y por dos enfermeros más que les ayudaran. Cuando volvieron, una de las enfermeras intentó retirar tranquilamente a Abra de Dan, pero ésta forcejó y gritó presa del llanto y la desesperación. Tuvieron que hacerlo las dos mujeres juntas para arrastrarla fuera del sitio, aun pataleando. Algunos sintieron en ese momento como las luces parpadeaban y algunos de los instrumentos se agitaban como si hubiera ocurrido un pequeño temblor, sin darle mucha importancia.

    Los dos enfermeros hombres se las arreglaron para quitar el cuerpo de Daniel de encima de Jane y colocarlo en su respectiva camilla. El doctor luego pasó a revisarle sus ojos y sus signos vitales, y fue lo último que Abra logró ver antes de que la alejaran lo suficiente.

    —Salgan de aquí, por favor —les indicó una de las enfermeras a las tres, y rápidamente se incorporaron de nuevo para ayudar a sus compañeros.

    Terry abrazó con fuerza a Abra, que rápidamente aceptó su abrazo y comenzó a sollozar en su hombro. Charlie tomó a ambas de los hombros y comenzó a guiarlas hacia la salida de aquella área. En el camino se cruzaron con Max que iba entrando apurada.

    —¡¿Qué pasó?! —Les gritó casi molesta, mirando especialmente a Charlie.

    —¡Doctora! —Le gritó una de las enfermeras desde la camilla de Eleven antes de que alguien le respondiera—. La necesitamos, venga rápido.

    Max miró una vez más a las tres de forma rápida, y luego se aproximó de inmediato a dónde la llamaban. Charlie siguió andando hacia la salida con ambas chicas para aguardar en alguna sala de espera de afuera. Abra no se logró calmar ni un poco, hasta varios minutos después

    — — — —​

    Mike estuvo más que furioso cuando se enteró de lo ocurrido, tanto lo que los doctores y enfermeros sabían, como lo que desconocían. Sin importarle que estuvieran en un hospital, le gritó a Terry totalmente exaltado, e incluso dijo algunas cosas de las que posiblemente se arrepentiría una vez que su cabeza se enfriara. Sólo la intervención de Will y sus otros dos hijos pudieron calmar un poco los ánimos antes de que aquello explotara por completo. En otras circunstancias, Terry habría intentado defenderse de alguna forma, o al menos explicado sus intenciones. Sin embargo, en ese momento se sentía tan derrotada que sólo agachó su cabeza y recibió el regaño de su padre en silencio.

    Al revisar a Eleven, los doctores no detectaron ningún cambio en su condición, ni para bien ni para mal. Pero Terry no creía que aquello fuera del todo cierto. Tenía el presentimiento de que sus dos incursiones en el interior de la dañada mente de su madre, podrían incluso haber empeorado las cosas.

    Sarah y Jim decidieron llevarse a su hermana menor de ahí, y ya en la casa cuando estuviera más calmada poder hablar mejor. Antes de irse, miró a Abra, que estaba sentada a lado de Charlie con su cabeza apoyada en su hombro y le susurró despacio:

    —Lo siento…

    Pero Abra ni siquiera la miró, o dio indicio alguno de que haberla oído. Los tres hijos de los Wheeler se retiraron en silencio.

    Pasó una hora, o quizás un poco más sin ninguna noticia. Charlie se quedó ahí con Abra todo el tiempo, dejándola apoyarse en ella, e incluso abrazándola. La muchacha no dijo prácticamente nada en todo ese tiempo, pero Charlie comprendió como se sentía. Debía esperar sentir algún tipo de alivio y seguridad en su contacto. Charlie no sabía si acaso lograba obtenerlo, pero esperaba que así fuera.

    A pesar de apenas haber conocido a ambos, Charlie sentía también una gran preocupación por lo sucedido. La imagen de Dan desmoronándose de esa forma, y de la sangre brotando de su nariz, trajo a su memoria horribles recuerdos de su padre, que casi provocaron que ella misma se soltara llorando. Pero quizás por su propio orgullo, o quizás porque quería parecer fuerte ante la joven que estaba reconfortando, uso toda su fuerza de voluntad para no hacerlo.

    Max apareció al fin, y sólo eso hizo que Abra al fin saliera de su letargo, se secara las lágrimas y se pusiera de pie.

    —¿Eres familiar del hombre que estaba con Jane? —Le cuestionó Max con cierta reserva.

    —Es su sobrina —se adelantó Charlie a responder, parándose a lado de la joven—. ¿Cómo está?

    Max miró a ambas de forma reflexiva. Suspiró pesadamente y se paró derecha, con la disciplina propia de una doctora de su experiencia.

    —Tuvo un derrame —explicó Max con cautela, pero aun así Abra pareció realmente impresionada por lo que rápidamente prosiguió—. Pero lo atendimos a tiempo, y ya está estable y fuera de peligro. En estos momentos está en observación.

    —Pero, ¿estará bien?, ¿va a despertar pronto? ¿Qué le pasará? —Cuestionó Abra con apuro, notándosele bastante nerviosa.

    —Es difícil determinar en estos momentos las posibles secuelas. De momento está inconsciente, pero podría despertar en cuestión de horas, o quizás en un par de días.

    —¿Puedo verlo?

    —No aún. Seguirá en observación al menos hasta mañana. —Se acercó entonces un poco más a Abra, mirándola atentamente—. ¿Eres mayor de edad? —La joven negó lentamente—. Necesitamos que alguien firme por él para poder internarlo. Encontramos la tarjeta de su seguro médico en su billetera, pero si hay algo adicional que se ocupe necesitamos también a alguien que corra con los gastos. ¿Hay algún otro familiar al que le puedas hablar? ¿Esposa, hijos, padres…?

    —Su único familiar es mi madre, su media hermana. Pero ella está en New Hampshire ahora…

    «Además, si se entera de lo ocurrido me hará subir al primer avión a Boston, aunque tenga que hacer que la policía local me escolte a la fuerza hasta mi asiento», pensó para sí misma, prefiriendo no tener que revelar ese dato.

    Max aguardó en silencio, intentando decidir qué hacer a continuación, cuando Charlie se decidió a intervenir.

    —Yo firmó por él —señaló con firmeza, tomando un poco por sorpresa a la doctora.

    —¿Y tú qué eres de él?

    —Es… mi amigo —declaró no sonando del todo convencida—. Sólo necesitas a alguien dispuesto a firmar y pagar, así que no cuestiones, Maxie. Sólo… has que se mejore, ¿de acuerdo?

    Max pareció dudar, pero al final decidió no meterse de más en ello. Aún a sabiendas de que esa podría ser la última vez que vería a Roberta Manders, o como sea que se llamara ahora, por esos lares. Pero decidió tomar el riesgo por esa jovencita que parecía tan preocupada.

    —Haré el papeleo. De todas formas sería bueno que contactes a tu madre y le informes de lo ocurrido.

    Abra asintió, aunque en realidad no estaba en sus planes cumplir esa encomienda; no todavía, al menos. Una vez que Max se retiró, Abra se sentó de nuevo en su silla, mirando de forma ausente al suelo. Se veía tan agotada, como si no hubiera dormido en un par de días. Charlie volvió a tomar asiento a su lado.

    —Tranquila, ya oíste a Max —comentó la mujer rubia, intentando sonar optimista—. Él estará bien, no es como lo que le pasó a Jane. Tu tío es un hombre fuerte. Despertará en cualquier momento, ya lo verás.

    —Espero que no sea demasiado pronto —susurró la joven, tomando un poco por sorpresa a Charlie—. Por qué de seguro él me convencería de no hacerlo.

    —¿No hacer qué?

    Abra no respondió inmediatamente. Siguió mirando al piso en silencio un rato más, y luego aspiró hondo por su nariz, y cerró sus ojos unos momentos, permitiéndose soltar sólo una lágrima más. Entonces habló de nuevo, con voz más clara que antes.

    —Hace unos años, fui perseguida por cierta persona… si es que acaso podía llamarla así, pues en realidad era un maldito demonio.

    Charlie la contempló en silencio, y sólo unos segundos después de que ella dijera aquello, de los labios de la reportera surgió abruptamente un nombre:

    —Rose la Chistera.

    Abra la volteó a ver, estupefacta.

    —¿Cómo sabes de ella?

    —No lo sé… Yo… —Charlie se frotó nerviosamente su cuello, intentando darle algún orden a sus ideas. Era una de las cosas que había logrado captar al momento de tomar la mano de Daniel por primera vez, aunque no sabía cómo tal quién o qué era esa persona exactamente. Aun así, al oír esa descripción se le había venido a la mente, como si hubiera sido algo de lo más natural—. Aún no lo entiendo. No me hagas caso, continúa.

    Esa explicación, que en realidad no lo era como tal, no convenció en lo absoluto a la joven Stone. Aun así, decidió no darle muchas más vueltas de momento y sólo decir lo que quería.

    —Ella quería matarme. O peor, alimentarse de mí indefinidamente. No era alguien con la que podías negociar o hablar. Era un monstruo al que había que eliminar, porque si no lo hacía nunca dejaría de buscarme. Nunca dejaría de lastimarme a mí o a los que quiero. Es por eso que hice… hicimos, lo único que podíamos hacer en aquel entonces: ir directo hacia ella, enfrentarla… y matarla junto con toda su igualmente maldita familia. Sólo así volví a sentirme segura…

    La reportera la escuchó atentamente. No necesitaba hacer ninguna pregunta adicional, pues fue como si los pedazos que ya tenía en su cabeza llenaran de alguna forma los huecos, y pudiera hacerse una imagen general de aquello que le relataba. Los cómo, los cuándos y los porqués de aquel suceso no eran lo que le preocupaban, sino esa última parte, sobre cómo fue que se deshicieron de aquella amenaza, y cómo ello se relacionaba con lo que estaban viviendo en esos momentos. Y, como si le hubiera leído la mente (que bien pudo haber sido así), Abra se encargó en ese momento de confirmarle cuál era esa relación:

    —Y es también lo único que puedo hacer por ahora por mi tío Dan, por mis padre, y por mí —señaló firmemente, virándose lentamente hacia Charlie—. Debo eliminar a Damien Thorn.

    Charlie suspiró despacio, notándosele también algo de cansancio.

    —Hablar sobre matar a alguien es sencillo, pequeña…

    —Ya he matado antes —explicó Abra abruptamente—. Y prometí no hacerlo de nuevo. No porque lo considerara horrible, incorrecto o inmoral. Sino porque me daba miedo a mí misma lo mucho que lo disfruté la primera vez. Lo mucho que disfruté dejar salir mi rabia… Pero lo haré. Ese bastardo amenazó a mi familia, y debe pagar…

    “Lo mucho que disfruté dejar salir mi rabia”; aquellas palabras llegaron bastante hondo en Charlie, pues era algo que podría comprender a la perfección. Pero además de eso, estaba esa mirada que tenía mientras hablaba de cómo ese sujeto debía pagar por lo que hizo. Esos ojos tan fieros, casi en llamas. Ella también los conocía muy bien: se parecían demasiado a los suyos…

    —Bobbi, ¿me oyes? —Oyó abruptamente a Kali pronunciar en su comunicador, sacudiéndola ligeramente y haciéndola salir de su meditación.

    —Un segundo —le indicó a la chica y entonces se paró y se alejó unos pasos para poder hablar con su compañera—. Aquí estoy, ¿qué averiguaste?

    —Muchas cosas, pero la principal es la ubicación actual de Damien Thorn. Según sus redes sociales y los movimientos de su tarjeta personal, se encuentra en estos momentos en Los Ángeles. De hecho, participará en un torneo de tenis el día de mañana.

    «Los Ángeles», repitió en su mente la rubia, dibujando en su mapa mental dicha ubicación. Increíble que alguien pudiera causar tal daño a tantas personas, estando casi al otro lado del país. Y ni siquiera se preocupaba por esconderse; así se arrogante era el maldito. Pero le quitarían esa arrogancia de alguna u otra forma.

    —Entonces hacia allá iremos —le indicó como declaración final a su compañera antes de cortar de nuevo la comunicación.

    Se viró de nuevo hacia Abra poco después pero ya no se sentó a su lado, sino que se paró firme delante de ella, con sus dedos pulgares en el interior de los bolsillos de sus jeans.

    —Yo conozco un poco lo que es temerle a tus poderes y lo que pueden hacer —le dijo con voz firme, incluso un poco intimidante—. Y sobre todo, temerle al placer de usarlos en contra de aquellos que te hacen daño. Porque con el tiempo, se vuelve bastante sencillo perder el control, y perderse en lo realmente bien que se siente. Yo soy la menos indicada para decirte qué hacer con ello. Pero, si eliges ese camino que estás pensando, será mejor que estés segura de querer recorrerlo hasta el final. La menor vacilación, sería fatal para ti y para los que quieres.

    Abra la contempló y escuchó en silencio. Supo de inmediato que sus palabras no eran vacías, y venían acompañada de su buena dosis de experiencia propia. Y en ese momento ella también vio un poco de sí misma en aquella mujer adulta de apariencia tan fuerte y ruda, llegando incluso a sentir algo de admiración por ella aunque en realidad no la conociera aún del todo.

    Tras darle unos momentos para asimilar lo anterior, Charlie prosiguió.

    —Ya sabemos en dónde se encuentra el chico Thorn. ¿Quieres venir conmigo? —Aquella petición no fue inesperada para Abra; de hecho, la deseaba—. Aunque, ten en cuenta que si tu tío no te encuentra cuando despierte, de seguro se preocupará mucho.

    Abra lo sabía, así como sabía que no sólo su tío se molestaría. Si a su madre no le provocaba un ataque al enterarse de eso, entonces era capaz de buscarla debajo de cada piedra de Estados Unidos hasta dar con ella. Lo sabía muy bien, y su parte objetiva y menos iracunda le decía que era una tontería, algo que pensaría y haría una niña pequeña, no una mujer a punto de entrar a la universidad.

    Pero había sido testigo ya en dos ocasiones de lo que Damien Thorn era capaz, y sabía que no importaba si se iba a esconder en el rincón más alejado de New Hampshire o de China; igualmente terminaría por encontrarla, y tomarla contra ella y todos a los que quería. Tenía que hacerlo, tenía que ponerle un fin a eso por su cuenta, aunque tuviera que hacerlo en esa ocasión sin Dan.

    Miró pensativa hacia el pasillo por el cual pensaba (o sentía) que se encontraba su tío. Pensó profundamente en él, intentando captar sus pensamientos, ubicarlo entre todo ese mar de mentes y así poder transmitirle un último mensaje:

    “Te quiero, tío Dan. Y lo siento…”

    No supo si en verdad lo habría captado, pero en su interior tuvo el presentimiento de que sí.

    Respiró hondo, miró de nuevo a Charlie y asintió.

    —Vamos por él…

    — — — —​

    Damien Thorn nunca se había enfermado o lastimado en toda su vida; ni siquiera había tenido que sufrir los estragos físicos de una resaca. Todo ello era derivado de su verdadera naturaleza no humana, o eso era lo que todos en la Hermandad decían: no había nada en ese mundo que pudiera hacerle daño alguno. Sin embargo, si lo que estaba sintiendo en esos momentos no era estar enfermo o tener resaca, definitivamente se le debía acercar bastante.

    Cuando se vio forzado a volver a su cuerpo físico de esa forma tan abrupta, cayó de su cama en el Penthouse como si alguien lo hubiera pateado de ésta, y se desplomó de narices a la alfombra. Y ahí se había quedado, incapaz de levantarse por un buen rato, sufriendo de un horrible dolor de cabeza que sencillamente lo tenía paralizado. Incluso sintió por un momento que en efecto sería incapaz de mover su cuerpo otra vez, pero ese miedo fue rápidamente mitigado. Luego de un largo rato, empezó a alzarse con mucho cuidado, y al hacerlo toda la habitación le dio vueltas y cayó sentado en la cama. Sentía que su cabeza le latía con fuerza como si fuera su propio corazón, y el tan sólo pensar en algo le resultaba doloroso.

    Intentó pararse una segunda vez tras quizás quince minutos de espera, y tuvo entonces que sobreponerse lo mejor que pudo y correr al baño, pues le dio de golpe una enorme necesidad de vomitar. Se quedó inclinado frente al retrete otros quince minutos, quizás veinte, expulsando todo lo que tenía en el estómago.

    Al parecer este Anticristo tenía su lado bastante humano (o de chacal, dependiendo de a quién le preguntaras), y ese pensamiento le provocó bastante gracia, aunque apenas y se permitió reír un poco debido al dolor. Se sentía fatal, y todo por la culpa de aquel sujeto, el tal tío Dan. Le había sacudido sus sesos con fuerza, como no sabía que era posible. Se sentía humillado y lastimado, pero no molesto en lo absoluto. En primera porque sabía que se terminaría reponiendo rápido. ¿Por qué no lo haría?, si nada en ese mundo podía matarlo, y eso era algo que de alguna u otra forma ya había confirmado.

    El segundo motivo por el que no estaba molesto, era porque, así como había ocurrido con la Sra. Wheeler, la primera vez sus trucos podían tomarlo por sorpresa y sobrepasarlo. La segunda, si es que la había, no tendrían tanta suerte.

    Y el tercer motivo era…

    Cuando la necesidad de vomitar se aplacó, se paró de nuevo y volvió hacia la habitación. Su cabeza seguía doliéndole, y no se calmaría hasta varias horas después. Se dejó cae en la cama y recostó su cabeza en la almohada. Era apenas la mitad de la tarde, pero se quedaría encerrado en su cuarto por el resto del día. No podía dejar que ninguno de sus hombres lo viera así, pues armarían un escándalo y se lo notificarían de inmediato a Ann y a todos los que estaban por encima de ella. Esperaba mañana estar mucho mejor; tenía un torneo de tenis, después de todo.

    Volteó unos momentos al buró a un lado de su cama, en donde reposaba su tableta electrónica. La tomó y la encendió, accediendo rápidamente a su carpeta en la nube con todas sus fotografías. Accedió a un directorio especial, un poco oculto e incluso protegido con una contraseña. Dicho directorio tenía en su interior sólo una foto, misma que abrió para poder ver en grande en toda la pantalla del dispositivo.

    Era una foto que él mismo había tomado, y una de sus favoritas, pese a que era algo simple en comparación con otras. Era sólo la foto de una chica, sentada en una mesa delante del lente. Miraba hacia arriba en un pequeño ángulo ascendente, como si contemplara algo lejano encima de ella, con una expresión soñadora que no tenía nada que envidiarle a ninguna pintura. La composición de luces y sombras en su hermoso rostro y en sus cabellos rubios era perfecta. Podría bien ser servir para algún anuncio publicitario, especialmente por su atractiva modelo.

    Y el tercer motivo para no estar molesto, era precisamente que había podido ver a esa misma chica otra vez; su modelo favorita. Estaba agradecido por eso. Sin embargo, sentía una gran decepción al saber que posiblemente la siguiente vez que la viera, tendría que hacer añicos ese bello rostro, y todo lo que estuviera alrededor de él.

    —Que pase lo que tenga que pasar —se dijo a sí mismo mientras seguía contemplando la fotografía—. Será la voluntad de Dios… —Comentó con tono irónico, y entonces se soltó riendo con más libertad, aguantándose el tremendo dolor que aquello le ocasionaba.

    FIN DEL CAPÍTULO 62
     
  3.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas
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    Género:
    Misterio/Suspenso
    Total de capítulos:
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    6808
    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 63.
    Una pequeña bendición

    El viaje rápido que Ann le había comentado a Verónica en su última llamada, comenzó prácticamente al instante de haberle colgado. Su avión aterrizó pasado el mediodía, hora de Zúrich. Había sido un vuelo bastante incómodo para ella. Y no sólo por las insufribles ocho horas que tomó desde New York, sino porque hacía tiempo que no viajaba en clase turística, con personas tan… comunes; en su mayoría gente enojada y escandalosa, sobre todo niños. Ni siquiera la habían dejado dormir más de un par de horas.

    «¿En qué momento te volviste tan quisquillosa, querida Ann?» se decía a sí misma estando sentada en el pequeño asiento F de la fila 15. «Es sorprendente lo rápido que alguien se acostumbraba a la buena vida».

    Porque efectivamente, no siempre había sido la directora millonaria que era ahora; por supuesto que no. Sus orígenes eran mucho más bajos de lo que la mayoría creía. Si la prensa especializada supiera de dónde venía realmente, ciertamente eso sería todo un espectáculo. Aunque ella sabía que primero la matarían o la harían desaparecer, antes de dejar que esa verdad saliera a la luz.

    Dejando eso de lado y con respecto al viaje en cuestión, dada la situación era mejor hacerlo de esa forma. No podía hacer uso de ninguno de los medios usuales de Ann Thorn para ese viaje. Eso incluía su tarjeta corporativa y personal, sus millas de viajero frecuente, sus boletos de cortesía, sus puntos de Club Premier, o cualquier otra cosa remotamente similar a eso. Todo tendría que ser pagado de sus fondos secretos, de esos que estaba segura todo miembro de alto rango de la Hermandad tenía para diferentes fines, pero nadie aceptaría abiertamente.

    Para todos en Thorn Industries, y a quien le pudiera importar dentro de la Hermandad, ella se había subido a un avión a Londres para atender negocios en la sede central de Thorn en Inglaterra. Se las había arreglado para ocultar bien su rastro y que todo se viera legítimo; incluso su nombre venía incluido entre los pasajeros de ese otro vuelo, y estaba registrado que en efecto había subido a él. Igual ya tenía también comprado su boleto para dentro de seis horas de Zúrich a Londres, y así poder hacer acto de presencia allá antes de que a alguien se le ocurriera hacer averiguaciones de más. Es por ello que su tiempo en Zúrich era limitado, y tenía que moverse rápidamente. Igual el asunto que la había llevado ahí era bastante puntual, y no deseaba dedicarle ni un segundo más del necesario.

    Contrató un servicio de trasporte privado en el aeropuerto para que la llevara a su destino, la esperara afuera con todo y su maleta, y la llevara de regreso al aeropuerto en cuanto terminara. Quizás a lo mucho se tomaría unos minutos para comer algo, pero poco más. Una vez en el vehículo, más allá de dar esas instrucciones, no pronunció palabra alguna, ni siquiera como respuesta al par de intentos de su chofer temporal por sacarle un poco de plática. Llegaron después de treinta minutos al lugar deseado: un alto y hermoso edificio del Banco Cantonal de Zúrich, con grandes ventanales que reflejaban el cielo azul y despejado de esos momentos.

    —Estaciónese y espéreme; no tardo —le indicó Ann al chofer, resumiendo de esa forma tan tajante las instrucciones de antes. El hombre al volante sólo le respondió con un gesto de afirmación con su mano, y entonces la mujer se bajó apresurada del vehículo, solamente con un maleta de mano amplia que colgaba de su hombro con una correa.

    Hasta ese punto lo importante era parecer una turista cualquiera en un viaje exprés, sin nada que la hiciera resaltar más de lo debido. Pero de las puertas de cristal de ese edificio en adelante, tendría que tomar otra actitud; una más jovial para empezar, aunque fuera un poco. Por suerte tenía facilidad para pasar de un estado de ánimo a otro conforme le fuera necesario. Así que mientras caminaba hacia las puertas, con su atuendo ejecutivo gris oscuro y tacones negros, se arregló un poco su cabello con los dedos, dándole un estilo natural pero elegante, y dibujó en sus labios esa sonrisa que la hacía salir seguido en las listas de las ejecutivas más poderosas y hermosas de los Estados Unidos, y que esperaba nadie en Zúrich reconociera. Por si acaso, se había dejado puestos unos lentes con tinte oscuros para disimular aunque fuera un poco su apariencia.

    Al entrar, se anunció en atención al cliente como Martina Ricci. Los boletos de avión, la reservación del transporte, la cita en el banco y la cuenta que tenía abierta ahí, todo ello estaba a ese nombre. Era una identidad falsa que había usado ya hace mucho, y de la que sólo Lyons y ella tenían conocimiento, pero dudaba de que el primero siquiera la recordara. En el banco ya la esperaba un ejecutivo de nombre Ronnie Shrift, por lo que no tardó mucho en ser atendida.

    Signora Ricci, benvenuta —le saludó Ronnie Shrift con un fluido italiano, aunque con un acento difícil de ignorar. Amable de su parte el recibirla en italiano, pues por supuesto Martina Ricci era italiana. Y, técnicamente, Ann igualmente lo era, pero de aquello hacía tanto que prácticamente le parecía un sueño lejano—. La estábamos esperando. ¿Tuvo un buen viaje?

    —Bastante cómodo, gracias —le respondió Ann con una fría sonrisa.

    —¿Gusta que le traiga algo de beber? ¿Un café, quizás?

    —Un café estaría bien. Pero quisiera primero pasar a mi caja de seguridad, sino es mucha molestia. Como les indique en mi mensaje, me urge sacar algo de ella cuanto antes, y tengo poco tiempo.

    Certo, certo. Sígame entonces. Trajo su llave, ¿verdad?

    —Por supuesto.

    Ronnie Shrift la guio hacia su oficina, o quizás una sala para clientes internacionales muy bien arreglada y decorada para impresionar. Se sentaron cada uno a un lado de una mesa rectangular para seis, y Ronnie le pasó los papeles que tenía que firmar para poder hacer el retiro de la caja. Ann les dio una leída por encima, y los firmó a nombre de Martina Ricci en todas las partes que era necesario. Ronnie los revisó justo después para darle un visto bueno.

    —Muy bien, todo se ve bien. Entonces, ¿bajamos?

    —Por favor —pronunció Ann despacio, manteniendo aún esa sonrisa que cada vez le resultaba más difícil.

    Ronnie y Ann bajaron por unas escaleras, custodiadas tanto al principio como al final de éstas. El segundo guardia hizo que ambos firmaran su hora de entrada, y Ann tuvo que dejar una identificación en su puesto; una licencia falsa de Roma a nombre a Martina Ricci, por supuesto. Entraron entonces al área de las cajas privadas, un gran espacio alumbrado con luz blanca, con diferentes paneles metálicos enumerados en las paredes que asemejaban a cajones o casilleros. Todos tenían dos aberturas para dos llaves; una para la llave del cliente, y otra para la llave del banco. Se ocupaban ambas para poder abrir la gruesa puerta del casillero.

    Caminaron por el pasillo central del aquella área, buscando la caja que concordara con el papel que Ronnie tenía en sus manos con la información de la cuenta abierta hace unos cinco años atrás. La caja en cuestión era la 2327.

    —Aquí está —señaló sonriente el ejecutivo, apuntando hacia la caja en cuestión, aproximadamente a la mitad del muro. Tomó entonces la llave del banco que traía consigo. Ann portaba la suya propia colgada de su cuello y sujeta a una cadena, algo que a Ronnie no le extrañó tanto pues algunos clientes lo hacían. Dependiendo de qué era lo que la gente guardaba en esas cajas, podía tener un gran valor monetario o sentimental.

    Ronnie tomó las dos llaves e introdujo cada una en su respectiva abertura. Las giró tres veces hacia el mismo lado, y se pudo escuchar como los candados internos se movían, terminando con un sonoro click. Ronnie tomó la manija de la puerta y la abrió, revelando dentro una caja rectangular que casi ocupaba todo el espacio del interior, también marcada con el número 2327. El ejecutivo la tomó de una manija que sobresalía y la sacó de casillero; su apariencia era similar a la de un maletín metálico grueso. Pareció sorprenderse un poco al inicio por el peso (que resultó ser más de lo esperaba), pero se repuso.

    —Por aquí —le indicó a su cliente, y la guio entonces a una de las salas privadas al fondo. Dicha sala era bastante sencilla, compuesta por un par de sillones y una mesa al centro.

    Ronnie colocó entonces la caja metálica sobre la mesa.

    —Toda suya, signora Ricci. La dejó sola para que haga el movimiento que requiere. La espero afuera si le parece bien.

    Grazie —murmuró Ann sonriente, mirándolo atentamente hasta que se fue y cerró la puerta detrás de él, dejándola totalmente sola en ese espacio cuadrado. Sólo entonces su sonrisa falsa se esfumó por completo de su rostro, y logró descansar un poco.

    Se viró hacia la caja en la mesa y la contempló fijamente, como si se tratara de algún ser vivo que temiera la fuera a atacar si hacía algún movimiento indebido. Se aproximó lentamente al sillón, sentándose delante de la caja, y colocando la maleta que traía consigo a un lado. Colocó sus manos sobre la superficie metálica de la caja, pero no la abrió; no aún.

    Una parte de ella esperaba realmente nunca tener que volver a ese sitio, y nunca más tener que ver esa caja; o, más bien, lo que ocultaba en su interior. Deseaba que la situación no hubiera llegado a ese punto, y creía que aún podría solucionarse de alguna forma. Pero si no, esa era una de las únicas cartas que tenía a su favor, y la más fuerte de éstas. Quizás lo único que podría darle un poco de ventaja sobre aquellos que quisieran hacerle algún daño.

    Todos los caminos de su vida inevitablemente la habían llevado ahí; caminos largos y difíciles, cimentados con la sangre de extraños y conocidos. Y ahora le tocaba seguir recorriéndolos, luchar con uñas y dientes con el sólo fin de sobrevivir… como siempre lo había hecho…

    * * * *​

    Nunca jamás volvió a sentir tanto terror como aquella vez, principalmente porque no se permitió a sí misma volver a sentir algo siquiera cercano a ello. Tenía veinticinco años, cumplidos hace sólo un par de semanas antes, cuando la amordazaron fuertemente con aquel pañuelo blanco para ahogar no sólo sus gritos, sino también sus súplicas. Un instante después de haber sido silenciada, le pusieron aquella bolsa negra sobre su cabeza que le dificultaba tanto respirar que pensó que moriría asfixiada por ella. Y le amarraron las manos tan fuerte con una soga que sentía que le había abierto la carne en el proceso. La metieron a empujones en la parte trasera de una camioneta, y luego se pusieron en marcha. Ninguno de los que iba en el vehículo pronunció palabra alguna, salvo dos ocasiones en que le gritaron que dejara de moverse y hacer ruido, siendo la segunda acompañada por el tacto de un revólver contra su cabeza.

    Luego de quizás dos o tres horas de camino, el vehículo al fin se detuvo. Las puertas de la camioneta se volvieron a abrir y la sacaron a la fuerza, arrastrándola por un camino de grava, mientras ella gemía lo más que su mordaza la permitía, y forcejeaba lo más que su debilidad le permitía. La hicieron pararse sólo para bajar unos escalones. Sintió que entraban en algún túnel húmedo y frío por el que oía el eco de sus pasos resonar. Escuchó por último un pesado candado abriéndose y el rechinar de las bisagras de una puerta. Sólo entonces se dignaron a quitarle la bolsa de la cabeza. Delante de ella vio en efecto el umbral de una puerta abierta, que daba a un cuarto sumamente pequeño, cuadrado y oscuro sin ningún tipo de ventana a la vista. La puerta era de acero, gruesa y algo oxidada.

    Miró alrededor rápidamente; parecía estar en los túneles de alguna de las tantas catacumbas de Florencia, pero esa en especial no le pareció conocida. De hecho, considerando todo lo que habían viajado en auto, era probable que ya no estuviera siquiera en la ciudad.

    Sintió como cortaban las sogas que sujetaban sus manos por detrás de un tajo, y antes de poder virarse aunque fuera un poco, la empujaron con violencia al frente, haciéndola caer de bruces en el suelo de tierra de aquella diminuta celda. La pesada puerta de acero se cerró detrás de ella, dejándola casi en completas penumbras salvo por un pequeño rastro de luz que entraba por una rejilla superior.

    Se incorporó lo más rápido posible, quitándose la mordaza de la boca. Tosió un par de veces debido a la sensación de asco, pero se acercó de inmediato a la puerta, golpeándola fuertemente con sus palmas.

    —¡Esperen! —Gritó con ímpetu—. ¡¿Por qué me hacen esto?! ¡¿Qué quieren?! ¡Saquéenme de aquí! —No hubo respuesta. Sólo escuchó como los pasos de sus captores se alejaban caminando, y luego ya nada—. ¡Vuelvan!, ¡vuelvan…!

    Siguió gritando y golpeando la puerta con insistencia por quizás diez minutos más, antes de rendirse. Comenzó a sollozar e intensas lágrimas le recorrieron todo el rostro. Su hermoso maquillaje, al que le había puesto tanto empeño antes de salir, ya debía de ser un completo desastre. Pero claro, eso era lo último en lo que podía pensar…

    Caminó por el pequeño cuarto, tocando a tientas la pared de piedra, raspándose un poco en el proceso, y se sentó en una esquina, aferrando sus manos a su vientre de forma protectora.

    No entendía de qué iba todo eso o quienes eran esas personas, pero definitivamente no sabían con quien se habían metido. Ya no era una andrajosa huérfana que mendigaba en las calles. Ahora tenía amigos, amigos muy poderosos que la querían y la protegían. No debía perder la calma. Tarde o temprano llegarían, matarían a todos esos bastardos, y la rescatarían de ese horripilante lugar.

    Sus manos se aferraron aún más a su vientre.

    Más bien, los rescatarían.

    Pero pasaron las horas y nada cambió. El silencio y la oscuridad se volvieron su única compañía por todo ese tiempo, y la fueron adormeciendo poco a poco. A pesar del miedo que sentía, se fue permitiendo recostarse sobre ese suelo rugoso y duro. Y aunque en un inicio le resultó casi imposible, al final cayó rendida al cansancio y se durmió.

    Despertó tiempo después con el cuerpo todo adolorido y magullado. La rejilla en la parte superior dejaba entrar sólo un poco de luz, pero aquello bastaba para alumbrar su celda. Igual no había mucho que ver; era un espacio vacío y sucio con paredes y suelo de piedra. Tristemente no era el peor lugar en el que había dormido en su vida, pero sí en los últimos años.

    Tenía demasiada hambre y sed. Se paró como pudo haca la puerta, volviendo a golpearla con insistencia, mientras gritaba:

    —¡¿Hay alguien ahí?! Por favor, quiero un poco de agua… ¡por favor!, ¿alguien me escucha?

    De nuevo, sólo silencio.

    Aumentó de golpe la insistencia de sus golpes, al igual que el tono de sus gritos.

    —¡No pueden hacerme esto! ¡¿Qué quieren de mí?! No tengo dinero, soy una simple asistente. Debieron confundirse de persona. ¡Por favor!, sólo díganme qué quieren y podré ayudarlos.

    Por supuesto, no era una simple asistente. Pero sin saber con seguridad de qué iba todo eso, no podía permitirse revelar más de la cuenta; al menos, no todavía. La misión, la guardia que debía ejecutar, era mucho más importante que cualquier otra cosa, más importante que su propia vida. O eso pensaba hasta hace una semana atrás, cuando se enteró de que su vida de momento no venía sola. Eso podría cambiarlo todo, pero aún no estaba dispuesta a dejarlo ocurrir del todo. Debía intentar ser una sierva fiel… hasta que ya no pudiera serlo más.

    No hubo respuestas, ni visitas, ni interrogatorio, ni nada. Como si fuera la única persona viviente, y ese reducido cuarto fuera lo único que existía en el mundo. El movimiento de la luz que entraba por la rejilla le indicaba el paso del tiempo, dejándole claro que todo ese día se iba acabando poco a poco, y sus secuestradores la tenían ahí abandonada. El hambre y la sed se volvieron cada vez más intensos, y comenzó a preocuparse de las consecuencias que eso pudiera tener. Al final se sintió tan débil y aturdida que se regresó a su esquina de la noche anterior y ahí permaneció sentada, sólo mirando como la luz de la rejilla se iba desvaneciendo, hasta dejarla de nuevo en penumbras.

    Comenzó a pensar que en realidad no había nadie en ese sitio. La habían tirado ahí sola para matarla de hambre y desaparecerla. Pero, ¿quién querría hacerle algo tan horrible? Conforme más estaba en ese sitio, la respuesta se volvió cada vez más evidente, aunque se rehusó a aceptarlo.

    ¿La Hermandad era la que le estaba haciendo eso? ¿La Hermandad que la había acogido y protegido?, ¿la misma a la que le había dedicado su vida y por la que había hecho todo lo que le ordenaban si cuestionar ni una sola vez? ¿Por qué sus hermanos le harían eso? ¿No eran su familia?, ¿no dijeron que desde ahora siempre estarían ahí para ella?, ¿no le dijeron que sólo debía ser una sierva fiel…?

    ¿Qué podría haber hecho para hacerlos enojar de esta forma? De nuevo, la respuesta era evidente: aquello que estaba comenzando a crecer a su vientre.

    «No, no puede ser cierto» se decía a sí misma, abrazándose no sólo para protegerlo sino también para mitigar el hambre que la invadía. «Él no permitiría que esto me pasara… Todo lo que he hecho ha sido para complacerlo. Él me protegerá. Él matará a todos estos malditos y me sacará de aquí. Y me recompensará por haberme mantenido fuerte y fiel… Sólo debemos resistir, pequeño…»

    Pasó entonces el tiempo suficiente como para ya haber estado ahí más de veinticuatro horas. Ann había caído de nuevo en el doloroso sueño, cuando el eco del candado abriéndose la despertó, seguido después por el rechinar de la puerta. Ann alzó su mirada temerosa hacia la puerta, pero al mismo tiempo contenta en el fondo de que algo al fin cambiara. La luz del pasillo alumbrado con tenues luces anaranjadas le lastimó un poco los ojos, y su visión estaba borrosa. Luego de unos segundos, logró ver claramente parada en el marco de la puerta la figura de una persona; una mujer.

    Era delgada y alta, de cabello rubio rizado sujeto con una perfecta cebolla, y unos profundos y penetrantes ojos azul cielo que la miraron fijamente entre las sombras de su celda. Le sonrió con sus labios algo gruesos pintados de un rosado oscuro. Se encontraba enfundada en un impecable traje de saco negro de cuello alto y falda larga hasta los tobillos. Iba acompañada de dos hombres altos de trajes negros que aguardaban detrás de ella.

    Aunque al inicio no la pudo ver bien, Ann la reconoció rápidamente, y sus ojos se alumbraron de emoción y alegría.

    —Sra. Baylock… —murmuró con debilidad, e intentó incorporarse pero no le fue posible del todo. Aun así, usó todas las fuerzas que le quedaban en su cuerpo para acercarse a gatas hacia ella, aunque terminara raspándose las rodillas—. Mi señora, yo sabía que vendría por mí. Gracias, gracias…

    La joven se colocó de rodillas delante de ella, tomó su mano derecha y comenzó a besársela con desesperación y agradecimiento. La mujer, sin embargo, se quedó quieta en su lugar, manteniendo su expresión apacible.

    —Mírate nomás, pequeña —señaló la mujer con una voz llena de una preocupación casi maternal. Se agachó entonces delante de ella y tomó su rostro por su barbilla para mirarla. Sus ojos ya no lloraban más sólo porque posiblemente se había quedado sin agua para ello. Su maquillaje estaba en efecto arruinado y se había convertido sólo en manchas sin sentido por su cara, como una prueba de Rorschach—. Eres todo un desastre. Ya no te ves tan bonita ahora, ¿cierto?

    Aquel comentario desconcertó un poco a Ann, y su alegría inicial comenzó a esfumarse.

    —¿Qué…?

    —¿Crees que tuviste suficiente con sólo un día en este hueco para ablandar esta carne? —La tomó entonces con fuerza de su brazo, presionando sus uñas contra su piel, lastimándola y haciendo que la joven soltara un alarido de dolor. Intentó por instinto alejarse de ella, pero la tenía fuertemente prensada y cualquier movimiento sólo la lastimaba más—. ¿O crees que debamos dejarte uno más? ¿Quizás hasta que sean tres? ¿Qué te parece una semana entera?, ¿será eso suficiente?

    —Por favor, no —suplicó Ann entre sollozos. Al parecer sí le quedaban algunas lágrimas que derramar—. ¿Por qué me hace esto…?

    Sin haber terminado por completo de hablar, Baylock la jaló hacia ella y con su otra mano le dio un fuerte golpe con el revés de ésta contra su mejilla, haciéndola caer al suelo, y encima de todo golpeándose el labio contra la roca.

    —¡¿Qué por qué te hago esto?! —Le gritó Baylock llena de cólera—. ¡¿Y todavía te atreves a preguntármelo, ramera desvergonzada?! ¡¿Todavía osas fingir inocencia ante mí?!

    Ann no podía decir nada. Sólo se quedó tirada en el suelo, contraída en sí misma y llorando. Baylock se paró, agitando un poco la mano con la que la había golpeado. Lo había hecho tan fuete que incluso a ella le había dolido.

    —¿Sabes qué?, tienes razón. Será mejor terminar con esto ahora mismo. Sáquenla —le indicó a los dos hombres que la acompañaban, mientras ella comenzó a andar por el pasillo

    Los dos hombres entraron apresurados a la celda y tomaron a Ann por sus brazos. La alzaron de un tirón lastimándola en el proceso sin que eso al parecer les importara mucho.

    —No, esperen… por favor, no… —Gimió Ann mientras la arrastraban hacia afuera de su celda. No tenía fuerzas para siquiera caminar, mucho menos forcejar contra esos sujetos que le doblaban su peso y casi su estatura.

    Durante el largo camino por aquel oscuro pasillo en el que resonaron los pesados pasos de aquellos hombres, y los tacones de Baylock más delante, Ann tuvo tiempo para digerir que la posibilidad que tanto se rehusó aceptar, era en efecto la verdad. Su Hermandad, su familia… no eran tal cosa.

    La llevaron por otra puerta de metal y luego la hicieron bajar por otras escaleras hacia un cuarto de forma redonda y techos un poco más altos que en el resto de lugar. Al mirar con cuidado, notó en el centro del cuarto, dibujado en el piso, un pentagrama con un círculo y signos sobre éste. Había rastros de cera derretida a su alrededor y… sangre… muchas mancha oscuras de sangre adornando varios puntos alrededor y dentro de aquel círculo. Y colgando encima de ese punto, había unas largas cadenas con dos grilletes en sus puntas.

    —Atenla ahí —escuchó como ordenaba la voz de Baylock, retumbando en aquel eco similar al de una iglesia.

    —No, por favor… —Intentó Ann por última vez de suplicar y aplicar algún tipo de resistencia, sin lograrlo—. Señora… No… no me haga esto…

    —Cierra la boca, cerda sucia —fue la única respuesta que le ofreció aquella mujer que hasta ese momento había sido su mentora, su amiga, y prácticamente su única madre.

    Los hombres colocaron los grilletes en torno a las muñecas de Ann. Luego, de un lado del cuarto, Baylock hizo girar un palanca que hizo que las cadenas se contrajeran hacia arriba, jalando el delgado cuerpo de Ann hacia arriba hasta que tuviera que pararse apenas en la punta de sus pies para no terminar colgada por completo de las muñecas y los grilletes le lastimaran aún más.

    Su respiración se aceleró junto con los latidos del corazón. Los hombres se apartaron de ella y del círculo. Ella intentó ver en dónde se encontraba Baylock, pero desde su posición no la veía, como si se hubiera esfumado entre las sombras de los rincones. Luego de unos segundos de incertidumbre, la sintió de golpe aparecer detrás de ella, tomándola fuertemente de sus cabellos y jalando su cabeza hacia atrás hasta que sus ojos sólo pudieran ver el techo.

    —Dime, ¿crees que eres especial, Ann? —Le susurró Baylock con una tremenda frialdad, cerca de su oído—. ¿Crees que puedes hacer todo lo que se te venga en gana sin ninguna consecuencia? ¿Y encima de todo pregonarlo por ahí con orgullo? ¡¿Es nuestra misión un juego para ti?!

    Baylock empujó su cabeza de nuevo al frente, haciendo que el cuerpo entero de Ann se balanceara. Se le acercó de nuevo, pero está vez sintió como tomaba la tela de su elegante vestido rojo nuevo, y lo rasgaba de un fuerte tirón. Pudo oír como la tela se separaba y luego sintió como todo su torso desnudo quedaba expuesto, y ni siquiera contaba con sus brazos para poder cubrirse.

    —¡Tú no eras nada cuando te recogí de las calles! —Espetó Baylock con fuerza a sus espaldas, y un instante después escuchó como el aire era cortado con un movimiento rápido, e inmediatamente después sintió un intenso y ardiente dolor en la espalda que la hizo doblarse un poco y gritar.

    Reconocía esa sensación; era la larga y dura vara de castigo, que ahora estaba dejando una vez más horribles marcas rojas en su espalda blanca. Y no fue sólo un golpe, sino dos, tres, cuatro… tantos que Ann perdió la cuenta. Baylock la golpeó una y otra vez mientras continuaba hablando.

    —Nosotros te vestimos, te educamos, te preparamos para cumplir un fin mucho más allá de lo que tu minúsculo cerebro podría llegar a entender. ¿Y cómo me lo pagas? ¡Abriéndote de piernas ante cualquiera cual puta barata! —Tras esas palabras, el golpe bajó de su espalda a quedar directo en sus glúteos, y uno más contra su muslo derecho—. ¡Dime quién es el padre!

    Ann sólo gimoteaba y lloraba con fuerza, incapaz de articular palabra coherente.

    —¡Dije que me digas quién es el padre! —Repitió Baylock aún más frenética que antes, volviéndola a golpear dos veces más en sus muslos—. ¡¿Es que acaso no me entendiste, puta estúpida?!

    —Por favor… por favor… Por Dios…

    —¿Dios? —Rio Baylock cínicamente, volviéndola a jalar de su cabello—. ¿A qué Dios le estás pidiendo misericordia?, ¿eh? Satanás es el verdadero Dios, ¿lo olvidas? Y él no meterá las manos al fuego por una desvergonzada perdida como tú, ¿me oíste?

    La soltó, empujándola hacia un lado con violencia; de no haber estado colgada de las muñecas de seguro hubiera caído con su cara contra la cera en el suelo. Baylock la rodeó hasta colocarse delante de ella, y azotó su vara dos veces contra su busto desnudo, dejándole largas marcas rojas en sus pechos.

    —¡Dime quién es el padre o te sacaré ese engendro a golpes! —Le gritó Baylock con su cara casi pegada a la suya, y entonces se alejó y alzó su vara con la clara intención de golpearle ahora el vientre con ella

    —¡No!, ¡por favor no…! —Exclamó Ann presa del pánico por tal amenaza. Y por un instante estuvo a punto de gritarle con todas sus energías lo que tanto quería saber, con tal de proteger a su hijo… Pero, para bien o para mal, no tuvo oportunidad de hacerlo.

    En el eco del cuarto resonó el rechinar de las bisagras de la puerta al abrirse rápidamente, seguido por una recia voz que resonó con potencia.

    —¡Suficiente, Agatha! Detente.

    La vara de Baylock se quedó suspendida en el aire, dejando su amenaza sólo en eso. Desde su perspectiva Ann no logró ver qué ocurría, pero agradeció entre sollozos que aquello hubiera parado al fin, aunque fuera un instante.

    Por su parte, las miradas de la torturadora y los dos hombres que la acompañaban se viraron hacia la puerta. Los tres vieron con algo de asombro bajar por las escaleras al hombre alto de cabeza casi calva, vestido con una túnica de padre católico. Miró con severidad a Baylock y se le aproximó con paso desafiante. Aun así, ella no se mutó en lo absoluto ante su presencia.

    —No te metas en esto, Spiletto —exclamó la torturadora con firmeza, apuntando al recién llegado con su vara y provocando con este acto que el hombre se detuviera en seco en su lugar—. Tú no tienes jurisdicción alguna sobre cómo lidio con mis discípulos.

    —¿Tampoco yo? —Se escuchó otra voz introduciéndose en escena desde la puerta del cuarto, y de nuevo llamando la atención de todos. Para su sorpresa, sobre todo para Baylock, a quien vieron bajar por las escaleras fuera John Lyons, veinte años más joven que como se vería en aquella reunión rápida en la iglesia de Washington con Ann. En aquellos momentos era un hombre de cuarenta y uno, alto y fornido, con cabellera oscura y barba de candado, aunque en ambas ya se mostraban los primeros rastros de canas. Su presencia era incluso más intimidante en aquel entonces, y en cuanto entró al cuarto todo enmudecieron por unos momentos, mientras él los contemplaba impasible con sus penetrantes ojos azules. En su brazo derecho llevaba colgando su grueso abrigo de lana, negro.

    —¿Lyons? —Exclamó Baylock tras lograr salir de su impresión inicial—. ¿Qué haces en Florencia?

    —Vine a encargarme de este asunto, ¿qué más? —musitó el hombre de barba con cierto desdén mientras se aproximaba a un lado de Spiletto.

    Baylock bufó, incrédula, y sólo entonces bajó su vara hasta pegarla al costado de su muslo derecho. Lyons se acercó al círculo, cuidando de no pisar los rastros de cerca con sus brillantes zapatos nuevos, que aun así parecían ya haberse empolvado por estar caminando en esos túneles. Se paró justo detrás de Ann, contemplando estoico, casi indiferente, su espalda desnuda y las líneas rojas que se habían dibujado sobre su piel por los golpes.

    Ella no podía voltearse a mirarlo; ni siquiera tenía fuerzas para sostenerse en sus puntas y se dejaba colgar de las cadenas, sin importarle ya lo mucho que los grilletes le lastimaban. Aun así, lo había oído al entrar y había reconocido su voz. Sintió un poco de alivio al inicio, pero desconocía si acaso Spiletto y él estaban ahí para quizás cambiar esa tortura por algo peor.

    —¿Desde cuándo la mano derecha de Adrian tiene que bajar de su pedestal para encargarse personalmente de putas embarazadas? —Cuestionó Baylock con ironía, aunque también suspicacia en su tono. Lyons se volteó ligeramente hacia ella, mirándola con apenas un ligero rastro de molestia en esos fríos ojos.

    —¿Y desde cuándo tengo que darte a ti alguna explicación sobre qué hago o por qué? —Le respondió tajantemente, haciendo que la sonrisa burlona de los labios de Agatha Baylock se borrara de golpe—. Te recuerdo que tenemos mucho tiempo y esfuerzo invertido en esta chica. Hay planes que tienen que llevarse a cabo, y no puedo darme el lujo de que tú los arruines por tus inútiles impulsos.

    —¿Cómo te atreves a hablarme así? —Masculló la mujer rubia, avanzando hacia él. Spiletto intentó detenerla, pero ella lo empujó hacia un lado con notable facilidad, y se paró justo a un lado de Lyons, encarándolo con fiereza en su mirada—. No me trates como si fuera tu sirvienta, anciano. Yo soy una Apóstol de la Bestia, ¡y me he ganado mi corona!

    —¿Y eres tan estúpida como para pensar que realmente eso nos vuelve iguales? —Farfulló Lyons con una pequeña risilla que sólo hizo enojar aún más a la mujer. Sus dedos se aferraron fuertemente a su vara de castigo, y su puño entero tembló por la fuerza que aplicaba. Lyons notó esto, y mirando de reojo hacia su mano con asombrosa tranquilidad—. Será mejor que pienses muy bien lo que tienes pensado hacer con esa cosa.

    El momento se volvió bastante tenso, y realmente por un segundo, todos los que veían aquello pensaron que Baylock terminaría estampándole la vara de madera en la cara. Sin embargo, su sentido común pareció sobreponerse y entonces su mano se relajó. Respiró hondo por su nariz y se paró derecha y serena, tal pulcra como casi siempre se mostraba.

    —Es una pérdida de tiempo —señaló más calmada, pero igualmente con un poco de rabia que no era capaz de esconder—. Tengo a decenas de chicas que podrían encargarse de ese trabajo dado el momento. ¡Y de seguro cualquiera de ellas sería más obediente que esta estúpida!

    Baylock alzó en ese momento la vara, con la clara intención de volver a golpearla. Aunque Ann no vio esto, lo sintió, como si el dolor se materializara aún antes de recibir el golpe. Pero no hubo un golpe como tal, pues Lyons la tomó fuertemente de su muñeca para detenerla.

    —Eso ya no te corresponde a ti decidirlo —Le indicó Lyons con dureza, mirándola intensamente a los ojos—. Ahora vete, antes de que pierda la poca calma que me queda.

    La mujer le regresó la misma mirada con la que él la miraba. Jaló su brazo, librándose de su agarre, y tirando con enojo la vara al suelo. Sin decir nada más, caminó apresurada hacia las escaleras, pasando a un lado de Spiletto. Éste sólo se alejó, dejándole el camino totalmente libre para que pasara. Luego, el supuesto padre católico miró a Lyons, le ofreció un sutil asentimiento de su cabeza y se dispuso a seguir a la mujer hacia la puerta.

    Una vez que ambos se fueron, Lyons se fijó en los dos hombres que habían asistido a Baylock. Seguían en su sitio, esperando a que se les diera alguna nueva orden. «Cómo buenos soldados» pensó el hombre de barba.

    —Libérenla de esas cosas y déjenos solos —les ordenó con dureza, señalando hacia los grilletes que sujetaban a la mujer semidesnuda.

    Los dos hombres se apresuraron a cumplir la encomienda, haciendo bajar la cadena hasta que el cuerpo de Ann, sin oponer resistencia, se fue recostando el suelo y quedara totalmente rendida sobre éste. Uno de ellos se aproximó y la liberó de los grilletes. Anna sintió mucho alivio en ese momento, pero no fue capaz de expresarlo de ninguna forma. Una vez que terminaron, Lyons sólo hizo un ademán con su cabeza para recordarles que se fueran, y así lo hicieron. Subieron las mismas escaleras por la que los otros dos se habían ido, cerrando la puerta detrás de sí.

    Ya que estuvieron solos, el hombre de barba puso su atención en la mujer, que yacía en el piso sin moverse, como si se hubiera desmayado. Mas no era así. Ann estaba bastante despierta, pero la sola idea de tener que moverse ya le provocaba una sensación de dolor.

    Lyons suspiró con cansancio, quizás incluso fastidio. Se acercó hacia ella y de manera poca cuidadosa le arrojó su abrigó encima para cubrirla.

    —Levántate —le ordenó secamente.

    Ann, acostumbrada a siempre obedecer hasta entonces, hizo el intento de hacerlo una vez más. Como pudo se sentó en el piso, tomando el abrigo que tenía encima y envolviéndose en él para cubrir poco su magullado y expuesto cuerpo. Alzó entonces sus ojos cristalinos hacia el hombre de pie delante de ella, que la miraba con una pose prepotente, como si viera alguna cucaracha patas arriba que le provocara asco. Ann no olvidaría esa mirada en los años posteriores.

    —Sabes por qué estoy aquí, ¿o no? —Le cuestionó de golpe, pero Ann no respondió nada, pese a que una parte de ella tenía una teoría—. Yo sí sé quién es el padre de ese bebé. Y, a pesar de todo, aún tienes amigos que siguen viendo tu potencial y teniendo fe en ti. Por eso estoy aquí, para encargarme de sepultar este asunto lo mejor posible.

    —¿Sepultar…? —masculló Ann un tanto horrorizada.

    —Quizás no fue la mejor elección de palabras —Masculló Lyons con un tono burlón. Comenzó entonces a camina hacia un lado del cuarto con sus manos en sus bolsillos, dándole la espalda—. Esto es lo que pasará. Te llevaremos a un hospital religioso en Marsala, apartado y discreto. Pertenece en realidad a nuestra organización, y lo usamos para… no precisamente este tipo casos, pero sí similares. Te registraremos con un nombre falso. Ahí pasarás tus meses de embarazo, darás a luz, y entonces daremos al bebé en adopción de forma anónima. Luego de eso, viajarás a los Estados Unidos, servirás ahora a mi cargo, y seguiremos adelante como si nada de esto hubiera pasado.

    —¿Lo daremos… en adopción…? —Pronunció Ann despacio, apenas separando lo suficiente sus labios resecos—. ¿No podré ver a mi bebé…?

    —No —espetó Lyons molesto, girándose hacia ella con actitud amenazante. Se le aproximó entonces con paso apresurado, agachándose delante de ella para verle directo a su cara—. ¿No has comprendido aún la situación en la que te encuentras? Esto no es una negociación, ni tampoco una sugerencia. Si tu destino dependiera de Baylock y Spiletto, te enterrarían a ti con todo y tu feto en la fosa más profunda y escondida que encontraran, y fingirían que nunca exististe. Y eso no sería diferente aunque supieran quién es el padre de ese bebé. De hecho, eso podría hacerlo mucho peor, y eres más estúpida de lo que pareces si crees lo contrario. Así que jamás pienses siquiera en revelarlo, ¿me oíste? Ésta opción que te estoy ando es la única que tienes para salir medianamente bien librada de esto y recobrar tu papel en la Hermandad. ¿Está claro?

    Ann lo contempló en silencio, casi al borde del llanto de nuevo mientras le hablaba de esa forma. Agacho entonces su rostro, sin responder nada.

    —¿Está claro? —Repitió Lyons entonces con más ímpetu que antes, y la mujer sólo asintió levemente. Aquello fue suficiente para que su aparente benefactor se pusiera de pie, arreglándose lo mejor posible su elegante traje—. Hay un auto esperando para llevarte a tu departamento. Báñate y arréglate lo mejor que puedas. Partimos mañana mismo.

    Sin más, él mismo se dirigió a la salida, dejándola ahí en el suelo sin saber siquiera si sería capaz de ponerse de pie y caminar. Sí lo fue, aunque luego de varios minutos y dos intentos fallidos. Luego tuvo que andar tambaleándose por esos oscuros túneles, cubierta sólo por ese abrigo que (¿gentilmente?) Lyons al parecer le había regalado, y lo que quedaba de su vestido rojo. Anduvo apoyada en las paredes rugosas para no caer, y temiendo estar caminando en la dirección incorrecta. Al final tras mucho esfuerzo, logró llegar al exterior, y al auto que la aguardaba.

    No se cruzó ni con Lyons, ni con Baylock, ni tampoco con Spiletto en el camino, y eso fue de momento una pequeña bendición.

    FIN DEL CAPÍTULO 63

    Notas del Autor:

    Baylock y Spiletto son ambos personajes pertenecientes a la franquicia de The Omen o La Profecía, apareciendo ambos en la primera película de 1976 y en su remake del 2006. Como había mencionado antes, por conveniencia del tiempo en el que se desarrolla la historia, se está tomando más en cuenta los acontecimientos como ocurrieron en el remake del 2006, por lo que la descripción física y personalidad descrita de ambos igualmente es más parecida a la de dicha versión. En ninguna de las dos versiones se revela de manera clara el nombre de pila de la Sra. Baylock, por lo que el nombre Agatha mencionado en el capítulo es invención de mi parte.

    —Como comenté hace tiempo, el personaje de Ann es una combinación de dos personajes ya existentes: Ann Thorn de la película Damien: Omen II de 1978, y Ann Rutledge de la serie Damien del 2016. Sin embargo, los hechos narrados en este capítulo con respecto a su pasado, no se encuentra basados ni en la película ni en la serie, ya que en ambos medios nunca llegamos a saber mucho (o prácticamente nada) del pasado de ambas, por lo que en su mayoría es de mi creación y adaptado al contexto de esta historia.

    —En el capítulo siguiente y posteriores, continuaremos exploraremos la historia de Ann, y se darán algunas explicaciones sobre el trasfondo de ella y de otros personajes pertenecientes a la franquicia de The Omen. Es por ello que veremos a más personajes y momentos tanto de las películas como de la serie de Damien, adaptados a esta línea. Intentaré irme lo más rápido posible en algunas cosas para no dedicarle demasiados capítulos, pero intentando explicar y clarificar lo que sea necesario.
     
  4.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
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    Capítulo 64.
    Santa Engracia

    Todo se llevó a cabo tal y como Lyons se lo había indicado, y Ann no opuso ninguna resistencia o reclamo. Llegó al Hospital de San Engracia en Marsala bajo el nombre de Martina Ricci; esa sería la primera vez que lo usaría, aunque ciertamente no la última. El viejo edificio parecía más un convento que un hospital, atendido principalmente por monjas jóvenes, un par de padres y algunos doctores externos. Aun así, era bastante bonito y bien conservado. Se encontraba sobre una colina con una hermosa vista al azulado mar. El aire se sentía delicioso desde ahí. Si no fuera por las situaciones específicas que la habían llevado a aquel sitio, podría haber sido un buen lugar para pasar unas agradables vacaciones. En su lugar, aquel sitio era casi como una prisión a la que su querida Hermandad la había mandado a pasar una corta sentencia. Al menos era mejor que el calabozo de Baylock.

    Por supuesto, aquello no era un hotel ni un spa, así que la posibilidad de tener una habitación privada ni siquiera estaba a discusión. En su lugar, fue instalada en un cuarto largo rectangular con diez camas, cinco de cada lado, y separadas entre ellas sólo por unas cortinas. Cada espacio individual contaba además con un buró con dos cajones, y una silla para visitas (o en su caso para los doctores, pues dudaba recibir algo parecido a lo primero en los meses que le deparaban ahí). Lyons la hizo viajar ligera, por lo que sólo llevó una pequeña maleta con tres o cuatro cambios de ropa, y al menos unos pocos artículos de higiene y belleza.

    La Ann de aquel entonces no se había acostumbrado tanto a las cosas finas y cómodas como la de veinte años después. Aun así, aquello tampoco le provocaba por completo indiferencia. Pero debía obedecer. Como Lyons le había dicho, era su única alternativa de al menos poder salvarle la vida a su bebé, y volver en buenos términos a la Hermandad… si es que realmente eso era lo que quería.

    Tendría mucho tiempo para pensar al respecto en los meses posteriores. De momento, sin embargo, en cuanto le indicaron cuál sería su cama lo único que hizo fue colocar su maleta a un lado de ésta y recostarse un poco, sin siquiera quitarse los zapatos. Se quedó ahí recostada, sólo mirando el techo. Los golpes de la nefasta vara de Agatha Baylock aún le dolían, pero lo peor era aún seguir escuchando en su cabeza el eco de su voz, y el sonido de la vara cortando el aire un instante antes de tocar su piel. Por confuso que fuera, ni siquiera se sentía enojada con su torturadora, sino consigo misma. Enojada por haberla decepcionado, por haberla hecho hacerle eso con sus acciones egoístas… o, al menos en aquel momento así lo veía. Con el pasar del tiempo se daría cuenta de la verdadera perra que había sido aquella bruja, e incluso sentiría algo de gozo al saber de su horrenda muerte años después.

    Buongiorno, signorina Martina —Escuchó que una risueña voz pronunciaba desde el pie de su cama, sacándola al poco de su auto lamentación.

    Ann volteó a ver en aquella dirección sin alzar demasiado el cuerpo, y vio a una mujer joven, posiblemente de su misma edad o un poco menor, vestida con el hábito de monja color blanco, de mangas cortas por las que se asomaban unos flacuchos brazos pálidos. Debajo de su velo blanco se asomaban unos rizos de un muy bonito castaño claro. Su rostro era delgado, de ojos serenos y azules como el cielo, con una pequeña nariz. Sus labios se encontraban curveados en la sonrisa más sincera y natural que Ann había visto en años. Abrazada contra su delgado cuerpo, lleva una tabla de apoyo, posiblemente con papeles con los datos de los pacientes, incluida la propia Ann.

    —¿Cómo se encuentra? —Le preguntó la joven con genuino interés, avanzando hasta colocarse a un costado de su cama.

    —Bien —respondió Ann con apenas la suficiente dosis de cortesía.

    —Espero de corazón que haya tenido un placentero viaje y que no tenga problemas para instalarse. —Echó entonces un vistazo rápido a los papeles que traía consigo—. Por lo que veo nos acompañara por unos meses hasta el final de su embarazo. Muchas felicidades, por cierto.

    —Gracias —le respondió Ann, con notoria menos cortesía que antes.

    Se sintió tentada a preguntarle a esa risueña hermana si acaso sabía que al término de su embarazo le arrebatarían a ese bebé sin que ella pudiera siquiera decir algo al respecto. O aún mejor, ¿sabría que su adorado hospital religioso en realidad servía de tapadera para una de las Organizaciones Satánicas más grande y poderosa del mundo que había estado planeando por décadas la llegada del Anticristo y el fin del orden establecido? ¿Y qué ella misma hace mucho que le había dado la espalda a su falso Dios?

    Pero no, no dijo nada de eso. ¿Qué habría ganado?, sólo perturbar un poco a esa sonriente muchacha. Le esperaba una larga estancia ahí, así que era mejor tomárselo con calma. Como fuera, la monja no pareció captar en lo absoluto el estado de ánimo de la recién llegada, pues le siguió sonriendo con bastante naturalidad.

    —Bueno, de mi parte es un placer conocerla, signorina. Mi nombre es Gema, y la madre superiora me pidió directamente que me pusiera a su disposición para lo que ocupe. Intentaré atenderla lo mejor posible en estos meses que vienen de aquí en adelante, así que no dude en acudir a mí para lo que sea.

    —¿Cómo mi enfermera religiosa particular? —Musitó Ann con tono jocoso—. ¿Pueden darse ese lujo?

    Gema rio divertida por su comentario. Ann comenzó a preguntarse si realmente era una monja, pues no se comportaba como la imagen que tenía de las religiosas. Parecía mucho más… alegre.

    —Aquí suelen ser particularmente amables con nuestros principales benefactores —señaló Gema justo después, guiñándole discretamente su ojo derecho.

    —Eso suena a favoritismo.

    —Me gusta más bien pensar que por algo Dios desea que esté cerca de usted en estos momentos, signorina. Así que sí le puedo ser de utilidad en algo…

    —Estoy bien de momento —señaló Ann rápidamente, volviéndose a recostar por completo como estaba antes—. Sólo quisiera descansar un poco.

    —Muy bien —asintió Gema, y entonces miró de nuevo sus papeles—. Sólo le notifico que en dos horas servimos el almuerzo, y luego de eso tiene una cita con el Dr. Dal Bianco para su primera revisión. Le preguntará algunas cosas sobre cuánto lleva el embarazo, si a consultado a otro obstetra, y posiblemente le recete algunas vitaminas o medicamentos complementarios, que yo me encargaré de traérselos a la hora indicada y recordarle que los tome. ¿Alguna duda?

    —De momento no se me ocurre nada.

    —Perfecto. Benvenuta, a Santa Engracia, signorina Martina.

    Tras eso último Gema se retiró al fin, aunque no muy lejos. Sólo a la camilla a su lado izquierdo a revisar a su vecina.

    Agradable chica, aunque en pequeñas dosis. Luego se volvía un poco fastidiosa. Pero al menos tendría a alguien que velara por ella en ese sitio. Y parecía tan ingenua que en un momento dado podría usarla en su beneficio.

    Cuando pensó que al fin tendría un poco de silencio y paz, una risa ronca resonó desde la camilla al lado contrario al que se había ido Gema. Luego de unos segundos, dicha risa fue remplazada por una estridente y dolorosa tos. Ann se sentó en su cama por mero instinto, mirando con algo de preocupación en dicha dirección. A través de la cortina no lograba ver más que una silueta moviéndose del otro lado.

    —Eres una mujer de pocas palabras, ¿eh? —pronunció una voz áspera, sintiéndose un tanto lejana—. Eso me gusta. Pero intenta tratar mejor a la pequeña Gema, que es un rayo de sol en este lugar.

    Ann permaneció callada, sin saber si responderle o sólo fingir que no la había oído. Sin embargo, su vecina derecha no le dejó esa opción, pues notó como su silueta se sentaba en su cama, soltando algunos quejidos de dolor al hacerlo, y entonces extendió su mano hacia la cortina, corriéndola hacia un lado.

    Quien ocupaba la cama era una mujer grande de cuerpo redondo. Su piel era tostada, y su rostro se encontraba marcado con notorias arrugas. Su cabello era una maraña de rizos grises y negros, cortos. Usaba un pijama color beige, y sobre ésta una bata abierta color verdoso, que al parecer le quedaba un poco pequeña. A simple vista parecía una mujer muy anciana, pero al verla con más detenimiento, Ann sintió que no podía tener más de sesenta, o incluso más de cincuentaicinco. Parecía más bien alguien a quien la vida le había pasado encima muy rápido.

    Sin embargo, hubo un detalle en esa mujer que resaltaba en todo el resto de su apariencia enfermiza y débil: sus ojos. Eran negros y profundos, muy intensos, y cuando se posaron en Ann se sintió de inmediato intimidada, y tuvo el impulso de retroceder, pese a que estaba sentada.

    La extraña volvió a toser, acercándose un pañuelo a la boca para cubrírsela. Ese pequeño ataque sólo duró unos segundos, y luego aspiró profundo por su nariz, recobrando de inmediato su compostura.

    —Lo siento —susurró despacio, volviéndola a ver con esos intimidantes ojos y sonriéndole de una forma que no era tampoco mucho más tranquilizadora—. Te prometo que durante las noches no te molestaré, linda. Igual no creo estar mucho más en esta cama como para llegar a importunarte demasiado.

    —Descuide —respondió Ann, temerosa de quizás decir algo que pudiera de alguna forma ser incorrecto. Sólo se había sentido de esa forma ante Baylock y los otros altos rangos de la Hermandad. Pero en esa ocasión fue un poco más intenso que aquellas veces, y no lograba comprender por qué.

    La mujer se inclinó un poco al frente, mirándola con un poco más de detenimiento.

    —Así que, estás embarazadas, ¿cierto? —Soltó de pronto sin más—. No creas que soy una vieja chismosa. Sólo soy alguien a quien… le interesan las personas. Y cuando me dijeron que tendría una nueva compañera, me entró curiosidad y paré un poco la oreja. No te molesta, ¿o sí?

    —No, claro que no.

    —Me llamo Ingrid Archer, por cierto. Encantada de conocerte… ¿Margarita?

    —Martina. Encantada también, señora Archer… ¿Usted no es italiana?

    La mujer soltó entonces otra carcajada, de nuevo seguida por un pequeño ataque de tos.

    —He sido muchas cosas, en diferentes momentos. En éste, supongo que lo más adecuado es decir que soy de la Gran Isla. De Inglaterra —clarificó—. Pero me vine a pasar los últimos días de esta vida a un lugar hermoso, con personas agradables. Y de momento no me arrepiento.

    —¿Qué es lo que tiene? —Soltó Ann de pronto sin proponérselo, como si su curiosidad se hubiera apoderado de su boca por unos segundos. Ingrid Archer, sin embargo, no pareció tomárselo a mal.

    —Los doctores lo llaman cáncer —respondió con bastante naturalidad, incluso con ironía—. Yo lo describiría más como un veneno negro que se extiende lentamente, devorándome por dentro como un montón de pirañas.

    —Lo siento —murmuró Ann, y por algún motivo en efecto así era.

    —No lo hagas, linda —exclamó Ingrid, agitando una mano en el aire con apatía—. Hace mucho, mucho tiempo, que la muerte dejó de tener poder en mí, ¿sabes? Ya no es un final, sino una nueva oportunidad. ¿Me entiendes?

    Le guiñó en ese momento su ojo derecho, de una forma un tanto más obscena que como Gema lo había hecho, haciendo que el rostro de Ann se ruborizara. No podía decir que entendía del todo a qué se refería. Supuso que debía estar hablando del asunto religioso, la vida después de la muerte y todo eso. Si eso le daba consuelo, pues bien por ella.

    —Además, Dios es muy sabio, ¿no te parece? —Señaló Ingrid, cambiando el tono de sus palabras por uno más solemne—. Porque, cuando una vieja vida se va, una nueva llega a tomar su lugar…

    Extendió entonces su mano al frente, señalando hacia el vientre de Ann para ejemplificar su punto. Ésta al notar esto, se rodeó con sus brazos, en un intento inconsciente de protegerse.

    —Supongo que es una forma de verlo —respondió la mujer de cabellos negros, algo insegura.

    —¿Me permitirías tocar tu vientre un momento?

    —¿Disculpe? —Reaccionó Ann, sobresaltada—. Yo… llevo muy poco, aún no se siente nada en lo absoluto

    —Oh, te sorprenderías de las cosas que pudiera sentir de tu bebé desde ahora. Anda, no te voy a morder, linda.

    Ann vaciló. Tuvo el presentimiento de que no había lugar a que se negara a tal petición, aunque le resultara tan incómoda. No era que creyera que pudiera hacerle algo a ella o a su bebé con tan sólo tocarla. Sin embargo, por algún motivo, presentía que si lo permitía se terminaría arrepintiendo de alguna forma. Aun así, la presencia tan intimidante de esa mujer terminó por obligarla a sólo asentir y así darle el permiso que solicitaba.

    Ingrid extendió su mano para tomar su grueso bastón de cuatro patas y así ayudarse a levantarse de la cama. Fue una tarea que a simple vista requirió de mucho esfuerzo de su parte, pero al final lo logró. Se aproximó lentamente hacia ella, arrastrando sus pesados pies. Ann se resistió al inicio a la idea de quitar sus manos de su vientre (su única defensa), pero al final lo hizo. La mujer se inclinó al frente, apoyando casi todo su peso en el bastón de aluminio, y pegó su mano derecha con dedos gruesos contra el vientre. Ann se había imaginado sentir algún tipo de dolor o calor, pero en realidad no sintió nada de eso. En su lugar, la mayor parte de su atención se centró en el hecho de que aquella mujer olía a un perfume de rosas bastante fino que le resultó conocido.

    Tras unos segundos de silencio, en los que tuvo toda su palma pegada a ella, Ingrid al fin habló.

    —Es una niña —soltó de pronto, tomando por completo por sorpresa a Ann. Y antes de que pudiera preguntarle cómo era que lo sabía, ella prosiguió—. Y siento mucha fuerza emanar de ella. Su padre debe ser un hombre excepcional, ¿o me equivoco?

    La lengua de Ann enmudeció por unos instantes.

    —Su padre no existe —declaró fervientemente.

    —No es la primera vez que lo escucho —bromeó Ingrid, retirando su mano y retrocediendo un poco para poder verla directo a su rostro—. ¿Sabes?, creo que me has dado un motivo para intentar durar un poco más por aquí. Quisiera estar lo suficiente para conocer a la pequeña.

    Ann solamente sonrió y asintió a su comentario. De todas formas, posiblemente ni ella misma terminaría por conocer a esa bebé, si realmente era una niña como había predicho.

    —¿Qué hace afuera de su cama, signora Archer? —Escucharon de pronto como la risueña voz de Gema pronunciaba con un tono de falso regaño. La joven monja se aproximó a la camilla de Ann, parándose a lado de la mujer mayor—. Le acaban de dar sus medicamentos, y sabe que eso la puede marear un poco. No queremos que ocurra algún accidente, ¿cierto?

    —Lo lamento, pequeña —le murmuró Ingrid, incorporándose completamente—. Sólo saludaba a la recién llegada. Es una chica muy agradable, y tendrá una hija muy fuerte.

    —Todos esperamos que así sea. Ahora, déjeme ayudarla a recostarse de nuevo. —Gema la tomó entonces de su brazo y la encaminó paso a paso de regreso a la cama—. Si quiere después de la comida saldremos a dar una pequeña caminata por el patio. ¿Eso le gustaría?

    —Muchas gracias, encanto. Justo le decía a Martina que eres el rayo de sol de este sitio.

    —Usted siempre tan amable conmigo, signora Archer.

    —Oh, es que sabes que te quiero mucho. —Ingrid extendió su mano una vez que ya estaba recostada en su cama para acariciarle gentilmente su mejilla a la monja—. Trata bien a mi nueva amiga. Ya le tome cariño, y especialmente a su bebé.

    —Descuide, lo haré —señaló Gema, mientras la arropaba—. Ahora duerma un poco y deje que la medicina haga efecto.

    Una vez que la mujer estuvo en su sito, Gema recorrió la cortina de nuevo a su sitio, y Ann se sintió mucho más aliviada.

    «Qué mujer tan rara», pensó para sí misma. Ella también se volvió a recostar, y esperaba ya no tener más visitas inesperadas hasta la comida. Sus manos se posaron sobre su vientre, y meditó un poco sobre lo que había dicho. «Desvaríos de una mujer moribunda», concluyó sin más. Aunque… le resultaba un tanto preocupante lo que había de alguna forma adivinado sobre el padre de su bebé. En efecto, era un hombre excepcional…

    — — — —​

    Pese a todo, los meses siguientes fueron de los más pacíficos que Ann viviría en mucho tiempo. Su embarazo progresó de forma adecuada, sin ninguna complicación física. Acudió a cada una de sus revisiones, tomó puntalmente sus medicamentos, e hizo cada una de las cosas que los médicos le recomendaron. Su vientre iba creciendo poco a poco con el pasar de los días, lo que le dificultaba el andar. Aun así, no se sentía tan mal como esperaba. Casi no tuvo mareos o dolores, y de hecho se sentía bastante bien.

    La parte menos agradable de su estadía empezó un poco antes de que entrara a su último mes de gestación. Ann no hizo mucha amistad con el resto de las pacientes, pero Ingrid y Gema se volvieron sus principales compañeras durante ese tiempo. Aunque su actitud reticente y reservada le impedía ver a alguna como una amiga, ciertamente era un desahogo el tener a alguien con quien hablar y compartir. Sin embargo, en un momento Ingrid pareció tener un intenso ataque durante la madrugada, tanto que la hizo despertarse alarmada. Las monjas y el doctor de guardia se la llevaron en una camilla, y ya no volvió. Cada cierto tiempo le preguntaba a Gema sobre su estado, y ella sólo le decía que estaba en observación en al área de cuidados intensivos, pero no daba más detalle al respecto.

    Ese suceso tan repentino tomó bastante por sorpresa a Ann. El estado de salud de Ingrid se había mantenido bastante igual desde su llegada, o al menos eso le había parecido. Pero claro, ella no era nada cercano a un médico, así que bien podrían haber estado pasando cosas dentro de ella que no se exteriorizaban. La propia Ingrid le había dicho que no creía durar mucho tiempo en ese sitio, así que había sido avisada con bastante anticipación de que algo así podría pasar. Le sorprendió sobre todo el darse cuenta de lo mucho que su ausencia le afectó. Supuso que simplemente se había acostumbrado a su presencia, a su voz, y a sus anécdotas, que en realidad eran bastante interesantes. Había viajado por casi todo el mundo, y vivido en varias de las ciudades más importantes. Eso tenía sentido con lo que le había dicho cuando se conocieron, sobre que había sido muchas cosas en diferentes momentos.

    Un par de semanas antes de la fecha programada para su parto, Gema también desapareció, aunque de una forma menos dramática. Sólo una mañana la monja que le trajo sus medicamentos resultó ser otra; más regordeta y de menor actitud risueña. Ann le preguntó sobre Gema, pero su nueva enfermera sólo le dijo qwue ahora tenía otras obligaciones, y no pareció estar de humor para responder ninguna otra pregunta; y se mantuvo así por el resto de los días.

    Sin Ingrid y sin Gema, esas últimas dos semanas resultaron ser un tanto solitarias. Por suerte, fue un tiempo corto.

    Comenzó a sentir los dolores previos al parto desde algunos días antes del gran día, y al menos en un par de ocasiones ella, y algunos de los doctores, pensaron que ya sería el momento. Pero no, el pequeño en su vientre se esperó hasta el último momento.

    Su fuente se rompió temprano en la mañana, y fue llevada de inmediato al quirófano. Aunque bien, llamar a aquel sitio quirófano era darle demasiado crédito. Era más un cuarto aislado con una cama más amplia y resistente, y espacio suficiente para que el Dr. Dal Bianco y las enfermas pudieran maniobrar mejor.

    Le habían advertido que podría estar un largo tiempo esperando sólo a que tuviera la dilatación correcta para comenzar el parto, pero esa espera resultó ser casi diez horas. Le aplicaron un medicamento para el dolor, y eso lo hizo un tanto más llevadero. Aun así, fueron horas de incomodidad, sudor, una presión en toda la parte baja de su cuerpo como si éste se le fuera a desgarrar, mareos y nauseas. Fue como si todas esas molestias que por suerte no tuvo durante los meses anteriores, se hubieran acumulado para salir todas justo al final.

    «El milagro de la vida» se decía a sí misma entre risas, maldiciendo a cualquiera que hubiera dicho tal cosa en el pasado. Y aun así, ninguna de esas molestias se comparó cuando ya fue el momento de la verdad.

    Todos decían que los partos eran dolorosos, pero las descripciones y advertencias no le habían sido suficientes. Sentía como si su cuerpo entero se fuera a partir en dos, pero de una forma bastante lenta. En un momento notó al Dr. Dal Bianco con su cara metida entre sus pierna y a las monjas que corrían de un lado a otro, pero llegado un punto dejó de verlos o escucharlos, como si gran parte de su cerebro se hubiera apagado para enfocarse sólo en la pesada labor que estaba llevando a cabo. De vez en cuando le llegaban algunos escuetos remedos de voces que le decían cosas como: “Tú puedes, Martina” o “un poco más, sólo un poco más”, y lo único que ella quería gritarles era que se callaran sus putas bocas, y que si les parecía tan sencillo que lo hicieran ellos en su lugar. Pero su cerebro seguía medio apagado, así que no fue capaz de articular palabra alguna.

    A la mitad ya se encontraba totalmente agotada y sólo quería desmayarse. Pero siguió un poco más, ese “un poco más” que le decían repetidas veces que faltaba. No pensó que realmente un cuerpo humano fuera capaz de resistir tanto, y de modificar tanto su estructura y aumentar tan exponencialmente sus fuerzas para lograr algo como eso. Ese debía ser el verdadero milagro del que tanto hablaban…

    El veinteavo “un poco más” fue al fin el último. Sintió de golpe como toda la presión que tenía acumulada en su parte baja salió de golpe como el corcho de un champagne, sintiendo al fin aunque sea un poco de alivio. Se dejó caer rendida a la cama, con su cabeza dándole vueltas y sintiéndose asfixiada al no poder respirar con normalidad. En su mente no estaba segura si ya había terminado todo o no, pero ya le daba igual. Quería dormirse y no despertar en días, o nunca si era posible. Sus ojos se estaban ya cerrando plácidamente… cuando entonces lo escuchó.

    Era un llanto, un sonoro y estridente llanto que retumbó el cuarto. Ese llanto la hizo reaccionar, inyectándole de golpe un gramo de energía adicional que la hizo volver a abrir los ojos y alzarse lo suficiente para ver un poco de lo que ocurría. Todo era borroso y confuso, pero lo que notó fue el manchón blanco de las monjas, todas juntas entorno a un punto, hablando y cuchicheando alrededor de la fuente del llanto. Estaban limpiándolo lo mejor posible, y envolviéndolo con una manta blanca. Se tomaron su tiempo, antes de que una se girara hacia ella, cargando en sus fuertes brazo ese bulto envuelto que seguía chillando con dolor y miedo.

    —Felicidades, Martina —pronunció alegre la monja mientras se le aproximaba—. Es una niña.

    Aquello terminó por espantar casi por completo el letargo en el que se había sumido.

    —¿Una niña…? —musitó despacio. «Justo como Ingrid predijo» pensó fugazmente, aunque no le dio mucha importancia de momento. Su vieja compañera de cortina tenía un cincuenta-cincuenta de posibilidad de acertar, después de todo.

    Intentó incorporarse, pero el ardor de su cuerpo la hizo caer de nuevo contra su almohada.

    —No te levantes, querida —le indicó la monja, y entonces se agachó a su lado colocando a la bebé en la cama justo a su lado.

    Ann se giró sólo un poco hacia ella. De la manta sólo se asomaba su pequeña cabecita enrojecida, coronada con unos disparejos mechones rubios. Seguía llorando, aunque ahora con menos insistencia pues posiblemente se le agotaban las energías. Parecía asustada, y ese era un sentimiento que Ann compartía. Instintivamente colocó su mano sobre su cuerpo cubierto con la manta, acariciándola lentamente.

    —Hola… —susurró muy despacio—. Eres tan pequeña… Yo te sentía enorme adentro de mí…

    La bebé poco a poco se fue calmando. Sus llantos se apaciguaron hasta apagarse por completo y quedar sólo ahí recostada, con sus ojitos cerrados.

    Una vez que el doctor y sus ayudantes terminaron con su labor, dejaron a la nueva mamá y a su bebé a solas. Ann sintió que recuperaba un poco las fuerzas de su cuerpo, por lo que se permitió sentarse y tomar a la pequeña en sus brazos. La pequeña se veía mucho más tranquila. De seguro ya se estaba acostumbrando al mundo exterior.

    —¿Qué otra cosa nos queda?, ¿cierto? —Le susurraba despacio mientras con sus dedos apenas rozaba la suave piel de su carita, así como sus cabellos—. Sólo adaptarnos o morir. Pero tú viniste a este mundo a vivir y ser más fuerte de lo que yo fui. ¿De acuerdo?

    La bebé, obviamente, no le respondió. Pero Ann se sintió satisfecha con tan sólo tener alguien con quien pudiera hablar tan libremente.

    Ese par de horas en la que estuvo a solas con ella la hicieron sentir que toda esa experiencia casi traumática de antes había valido un poco la pena. Era hermosa a su modo. Claro, su cara estaba enrojecida y arrugada, y parecía una especie de criatura alienígena si la miraba de cierto ángulo. Pero aun así, tenía una belleza particular que a Ann tenía fascinada. ¿Cómo algo como eso pudo haber surgido de alguien como ella? Ese sí era un milagro…

    Pero ese par horas pasaron, y era momento de volver a la realidad.

    Dos personas entraron con paso firme al cuarto. Ann pensó que era el doctor o alguna de las monjas, pero no. En su lugar, vio a un hombre y una mujer, ambos vestidos con atuendos negros bastantes finos. Los dos se aproximaron hacia la cama sin decir nada en un inicio, hasta pararse justo al pie de ésta.

    —¿Señorita Ricci? —Pronunció el hombre con voz grave e impasible—. Venimos por la bebé.

    —¿Qué? —Exclamó Ann casi horrorizada, e instintivamente abrazó un poco más a la pequeña contra sí—. Pero… es demasiado pronto. Apenas…

    —El Sr. Lyons quiere terminar rápido con este asunto —señaló el hombre, con el mismo tono de antes.

    Ann miró a cada uno de esos individuos con dureza. Ninguno le daba una buena impresión. Ambos la miraban con tanta frialdad, como si fueran maniquís de un aparador y no personas de verdad. Intentó ver a sus costados y notar si acaso venían armados, pero no logró cerciorarse por completo. Y, aunque no lo estuvieran, ¿qué más daba? No había nada que pudiera evitar que eso pasara. Ya fuera en ese momento, en unas horas o días más, al final de cuentas, todo terminaría de la misma firma. Ese era el trato.

    —Lyons me prometió que ella estaría bien —declaró Ann con fiereza—. Que si hacía esto, podía salvar su vida…

    —Si eso fue lo que él le prometió, ¿entonces qué es lo que teme? —Respondió el hombre, encogiéndose de hombros. Si acaso intentaba tranquilizarla con esas palabras, estaba haciendo un pésimo trabajo.

    La mujer, que hasta ese momento había permanecido en silencio, se aproximó hasta pararse a un lado de la cama. La miró con cierto desdén, y entonces le extendió sus brazos sin más.

    —Entréguemela, por favor —pidió con una voz mecánica e insensible, como proveniente de algún robot.

    Ann echó un vistazo a la pequeña en sus brazos, y contempló una vez más su pequeña carita, sus cabellos rubios, y sus manitas con dedos que apenas y lograban ejercer un poco de presión entorno a uno suyo. Ann sintió por dentro el inmenso deseo de llorar, pero lo contuvo usando cada milímetro de autocontrol que tenía. No les daría a esos dos robots el gusto de verla así.

    Se inclinó cuidadosamente hacia la bebé, besando con delicadeza su cabecita. La pequeña se agitó un poco en el regazo, y luego volvió a quedarse quieta.

    —Te encontraré, lo prometo —le susurró muy despacio teniendo aún sus labios cerca de su cabeza, y esperando que los dos robots no la oyeran.

    Se enderezó y de mala gana obedeció, extendiendo sus brazos con la pequeña hacia la mujer. La mujer la tomó, sorprendentemente, con bastante cuidado. Y sin decir ni una palabra más, ambos se dirigieron a la salida apresuradamente. Ann los vio salir desde la cama, y desaparecer por el pasillo detrás de la pared, llevándose de esa forma a su bebé.

    Pero esa última promesa que le había hecho antes de que se la llevaran no había sido en vano, y tarde o temprano la cumpliría.

    — — — —​

    Ann se quedó en Santa Engracia sólo dos días más para reposar y recuperarse del parto. Su actitud había cambiado drásticamente desde que se llevaron a su bebé. Se volvió incluso más solitaria, más callada, y más indiferente ante las monjas que la atendían. No quería hablar ni ver a nadie. Usó ese tiempo sólo para sumirse en sus propios pensamientos y preocupaciones. Se sintió similar a cómo se había sentido en el parto, retraída en sí misma con su cerebro medio apagado y concentrado sólo en un par de acciones a ña vez. Todo lo demás, había desaparecido para ella.

    La mañana del tercer día, sin embargo, era momento de volver, en más de un sentido. Se levantó temprano, se duchó y se puso el mejor de los cambios de ropa que había traído consigo. Se maquilló detenidamente, como lo hacía cada mañana antes de ir a su oficina antes de ese desastre. Y mientras se admiraba a sí misma en su espejo de mano, sus labios rojos dibujaron esa fragante sonrisa que la haría tan reconocida en años posteriores. Lo único que no le encantaba era su cabello; tendría que ir a un buen estilista una vez que volviera a Florencia. Pero ya le habían indicado que no estaría ahí por mucho. En unos días más tendría que volar hacia los Estados Unidos, a empezar un nuevo trabajo y una nueva vida. Y Ann Rutledge estaba más que preparada para ambas cosas.

    Arrastrando su maleta con ruedas por el sitio, se despidió amablemente de cada una de las pacientes, monjas y doctores, incluyendo aquellas personas cuyo nombre desconocía, o más bien nunca le interesó en lo más mínimo aprender. Pero la manera en la que les hablaba, los miraba y les sonreía los hacía sentir como si fueran verdaderos amigos de toda la vida.

    «Colmena de mentirosos hipócritas» pensaba para sí misma mientras hacía su recorrido de despedida. «Todos fueron cómplices de este ultraje, lo supieran o no. Quisiera poder quemar este sitio con todos ustedes dentro. Y quizás algún día lo haga...»

    Mientras iba camino a la salida, con su espalda erguida, su rostro en alto y sus tacones resonando en el empedrado, vio a una joven monja de hábito blanco salir por una puerta delante de ella, cargando en sus brazos un bulto se sábanas blancas. Ann se detuvo como si acabara de ver una repentina aparición, y bien podría llamarla así. Reconoció a la religiosa, y una sensación de genuino gozo le llenó el pecho.

    —Gema —pronunció con fuerza, y la mujer de velo blanco se detuvo a mitad del pasillo y la volteó a ver un tanto sorprendida al inicio. Ann se le aproximó más, y entonces pareció al fin reconocerla.

    —Ah, signorina Ricci —sonrió modesta la monja.

    Si había alguien en ese sitio de quién sí quería despedirse en buenos términos, esa era Gema. Estaba tan emocionada de verla ahí de pie, sana y salva. Había llegado a pensar que le había pasado algo trágico, al igual que a Ingrid.

    —Hacía mucho que no te veía —señaló Ann, ya de pie enfrente de ella.

    —Sí, lo lamento —asintió Gema—. Me asignaron a otra área, y no tuve siquiera tiempo de despedirme. Pero escuché que todo salió bien con su parto.

    Ann sólo sonrió en silencio. Esperaba que le preguntara en dónde estaba su bebé y porque no estaba con ella en ese momento. Sin embargo, ella no lo hizo. Ann pensó si acaso ya sabía lo que había ocurrido. De seguro las mujeres que iban ahí a dar a luz y luego deshacerse de sus hijos por medio de la adopción, eran bastante comunes. Y de seguro debían tener el protocolo de no hacer preguntas de más, algo que Ann definitivamente agradeció.

    —¿Ya se va? —Cuestionó Gema de pronto, echándole un vistazo a la maleta detrás de ella.

    —Sí, es momento de volver al mundo real.

    Hubo una pausa. Ann vaciló mucho entre hacer esa pregunta que le carcomía por dentro, pese a que ya sabía la respuesta. Al final tomó el valor suficiente, pues esa sería en definitiva la última vez que podría saberlo con seguridad.

    —¿Sabes algo de Ingrid? —Cuestionó de pronto con tono reservado—. ¿Ella...?

    Ann no concluyó su pregunta. Gema permaneció callada, mirándola sonriente y calmada. Ann notó en ese momento que aquella no le parecía la habitual expresión risueña y feliz que tanto le recordaba; no tanto un rayo de luz, como Ingrid la describía. Parecía algo más apagada. Quizás esa era la Gema real, la no tan feliz y radiante. Después de todo, la respuesta que estaba por darle no ameritaba sonreír más de lo que ya lo estaba haciendo.

    —Ingrid Archer falleció, hace dos semanas —le indicó con tono serio y directo.

    Ann suspiró.

    —Eso creí.

    —Fue bastante tranquilo, descuide. A ella le hubiera gustado mucho poder conocer a su bebé.

    —Sí, lo sé.

    Otra pausa silenciosa, que se volvió rápidamente incómoda.

    —Bueno, será mejor que me dé prisa —le indicó un tanto más jovial, y entonces pasó a sacarle la vuelta y seguir su camino. Sería complicado darle un abrazo y beso de despedida mientras cargaba esas sabanas, así que esperaba que lo comprendiera—. Cuídate, Gema.

    —Tú también cuídate, linda —Le respondió Gema de pronto cuando ya le estaba dando la espalda.

    Ann se detuvo de golpe en su camino al sentir un extraño escalofrío recorriéndole la espalda. El tono en el que había dicho eso último… no le pareció normal.

    Se giró lentamente de regreso hacia ella para mirarla una vez más. Gema la observaba y le sonreía, más ampliamente que antes. Y al igual que su tono, esa sonrisa y esa mirada le resultaron un tanto inquietantes, aunque no supo identificar por qué exactamente.

    Sintió abruptamente aún más deseos de irse de ahí, por lo que no le dio más vueltas. Se giró de regreso a su camino, andando aún más rápido con sus tacones, y saliendo de ese sitio de una vez por todas.

    Ann volvería a Santa Engracia varios años después, en busca de información sobre su hija. Gema ya no se encontraría más ahí, y nadie podría darle razón alguna de qué había pasado con ella. De hecho, muchos ni siquiera la recordarían…

    FIN DEL CAPÍTULO 64

    Notas del Autor:

    Gema e Ingrid Archer ambas son personajes originales que no se encuentran basados directamente en algún personaje ya existente de alguna película o serie.
     
  5.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 65.
    Ann Thorn

    Cuatro años después de que Ann saliera de Santa Engracia y se mudara a los Estados Unidos, la residencia de los Thorn en Chicago se vistió de gala para celebrar las nuevas nupcias. Era otoño del 2002, y follaje de los árboles se había pintado de un hermoso ocre. El patio fue acondicionado para el evento con mesas y sillas colocadas en torno a una pequeña pista de baile y a una tarima donde un grupo de cuerdas se encargaría de amenizar una vez que el evento principal hubiera concluido. Para dicho momento, dos sillas habían sido colocadas en el centro de la pista, frente a una pequeña mesa. El novio y la novia se encontraban ahí sentados uno a lado del otro, tomados de las manos a cada momento. El juez, un hombre mayor de anteojos redondos y abundante bigote blanco, se encontraba de pie delante de ellos. Las demás personas se habían congregado alrededor de la pista, e intentaban tomar fotografías del momento desde todos los ángulos posibles.

    La novia lucía preciosa. A sus veintinueve años, se veía mejor que nunca. Su cabello negro corto lucía suelto hasta sus hombros, sólo con algunos rizos en las puntas. Sus labios rojos sonreían radiantes. Usaba un vestido sencillo color blanco sin mangas que se entallaba perfecto a su figura. Era sin duda el centro de atención de conocidos y extraños, aunque no sólo por su apariencia.

    El novio era un hombre cinco años mayor que ella, de rostro apuesto con barbilla cuadrada. Era de complexión fuerte, propia de una antigua estrella del futbol americano universitario. Lucía un smoking negro sencillo con corbatín gris.

    Todo el evento se veía de hecho bastante sencillo, considerando que se trataba de la segunda boda del Richard Thorn, el joven presidente de Thorn Industries desde hacía tres años. Aun así, pese a la sencillez del evento, entre los invitados había varios directores de las empresas más importantes de Chicago y de todo el noreste del país. Incluso algunos senadores y representantes de la oficina del gobernador estaban ahí; todos decididos a hacer acto de presencia en el matrimonio del joven empresario.

    El discurso del juez fue bastante estándar en su mayoría, aunque dijo unas hermosas palabras justo antes de que guiara a los novios en la pronunciación de sus votos. La culminación de la ceremonia (que bien lo más correcto sería llamarlo trámite) fue con la firma del acta de matrimonio por los testigos y, por supuesto, por los dos contrayentes. Primero lo hizo la novia, deslizando la pluma grácilmente sobre la línea en la que se ilustraba su nombre: Ann Rutledge. Richard le siguió un instante después, y tras el último trazo el contrato estaba cerrado.

    —Ann y Richard —pronunció el juez con voz potente, alzando sus manos hacia los dos novios—. Por el poder investido en mí por el estado de Illinois, yo los declaró marido y mujer. Puede besar a la novia.

    Richard no necesitó que se lo dijeran dos veces. Sin dudarlo ni un segundos, rodeó a su ahora esposa entre sus brazos, y la atrajo hacia sí, dándole un beso que si bien intentó ser modesto para no arruinar el hermoso maquillaje de la novia, no por ello dejaba de demostrar abiertamente la pasión que el novio sentía por ella. Ann lo rodeó por el cuello con sus brazos, correspondiéndole su primer beso como esposos. Fueron acompañados por un estruendo de aplausos que fueron en aumento hasta convertirse en una fuerte tormenta.

    —¡Vivan los novios! —Comenzaron a vitorear casi todos los presentes entre los aplausos.

    Richard y Ann se separaron al fin y les ofrecieron a sus invitados unas fragantes y brillantes sonrisas, dignas de una portada de revista (y quizás terminarían siéndolo).

    —Una foto, por favor —Les indicó uno de los fotógrafos contratados, parándose justo delante de los novios. Ambos se abrazaron y pegaron sus mejillas, y el fotógrafo tomó rápidamente una serie de tres.

    —Una más, pero con Mark —señaló Richard, a lo que Ann asintió emocionada. Richard extendió su mano, llamando la atención de la niñera de su hijo que rápidamente se aproximó cargando en sus brazos al chico de tres años, con cabellos rubios y vestido con un pequeño traje de fiesta que parecía quedarle un poco grande—. Ven aquí hijo, no seas tímido —indicó Richard, y la niñera le pasó al pequeño para que lo cargara. Los novios lo colocaron entre ellos abrazándolo, y voltearon juntos hacia la cámara—. Sonrían

    Los tres sonrieron entusiasmados, incluso el pequeño y silencioso Mark Thon. El fotógrafo se emocionó aún más por esa pose y tomó hasta cinco fotografías de corrido. Esa sí era definitivamente material de portada.

    Richard había conocido a Ann dos años atrás cuando ésta última comenzó a trabajar en el corporativo de Thorn Industries como su asistente ejecutiva, sobresaliendo enormemente en sus entrevistas por encima de los demás candidatos. Ambos habían congeniado y trabajado bastante bien desde el primer día, pues sus formas de pensar y de tomar decisiones concordaban casi a la perfección. Unos meses después, sin embargo, Rebecca, la primera esposa de Richard y madre de Mark, fallecería de una repentina y rápida enfermedad. Aquello devastaría al joven empresario, pero Ann estaría ahí para apoyarlo tanto a él como a su hijo, volviéndose una parte sumamente importante de la vida de ambos. Una cosa llevó a la otra con bastante naturalidad, y fue bastante evidente que esa coordinación que ambos tenían no se limitaba sólo al trabajo, lo que terminó llevándolos ese día a ese gran momento.

    No todo el mundo vio con buenos ojos su relación, mucho menos su casamiento. Algunos pensaban que era demasiado pronto tras la muerte de Rebecca. Algunos se atrevían a teorizar que habían estado juntos desde antes de aquel fallecimiento, y muchos eran más osados a insinuar que incluso la tal Ann podría haber estado de alguna forma involucrada en dicha muerte. Muchos lo pensaban, lo comentaban entre sus acercados, pero ninguno lo decía libremente en público y mucho menos enfrente de Richard. Pocos tenían la osadía de expresar abiertamente este descontento, pero los había; especialmente miembros de la familia.

    Pero en ese momento ni a Richard ni a Ann les importaban las habladurías. Él sabía que su hijo pequeño necesitaba una madre, y él una esposa. Así que no había arrepentimiento alguno, «y qué se jodan todos los demás» se decía.

    —¿Cómo estás, Mark? —Murmuró Ann mientras cargaba al pequeño en sus brazos y con sus dedos le acomodaba sus cabellos—. ¿Te estás divirtiendo? Qué apuesto te ves con tu traje. Más apuesto que tu padre.

    —Por mucho —secundó Richard con una pequeña risa.

    El niño sonreía, pero parecía cohibido por tanta atención. Instintivamente ocultó su rostro contra el cuello de Ann, y ésta rio por esta reacción tan adorable.

    Los novios comenzaron a andar en dirección a su mesa de honor, y en el camino la multitud no perdía la oportunidad para felicitarlos; ya fuera de lejos, o abriéndose paso para darles un abrazo o al menos un apretón de manos.

    —Richard —resaltó una voz entre la multitud, y ambos se viraron al mismo tiempo en su dirección. Una cara muy conocida para Richard (y secretamente aún más para Ann), se abrió paso para aproximarse hacia los recién casados.

    —¡John! —Exclamó Richard notoriamente contento, y rápidamente se le aproximó a su viejo amigo John Lyons, y ambos se dieron un fuerte y caluroso abrazo. Ann, por su lado, aguardó unos pasos detrás, cargando aún a Mark.

    —Lamento la demora —comentó Lyons una vez que rompieron el abrazo. El hombre de barba usaba un atuendo fino color gris oscuro.

    —Ni lo digas —Le respondió Richard, dándole un par de palmadas en su hombro—. Qué bien que pudiste venir.

    —Su padrino se disculpa por no poder asistir. Pero les manda un muy bonito regalo de su parte y de su esposa.

    —Es mucho esperar que el presidente se tome una hora para asistir a una boda, ¿no? —Bromeó Richard, y Lyons lo acompañó en las risas. Luego lo guio unos pasos más hacia donde Ann y Mark los esperaban—. Ven, déjame presentarte a mi esposa, Ann Rutledge; Ann Thorn, ahora.

    Los ojos de Lyons se posaron en la hermosa mujer de vestido blanco, y le ofreció una afable sonrisa, así como una discreta reverencia de su cabeza.

    —Encantado, madame —musitó el hombre de barba, y se tomó la libertad de aproximársele y darle un discreto abrazo y un beso en su mejilla—. John Lyons, para servirte en lo que necesites.

    —Es un placer, señor Lyons —respondió Ann con la misma afabilidad, o incluso mayor—. Richard habla mucho de usted. Dice que algún día será presidente.

    —Dios me libré —ironizó Lyons entre risas—. Es una verdadera preciosidad, Richard.

    —Y bastante inteligente —señaló Richard con firmeza—. El trabajo que realizó en Thorn Industries estos últimos dos años ha sido impecable.

    —Claro, te enamoró con sus cualidades con los números, ¿cierto? —Comentó Lyons con tono pícaro, culminando con un sutil guiño de su ojo.

    —Bueno, y con otras cosas —añadió Richard juguetón, atreviéndose a recorrer la cintura y espalda de su ahora esposa, haciendo que ella se sobresaltara sorprendida.

    —Oh, Richard, ¡cálmate! —Señaló Ann con falso enojo, dándole un pequeño golpecito con su codo.

    —Tranquila, estamos en confianza. John es parte de la familia.

    Los tres rieron un poco, y Mark también rio por mero reflejo, aunque no entendiera para nada de qué hablaban. Ann bajó al niño de sus brazos al piso, y éste comenzó a caminar con pasos torpes hacia un lado. Su niñera se apresuró a tomarlo de su mano y comenzó a caminar justo con él entre las personas.

    —Hablando de familia —dijo Lyons recuperando la conversación—, me llego el rumor de que tu hermano estaría aquí.

    Richard echó un vistazo rápido a su reloj antes de responderle.

    —Su avión llegó de Roma apenas esta mañana. Debe estar a punto de llegar en cualquier momento.

    —¿Y tu tía Marion?

    Esa última mención creó un pequeño respingo en ambos novios, que se miraron entre ellos discretamente, como intentando ponerse de acuerdo sobre qué decir con sólo sus miradas.

    —Ella… —comenzó a pronunciar Richard, pero no llegó mucho más lejos de eso.

    —Nos informó que no asistiría, que la disculpáramos —se apresuró Ann a explicar. La cara de Lyons dejó en evidencia que había comprendido bastante bien lo que se ocultaba detrás de esa excusa.

    —Ya sabes cómo es esa mujer —dijo Richard, encogiéndose de hombros.

    —Sí, descuiden —se apresuró Lyons a contestar, alzando sus manos hacia ellos en señal de calma—. Todos saben que es una mujer chapada a la antigua. Para ella de seguro sólo existe un primer y único matrimonio.

    —No nos preocupa —declaró Richard con firmeza, rodeando los hombros de su ahora esposa con su brazo—. ¿Cierto, Ann?

    —Por supuesto —secundó Ann con una media sonrisa.

    Marion Thorn era la tía de Richard y su hermano menor, Robert. Era la hermana de su fallecido padre. Nunca se había casado, pero había dedicado su vida a crear una cuantiosa fortuna en diferentes negocios, usando su apellido como carta fuerte. Era una mujer fuerte y decidida, muy religiosa y, como bien Lyons había mencionado, chapada a la antigua; al menos en lo que le convenía. Ella había sido desde el inicio la mayor detractora de ese matrimonio, y su ausencia ahí en ese momento era por mucho su mayor demostración de ello.

    Mientras Richard y Lyons seguían conversando, alguien más se les aproximó por un costado.

    —Richard —Pronunció el hombre de bigote y cabello grisáceo, alzando su mano para llamar la atención del novio.

    —Ah, Bill, ¿recuerdas a mi viejo amigo, John Lyons? —comentó alegre Richard a Bill Atherto, su gerente general—. Uno de los mayores inversionistas de nuestro padrino, y su hombre de confianza para manejo de situaciones delicadas.

    —Sí, por supuesto —respondió Bill, y pasó de inmediato a estrechar la mano de Lyons con firmeza—. Un placer volverlo a ver, señor Lyons.

    —Atherton —contestó el saludo Lyons de la misma forma—. ¿Sigues de gerente al servicio de este sujeto? Sabes que te tengo un puesto mejor en Armitage.

    —Oye, sé más discreto al menos —señaló Richard con falsa molestia por su comentario, y los tres empresarios rieron al unísono.

    —Estoy bien dónde estoy, gracias —contestó Bill, asintiendo—. Richard, la comitiva de tu hermano ya llegó.

    Los ojos de Richard se iluminaron al escuchar esa noticia. A pesar de que ya era prácticamente un hecho de que su hermano menor estaría ahí, y ya hasta había recibido confirmación de la llegada de su vuelo, una parte de él había llegado a sospechar que algo lo impediría. La felicidad que se reflejó en su rostro en esos momentos fue ciertamente contagiosa.

    —No tendremos al presidente, pero si al recién nombrado embajador en Reino Unido. Algo es algo, ¿no? —Bromeó Richard con sus amigos, y volvieron a reír.

    Llamó de nuevo la atención de la niñera de Mark para que lo trajera hacia él.

    —Ven, Mark —dijo Richard mientras alzaba en brazos a su hijo—. Vamos a recibir a tu tío Robert y a tu tía Katie, ¿sí?

    El niño de tres años volvió a asentir con su cabeza, sonriendo de forma penosa, y luego volviendo a querer ocultar su rostro contra el cuello de su padre.

    —Aquí te espero, ¿sí? —Comentó Ann, a lo que Richard respondió con un asentimiento de su cabeza, y con su mano alzada con su pulgar arriba.

    Richard, Bill y Mark se dirigieron al interior de la casa con la intención de dirigirse a la entrada principal, en donde la limosina del embajador y su comitiva de seguridad ya debían estarse estacionando. Ann se quedó entonces a solas con Lyons; rodeados de gente, pero a solas aun así.

    Sin que ninguno tuviera que decirlo, comenzaron a andar por el patio uno a lado del otro, intentando ser discretos y sutiles en su conversación. Ann le aceptó una copa de champagne a uno de los meseros que pasó cerca de ella y comenzó a darle pequeños sorbos, aunque lo que realmente quería era empinarse toda la copa de golpe y luego pedir otra.

    —Lo estás haciendo todo muy bien, te lo reconozco —comentó Lyons con elocuencia—. Todos pensábamos que te tomaría al menos dos años más ganarte a Richard Thorn, pero ya incluso lo llevaste ante el juez. Baylock te enseñó bien.

    Ann no dibujó cambió alguno en su falsa expresión de novia feliz, pero aquel comentario realmente le había causado una sensación de molestia en el estómago. La sola idea de que insinuara que todo lo que había logrado era por Agatha Baylock, sencillamente le enfermaba.

    —Me complace ser de utilidad —respondió Ann sonriente, alzando su copa hacia él en gesto de respeto, enmascarando de esa forma lo que realmente sentía. Si acaso Lyons se dio cuenta de esto, lo disimuló pues sólo asintió complacido.

    —Ahora sólo procura mantener su interés hasta que sea el momento adecuado.

    —¿Y cuál será ese momento?

    —Te lo comunicaremos cuando sea requerido.

    Ann se viró hacia el frente y dio otro pequeño sorbo de su copa. «Sí, claro; cuando sea requerido deshacerse de mí también, de seguro» pensó mientras seguían avanzando alrededor de las mesas del patio. De vez en cuando alguno de los invitados se le acercaba a felicitarla, y ella sólo aceptaba sus palabras con rostro jovial, los abrazaba y besa, para luego continuar caminando a lado de su nuevo mentor.

    —No creo que de aquí en adelante resulte tan complicado para ti, ¿o sí? —Señaló Lyons, casi burlón—. Pasaste de ser una niña pordiosera en las calles de Roma, a convertirte en la esposa de uno de los hombres más ricos de Estados Unidos, y parte de una familia de gran nombre. Has subido bastante alto, ¿verdad? —La volteó a ver como si esperara algún tipo de respuesta de su parte, pero no la obtuvo en lo absoluto—. Ahora vivirás en una casa enorme, con tantos sirvientes que ni siquiera recordarás el nombre de la mayoría. Pobre de ti.

    Lyons acompañó su último comentario de un par de risas, que Ann correspondió sólo permaneciendo con sus labios curveados en ese discreto gesto de (falsa) felicidad.

    —¿Qué hago si Richard quiere tener más hijos? —cuestionó de pronto un momento antes de dar un trago más de su copa. Aquello pareció tomar desprevenido a Lyons, que la volteó a ver un tanto desconcertado.

    —¿Disculpa? ¿Te ha dicho algo al respecto?

    —No… —respondió Ann, encogiéndose de hombros—. Pero es un tema que puede surgir en cualquier momento.

    —Pues dado el momento lo pensaremos. Aunque de todas formas, ¿cuál sería el problema si eso ocurriese?

    —¿Todavía lo preguntas? —Le respondió con un tono jocoso como si acabara de decirle una broma. Sin embargo, había un sentimiento oculto tras ello que a Lyons no pasó desapercibido. Aquello sonaba a una disimulada recriminación.

    —¿Qué?, ¿qué significa eso? —Musitó molesto el hombre de barba, tomándola del brazo para detenerla, pero la soltó casi de inmediato ante el riesgo de que alguien los viera. Con un ademán de su cabeza le indicó que se alejaran un poco más, hasta pararse cerca de un árbol, a unos metros del área de las mesas—. ¿Esto es por esa niña? —Ann no respondió; ni siquiera lo miró directamente—. Pensaba que ya habíamos superado ese tema. No has cometido la estupidez de mencionarle algo de eso a Richard, ¿o sí?

    —Claro que no —contestó Ann rápidamente con seguridad.

    —Pues que siga así. Y escúchame bien: esto es muy, muy importante. Necesito tú completa concentración y compromiso en esto. No estamos jugando a la casita aquí, están en juego cosas mucho más cruciales. ¿Necesitas que te dé un recordatorio de eso?

    Sin darse cuenta, Ann había hecho desaparecer su sonrisa, pero en esos momentos no le importó en lo absoluto. Se terminó lo que quedaba en su copa, y luego tuvo deseos de tirarla al suelo y romperla en pedazos, pero se contuvo.

    —No —respondió luego de un rato con bastante claridad—. Soy una leal sierva de la Bestia, y conozco mi deber.

    —Bien —ratificó Lyons, aunque no se le veía del todo seguro aún.

    La atención del hombre se distrajo unos momentos hacia la casa, y a como gran parte de los invitados comenzó a congregarse en torno a la puerta que daba al patio. Robert Thorn en efecto había llegado. Y, lo más importante, no venía solo.

    —Olvídate de eso y ahora ven —le indicó a la novia, volviéndola a tomar del brazo, pero ahora de una forma mucho más cuidadosa—. A pesar de todo eres una chiquilla con suerte. Tendrás el honor de conocerlo tan pronto.

    —¿A quién? —cuestionó Ann, distraída y ausente.

    —¿Cómo que a quién? Ven.

    Lyons comenzó a guiarla hacia la multitud, y Ann se dejó llevar sin nada de oposición. A ella en verdad no le importaba. Todo lo que había hecho ese día, y quizás los últimos meses, lo había hecho prácticamente en automático. A veces se sentía como esos robots humanos que se habían aparecido aquel día en Santa Engracia para llevarse a su bebé. No sentía ni pensaba en nada; sólo actuaba. Era la elegante y despampanante asistente, novia y ahora esposa de Richard Thorn, con todas las risillas, coqueteos, comentarios ingeniosos y habilidades sexuales que eso debía traer consigo. Se casaría con ese hombre, lo besaría, se lo cogería las veces que fuera necesario, pero no podía forzarse a sentir siquiera lo mínimo por él. Tampoco por su pequeño hijo, tan hambriento de un amor maternal que ella estaba dispuesta a simularle como un placebo.

    Mientras más se acercaban, Ann distinguió poco a poco a Richard, que caminaba con su brazo entorno a un hombre bastante parecido a él, unos cuantos años más joven, de cabello negro corto bien peinado. Ann no lo conocía en persona, pero había visto su rostro en fotos familiares y en los periódicos de días pasados. Robert Thorn, el hermano menor de Richard, y recién nombrado embajador de Estados Unidos en Inglaterra tras la (trágica y misteriosa) muerte del embajador anterior. El ahijado y protegido del presidente, y el embajador más joven en mucho tiempo.

    Richard estaba muy emocionado por ver a su hermano luego de tanto tiempo, pues llevaba varios años viviendo en Europa como parte de equipo del ahora fallecido embajador Haines. Y en definitiva se le veía bastante feliz mientras caminaba a su lado, tanto que incluso Ann se sintió un poco contagiada por el sentimiento.

    —Oh, ahí está mi hermosa esposa —exclamó Richard, señalándola con su mano una vez que la vio acercarse junto con Lyons.

    —Disculpen, le estaba dando algunos consejos para tener un buen matrimonio a la señorita —se disculpó Lyons por adelantado—. No por nada llevo veinte años, casado con la misma maravillosa mujer. —Miró entonces a Robert, extendiéndoles sus brazos para darle un ferviente abrazo—. Señor embajador.

    —John, cuánto gusto verte —dijo Robert, correspondiéndole su abrazo.

    —Muchas felicidades, muchacho.

    —Gracias.

    —Fue trágico lo de Steven, terrible. Pero no quiero que dudes ni por un segundo que tú más que nadie te merecías este puesto, ¿de acuerdo? —Se separó un poco de él y colocó sus manos en sus hombros de forma reconfortante—. Tu padrino te apoya por completo, ¿de acuerdo?

    Robert sólo asintió y sonrió como agradecimiento. Fue evidente que el nombramiento, y como la gente lo describía en los periódicos como el “ahijado del presidente”, lo tenían aún abrumado.

    Lyons se hizo a un lado para dejarle el camino libre a la verdadera estrella de esa tarde.

    —Ann —musitó Richard, colocando una mano en la espalda de su novia para animarla a aproximarse más—, quiero presentarte a mi hermano Robert.

    —Encantado, Ann —le saludó Robert, estrechándole la mano e inclinándose hacia ella para darle un beso en su mejilla—. Richard habló sólo maravillas de ti.

    —Igualmente, señor Embajador.

    —Por favor, llámame Robert. Somos familia ahora.

    Una mujer rubia y de vestido azul se aproximó en ese momento por detrás de Robert, empujando consigo una carriola negra con rojo. Ann vio además a Mark, que caminaba a un lado de la carriola, agarrado de ésta bajo el ojo protector de la mujer rubia.

    —Y aquí viene mi esposa y nuestro hijo —indicó Robert, haciéndose a un lado para que la mujer pudiera aproximarse con todo y la carriola.

    —Katie —exclamó Lyons, aproximándose hacia ella para igualmente abrazarla y darle un beso en cada mejilla—. Más preciosa cada vez que te veo.

    —John, no sabía que estarías aquí —le respondió ella con entusiasmo, abrazándolo también—. Siempre tan elegante.

    Lyons le sonrió con falsa molestia, y entonces echó un vistazo al interior de la carriola.

    —Ah, y éste debe ser el pequeño Damien. Qué grande estás, amiguito.

    Ann se puso en alerta de golpe, alzando su mirada como si hubiera escuchado un fuerte estruendo.

    —¿Damien? —exclamó en voz baja, casi sin proponérselo.

    —Nuestro hijo, Damien Thorn —respondió Robert rápidamente, y entonces se aproximó al coche para desabrochar al niño que en éste viajaba.

    Mientras él hacia eso, Katie se tomó un momento para rodearlo y aproximarse a la novia.

    —Hola, Katherine Thorn —La saludó con entusiasmo.

    —Ann, un placer —Le respondió Ann escuetamente, pues su atención se había concentrado de golpe en la carriola. Igualmente intentó no ser tan evidente, y recibió de buena manera el abrazo de felicitación de su nueva cuñada.

    —Bienvenida a la familia —le murmuró Katie mientras la abrazaba, y luego añadió a tono de broma—: Aún estás a tiempo de arrepentirte.

    Ambas mujeres rieron, más por compromiso que por otra cosa.

    En ese momento Robert se incorporó de nuevo, y sentado en su brazo derecho cargaba ahora a un pequeño de máximo dos años de edad, de cabello negro corto, vestido con un pequeño trajecito negro que casi parecía un disfraz. El niño tenía una expresión bastante seria para ser tan pequeño, y miraba curioso a todas las personas que lo rodeaban en esos momentos.

    Ann sintió que su respiración se cortó en cuanto sus ojos se posaron en aquel niño. La sensación que le recorrió el cuerpo fue indescriptible. Se sintió paralizada, pero al mismo tiempo como si le hubieran inyectado una fuerte dosis de adrenalina que le aceleró el corazón. El niño entonces pareció al fin notarla, y sus ojos azules y profundos se centraron en ella, y sólo en ella. Ann no pudo evitar sonreír (la primera sonrisa sincera de todo ese día) y entonces se aproximó cautelosa hacia él, temerosa de hacer cualquier movimiento indebido que lo alterara.

    —Hola, Damien —le saludó con suavidad, pasando sus dedos por su torso mientras Robert lo seguía cargando—. Qué guapo eres, jovencito. ¿Puedo cargarlo?

    —Claro —respondió Robert, y de inmediato se lo pasó.

    La mujer de blanco tomó al muchacho de sus costados y entonces lo acomodó sentado en sus brazos similar a como Robert lo sujetaba hace unos momentos. El niño la miró con su rostro inexpresivo, y alzó sus manos para recorrer el rostro de la mujer con sus pequeños dedos. Ann lo dejó hacer lo que quisiera. El niño comenzó a sonreír luego de unos segundos, e incluso soltó una pequeña risa. Aquello sencillamente derritió el corazón de Ann. Katie, Robert y Lyons miraban fascinados la escena.

    —Parece que le agradas —comentó Katie un poco sorprendida—. Casi nunca se ríe, en especial con extraños.

    —A Mark también le agradó —añadió a Richard, alzando también a su hijo del suelo y acercándolo un poco a Damien. Ambos niños se voltearon a ver de nuevo y Damien estiró su mano, intentando alcanzarle su cabeza. Mark sólo rio divertido—. Es una lástima que no podrán verse tan seguido estando tan lejos.

    —Quizás puedan venir a pasar la Navidad a Londres —Indicó Robert, optimista—. Claro, primero deberíamos instalarnos y…

    Ann dejó de escuchar lo que decían, pues había perdido absoluto interés en cualquier otra persona en esa fiesta. Toda su atención estaba cien por ciento fija en el niño en sus brazos.

    Ann se giró un poco, casi dándole la espalda al resto. Damien la miró de nuevo, aunque había vuelto a su expresión demasiado seria de antes. Por otro lado, la alegría se desbordaba por el rostro de Ann sin que pudiera ocultarlo.

    —Qué gusto conocerte, Damien —le susurró muy despacio para que sólo él la escuchara—. Yo soy tú tía Ann. Y desde ahora cuidaré de ti… mi señor.

    El niño no reaccionó de ninguna forma a sus palabras, y posiblemente ni siquiera le entendía del todo lo que decía. Pero a Ann no le importó.

    — — — —​

    Diez años pasaron casi volando después de aquella boda, y muchísimas cosas habían pasado en la vida de la familia Thorn. Pese a varios problemas y desgracias ocurridas que aún los perseguían, en aquel otoño del 2012 todo iba bastante bien para Ann y Richard. En los diez años que habían transcurrido, Thorn Industries se había expandido aún más, ampliando sus operaciones en un gran número de países, y diversificando en una gran cantidad de nuevos negocios.

    En el matrimonio todo había ido de maravilla. Como todos, habían tenido sus altibajos y problemas, pero siempre habían logrado solucionarlo todo. Para Richard, Ann era la esposa perfecta, quién mejor le entendía, lo apoyaba y se encargaba cada día de hacerlo feliz. Y para Ann… bueno, como bien había dicho Lyons hace tiempo, ser la esposa de uno de los hombres más ricos y poderosos de Estados Unidos ciertamente no le había lastimado. Su vida había sido bastante cómoda y tranquila durante ese tiempo, y había disfrutado bastante el ser Ann Thorn y todo lo que esto conllevaba.

    Sin embargo, Lyons siempre estaba al pendiente de ella, aunque físicamente no estuviera cerca, para recordarle a cada momento su papel y su verdadera misión. Como fuera, Ann se encargaba de cumplir ambas, especialmente cuando su labor tomó una importancia aún mayor a mediados del 2005. En ese momento ocurrió una de esas tragedias, tal vez la peor en la vida de Richard luego de la muerte de su primera esposa. Para Ann, sin embargo, aquello había sido una bendición, casi un regalo. Y el que aquello hubiera venido acompañado con la repentina y dolorosa muerte de su antigua mentora y torturadora, había sido un encantador agregado.

    La mañana del lunes siguiente al fin de semana de Acción de Gracias, las cosas se encontraban algo movidas en la mansión Thorn en Chicago. Ann se había despertado muy temprano para supervisar que todo lo que había que arreglar esa mañana se hiciera como era debido, especialmente porque Richard se había tenido que ir temprano a la oficina.

    Ann era en ese momento ya una mujer de cuarenta años, a unos meses de cumplir los cuarenta y uno, pero aún lucía radiante. Los años la habían bendecido con una belleza natural difícil de ignorar, además de mucha experiencia en diferentes cosas. Muy lejos había quedado ya aquella mujer inocente de veinticinco años a la que habían amarrado y golpeado en una sucia catacumba de Florencia. Muy lejos estaba ya esa misma mujer que había estado escondida nueve meses en un hospital oculto de Marsala, para al final ser obligada a entregar a su bebé. Incluso se encontraba lejos la mujer de sonrisa hermosa pero falsa que se había casado en esa misma casa con Richard Thorn, prácticamente obligada a hacerlo.

    Ann Thorn era una persona muy diferente en esos momentos. Y aun así, había cosas que no habían cambiado en lo absoluto en esos diez, quince o veinte años. Y había cosas que no olvidaría en lo absoluto, sin importar cuanto tiempo pasara.

    Desde las puertas que daban a la pequeña terraza del jardín, Ann contemplaba a los jardineros barriendo las hojas ocres de los árboles y colocándolas en bolsas de basura. Ya comenzaba a refrescar, y era cuestión de tiempo para que la nieve comenzara a caer. El invierno estaba a un mes, incluso menos.

    Una vez que se aseguró que todo se estaba haciendo de forma correcta, o más bien que la vista simplemente le cansara, ingresó de regreso a la casa. En cuanto cruzó por el umbral, sus ojos divisaron a su hijastro Mark, acercándose por el pasillo vestido con su elegante uniforme de traje gris con hombreras y botones dorados, y el abrigo negro cubriéndole los hombros y los brazos. Cargaba la maleta con las cosas que había llevado para ese fin de semana largo en casa, y revisaba de forma ausente su teléfono celular sin percatarse de inmediato de la presencia de su madrastra. Mark se había convertido en un muy apuesto jovencito de trece años, alto y de hombros anchos para su edad, de cabellos dorados brillantes.

    —Mark, ¿ya están listos? —Le preguntó Ann con ánimo, y al fin el muchacho alzó su mirada de su celular hacia ella—. Murray los está esperando en el auto.

    —Yo sí —respondió Mark con normalidad, guardando su teléfono en su bolsillo—. Damien no sé qué tanto se está arreglando. Quizás no quiere que se acaben tan pronto las vacaciones.

    Los muchachos cursaban la escuela intermedia en la Academia Militar Davidson, una institución privada para varones de gran renombre, en donde sus padres y su abuelo habían estudiado anteriormente, lo que la hacía básicamente una tradición familiar. Habían tenido libre desde el jueves hasta el domingo, pero era hora de volver. Por suerte no sería por mucho, pues las vacaciones de fin de año también estaban cerca.

    Ann se aproximó a Mark, permitiéndose arreglarle un poco su cabello (eso se había vuelto casi un tic involuntario en ella con los años), así como su corbata que estaba un poco floja. El muchacho igualmente se lo permitió sin oposición.

    —Siempre me ha encantado lo apuestos que se ven con estos uniformes —señaló Ann con orgullo mientras lo arreglaba.

    —Como adornos de pastel, ¿no?

    —No bromees —musitó la mujer, dándole un golpecito sobre su pecho—. Aun así, siempre he creído que esto de las escuelas militares sólo para hombres es tan anticuado y poco natural.

    —Davidson es una gran academia. No cualquier chico termina su escuela intermedia sabiendo cómo disparar de manera correcta un rifle.

    —Sí, eso definitivamente será algo que impresionará a las chicas —dijo Ann con tono burlón, guiñándole un ojo—. Porque, admítelo, no te molestaría ir a una escuela donde hubiera algunas lindas jovencitas, ¿o sí?

    El rostro de Mark se ruborizó notoriamente, y desvió su mirada apenado hacia otro lado. Aquello fue suficiente respuesta para Ann.

    —Sólo un semestre más y veremos entonces, ¿sí? —susurró Ann con tono de complicidad, tomándolo discretamente de su brazo. Mark sólo le sonrió y asintió—. Adelántate al auto, ¿sí? Yo iré a ver qué hace tu primo.

    Mark obedeció y se dirigió a la puerta principal con todo y su maleta. Mientras tanto, Ann se dirigió a las escaleras para subir al cuarto del otro chico que vivía en esa casa.

    La relación entre Ann y Mark había sido igualmente bastante buena. El chico apenas y recordaba a su madre biológica, por lo que Ann había sido prácticamente la única madre que había tenido en realidad, y como tal la respetaba y quería. Las historias sobre madrastras malvadas no significaban nada para Mark, pues él siempre señalaba sin pena a todo el mundo lo agradecido que estaba de tener a Ann en su vida. Aun así, siempre le había llamado por su nombre, quizás como una última forma de respeto a su fallecida madre. Igual a Ann eso nunca le molestó, ni tampoco forzó a que lo cambiara. De hecho, en realidad no le importaba.

    Mark era un buen chico, y puede que en el paso de esos diez años hubiera llegado a tenerle un poco de cariño. Sin embargo, la realidad era que tanto su padre como él eran personas que le eran indiferente, en el mejor de los casos. Eran las figuras ideales para tener la imagen de la familia perfecta: el esposo rico y exitoso, el hijastro guapo y atento. En ese sentido, apenas eran poco más que simples accesorios para lucir, como una pulsera o un vestido. No conocía aún qué contemplaba el gran plan de la Hermandad para ellos dos, pues Lyons solía compartirle los siguientes pasos sólo cuando necesitaba saberlos. Aun así, tenía el presentimiento de que no durarían mucho tiempo en el panorama, pues ambos representaban un peligro potencial para lo que querían lograr a futuro. La cuestión era sólo que le comunicaran el cómo y el cuándo. Por lo mismo, era absurdo sentir aunque fuera un poco de aprecio genuino por alguno de los dos. Sólo podía esperar que Mark tuviera una vida agradable hasta entonces, y que en verdad conociera a algunas chicas lindas antes de fuera demasiado tarde. Luego, ya verían…

    FIN DEL CAPÍTULO 65

    Notas del Autor:

    Robert y Katherine “Katie” Thorn son ambos personajes pertenecientes a la franquicia de The Omen o La Profecía, apareciendo ambos en la primera película de 1976 y en su remake del 2006. Igualmente su descripción es un poco más basada en la versión del 2006.

    Richard y Mark Thorn, así como Bill Atherton, son personajes que originarios de la película de 1978 titulada Damien: Omen II, perteneciente a la franquicia de The Omen o La Profecía, basándose casi por completo en las interpretaciones de los personajes hechas en dicha película.

    —Parte de este capítulo y de los siguientes se encuentran basados en acontecimientos ocurridos en la película Damien: Omen II, pero adaptados y modificados para la línea de la historia. Estos capítulos sirven principalmente para explicar cómo ocurrieron estos acontecimientos en esta nueva línea alterna.
     
  6.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas
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    Resplandor entre Tinieblas

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    Capítulo 66.
    Amor y fe

    Luego de despedir a Mark en el vestíbulo, Ann subió las escaleras hacia la planta alta y caminó por el pasillo hacia el cuarto de su sobrino, parándose firme delante de su puerta. Tuvo el tic, casi nervioso, de pasar sus dedos por cabello para acomodarlo, y entonces tocó a la puerta con delicadeza.

    —¿Damien?

    —Pasa, tía —le respondió una voz juvenil desde el interior del cuarto, y Ann le tomó la palabra.

    Al abrir la puerta, encontró al joven Damien Thorn de doce años, de pie frente a su ventana abierta que daba al patio (el mismo que ella vigilaba hace unos minutos), con su nueva cámara profesional delante de su rostro, enfocando hacia el exterior. Tenía sus cabellos negros cortos peinados de lado, con su flequillo cayendo sobre el lado derecho de su frente. Usaba el mismo uniforme y abrigo que su primo Mark. Y, en cuestión de buena apariencia, no tenía nada que enviarle a su primo; si acaso el hecho de que éste era notablemente más alto que él, incluso considerando el hecho de que Mark era un año mayor.

    —¿Ya estás listo? —le preguntó Ann, aproximándosele por un lado.

    —Más o menos —respondió Damien un tanto reticente, tomando entonces una fotografía, y un segundo después una más.

    —¿Estás tomando fotos del patio otra vez? ¿No tuviste suficiente tiempo estos días para hacer eso?

    —Sólo quería experimentar un poco más con la cámara nueva antes de irme. El invierno se acerca, y los árboles están tomando un bello color. —Bajó en ese momento el dispositivo y comenzó a revisar las fotografías que había tomado, intentando elegir la mejor—. En la Academia ni siquiera me dejaran tenerla.

    Damien era bueno en muchas cosas (por no decir en todas), pero en realidad no mostraba un interés genuino en casi ninguna. Uno de esos escasos gustos, y quizás el más importante, era la fotografía. Había comenzado a mostrarse atraído a ello recién ese año. Y aunque en inicio sus tíos y su primo creyeron que sería algo que se le olvidaría pronto, de momento parecía que no sería así.

    —Te prometo encargarme personalmente de llevarla a la casa del lago —indicó Ann, y entonces le retiró delicadamente la cámara de sus manos y la extendió hacia el escritorio para colocarla sana y salva sobre éste—. Te aseguro que cuando estemos allá podrás tomar muchas fotos mejores que éstas.

    —Gracias, tía —masculló Damien con una discreta sonrisa.

    —Déjame verte —le pidió Ann, y similar a como había hecho con Mark se paró delante del muchacho, arreglándole sólo un poco su cabello, pues su corbata estaba perfecta en su sitio—. Te ves tan guapo y elegante. Tu madre estaría orgullosa de ver el increíble muchacho en el que te has convertido.

    —¿Y mi padre? —Cuestionó Damien de pronto con genuina curiosidad. Ann vaciló unos segundos antes de responder, pero sin romper su sonrisa.

    —Tu padre también —respondió entonces con tono cauteloso—. Vamos, Mark te espera en el auto.

    Damien asintió, y sin más tomó la maleta que reposaba sobre su cama y se dirigió a la puerta junto con su tía. Ya en el pasillo, Ann lo rodeó con su brazo y así fueron andando todo el camino.

    —¿Y el tío Richard? —Le preguntó el chico de cabellos negros a su tía, justo cuando terminaron de bajar las escaleras y giraron hacia el vestíbulo.

    —Tuvo que salir muy temprano a la oficina, por eso se despidió de ustedes desde anoche. Le mandaré tus saludos…

    Justo cuando ya tuvieron la puerta principal de la mansión en su rango de visión, ambos se detuvieron en seco al vislumbrar al mismo tiempo a una persona de pie delante de ésta. Una mujer muy mayor, delgada, de cabello canoso corto y rizado, rostro blanco muy bien maquillado. Lucía un vestido azul con una pequeña chaqueta a juego, y una bufanda azul con blanco rodeándole el cuello. La mujer se viró lentamente hacia ellos al sentir su presencia, fijando sus duros e inexpresivos ojos azules en ambos, curveando sus labios pintados de rojo en una marcada mueca de desagrado.

    Pasada la impresión inicial, Damien fue el primero en recuperar la compostura y dar un paso adelante.

    —Tía Marion, hola —murmuró el chico con tono jovial—. No sabía que vendrías.

    —Esa era la idea —señaló tajantemente la mujer, virándose hacia otro lado para no mirarlo—. Esperaba que ya te hubieras ido cuando llegara.

    —Lamento decepcionarte —ironizó Damien, dando unos pasos en su dirección, aunque su intención era más bien acercarse a la puerta—. Pero ya me voy. Es un gusto verte…

    Al pasar a su lado, el chico se inclinó hacia ella para darle un beso en la mejilla, pero la mujer alejó su rostro de manera despectiva para evitarlo.

    —No seas mentiroso —masculló de mala gana, sin mirarlo aún.

    —Tía Marion, por favor —exclamó Ann a tono de reclamo. Miró entonces a Damien y le indicó con un gesto de su cabeza que se retirara. Damien no lo pensó dos veces y de inmediato continuó con su camino a la puerta, no sin antes virarse en el umbral a ver a Marion, sacándole la lengua y agitando su mano libre en un gesto de burla mientras la mujer le daba la espalda. Ann tuvo que disimular las ganas de reírse, cubriendo su boca con su mano.

    Una vez que Damien se fue, Marion se viró entonces hacia la señora de la casa, mirándola de arriba debajo de una forma crítica no precisamente muy disimulada.

    —¿Te cambiaste el peinado? —Musitó de pronto la mujer, a lo que Ann asintió y colocó su mano sobre el costado derecho de su cabeza. Llevaba un corte bastante más corto del que estaba acostumbrada, que le cubría las orejas pero poco más.

    —¿Te gusta? —le preguntó con tono amistoso, pero Marion no respondió nada y en su lugar se giró de nuevo hacia otro lado. Aquello había sido bastante grosero, pero al menos había notado su cambio, considerando que hacía meses, o incluso un año entero, que no se veían, pese a que ellos eran prácticamente la última familia que le quedaba.

    Un sirviente y una sirvienta entraron en ese momento por la puerta principal, cargando cada uno una maleta. Marion los miró y a ellos sí les ofreció una gentil sonrisa, lo que no pudo hacer por su sobrina política y por su sobrino nieto.

    —Suban el equipaje a mi habitación y prepárenla, por favor —les indicó con amabilidad, y ambos asintieron y pasaron de inmediato a cumplir el encargo. Antes de que Ann pudiera preguntar o decir algo diferente a esa orden, Marion comenzó a andar en dirección a la sala principal—. ¿Y Richard? —Preguntó mientras caminaba.

    —En la oficina —se apresuró Ann a responder, y luego aceleró el paso para alcanzarla—. Tía Marion, debiste habernos avisado que vendrías. Mañana comenzaremos a cerrar la mansión para irnos a la casa del lago durante el invierno.

    —Ya lo sé, y no te inquietes por eso —añadió la mujer mayor, agitando su mano en el aire con desdén—. Me quedaré sólo esta noche y partiré mañana temprano, así que no los importunaré más de lo necesario. Vengo hablar con Richard de algo importante y puntual, y no pienso quedarme más de la cuenta.

    Ann suspiró, intentando que su molestia no fuera tan evidente. Desde su boda, las interacciones entre ambas habían sido pocas, pero ninguna había sido agradable. Marion no dudaba en demostrar abiertamente su desagrado hacia Ann. Pero no sólo eso, sino que desde hace un par de años había comenzado a demostrar las mismas actitudes hacia Damien, sin ningún motivo aparente. Incluso desde antes nunca se había prestado cariñosa ni atenta con él, no cómo lo era con Mark. A Ann aquello siempre le había preocupado un poco. ¿Qué sabía?, ¿por qué se comportaba así precisamente con ellos dos? Era como si de alguna forma presintiera que ambos representaban un peligro para su familia… y tenía razón.

    Fuera lo que fuera, al parecer no pasaba de un presentimiento, pues nunca había hecho algo bastante más grave hacia ninguno de los dos que mostrarles su desagrado. Mientras se quedara así, Ann estaría tranquila. Al igual que Richard y Mark, también estaba segura que esa anciana no andaría mucho por esos lares; ya fuera por un motivo o por otro.

    —De acuerdo, haré que te preparen tu habitación… —indicó Ann, intentando ser gentil.

    —Ya me encargué de eso yo misma, ¿qué no oíste? —Replicó Marion con molestia, sentándose entonces en uno de los sillones de la sala—. ¿No tienes que ir a la peluquería o que te pinten las uñas?

    Ann respiró lentamente por su nariz, manteniendo la calma lo mejor posible.

    —Con tu permiso, entonces…

    Se giró entonces sobre sus pies y dejó su invitada sola en la sala, deseando por dentro que cuando volviera a verla le hubiera dado un infarto repentino; eso habría hecho todo más sencillo.

    — — — —​

    Esa noche, cuando Richard volvió de la oficina, los tres se sentaron a cenar juntos para poder hablar de eso tan importante que había llevado de imprevisto a la mayor de los Thorn a Chicago. Ann había pedido que cocinaran el estofado de pollo y papas favorito de la tía Marion, pero ni eso había animado el humor de la mujer. Durante la cena las cosas fueron tranquilas. Marion había decidido, al parecer, dejar la charla complicada para después de comer.

    Pese a todo, Richard parecía muy contento de verla después de tanto tiempo, y Marion igualmente se comportaba muy cortés y animosa con él.

    «Vieja doble cara e hipócrita» pensaba Ann por dentro, mientras por fuera continuaba sonriendo.

    Una vez terminada la cena y que los sirvientes retiraran los platos, le trajeron a cada uno un café; de la marca que pertenecía a Thorn Industries, por supuesto.

    —¿Quieres crema, tía Marion? —Le ofreció Ann con amabilidad, alzando el pequeño recipiente blanco de porcelana para la crema.

    —Cada vez que vengo me preguntas lo mismo, y siempre te respondo que no —respondió Marion de mala gana sin mirarla—. Lo tomó sin crema y sin azúcar, siempre ha sido así.

    —¿Enserio? Lo siento, creo que lo olvidé.

    —No lo olvidaste. Es que no te importa.

    —Por favor, tía —Intervino Richard, estando sentado a la cabecera de la mesa y por lo tanto teniendo a las dos mujeres a sus lados—. Sabes que eres más que bienvenida en nuestro hogar, pero te pido respetes a Ann como la señora de esta casa es.

    —¿Señora? —musitó Marion, seguida de una risa irónica—. Rebecca era una señora. Esta mujer… no sé qué sea, pero señora no.

    —Tía Marion… —farfulló Richard presa del enojo, pero Ann se apresuró a tomarlo de su brazo con una mano para indicare que se tranquilizarla. Eso era lo que se esperaba que hiciera, pero por dentro ella misma tenía ganas de arrojarle su café caliente, con bastante crema, justo en su cara.

    Richard respiró hondo y se calmó lo mejor que pudo.

    —Dijiste que tenías algo que querías discutir con nosotros, ¿no? Habla entonces.

    Marion guardó silencio, mientras daba un sorbo de su café y miraba discretamente a Ann sentada justo enfrente de ella.

    —¿Tiene que ser enfrente de esta mujer? —soltó de pronto con hastío, pero el frío silencio de ambos la hizo desistir de llevar esa petición más lejos—. Cómo sea…

    Marion dejó su taza de regreso en su plato, y se sentó derecha en su silla, entrecruzando sus dedos sobre la mesa. Centró entonces toda su atención en su sobrino, actuando como si fueran las únicas personas en esa mesa. Y entonces comenzó a hablarle con bastante firmeza en su voz.

    —Richard, al morir tu padre, mi hermano, él me dejó una gran parte de sus acciones a mí. Eso me convirtió en la dueña del treintaicinco por ciento de Thorn Industries, y virtualmente en la socia mayoritaria de esta empresa.

    —Eso ya lo sé muy bien —respondió Richard encogiéndose de hombros—. ¿A qué viene ese repentino recordatorio?

    —Soy una persona mayor, y sé muy bien que no me queda mucho tiempo. Y en estos días he estado repasando bastante cómo disponer de todo esto que me pertenece después de mi partida.

    —Vamos, tía —dijo Richard con tono despreocupado—. Eres una persona muy sana…

    Marion alzó su mano en ese momento, indicándole que se detuviera.

    —Déjame terminar, por favor —indicó seriamente, volviendo a bajar su mano y retomando su postura anterior—. Hasta ahora, como sabes, mi plan ha sido que cuando eso pase la totalidad de mis bienes te sean entregados a ti; para que todo mi patrimonio quede en la familia. Sin embargo, me veo en la necesidad de decirte que al menos que…

    —Alto ahí, por favor —fue ahora Richard el que tuvo que pedir que se detuviera. Su actitud, hasta ese punto algo más relajada, se volvió tensa y fría de golpe—. Si acaso estás apunto de ponerme condiciones a cambio de recibir tu herencia, te voy a pedir, tía, que pienses muy bien lo que vas a decir a continuación.

    —Es por tu bien, Richard. El tuyo y el de tu hijo.

    —¿De qué estás hablando? ¿Qué es lo quieres?

    —Quiero que saques a los chicos de esa academia y los mandes a escuelas separadas.

    Aquella repentina petición dejó totalmente desconcertado tanto a Richard como a Ann, que enmudecieron por unos instantes.

    —¿Qué cosa? —Masculló Richard, incluso riendo un poco por lo absurdo que le sonaba aquello—. ¿Eso qué tiene…?

    —¿Cómo se atreve a intentar imponer su voluntad sobre la educación de los chicos? —Intervino Ann en ese momento, notablemente menos divertida que Richard. De hecho, se le notaba bastante molesta, como nunca se había permitido mostrarse delante de Marion—. ¿Cree que puede venir a restregarnos su dinero en nuestras caras y hacernos hacer su voluntad? Mark y Damien no son sus hijos, son nuestros.

    —Ninguno de ellos es tuyo, zorra caza fortunas —soltó Marion de golpe alzando su voz, de una forma que tampoco se había permitido demostrar tan abiertamente delante de ambos. Richard se quedó atónito al ver tal arrebató tan poco delicado en contra de su esposa. Ann, por su parte, se quedó callada sin reaccionar.

    —Tía Marion —intervino Richard, bastante molesto—, te lo advierto yo a ti…

    —Está bien, Richard —se apresuró Ann a decir antes de que él terminara. Se limpió entonces la comisura de sus labios con su servilleta y se paró lentamente de su silla—. Es bueno saber al fin abiertamente cuál es su opinión de mí. Con su permiso…

    Sin mirar atrás, Ann se dirigió a la puerta del comedor con paso apresurado.

    —Ann… —murmuró Richard intentando detenerla, pero ella siguió de largo hasta desaparecer detrás de las puertas de cristal.

    —Déjala que se vaya —exclamó Marion agitando de nuevo su mano en el aire con ese menosprecio habitual en ella.

    Ann salió del comedor, pero no se retiró del todo. Pese a que su enojo era genuino, no podía dejarse llevar por éste. Esa amenaza que Marion había lanzado tan espontáneamente ciertamente la tenía desconcertada y necesitaba saber qué se tenía esa anciana entre manos. Pensó, sin embargo, que sin ella ahí hablaría con más libertad. Por lo mismo, se quedó de pie en el pasillo muy cerca de la puerta para lograr escuchar lo que decían, como un vulgar ladronzuelo.

    Por su parte, en el interior del comedor los ánimos se habían calentado. El rostro de Richard se había puesto rojo del coraje, y se notaba que intentaba contenerse lo más posible, pues a pesar de todo aquella mujer era su tía.

    —¿No te das cuenta de lo que estás ocasionando con tus actitudes, tía? —Cuestionó Richard exaltado—. Yo me esfuerzo por tener a esta familia unida, y tú te obstinas en que estemos peleados y separados.

    —Pues no me importa si me consideras una bruja o la peor persona del mundo —se defendió Marion impávidamente—. Porque todo lo que hago es también por el bien de nuestra familia, aunque no lo creas.

    —¿Has perdido la razón? ¿Cómo el separar a los niños puede hacerle bien a nuestra familia? Ambos son muy unidos, prácticamente hermanos…

    —Pero no lo son —señaló Marion tajantemente, chocando un poco su palma contra la mesa—. Mark es tu hijo, y el futuro de Thorn Industries. El único motivo por el que te dejaré todo a ti, es por Mark y para asegurar su futuro. Pero mientras tenga a Damien a su lado…

    —¿Qué demonios tienes contra Damien? Es un buen muchacho.

    —Es una sabandija rebelde, egocéntrica y una horrible influencia para Mark —enlistó Marion con ferviente enojo—. No me digas que no lo has notado.

    —Pues no, no lo he notado en lo absoluto. Damien es un buen estudiante, disciplinado, y un gran amigo de Mark; como su hermano como bien te dije.

    —Es un manipulador, un mentiroso y un peligro para esta familia. ¿Acaso ya olvidaste que casi mata a ese chico en la escuela el año pasado? ¡Le prendió fuego!, por el amor de Dios.

    —Él no le prendió fuego a nadie —respondió Richard, aunque con cierta consternación por recordar aquello—. Fue un terrible accidente, un estúpido juego de niños que salió mal. Damien y Mark fueron duramente reprendidos en la escuela, y aquí también. Ahora el muchacho está bien y se está recuperando. No puedo creer que insinúes que fue apropósito. ¡Damien estaba muy afectado por lo ocurrido!

    —¡Puras mentiras! —Exclamó Marion con fuerza—. Te tiene totalmente manipulado y engañado, y a Mark, e incluso a esa mujer que tienes como esposa. Nadie ve cómo es realmente…

    Marion colocó una mano sobre su pecho y comenzó a respirar con algo de agitación. El enojo se volvió bastante intenso en su rostro, y Richard se sintió por un momento realmente preocupado.

    —Por favor, no te alteres tanto —le pidió extendiendo una mano para colocarla sobre la de ella. Marion, sin embargo, miraba fijamente a su café con sus ojos casi desorbitados por la rabia.

    —A veces quisiera que Robert hubiera tenido éxito en matarlo aquella noche —soltó la mujer de pronto, tomando por completo desprevenido a Richard, pero igualmente a Ann. Esta última sintió el deseo de volver a entrar al comedor en ese momento y estrellarle su cara pálida contra la mesa y exigirle que se retractara de tales palabras. Pero, por supuesto, no podía hacer tal cosa por lo que decidió contenerse.

    Richard quizás no llegó a los extremos de Ann, pero definitivamente aquello lo había contrariado demasiado. Retiró su mano de la de Marion y se paró rápidamente de su silla. Caminó hacia un lado, respirando lentamente y pasando su mano por su rostro, tallándolo, intentando calmarse. Aquel tema realmente lo afectaba, y el que su propia tía lo sacara de esa forma lo hacía incluso peor. Aquello había sido un verdadero escándalo del que les costó años poder recuperarse. La sola idea de que Robert, su propio hermano, hubiera intentado asesinar a su hijo de cinco años y terminara muerto a tiros por la policía… sencillamente había partes de él que no lograba concebirlo todavía.

    —No vuelvas a decir algo tan horrible otra vez —exclamó luego de un rato, señalando a su tía con su dedo acusador—, especialmente cerca de Damien, ¿está claro? Él nunca debe saber sobre lo que pasó esa noche, ¡nunca! Y mucho menos escuchar ese tipo de comentarios de su propia tía abuela.

    Marion guardó silencio y bajó su mirada algo avergonzada. Era evidente que incluso ella, en todo su enojo y repudio hacia Damien, se daba cuenta de que se había pasado. Su respiración se fue calmando poco a poco, hasta que fue capaz de volver a hablar con normalidad.

    —Me disculpo, crucé la línea con ese comentario tan fuera del lugar —musitó la mujer con serenidad. Aguardó unos segundos más a que su cuerpo se calmara del todo, y entonces volvió a alzar su mirada hacia él con la misma firmeza que antes—. Pero mi exigencia se mantiene. Damien no debe estar más tiempo cerca de Mark, ni bajo este techo. Mándalo a algún internado a Suiza o a dónde sea, pero que esté lo más lejos posible. Sé que crees que es una petición irracional, pero créeme, yo sé lo que te digo. Ese chico será la ruina de Mark si no haces algo al respecto.

    Los labios de Richard se movieron pero Marion no logró escuchar lo que dijo; de seguro no era nada agradable o lindo hacia ella. Caminó entonces hacia la ventana del comedor, mirando por ella y dándole la espalda a su tía.

    —Mi hermano estaba enfermo —susurró Richard tras unos instantes sin mirarla—. La muerte de Katie lo afectó demasiado, y me culpo cada día por no haber estado ahí para darle la ayuda que necesitaba. Pero ahora estoy aquí para su hijo, y no pienso abandonarlo en ningún internado, ni separarlo de la única familia que le queda en este mundo. Y no importa si no estás de acuerdo, esa es mi decisión. Así que fin de la discusión.

    Dejando el tema por terminado, Richard se dirigió rápidamente hacia la puerta. Ann lo sintió aproximarse, por lo que rápidamente se apresuró por el pasillo para no ser descubierta. Aun así, mientras se iba logró escuchar como la silla de Marion rechinaba al moverse y gritaba con todas las fuerza de su anciano cuerpo:

    —Si no separas a Mark de Damien, ¡dejaré todo mi dinero a la beneficencia y tú no verás ni un centavo! ¡¿Me oíste?!

    —Has lo que te plazca con tu dinero, que por algo es tuyo —le respondió Richard impasible ante su amenaza un instante antes de dejar definitivamente el comedor.

    — — — —​

    Marion estaba enojada por el resultado de esa charla, pero principalmente frustrada y preocupada. Entendía la postura de Richard, su sensación de responsabilidad hacia Damien tras lo ocurrido con Robert. Y aunque Marion intentó en un inicio aceptar al chico e igualmente apoyarlo y animarlo, sencillamente no pudo. Había algo en él que sencillamente no le gustaba, incluso cuando era muy pequeño. No se parecía en nada de Robert o a Katie, ni a nadie de la familia. Las pocas veces que le tocó verlo de bebé en sus viajes a Inglaterra, nunca lo vio llorar ni reír, y siempre parecía que la estuviera viendo fijamente con un inusual resentimiento para ser tan pequeño. Creyó que quizás había algo malo en su cabeza, pero nunca lo comentó para no preocupar a Katie sin razón. De todas formas pareció que no era así, pues había crecido como un niño normal… o al menos lo más normal posible. Siempre fue un niño algo callado, abstraído en sí mismo, mirando a la nada como si viera algo que los demás no, y haciendo comentarios realmente extraños, a veces desagradables.

    Nunca lo vio derramar una lágrima por sus padres. Y luego de que estos murieran y comenzara a vivir con Richard y Ann, pareció comenzar a abrirse más, a hablar más, a expresarse de una forma siempre cortés y alegre con todos. Pero a Marion siempre le pareció que detrás de esa actitud había un pensamiento constante de que todos eran poco más que graciosas mascotas para él.

    No le agradaba, ni un poco. Y cada vez que lo veía convivir con Mark se le revolvía el estómago de la preocupación, como si esperara que en cualquier momento le fuera hacer algún tipo de daño. Había tenido imágenes de Damien encajándole un tenedor en el ojo al chico rubio, ahogándolo en el lago, o golpeándolo hasta matarlo con sus propios puños, sin ningún motivo para que esas imágenes tan horribles estuvieran en su cabeza. Pero hasta ese entonces todo eran sólo presentimientos y malas sensaciones, nada puntual con lo que pudiera justificarse a sí misma hacer realmente algo. Hasta que entonces ocurrió ese horrible incidente el año pasado, con el chico Powell.

    Marion no conocía los detalles exactos, pero al parecer algunos chicos de la Academia estaban haciendo una absurda prueba de valor; o al menos eso fue lo que dijeron a los profesores y a sus padres. Entre ellos estaban Damien, Mark y un chico llamado Charles Powell que era un buen amigo de ambos. La dichosa prueba consistía en rosearse las manos con butano líquido y prenderse fuego. Se suponía que el butano se quemaría rápido y no los lastimaría, pero la prueba consistía en que se atrevieran y lo aguantaran. Charles lo hizo confiando en sus amigos… y terminó encendido en llamas.

    La mitad de su cuerpo terminó con quemaduras de tercer y cuarto grado, y hasta ese momento aún seguía recuperándose de esas horribles heridas. Todos señalaron a otro chico como el de la idea y el que los había hostigado a hacerlo, y éste a su vez lo confesó. Ese chico fue expulsado, mientras que Damien, Mark y los otros fueron suspendidos por un tiempo. Señalado el culpable y aplicados los castigos, todo quedó como un mero accidente, como bien Richard había mencionado en su charla.

    Pero Marion lo sabía; aquello no había sido un accidente, y estaba segura de que el muchacho expulsado no había sido el de la idea ni el que había obligado a los demás a hacerlo. Había sido Damien, estaba convencida de ello, y se las había arreglado para salir de eso sólo con un pequeño jalón de orejas. Y lo peor de todo (dejando de lado el infierno por el paso el pobre Charles Powell y que seguía pasando), era que había arrastrado a Mark con él hacia ello. Fue en ese instante en el que Marion había decidido que no se quedaría más de brazos cruzados y haría algo antes de que ocurriera alguna otra desgracia.

    Sin embargo, su primer intento había fallado. Richard no la había escuchado.

    Luego de que su plática concluyera, Marion se dirigió de inmediato a su habitación, aquella que había sido suya desde la época en la que ella y su fallecido hermano, el padre de Richard, vivían ahí, y que siempre ocupaba cuando iba de visita. Se encerró en el cuarto, intentando tranquilizarse y aclarar su mente. Su pecho le había molestado un poco, y eso la había preocupado. Richard había dicho que era una mujer sana, y en general lo era. En su último chequeo, sin embargo, le habían dicho que debía tener algo más de cuidado con su corazón, con una dieta adecuada y ejercicio, y entones podría llegar sin problema a los cien años. No deseaba vivir tanto realmente, sólo lo suficiente para asegurarse de que su familia estaba libre de peligro.

    Lamentablemente, ese deseo no se le cumpliría.

    Vestida ya con su camisón de noche blanco para dormir, se sentó frente a la ventana abierta para sentir un poco la brisa fría de la noche. Intentó seguir leyendo el libro que había comenzado en el avión para despejar su mente, pero fue simplemente inútil; no lograba concentrarse. En su lugar, decidió mirar hacia la noche y pensar en qué debía hacer ahora.

    Mientras Richard siguiera teniendo esa sensación de deber con Damien, no podría convencerlo de nada. La única forma era que el propio Damien hiciera algo imperdonable frente a sus narices, o convencerlo de que lo había hecho. Siempre pensó que la manera en la que Katie había muerto era muy sospechosa, y que quizás él había tenido algo que ver. Pero, aunque hubiera sido así, en aquel entonces era un niño de cinco años, ¿qué tanto podría haber deseado realmente matar a su propia madre? Si es que era su madre… Ese era otro pensamiento que la seguía últimamente, especialmente mientras el chico iba creciendo y menos le veía parecido a sus sobrinos o a Mark. ¿Y si no era realmente hijo de Robert? No deseaba pensar mal de Katie, que siempre le había demostrado ser una mujer recta de excelente familia y crianza, como lo había sido Rebecca. Pero, ¿podría haber alguna forma en la que ese chiquillo podría no ser realmente un Thorn? Eso realmente le aclararía bastante las cosas.

    Alguien llamó en ese momento a su puerta, haciéndola saltar un poco en su silla.

    —Tía Marion, ¿aún estás despierta? —escuchó que susurraba la voz de Ann del otro lado. Marion resopló con molestia, y no le respondió. Prefirió incluso volver a alzar su libro aunque no lo estuviera leyendo realmente. Sin embargo, aún sin su respuesta, Ann abrió la puerta y se autorizó a sí misma a entrar.

    Marion la vio apenas de reojo por encima del armazón de sus lentes. Ann seguía vestida y maquillada a pesar de la hora. En sus manos sujetaba una tacita de porcelana sobre un platito, y avanzó hacia ella con una leve sonrisa amistosa que a Marion le resultaba bastante forzada.

    —Te traje un poco de leche caliente —le indicó Ann, extendiendo la taza y su platito hacia ella—. Richard me mencionó que te gusta tomar un poco antes de dormir.

    —¿Qué le pusiste?, ¿veneno? —ironizó Marion.

    —Sólo un poco de canela —respondió Ann sin desaparecer su sonrisa. Marion no abandonó su libro, por lo que Ann se aproximó y dejó la taza en la mesita a un lado de su silla—. No me gustaría que te fueras mañana dejando esta pelea con Richard sin resolver.

    —¿Y a ti eso qué te importa? —masculló Marion con molestia, volteando al fin mirarla. Ann retrocedió, sentándose sobre la orilla de la cama.

    —Sé que tú nunca me has querido ver como parte de esta familiar. Pero Richard es mi esposo, Mark mi hijastro, y Damien mi sobrino. Lo que le pasa a esta familia me importa.

    Marion resopló de nuevo, incrédula ante tal afirmación. Cerró su libro y lo colocó sobre sus piernas, dignándose después de todo a tomar la taza con leche que estaba a su lado. Pese a todo, le parecía que sería lo ideal para calmarse y dormir.

    —De seguro lo que te preocupa realmente es que no le deje a Richard mi dinero, ¿no? —musitó Marion burlona, y dio entonces un pequeño sorbo de leche.

    Ann suavizó un poco su sonrisa, hasta adoptar un semblante mucho más frío. Inclinó un poco su cabeza hacia un lado mientras la contemplaba en silencio.

    —¿Esa es la imagen que tienes realmente de mí? —Dijo de pronto con seriedad—. ¿Qué sólo estoy aquí por el dinero de los Thorn? —Marion no contestó, y dio dos tragos más de la leche caliente—. Pues eso habla más de ti que de mí.

    —¿De qué hablas? —Respondió Marion, un tanto indiferente a su queja. Sintió en ese momento una pequeña comezón en la garganta y tosió un par de veces. Bebió un poco más de leche para intentar calmarlo.

    Ann le respondió sin vacilar:

    —Sólo una persona tan simple le da tanto poder al dinero como para creer que amenazando con él puede hacer que todos hagan su absoluta voluntad. Incluso aquellos que afirma querer. Pero hay cosas más grandes e importantes que el dinero en este mundo, tía Marion.

    —¿Cómo qué?

    Ann inclinó su cabeza hacia el otro lado y se cruzó de piernas, arreglándose después su falda antes de responder.

    —Como el amor, o la fe…

    Marion soltó una pequeña risilla nada discreta al escucharla decir aquello. Dio un último trago de la taza, dejándola un poco por debajo de la mitad, y la colocó de nuevo sobre la mesita.

    —¿Ahora resulta que eres muy religiosa? —dijo Marion con tono burlón—. Nunca te he visto ir a la iglesia, ni un sólo día. Ni siquiera te casaste… en una…

    Su voz falló cerca del final de su frase, pues sintió de nuevo ese cosquilleó en su garganta. Sin embargo, éste bajó rápidamente por ésta hasta su pecho, provocándole abruptamente un dolor punzante en el centro de éste que la hizo aferrarse con una mano a ese punto y doblarse hacia el frente. Soltó un gruñido de dolor y sintió como se le empezaba a dificultar respirar. Ann delante de ella, sin embargo, permaneció apacible en su lugar, sólo observándola.

    —Bueno, eso es porque mi fe está depositada en otros lados —musitó de pronto la mujer, respondiendo a su último comentario como si lo demás no hubiera ocurrido—. En Damien, por ejemplo. Yo creo en él. Mi fe, así como mi amor, le pertenecen a él.

    Marion apenas y lograba entender lo que le decía. El dolor se volvió cada vez más intenso, y terminó desplomándose hacia el frente, cayendo al suelo sobre su costado izquierdo. Aunque hubiera querido levantarse, simplemente no hubiera podido hacerlo, pues todo su cuerpo comenzaba a sentirse paralizado.

    —¿Estás bien, tía Marion? —Preguntó Ann sarcástica, parándose entonces de la cama, pero en lugar de ir hacia ella fue a la mesita para tomar de nuevo la taza.

    —¿Qué… me hiciste…? —musitó Marion en el suelo, sonando como si hablar le resultara dolorosos.

    —Quizás no era canela, después de todo —respondió Ann encogiéndose de hombros, mirando complacida como Marion intentaba arrastrarse por la alfombra como si realmente tuviera un lugar al cual ir—. Lo siento por Richard, enserio. Creo que a pesar de todo, a él sí le dolerá tu muerte. Pero será el único, ¿sabes? Porque en lo que respecta a todos los demás, celebraremos con champagne sobre tu tumba, bruja amargada y mezquina.

    Ann se agachó a su lado, y mientras sujetaba el platito y la taza con una mano, con la otra tomó fuertemente del cabello de la mujer en el suelo, y jaló su cabeza hacia atrás. Acercó entonces su rostro a su oído derecho para susúrrale despacio:

    —¿Te hubiera matado haberme dicho una sola cosa linda en tu vida? Enserio intenté ser una buena sobrina, ¿sabes? Pero ya no importa…

    Empujó de forma violenta su cabeza al frente, haciendo que se golpeara contra el suelo. Marion se quedó quieta, soltando algunos quejidos punzantes, mientras sus ojos cristalinos miraban de forma perdida hacia debajo de la cama. Ann permaneció a su lado, mirándola en silencio hasta que sus quejidos y su respiración se fueron apagando, y luego desaparecieron por completo…

    Se quedó un rato más de ahí en cuclillas para asegurarse de que en efecto no siguiera respirando o no se fuera a mover de nuevo. No lo hizo. La gran Marion Thorn acababa de morir de un infarto, quizás derivado del tremendo enojo que había hecho al discutir con su sobrino esa noche. Vaya pesar le caería encima a Richard por no haber podido solucionar eso de otra forma. Pero ya lo superaría; Ann se encargaría de ello.

    Con su labor de la noche concluida, se incorporó de nuevo, sujetando la taza entre sus dedos. Pasó por encima del cuerpo de Marion sin tocarla y se dispuso a irse de ahí antes de que algún curioso se asomara, aunque dada la hora lo dudaba. Pero entonces un sonido la hizo detenerse: un fuerte graznido.

    Ann se volteó alarmada hacia la ventana, y ahí lo vio. Parado en el marco de la ventana, había un gran cuervo negro, con ojos brillantes que la miraban fijamente desde su posición. Ann se paralizó por algún motivo, sintiéndose… ¿atemorizada? La presencia de aquel animal en ese sitio y momento le resultó tan inusual, tan extraño, tan… incorrecto.

    El cuervo permaneció en su sitio por un largo rato, en el cual Ann no se movió ni un centímetro del lugar en el que estaba parada, como si temiera que si lo intentaba, aquella ave se le lanzaría encima y le picaría los ojos. El cuervo de hecho no se movió tampoco, ni hizo sonido alguno. Solamente ya al final lanzó un último graznido, extendió sus alas, y entonces emprendió el vuelo, alejándose de la ventana y perdiéndose en la oscuridad de la noche. Sólo entonces Ann reaccionó.

    No sabía qué había sido eso, pero no le importaba. Salió rápidamente del cuarto con más apuro que antes, dejando detrás de sí a la fallecida tía Marion.

    FIN DEL CAPÍTULO 66

    Notas del Autor:

    Marion Thorn es un personaje originario de la película de 1978 titulada Damien: Omen II, perteneciente a la franquicia de The Omen o La Profecía, basándose casi por completo en la interpretación del personajes hecho en dicha película, aunque justificando un poco más algunas de sus acciones y actitudes.

    —En este capítulo se hace referencia al personaje de Charles Powell perteneciente a la serie Damien del 2006, y su incidente ocurrido con Damien cuando eran jóvenes, cambiando sin embargo algunas cosas, como por ejemplo la edad a la que ocurrió.

    —Como había mencionado antes, gran parte de este capítulo y de los siguientes se encuentran basados en acontecimientos ocurridos en la película Damien: Omen II, pero adaptados y modificados para la línea de la historia.
     
  7.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas

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    Capítulo 67.
    La quinta tragedia

    La repentina muerte de la Tía Marion hizo que Ann y Richard tuvieran que retrasar un par de días más la mudanza a su casa en Twin Lakes, para así poder atender los asuntos del funeral y la herencia. Marion no había llegado a vivir lo suficiente para cumplir la amenaza de cambiar su testamento, por lo que aún todo le sería pasado a Richard. Éste se sentía hasta cierto punto sucio de recibir esas acciones y propiedades luego de cómo había terminado su última discusión. Pensó seriamente en hacer justo lo que ella había dicho que haría la última vez que la vio: dar todo a los pobres. Fue la insistencia de prácticamente todos sus conocidos, principalmente la de Ann, lo que lo convenció al final de no hacerlo.

    —Ella no quería darle su dinero los pobres, sino a Mark, ¿recuerdas? —le había dicho Ann una noche mientras reposaban en su cama—. Ella misma lo dijo. Si no quieres ese dinero para ti, entonces sólo guárdaselo a tu hijo. Y que él haga lo que prefiera con él cuando sea mayor.

    Aquello para Richard tuvo bastante sentido, así que decidió hacerlo de esa forma.

    Arreglado aquel asunto, la pareja continuó con sus planes originales. Pasar el invierno en Twin Lakes era una tradición que habían llevado a cabo desde hace siete años, por el tiempo en que Damien comenzó a vivir con ellos. Richard había adquirido aquella hermosa casa sobre el Lago Mary por un precio bastante razonable. Era de buen tamaño y acogedora. Durante el resto del año la rentaban o prestaban a sus amigos, en especial en el verano. Pero llegado el invierno, cerraban la mansión en Chicago, mandaban a todos los sirvientes a casa con sus sueldos pagados, y se movían para allá desde una semana antes de Navidad, hasta después de Año Nuevo.

    Sin embargo, desde que los niños entraron a la Academia y pasaban la mayor parte del tiempo allá, Richard y Ann habían comenzado a irse ellos solos desde un poco después Acción de Gracias. No pasaban todo el tiempo en Wisconsin, y de vez en cuando se iban algunos días al extranjero, pero al volver lo hacían justo a la casa del lago. Aquellas eran las pequeñas vacaciones que Richard esperaba con más ansias cada año, especialmente cuando los chicos al fin eran libres y se les podían unir y pasar esas dos semanas como familia.

    Ese año, sin embargo, ese lapso entre el Día de Acción de Gracias y el inicio de las vacaciones de invierno, fue manchado por una serie de desgracias para la familia Thorn, de las cuales la muerte de la tía Marion había sido sólo la primera.

    La segunda pasó un poco desapercibida por los Thorn, al menos de forma personal. Joan Hart, una reportera que había estado cubriendo las excavaciones en el Medio Oriente financiadas por Thorn Industries para su Museo, había muerto atropellada por camión en la autopista. Había sido un accidente terrible, y lo fue aún más porque había ocurrido el mismo día que se presentó ante Richard cuestionándole sobre lo que había ocurrido con su hermano en Londres años antes. Aquello provocó que fuera sacada a la fuerza por seguridad. Un par de días después se enterarían de su tráfico desenlace. Richard se sintió por un momento satisfecho por ello, pues la manera en la que había abordado lo de Robert y Damien realmente lo había hecho enojar, pero se arrepintió casi de inmediato de haber tenido tales pensamientos.

    La tercera fue un extraño accidente en la planta química de Thorn Industries, del cual aún se seguían investigando sus causas. Al parecer hubo una fuga en el contenedor que almacenaba un químico mortal, y afectó a doce trabajadores de la planta; cinco habían sido ya dados de alta, cuatro seguían hospitalizados, y tres habían fallecidos. Uno de estos tres había muerto en el acto, y había sido el más expuesto al químico. Dicha persona era el Dr. David Pasarian, científico jefe y encargado de su proyecto de cultivos orgánicos. Un verdadero genio en su campo, que había muerto de una forma terrible y dolorosa. La planta tendría que detener sus operaciones hasta que se hicieran las averiguaciones y arreglos pertinentes, y eso podría tomar hasta después de Año Nuevo. Sería un golpe significativo a las finanzas e imagen de la empresa, por no mencionar a las personas y familias involucradas. Pero hallarían la forma de sobrellevarlo, siempre lo hacían. Thorn Industries era una empresa fuerte, y había sobrevivido a escándalos peores (por ejemplo, lo ocurrido con Robert).

    La cuarta tragedia fue bastante dolorosa para Richard a modo personal, incluso más que la muerte de Marion. Bill Atherton, quien había trabajado como Gerente General de Thorn Industries incluso desde la época en la que el padre de Richard encabezaba la empresa, se había aparentemente suicidado menos de una semana después de la muerte de Pasarian. Su esposa lo había encontrado encerrado en su cochera con su vehículo encendido. Se había envenenado a sí mismo con los gases del motor. No hubo ninguna nota, ni nada que explicara por qué lo había hecho. Había tenido algunos problemas con su esposa, y las presiones del trabajo ya habían comenzado a sobrepasarlo debido a su edad, y había considerado el retiro. Y encima de todo, el incidente de Pasarian ciertamente le había traído mucha más presión. Pero, ¿suicidarse por ello? Para Richard aquello no tenía sentido.

    Bill había sido un gran amigo de Richard, e incluso un mentor. Su inexplicable pérdida simplemente lo devastó, y eso fue bastante evidente en su forma de actuar. Se volvió mucho más reservado y arisco. Intentó volver a la oficina para encargarse de los asuntos de Bill, pero su cabeza sencillamente no daba para eso y tuvo un par de altercados violentos con personas debido a su mal humor. Al final tuvo que nombrar a un nuevo Gerente General y retirarse de regreso a sus vacaciones, ahora más forzadas que antes para intentar despejar su mente. El nuevo Gerente era Paul Buher, un joven muy inteligente y ambicioso, que esperaba pudiera encargarse de resolver ambos escándalos de la manera más efectiva posible. “Yo me encargo de todo, Richard,” le había dicho Paul con una de sus radiantes sonrisas.

    Richard había considerado que Ann y él volvieran a su casa en Chicago para estar cerca por si algo se ocupaba. Pero, además de todo, ya no se sentía con ánimos de estar en Twin Lakes, y fingir que todo estaba bien luego de lo que había pasado con Atherton, Pasarian, Marion y el resto de los trabajadores afectados. No se sentía correcto celebrar las fiestas en esas circunstancias. Pero, de nuevo, Ann se encargó de convencerlo de que se calmara. Los niños estaban a unos días de llegar y esperaban con ansías reunirse con ellos ahí en el lago. La casa ya estaba decorada con luces, y habían colocado un hermoso árbol en la sala. Además, estar lejos de Chicago era justo lo que Richard necesitaba para despejarse y volver a la normalidad. Y una vez más, todo aquello le sonó con bastante sentido a Richard. Intentaría sobreponerse por su familia. Lo intentaría, pero no lo lograría del todo…

    Richard no podía sacarse de la cabeza que de alguna forma todo eso tenía que estar relacionado, aunque no podía ver claramente cómo. Y, en secreto, la propia Ann también se lo preguntaba. Ella sabía muy bien lo que le había pasado a Marion, pero desconocía lo que respectaba a los demás hechos. No se había comunicado con Lyons desde que tuvo que reportarle lo de Marion, y él no se había comunicado en lo absoluto con ella. Desconocía si acaso todo aquello había sido de alguna forma obra de la Hermandad, o… quizás de otro tipo de fuerzas. Aún recordaba a aquel cuervo que se había parado en la ventana la noche que mató a Marion, y lo nerviosa que la había puesto. ¿Qué hacía ahí y qué significaba?, no tenía idea. Pero sentía que era una especie de augurio de algo más allá de su comprensión.

    Así que por separado, y movidos por fines un tanto diferentes, tanto Ann como Richard decidieron fingir que, en efecto, nada había pasado, y llevar las cosas en paz. En aquel momento, sin embargo, ninguno de los dos sabía que la quinta tragedia, y quizás la peor de todas, estaba de hecho bastante cerca.

    Damien y Mark terminaron sus últimos exámenes el 19 de diciembre, por lo que para el jueves 20 ya estaban libres. Ese mismo día Ann y Richard fueron a recogerlos a la Academia, y fueron juntos a la casa del lago. La presencia de los jóvenes pareció en efecto animar a Richard. Volvió a sonreír y reír con ellos, y hasta había propuesto que vieran una película todos juntos esa noche. Fue una larga discusión para poder elegirla, pero el consenso final se fue por Rise of the Guardians, una película animada que había salido un mes antes pero que ya estaba disponible en Pago por Evento. Mark, a sus trece, comenzaba a entrar a esa etapa en la que ya se consideraba demasiado grande para ese tipo de películas; Damien, a sus doce, aún le encantaban y le seguirían encantando (incluso más) en años posteriores.

    Con la película elegida y pagada, los cuatro se colocaron en los sillones de la sala frente a la enorme pantalla plana con su home theater, alumbrados únicamente por las luces parpadeantes del Árbol de Navidad y con dos tazones de palomitas. Vieron la película tranquilamente, solamente compartiendo de vez en cuando algunas risas o comentarios. Ann se acurrucó contra Richard a partir de la mitad, apoyando su cabeza en su hombro. Las palomitas se habían acabado desde antes de eso.

    Cuando la película concluyó, incluyendo unas graciosas escenas adicionales que acompañaban a los créditos, ya era un poco más de las diez de la noche.

    —¿Y bien? —Preguntó Richard, seguido de un pequeño bostezo—. ¿Qué les pareció?

    —Está bien, supongo —respondió Damien, encogiéndose de hombros—. Pero no es How to Train Your Dragon.

    —Mira nada más —exclamó Mark con falso enojo—. Tú eras quién más quería verla, pero siempre tienes que estar buscándole cualquier “pero” a todo, ¿verdad? —Se quejó y entonces arrojó un cojín a la cara a su primo, que lo desvió con sus manos entre risas.

    —Perdón por ser un poco exigente.

    Los cuatro rieron casi al mismo tiempo, incluso Richard. La tormenta pareció por un momento realmente haber pasado.

    —Pues a mí me gustó —opinó Ann, estirando un poco sus brazos para desentumir sus extremidades—. Muy apropiada para ambientarnos en la época, ¿no creen? ¿Vemos otra?

    —Por mí está bien —secundó Richard—. Pero primero comamos algo que no sean palomitas, ¿les parece?

    Todos parecieron estar de acuerdo, pues en realidad no habían cenado por estar viendo la película.

    —Prepararé unos emparedados, ¿les parece? —Propuso Ann, parándose del sillón—. Me ayudas, ¿Damien?

    —Seguro —respondió el joven de cabellos negros, levantándose también.

    Mark encendió las luces poco después, y Richard se disponía a salir a la terraza y encender uno de sus puros. Sin embargo, antes de abrir la puerta de cristal, escuchó el sonido de un vehículo acercándose por el camino de tierra frontal hasta la entrada, y aquello lo detuvo. De hecho, todos los demás se habían detenido también, mirando en dirección a la puerta de entrada con cierta cautela en sus miradas.

    No esperaban a nadie, y era de hecho ya bastante tarde.

    «Dios mío, ¿ahora qué?» fue el pensamiento que le cruzó a Richard por la cabeza. Habían recibido tantas malas noticias últimamente, que no sabía si podría resistir una más si es que en efecto se trataba de eso.

    Damien, que era el más cercano a la puerta en su camino a la cocina, se aproximó a la ventana y se asomó hacia afuera. Reconoció el vehículo rojo estacionándose delante de la casa, alumbrado con las luces externas. Su conjetura inicial fue confirmada al ver al hombre que se bajaba del lado del conductor.

    —Creo que es el Dr. Warren —informó el chico, girándose en dirección a su tío. Éste suspiró pesadamente, pasando una mano por su cara.

    Charles Warren era el curador encargado del Museo Nacional Thorn en Chicago, fundado por sus abuelos y financiado directamente por Thorn Industries. Warren era un buen amigo, invitado habitual de su casa, por lo que su presencia no sería en realidad tan rara. Sin embargo, que llegara sin avisar y a esa hora… no era buena señal.

    —Si hubiera pasado algo en el museo, de seguro te hubiera hablado por teléfono para avisarte —mencionó Ann, intentando tranquilizarlo.

    —No creo que haya hecho el viaje hasta aquí a mitad de la noche sólo para saludar, ¿o sí? —Espetó Richard algo áspero, dándose cuenta de inmediato lo fácil que había permitido que el buen humor se esfumara—. Lo siento… Por favor, háganlo pasar a mi estudio. Ahí lo atenderé.

    Comenzó entonces a caminar en dirección a dónde se encontraba la habitación que habían acondicionado como estudio para que Richard pudiera trabajar cuando se ocupara. Quería tomarse unos segundo antes de verlo para intentar calmarse, y quizás beber algo.

    —Richard, es nuestra primera noche familiar en un mes —señaló Ann intentando sonar calmada.

    —Lo sé, lo sé —profirió Richard un tanto fastidiado, deteniéndose unos segundos para mirarla—. Descuida, lo atenderé rápido. ¿De acuerdo?

    Sin esperar respuesta, siguió su camino y se perdió de sus vistas por el pasillo.

    El aire se volvió algo tenso de golpe. Ann resopló despacio, volteando a otro lado. El timbre sonó en ese mismo momento, y la mujer sintió un deseo ferviente de sacar a ese sujeto a patadas de su propiedad.

    —Yo le abriré —se ofreció Damien rápidamente, y Ann decidió que sería mejor así. Sin decir nada, se dirigió a la cocina para empezar los emparedados mientras los chicos lo atendían.

    Damien abrió la puerta con una amigable sonrisa. Del otro lado se encontraba Charles Warren, un hombre de cabello rubio oscuro y rostro cuadrado, bien parecido, con un grueso abrigo café para protegerse del frío. En cuanto vio al chico que le había abierto, el rostro del hombre pareció ponerse tenso.

    —Hola, Damien… —saludó el recién llegado, algo nervioso—. No pensé encontrarlos aquí. Creí que llegarían hasta el fin de semana…

    —Hola, Dr. Warren —saludó ahora Damien, con tono afable. Mark se le había aproximado por detrás—. Terminamos antes nuestros exámenes, así que nos largamos temprano de ese lugar. Supongo que viene a ver a mi tío, ¿no?

    —Sí… —Asintió Charles, despacio—. ¿Se encuentra aquí?

    —Lo espera en su estudio —se adelantó a responder Mark—. Déjeme lo guio hacia allá.

    —Gracias, Mark —contestó Charles apresurado, y entró rápidamente a la cabaña, sacándole la vuelta a Damien. Éste lo siguió con su mirada un tanto perplejo.

    —Por aquí, sígame —le indicó el joven rubio y comenzó a caminar por el pasillo, seguido de cerca por el curador. Damien los siguió mirando unos segundos, y luego cerró la puerta.

    — — — —
    Cuando Damien ingresó a la cocina, Ann se encontraba repartiendo las rebanadas de jamón entre los diferentes pares de panes que había distribuido para los emparedados. Al notar su presencia, la mujer se viró a verlo sobre su hombro derecho y le sonrió complacida.

    —Creí que te habías olvidado de mí —comentó burlona, pero Damien no le respondió. De hecho su expresión se veía un tanto ausente—. ¿Todo está bien?

    —No lo sé —Le respondió el joven, estando ya de pie a su lado. Su mirada estaba fija en la ventana delante de él, que sólo daba a la oscuridad de la noche—. El Dr. Warren parecía un poco extraño.

    —¿Cómo extraño?

    —Lo sentí asustado.

    Aquello confundió Ann, e hizo que captara por completo su atención.

    —¿Acaso te dijo algo?

    —No, no fue algo que haya dicho o hecho. Sólo… —Damien vaciló un poco antes de poder hablar—. Lo sentí… asustado de mí.

    —¿De ti? —Ann rio, despreocupada—. Qué tontería. ¿Por qué estaría asustado de ti?

    Damien negó con su cabeza, sin apartar su mirada de la noche.

    —No lo sé, pero eso fue lo que sentí cuando lo vi. Eso me ha estado pasando mucho últimamente.

    —¿Qué cosa?

    Damien se sobresaltó un poco al oír su pregunta, como si él mismo no hubiera sido consciente de lo que había dicho. De nuevo vaciló un poco, y luego todo su semblante cambio. Sonrió tranquilo, y se mostró totalmente relajado, como si lo de hace un momento no hubiera ocurrido en lo absoluto.

    —Nada, olvídalo —le respondió indiferente—. ¿En qué te ayudo, tía?

    Ann lo miró en silencio unos momentos. Todo eso en verdad la había preocupado, pero no podía permitirse demostrarlo demasiado, así que intentó igualmente tomar una postura relajada.

    —Lava los tomates y la lechuga por mí, por favor —le respondió señalando hacia la tarja en donde había colocado las verduras. Damien se aproximó gustoso y comenzó a hacer lo que le pidieron.

    Ambos continuaron cada uno con su labor en silencio por un rato más, hasta que Ann murmuró de pronto:

    —Sabes que si algo te molesta, lo que sea, puedes decírmelo. ¿Verdad?

    —Claro que sí —respondió Damien sin pensarlo mucho ni dejar de lavar las verduras, por lo que Ann no sintió que fuera muy sincero con su respuesta. Pero ella sí lo era con su ofrecimiento; muy sincera, pues en realidad le importaba el chico. Y no sólo por su deber secreto, casi sagrado, sino por mucho más que eso.

    Poco antes de que terminaran los cuatro emparedados, escucharon como la puerta de la entrada se abría y se cerraba fuertemente de nuevo. Ninguno dijo nada, pero supusieron que el Dr. Warren se había retirado, aunque les pareció que había sido bastante más pronto de lo esperado.

    Los dos salieron de la cocina, cada uno cargando dos platos con un emparedado y papas fritas a un lado. Cuando entraron a la sala, divisaron como Richard se dirigía apresurado hacia las escaleras de la planta alta.

    —Richard —le llamó Ann alzando la voz, haciendo que el hombre se detuviera al pie de las escaleras. Ann notó en ese momento que Richard sujetaba en su mano derecha un sobre blanco, pero no le dio importancia en ese momento—. ¿Y Charles?

    —Ya se fue —respondió secamente y siguió su camino.

    —¿A dónde vas? ¿Y la película?

    —Véanla sin mí si gustan.

    —Tu emparedado…

    —No tengo hambre —respondió por último cuando ya iba cerca de los últimos escalones. Lo escucharon andar por el piso de arriba y entrar a la habitación principal.

    —¿Qué le pasa? —cuestionó Damien, algo molesto—. Si él fue quien dijo que quería comer algo.

    Ann no tenía una respuesta para ello. Supuso que había ocurrido otra cosa, y eso ya había sido la gota que derramó el vaso para él. Igual fuera lo que fuera, de seguro se lo diría esa noche cuando estuviera más calmado. Ahora lo que le importaba era Damien.

    —No es nada —respondió Ann con normalidad—. De seguro lo que le vino a decir Charles lo alteró un poco. Debió haber ocurrido algo grave en el museo. ¿Quieres que nosotros veamos la otra película?

    —No veo por qué no —respondió Damien, encogiéndose de hombros.

    —Perfecto. Veamos si Mark está de ánimos, ¿sí?

    Pero Mark no estaba de ánimos. Se excusó diciendo que estaba cansado y subió también a su habitación; él si se llevó su emparedado, sin embargo.

    Ann y Damien tuvieron que ver la segunda película solos, mientras comían. Por petición del chico, ésta sería How to Train your Dragon, que tan claramente había expresado que le gustaba. Para Ann, la noche resultó mucho mejor de esa forma.

    — — — —​

    Cuando subieron a dormirse, alrededor de la media noche, Ann encontró a Richard ya acostado y vestido con su pijama. Supuso que estaba dormido. Esperaba poder cuestionarle sobre lo ocurrido, y quizás que tuvieran un poco de sexo para ver si eso le calmaba el mal humor. No lamentó mucho en realidad el que no pudiera hacer ninguna de las dos cosas, y prefirió ella también acostarse a su lado sin hacer ruido. Mañana se enteraría de todo.

    A mitad de la madrugada, Ann se despertó abruptamente. Sumergida aún en el sueño, le pareció ver a Richard de pie en la puerta. Pero no estaba saliendo; de hecho, parecía que fuera entrando.

    —¿Richard? —Susurró Ann confundida, seguida poco después por un largo bostezo—. ¿Dónde estabas?

    —Sólo… me encargaba de un asunto —le respondió Richard escuetamente, mientras se retiraba su bata roja para el frío.

    Ann volteó fugazmente al reloj digital sobre su buró. Eran las 4:12.

    —¿Tan tarde? ¿Qué pasó?

    —Vuelve a dormir, Ann —le indicó Richard, sentándose de su lado de la cama y volviéndose a recostar—. Mañana hablaremos de eso.

    Ante de que pudiera preguntarle otra cosa, el hombre se recostó sobre su costado derecho, dándole la espalda. Ann lo miró en la oscuridad, confundida.

    —Está bien…

    Ann volvió a acostarse, pero se pegó por detrás a su esposo, rodeándolo con sus brazos. Richard no la rechazó, pero tampoco sintió que estuviera del todo feliz con su cercanía. De hecho, Ann lo sintió bastante frío; literal y metafóricamente.

    — — — —​

    El viernes 21 de diciembre del 2012, fue una fecha muy sonada durante mucho tiempo anterior a ese momento. Casi todas las personas en el planeta esperaban expectantes la llegada de dicho día, que muchos afirmaban sería el “Fin del Mundo.” Había habido otras fechas con ese mismo significado antes, pero esa había sido por algún motivo la más popular, luego del inicio del año 2000. Pero Ann estaba totalmente tranquila al respecto; estaba segura que si ese día fuera a pasar algo importante, Lyons se lo hubiera comunicado… quizás. Ella estaba convencida que ese sería un día como cualquier. Sin embargo, no fue así. Y, de cierta forma, el mundo sí acabó para algunas personas ese día.

    Ann se despertó antes que Richard por nos unos minutos. Se sorprendió un poco al no ver a los chicos en su cuarto, pero no le dio mucha importancia. Como tampoco estaba la cámara de Damien, supuso que habían salido a caminar muy temprano para tomar algunas fotos del amanecer. Se disponía a bajar a preparar el desayuno, cuando divisó la presencia de Richard en el marco de su cuarto, mirándola ausente como si se tratara un muerto viviente.

    —Te ves fatal —murmuró Ann intentando sonar bromista, pero Richard no se rio—. ¿Tuviste mala noche? ¿Te preparó un café?

    Richard ignoró su pregunta, quizás deliberadamente. Alzó su mano derecha, mostrándole claramente el sobre blanco que sujetaba, que Ann supuso era el mismo con el que lo vio la noche anterior.

    —¿Qué es eso? —Preguntó Ann, azorada.

    —Es lo que Charles vino a mostrarme anoche —le respondió Richard con voz apagada—. Es una carta, escrita por un arqueólogo llamado Carl Bugenhagen hace siete años para mí, pero que hasta ahora fue encontrada.

    —¿Para ti? ¿Y por qué era tan importante como para traértela con tanto apuro?

    Richard enmudeció unos momentos. Pasó su lengua por sus labios resecos, y miró hacia otro lado como si se sintiera avergonzado.

    —No sé ni cómo explicarlo. Tienes que leerla tú misma. Pero antes de que lo hagas, te advierto que lo que dice puede parecerte absurdo, y a mí también me lo pareció cuando Charles me lo contó. Pero en la noche no lo podía sacar de la cabeza, y me tuve que levantarme a leerla yo mismo. —Ann recordó ese inusualmente momento a mitad de la madrugada, y supuso que a eso se refería—. Y luego de hacerlo… ya no sé qué pensar. Quiero que la leas con la mente lo más abierta posible, por favor. Y ten en cuenta que fue escrita hace siete años, pero de alguna forma parece predecir justo lo que nos está pasando ahora.

    La mirada de Richard era bastante intensa, como nunca Ann la había visto. Parecía estar al borde de un colapso nervioso, ese que había estado todas esas semanas amenazando con ocurrir. Le extendía en ese momento el sobre, con su mano temblorosa, y Ann se sintió un tanto intimidada. No supo, sin embargo, si esa sensación se la provocaba la carta y lo que podría contener, o la actitud tan inestable de Richard.

    —Está bien, la leeré —le respondió procurando mantenerse calmada, y tomó el sobre que le ofrecía.

    Ambos bajaron a la sala y se sentaron el uno frente al otro mientras Ann se tomaba su tiempo para leer la carta con todo el cuidado posible. Lo más complicado, sin embargo, fue mantener una actitud normal, calmada pero a la vez confundida mientras lo hacía, cuando en realidad… cada línea que leía la llenaba aún más de un tremendo terror que le hacía palpitar su corazón con intensidad en su pecho.

    Ann no podía creer lo que estaba leyendo. No tenía idea de quién era ese tal Carl Bugenhagen, pero en esa dichosa carta estaba describiéndolo absolutamente todo sobre Damien, incluso aspectos que ella misma desconocía.

    Revelaba abiertamente la identidad de Damien como el Anticristo descrito en el Libro de las Revelaciones, el Conquistador que traerá consigo el inicio del Fin de los Tiempos. Describía como el hijo biológico de Robert y Katie había sido asesinado por seguidores de la Bestia y le habían dado a un recién nacido Damien a Robert para que lo hiciera pasar como su hijo. Como desde siempre ha tenido a discípulos protegiéndolo y eliminando a todos los que son una amenaza para él, incluida la propia Katie. Mencionaba que días antes de su muerte, Robert había ido a verlo y él le había dicho todo, incluida la forma de matarlo. Explicaba que las circunstancias de su muerte, llevando a su hijo a aquella iglesia en Londres, había sido por sus indicaciones de que el ritual debía realizarse en suelo santo. Hablaba de la marca de la Bestia en la cabeza de Damien, y de cómo el que ahora viviera con ellos era de seguro todo un plan mayor para posteriormente hacerse el control de Thorn Industries y sus casi ilimitados recursos. Advertía que Damien era un peligro para Richard y su familia, y que llegado el momento comenzaría a asesinar a todos a su alrededor que considerara obstáculos en su camino. Y que Richard debía detenerlo antes de que eso ocurriese…

    Ann estaba atónita. Había sido entrenada para realizar acciones rápidas si alguna situación de peligro como esa se presentaba, pero aquello superaba bastante cualquier situación anterior por la que hubiera pasado o le hubieran advertido. Era suficientemente malo que una maldita carta salida de la nada revelara los grandes secretos que habían intentado ocultar por tanto tiempo, pero lo peor era que Richard parecía estarlas creyendo, o al menos no las desechaba como disparates de inmediato.

    Bajó la carta lentamente, y volteó a ver fijamente a Richard. Debía ser muy cuidadosa con qué diría a continuación; mantener la calma para no dejar en evidencia su nerviosismo, pero aun así reaccionar lo molesta y confundida que una persona normal estaría al leer algo como eso por primera vez.

    —¿Qué es esto? —Exclamó casi indignada, golpeando el papel con sus dedos—. Esto es ridículo, Richard. Nada en esta carta tiene el más mínimo sentido. ¿Anticristo?, ¿Damien suplantando al verdadero hijo de Robert y Katie?, ¿una conspiración? —Soltó una pequeña risa irónica—. Parece el guion de una película; y no una muy buena, si me lo preguntas. Es tan absurdo que ni siquiera sé si se le podría llamar difamación.

    Arrojó la carta al frente de forma despectiva, y ésta se balanceó en el aire, cayendo en la mesa de centro entre los sillones. Se recargó entonces por completo contra su respaldo, se cruzó de piernas y pasó sus dedos por su sien derecha, como si comenzara a sentir el inicio de un dolor de cabeza (y bien podría ser el caso).

    —No puedes realmente creer en algo de esto —indicó Ann, incrédula.

    Richard estaba inclinado hacia el frente, con sus codos apoyados en sus muslos y sus ojos puestos en la alfombra de la sala. No reaccionó de forma alguna ante todos esos reclamos soltados por su esposa, como si ya los esperara de antemano.

    —No dije que lo creyera —susurró muy despacio—. Sólo te estoy compartiendo lo que Charles vino a decirme anoche.

    —Si no lo crees, ¿por qué te ves tan preocupado? —Cuestionó Ann, mirándolo de forma acusadora—. ¿Por qué no lo desechaste como la tontería que es desde un inicio? ¿Por qué no tiraste esta carta en cuanto te la dio en lugar de quedarte toda la noche leyéndola? —Él no respondía, sólo seguía mirando hacia la alfombra como si fuera un niño siendo regañado—. ¿Richard?

    La cabeza actual de los Thorn soltó un profundo suspiro y se paró abruptamente de su sillón. Comenzó a caminar por la sala frente al ojo juzgador de Ann, pero no la volteaba a ver. Su mente de seguro era un verdadero desastre en ese momento.

    —No lo sé, Ann. No lo sé —le respondió de golpe, alzando su voz con actitud defensiva—. Yo sólo… Han pasado tantas cosas raras desde la muerte de Katie y Robert. Lo del chico Powell, por ejemplo. Y ahora lo de Bill, Pasarian, esa amiga reportera de Charles…

    —Todos esos fueron sólo accidentes, Richard —señaló Ann parándose también de su asiento—. Horribles y trágicos, pero accidentes aún así. No puedes creer que enserio Damien haya tenido que ver con todas esas muertes. ¿O sí?

    Richard de nuevo guardó silencio, vacilante.

    —La tía Marion… —susurró de pronto, como un pensamiento que se le vino espontáneamente—. Ella estaba convencida de que Damien era un peligro, y siempre tuvo muy buen instinto para los negocios y para las personas. ¿Qué tal si ella…?

    —Marion era una mujer anciana, terca y prejuiciosa —exclamó Ann con fuerza, aproximándosele casi violenta. Se detuvo uno momento al darse cuenta de que quizás estaba perdiendo el control. Respiró lentamente, y entonces prosiguió con más calma—. Lamento tener que expresarme de ella de esta forma, pero es la verdad. No dejes que sus palabras te contaminen, y mucho menos esta absurda carta. Damien es tu sangre, es como tu hijo; nuestro hijo. Sólo olvida esta broma de mal gusto de una buena vez.

    Lo tomó firmemente de las manos y lo miró a los ojos, suplicante. Richard también la miró, y aunque se le veía aún bastante afectado y ojeroso, pareció que de memento poco a poco las palabras que le decía comenzaban a cobrar sentido. Apretó las manos de su esposa con un poco de fuerza entre sus dedos, y entonces le sonrió.

    —Está bien, así lo haré… —le respondió, no con demasiada convicción pero de momento era suficiente.

    Ann también sonrió, y se apartó un poco, tomando una actitud más relajada.

    —Y si fuera tú, reprendería fuertemente a Charles por venir a molestarte con esto; especialmente sabiendo lo afectado que estabas por lo de Bill. Y nunca les digamos nada de esto ni a Damien ni a Mark. ¿De acuerdo?

    —Por supuesto —asintió Richard levemente. Sin embargo, Ann notó que su atención no parecía estar de hecho en su último comentario, pues miraba fijamente al frente con expresión perdida en el horizonte.

    Ann miró en esa misma dirección, y notó que miraba por la gran ventana de la sala, desde la cual se podían ver los árboles y el bosque, cubiertos con una fina capa de nieve que había caído durante la noche.

    —¿Qué pasa? —le preguntó confundida.

    Richard se quedó en silencio un rato, y luego musitó sin apartar sus ojos de la ventana:

    —¿Dónde están los chicos?

    —Creo… que salieron más temprano a caminar. ¿Por qué?

    —No, por nada… —respondió Richard en voz baja, pero no como una verdadera respuesta en realidad sino como un comentario al aire que no estuviera en lo absoluto relacionado.

    Sin decir nada más, Richard comenzó a caminar apresuradamente hacia la puerta principal.

    —¿Richard? —Exclamó Ann para llamar su atención, pero él siguió adelante en su camino. Tomó su chaqueta que colgaba del perchero y salió apresurado por la puerta, vestido únicamente con su pijama, su bata y sus pantuflas a pesar de que afuera estaba nevado—. ¡Richard! ¡¿A dónde vas?!

    Ann se apresuró para alcanzarlo, pero no lo hizo a tiempo antes de que cerrera la puerta detrás de él. Ella la abrió rápidamente después y el aire congelado del exterior le golpeó la cara. Lo vio bajar por las escaleras del porche al tiempo que se colocaba encima su chaqueta, y comenzaba a caminar hacia el bosque abrazándose.

    —¡Richard! —Le gritó Ann con fuerza, pero de nuevo el hombre la ignoró y se alejó caminando—. ¡Maldita sea!

    No tenía ni idea de qué era lo que le había cruzado la cabeza en esos momentos, pero Ann no creyó que fuera nada bueno. Tuvo el arranque inicial de ir tras él, pero estaba sólo vestida con su bata de noche, por lo que hubiera significado un suicidio. Cerró la puerta azotándola y subió de prisa a su cuarto para al menos ponerse unos pantalones y unas botas antes de ir en su persecución.

    Consideró contactar a Lyons, pero no tenía tiempo para eso. Si acaso Richard había salido con la intención de lastimar a Damien de algún modo, ella tendría que actuar primero y dar explicaciones después.

    — — — —​

    Richard no había salido con la intención de lastimar a Damien, o al menos no había concebido tal idea por completo aún. Solamente le había brotado la imperante necesidad de salir en ese momento y buscar a su hijo Mark. Mientras miraba por la ventana hacia los bosques, la voz de Marion resonó en su cabeza como un eco que le martillaba por detrás.

    “Mark es tu hijo, y el futuro de Thorn Industries.”

    “Es una sabandija rebelde, egocéntrica y una horrible influencia para Mark.”

    “Ese chico será la ruina de Mark si no haces algo al respecto.”

    Fue como si la propia Marion estuviera a su lado, susurrándole todo aquello al oído, suplicándole que fuera a buscar a su hijo y lo alejara de Damien de una vez por todas.

    Ella se lo había advertido. ¿Y si tenía razón?, ¿y se debió haber separado a los chicos desde un inicio? Quizás todas las desgracias que ocurrieron después podrían haber sido evitadas. La parte lógica de su mente sabía que lo que pensaba no tenía sentido, pero aun así aquel pensamiento era el combustible que lo hacía andar por esos caminos helados, intentando seguir el rastro de los dos chicos.

    Se abrazó a sí mismo, sintiendo un gran frío del que su chaqueta no lo podía proteger de todo, especialmente en sus pies. En otras circunstancias no hubiera salido en ese estado, pero la urgencia se lo exigió. Además, no quería que Ann lo detuviera de alguna forma, y no tenía forma de convencerla y hacerla ver las cosas a su forma.

    Quizás todo eso no era más que una locura provocada por todo el estrés por el que estaba pasando. Quizás para mañana viera todo mucho más claro, y se reiría de lo idiota que se había comportado. Pero, al menos de momento, no era así.

    —¡Damien!, ¡Mark! —Gritó con fuerza, sin recibir respuesta más allá del pequeño y lejano aullar del viento— ¡Mark!, ¡¿dónde estás, hijo?!

    Siguió avanzando lentamente por la senda, hasta que estuvo totalmente rodeado por árboles casi por completo desprovistos de todas sus hojas. Sus pies le dolían, pero por algún motivo cada vez menos. Lanzó los mismos gritos al aire un par de veces más sin recibir ningún tipo de contestación a cambio, como si realmente fuera el único ser humano (o incluso ser vivo) en todo ese paraje. Y mientras más tiempo pasaba, más la angustia y preocupación por su hijo lo inundaban.

    Mark siempre fue un gran amigo de Damien, incluso desde esa primera vez que se vieron en la boda de Ann y él, aunque de seguro ninguno de los dos recordaba aquello. Cuando Damien llegó a vivir a su casa, Mark hizo todo lo posible para hacerlo sentir bienvenido, compartiéndole sus juguetes, su habitación, y tratándolo más que un amigo como un verdadero hermano. Damien siempre fue muy callado y hasta de mal temperamento, pero con Mark siempre fue diferente.

    Dios obraba de formas misteriosas, pues en medio de la tragedia que había vivido por lo ocurrido con su hermano, una pequeña bendición les había llegado. Richard estaba tan satisfecho de ver cómo ambos se llevaban, que la idea de que su hijo pudiera necesitar un hermano se le esfumó por completo de la cabeza. Ya eran una familia, más que nunca. En ese mismo momento Richard fue feliz.

    Pero ahora ahí estaba, arrastrándose por la nieve, temeroso y asustado, y sobre todo confundido. ¿Así era como Robert se había sentido? ¿Había sido ese el estado ánimo anterior al momento en qué decidido llevar a Damien a aquella iglesia y apuñalarlo con aquellos cuchillos? ¿Estaba él pasando exactamente por lo mismo?

    —¡¡MARK!! —Escuchó de pronto un chillido agudo y fuerte que retumbó entre los árboles, haciéndolo detenerse—. ¡¡AAAAAAAAAAH!!

    La sangre se le congeló al oír tal grito, y sintió como su respiración se cortaba al grado de casi asfixiarlo.

    —Mark… No… No… —Se decía a sí misma, negándose a darle una forma definida a alguno de los muchos pensamientos que le cruzaron por la cabeza en ese momento.

    Se olvidó por completo del frío o del dolor. Comenzó a correr con todas las fuerzas que tenía en el cuerpo, incluso deshaciéndose de sus pantuflas y corriendo descalzo si eso era lo que se ocupaba. Le pareció haber recorrido cientos de kilómetros, pero sólo tuvo que avanzar unos cuantos metros antes de divisar el abrigo azul oscuro de uno de los chicos a la distancia. Ambos estaban al pie de una alta colina desde la cual se podía ver el amplio lago. Richard corrió aún más rápido, esquivando todos los troncos usando toda la condición y agilidad que le quedaban encima de sus años como corredor de americano.

    Realmente deseaba equivocarse, y que todos se rieran juntos frente a la chimenea de lo estúpido que había sido, mientras tomaban chocolate caliente. Incluso ya podía saborearlo. Pero cuando estuvo lo suficientemente cerca, se sintió horrorizado ante lo que vio, y toda la imagen feliz que podría haber sido capaz de dibujar en su imaginación, fue abruptamente destruida. Damien estaba de rodillas en el suelo, y frente a él Mark, su Mark, yacía boca abajo, como su mejilla derecha aplanada contra la nieve. Sus ojos se encontraban bien abiertos, pero sin ningún tipo de brillo en ellos. Y del ojo izquierdo, al igual que su nariz, brotaba un hilo de rojizo que le manchaba su cara.

    —¡Mark!, ¡no! —Gritó Richard desgarradoramente.

    Rápidamente se acercó, tomó a Damien de los hombros, y sin pensarlo ni un poco lo empujó hacia un lado, lanzándolo contra el suelo. El chico cayó con su barbilla contra la tierra, aturdido y confundido. Su rostro estaba cubierto de lágrimas, pero Richard ni siquiera lo miró. En ese momento aquel chico no le importaba en lo más mínimo.

    Tomó a Mark y le dio la vuelta, y se sintió asqueado al sentir su cuerpo tan pesado e inmóvil, como un inerte saco de cemento. Al voltearlo, su cabeza se ladeó sin oposición alguna hacia otro lado, como si su cuello fuera sólo goma sin la menor fuerza.

    —¡Mak!, ¡mi hijo!, ¡mi hijo! —Lo abrazó fuertemente, pegándolo contra él. La cabeza y brazos del chico colgaron como enredaderas y los ojos desorbitados se fijaron en el cielo, sin mirar nada en realidad.

    Richard comenzó a llorar, con bastante fuerza sobre el pecho de su hijo.

    —¡¿Qué pasó?! —Exclamó furioso volteando a ver a Damien sin soltar el cuerpo de su hijo—. ¡¿Qué le hiciste?!

    Damien se sobresaltó, quizás incluso asustado, al oír cómo le gritaba de esa forma.

    —Nada… —Dijo apresuradamente, aunque indeciso—. Estábamos hablando… y comenzó a…

    —¡Damien! —Escucharon pronunciar la voz de Ann, que se aproximaba apresurada por la misma dirección en la que había llegado Richard. Se detuvo un momento en su sitio, mirando la escena delante de ella e intentando entenderla—. Mark… Oh, Dios mío…

    La mujer posó sus ojos en Damien, que de inmediato se puso de pie.

    —¡Yo no lo hice…! —Exclamó rápidamente, defendiéndose—. ¡Sólo se cayó…! ¡Yo no lo hice! Mark, Mark por favor…

    Se aproximó con paso lento hacia Richard y Mark, pero a medio camino Richard lo miró de nuevo con incluso más fiereza que antes.

    —¡Aléjate de él! —Le gritó agitando una mano en el aire para mantenerlo lejos. Damien retrocedió asustado, cayendo de sentón al suelo de nuevo—. ¡No lo toques!, ¡no te atrevas a ponerle una mano encima de nuevo!

    Damien enmudeció, respirando agitadamente y comenzando a llorar una vez más. Ann estaba azorada, y su cabeza le daba vueltas. De nuevo, se tenía que forzar a actuar con calma, aunque esa situación resultara prácticamente imposible.

    —Ve a la casa, Damien —le indicó Ann con premura, al tiempo que sacaba su teléfono celular—. Por favor, todo estará bien.

    Damien la miró en silencio unos momentos como si no comprendiera en qué lenguaje le estaba hablando. Al final, sin embargo, el chico se levantó de apresuradamente, y se alejó corriendo en dirección a la casa sin mirar atrás ni una vez.

    Ann quería ir tras él, hacerle compañía y reconfortarlo en ese momento que se veía le estaba afectando demasiado más de la cuenta. Pero lamentablemente tenía otro deber en ese momento. Así que en lugar de irse con Damien, se aproximó a Richard, que lloraba descorazonado aferrado a su hijo.

    —Llamaré a una ambulancia —le indicó con firmeza, comenzando a marcar el 911—. Tranquilo, todo estará bien.

    Le decía eso, pero por supuesto que no lo creía. Con sólo ver el rostro y la mirada inmóvil de Mark, lo supo de inmediato. Y nunca la mirada de la muerte le había resultado tan difícil de sostener.

    FIN DEL CAPÍTULO 67

    Notas del Autor:

    Charles Warren es un personaje originario de la película de 1978 titulada Damien: Omen II, perteneciente a la franquicia de The Omen o La Profecía, basándose casi por completo en la interpretación del personajes hecho en dicha película.

    —Se menciona casualmente en este capítulo las películas de Rise of the Guardians y How to Train Your Dragon, ambas películas de Dreamworks estrenadas en el 2010 y 2012 respectivamente.

    —Gran parte de este capítulo se encuentran basado en acontecimientos ocurridos en la película Damien: Omen II, pero adaptados y modificados para la línea de la historia. Por ejemplo, las muertes de David Pasarian y Bill Atherton descritas en este capítulo, fueron cambiadas de orden y sus circunstancias.
     
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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
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    Capítulo 68.
    Yo siempre le he pertenecido

    Se terminaron las vacaciones antes de que realmente comenzaran. Para cuando llegó la ambulancia, ya no había nada que se pudiera hacer por Mark, más que transportarlo a Kenosha y llamar a las autoridades. Todo el viernes 21, los Thorns la pasaron siendo interrogados, al tiempo que ellos mismos intentaban obtener algún tipo de respuesta sobre qué había ocurrido exactamente con su hijo.

    La autopsia concluyó que la causa de la muerte fue una grave hemorragia cerebral, causada por una malformación arteriovenosa en el cerebro. En términos simples, una maraña anormal de vasos, venas y arterias en el cerebro, que simplemente había estallado e inundado su cerebro de sangre. Así de simple. No había un crimen que perseguir, ni siquiera un accidente; sólo una anomalía fisiológica no identificada ni tratada. Y con ello el caso parecía cerrado. Al menos para el resto del mundo, pues no para los Thorns.

    Ni Ann, ni Richard, ni Damien lo decían abiertamente, salvo un escueto comentario escéptico por parte de Richard hacia el médico que les había compartido el parte. Pero Ann sabía muy bien que ninguno de los tres estaba convencido de dicha explicación, y todos a menor o mayor medida tenían su propia idea sobre lo que había ocurrido en realidad. Y la idea que tenía Ann le causaba igual fascinación como miedo.

    Damien lo había hecho. No sabía cómo, pero había sido así. Siempre le dijeron que conforme creciera sería capaz de hacer cosas extraordinarias. Milagros que parecerían magia, pero que serían en realidad poderes concebidos por fuerzas mayores y externas a ese mundo. Ann ya había visto algo de eso, incluso desde que Damien era pequeño. Él sabía cosas sobre las personas con sólo verlas, y podía a veces influir en ellas sin quererlo. Pero esto que le había ocurrido a Mark era algo mucho más allá. ¿Cómo podría haber provocado que los vasos de su cerebro estallaran con tan sólo quererlo? ¿O acaso no lo había querido?

    ¿Qué había pasado realmente en ese bosque? Ann deseaba saberlo, pero el único que podía decírselo con seguridad era el propio Damien. Y no podía cuestionarle directamente, pues eso significaría revelar su verdadera identidad ante él, y por consiguiente la suya propia. Ambas cosas eran algo no previsto aún en el plan, hasta dónde ella sabía. Pero, ¿existía acaso aún un plan luego de esa desgracia?, ¿o incluso después de esa carta intrusa que tanto había alterado la mente de Richard?

    Ann intentó manejar las cosas con la mayor calma y normalidad posible, pero corría prácticamente a ciegas. Y le dolía sobre todo ver a Damien tan afectado. Él que siempre estaba tan sonriente y animado, que parecía siempre tener una respuesta astuta preparada para cualquier cuestionamiento, en esos momentos permanecía callado, frío, totalmente encerrado en su propia cabeza. Siempre creyó que nada lo alteraría o molestaría, pero al parecer la muerte de Mark lo había logrado de forma genuina. En verdad lo quería, y su muerte, y sobre todo haber sido el culpable de ésta, lo tenía destrozado. Y Ann se sentía frustrada por no poder apoyarlo y reconfortarlo como necesitaba. Sólo podía estar ahí, sólo como una tía, ignorante de la verdad.

    No les entregaron el cuerpo hasta el domingo 23 en la mañana. Lo transportaron a Chicago en una carroza para realizar ese mismo día el velorio. La funeraria se llenó de personas, casi la misma cantidad que años antes habían acudido a las nupcias de Richard y Ann. El cuerpo de Mark reposaba en el frente de la capilla, en un fieltro abierto pero con un cristal que cubría su rostro y torso. Sus ojos reposaban cerrados, y su cara ya no tenía esa expresión de miedo y dolor con la cual Richard lo había encontrado. Un niño de apenas trece años, con tantas cosas que le quedaban por vivir. Eso era algo que no debía pasar; un padre no debería enterrar a su hijo, y mucho menos así.

    Richard había estado en demasiados funerales los últimos años (sus padres, Rebecca, Robert y Katie), e incluso en las últimas semanas (Marion, Bill, Pasarian). Pero ninguno como ese… ninguno tan doloroso y desgarrador. Cuando la gente se le acercaba a darle el pésame, su actitud era irritable e indiferente. Apenas y respondía un par de palabras o los miraba. Muchos nunca lo habían visto en un estado similar antes, pues casi siempre se mostraba tranquilo y centrado incluso en las peores situaciones. La mayoría intentó no tomarlo a mal, dada la situación. Pero Ann presintió que algo se escondía detrás de su actitud.

    El domingo, un poco antes del mediodía, los tres Thorns se encontraban sentados en la banca más próxima al fieltro. Los tres vestían de negro, Richad y Damien de traje y corbata, y Ann con un vestido negro muy discreto. No hablaban entre sí o hacían otra cosa que estar ahí sentados y recibir a quienes los iban a saludar. Ninguno tampoco lloraba, aunque Ann se había forzado a hacerlo anteriormente. No sentía como tal tristeza por Mark, sino más bien algo de pena. En efecto sabía que tendría que morir tarde o temprano, pero no esperaba que fuera tan temprano, y sin haber conocido a unas lindas chicas como le había prometido.

    Paul Buher, el nuevo Gerente General de Thorn Industries en remplazo de Bill Atherton, apareció en aquel momento en la capilla y se aproximó discretamente hacia los Thorns. Paul era un hombre alto y en forma, de cabello rubio rizado y piel bronceada. Venía de negro como todos los demás, aunque usaba una corbata de un azul muy hermoso.

    —Richard —pronunció Paul al estar justo delante de él—. Cuanto lo siento, enserio. Esto es horrible…

    Paul estrechó la mano de Richard, pero similar a cómo había ocurrido con los otros, éste apenas y lo miró, y sólo respondió a sus lamentos con un pequeño asentimiento. Paul mantuvo la serenidad y lo dejó pasar. Avanzó un poco para colocarse ahora delante de Ann.

    —Ann, lo siento tanto —pronunció despacio y se inclinó hacia ella para abrazarla.

    —Gracias, Paul —pronunció la mujer despacio, correspondiéndole el abrazo.

    El rostro de Paul se apoyó sobre su hombro izquierdo, del lado contrario al que se encontraba Richard, y entonces lo escuchó susurrar muy despacio cerca de su oído:

    —Lyons está afuera y quiere hablar contigo ahora mismo. Anda, te cubriré con Richard.

    Ann no reaccionó de forma alguna a sus palabras, pero había comprendido de inmediato la instrucción. Ella ya sabía dese hace tiempo que Paul era uno de ellos suyos; un Apóstol recién nombrado, de hecho, con una de las Diez Coronas de la Bestia. El hecho de que la muerte de Bill hubiera concluido en su ascenso como Gerente General, era el mayor motivo que tenía Ann para creer que aquello había sido de alguna forma obra de la Hermandad.

    Paul dejó de abrazarla, la tomó unos momentos de las manos, y entones se movió hacia Damien.

    —Damien, cuánto lo siento —Pronunció el gerente con solemnidad, estrechando su mano. Similar a Richard, el chico le correspondió su apretón, pero apenas y lo miró.

    Ann aprovechó ese momento para salir como le habían indicado.

    —Enseguida vuelvo —le murmuró a su esposo mientras se ponía de pie. Richard no respondió nada; ni siquiera dio alguna señal de haberla oído.

    Caminó entonces hacia la entrada de la capilla, teniendo que saludar y estrechar algunas manos en su camino. Una vez fuera, caminó por enfrente de otras capillas, dos más ocupadas con sus respectivos velorios. Se aproximó a una puerta de cristal que llevaba a un tranquilo jardín exterior dónde la gente solía tomarse un momento para despejarse, y quizás fumar un cigarrillo. Haciendo esto último fue como encontró a Lyons, de pie a unos metros de la puerta, y cerca de un cenicero sobre un bote de basura. En todos los años que llevaba de conocerlo, era la primera vez que lo veía fumando. En aquel momento ya era bastante más similar al Lyons con el que se reuniría en San Patricio años después. Su cabello y barba ya era casi por completo blancos. Aun así, aquella aura de superioridad que siempre lo acompañaba no se había reducido ni un poco.

    Ann se le aproximó con cautela. De cierta forma sentía un poco de alivio de verlo ahí, pues toda esa situación estaba a punto de superarla. Un poco de indicación sobre lo que debía hacer sería bien recibido. Lo que sí le molestaba era que, conociéndolo, vería la forma de culparla y reprocharle lo ocurrido. Y lo que menos deseaba en esos momentos era recibir regaños por cosas que estaban mucho más allá de su control.

    Cuando Lyons se percató de su presencia y la miró (de una forma bastante intensa y hasta casi agresiva), apagó lo que le quedaba de su cigarrillo en el cenicero y ahí lo dejó con el resto de las colillas usadas.

    —Esto es un verdadero desastre —pronunció con seriedad sin siquiera saludarla primero. Comenzó entonces a caminar por el camino de piedra del pequeño jardín, y Ann lo siguió un par de pasos detrás—. La muerte de Mark no estaba prevista en el plan. No en estos momentos, y menos bajo estas circunstancias tan sospechosas. Lo de Marion fue manejable y necesario debido a su amenaza inminente. Pero esto será más complicado de mitigar, y llamará demasiado la atención.

    —¿Eso es lo que te preocupa?, ¿la atención? —Soltó Ann, al parecer algo molesta—. Mark era prácticamente un hermano para Damien, su único amigo real. ¿No te das cuenta de lo mucho que esto le está afectando?

    —No estoy aquí para preocuparme por los sentimientos del chico —respondió Lyons, flemático—. Para eso estás tú, ¿o no? Lo importante en ese terreno es saber qué pasó realmente. ¿En verdad Damien lo hizo?

    Ann bajó su mirada, dudosa.

    —Eso creo… Pero, ¿cómo es posible? ¿Fueron sus poderes? ¿Han despertado al fin?

    —Baylock ya había informado algo al respecto hace unos años. Mientras lo cuida, indicó haber presenciado señales claras de habilidades inusuales, pero nada a este nivel. —Ann igualmente lo había visto—. Puede que a partir de aquí se vayan presentando más y más sin freno.

    —¿Qué más será capaz de hacer? —Cuestionó Ann con genuina curiosidad, casi sin proponérselo.

    —Eso nadie lo sabe. Pero creo que lo que le hizo a Mark es sólo el comienzo.

    La fascinación y terror de Ann se volvieron aún mayores ante esa enigmática respuesta. ¿Podría hacer cosas como curar a los heridos y revivir a los muertos como lo hizo el Nazareno en los relatos bíblicos? ¿O todo lo que podía hacer iba ligado más a la destrucción y la muerte? Se preguntaba además si acaso esos actos tan perturbadores a simple vista, podrían ser llamados “milagros”.

    —Hay algo más de lo que tenemos que ocuparnos —indicó Ann, procurando dejar de momento el otro tema de lado—. La noche anterior a que esto ocurriera, Charles Warren, el curador del museo, se presentó en la cabaña y habló a solas con Richard. Al parecer le dio una carta que iba dirigida a él, donde le contaban todo.

    Lyons se viró a mirarla, desorientado.

    —¿A qué te refieres con todo?

    —Me refiero a todo —señaló Ann tajantemente—. En ella decía quién es Damien en realidad, que no es hijo de Robert, que estuvo detrás de la muerte de Katie, y que Robert intentó asesinarlo aquella noche porque estaba convencido de que era el Anticristo.

    Lyons se detuvo en seco plantando sus dos pies en la tierra. Sus ojos grandes y pelones, y su rostro de tono un tanto más pálido que de costumbre. Ann se cuestionó si acaso hubiera sido mejor dar aquella información de una forma más cuidadosa. Luego de unos segundos, el color volvió a las mejillas de John, pero no con ella su calma. Miró al rededor para asegurarse de no tener ningún oído curioso cercano. Había dos personas más por el jardín, ambos fumando cerca de la puerta, lo suficientemente lejos para darles privacidad. Reanudó de nuevo su marcha sin advertencia.

    —¿Quién demonios escribió esa carta?, ¿de dónde salió? —Cuestionó evidentemente molesto.

    —No lo sé con seguridad —respondió Ann, siguiéndolo—. Al parecer fue escrita hace siete años, por un tal Bugenhagen.

    —¿Carl Bugenhagen? —Inquirió Lyons, curioso—. ¿El arqueólogo?

    —Es creo. ¿Lo conoces?

    Lyons se viró hacia el lado contrario, soltando una aparente maldición silenciosa.

    —Ese maldito viejo entrometido fue quien le entregó las Dagas de Megido a Thorn en Israel. Tiene sentido que la carta haya sido escrita hace siete años, pues supe que al fin había muerto en un accidente en una excavación. Pero, ¿cómo fue que llegó a manos de este tal Warren?

    —Eso aún no lo sé —respondió Ann un tanto distante, pues casi la mayoría de su atención se había quedado en el inicio de su repentina y apresurada explicación—. ¿Qué son las Dagas de Megido?

    Ann recordaba que en la carta que había leído se mencionaba en efecto algo sobre unas dagas, que esa persona le había dado a Robert para usarlas con Damien. Recordó también que según lo que le habían contado, Robert había intentado apuñalar a Damien en una iglesia cuando los policías entraron y lo abatieron a tiros antes de pudiera hacerlo. Había relacionado una cosa con la otra sin mucha dificultad. Pero la forma en la que Lyons las había mencionado directamente y de esa forma, le hizo pensar que había una parte dicha historia que se estaba perdiendo. Y ese pensamiento casi se confirmó al notar como él la volteaba a ver un tanto alterado, como si se hubiera dado cuenta de que había dicho algo que no debía.

    Lyons vaciló un poco, pera al final pareció calmarse. Respiró lentamente, y buscó con su mirada una banca cercana en la pudieran sentarse y empezó a caminar hacia ella.

    —Al parecer tu papel como protectora de Damien va a tener que tomar un peso mayor, así que será mejor que lo sepas de una vez.

    El viejo asesor se sentó en un extremo de la banca, dejándole bastante espacio para que ella pudiera sentarse a su lado. Ann se sintió un tanto intimidada por ese cambio tan repentino. Además de nunca haberlo visto fumando en todo ese tiempo que llevaba de conocerlo, tampoco le había tocado que la invitara a sentarse a su lado. Lo que fuera que iba a decirle, al parecer era bastante importante.

    Ann caminó hacia la banca y se sentó a su lado, dejando una distancia razonable entre ambos. Lyons comenzó a hablar de nuevo prácticamente de inmediato.

    —Como ya has de haberte dado cuenta, no hay nada que pueda dañar al Salvador. Nunca se enferma, y no hay arma alguna en este mundo que pueda lastimarlo… —Lyons hizo una pequeña pausa, quizás intentando acomodar sus ideas—. Excepto estas siete dagas… Su procedencia no está clara. Dicen que alguien las forjó hace mil años en la ciudad de Megido, guiado por un ángel que las bañó con su propia sangre, y no sé qué más estupideces. Lo importante es que, supuestamente, son las únicas armas capaces de hacerle un daño físico real al Anticristo, o incluso matarlo. Y se usan las siete de la forma correcta sobre suelo sagrado, podría matar su espíritu y evitar que rencarne.

    —¿Suelo sagrado? —Repitió Ann sorprendida—. ¿Eso es lo que Robert intentaba hacer aquella noche en la iglesia? ¿Él tenía esas mismas dagas?

    Lyons asintió.

    —Bugenhagen se las dio y le explicó cómo usarlas. Luego él volvió a Londres, mató a Baylock, y se llevó a Damien a esa iglesia para usarlas. Y quizás lo hubiera logrado, si no fuera porque la policía lo mató antes.

    Ann enmudeció. En efecto, en esos siete años se había percatado de la increíble salud de Damien. Incluso cuando Mark y todos sus amigos contrajeron la varicela, Damien no tuvo ni un sólo síntoma. Además de que nunca se raspaba o cortaba como otros niños. Supuso efectivamente que aquello no era normal, y que tendría algo que ver con su naturaleza prácticamente “sobrenatural.” Aun así, no tenía conocimiento de que era realmente inmune a cualquier daño físico, o que existían siete dagas hechas específicamente para lastimarlo. Otro más de los tantos secretos que los Apóstoles de la Hermandad decidían guardarse para ellos mismos.

    —Si lo que dices es cierto, esas dagas representan un gran peligro —concluyó Ann una vez que logró digerirlo—. ¿En dónde están ahora?

    —Ojala lo supiera —respondió Lyons, encogiéndose de hombros—. Hasta dónde sé, quedaron en manos de la policía de Londres luego de lo ocurrido con Robert. Con Baylock muerta, tardamos en enterarnos de todo y de reaccionar. Nuestra prioridad, obviamente, fue poner seguro al Salvador. Cuando al fin supimos de las dagas y conocimos su ubicación, movimos nuestras influencias y contactos para sustraerlas. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Alguien se las había llevado antes que nosotros.

    —¿Alguien? —Susurró Ann despacio, y luego añadió—: ¿El Vaticano?

    —No lo descartaría en lo absoluto. Sin embargo, si ellos hubieran tenido pleno conocimiento de la procedencia de esas dagas, y que fueron usadas en un intento de homicidio contra un chiquillo, su atención se hubiera centrado en Damien desde hace mucho tiempo. Cosa que, al menos de momento, no ha pasado. Pero en efecto, son un peligro, ya sea que estén en las manos del Vaticano o de cualquier otro.

    A Ann le pareció que hablaba de todo aquello con demasiada ligereza. Mientras esas armas estuvieran desaparecidas, la amenaza latente contra Damien sería constante. ¿Qué descartaba que cualquier individuo en la calle pudiera tener alguna de ellas en sus manos en este momento, acercársele por detrás y apuñalarlo por la espalda? Buscar y resguardar esas cosas debería ser prioridad, o al menos confirmar si el Vaticano en efecto las tenía o no.

    Pero Lyons al parecer no pensaba lo mismo de momento. Su mente estaba más ocupada con la crisis actual y real, que con la hipotética.

    —Pero olvídate de eso por ahora —le indicó con seriedad, mirándola severamente—. ¿Cuál fue la reacción de Richard al leer esa carta? ¿Lo creyó?

    —Al principio no estaba seguro —respondió Ann—. Pero luego de lo ocurrido con Mark, se ha estado portando muy raro. Y las cosas que le dijo a Damien ese día…

    “¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué le hiciste?!”

    “¡Aléjate de él! ¡No lo toques!, ¡no te atrevas a ponerle una mano encima de nuevo!”

    Aquellos gritos retumbaron en la cabeza de Ann con total claridad. Pero más que las palabras, era el sentimiento cargado de odio y rencor que las acompañaba, como si fuera a lanzársele encima a golpearlo en cualquier momento. Y desde entonces no le había dirigido la palabra a Damien, o siquiera volteado a verlo. Todo aquello eran muy malas señales.

    —Creo que una parte de él lo está creyendo —pronunció Ann como conclusión final.

    Lyons suspiró pesadamente, notándosele un gran agobio en su rostro. Con una mano recorrió de nuevo su boca y su barba blanca.

    —Qué pesadilla —musitó con molestia, y golpeó con su mano el respaldo de madera la banca—. Deshacernos de Richard tampoco estaba previsto para hacerse en estos momentos. Es una figura pública muy notoria, y Damien aún necesitaba que fungiera como su tutor unos años más. Pero el que más me preocupa es el muchacho. Sus poderes ya han despertado, y querrá respuestas. Las cosas tendrán que acelerarse un poco más de lo que teníamos previsto.

    —¿Quieres decir que le diremos la verdad? —Aquello causó aprehensión en Ann. No estaba segura si Damien estaba listo, especialmente luego de lo que había ocurrido con Mark.

    —Creo que ya lo sospecha —le indicó Lyons, un tanto más tranquilo que ella—. Me llegó el rumor de que nuestro hombre en la Academia soltó de más la lengua hace poco. Esperemos que lo tome de buena manera cuando le expliquemos todo lo demás. Pero primero tenemos que solucionar todo este desastre.

    Ann asintió, despacio.

    —Entonces, ¿qué pasará con Richard y Charles?

    —Del tal Warren nos ocuparemos, no te preocupes. Sobre Richard…

    El hombre de barba calló por un buen rato, pues aquella no era una decisión sencilla. Como él mismo había dicho, Richard era una figura pública importante y aún era necesario para el plan. Pero bajo esas circunstancias, Ann pensaba que era un peligro potencial para Damien, y Lyons de seguro también lo veía de esa forma.

    —Hablaré con Adrian hoy mismo para tomar una decisión —dijo cuando al fin volvió a hablar—. Tú mientras tanto vigílalo y cuida todo lo que haga. Es hora de que demuestres a todos que no me equivoqué al darte a ti este papel. ¿Está claro?

    Ann no le respondió, pues tal comentario le pareció bastante fuera del lugar, y un regaño disfrazado como bien lo esperaba. Estaba harta de que usará lo ocurrido en Florencia como carta para decir que le debía la vida. La veracidad de tal pensamiento estaba abierto a debate, pues ella sabía muy bien que no hubiera movido ni un dedo por ella por decisión propia. Pero como fuera, ahí estaba en esos momentos dependiendo de él, le gustara o no.

    Lyons se paró primero, se acomodó su saco y se dirigió sin decir nada a la puerta, posiblemente para presentarse ante Richard y dale su pésame ahora que tenía toda la información a la mano. Ann esperó un poco más para hacer tiempo. Pero, concluida esa complicada conversación, sólo quedaba volver con su esposo y su sobrino, y seguir con el ritual del velorio hasta donde se necesitara.

    — — — —​

    El funeral ocurrió el lunes 24 en la tarde, la Víspera de Navidad. Ese día deberían haberlo pasado en familia en la cabaña, preparando entre todos la cena de Navidad, jugando algún juego, viendo alguna otra película, o recibiendo la visita de algunos amigos. Incluso quizás podrían patinar en el lago, si amanecía lo suficientemente congelado. Pero en lugar de eso, estaban en el cementerio de Chicago enterrando a Mark.

    El cementerio estuvo mucho menos concurrido que la funeraria, posiblemente por la fecha tan complicada que inspiró a varios para acudir al velorio el día anterior y así desocuparse, si era acaso correcto llamarlo de esa forma, para ese día. De todas formas, los amigos más cercanos estuvieron presentes, entre ellos por supuesto Lyons y Buher. Charles Warren no se apareció por ningún lado, y de hecho tampoco había ido al velorio. Ann se preguntó si acaso Lyons ya se había encargado de él, o quizás tras su plática fallida con Richard había decidido alejarse.

    Ann, Richard y Damien se encontraban de pie más próximos al ataúd, colocado ya en el agujero y listo para descender en cuanto fuera el momento. Una foto de Mark en su uniforme de la Academia se había colocado a la cabeza del ataúd; Richard y Damien parecían conscientemente evitar mirar dicha foto. El padre Stewart de la Iglesia de San Clemente, que Ann y Richard solían apoyar con frecuencia aunque no fueran muy adeptos a ir todos los domingos, pronunció unas hermosas palabras y oraciones para los presentes. Similar a cuando conoció a Gema en Santa Engracia, Ann se preguntó qué pensaría el buen padre Stewart si supiera que quizás la mitad de la gente con la que rezaba en esos momentos eran Satanistas, e incluso el Anticristo en persona.

    —Todo lo que el Padre me dio, vendrá a mí. Y al que viene a mí, de ninguna manera lo echaré fuera. Él que levantó a Jesús de entre los muertos, también dará vida a nuestros cuerpos mortales por medio de su espíritu que habita en nosotros. Con certeza y esperanza en la Resurrección a la vida eterna a través de nuestro Señor Jesucristo, encomendamos al Dios Todopoderoso nuestro hermano Mark, y lo entregamos a la tierra. Tierra a la tierra, cenizas a las cenizas, polvo al polvo. Recemos todos juntos. Dios misericordioso, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, quien es la resurrección y la vida...

    Todo fue corto y rápido. Una vez que el ataúd estuvo en el hoyo y los sepultureros comenzaron a cubrirlo de tierra, era tiempo para que los asistentes se retiraran.

    Era costumbre que las personas acompañaran a los dolientes un tiempo más en sus casas, para que no estuvieran solos en esos momentos tan complicados. Eso, y además comer y beber un poco, como si de una fiesta se tratase. Era claro que Richard no tenía el menor interés en ello, pero igual Ann se había encargado de preparar todo, al menos para mantener las apariencias. Así que había un pequeño banquete acorde a la ocasión esperándolos en la Mansión Thorn, recientemente reinaugurada de forma forzada. Serviría a la par de banquete de funeral y cena improvisada de Noche Buena.

    La gente se dirigió uno a uno a sus vehículos, y los Thorns hicieron de lo mismo. Ann y Damien avanzaron tomados de la mano hacia su auto en dónde su chofer los aguardaba, con Richard andando unos pasos detrás como si no fuera con ellos. Cuando estaban a punto de subirse, sin embargo, Richard pareció reaccionar y los detuvo.

    —Murray, lleva a Damien a la casa, por favor —le indicó al conductor, mientras tomaba a una sorprendida Ann del brazo—. Nosotros nos iremos aparte.

    Murray lo miró sin entender, y de manera muy similar lo hicieron Damien y Ann.

    —¿A dónde van? —cuestionó Damien con seriedad y desconfianza.

    Richard no le respondió, y de hecho se giró hacia otro lado sin mirarlo. El primer pensamiento que se le vino a Ann fue que no quería estar en el mismo auto que Damien, o que quizás todo eso ya lo tenía muy cansado y no quería ir a la mansión y tener que atender a toda esa gente. Como fuera, le habían dado la instrucción de vigilarlo, así que era mejor no dejarlo solo.

    Ann se soltó delicadamente de su agarre y se dirigió cuidadosamente hacia Damien, agachándose delante de él.

    —Descuida —le susurró despacio para que sólo él la escuchara—, tu tío sólo está algo alterado. Todo esto ha sido demasiado para él. Tú adelántate y te alcanzaremos en la mansión dentro de poco, ¿de acuerdo?

    Damien la miró inexpresivo, y sólo asintió lentamente. Ann se le acercó, rodeándolo delicadamente con sus brazos.

    —Te quiero —le susurró despacio en su oído.

    —Y yo a ti…

    Richard y Ann se quedaron en su sitio hasta que Damien se subió al vehículo y éste se enfiló hacia la salida. En cuanto esto ocurrió, Richard comenzó a andar sin aviso. Ambos caminaron juntos, pero no hacia la puerta principal del cementerio sino a una secundaria lateral. Ann le preguntó un par de veces porqué hacían eso, pero Richard siguió sin responder. Su intención al parecer era tomar un taxi. Y una vez de pie en la acera, no tuvieron que esperar mucho a que uno amarillo pasara y los subiera.

    —Al Museo Thorn, por favor —indicó Richard de inmediato en cuanto se subieron en la parte trasera del vehículo. El chofer asintió y se incorporó de nuevo a la calle.

    —¿Al Museo? —Musitó Ann, confundida—. Todos nos están esperando en la casa, ¿por qué quieres ir allá justo ahora? —Él de nuevo permaneció callado—. ¿Richard? Respóndeme, por favor…

    —Aquí no —soltó el hombre toscamente—. Hablemos cuando estemos allá…

    Ann vaciló, pero al final asintió lentamente y guardó silencio. Comenzó a sentirse verdaderamente preocupada luego de eso. Le parecía que aquello era más que sólo no querer estar con Damien o con las demás personas. ¿Por qué quería ir al museo? ¿Acaso quería hablar con Charles? Si es que acaso él estaba allá realmente. Y además había querido que fuera con él. Quizás quería que Charles le contara lo mismo que le había dicho a él aquella noche, y quizás lograr convencerla también de que todo era cierto. Si era así, entonces de cierta forma era un golpe de suerte que haya decidido llevarla, pero al mismo tiempo la ponía en una situación complicada. Lyons no le había comunicado qué decisión habían tomado con respecto a Richard; quizás esperaba decírselo cuando estuvieran en casa. ¿Qué haría si la situación se ponía difícil? ¿Tendría ella que tomar la decisión por su cuenta así como lo hizo con Marion?, ¿así como estaba dispuesta a hacerlo aquel día cuando salió al frío bosque detrás de él?

    El taxi los dejó justo en el frente del edificio. El Museo estaba cerrado al público el 24 y 25 por las fiestas, pero había dos guardias que les permitieron el acceso en cuanto reconocieron a Richard.

    —Señor Thorn, bienvenido —le comentó uno de los guardias, un señor mayor de bigote y cabello canoso. El hombre se quitó su boina, pegándola contra su pecho de forma respetuosa—. Lamento lo de su hijo, señor… Es una tragedia…

    —Gracias, Jimmy —pronunció Richard apresuradamente, cortando lo que fuera a decir después—. Estoy buscando a Charles. ¿Está en su oficina?

    —El Dr. Warren no ha venido en unos días, señor —respondió otro de los guardias, un hombre moreno de estatura baja.

    Richard pareció preocuparse por esto y pensar unos momentos su próximo movimiento.

    —Entiendo. Hay algo que quería mostrarme. Pasaré a su oficina y veré si me lo dejo ahí, ¿está bien?

    —Por supuesto, señor. Pase usted.

    Richard agradeció el gesto con un ademán de su cabeza y comenzó entonces a caminar rápidamente por un pasillo lateral sólo para personal autorizado, en dónde se encontraban las oficinas administrativas. Luego comenzaron a bajar por unas escaleras hacia el sótano, en dónde se encontraba la oficina, talleres y bodegas de Charles.

    —Richard, ¿ahora sí vas a decirme qué está pasando? —Le cuestionó Ann aprensiva mientras bajaban.

    —Todos tenían razón —soltó Richard de pronto como un desvarío—. Robert, Marion, Charles. Me advirtieron y yo no quise escuchar.

    —¿De qué estás hablando?

    —¡De Damien! —Espetó exaltado, virándose hacia Ann que yacía unos escalones por encima de él—. Es un monstruo que a dónde va esparce sólo la muerte. Robert, Katie, Marion, Bill, ¡Mark! Dios me perdone, pero incluso hasta Rebecca podría… —fue incapaz de terminar esa última afirmación, pero fue bastante claro su punto.

    —Escucha —susurró Ann con suavidad, bajando con cuidado hasta estar a su altura—, estás muy alterado por todo lo que ha pasado, y eso es totalmente normal. Pero intenta pensar las cosas con claridad, por favor. —Lo tomó entonces de sus manos y lo miró fijamente a los ojos. La luz en las escaleras era escasa, pero aun así logró ver la rabia contenida en ellos—. Todo eso que dices es una locura, y lo sabes. Eres un hombre sensato, Richard. Tú no crees en supersticiones absurdas como esa…

    —No son supersticiones —declaró fervientemente, apartando sus manos de ella—. Todo está bastante claro ahora. Si hubiera hecho algo desde que Marion me lo dijo la primera vez, Mark estaría vivo y ella también. Pero no dejaré que siga lastimando a más personas. Terminaré lo que Robert empezó.

    Y dicho eso, bajó rápidamente lo que quedaba de escalones y avanzó apresurado por el pasillo hacia la oficina de Charles.

    —¿Qué quieres decir con eso? —Le gritó Ann con preocupación, pero él no le respondió. Se apresuró entonces a alcanzarlo.

    Al llegar a la puerta del Dr. Warren, Richard intentó abrirla pero al parecer estaba con llave. Introdujo entonces su mano en el bolsillo de su pantalón, sacando un manojo de llaves de repuesto, entre las que eligió una y la introdujo en la cerradura para abrirla. El hecho de que trajera eso consigo le indicó a Ann que tenía pensado ir ahí incluso desde antes de que salieran temprano de la casa.

    El interior de la oficina estaba algo desordenado, con libros, paquetes y algunas piezas de exhibición como estatuas, herramientas o pergaminos esparcidos entre su escritorio, su mesa de trabajo, y los libreros. Olía un poco a encerrado y a polvo, pero no más de lo que se esperaría de la oficina de un curador de museo. Pero no había rastro de Charles, o de que hubiera estado ahí en esos días. Sin embargo, igualmente Richard hizo el intento de llamarlo.

    —¡Charles!, ¿estás aquí? —pronunció con fuerza. La explicación de los guardias parece no haberlo satisfecho, o quizás esperaba que Charles se estuviera escondiendo ahí, algo que a Ann en un momento no le pareció tan descabellado. Sin embargo, como era de esperarse, no hubo respuesta alguna a dicho llamado.

    —Quizás está en la casa, dónde nosotros deberíamos estar también —señaló Ann—. Todos deben estarnos esperando allá…

    Richard sin embargo hizo oídos sordos de las palabras de Ann e ingresó rápidamente a la oficina, revisando de forma poco cuidadosa lo que había encima de la mesa de trabajo y el escritorio, esculcando los papeles e incluso abriendo algunos de los paquetes.

    —¿Qué estás buscando? —Le cuestionó Ann, ya algo fastidiada—. Ten cuidado, algunas de estas cosas se ven delicadas…

    —Charles dijo que estaban aquí —fue lo único que soltó Richard, aunque quizás no era precisamente una respuesta hacia ella.

    Luego de revisar todo lo que estaba sobre el escritorio y, evidentemente, no encontrar lo que buscaba, intentó abrir los cajones pero estos también estaban bajo llave. Volvió a sacar el manojo y luego de tratar con cinco diferentes, la sexta logró entrar y girar a la perfección en la cerradura del escritorio. Abrió rápidamente el cajón superior y lo esculcó sacando todo lo que contenía, sin éxito aparente.

    —Charles estará muy molesto cuando vea cómo estás dejando sus cosas —le regañó Ann con los brazos cruzados desde la puerta, desde donde había visto todo lo que hacía. A pesar de su advertencia, en realidad esperaba que Charles en ese momento estuviera muerto y pudriéndose en una zanja y nunca volviera a esa oficina.

    Una vez que terminó con el cajón superior, Richard siguió con el inferior, y casi inmediatamente después de haberlo abierto, se quedó quieto, contemplando el interior del cajón que Ann no podía ver desde su posición. Lentamente, introdujo sus manos en el cajón y extrajo algo que colocó sobre la superficie del escritorio, entre todos los papeles revueltos.

    Ann se aproximó cautelosa por detrás. Lo que Richard había sacado era una manta gris oscuro, sucia y vieja, que envolvía algo. Richard extendió la manta en lo largo del escritorio, revelando de esa forma lo que escondía.

    —Aquí están… —susurró despacio, no con alegría y victoria, sino con un neutral alivio.

    Ann se apuró a su lado para poder verlo también. Aunque a simple vista no era claro qué eran, parecían ser en efecto objetos antiguos, como cuchillos ceremoniales o algo parecido. Sus hojas eran de un acero oscuro, delgadas como pequeños floretes que terminaban en punta. Sus empuñaduras parecían ser del mismo metal que las hojas, pero un poco más claro, y tenían un relieve en ellas que resultaba extraño considerando el tipo de objetos que eran. Parecía ser una representación de Jesús en la Cruz, con sus brazos extendidos hacia el pomo y sus pies juntos en dirección a la hoja. Eran varias, siete de hecho, y todas eran en aparentemente idénticas entre sí.

    Siete cuchillos… siete dagas.

    —Las Dagas… —susurró despacio, incapaz de contener su asombro al comprender lo que veía.

    Ann nunca las había visto, y hasta el día anterior ni siquiera sabía de su existencia. Aun así, logró adivinar claramente lo que eran: las siete Dagas de Megido, de las que Lyons le había hablado. Las únicas armas en ese mundo capaces de matar al Anticristo, expuestas delante de ella como si fueran cualquier otra baratija de ese museo.

    La respiración de Ann se detuvo por unos instantes. ¿Cómo era eso posible?, ¿por qué Charles las tenía? ¿El tal Bugenhagen no sólo le había escrito esa carta a Richard, también le había enviado las malditas dagas? Si lo hizo, claramente había sido con la intención de que las usara contra Damien, así como se las había dado a Robert siete años atrás con el mismo fin. ¿Fue él quien las había sustraído de la policía de Londres antes que la Hermandad? Era lo más seguro, pero en esos momentos daba igual. Lo importante era que estaban ahí delante de ella justo ahora, y Richard al parecer sabía lo que eran. Y Ann esperaba que su reacción no hubiera dejado en descubierto que en efecto ella también.

    Richard, sin embargo, no pareció poner demasiada atención en ella. Su vista estaba fija en las dagas, como si fueran lo más fascinante y extraño que hubiera visto en su vida. Su diseño era de hecho muy rustico y poco estético. Aun así, tenían una presencia atrapante y atrayente, incluso seductora en ellas…

    El Thorn, quizás el único Thorn de sangre verdadero que quedaba con vida, acercó su mano lentamente con la intención de tomar una. Esto puso en alerta a Ann, que de inmediato reaccionó, empujándolo hacia un lado y colocándose delante de las dagas para cubrirlas con su cuerpo.

    —¡No!, Richard —exclamó Ann con fuerza—. ¿Qué es lo que estás pensado hacer con estas cosas? Por el amor de Dios, ¡Damien es tu sobrino!, el hijo de tu hermano. Los has criado y cuidado durante siete años. Piensa bien las cosas.

    —¡No es humano!, ¡es un demonio! —Le gritó Richard, dejando al fin salir por completo su ira escondida, revelando ante Ann los verdaderos sentimientos que lo inundaban—. Mató a todas esas personas, ¡mató a mi hijo! Debe morir, y éstas son las únicas armas que pueden hacerlo.

    —Estás perdiendo la razón, igual como le pasó a Robert. ¿Acaso quieres terminar como él?

    La mención tan directa a su hermano y su destino pareció quebrar un poco la decisión de Richard. Se apartó un poco, miró pensativo hacia un lado, y se quedó en silencio. Ann aguardó, esperando a ver si acaso algo de lo que había dicho tendría algún efecto, si aún había una oportunidad de salvación temporal para ese hombre.

    Pero la espera fue inútil.

    En cuanto Richard la miró de nuevo, lo vio claramente en sus ojos. La locura realmente se había apoderado de él, y lo que menos quería era escuchar razones. En su mente la verdad se había arraigado de forma inamovible. Anticristo o no, Damien era la representación física de todas las desgracias de su vida, y de la muerte de cada uno de sus seres queridos. Y lo haría pagar por eso de alguna u otra forma. Y, lo más importante, por encima de cualquiera, incluso ella.

    —Dame esas dagas, Ann —ordenó Richard, extendiendo su mano hacia ella—. Esto es una guerra. ¿Estás conmigo o con él?

    Ann observó la mano que le estiraba en silencio. Ella también tuvo clara una cosa en ese momento: ahí se había ido volando la última oportunidad de terminar eso de buena forma. Richard se había vuelto una amenaza inminente para Damien, al punto de que era capaz de irse de ahí directo a la mansión y apuñarlo ahí mismo, incluso delante de todas las demás personas. No había tiempo de consultar con Lyons, ni de saber qué habían decidido. Lo importante era sólo una cosa, lo que único que había importado desde siempre. Incluso desde aquella noche en que la llevaron arrastrando a aquel calabozo, incluso desde antes de que conociera por primera vez al muchacho.

    Se giró entonces lentamente, dándole la espalda a su hasta entonces esposo. Tomó dos de las dagas, una en cada mano, con la aparente intención de entregárselas como había pedido. Sus manos se aferraron más firmemente a esas empuñaduras, que de hechos se sentían tan incomodas. Detrás de ella, Richard seguía aguardando.

    Se giró entonces de golpe con gran rapidez, como había sido entrenada a reaccionar. Antes de que Richard pudiera siquiera parpadear y darse cuenta de esto, Ann jaló con fuerza las dos dagas al frente, perforando el abdomen de Richard completamente con ellas, hasta la empuñadura. Los ojos de Richard se abrieron por completo, llenándose de inmediato de confusión y dolor. Aún incrédulo, llevó sus manos a su vientre, sintiendo las manos de Ann contra él, y el frío acero de las empuñaduras que se perdía en sus ropas.

    —¿Ann…? —murmuró perplejo, con debilidad en su voz. La expresión de ella igualmente había cambiado. Ya no se veía atemorizada o preocupada. Por primera vez, Richard veía un rostro más genuino de Ann: uno frío e impúdico, que lo miraba con total indiferencia a los ojos como miraría a cualquier animal rastrero, o incluso como menos que eso.

    —Lo siento, cariño… Pero yo siempre le he pertenecido… a él…

    Sacó rápidamente las dos dagas, provocándole una fuerte punzada de dolor al hacerlo. Su sangre comenzó a brotar violentamente de sus dos heridas, empapando sus ropas y sus manos. Retrocedió sólo un par de pasos, antes de que Ann volviera a lanzarle dos puñaladas más con las mismas dagas, ahora a la altura el pecho, dejándolas bien enterradas ahí.

    —Mal… dita… —Balbuceó Richard arrastrando las letras, y aun así el coraje era palpable en cada una.

    En lugar de apartarla de él o intentar agarrarse sus heridas, su siguiente reacción fue de lucha. Extendió sus manos cubiertas de sangre hasta ella y la tomó del cuello con las fuerzas que le quedaban encima. La empujó contra el escritorio, pegando su trasero contra la orilla de éste. Las grandes manos de Richard la presionaron fuertemente, y Ann sintió como le faltaba el aire casi al instante. A tientas, recorrió el escritorio buscando alguna otra de las dagas. En cuanto sintió alguna de las empuñaduras, la tomó firmemente, y sin vacilación la clavó justo en el costado izquierdo del cuello de Richard. La sangre brotó en borbotones de la herida, y luego también de su boca, manchándole la cara a la Satanista.

    Richard retrocedió con su mano en su cuello, y sus dedos buscando a tientas el mango para sacarse el puñal. Sangraba abundantemente de todas sus heridas, hasta que su camisa blanca que usaba debajo de su traje negro se volvió totalmente roja. Cayó entonces de rodillas al suelo cuando éstas ya no tuvieron fuerza para sostenerlo, y luego se precipitó al frente. Su cabeza quedó contra el suelo a unos centímetros de las zapatillas de Ann, y ahí se quedó quieto con sus ojos mirando perdidos hacia el muro.

    Ann permaneció en su sitio, respirando agitada mientras su corazón retumbaba dolorosamente en su pecho. Con sus manos se frotó su rostro, y sintió la sensación húmeda contra éste que le indicó que se había embarrado de sangre. Bajó su mirada y vio que no era sólo su rostro: sus manos, sus ropas, y de paso todo ese sitio estaba cubiertos de rojo…

    FIN DEL CAPÍTULO 68

    Notas del Autor:

    —Las Dagas de Megido pertenecen al universo de The Omen o La Profecía, haciendo su primera aparición en la película de 1976 y siendo un concepto recurrente en las secuelas posteriores y spin-offs. Como bien se explicó en este capítulo, son siete armas que teóricamente son las únicas que pueden hacerle daño a Damien.

    —Similar a los anteriores, mucho de lo visto en este capítulo está inspirado en los sucesos de Damien: Omen II, pero con muchos cambios importantes, siendo el principal el destino final de Ann.

    El siguiente será el último capítulo enfocado en este arco sobre la historia de Ann y Damien. Luego de eso volveremos al presente. Gracias a todos por su paciencia, y espero les guste la conclusión de este arco que, siendo honesto, duró mucho más de lo que me esperaba…
     
  9.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas
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    5791
    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 69.
    La Caja

    Un olor metálico le inundó la nariz, posiblemente procedente de la sangre que se había embarrado en la cara, o incluso de aquella que Richard le había escupido encima. Sus piernas le temblaban, al igual que sus manos, por lo que se apoyó en el escritorio casi teniendo que sentarse en él.

    Lo había hecho; acababa de matar a Richard Thorn con sus propias manos. Su ahora difundo esposo no era ni de cerca el primero, ni siquiera el que había tenido asesinar de la forma más violenta. Pero aun así, era de momento el que más le había afectado hasta el punto de dejarla en blanco, y tremendamente agotada. Así que se tomó sólo un par de minutos. Su respiración se fue normalizando, y conforme fue capaz de tranquilizarse pudo pensar con más claridad. Lo hecho, hecho estaba; ahora debía actuar rápido y ser inteligente.

    Lo primero serían las malditas dagas. De ninguna manera podía dejarlas ahí y exponerse a que alguien más pusiera sus manos en ellas. Se aproximó a Richard, y le retiró de un jalón rápido la que tenía encajada en su cuello. Algo de sangre brotó como una cascada, pero luego se detuvo. Dejó dicha daga con las demás, y luego volvió al cuerpo para girarlo. Estaba muy pesado, y tuvo demasiados problemas para hacerlo, e incluso uno de sus tacones resbaló en la sangre y cayó de sentón al suelo. Si no estuviera con la adrenalina al máximo, posiblemente aquello le hubiera dolido demasiado (y posiblemente lo haría en un par de horas), e incluso podría haberse reído un poco. En su lugar se recuperó de inmediato y volvió a intentarlo.

    Luego de quizás diez minutos, logró que ponerlo bocarriba. Las dos empuñaduras sobresalían de su pecho como las dos antenas de un viejo televisor. Sacarlas necesitó igualmente de esfuerzo, pues parecían haberse hundido más al ser presionadas contra el piso al caer y se habían atorado. Una vez que estuvieron libres, Ann se sorprendió un poco al ver que no se habían siquiera astillado un poco. Las hojas seguías intactas, justo como habían entrado.

    Pero no era hora de apreciar tal cosa.

    Colocó las dos con el resto, completando de esa forma las siete; tres de ellas con bastante ADN, y esparciendo este mismo en las demás.

    Y, ¿ahora qué?

    ¿Cómo se desharía del cuerpo? ¿Cómo limpiaría las evidencias? ¿Y los guardias que los habían visto entrar? ¿Y el taxista que los había llevado? ¿O todos los del cementerio que habían visto que fueron juntos?

    Comenzó a sentirse superada por todo aquello, pero se esforzaba para no caer en pánico. Quizás lo mejor sería llamar a Lyons, y que mandara ayuda, o al menos que le dijera qué hacer.

    «Sí, eso será lo mejor» se dijo a sí misma totalmente convencida. Rápidamente esculcó su bolso, que había caído al suelo durante todo el forcejeo, para sacar su teléfono y marcar el número de Lyons. Sus dedos mancharon el aparato, y sus huellas rojas quedaron marcadas en la pantalla. Abrió sus contactos y buscó el número privado de Lyons, disfrazado con el nombre de una vieja tintorería del centro. Su dedo pulgar tembloroso se dirigió a la opción de marcar… y entonces lo escuchó.

    Un fuerte graznido retumbó en el eco de aquella oficina subterránea, que bien podría ser una catacumba. Provenía justo de sus espaldas, y resonó dos veces más antes de que tuviera la decisión suficiente para virarse a ver. De pie sobre una de las repisas, mirándola con sus grandes y brillantes ojos oscuros, se encontraba un cuervo negro de gran tamaño. Se quedó totalmente quieto por unos segundos, y Ann llegó a pensar que se trataba de algún animal disecado. Pero los ojos del ave parpadearon una vez, y luego su largo y afilado pico se abrió, soltando otro graznido más fuerte que los anteriores. Ann contuvo la respiración una vez más, retrocediendo asustada sin ningún motivo claro.

    ¿Era el mismo de aquella noche en la habitación de Marion? Eso era imposible. Pero… ¿cómo es que un ave así había entrado a un sitio como ese en primer lugar? ¿Acaso estaba alucinando? Aquello era una posibilidad que en verdad comenzó a considerar seriamente.

    El cuervo extendió sus alas y voló directo hacia Ann. Su primera reacción fue extender su mano al escritorio y tomar una de las dagas como arma. Lanzó una puñalada al aire, pero el filo ni siquiera rozó al ave, y está siguió de largo por encima de su cabeza. Ann lo siguió con la mirada, viendo como descendía ahora lentamente sobre unos recipientes apilados en una esquina, se viraba de nuevo hacia ella y le graznaba. Ann lo miró extrañada, pero de pronto, como salido de la nada, Ann tuvo una revelación.

    Fue como si por un instante fuera capaz de ver con claridad el futuro inmediato y supiera exactamente lo que pasaría. Tuvo la idea clara de que llamarle a Lyons y le contarle lo que había ocurrido, sería un terrible error de su parte

    «Quédate dónde estás y no toques nada. Te mandaré ayuda»

    Pero no sería precisamente ayuda lo que mandaría. Por como hacía las cosas, lo que haría de seguro sería mandar a dos mantones vestidos de negro, que le meterían una bala en la cabeza y se desharían de ella junto con Richard, y fin del problema. Para ellos sólo era un peón desechable, después de todo. Incluso alguien tan leal y de tanto poder como Spiletto, terminó hecho a un lado cuando el momento llegó; quemado vivo en casi la totalidad de su cuerpo, condenado a vivir el resto de su vida confinado a una silla sin poder hablar o moverse siquiera…

    «Spiletto…»

    Al pensar en el antiguo Apóstol, o más específico en la imagen de su cuerpo cubierto de llamas mientras él corría por su vida, otra imagen de otro futuro posible se le vino a la mente. Echó un vistazo a los recipientes azules de plástico sobre los que se había parado el cuervo. Supo de inmediato qué eran: queroseno… bastantes recipientes de éste químico. Charles de seguro lo usaba en varias de sus restauraciones y limpiezas.

    La imagen que se proyectaba en su cabeza era un tanto diferente a la anterior, pero igual de desalentadora. Se vio a sí misma vertiéndose el contenido de todo ese recipiente encima, quedando totalmente empapada, para luego usar el encendedor de Charles que estaba justo sobre el escritorio, y permitir que ella y toda esa habitación, incluido Richard, se cubrieran de llamas hasta consumirlo todo. De esa forma ambos morirían, en sus propios términos y no por la acción traicionera de su actuar mentor. Y todo quedaría como un terrible accidente, o como las acciones desquiciadas de Richard, que todos habían visto de sobra que había perdido la cabeza poco a poco.

    No habría más averiguación (la Hermandad se encargaría de eso), y Damien estaría a salvo. Lyons y los otros lo protegerían y seguirían adelante con el plan. Y ella sería una mártir en lugar de una inútil fracasada, recibida en presencia de su Amo como la valiente guerrera que había sido. O al menos eso era lo que le habían hecho creer desde muy joven que pasaría si hacía justo lo que debía hacer sin titubear.

    ¿Eso era lo que… Él quería que hiciera? Todo lo que había luchado, todo lo que había escalado, todos sus sacrificios, ¿la habían traído a ese momento? ¿A realizar aquel último acto de fe… y de amor? ¿Eso era lo que la presencia de ese cuervo intentaba decirle?

    “Yo siempre le he pertenecido a él,” le había dicho a Richard con ferviente orgullo en sus palabras. Y era así. Pero al pronunciarles, no tenía en su mente a Dador de la Luz, al Lucero de la Mañana que le habían inculcado era el Verdadero Dios. No, su alma y su vida en realidad le pertenecían a Damien, y a nadie más. Y si él necesitaba o deseaba su vida, ella se la daría. Porque era una… leal sierva.

    Se aproximó lentamente a los recipientes de queroseno. El cuervo emprendió de nuevo el vuelo, elevándose sobre su cabeza. Ann no lo miró, pero tuvo el presentimiento de que si volteaba hacia arriba para buscarlo, ya no lo vería. Tomó uno de los recipientes, que de seguro estaba lleno pues se sentía pesado. Desenroscó la tapa negra lentamente, y al retirarla el penetrante aroma del líquido inflamable le inundó la nariz. Cerró sus ojos unos momentos, respiró lentamente por su boca, y lanzó una plegaria silenciosa a su Señor, para que la protegiera y la recompensara por lo que estaba por hacer. Alzó el recipiente por encima de su cabeza y…

    “Hola… Eres tan pequeña… Yo te sentía enorme adentro de mí…”

    “¿Qué otra cosa nos queda?, ¿cierto? Sólo adaptarnos o morir. Pero tú viniste a este mundo a vivir y ser más fuerte de lo que yo fui. ¿De acuerdo?”

    “Te encontraré, lo prometo…”

    Abrió sus ojos y rápidamente bajó el galón de queroseno, pero lo sostuvo aún en sus manos delante de ella.

    No, no había llegado tan lejos para que todo terminara tan rápido. Aún quedaba mucho que tenía que hacer; por Damien y por esa niña… sus dos hijos… Ella moriría tarde o temprano, y quizás de una forma tan horrible como la que acababa de visualizar. Pero no sería en ese lugar ni tiempo.

    Y entonces se permitió imaginar otro futuro más. Éste no surgió de ningún lado, más que de sí misma.

    — — — —​

    Los dos guardias saltaron asustados de sus lugares al oír los desgarradores gritos de desesperación de Ann, provenientes de las escaleras.

    —¡¡Auxilio!! —Exclamaba con fuerza entre llantos—. ¡¡Ayúdenme, por favor!!

    Los dos hombres se pararon apresurados y corrieron por el pasillo hacia las escaleras del sótano. Encontraron a Ann sentada en los escalones, sollozando y cubierta de sangre. Los dos se horrorizaron al inicio por tal imagen, pero procuraron que aquello no los paralizara.

    —¡Señora Thorn!, ¡¿qué pasó?! —pronunció uno de ellos, el de bigote, y bajó apresurado hacia ella, queriendo ayudarla a pararse, pero ella no cooperaba.

    —Mi esposo… mi esposo… —sollozaba, señalando con sus manos rojas escaleras abajo—. Está herido… no sé qué pasó… no sé qué pasó… ¡por favor!, ¡ayúdenlo! Creo que está, creo que está…

    Sus palabras se ahogaron en un largo y lastimero llanto.

    —Yo me quedaré con ella —indicó el otro guardia, el de tez morena—. Tú ve, ¡rápido!

    El hombre de bigote asintió y se fue corriendo por las escaleras hacia la oficina del Dr. Warren. Ann lloraba desconsolada, con su rostro contra el muro. El guardia la miró preocupado, aunque también un poco incómodo pues no sabía cómo reaccionar o qué decir. Se agachó a su lado, retirándose su boina.

    —Tranquila, señora —le susurró despacio y con suavidad—. Por favor, trate de calmarse y dígame qué…

    Sus palabras quedaron ahogadas en su propia sangre, pues en ese mismo momento Ann se giró hacia él, clavándole una más de las Dagas de Megido directo en el costado de su cuello, hasta que la punta se asomó por el otro lado. Perplejo y desorientado, y sintiendo como su garganta y boca se llenaba de su propia sangre impidiéndole incluso el gritar, el hombre miró como la expresión de Ann había cambiado por completo a una fría y dura, a pesar de que su cara estaba cubierta de sus lágrimas, y de la sangre de su esposo.

    Ann dejó la daga clavada en su cuello, y tomó entonces su cabeza con ambas manos, empujándola con todas sus fuerzas contra la pared, estrellando su costado derecho contra ésta. El primer golpe sólo lo aturdió, pero Ann lo hizo una vez más, y otra, y cada golpe hacía que todo el interior de su cabeza se agitara como en una licuadora, hasta que ya no fue capaz de reconocer ningún sonido o imagen de forma coherente, más que puro rojo.

    El cuerpo del guardia cayó hacia atrás, rodando por las escaleras sin oposición alguna. A mitad del camino se escuchó un fuerte chasquido como el de una rama rompiéndose, y Ann supuso que había sido su cuello. Terminó tirado al pie de las escaleras, boca abajo con su lengua de fuera, además de otras cosas.

    Ann se puso de pie rápidamente, tallándose sus ojos con el dorso de su mano para limpiarse las molestas lágrimas. Bajó las escaleras, se agachó a lado del rostro del guardia para asegurarse que ya no respiraba, y entonces le retiró la daga de un rápido jalón. Tomó además el arma que guardaba en su funda, y comenzó a caminar con sus pies descalzos (había dejado sus tacones para no hacer ruido de más) de vuelta a la oficina de Charles.

    El otro guardia de bigote ya había llegado a la oficina sin percatarse de lo que había ocurrido en las escaleras. La puerta estaba cerrada con llave; Ann lo había hecho para darle un poco de tiempo. El guardia sacó rápidamente su manojo y buscó la llave de esa oficina. Luego de unos segundos logró entrar y se asomó apremiante hacia el interior. No tardó casi nada en divisar el cuerpo de Richard, tendido en el suelo cubierto de sangre.

    —¡Señor Thorn! —Exclamó con una burda esperanza de que siguiera con vida, pero en cuanto se le acercó se dio cuenta de que no era así. Sus ojos aún abiertos lo miraron con una perpetua expresión de sorpresa y miedo.

    Pero algo que también notó en cuanto se acercó, fueron las heridas de en su pecho y cuello, heridas que por sus cursos amateurs de investigación policiaca identificó de inmediato como apuñaladas con arma blanca. Giró su mirada alrededor, divisando sobre el escritorio las dagas ensangrentadas sobre la manta gris.

    —¿Qué demonios…? —Pronunció incrédulo, incapaz de procesar todo aquello tan rápido.

    Dirigió su mano a su arma, le retiró el seguro para desenfundarla, se giró de regreso a la puerta, y fue entonces recibido de frente por un disparo directo en su cara que le atravesó la mejilla izquierda, saliendo por detrás de su oreja. El hombre retrocedió confundido, cubriéndose el agujero en su rostro con su mano libre. Apenas y logró divisar a Ann Thorn en la puerta y alzar su pistola, cuando tropezó con el cuerpo de Richard, cayendo de espaldas al suelo. Su dedo se presionó contra el gatillo, pero la bala dio en el techo, quedándose ahí clavada.

    Ann se aproximó rápidamente y se paró enfrente de él, disparando tres veces más en el torso del pobre guardia, dándole una en el costado izquierdo de su pecho, y dos más en el vientre. Su mano dejó caer su arma hacia un lado, y su rostro quedó colgando hacia atrás. El cuerpo se convulsionó un par de veces, antes de quedarse totalmente quieto sobre Richard, creando, desde la perspectiva de Ann, la forma de una cruz invertida entre ambas.

    «Qué poco sutil» pensó con desanimo.

    Se acercó al escritorio, dejando sobre éste el arma y tomándose sólo un momento para recuperar el aliento. La parte difícil del trabajo ya estaba hecha, pero aún no había terminado del todo.

    Salió de regreso a las escaleras, a dónde había quedado el cuerpo del otro guardia. Lo tomó de los pies y lo comenzó a jalar por el pasillo hacia la oficina, dejando un camino rojo a su paso. Por suerte era pequeño y no muy pesado. Lo colocó a lado de Richard y el otro, destruyendo de esa forma la figura de la cruz. Se retiró su abrigo negro manchado y lo tiró sobre los cuerpos, tomando en su lugar una gabardina café colgada en un perchero que muy seguramente era de Charles. Antes de ponérselo, sin embargo, pasó al baño privado de la oficina, comenzando a lavarse lo mejor posible las manos y la cara. No podría quitar la sangre por completo, pero al menos debía intentar pasar desapercibida en la calle. Luego juntó las siete dagas en la manta y las envolvió muy bien en ellas. Las metió lo mejor que pudo en el interior de la gabardina y se la cerró, amarrándose también firmemente el cinturón de ésta. Se colocó sus tacones de nuevo, y tomó además el encendedor del escritorio y lo introdujo al bolsillo de la gabardina.

    Ahora sí tocaba el turno al queroseno. Tomó uno de los galones y se dio gusto rociándolo por completo sobre los tres cuerpos y sobre su abrigo. Tomó un segundo e hizo exactamente lo mismo. El tercero lo uso para rociar todo el resto de la oficina: los libreros, la mesa de trabajo, el escritorio, las paredes, el suelo… Todo se impregnó de ese fuerte olor, que de seguro la acompañaría por un buen tiempo. El cuarto y quinto galón lo usó para rociar el pasillo, usando de hecho el camino rojo que había dejado el cuerpo del guardia como base, pero mojando también las paredes. Al llegar a las escaleras, roció lo poco que quedaba del quinto en éstas, hasta llegar al descanso.

    Hecho aquello, sólo quedaba una última cosa: el encendedor. Lo sacó de su bolsillo, lo prendió al tercer intento, y contempló la llama danzando delante de ella. Si su Amo la quería muerta, lo más seguro es que terminara quemándose a sí misma, o el fuego no sería suficiente para quemar todo ese sitio. Si no, entonces haría que ese fuego purificador emprendiera su camino libremente hacia su destino. Arrojó el encendedor hacia los escalones el pie de las escaleras, y la llama se volvió inmensa de inmediato, y comenzó a extenderse rápidamente por el pasillo como una serpiente al acechó. Los escalones comenzaron a quemarse, y también las paredes. Vio a lo lejos como el fuego se aproximaba a la puerta abierta de la oficina, penetraba en ella, y luego un fuerte flamazo surgía de ella. Todo el sitio se cubrió de calor y de humo rápidamente.

    Ann suspiró, agotada.

    Estaba ilesa, y era hora de irse.

    Comenzó a subir tranquilamente el último tramo de escaleras, mientras debajo de ella se creaba un verdadero infierno. Para cuando salió por la misma puerta por la que había entrado, el fuego en el sótano era ya incontrolable. Cientos de reliquias que ahí se guardaban fueron destruidas, incluidos los cuerpos de tres buenos hombres. El fuego se extendería más y más sin control, consumiendo gran parte del área administrativa, antes de que los bomberos fueran alertados del suceso. Estando sólo los pocos en guardia por las fiestas, batallarían dos horas para intentar apagar el incendio, sin lograr evitar que el humo y el calor dañaran algunas de las salas de exhibición.

    Para cuando el fuego fue controlado, o al menos en su mayoría, Ann ya estaba entrando por la puerta trasera de la Mansión Thorn.

    — — — —​

    Fue un larga caminata por las frías calles de Chicago, en tacones y cubierta con aquella gabardina que le quedaba grande y que escondía debajo el resto de sus prendas impregnadas de la sangre de sus últimas tres víctimas. Encima de todo, estaba cansada. Ya lo estaba desde el funeral, y el encargarse ella sola de tres personas ameritaba bastante esfuerzo, tanto físico como mental. Pero las calles de la ciudad brillaban con la decoración y las luces, y eso la animó un poco. Pese a todo, esas fechas le gustaban. Obviamente no por el contexto religioso, sino por sus colores y sabores. Aunque en ese momento los únicos sabores que tenía en la boca eran hierro, queroseno y humo.

    Cuando llegó a la mansión, no se sorprendió al ver que ya no había tantos vehículos estacionados afuera. Ya se estaba haciendo tarde, y las personas debían irse a sus cenas y con sus familias, felices de haber cumplido su deber con los Thorns en estos difíciles momentos. No tenían idea de cuanto más difíciles de estaban poniendo en ese mismo momento. La noticia de lo ocurrido en el museo correría rápidamente el día de mañana, o incluso ese mismo día más tarde. Debía por lo tanto hablar con Lyons para que puedan de una vez encargarse de encubrirlo todo. Pero primero tenía que arreglarse, quitarse cualquier evidencia de encima, y hacer acto de presencia ante las personas que quedaran ahí dentro. De esa forma, si había testigos que la hubieran visto sana y salva en ese momento, la idea de deshacerse de ella en una zanja como muy seguramente le había pasado al buen Dr. Warren, se volvería más complicada.

    Se escabulló discretamente por la puerta de la cocina y entró en cuanto vio el camino libre del personal contratado para el banquete. Se dirigió por una puerta lateral hacia un pasillo alejado de la sala, donde de seguro los invitados aún seguían reunidos, y subió por la escalera secundaria de servicio hacia la planta alta. No tenía de seguro mucho tiempo, así que sólo se quitaría esas ropas y se daría una ducha exprés. Se vestiría, y bajaría a la sala para sonreírle con tristeza a todos los que aún quedaban ahí y hacer su debido acto de madre dolida, y futura viuda.

    «Oh, querida, ¿cuándo llegaste que no te vi?»

    «Hace como hora y media, pero subí a descansar un poco. Tenía un horrible dolor de cabeza. Gracias a todos por estar aquí con nosotros, en especial en este día que se supone debería ser de celebración. ¿Y Richard?»

    «No lo he visto desde el cementerio. ¿No estaba contigo?»

    «¿No ha llegado? Me vino a dejar, pero me dijo que ocupaba ir al museo a revisar unas osas con Charles. Creí que ya estaría de regreso. Qué extraño… No sé porque tenía que ser justo hoy, pero ha estado tan afectado por todo esto que simplemente no lo quise contrariar con cuestionamientos»

    «Yo también lo vi muy extraño desde el velorio. Perder a un hijo debe ser algo simplemente horrible…»

    «Lo es, sí lo es. Sólo espero por Dios que no haga ninguna locura… No sé qué haría si también lo perdiera a él…»

    Y acompañaría aquello con algunas pequeñas lágrimas que limpiaría con su pañuelo de seda… O tal vez eso sería demasiado. Como fuera, ya vería la forma de preparar el terreno para lo que vendría mañana. Richard lo había hecho más sencillo, pues más de uno notó de antemano lo aquejado e inestable que estaba desde la muerte de Bill, y luego tras cómo se había comportado con los que le daban el pésame. El primer pensamiento de todos sería que él había sido el responsable de todo lo ocurrido en el museo. Ya sería cuestión de que la Hermandad moviera sus influencias para que esa impresión perdurara. Y por supuesto que lo harían; lo que Lyons menos quería era llamar más la atención, como bien había dejado claro el día anterior.

    Pensaba en todo ello mientras subía las escaleras, y luego se dirigiría por el pasillo a su habitación. Sin embargo, a mitad de su camino sus ojos divisaron al final de aquel corredor una figura pequeña, parada volteando hacia el alto ventanal que daba al jardín y dándole a ella la espalda. Aquella visión la paralizó justo en su sitio, y contempló en silencio aquella espalda pequeña y cabeza cubierta con lacio y brillante cabello oscuro. Sus manos se encontraban ocultas en el interior de los bolsillos de su abrigo.

    Ann aguardó unos momentos. Al principio le pareció que el muchacho no había percibido su presencia. Sin embargo, justo cuando pensó que podría escabullirse en silencio hacia su habitación, el chico se viró lentamente a mirarla sobre su hombro. Y en cuanto esos inexpresivos y distantes ojos azules se clavaron en ella, volvió una vez más a paralizarse.

    —Damien… —murmuró sonriendo, pero incapaz de esconder sus nervios. Por mero reflejo, su mano derecha se presionó contra aquello que escondía en el interior de su gabardina—. ¿Qué haces aquí arriba?

    Damien permaneció callado unos instantes, sólo mirándola y sin que un sólo milímetro de su rostro se moviera de su sitio. Ann sintió que la exploraba profundamente, como si esos ojos pudieran penetrar su cabeza y su pecho, y ver todo lo que tenía en su interior. Sintió por unos momentos un miedo bastante punzante, más del que vivió en cualquier momento de esa infernal tarde. Recordó lo que había hablado con Lyons, sobre cómo desconocían todo lo que Damien sería capaz de hacer. Y se preguntó entonces si en ese momento el muchacho pensaba en una forma de deshacerse de ella, por haber rechazado la visión que le habían dado. Quizás terminaría envuelta en llamas ahí mismo, sólo por tener esa intensa mirada en ella; de hecho, una vez más fue capaz de verlo claramente en su mente.

    Pero no hubo llamas ni nada parecido. Damien luego de un rato retiró su mirada de ella y se giró de nuevo hacia la ventana.

    —Sólo me tomo un descanso —señaló con apatía—. Estar con toda esa gente hipócrita de abajo me enferma… —Hizo una pequeña pausa, y entonces le preguntó—. ¿Y el tío Richard?

    Ann respiró con un poco más de tranquilidad, pero no demasiada. No podía permitirse bajar demasiado la guardia en un momento tan crítico como ese.

    —Él… fue al museo —respondió con la mayor convicción que le fue posible—. Tenía un asunto del cual encargarse. Debe estar en camino…

    —Lo mataste, ¿no es así? —Soltó de pronto el muchacho sin el menor pudor. Ann se quedó estupefacta al oírlo hacer esa pregunta tan directa—. Él quería hacerme daño; lo sentí en el cementerio.

    —¿Lo sentiste?

    Damien guardó silencio, pero a la memoria de Ann vino aquella noche en la cabaña, cuando le dijo que había sentido que Charles le temía miedo. ¿Había sido lo mismo con Richard? ¿Podía sentir lo que ella estaba pensando ene se momento…?

    —Tú eres uno de ellos, ¿verdad? —Soltó de pronto el chico, obligándola a dejar de lado sus cavilaciones.

    —¿De quiénes…?

    Damien se volteó de nuevo hacia ella. Su mirada ya no se veía tan apagado como antes, sino que había recuperado un poco de su fuerza habitual. Aun así, seguía viéndose claramente decaído.

    —Estos días he recordado muchas cosas de mi infancia que creía olvidadas —comenzó a explicarle—. Aquella mujer que me cuidaba en Londres, ella me dijo que después de ella vendrían otros a protegerme, que me enseñarían y guiarían cuando llegara el momento. —Comenzó entonces a caminar en su dirección, y Ann de nuevo fue incapaz de mover ni un dedo—. No sabía a qué se refería, pero ahora comienzo a comprenderlo… —Se paró justo delante de ella, mirándola firmemente—. ¿Tú eres una de esas personas? ¿Estás aquí para protegerme?

    La boca de Ann se abrió pero de ella sólo surgió un sonido inentendible. Sus piernas le fallaron, no sólo por el cansancio acumulado sino por la enorme presencia de aquel muchacho, que sentía como la aplastaba con su sola cercanía. Ann cayó irremediablemente de rodillas delante de él, agachando su cabeza con absoluta sumisión. Y no se sintió mal o menos por hacerlo; de hecho, lo sintió tan bien y correcto que incluso le provocó un cálido alivio.

    —Ese ha sido siempre mi propósito —le respondió con voz clara y concisa, mientras se postraba a sus pies—. He vivido toda mi vida sólo para servirte, mi señor… Y de ahora en adelante, siempre estaré a tu lado como tu más leal servidora. —Volteó a verlo desde abajo con sus ojos al borde de las lágrimas—. Haré cualquier cosa por ti, mi Salvador…

    Damien la miraba desde arriba totalmente estoico ante sus palabras, como si sus declaraciones realmente le dieran lo mismo, o más bien ella le fuera totalmente indiferente. Un pesado suspiró, quizás de cansancio o quizás de fastidio, se escapó de los labios del muchacho, y se viró entonces hacia otro lado para ya no mirarla más.

    —Entonces todo es cierto, ¿no? Lo que el Sargento Neff me dijo, lo que el Dr. Warren le dijo a mi tío, lo que ocurrió la noche en que mi padre murió… ¿Todo es verdad? —Ann no respondió, pero era evidente que en realidad no esperaba que lo hiciera—. Creo que una parte de mí siempre lo supo… que no era cómo los demás…

    Damien se giró por completo hacia un lado y acerco su mano derecha a su rostro, tallándose un poco su ojo izquierdo. Ann no pudo notar si acaso estaba llorando. Sin embargo, si acaso lo hacía, aquella sería la última vez que lo vería hacerlo, pues en ese momento se giró de nuevo hacia ella, y toda su expresión había cambiado. Ahora sonreía, ampliamente, y el sentimiento de sus ojos ya no era de tristeza, sino de elocuencia, de soberbia… de poder…

    —En fin, levántate de una buena vez —le dijo bromista, y con una mano le indicó que se para. Ann lo hizo de inmediato—. Lávate un poco, ¿quieres? No vayas a bajar así.

    Ann sólo asintió sin decir nada. El chico el sacó la vuelta y comenzó a caminar hacia las escaleras con sus manos en sus bolsillos. Ann supo en ese momento que algo había cambiado en Damien, y por consiguiente podría decirse que había igualmente cambiado en el mundo entero. Si tenía que describirlo de alguna forma, para Ann era como un gran cronometro que había comenzado a andar hacia atrás, sobre las cabezas de todas y cada una de las personas vivas…

    Y algo había también cambiado en ella, algo que no se volvería claro hasta mucho tiempo después. Mientras Damien se retiraba, ella se quedó quieta en su lugar sin mirarlo. Y presionó de nuevo su mano derecha contra ese bulto que ocultaba debajo de su gabardina…

    * * * *​

    Ann contempló con dureza la caja fuerte aún cerrada delante de ella, con sus manos colocadas sobre su superficie metálica y fría. Había estado esperando a recibir algún tipo de señal que le dijera que no la abriera, o que se le ocurriese alguna justificación coherente para no hacerlo. Pero no hubo ninguna de las dos. Todo lo ocurrido los últimos meses, y especialmente esas últimas semanas, le dejaban claro que era la jugada más arriesgada que tenía a su disposición, pero también la mejor.

    Y entonces la abrió al fin, levantando la tapa superior hacia atrás para revelar ante ella lo que ahí se guardaba. Tomó con sumo cuidado la manta beige (mucho más nueva y limpia que aquella gris que había tenido prácticamente que quemar en cuanto tuvo oportunidad) que envolvía aquellos objetos y la colocó en la mesa. La distendió por completo a lo largo para asegurarse de que estaban todas y las colocó una a lado de la otra. En efecto, estabas todas; las siete de ellas…

    Las siete Dagas de Megido se veían exactamente iguales a cómo eran aquella Noche Buena en el Museo Thorn, y hace cinco años cuando ella mismas las metió en esa caja. Las había limpiado una a una de cualquier rastro de sangre con mucho detenimiento, pero estaba segura de que observando lo suficiente aún encontraría el algún rastro de Richard o del guardia en algunas de ellas. Pero a simple vista lucían limpias e impecables, aunque poco estéticas que siempre.

    La Hermandad y el Vaticano habían estado buscándolas desde aquella noche en que Robert Thorn intentó usarlas en Damien, y de seguro ambas organizaciones ya las daban por perdidas. Pero no lo estaban; ella las tenía, y las había tenido guardadas todo ese tiempo a espaldas de Lyons, de Adrian, de Damien, e incluso de Verónica. Las únicas armas en el mundo que podían lastimar, e incluso matar, al Anticristo, estaban en manos de quien había sido una huérfana pordiosera mendigado en las calles de Roma, como siempre se encargaban de recordarle. Ella a quien habían encerrado, torturado, y usado a su antojo menospreciándola y mirándola sobre el hombro.

    Tener ese pequeño secreto a espaldas de todos aquellos que siempre se habían creído superiores a ella, ciertamente le causaba una gran satisfacción. Pero ese no había sido el motivo principal por el que había decidido guardarlas.

    Luego de que todo el asunto del museo fue aparentemente aclarado y olvidado, había pensado en arrojarlas al río Chicago, o incluso intentar destruirla. Pero al final su decisión fue esconderlas en un lugar seguro, para que nunca nadie le pusiera las manos encima; y eso incluía a las propia Hermandad. Ella sería la única que las sacaría dada la necesidad, o si moría antes se perderían para siempre. Siempre pensó que ocurriría primero lo segundo, pero lamentablemente la otra opción se había presentado primero, y mucho más pronto de lo que se esperaba.

    ¿Qué tenía pensado hacer con ellas? Eso aún no lo tenía completamente claro, pero tenía algunas ideas en mente. Sabía muy bien que sacar esas cosas de la caja y llevárselas consigo traería un grave peligro, pero era un riesgo que correría. Haría lo que fuera necesario con tal de sobrevivir, como siempre lo había hecho.

    Envolvió las dagas de nuevo en la manta y las introdujo en la maleta que traía consigo, escondiéndolas bien. Se colocó de nuevo la maleta al hombro, se puso de pie, y salió apresurada del Banco Cantonal para dirigirse a su siguiente vuelo. Con ese acto, daba comienzo a su propia guerra personal, aunque sus enemigos aún no lo supieran.

    FIN DEL CAPÍTULO 69

    Notas del Autor:

    ¿Me creerían si les dijera que en la primera proyección que hice esta historia, este arco del pasado de Ann abarcaba un sólo capítulo? De hecho, cuando comencé a escribirlo, pensé que serían tres… Y terminaron siendo siete.

    Entiendo que quizás a algunos estos capítulos les pudieron haber resultado algo pesados, en especial porque estaban 100% dedicados a un personaje que no había sido hasta el momento muy protagónico. Sin embargo, realmente no me arrepiento de haber contado todo esto en este momento, pues muchas de las cosas que vimos en estos capítulos serán muy importantes para lo que vendrá de aquí en adelante. Así que espero que hayan leído con atención, pues las cosas se van a poner realmente complicadas a partir de este punto, y mucho de lo que ocurrirá tendrá su raíz en todo esto.

    En fin, sólo me queda darles las gracias por su paciencia, y espero hayan disfrutado de estos flashbacks, especialmente aquellos que sean fans de The Omen. Ahora es momento de volver al presente y enfocarnos al fin en otros personajes. Estén al pendiente al siguiente capítulo, que espero sea de su agrado.
     
  10.  
    WingzemonX

    WingzemonX Usuario común

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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 70.
    Lote Diez

    En cuanto Cody volvió a Seattle, lo primero que hizo fue descansar; esta vez de verdad. Su agotamiento no se debía sólo a la horrible noche que pasó por el medicamento, aunque mucho tuvo que ver. El motivo principal fue lo extenuante que había resultado todo lo acontecido aquel día Eola. Volver a su rutina normal luego de aquello le parecía falso e inapropiado, especialmente cuando no tenía aún ninguna noticia del estado de Eleven o del paradero de Samara Morgan. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Matilda, Cole y él habían llegado al consenso de hacerse a un lado y no complicar las cosas, y de momento parecía haber sido la mejor decisión. No eran súper héroes, como bien Matilda lo había dicho. Era sólo un profesor de biología y un novio apenas decente, y sólo le quedaba enfocarse en cumplir ambos papeles mientras aún podía.

    El primero fue complicado, pero manejable. El lunes se presentó ante los niños y puso todo de sí para fingir que no pasaba nada. Y aparentemente lo logró, o al menos ninguno de sus estudiantes o compañeros hizo comentario alguno respecto a su apatía más notoria de lo usual.

    Lo segundo resultó ser más difícil de cumplir.

    No tenía idea de qué pasaría entre Lisa y él tras su última conversación. Fue evidente que ella no había tomado de buena manera la revelación de sus poderes, acompañada además de esa pequeña demostración. ¿Le preocupaba qué podría hacer con esa información? No exactamente, o al menos no se había permitido meditar seriamente en ello. Confiaba en ella, y quería creer que a pesar de la opinión que pudiera tener de él en esos momentos, mantendría el secreto hasta que hablaran de nuevo. Y de momento eso era lo único que quería: hablar con ella, intentar arreglar las cosas, o al menos aclararlas. Sin embargo, durante casi todo el lunes y martes intentó ponerse en contacto con ella, mandándole mensaje y llamándole por teléfono, hasta estar a punto de conscientemente caer en el acoso. Pero en ninguno de sus intentos recibió respuesta.

    Muy mala señal.

    Pensó que quizás sólo se estaba vengando por ese tiempo de la semana pasada tas el tiroteo en Portland, en el cual él también había ignorado sus mensajes. Pero mientras más lo pensaba, menos le convencía; Lisa era mucho más madura que eso. Pero las alternativas no eran más tranquilizadoras.

    El miércoles en la mañana tomó la decisión de que, terminando sus clases, iría a su departamento y se plantaría en su puerta hasta que accediera a hablar con él… o ella llamara a la policía. Esperaba que las cosas no llegaran tan lejos. Pero como fuera, si acaso aquello era el final, era mejor saberlo de una vez.

    Mientras tanto, hasta que el momento de la confrontación llegara, debía enfocarse en su trabajo. No había tenido mucha cabeza para preparar su clase esos días, pero por suerte tenía una presentación del año anterior sobre el tema que le tocaba revisar en su primera hora. Así que llevó su laptop, la conectó al proyector del salón, apagó las luces, e hizo que las diapositivas se mostraran en la pantalla blanca que se corría hacia abajo delante de los pizarrones. Ayudaba un poco que el tema en cuestión fuera uno de sus favoritos: las cadenas alimenticias.

    La primera mitad de su catedra corrió de forma normal y tranquila. Los niños ponían atención y tomaban sus apuntes en silencio, mientras él permanecía de pie a lado de la imagen proyectada en la pared, dando su explicación.

    —…la naturaleza es muy sabia, como bien se los había dicho antes —pronunciaba con claridad, mirando hacia el resto del salón. En su mano sujetaba el control para ir cambiando de diapositiva con mayor facilidad—. Y las cadenas alimenticias son el ejemplo claro del perfecto equilibrio que ésta maneja. Todo animal en este mundo se alimenta justo de lo que necesita, y sirve a su vez de alimento para otro miembro más de la misa cadena. Incluso los depredadores, que creeríamos se encuentran en la cima de la cadena, al final de sus vidas sus cuerpos serán alimento para los insectos, los animales carroñeros, o incluso la propia tierra. Y con su muerte, crean nueva vida. Por eso lo llaman el ciclo de la vida…

    —Como en El Rey León —comentó un chico al fondo del salón con tono jocoso, y algunos de sus compañeros le respondieron con pequeñas risillas. En otras circunstancias Cody también hubiera reído, pero no esa vez.

    —Justamente, como en El Rey León —señaló Cody de manera rápida antes de proseguir—. Pero este equilibro es también muy frágil. Se le llama cadena por un motivo. Si un sólo eslabón de dicha cadena desaparece, pones en un grave peligro tanto a los que están después de él, como los que están antes.

    —¿Incluso aquellos a los que se come? —Cuestionó curiosa una jovencita en la primera fila.

    —Por supuesto. Los depredadores no son asesinos malvados ni nada parecido. Incluso ellos cumplen un papel en este frágil equilibrio, como moderadores de las especies. Sin ellos, las poblaciones de los animales de los cuales se alimentan se multiplicarían sin control. Y una mayor cantidad de estos, viene de la mano con un incremento en la necesidad de alimento, y por lo tanto de una disminución sustancial del siguiente eslabón. Y si escasea éste, el entorno ya no sería capaz de sostener tal cantidad de población, y estos morirían; hasta que se alcance un nuevo punto de equilibrio o…

    Calló de pronto, permaneciendo un tanto pensativo. Miró lentamente hacia la dispositiva que tenía proyectada, donde se veía la cadena de ejemplo del león, la gacela y la hierba. El león se encontraba tachado con una gran equis roja, y había cinco cabezas de gacelas amontonadas en un punto, y la hierba escaseando.

    —O la especie simplemente desaparezca —concluyó Cody tras un rato, con una sensación bastante pesada en su voz.

    Cuando se volteó de nuevo hacia la clase, pudo ver la mano alzada de alguien en la tercera fila. Cody la señaló sin fijarse realmente en quién era, indicándole de esta forma que podía hablar con confianza. Sin embargo, no esperaba el tipo de pregunta que surgió de los labios de aquel muchacho.

    —¿Eso es lo que pasa con los humanos? —Musitó la voz del chico, lleno de deseos de saber y sin malicia alguna en sus palabras—. No tenemos un depredador que nos coma, así que nos reproducimos sin control y consumimos todo el alimento, hasta que todos nos muramos. ¿No?

    Se escucharon un par de risas de fondo que parecían intentar restarle importancia a tal cuestionamiento. Cody miró con más cuidado e intentó identificar entre las sombras del salón a quien había hecho la pregunta. Era un niño pelirrojo con rizos; el buen Oscar Hanson, si no se equivocaba. No solía participar mucho, y que lo hiciera de esa forma le parecía inusual.

    —Te estás adelantando un poco, Oscar —respondió Cody con una sonrisa despreocupada—. Eso será parte de nuestra siguiente lección. Pero sí, es cierto. El ser humano no sólo ha venido a crear un problema en su entorno por su crecimiento desmedido, sino que ha afectado con sus acciones a otras cadenas al ser la causa directa o indirecta de la desaparición de muchas especies. ¿Sería la solución para este problema meter un nuevo depredador a la ecuación? —Dejó que la pregunta se quedara en el aire, como si esperara que alguien la respondiera. Pero luego de unos segundos él prosiguió por su cuenta—. Algunos dirían que los virus y las enfermedades modernas, incluso el cáncer, podrían tomar ese papel como moderadores de nuestra especie…

    Su vista se fijó unos segundos en el rincón al fondo del salón, ahí donde la luz del proyector no alcanzaba a tocar nada, y todo lo que sus ojos lograban captar era una gran mancha negra embarrada a la pared, que mientras la veía más deforme y extraña le parecía, como un enorme insectos aguardando el momento perfecto para extender sus alas y volar directo a su cara.

    —O incluso —comenzó a murmurar despacio sin percatarse del todo que lo estaba haciendo—, podría haber… otros seres… que se alimenten de nosotros sin que siquiera lo sepamos. Aguardando el momento de poder saltarnos encima como un león a una gacela…

    Cody se percató en ese momento que su mano derecha había comenzado a temblar un poco, y gotas de sudor se habían materializado en su frente, provocándole una sensación fría que incluso podía ser un poco agradable. Apretó fuertemente su puño intentando tranquilizarse. No podía ver los rostros de los niños en la oscuridad, pero presentía que sus palabras habían alterado a más de uno. Recuperó lo mejor posible la compostura, sonriendo aunque quizás ellos no lo pudieran ver haciéndolo.

    —Pero, si me lo preguntan, los propios humanos hacemos muy bien esa tarea entre nosotros mismos…

    Un agudo sonido resonó en la quietud del salón, interrumpiendo sus palabras; esto fue algo que maldijo, pero al mismo tiempo agradeció. Sin embargo, cuando su cabeza se enfrío lo suficiente, pudo reconocer que aquel sonido había sido el de un celular anunciando de un mensaje nuevo. Y no había sido cualquier celular, sino el que reposaba justo sobre su propio escritorio.

    —No se permiten celulares en clase, profesor —señaló la voz de un niño entre la multitud, quizás el mismo que había mencionado El Rey León. Igual que la vez anterior, los niños lo secundaron con sus risas.

    —Lo siento, creí haberlo puesto en silencio —se disculpó Cody mientras se aproximaba al escritorio, e intentaba disimular lo más posible su apuro. Sabía que era poco probable que fuera un mensaje de quién esperaba, y más probablemente podría ser de cualquier otra persona, incluso Matilda, Cole, o alguien más de la Fundación con alguna actualización sobre Eleven. Pero aunque fuera ese caso, igualmente debía echarle un ojo lo antes posible.

    Cundo tomó el teléfono y vio la pantalla, su respiración se cortó al ver en las notificaciones el nombre de Lisa. Por un segundo se olvidó por completo de en dónde estaba, y abrió el mensaje ahí mismo en el salón y lo leyó. Y, de hecho, tuvo que leerlo dos veces antes de poder comprenderlo por completo.

    No era una respuesta directa a ninguna de las decenas de mensajes que él le había enviado antes. Era sólo un mensaje largo que decía:


    Hoy comencé mi nuevo proyecto. Será fuera de la ciudad, por lo que estaré ausente e incomunicada por un tiempo. No sé qué tanto. Por favor no me busques, será mejor así.

    Cuando vuelva a Seattle yo te busco para que podamos hablar. Cuídate.


    —¿Qué? —Soltó de pronto en voz alta, una vez más sin cuidar en dónde se encontraba—. Lo siento, tengo que hacer una llamada urgente. Por favor, sigan leyendo el capítulo. Enseguida vuelvo…

    Y sin apartar la vista del teléfono, o incluso encender la luz para que en efecto los estudiantes pudieran leer como les había pedido, se dirigió a la puerta y salió apresurado al pasillo.

    En unos cuantos segundos, Cody pasó de sentir emoción y alivio por al fin recibir una respuesta, a confusión absoluta por el contenido de dicha respuesta, y culminando en un creciente enojo. Días sin hablar, sin atender sus llamadas, ¿y lo único que le enviaba era eso? Recordaba que la última vez que hablaron comentó que quizás le asignarían un nuevo proyecto, pero no dijo que sería tan pronto y mucho menos que involucraría que se fuera de la ciudad y estuviera incomunicada por… ¿cuánto era exactamente “un tiempo”?

    El mensaje lo había enviado (o al menos a él le había llegado) hace poco más de minuto, así que aún debía de tener el teléfono en sus manos. Sin dudarlo marcó su número, pegó el teléfono a su oído y esperó. La llamada estuvo sonando, y sonando... pero no hubo respuesta y saltó el buzón de voz.

    —Maldita sea —musitó despacio, y volvió a marcar de inmediato. Al segundo intento, ahora la llamada había saltado directamente al buzón voz, sin siquiera sonar—. ¡Maldita sea!

    Había alzado la voz de más. No creía que alguien le hubiera oído, pero igual respiró lentamente antes de que hiciera o dijera alguna otra locura.

    ¿Qué rayos significaba ese trato ahora?, ¿qué acaso tenían trece años? ¿Se escudaría en su supuesto nuevo proyecto para no darle la cara?, ¿enserio quería que las cosas fueran de esa forma?

    Sus dedos se habían apretado fuertemente contra su teléfono, dejando en evidencia la gran frustración que le invadía. Al percatarse de esto, intentó relajarse. No era habitual en él perder la compostura de esa forma. Quizás estaba mucho más afectado por todo ocurrido en Oregón de lo que creía… Pero no había forma de que dejara las cosas de esa forma. Una parte de él sabía que no era correcto, pero otra más fuerte le gritaba al oído: “¡al carajo!”

    Volvió al salón con el mismo apuro con el que había salido, y en esa ocasión si se tomó un segundo para encender las luces.

    —Chicos, tendrán que disculparme —les informó apresurado mientras se dirigía a su escritorio para recoger el resto de sus cosas— Me surgió una situación personal, y tendré que retirarme. Voy a pedir que venga algún profesor a cuidarlos por el resto de la hora. Nos vemos el viernes; no hay tarea.

    Ni siquiera se tomó un momento para ver las expresiones confundidas, o incluso preocupadas de los niños. Sólo desconectó su laptop, la guardó en su mochila junto con todas sus demás cosas, y se la colocó al hombro. Y sin decir nada adicional a lo que ya había dicho, salió de nuevo del salón. Y tras una parada rápida a dirección para dar aviso, salió también de la escuela.

    — — — —​

    Más temprano ese día, en algún punto entre los bosques de Maine, el Dr. Russel Shepherd comenzaba su día como de costumbre. Despertó a las siete de la mañana en su cuarto en el nivel -10 de la Instalación 24G1 del DIC, conocida coloquialmente como El Nido. Los niveles del -10 al -13 de la base construida en el interior de una alta montaña, estaban destinados para los cuartos del personal científico de planta. Una vez que salías del ascensor, era como haber entrado al pasillo de un elegante hotel, o de un costoso edificio de departamentos. Claro, las habitaciones eran pequeñas, apenas lo necesario, aunque la del Dr. Shepherd era de las más amplias.

    Luego de despertarse, tomar una ducha, vestirse y comer su desayuno en el Comedor del Nivel -9, el resto de su día solía repartirse entre los diferentes proyectos que estaban a su cargo directo. Russel era el Jefe de Investigación del nuevo DIC. En concreto, él mismo supervisaba cualquier proyecto que tuviera relación con los UP’s o Usuarios Psíquicos, un término acuñado desde antes de que él llegara a ese sitio y que él consideraba un poco inexacto para categorizar la gran cantidad de personas con habilidades diferentes que habían ido encontrando a lo largo de los años.

    De todos los proyectos que tenía en curso, ninguno le causaba tanto interés al buen Dr. Shepherd como Gorrión Blanco, pese a que era uno de los que estaban más estancados. Pero tenía fe en que ya no sería así. De hecho, ese mismo día llegaría un nuevo elemento externo que esperaba pudiera ayudarles a darle al fin un progreso satisfactorio. Eso sería quizás el cambio más significativo en su rutina, después del viaje de tres días que había hecho la semana pasada para entrevistar en persona a diferentes candidatos alrededor del país.

    A mitad de la mañana, mientras se distraía con otras cosas en lo que le confirmaban la llegada de dicho nuevo elemento, la secretaria personal del Capitán McCarthy, Director Genral del Nido, se comunicó con él por su radio remoto, indicándole que el Capitán deseaba verlo en su oficina lo antes posible. El “lo antes posible” sonaba serio, pero a Russel no le preocupó mucho. Indicó que iría para allá de inmediato, pero de hecho se tomó un poco más del tiempo necesario para ir a la máquina expendedora del comedor y comprar una barra de arándano. Pero no lo hacía para molestar… o no conscientemente al menos.

    Una vez que tuvo su bocadillo, subió por el ascensor al nivel -1, en donde se encontraba todas las oficinas administrativas y de seguridad. Kat, la secretaria de McCarthy, no se encontraba en su lugar cuando llegó. Por lo tanto, se tomó la libertad de dirigirse directo a la puerta de roble con la placa dorada empotrada en ella que mostraba el nombre Cap. Davis McCarthy, y llamó con sus nudillos con sólo la fuerza necesaria

    —Adelante —pronunció una voz profunda desde el interior la oficina, y Russel le tomó la palabra.

    Davis McCarthy, un hombre a la mitad de sus cuarentas de cabello y barba rojos, se encontraba sentado en su escritorio, aparentemente firmando unos papeles en el interior de un legajo. A sus espaldas las ventanas que daban al área de entrenamiento de los militares de planta se encontraban abiertas. En ese momento los jóvenes soldados de uniformes azules corrían en formación por la amplia área despejada.

    —Buenos días, capitán —saludó Russel desde la entrada, dándose cuenta un poco tarde de que tenía algo de la barra que comía en su boca—. ¿Quería verme?

    —Russel, siempre estás comiendo alguna golosina cuando te veo, ¿por qué? —Le cuestionó el hombre pelirrojo sin voltear a verlo directamente, sabiendo sólo por cómo había hablado que en efecto estaba comiendo algo.

    —Es una barra de arándano; se supone que es saludable —se defendió Russel, burlón. Cerró la puerta detrás de él y se aproximó hacia una de las sillas delante del escritorio y se sentó en ésta de forma relajada, cruzándose de piernas—. Lo cierto es que soy un adicto a los dulces. No al nivel de tener que ir a comedores anónimos o algo así, pero si lo suficiente para que me preocupe un poco tras mis últimos análisis de sangre. Así que estoy intentando dejarlo, en especial los chocolates. —Dio entonces una mordida más de su barra, de la cual ya quedaba menos de la mitad—. Pero estas cosas son el doble de caras y la mitad de buenas. No lo hacen fácil.

    McCarthy sólo soltó un pequeño murmullo con su garganta, que apenas y mostraba interés en su explicación. Su atención seguía puesta en los papeles delante de él, que leía con mucho cuidado antes de al fin firmarlos en la parte inferior. El capitán era un hombre fornido, de rostro fuerte y mirada intensa, propio de un militar de carrera. Su personalidad seria y estricta, que rozaba casi en lo mojigato, era igualmente la estereotipada de alguien de su cargo. No llevaba mucho en el Nido ni en el DIC; quizás un poco más de año y medio, a diferencia de Russel que ya tenía unos quince años metidos en ese pequeño mundo de los UP’s.

    De manera oficial, McCarthy era el encargado de la seguridad y la administración de esas instalaciones, así como de ser el contacto directo con la Directiva del DIC. Todo eso lo convertía teóricamente en su superior, al menos en el organigrama. Sin embargo, en la práctica, Russel, en su carácter de Jefe de Investigación, tenía casi completa autonomía para actuar como mejor le pareciera, dirigir a su equipo y sus proyectos, y solamente entregar sus reportes en tiempo y forma. Esa manera de trabajar siempre había funcionado, aunque había traído algunos roces con los dos antecesores del capitán McCarthy. En contraste, su relación actual con éste era bastante más calmada y cooperativa, pues cada uno parecía estar más que feliz de no tener que meterse en el terreno del otro. Aun así, esa petición de que fuera a su oficina “lo antes posible”, hizo despertar en Russel sus viejos hábitos de autodefensa para lo que pudiera venir.

    Sabía que quería hablarle de Gorrión Blanco; últimamente era lo único de lo que hablaban. Ese tema, y el de la famosa Charlie McGee, eran los que más agitaban el avispero de los altos rangos, y últimamente ambos habían pasado a estar muy relacionados entre sí. Así que no tenía prisa en que le dijera qué deseaba con exactitud, por lo que se quedó sentado en su silla, comiendo su barra pacientemente en lo que terminaba lo que estaba haciendo. No fue mucho. Un par de minutos después McCarthy firmó el último de los papeles, cerró el legajo y lo colocó a un lado de su escritorio.

    —Cómo sea. ¿No llegaba hoy la nueva bioquímica independiente que habías seleccionado para Gorrión Blanco?

    —Oh sí, la señorita Mathews —confirmó Russel—. Recibí noticia de que la recogieron en el aeropuerto hace una hora, así que debe estar por llegar en cualquier momento.

    McCarthy asintió y se hizo hacia atrás, recargándose completamente contra su silla. Parecía tenso, pero ni así Russel dejó de comer su barra de arándano hasta terminarla por completo.

    —Sé que tenemos prisa —declaró el capitán—, en especial tras la última advertencia del Director Sinclair. Pero aun así tengo que preguntarlo: ¿estás seguro que será la adecuada para esto? No entrevistaste a muchos otros candidatos, y la seleccionaste después de hablar con ella sólo una vez.

    —¿Qué si estoy seguro?, pues no —respondió Russel con simpleza, encogiéndose de hombros—. Ignoro si será la gran revelación milagrosa que resolverá este pequeño embrollo que tenemos en manos. Pero sí sé que es la mejor opción que podríamos haber encontrado en tan poco tiempo.

    —¿Y por qué estás tan seguro?

    —Bueno, su experiencia, referencias, historial familiar, y el hecho de que ya se le hubiera dado Autorización de Seguridad antes, ayudó bastante.

    —Con historial familiar supongo que te refieres a su padre. Es militar, ¿no?

    —Cuerpo de Marines, para ser exacto. Retirado. Sus dos hermanos mayores también están enlistados. Así que se podría decir que este tipo de ambientes no son extraños para ella. Pero además de todo eso, también influyó la sensación que me dio cuando hablé con ella. Un buen presentimiento, se podría decir. Y cómo nuestra experiencia nos ha mostrado, los presentimientos muchas veces no son sólo eso, ¿cierto?

    Acompañó su comentario con un juguetón guiño de su ojo. McCarthy no parecía ni a favor ni en contra de sus comentarios. De todas formas, ¿qué podría decir a esas alturas? La decisión ya estaba tomada, y la chica venía en camino en ese mismo momento. Además, elegir a su personal a cargo era parte de la autonomía con la que Russel contaba, pese a que el capitán tenía la libertad de expresar su opinión si le apetecía.

    —Pues esperemos que tengas razón —concluyó McCarthy, girándose hacia las ventanas a sus espaldas. Debajo, en el nivel -2, los muchachos seguían con su entrenamiento diario—. El Director Sinclair me pidió que te recordara que ésta es tu última oportunidad. Y que si esto no funciona, el recurso será aprovechado de otras formas.

    —Por supuesto —respondió Russel con bastante calma. No era la primera que le lanzaban dicha amenaza, y estaba seguro de que no sería la última.

    Llamaron a la puerta, y antes de que McCarthy terminara de girar su silla de regreso, ésta se abrió. El rostro de Kat, una mujer de cincuenta años de cabello rojizo con canas, se asomó hacia el interior del despacho.

    —Disculpe, capitán —dijo la secretaria con precaución—. Me pidieron que le comunicara al Dr. Shepherd que el helicóptero que esperaba ya se está acercando. Parece que tiene su radio apagado.

    Russel se sobresaltó un poco en su silla, y entonces tomó el pequeño radio negro sujeto a su cinturón para revisarlo.

    —Vaya, qué barbaridad —musitó el hombre de cabeza rapada, sonriendo ampliamente con sus dientes blancos y brillantes—. Gracias, Kat. Iré enseguida.

    La secretaria asintió y se retiró cerrando la puerta de nuevo.

    —Bueno, tu presentimiento ya está aquí —señaló McCarthy, demasiado serio para considerarlo una broma—. Debes ir a recibirla.

    —Por supuesto —indicó Russel, parándose de su asiento rápidamente—. Me voy entonces.

    Russel se viró hacia la puerta, y apenas alcanzó a dar dos pasos en su dirección antes de escuchar la voz del capitán otra vez.

    —Con Autorización de Seguridad o sin ella, procura no revelarle más de lo necesario —musitó McCarthy, casi como una peligrosa advertencia. Russel se detuvo y se giró a mirarlo, un tanto desconcertado.

    —Si queremos que haga una buena labor, tenemos que darle todos los datos precisos para trabajar.

    —Lo sé —susurró el hombre pelirrojo en voz baja, y entonces alzó esa mirada penetrante hacia él—. Por eso lo digo: no más de lo necesario.

    Russel guardó silencio unos momentos, sosteniéndole su mirada. La suya también podía ser penetrante e intensa si lo necesitaba.

    —No más de lo necesario. Entendido.

    Sin más, el Jefe de Investigación dejó la habitación para cumplir su nueva labor de ese día.

    — — — —​

    Para cuando llegó al Nivel 0, en donde se encontraba el Helipuerto en el punto más alto de la base, el helicóptero azul ya era visible a simple vista y se preparaba para bajar. Los encargados de la pista ya les estaban dando las indicaciones, y estaban listos para recibirlo. Al salir del elevador, lo primero que Russel distinguió fue la espalda ancha y la nuca descubierta del Sargento Francis Schur (Frankie para los amigos, y Russel), encargado de la seguridad del base y hombre de confianza de McCarthy. Él se encontraba de pie a un lado de la pista, con sus manos atrás de su espalda mientras miraba al helicóptero descender. Russel se le aproximó, parándose a un lado e él.

    —Hey, Frankie —le saludó, animoso—. Mi soldado favorito. ¿Cómo estamos hoy?

    —Bien —le respondió el hombre de uniforme azul, de forma impasible.

    —Animado como siempre —ironizo Russel—. Sé que no te agrada mucho el tener civiles rondando por aquí. Pero cuando se trata de ciencia, a veces es bueno tener un par extra de ojos, con otras ideas alejadas de los cuadrados procedimientos de una institución gubernamental.

    —Si usted lo dice, Doctor —le respondió Frankie con la misma falta de emoción que antes.

    Russel resopló, cansado. Le agradaba Frankie, pero sacarle plática era realmente un dolor de cabeza.

    El helicóptero descendió hasta posarse firmemente en la pista. El motor se fue apagando, y las hélices poco a poco se detuvieron hasta quedar inmóviles. Colocaron una escalerilla a un lado del helicóptero, y la compuerta se abrió. Uno de los ayudantes de la pista ayudó con su mano a que la pasajera se bajara. En cuanto Russel divisó a la mujer delgada de cabello negro corto y anteojos, se aproximó con paso seguro hacia ella, seguido detrás por Frankie.

    —Señorita Mathews, qué placer verla de nuevo —anunció Russel con fuerza, llamando de inmediato la atención de una aún aturdida Lisa Mathews.

    —Dr. Shepherd, igualmente —le respondió Lisa, extendiendo su mano para estrechar la de él. Traía unos pantalones azules y zapatos cómodos, y una chaqueta café, ropa más casual que la bata de laboratorio que tenía el día que la entrevistó. En su hombro cargaba una mochila gris para computadora.

    —¿Cómo estuvo el viaje en helicóptero? —Le cuestionó Russel, mientras con una mano en su espalda le guiaba para que se alejaran del vehículo.

    —Bastante bien, gracias —murmuró despacio, mientras sobre su hombro miraba hacia el paisaje visible, que parecía ser sólo bosque extendiéndose a la distancia—. ¿En verdad esto es un Centro de Investigación? Parece casi la base de algún villano de caricatura.

    Russel carcajeó estridente, divertido por el comentario.

    —Muy bueno, por supuesto que sí. No es una instalación militar común, eso se lo puedo asegurar. La apodamos cariñosamente El Nido.

    —Oh, ¿por la altura?

    —Supongo —respondió Russel encogiéndose de hombros—. No dije que fuera un apodo muy creativo.

    Al mirar una vez más sobre su hombro, Russel notó como los pilotos del helicóptero bajaban del comportamiento trasero de éste tres maletas; una rosada y dos negras.

    —Veo que trajo suficiente equipaje.

    —Bueno —pronunció Lisa, un poco cohibida—, me dijeron que ocuparían de mis servicios por quizás dos o tres semanas, así que quise venir preparada.

    —Mujer precavida, me gusta. Ustedes dos —Russel señaló entonces a otros dos soldados, con el mismo uniforme azul que Frankie—, ¿podrían llevar ese equipaje a la recamara de personal temporada 103? Mientras le damos su introducción a la señorita Mathews para que pueda ponerse a trabajar lo antes posible.

    Los soldados se miraron entre ellos algo confundidos. Sus expresiones enteras gritaban: “somos soldados, no mozos.” Ambos miraron hacia Frankie buscando alguna instrucción diferente, pero éste sólo asintió con su cabeza, indicándoles que hicieran lo que les habían ordenado. Y, un poco a regañadientes, así lo hicieron.

    —Por aquí, por favor —le indicó Frankie a la recién llegada justo después, y la llevó hacia una mesa colocada delante de los elevadores. Ahí, otro soldado más aguardaba. Sobre la mesa había tres cajas metálicas enumeradas, que al parecer se cerraban con llave—. Le voy a pedir que deje en estos recipientes cualquier aparato electrónico que traiga consigo. Teléfonos, tabletas, computadoras, cargadores, memorias extraíble, cigarros electrónicos, etc.

    —Necesitaré al menos mi computadora para poder trabajar —indicó Lisa con preocupación.

    —Se le asignará un equipo certificado para sus labores —le aclaró Frankie—. Si necesita algún archivo o programa en especial de alguno de sus equipos, se le proporcionará dado el momento. Mientras tanto, el acceso de cualquier aparato electrónico se encuentra restringido más allá de esos elevadores.

    —Ya ha trabajado anteriormente en proyectos gubernamentales, así que sabe cómo es esto, ¿no? —Indicó Russel, con un tono más calmado que el de su colega militar—. No se preocupe, en su cuarto tendrá también un equipo para su uso personal, con acceso a cualquier sitio aprobado, e incluso una televisión con Netflix… O, más bien, algo similar a Netflix. Pero mientras esté aquí, entenderá que su contacto con el exterior tendrá que ser limitado. Supongo que sus jefes se lo explicaron, ¿no?

    —Sí, y lo entiendo —asintió Lisa—. No se preocupe.

    Colocó su mochila sobre la mesa y la abrió, sacando del interior su laptop, su tableta personal, sus respectivos cargadores, y su lector de libros electrónicos. Del bolsillo de su pantalón sacó su teléfono celular y sus audífonos. Sin embargo, antes de colocar el teléfono sobre la mesa, vaciló un poco.

    —¿Podría antes enviar un último mensaje? —les preguntó intentando sonar firme.

    —No está permitido hacer tal cosa dentro de este perímetro —le informó Frankie con voz tosca.

    —Oh, vamos, cómo si nadie más aquí lo hiciera de vez en cuando —bromeó Russel entre risas, lo que provocó que Frankie lo mirara molesto. El doctor se giró curioso hacia Lisa—. ¿Algún motivo en especial por el que debas mandar dicho mensaje?

    —Es personal —le respondió Lisa, dudosa—. Todo el viaje fue tan repentino que no pude avisarle apropiadamente a… —Dudó unos momentos antes de proseguir—. A mi novio, sobre esto. Sólo no quiero que esté preocupado.

    Russel asintió, al parecer convencido. Miró de nuevo a Frankie, pero evidentemente él no se encontraba nada conmovido por la explicación.

    —Aún no ingresa a los elevadores, así que técnicamente aún está en el área restringida —señaló Russel, como si se tratara del argumento de un abogado.

    Frankie suspiró resignado. Si se tratara de cualquier otro, se mantendría firme en su convicción sin necesidad de siquiera consultarlo con McCarthy. Pero él entendía bien que en ese sitio Russel no era cualquier persona.

    —Tendré que revisar el contenido del mensaje antes de que lo envíe —indicó Frankie con seriedad.

    Lisa asintió y sonrió agradecida. Tomó su teléfono y rápidamente comenzó a escribir lo que quería decir en un sólo mensaje, intentando no revelar ni decir más de la cuenta. Una vez que lo terminó de redactar, se lo pasó al soldado para que lo revisará. Frankie le echó un vistazo rápidamente.



    Hoy comencé mi nuevo proyecto. Será fuera de la ciudad, por lo que estaré ausente e incomunicada por un tiempo. No sé qué tanto. Por favor no me busques, será mejor así.

    Cuando vuelva a Seattle yo te busco para que podamos hablar. Cuídate.


    Frankie lo leyó una segunda vez, y luego le pasó de regreso el teléfono a Lisa, asintiendo para indicarle que podía proseguir. Lisa envió el mensaje, apagó la pantalla y entonces colocó el teléfono con el resto de sus cosas.

    —Gracias.

    Sus dispositivos fueron guardados en las cajas bajo llave y fueron llevados por uno de los soldados hacia una puerta lateral, que de seguro daba a una bodega. Lisa firmó unos papeles para confirmar lo que estaba dejando, y a cambio le dieron tres fichas con los números de las cajas.

    —Todo le será devuelto cuando deje las instalaciones al final de su trabajo —le indicó Frankie.

    —Está bien.

    Una vez terminado ese trámite, le pasaron un detector de metales y revisaron el resto de su equipaje. Todo ello no fue agradable, pero sí lo suficientemente respetuoso.

    —Ahora, si me sigue, por favor —le pidió Russel, avanzando hacia los ascensores—. Disculpe que no la deje siquiera descansar un poco, pero estamos un tanto apresurados. Por eso ocupamos que se empape del trabajo que tendrá que hacer lo más pronto posible.

    Frankie igualmente los acompañó, y similar a como lo había hecho aquella noche cuando Russel volvió de su viaje, extendió su tarjeta de acceso al lector a un lado de la puerta para llamar al elevador.

    —Sus jefes ya le dieron una introducción, supongo —le susurró Russel a su invitada, mientras aguardaban la llegada del ascensor.

    —Sí, aunque no me dijeron mucho —respondió Lisa—. Por lo que entiendo, hay un químico sintético que desean que revise, estudie, pruebe sus efectos en sujetos de laboratorio, y cree un derivado seguro para su uso en humanos.

    —Un buen resumen —asintió Russel, conforme—. Similar al trabajo que realiza todos los días en su empresa, ¿no? Sólo que este químico es un tanto más complejo que aquellos con los que ha trabajado hasta ahora.

    —Era de esperarse. ¿Qué es lo que debe hacer dicho químico?

    A diferencia de su actitud hasta ese momento, Russel guardó un singular silencio, que le hizo sentir a Lisa que quizás había hecho una pregunta inapropiada.

    El elevador llegó en ese mismo momento, por lo que los tres ingresaron. Las puertas se cerraron, Frankie presionó el botón -5 y comenzaron a bajar. Entonces Russel volvió a hablar.

    —Ya firmó el papeleo de la confidencialidad y todo eso, ¿cierto?

    —No me dejaron subirme al helicóptero sin hacerlo —aclaró Lisa.

    —Por supuesto. Bueno, ¿recuerda que cuando nos conocimos usted me mencionó a la antigua agencia del DIC, y esos oscuros experimentos que supuestamente estuvieron haciendo en los 60’s y 70’s?

    Lisa se sobresaltó, un poco asustada por tal cuestionamiento. Respiró lentamente intentando calmarse, antes de responderle:

    —Sí, lo recuerdo.

    —Mucho de lo que se dice con respecto a eso son meras exageraciones. Pero claro, eso usted ya lo sabe.

    —Por supuesto —sonrió Lisa, serena.

    Russel carraspeó un poco, y se acomodó sus anteojos.

    —Pero lo cierto es que esos individuos sí realizaron proyectos interesantes, que quedaron en el olvido tras la disolución de la agencia en los 80’s. Recientemente, sin embargo, algunas personas… importantes, se podría decir, decidieron retomar algunos de estos. Entre ellos, uno que involucraba a una fuerte droga química conocida como el Lote Seis.

    —¿Lote Seis? —Cuestionó Lisa, curiosa.

    —Los detalles los verá en los expedientes que le proporcionaremos dentro de poco. Pero en términos simples, se trataba de un anestésico, además de alucinógeno, que en teoría sería capaz de realizar modificaciones físicas al cerebro de a quienes se les aplicara, sobre todo en lo respectaba a su glándula pituitaria; ese pequeño puntito tan mágico en nuestras cabezas. De hecho, el componente base de dicho químico era una versión sintética de una sustancia muy inusual y única, excretada por esta glándula y presente sólo en cierto grupo de personas.

    Lisa estaba tan concentrada y sumida en lo que le estaba contando, que no se dio cuenta que habían llegado a su destino hasta que Russel y Frankie comenzaron a caminar. Ella se apresuró a alcanzarlos antes de que las puertas se cerraran y la dejaran atrás.

    —Éste es el Nivel -5 —le informó Russel—, nuestro centro médico. Sígame, por favor.

    Aquel era un largo pasillo blanco bien iluminado, con varias puertas enumeradas a los lados. Ciertamente parecía el pasillo de algún hospital de alta gama.

    —¿A qué se refiere exactamente con cambios físicos? —Preguntó Lisa, un tanto ansiosa de seguir con la conversación.

    —Bueno —prosiguió Russel, aunque al parecer no tan convencido como antes—, el Lote Seis podría, en teoría, hacer que personas tan normales como usted o yo, desarrolláramos capacidades fuera de lo común. Incuso algunas casi… sobrenaturales.

    —¿Qué? —Exclamó Lisa sorprendida, deteniéndose de golpe—. ¿Está hablando de… poderes psíquicos? Cuando hablamos el otro día me dijo que usted no creía en esas cosas.

    Russel se detuvo unos pasos más adelante, y se giró hacia ella, mirándola con una expresión, casi sombría.

    —No recuerdo haber dicho eso, exactamente —musitó despacio, dejando a Lisa aún más impresionada que antes—. Sigamos, casi llegamos.

    Reanudaron en ese momento la marcha, por lo que Lisa no tuvo más remedio que hacerlo también.

    —¿Probaron ese químico en personas?

    —Sí —respondió Russel escuetamente.

    —¿Y… funcionó?

    —¿Qué cree usted?

    Lisa no respondió, y la verdad no estaba segura de querer seguir insistiendo.

    Luego de avanzar un poco más, se detuvieron justo delante de una puerta con el número 5016 en ella.

    —Ya llegamos —murmuró Russel con tono triunfante, y pasó él mismo a usar su propia tarjeta frente al lector electrónico para que la puerta se abriera.

    Al entrar, lo primero que Lisa notó fue una moderna camilla de hospital, y una persona recostada en ella, al parecer inconsciente. Al inicio no la vio con claridad, pero tras dar dos pasos más hacia la cama, pudo divisar que se trataba de una joven rubia y delgada, plácidamente dormida; o, aparentemente dormida. Había una persona más ahí, un hombre asiático en bata blanca, sentado en una silla viendo el televisor del cuarto.

    —Dr. Takashiro, buenos días —le saludó Russel.

    —Buenos días, doctor —le respondió el hombre de bata blanca, sin apartar sus ojos del televisor. Al parecer veía un partido de béisbol.

    —¿Viendo el Béisbol tan temprano? —musitó Russel con sarcasmo.

    —Es una repetición —indicó el médico con voz ausente.

    —Entonces no le importará…

    Russel tomó en ese momento el control remoto, y con él apagó el televisor de un sólo botonazo. Esto pareció sorprender al médico asiático, que rápidamente se volteó y pudo notar que Russel no venía solo.

    —Señorita Mathews —comenzó a presentar Russel, extendiendo su mano hacia el médico—, este amable caballero es el Dr. Joe Takashiro, nuestro neurólogo de cabecera en este proyecto, y quien ha estado supervisando durante el último año el estado de Gorrión Blanco.

    El Dr. Takashiro se puso de pie, un tanto avergonzado y con la intención de presentarse y extenderle la mano a la recién llegada. Pero Russel no le dio tiempo de hacerlo, pues de inmediato guio a Lisa hacia la camilla, provocando que prácticamente ambos le dieran la espalda.

    —Y ésta de acá —indicó Russel mirando a la joven rubia inconsciente—, es efectivamente nuestra querida Gorrión Blanco, quien a partir de hoy se convertirá en su nueva mejor amiga.

    —¿Gorrión Blanco? —Susurró Lisa y se aproximó cautelosa a un costado de la camilla, y examinó con más cuidado a la persona en ella. Era una mujer joven, de quizás sólo un poco más de veinte años. Era delgada, de rostro afilado y pálido, con algunas marcas de acné adolescente. Su piel, y sobre todos sus labios, se veían resecos, y su cabello parecía algo descuidado y sin forma—. ¿Quién es?

    —Eso no es tan importante, ¿o sí? —Respondió Russel, encogiéndose de hombros—. Bien podría ser una princesa, la hija de un importante mandatario, o una simple chica de clase baja de Maine. Para el caso da lo mismo.

    «No creo que estaría en una instalación como está si fuera una simple chica normal de Maine», pensó Lisa mientras seguía observándola.

    —¿Está en coma? —Preguntó la bioquímica de pronto, aunque la respuesta era de seguro bastante lógica.

    —Desde hace cuatro años —Respondió Russel, asintiendo—. Dr. Takashiro, por favor. La señorita Mathews no es médico, pero es bastante inteligente.

    El médico asintió y se aproximó hacia una computadora, colocada sobre un pequeño escritorio en un rincón. Luego de ingresar con su usuario, abrió un expediente y luego abrió dos imágenes que ocuparon entre ambas todo el espacio del monitor plano. Lisa se aproximó y echó un vistazo. Parecía ser la tomografía de un cerebro. A simple vista lo primero que le llamó a atención fue una mancha, más clara que el resto, que cruzaba en diagonal por el centro de la imagen. Además había al menos tres áreas del mismo tono, esparcidas en diferentes puntos. En efecto Lisa no era un médico, y menos neuróloga, pero eso no le parecía que pudiera ser algo bueno.

    —En términos simples, la chica tiene graves lesiones cerebrales a causa de un trauma severo en la cabeza —explicó Takashiro, señalando al monitor—. ¿Las ve?

    Lisa asintió.

    —¿Qué le pasó? ¿Fue un accidente?

    —Le cayó su casa encima —explicó Russel rápidamente, provocando que Lisa lo volteara a ver confundida—. Bueno, mínimo toda la planta alta —añadió Russel con tono burlón, como si aquello hiciera todo mejor.

    —Además de esto, estuvo clínicamente muerta por al menos quince minutos —añadió Takashiro—, cuando el límite suele ser de diez. Se cortó la oxigenación al cerebro durante todo ese tiempo, lo que provocó que otras áreas fueran dañadas. Médicamente hablando, es más un vegetal que un ser humano. Su estado se ha mantenido exactamente igual en estos cuatro años, sin empeorar o mejorar. Incluso en los escenarios más optimistas, que rozan en lo que la medicina puede llegar a considerar milagros, no hay forma de que despierte de nuevo. Esas máquinas son las que la mantienen viva. Si fuera un paciente de cualquier hospital convencional, hace mucho que como médico hubiera sugerido terminar con esto.

    —¿Y por qué no lo han hecho? —Cuestionó Lisa, desconcertada por tan horrible diagnóstico.

    —Bueno —intervino Russel, retirándose sus gruesos anteojos—, en estos momentos precisos, por usted, señorita Mathews. Usted es lo único que separa a esta joven de su tan poco prometedor destino.

    —¿Disculpe? —Exclamó Lisa confundida, e incluso algo asustada.

    Russel avanzó hacia el mismo escritorio en el que se encontraba la computadora, y con una llave que sacó de su pantalón abrió el cajón archivero de éste.

    —¿Recuerda lo que le comenté del Lote Seis? —Inquirió al tiempo que esculcaba en el interior del cajón—. ¿Y sobre cómo era capaz de realizar cambios físicos en los cerebros de las personas? Bueno…

    Sacó entonces del cajón un grueso legajo negro con un broche para sostener papeles adornando su parte superior. Se viró entonces hacia Lisa y se lo extendió para que lo tomara.

    —Le presento al Lote Diez, señorita Mathews.

    Lisa miró perpleja el expediente, y dudando un poco lo tomó entre sus dedos. Al abrirlo, se encontró con varios papeles, decenas de ellos, que parecían ser reportes, notas, fórmulas y bitácoras de experimentos. Aunque la información general de lo que contenían no le era conocida, los formatos y varios de los términos y procedimiento descritos eran muy similares a los que usaban en su empresa. Todo aquello describía con sumo detalle la composición y los efectos de una droga, a la que en efecto se referían repetidas veces como el Lote Diez.

    Mientras Lisa le echaba un vistazo rápido a todos esos papeles, Russel se apoyó contra el escritorio, casi sentándose en éste, y comenzó a explicarle la historia detrás de ellos.

    —Ampliando mi respuesta a su pregunta anterior: sí, el Lote Seis fue probado en humanos, pero dicho experimento no resultó como lo esperaban. Causó algunos resultados impredecibles e inestables en los sujetos a los que se les aplicó. Ira, depresión, trastornos psicológicos graves… y la muerte. —Aquello provocó que Lisa despegara su atención de los papeles por un segundo y lo volteara a ver sobre el armazón de sus lentes—. Pero sí hubo algunos que reaccionaron de buena manera, y en los que el experimento tuvo éxito. El Dr. Wanless, quien estuvo a cargo del proyecto original, intentó perfeccionar la fórmula, pero el proyecto fue finiquitado antes de que incluso el DIC fuera disuelto. Pero como bien le dije, algunas personas importantes lo retomaron hace tiempo, atraídos por los resultados obtenidos anteriormente. Y no me refiero a las muertes, sino a los éxitos. Es por eso que en los últimos años se ha invertido mucho en perfeccionar la fórmula, y dichos esfuerzos han dado como resultado esta nueva versión: el Lote Diez.

    Russel señaló al legajo en las manos de Lisa, y ésta volvió por mero reflejo sus ojos de regreso a su contenido. Volvió a hojearlo con cuidado, revisando superficialmente los datos mientras caminaba por el cuarto. Por su parte, el Jefe de Investigación prosiguió con su explicación:

    —Aunque sigue siendo impredecible en la mayoría de los sujetos, o incluso mortal, se llegó a la teoría de que si se administra en algunos sujetos específicos, cuya glándula pituitaria presente esta cierta… mutación llamémosle, podría llegar a modificar sus cerebros, mejorar exponencialmente sus habilidades únicas, y regenerar incluso este tipo de lesiones. —Al hacer ese último comentario, con su pulgar señaló hacia el monitor, aún con las tomografías abiertas—. Gorrión Blanco es nuestro principal paciente y sujeto de estudio. Si el Lote Diez tiene éxito curándola, entonces los alcances de nuestro proyecto se ampliarían. Sin embargo, necesitamos asegurar lo mayor posible el resultado antes de administrárselo, pues sólo tendremos una oportunidad. Y ahí es donde entra usted, señorita Mathews.

    Lisa sólo asintió, como si en realidad no lo hubiera escuchado. Pero sí lo había hecho, atentamente, incluso a pesar de que gran parte de su atención divagaba entre sus palabras y los papeles que leía. Luego de un rato, cerró cuidadosamente el legajo de nuevo, y lo sujetó pensativa contra su pecho.

    —Lo que requiere es que estudie la composición y los efectos de este Lote Diez, lo haga seguro, y entonces… —Se volvió lentamente hacia la camilla, y hacia el rostro dormido de su ocupante—. ¿Usarlo en esta chica? ¿Y espera que esto sea capaz de curarle esas lesiones tan horribles en su cerebro y hacerla despertar?

    —Y que no sólo despierte —señaló Russel, alzando su dedo índice—, sino que lo haga aún mejor de lo que era antes de caer en coma.

    —Que sus habilidades únicas aumenten exponencialmente —susurró Lisa despacio, repitiendo la expresión que él acababa de usar hace poco—. Cuando habla de habilidades únicas… ¿Estamos hablando de…? —Se viró en ese momento hacia Russel, pero su respuesta fue sólo una sonrisa discreta poco comprometida—. ¿Entonces ella…?

    Ni Russel, ni Takashiro, ni Frankie dijeron nada, pero la verdad flotaba tan clara en el aire que no fue necesario.

    Si hubiera ido a ese sitio y escuchado todo aquello un día antes de su última plática con Cody, de seguro hubiera tachado todo de una absoluta locura, y posiblemente hubiera pedido (o exigido) que la dejaran salir de ese lugar cuánto antes. Pero luego de aquello que Cody le había dicho y mostrado, en realidad ya no sabía qué pensar. Sí, esa chica podría ser una princesa, la hija de un mandatorio, una chica normal de Maine… o alguien especial como aparentemente lo era su novio.

    —Si todo sale bien, quizás ella misma le cuente su historia —añadió Russel con un tono bastante relajado; quizás demasiado—. Ahora, sé que es mucho por digerir, y de seguro tiene cientos de preguntas. Pero lo importante de momento es que entienda que este trabajo es muy, muy importante. Perfeccionar el Lote Diez es la última esperanza que esta joven tiene para poder despertar. Si tiene éxito, habrá salvado su vida. Y si no… bueno, no puede estar peor que como está. —De nuevo un comentario (demasiado) relajado—. Así que sin presiones. Yo sé que usted puede, tengo un fuerte presentimiento.

    «Claro, sin presiones» pensó Lisa con ironía, intentando que dicho sentimiento no se reflejara vívidamente en su rostro. Sabía que el trabajo que iría a hacer ahí sería complicado, pero no pensó que sería algo que rozaría casi la ciencia ficción. Pero a pesar de lo casi fantasioso de todo eso, al final de cuentas todo se trataba de químicos, compuestos y reacciones en el organismo. Esa era su especialidad, y se enorgullecía de ser substancialmente buena en ella.

    —Gracias —asintió Lisa con expresión neutral—. Pero la verdad es que sí es mucho que digerir… ¿Podría ir a mi habitación para refrescarme un poco y poder empezar a estudiar estos papeles?

    —Seguro, Frankie la llevará, ¿cierto? —Indicó Russel apuntando hacia el soldado con su mano. Éste sólo asintió de forma afirmativa—. Nos vemos en… tres horas, ¿le parece?

    —Sí, claro. Con su permiso.

    Lisa se dirigió a la puerta, un tanto apresurada al parecer, y Frankie la acompañó en cuanto pasó a su lado para poder abrir la puerta con su llave. Ambos salieron, la puerta se cerró sola detrás de ellos, y sólo entonces Russel pudo respirar con normalidad. Se retiró de nuevo sus anteojos, y se talló sus ojos con sus dedos. Un pequeño dolor de cabeza comenzaba a asomar su fea cara.

    —No le dijo todo —señaló Takashiro en ese momento, casi como un regaño—. Ni siquiera quién es realmente esta chica, o para qué tienen pensado usarla si es que logra despertar.

    El médico miró entonces de reojo a la joven en la cama, como si se sintiera temeroso de verla directamente.

    —Tarde o temprano se enterará, sí —respondió Russel, encogiéndose de hombros—. Pero por lo pronto, ¿para qué abrumarla con tanto? De todas formas el capitán no quiere que le diga más de lo necesario. Normalmente sus “órdenes” me dan igual, pero en este caso decidí que la prudencia sería buena idea.

    —¿Y está seguro de que es la adecuada? —Cuestionó Takashiro justo después, lo que a Russel le causó una mezcla de gracia y molestia, pues era lo mismo que McCarthy le había preguntado—. Recuerde que ésta es la última oportunidad de la chica. Si no lo logra, apagaran la máquina, le extirparan su pituitaria y la usarán como base para crear el Lote Once. Y yo sé que se ha encariñado demasiado con ella en este tiempo…

    —¿Encariñado? —Le interrumpió Russel, seguido de una pequeña risa divertida—. ¿Por quién me tomas, Takashiro? Sólo es un recurso valioso, que será útil a la causa ya sea de una forma o la otra. —Mientras hablaba, caminó hacia la camilla, parándose a la derecha de ésta. Miró pensativo el rostro dormido de Gorrión Blanco, incluso un poco melancólico—. Sólo preferiría que fuera la primera opción. Así que seamos positivos, ¿de acuerdo, Carrietta?

    Dio un par de palmadas en la mano delgada de la joven que reposaba a su lado, aun sabiendo que ella no mostraría reacción alguna a esto.

    Se dirigió él también a la puerta entonces, para seguir con el resto de sus pendientes para ese día.

    — — — —​

    El primer sitio al que Cody se dirigió tras salir de la escuela, fue el trabajo de Lisa, donde se supondría que debería estar a esa hora. No se sorprendió mucho cuando le informaron que no estaba ahí, o incluso de que no podían darle ninguna indicación de a dónde se había ido. Le molestó, incluso más de lo que ya estaba, pero no le sorprendió.

    Siguió intentando llamarla repetidas veces luego de eso, obteniendo la misma negativa que antes. Desesperado, decidió tomar otro taxi hacia su edificio de departamentos y ver si de casualidad aún seguía ahí. Sabía que era poco probable, pues su mensaje decía que saldría de la ciudad, pero de momento era la única alternativa que le quedaba. Bueno, en realidad aún le quedaba otra… pero no podía permitirse perder la cabeza en esa dirección aún.

    Al llegar al edificio, se bajó apresurado del taxi junto con su mochila. Conocía la clave de acceso de la puerta del vestíbulo, por lo que pudo entrar sin problema. Lo conocían muy bien, así que tampoco nadie le cuestionó. Subió por el pequeño elevador hasta el quinto piso, y caminó hasta la mitad del pasillo hasta la puerta de Lisa. Sin espera llamó insistentemente a la puerta, quizás con bastante más fuerza de la necesaria pues el sonido retumbó en el pasillo intensamente.

    —Lisa, ¿estás ahí? —Pronunció con su voz elevada, teniendo su rostro cerca de la puerta para escuchar cualquier movimiento en el interior. Pero no hubo movimiento, ni tampoco respuesta. Sólo silencio—. ¿Lisa?

    Volvió a llamar con la misma fuerza que antes, obteniendo los mismos resultados.

    Se sintió tan frustrado y molesto que por un momento se sintió tentado a patear la puerta, pero se contuvo. Una vez más estaba dejando que sus emociones tan alteradas lo dominaran y lo hicieran explotar sin motivo. Si alguien lo viera en esos momentos, de seguro pensaría que estaba dando un espectáculo lamentable.

    Era obvio que Lisa no estaba ahí, y de seguro ya ni siquiera estaba en Seattle. Lo mejor sería irse, e intentar pensar mejor las cosas cuando su cabeza se enfriara. Ya estaba a punto de hacerlo, cuando escuchó como la puerta justo enfrente de la de Lisa se abría, dejándolo paralizado por la impresión, como criminal infraganti.

    Una mujer mayor, pequeña y delgada, con cabello negro corto, se asomó hacia el pasillo cargando en sus brazos a un enorme gato esfinge con sus cueros colgando, al igual que sus patas. Cody la conocía; se habían cruzado más de una vez cuando iba ahí, y Lisa al parecer se llevaba bien con ella a pesar de la diferencia de edad.

    —Hey, Cody —le saludó la mujer con una sonrisa, una vez que lo reconoció. De seguro el escándalo que había hecho la había alertado—. Hacía rato que no te veía por aquí.

    —Señora Tsou, buenos días —Le respondió Cody, intentando parecer más calmado que hace unos momentos—. Busco a Lisa, ¿la ha visto hoy?

    —Salió muy temprano —le respondió la mujer, mientras pasaba su mano por el arrugado lomo de su gato—, a eso de las cinco de la mañana, creo.

    —¿A las cinco? —Soltó Cody, atónito.

    —Sí, me buscó anoche y me dijo que saldría de la ciudad por unas semanas. Me pidió si podía recoger su correspondencia. ¿No te lo dijo acaso?

    Cody se sintió algo cohibido, y desvió un poco su rostro hacia otro lado, apenado.

    —Tuvimos una… —comenzó a explicarle, sin poder terminar por completo la frase.

    —¿Discutieron? —Concluyó la mujer, a lo que Cody sólo asintió—. Descuida, ustedes son el uno para el otro. De seguro lo arreglarán.

    —Sí, gracias —respondió Cody, sonriéndole—. Hablaré con ella cuando vuelva, supongo.

    —Será lo mejor. Que tengas suerte.

    Tras esa corta plática, la señora Tsou volvió a su departamento, y Cody caminó hacia el ascensor.

    ¿No vería a Lisa hasta que ésta volviera a Seattle? ¿Así serían las cosas? Cody no lo tenía claro todavía. Lo que sí tenía claro era que tenía sus propios medios para saber en dónde estaba, si así lo quería. Pero… ¿lo quería?, ¿quería hacer uso de ese recurso para buscar y rastrear a su novia? ¿Qué decía eso de él como novio o como persona? Realmente no tenía nada que le pudiera indicar que Lisa estaba en peligro, o que no fuera a volver. Lo más sensato sería esperar a que volviera para poder hablar, justo como le había escrito en su mensaje.

    Sí, sería lo más sensato… pero en esos momentos Cody no pensaba de forma sensata. En momentos como ese normalmente recurriría a pedirle consejo a Eleven, pero ya ni siquiera podía contar con ella. Sólo podía contar consigo mismo por ahora.

    Cody ingresó al ascensor, bajó al vestíbulo y salió del edificio. Tomó afuera un taxi a su casa, en donde se tomó un par de cervezas y pensó seriamente en qué debía hacer.

    FIN DEL CAPÍTULO 70

    Notas del Autor:

    —En este capítulo se menciona al Lote Seis, concepto que pertenece originalmente a la novela de Firestarter u Ojos de Fuego de Stephen King. Así mismo el llamado Lote Diez sería un derivado de la misma sustancia, como bien se explica en este capítulo.

    —En capítulos anteriores se comentó que El Nido estaba cerca de Washington. Sin embargo, por sugerencia y para mantener la tradición Stephen King de muchas de sus obras, decidí cambiar su ubicación en algún punto no definido de Maine. Porque evidentemente las peores cosas ocurren en Maine.

    —El Capitán Davis McCarthy es un personaje original, sin ninguna relación con algún otro de los personajes o de las películas o series involucradas en esta historia. Ya había hecho una aparición anteriormente en el Capítulo 56 en la videollamada con Lucas Sinclair.

    —El Dr. Joe Takashiro y Frankie son ambos personajes originales, sin ninguna relación con algún otro de los personajes o de las películas o series involucradas en esta historia. Ya habían hecho una corta aparición anteriormente al final del Capítulo 40.
     
  11.  
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    Resplandor entre Tinieblas
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    Resplandor entre Tinieblas

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    Capítulo 71.
    Andy

    A las 9:15 de la mañana, el corte comercial terminó y comenzó a sonar de fondo el tema principal de Good Morning with Claudia Bertalli. El público presente en el estudio aplaudía al unísono con fuerza, como si fuera una fuerte granizada; incluso se oían algunos gritos de emoción entre ellos. Claudia Bertalli se encontraba en el centro de su set, sonriendo hacia las personas con sus hermosos dientes blancos. Detrás de ella se encontraban dos sillas de terciopelo azul, y detrás de éstas una vista simulada de la ciudad de New York, alumbrada por los rayos del sol matutino.

    Claudia Bertalli, una mujer rubia de piel bronceada y ojos verdes, ceñida en un vestido casual verde aqua, se veía entusiasmada, o quizás incluso algo cohibida, por la ferviente emoción del público. Aguardó unos momentos hasta que la música estuvo a punto de terminar, y entonces extendió sus manos hacia el frente para indicarle a la gente que ya podían (y debían) dejar de aplaudir. Paulatinamente así lo hicieron, aunque algunos ocuparon más tiempo que otros.

    —Y estamos de vuelta, damas y caballeros —proclamó la presentadora mirando directo a la Cámara 2 una vez que reinó el silencio, con esa alegría tan contagiosa que la cateterizaba—. ¿Cómo se encuentran en casa?, porque aquí los ánimos están que arden por nuestro siguiente invitado —Hizo una mueca graciosa de sorpresa, o incluso de miedo, lo que provocó algunas risas en el estudio—. Espero que ya se hayan terminado su café y estén lo suficientemente despiertos para esto. Con más de treinta años de carrera, veinte discos, y siete películas galardonadas, una de ellas a estrenarse este fin de semana en cines… Reciban con un caluroso aplauso al único, ¡Andy Woodhouse!

    El estudio estalló en aplausos y gritos de júbilo que retumbaron las paredes. Pancartas con mensajes como “Nosotros Amamos Andy” o “Todos Somos Hijos de la Luz” ondearon sobre las cabezas de las personas. La puerta simulada colocada a un lado del set se abrió automáticamente, revelando del otro lado a la persona que todos esperaban. Al verlo, los gritos y los aplausos aumentaron el doble. De fondo comenzó a sonar una versión instrumental de La Balada de las Estrellas, una de las canciones más emblemáticas del invitado, pero apenas y era apreciable por el escándalo. Claudia incluso se tapó los oídos e hizo una mueca de espanto a la cámara, como broma.

    Cuando la puerta se abrió, aquel hombre de cabello y barba anaranjada comenzó a caminar hacia el centro del set, mirando hacia el público mientras besaba sus dos manos y lanzaba imaginariamente sus besos hacia todos ellos. Sus intensos y profundos ojos color avellana se posaron en cada uno de los presentes, o al menos así lo sintieron ellos. Su cabello largo y lacio caía libremente sobre sus hombros. Su barba estaba completamente cerrada, bien recortada y cuidada. Usaba una camisa azul oscuro de tela brillante, abierta de los primer tres botones que dejaba a la vista su pecho blanco con algo de vello, anaranjado también, y varios collares de cuentas que colgaban de su cuello.

    Se aproximó jovial hacia Claudia, y ambos se dieron un caluroso abrazo, en el cuál la presentadora se encargó de quizás exagerar un poco su emoción. El abrazo fue acompañado de un sutil beso del invitado en la mejilla de Claudia. Luego de que se separaron, se giró de nuevo hacia el público para saludarlos, y entonar con su suave voz la letra de La Balada de las Estrellas justo en dónde iba en ese momento. El público y la propia Claudia no tardaron en unírsele por unos segundos, hasta que la estrofa terminara y la música callara. Una última ronda de aplausos se hizo presente, y ambos entonces pasaron a sentarse en los sillones azules.

    —Ojala me recibieran a mí así todos los días —comentó Claudia como reclamo, y más risas le acompañaron del público, y también de su invitado que no tardó en ponerse cómodo y cruzar sus piernas enfundadas en unos pantalones negros ajustados—. Andy, no sé cómo expresarte lo feliz que estoy de verte de nuevo. Hace mucho que no venías por aquí, canalla.

    —Más bien hace mucho que tú no me invitabas —le respondió Andy, apuntándole juguetonamente con su dedo.

    El estudio ahora sí estaba en silencio, pues todos, público y staff, estaban atentos a cada una de las palabras del invitado. Y no era para menos. Andy Woodhouse era una de las estrellas de la música más grandes de los últimos treinta años, y en la última década había incursionando también al cine, hasta incluso haber ganado recientemente un Oscar a Mejor Actor. Famoso también por sus muchas acciones caritativas alrededor del mundo, y por sus filosofías de vida que habían servido de inspiraciones para miles de personas. Siempre con su cabello largo y su barba que asemejaban, según algunos, la apariencia más popularizada de Jesús. Incluso le habían propuesto interpretarlo hace un par de años atrás, pero lo rechazó.

    —Oh, tú no necesitas invitación, y lo sabes —respondió la conductora a su último comentario, dándole una palmada en su rodilla—. Pero es que además has estado en extremo ocupado, ¿no?

    —Supongo que sí —añadió Andy, asintiendo—. Acabamos de volver de una gira por Asia, y mi reloj interno aún no se acostumbra al cambio de horario.

    —Y en lugar de estar descansando te tenemos aquí; vaya montón de explotadores que somos. Pero enserio, Andy, no sé cómo lo haces. Tantos años de carrera, y sigues tan vigente. ¿A qué crees que se deba?

    —Supongo que el mal gusto nunca pasa de moda —soltó Andy de forma burlona, y el estudio se llenó de risas otra vez—. Ya enserio, siempre he creído que cuando haces algo que en verdad amas y de lo que te sientes orgulloso, la gente lo percibe y lo recibe con alegría. La música es eso para mí. Y espero seguir haciéndolo por muchos años más. Bueno, mientras el público lo quiera, y al Universo le parezca.

    —Siempre has sido un hombre muy espiritual, ¿verdad, Andy?

    El hombre de barba sonrió, mostrando parte de su brillante dentadura, y asintió con su cabeza.

    —Me agrada pensar que tengo una relación sana y estable con las fuerzas que le dan forma a nuestro mundo. Ya sea Dios, Buda, el Monstruo Gigante de Espagueti… o algo más. Llevo mi vida encaminada a estar en paz con todo y con todos.

    —En esta época predominantemente atea y agnóstica, se ha vuelto un tanto inusual que los famosos expresen ese tipo de ideas tan públicamente, ¿no?

    —La gente está cansada de las religiones organizadas y los dogmas, y ese es un sentimiento que también comparto. Confío, sin embargo, en que tarde o temprano todos comprenderán a separar lo que es la iglesia como institución, del concepto que tengan de Dios. Y al hacerlo, entiendan que su relación con Él, Ella o Eso, se trata más de una interacción íntima y personal, y menos de seguir una serie de pasos y ritos, como si se tratara de magia negra.

    El músico se quedó callado unos instantes mirando al suelo, y luego miró de nuevo al público, sonriéndoles como si se acabara de acordar de algún chiste e intentaba no reírse de ello.

    —Pero estoy divagando, lo siento —se disculpó, aparentemente un poco avergonzado—. No me invitaste para hablar de eso.

    —Oh, no te disculpes —musitó Claudia risueña, dándole otra palmada en su rodilla—. Tienes una voz tan hermosa que podría oírte por horas hablar de cualquier cosa. ¿Y ustedes? —Se viró y señaló hacia el público buscando su opinión, y estos la secundaron con aplausos y ovaciones. Andy alzó una mano hacia ellos, en gesto de gratitud—. Déjame decirte —prosiguió Claudia—, hablando de magia negra, que cada vez que te veo te ves mejor. ¿Cuántos años cumpliste el junio pasado? Si se puede saber, claro.

    —No tengo problema con revelarlo —declaró Andy, encogiéndose de hombros—. Cumplí cincuentaiuno.

    —Cincuentaiuno —repitió Claudia con gran asombro, y no todo en él era parte de su sobreactuada personalidad. Se giró con la boca bien abierta hacia las cámaras. El público rio, y algunos soltaron silbidos de admiración—. Y te ves increíble, como un jovencito.

    —Gracias, Claudia. Tú también te ves muy bien.

    —Gracias por eso —rio la presentadora, algo sarcástica—. Ya casi entras en la categoría de abuelos sexys.

    —Creo que tendremos que esperar aún algunos años antes de poder considerarme abuelo. Mi hijo Sebastián tiene apenas diez años.

    —Oh, claro, ese pequeñín que adoptaste —señaló la conductora, inclinándose hacia él con verdadero interés—. ¿Ya tiene diez? Increíble. ¿Y cómo le ha ido?

    —Bastante bien. Es el primero de su clase, y está aprendiendo a tocar el violín.

    —¿Quiere ser músico como su papá?

    —Aún no lo decide. Pero tiene bastante tiempo para pensar en eso.

    —Por supuesto que sí. Pero ya enserio, ¿cuál es tu secreto para verte tan bien?

    —Ninguno, al menos que la meditación cuente —comentó son sorna—. Supongo que simplemente tengo buenos genes.

    —Y cómo no, si tu padre fue ni más ni menos que Guy Woodhouse, toda una leyenda de Hollywood. Aunque muchos dirían que tú ya lo habías superado, incluso antes de su muerte hace…

    —Hace ocho años —se apresuró a completar Andy en cuanto Claudia pareció atorarse al no tener el número claro en la cabeza—. Era una sombra bastante grande bajo la cual vivir, sin duda. Pero mucho de lo que he logrado fue gracias a él. Le debo mucho.

    —¿Fue por él que decidiste aventurarte al cine?

    —En parte de sí. Aunque creo que a él no le agradó mucho cuando lo hice por primera vez. Creo que sintió que me estaba metiendo en su territorio; era un hombre chapado a la antigua. Y claro, también influyó el hecho de que lo hice horrible.

    —Oh, por supuesto que no —declaró Claudia casi enojada por tal comentario—. Y no digo esto por alagarte, pero la verdad es que eres tan bueno en la actuación como lo eres con la música. ¿Verdad? —Una vez más buscó el apoyo del público, y éste se lo dio sin dudarlo—. De hecho, quiero que nos cuentes un poco sobre tu película que se estrena este fin de semana. Pero antes, me gustaría hacerte una última pregunta personal.

    Claudia descruzó sus piernas, se acomodó la falda de su vestido, y las volvió a cruzar, cambiando las piernas de posición. Se acomodó en su silla y se inclinó hacia Andy, mirándolo con una expresión mucho más seria que la que había tenido hasta ese momento.

    —Sé que es un tema del que no te gusta hablar, pero…

    —Está bien —respondió Andy rápidamente, incluso antes de que terminara de formular su pregunta—. Quieres preguntar sobre mi madre, ¿cierto?

    Claudia apretó un poco sus labios, y no respondió. Debajo de la base y el maquillaje que le habían aplicado, su rostro se había ruborizado un poco ante su propio atrevimiento. Creyó por un momento que quizás lo había hecho enojar. Sin embargo, Andy se veía bastante relajado, aunque no tan juguetón y sonriente como hasta entonces.

    Con voz clara y su vista puesta en algún punto lejano y solitario del set, el músico respondió lo mejor posible aquella pregunta implícita.

    —El principal motivo por el que no me gusta hablar de eso en las entrevistas, es porque en realidad nunca hay nada nuevo que decir. Ya son casi cuarenta años que no puedo verla, escuchar su voz, abrazarla… Pero no pierdo la esperanza. —De nuevo sonrió, y de nuevo sus blancos dientes brillaron en las cámaras—. Sé que tarde o temprano ocurrirá el milagro.

    —Esperemos que sí —concluyó Claudia, estrechándole su mano entre sus dedos en solidaridad—. Si alguien se lo merece, eres tú.

    Andy le sonrió y asintió como gratitud a su comentario.

    —Ahora sí, cuéntanos sobre esa película —solicitó Claudia, recuperando su contagioso buen humor de antes—. Todos sabemos que eres muy selectivo con los proyectos que aceptas. ¿Qué te atrajo de éste en especial como para incluso acceder a rasurarte tu hermosa barba? Por suerte ya te creció de nuevo.

    —Ya estaba así al día siguiente de terminar filmaciones —bromeó el hombre, pasando su amplia mano por su barbilla—. Bueno, como ya sabrás, en esta película interpreto a un abogado de oficio, que conoce…

    La entrevista continuó sin problemas, y el público no perdió su ánimo ni un momento. Andy accedió a cantar una canción ahí en vivo, aunque no estuviera preparado y tuviera que usar una guitarra que no era la suya. Aun así lo hizo excelente, y todos los presentes lo acompañaron. Para antes de las 10:30, Andy ya estaba fuera del estudio, de camino a su siguiente compromiso.

    — — — —​

    La agenda de Andy para ese día terminó un poco antes de la seis de la tarde, sin ningún contratiempo. Luego de su última cita, una reunión con los productores de una nueva película en la que se había interesado, se dirigió a su lujoso departamento en Midtown Manhattan, cerca de Central Park. Su camioneta negra, conducida por su conductor y guardaespaldas Pattrick, ingresó al estacionamiento del edificio a las 6:20 aproximadamente. Él había estado callado prácticamente todo el viaje, mirando por la ventanilla, pensativo. De vez en cuando, y sin que él se diera cuenta conscientemente, su mano recorrió su estómago como intentando apaciguar un dolor. Pattrick notó este acto por su espejo retrovisor.

    —¿Te duele algo, Adrian? —Le preguntó el fornido hombre de ascendencia italiana—. ¿Quieres que pasemos a alguna farmacia a comprarte algo?

    —No es nada —le respondió el hombre de barba sin apartar la mirada de la ventana—. Sólo estoy algo cansado, supongo.

    Aquello no era cierto. En realidad no estaba cansado, o al menos no de forma convencional. Aquel pequeño malestar en su estómago tenía otro tipo de origen. Cualquier otro mundano lo llamaría simplemente un “mal presentimiento. En su caso, sin embargo, una expresión como esa le resultaba un poco corta.

    Una vez que arribaron al edificio, subió por el elevador privado hacia el piso diecisiete. El departamento abarcaba cerca de la mitad de aquel piso, con la vista hacia Central Park. Se había instalado ahí hace dieciocho años de forma casi permanente, salvo cuando estaba de gira o dando presentaciones. Había tomado aquella decisión tras un hecho importante que le ocurrió en aquel entonces, en el lejano noviembre de 1999. Unos años después también le serviría para darle más estabilidad a su hijo adoptivo, y para que pudiera ir al colegio ahí en New York sin problemas.

    Al ingresas al departamento, dejó sus llaves sobre un tazón en la entrada, y pasó después a retirarse su sombrero y abrigo para colgarlos en el perchero.

    —Buenas tardes, Andy —escuchó que le saludaba la voz de su ama de llaves, y niñera de su hijo, con su marcado acento ruso pero con bastante calidez.

    —Buenas tardes, Gilda —le regresó Andy el saludo, sonriéndole gentilmente. La mujer mayor y robusta se le acercó para ayudarle a quitarle su abrigo, aunque él ya estaba a la mitad del trabajo. Ya más cómodo, Andy camino hacia la sala.

    —Déjame decirte que te veía muy guapo en la entrevista —comentó Gilda con cierto tono burlón mientras caminaba detrás de él.

    —Gracias, tú siempre tan amable.

    En la sala se encontró con Sebastián, su hijo, sentado en la alfombra delante de la mesa de centro, ocupada por sus libros y cuadernos. El muchacho delgado de cabellos rubios oscuros, estaba inclinado sobre su cuaderno mientras transcribía el texto de uno de sus libros. Aún traía puesto el uniforme de su colegio, de saco azul oscuro y pantalón caqui, aunque se había retirado su corbata.

    —¿Y tú me viste, Sebastián? —Le preguntó Andy con curiosidad, aproximándose a su lado.

    —Estaba en la escuela —respondió el muchacho con seriedad, sin dejar de escribir.

    —Bien dicho. ¿Cómo estás, eh?

    —Hago tarea —señaló el chico de la misma forma que antes.

    —Bueno, entonces no te interrumpo.

    Andy se inclinó hacia él para acariciarle un poco su cabello y darle un beso en la cabeza. El chico siguió en lo suyo mientras lo hacía, aunque una vez que Andy se alejaba, alzó su mano para reacomodarse su cabello. Sebastián era un niño bastante inteligente, y siempre parecía estar pensando en algo. Pero era también muy serio y callado, incluso desde pequeño. Andy recordaba, con cierta nostalgia, que él era parecido a su edad.

    —¿Tienes hambre?, ¿quieres que te preparé algo? —Le cuestionó Gilda, un poco preocupada.

    —Más tarde —le respondió Andy algo distraído, mientras se perdía en el pasillo—. Estaré con mamá.

    El departamento tenía cuatro habitaciones. La principal era ocupada por Andy, la secundaria era el cuarto de Sebastián (aunque antes de adoptarlo había sido un gimnasio improvisado), el cuarto de servicio que era ocupado por Gilda los días que se quedaba con ellos, y una cuarta habitación, la primera del pasillo, que Andy había acondicionado de manera especial desde que su primera mudanza.

    El cuarto era ocupado casi por completo por la amplia camilla, y el múltiple equipo médico colocado alrededor de ésta. Tenía una ventana con una hermosa vista, perfecta para bañar todo con luz natural. Había igualmente algunas plantas decorativas y algunos cuadros en las paredes, pese a que su ocupante principal no era capaz de ver ninguna de las dos. A un lado de la camilla había una silla acolchonada, que en ese momento era ocupada por una jovencita de piel morena, con atuendo de enfermera de filipina médica verde y pantalones blancos. Usaba además sobre los hombros un suéter, posiblemente para protegerse mejor del clima que cada vez era más frío ese noviembre.

    Cuando Andy entró, la joven enfermera estaba más concentrada en su celular, por lo que no se percató de su presencia en un inicio.

    —Hola, Miriam —le saludó con un tono juguetón que la hizo saltar en su asiento.

    —Señor Woodhouse —exclamó casi asustada, y rápidamente apagó su celular y lo colocó a un lado en la silla, para pararse rápidamente—. Lo siento, estaba…

    —Hey —exclamó el dueño de la casa con un tono de regaño, alzando un dedo hacia ella—. ¿Cómo dije que me llamaras?

    La enfermera vaciló un poco, como si no le hubiera entendido, pero luego pareció caer en cuenta.

    —Claro, Andy —dijo rápidamente, asintiendo.

    —Exacto. Todos mis amigos me llaman Andy. ¿Eres mi amiga, Miriam?

    —Claro que sí —le respondió apresurada, como si fuera la pregunta final de su examen.

    Miriam llevaba sólo tres semanas trabajando para él, pues su antecesora (que había estado con él los últimos seis años), se retiró para descansar y viajar con su esposo. A Andy le pesó un poco, pero le deseó suerte y la dejó ir con todo su amor. Miriam era notoriamente más joven, y aún estaba deslumbrada por la idea de tener que trabajar para un famoso de su calibre. Además de que un poco más de la mitad del tiempo que llevaba ahí, Andy había estado en su gira en Asia, así que aún no se acostumbraba a su presencia. Especialmente no se acostumbraba a ese gusto que tenía de que todas las personas a su alrededor lo llamaran Andy. Lo extraño era que una vez había escuchado a Pattrick llamarlo Adrian, aunque tenía entendido que en realidad le decían Andy por Andrew. Eso lo volvía un poco más confuso.

    Andy (o Adrian, o Andrew) se aproximó a la camilla, contemplando a su ocupante, una mujer mayor, delgada, de cabello canoso rizado y desalineado, y rostro arrugado aunque sonrosado. Estaba recostada bocarriba, con sus ojos cerrados, el tubo de oxígeno en su nariz, el suero conectado a su brazo, el medidor de presión en el otro, y el sensor cardíaco perdiéndose en el interior de su bata blanca. Del abdomen para abajo se encontraba tapada con un cobertor. Las sabanas se veían limpias y recién cambiadas, al igual que la funda de la almohada.

    —¿Y cómo está mi chica especial? —Preguntó curioso, mientras le acomodaba a la mujer en la camilla algunos de sus cabellos fuera del lugar.

    —Bastante bien —respondió Miriam, aunque casi de inmediato se arrepintió de haber usado esas palabras—. Digo… si le soy sincera, no parece que llevara tanto tiempo en… —De nuevo titubeó, y el hecho de que Andy volteara a verla en ese momento no ayudó a tranquilizarla—. Es decir, está en mucho mejor estado que otros pacientes similares que he conocido. Pero cuarenta años, ¿no cree que ha sido demasiado tiempo para…?

    —¿Para qué? —Cuestionó Andy, notablemente más seco con cómo había entrado. De hecho, su mirada se había tornado tosca, incluso agresiva.

    Miriam se quedó con sus palabras en la garganta. Sabía muy bien lo que quería decir, que cuarenta años en coma ya había sido demasiado tiempo, y que si no había despertado hasta entonces era muy poco probable que lo hiciera. Y que, aunque lo hiciera, ¿en qué estado lo haría?, ¿y cuánto tiempo de vida le quedaría?, ¿y qué calidad de vida tendría en ese caso? Tenía pensado decir eso y más, pero no lo hizo. Por el aire tan denso que lo rodeó en esos momentos, fue evidente para ella que eso era lo que menos deseaba escuchar; en especial de su parte, casi una completa desconocida.

    Así que en lugar de decirlo, sólo desvió su mirada con timidez hacia otro lado y murmuró despacio:

    —No, nada. Olvídelo, por favor…

    Eso sería una lección para ella, de no volver a tocar ese tema de nuevo.

    —Ya puedes irte —le indicó Andy con la misma rudeza de antes. Aún faltaban dos horas para que terminara el tiempo que debía estar ahí al cuidado de la paciente, pero prefirió no contradecirlo.

    En silencio, tomó su celular, lo guardó en su bolso, y tomó el resto de sus cosas, incluido un gorro de lana que había colocado sobre el buró.

    —Con su permiso, nos vemos mañana —se despidió la joven con la cabeza agachada y se dirigió a la puerta. Andy la siguió en silencio con su mirada fría.

    Quizás había exagerado un poco. Después de todo, no era la primera persona que, con buenas o malas intenciones, le había dicho lo mismo. Cuarenta años era realmente muchísimo tiempo para estar así. Aún cuando su mente se recuperara, el daño que todo ese tiempo le había provocado a su cuerpo de seguro sería irreversible, por más que se hubiera encargado esos años que llevaba con ella de que le aplicaran todas las terapias físicas que hubiera a su disposición.

    La realidad era que atrás había quedado la graciosa y hermosa Rosemary Woodhouse (Riley tras divorciarse) que él había conocido. Ahora era una mujer de setenta y cinco años, que había pasado más de la mitad de esos años en camas parecidas a esa. Lo más sensato, siendo objetivo y frío, hubiera sido dejarla ir hace mucho tiempo; quizás incluso en cuanto dio con ella aquel otoño de hace dieciocho años. En ese momento en el que se volvió claro para él que le habían mentido descaradamente en su cara; que ella no había muerto aquel día cando tenía doce años, y que el ataúd que habían enterrado estaba vacío.

    Siempre supo que esas personas que se habían encargado de su crianza y de enseñarle todas esas cosas, habían sido los culpables y le habían hecho algo deliberadamente para quitarla del camino. Y siempre los odio por eso. Pero nunca se imaginó lo realmente crueles que habían sido, dejándola en ese estado, y luego abandonándola en un hospital con un nombre falso. ¿Por qué no mejor la mataron? ¿Esperaban usarla a su beneficio después? Y lo peor era que para ese entonces, todos esos viejos brujos ya estaban muertos, y no podía desquitarse con ninguno. Bueno, salvo dos, si contaba al bueno de Guy Woodhouse, su supuesto padre (al menos públicamente), a quien se encargó de hacerle su vida bastante incómoda en los años que le quedaron de vida luego de eso; y a otro anciano desagradable, que incluso aún seguía vivo en esos días, pero que ya poco le importaba.

    No podía simplemente dejarla ir, no después de haberla recuperado. Aunque fuera a despertar sólo por unos segundos y pronunciarle dos palabra, quería aguardar ese momento. Tenía fe en que eso de lo que había hablado en su entrevista, esa fuerza a la que seguía y que el daba forma al universo, pero a la que nunca se refería abiertamente por su nombre, le daría esa recompensa tarde o temprano.

    Rodeó la camilla y se aproximó a la misma silla que Miriam había estado ocupando hasta entonces, y se dejó caer en ésta. Contempló desde su asiento el plácido rostro de Rosemary, como si esperara que en cualquier momento abriera los ojos por sí sola.

    —¿Cómo estás, mamá? —Musitó despacio—. ¿Tú que piensas?, ¿también crees que ya ha sido demasiado tiempo? —Rosemary permaneció en silencio—. Dejarte ir sería como dejar que ellos ganaran, ¿no crees? Y yo estoy convencido de que darles ese gusto es lo último que querrías que pasara, ¿verdad? Así que sigamos firmes, ¿te parece?

    Andy sonrió, complacido con el silencio como si fuera una afirmación.

    —Tengo una idea para una nueva melodía. Se me vino a la mente de pronto. ¿Quieres escucharla?

    El músico salió temporalmente de la habitación y se dirigió a la suya para tomar una de sus guitarras acústicas. Se sentó de nuevo en la silla, con la guitarra en su regazo, y comenzó a tocar las primeras notas de la melodía que se le había venido a la mente. La tonada era lenta, algo melancólica. No era la primera canción que componía pensando en su madre, incluso desde antes de que la encontrara. Pero aquella daba una sensación más pesada, casi como la de un Réquiem, aunque no se percató de ello hasta que la escuchó con sus propios oídos. Aun así, siguió tocando para sacarla de su sistema, y quizás encontrar la forma de convertir el sentimiento que transmitía en algo más alegre.

    A la mitad de su interpretación privada, sólo para su madre, divisó a Gilda asomándose tímidamente en el marco de la puerta. Dejó de tocar un poco después, lo que provocó un respingo de preocupación en la mujer rusa.

    —Lamento interrumpirte, Andy —se disculpó Gilda, apenada—. Pero el señor Lyons acaba de llegar.

    Los ojos de Andy se entrecerraron un poco en una expresión escéptica.

    —¿Enserio? —inquirió con seriedad, como si esperara en verdad que le dijera que no. Pero, en su lugar, Gilda asintió lentamente con su cabeza.

    Un profundo suspiro surgió de sus labios, y se giró entonces hacia su madre con una sonrisa burlona.

    —Siempre tan pertinente nuestro amigo John, ¿eh? —Se viró de nuevo entonces hacia Gilda—. No lo hagas pasar todavía. Yo enseguida voy y lo recibo.

    Gilda volvió a asentir y se retiró apresurada.

    A pesar de la instrucción que había dado, Andy no parecía tener en realidad mucho apuro. Incluso se quedó un poco más para terminar la canción que estaba tocando, y no dejar a su Fan Número Uno con la intriga de cómo terminaba. Una vez que acabó, alzó su mano y bajó su cabeza, como si agradeciera unos silenciosos aplausos.

    —La perfeccionaré para la siguiente vez, lo prometo —bromeó, dejando su guitarra apoyada contra el buró—. Enseguida vuelvo. Sólo iré a ver qué nueva crisis toca a nuestra puerta hoy.

    Se inclinó hacia la mujer en la camilla, dándole un gentil beso en su mejilla (que se sentía sorprendentemente cálida), y salió con paso tranquilo de la habitación.

    Todos conocían, o creían conocer, a Andy Woodhouse. Conocían sus canciones, sus películas, sus libros, sus filosofías y modos de vida. Creían que sabían quién era su padre, quiénes se habían encargado de su crianza, quién le había regalado su primera guitarra, e incluso quienes habían sido los grandes amores de su vida. Pero la verdad es que todos eran unos completos estúpidos que no sabían absolutamente nada sobre él.

    No tenían ni idea de quién era realmente su padre, o las particularidades detrás de su concepción. No sabían qué era lo que realmente le había pasado a su madre, o que esos agradables ancianos que lo cuidaban mientras su padre se daba la buena vida en Hollywood, eran un montón de brujos bastardos. Y, lo más importante, no sabían que Andrew Woodhouse era la cabeza (o sumo sacerdote dirían algunos) de un grupo muy secreto, muy especial, y muy poderoso, que había puesto un Gran Plan en marcha desde el mismo día de su nacimiento, hace cincuenta y un años.

    Avanzó por el pasillo, luego hacia el vestíbulo, parándose delante de la puerta principal. Respiró hondo, como intentando tomar fuerzas, y entonces abrió la puerta de un sólo movimiento rápido. Del otro lado, parado en el pasillo con cara deslumbrada como la de un animal indefenso, se encontró de frente con John Lyons, tan elegante y bien vestido como siempre. Notó además que debajo de su brazo derecho cargaba tres folders color azul, pero no les dio importancia de momento pues supuso se enteraría en unos minutos qué eran.

    —Pero si es mi buen amigo John —comentó Andy con tono jocoso, y se hizo entonces a un lado, extendiendo su brazo para invitarlo a pasar—. Qué inesperada sorpresa. Y sabes muy bien que a nuestra edad, lo inesperado no es tan agradable.

    —Lamento ser tan inoportuno, Adrian —se disculpó Lyons mientras ingresaba cauteloso al departamento—. Pero sabes que no vendría a molestarte si no fuera necesario.

    “Adrian” era el nombre con el que los miembros de su Hermandad se referían a él, una costumbre que les había arraigado el líder de la antigua Aquelarre, el maldito de Roman Castevet que siempre quiso llamarlo de esa forma. Andy lo odiaba, especialmente tras lo ocurrido con su madre, pero con el tiempo había llegado a verlo como una forma de respeto, y se había acostumbrado a él.

    —¿Podemos hablar? —Preguntó Lyons una vez que estuvo ya de pie a mitad del vestíbulo.

    —No sería muy Hijo de la Luz de mi parte el negarme, ¿cierto? —Respondió bromeando, y prosiguió entonces a cerrar la puerta de nuevo—. Pasemos a la sala, ¿sí?

    Ambos avanzaron, y se encontraron en la sala de estar de nuevo con el pequeño Sebastián, aún enfrascado en su tarea. Sin embargo, a diferencia cómo había reaccionado cuando Andy llegó sólo, en esta ocasión el niño sí alzó su mirada a verlos, aunque más al inesperado invitado.

    —¿Remodelaste de nuevo este sitio? —Preguntó Lyons curioso, mirando a su alrededor.

    —Sólo reacomodé algunos muebles. Sebastián, ¿recuerdas al señor Lyons?

    El niño asintió lentamente y entonces se puso de pie.

    —Buenas tardes, señor Lyons —le saludó con voz calmada, casi adormilada.

    —Buenas tardes, Sebastián —le respondió Lyons con una cándida sonrisa—. Te ves muy grande, chico.

    Sebastián no reaccionó ante el comentario.

    —Ve a tu cuarto a terminar tu tarea, ¿sí? —Le indicó Andy con gentileza—. Necesito hablar algunas cosas con el señor Lyons.

    El niño no chisteó en lo absoluto, y pasó rápidamente a recoger sus cuadernos y libros. Lo metió todo a su mochila y prosiguió a retirarse. Al pasar a lado de Andy, éste lo tomó un momento para darle otro cariñoso beso en su cabeza.

    —Buen niño.

    Una vez que estuvieron solos, Lyons se aproximó a uno de los sillones y se permitió sentarse en uno de ellos, además de colocar los expedientes que traía consigo sobre la mesa de centro.

    —¿Cómo le va? —Preguntó de pronto, destanteando un poco a Andy antes de que entendiera a qué se refería.

    —¿A Sebastián? Bastante bien, dadas las circunstancias. Pero bueno, ¿qué ocurre esta vez, John? ¿Ahora quién metió la pata?

    —¿Quién crees tú? —Respondió con tono irónico—. Intentaré ser lo más breve posible.

    —Por favor. ¿Quieres algo de beber?

    —Un whisky estaría bien.

    Andy se aproximó hacia su vitrina de licores, para seleccionar de ésta una botella de Jack Daniels, y dos vasos de vidrio. Mientras hacía esto y servía los tragos, Lyons comenzó a hablar a sus espaldas.

    —No conozco todos los detalles aún. Pero al parecer unos meses atrás Damien acompañó a Ann a un evento en New Hampshire. Ahí conoció a una chica, sin identificar aún, que tenía supuestamente algunas habilidades psíquicas, como leer la mente y ese tipo de cosas.

    —Vaya —exclamó Andy con cierta sorpresa, aunque no demasiada—. ¿Y qué pasó?

    —Al parecer su encuentro tuvo cierta influencia negativa en la conducta de Damien. En concreto, ha tomado una postura un tanto más rebelde y obstinada. Se niega a obedecer a Ann, a seguir los protocolos o los planes, y en general actualmente hace lo que le da la gana.

    —¿Más que de costumbre? —Bromeó Andy, y entonces se giró hacia su invitado con los dos vasos de whisky. Se aproximó hacia John y le extendió uno de los vasos, que él aceptó gustoso. Andy, por su lado, tomó asiento en el sillón delante de él, quedando la mesa entre ambos—. Entiendo que Damien siempre ha sido un chico difícil. Pero, ¿a qué se debe este último cambio exactamente? ¿Qué relación tiene su conducta con esta… chica que conoció?

    —Bueno, yo no lo entiendo muy bien tampoco. Supongo que el conocerla, o más bien a alguien que puede hacer cosas que, a juicio suyo, son parecidas a las que él hace, lo hizo sacar la conclusión de que todo lo que le hemos dicho sobre quién es y su papel, son sólo mentiras y delirios de fanáticos religiosos. Que, en realidad, no es tan especial como todos le han dicho. —La ceja izquierda de Andy se arqueó, intrigado por esas palabras—. Ahora ya no confía en Ann, y supongo que de paso tampoco en ninguno de nosotros. Actualmente está en Los Ángeles, y se rehúsa a volver a Chicago y seguir con el resto de sus deberes.

    La expresión de Andy se tornó seria, y un pequeño rastro de preocupación se dejó asomar, aunque no permitió que éste se volviera muy evidente. Tomó un sorbo de su vaso, mientras miraba pensativo a la portada de su disco titulado La Balada de las Estrellas, así como su canción principal. El poster estaba enmarcado y colgado ahí mismo en la sala. Dicha portada consistía en él dándole la espalda, mientras miraba hacían cielo estrellado.

    —¿Así que toda la fe del muchacho iba ligada a los trucos que puede hacer? —musitó Andy, entre burlón y molesto—. Eso es decepcionante. Pero la verdad, no me preocuparía tanto por esto. Pese a todo, Damien sigue siendo un adolescente, y todos son bastante volubles y explosivos. Estoy seguro que esto se le pasará en cuanto se le enfríe la cabeza.

    —Yo dije lo mismo —señaló Lyons con confianza—, pero Ann parece creer que es más que eso. Y siendo honesto, desde lo ocurrido hace cinco años, siempre sentí que el chico buscaba alguna excusa para rebelarse, y ésta le funcionó bien.

    —¿Hace cinco años? —Cuestionó Andy, volteándolo a ver con confusión—. ¿Te refieres a lo de Mark Thorn? Creí que ya lo había superado.

    —Puede que no tanto como pensábamos. Pero lo realmente preocupante del asunto no es el berrinche del muchacho, sino que parece haberse obsesionado con encontrar a otros con estas habilidades especiales, y reunirse con ellos.

    —¿Para qué?

    —Tampoco estoy seguro. Supongo que intenta comprobar su punto, encontrando personas que pueden hacer lo mismo que él, y estar seguro de que en efecto lo hemos estado engañando. —Lyons guardó un preocupante silencio por unos instantes, antes de concluir—. O, quizás, planea hacer algo con esas personas… Tal vez reunir aliados fuera de nosotros, para que hagan lo que desea.

    Esa segunda posibilidad resultaba un tanto más preocupante, pero ni Lyons, ni Adrian, ni siquiera la propia Ann, tenían una idea clara de qué podría exactamente hacer con ese tipo de personas a su disposición, o predecir si acaso pudiera hacer algo en su contra.

    —Como sea —prosiguió Lyons, desechando de momento aquel último pensamiento—, el caso es que ya tiene a dos de ellos siguiéndoles la pista a varios de estos individuos; una de ellos al parecer tiene facilidad para encontrarlos. Además, recientemente hizo contacto con esta mujer —señaló en ese momento al primero de los expedientes sobre la mesa, colocado encima de los otros dos—, que tiene una no sé qué enfermedad que la hace ver como una niña.

    Curioso, Andy dejó su vaso sobre la mesa y extendió su mano para tomar el primero de esos expedientes. Al abrirlo, se encontró con una primera hoja, acompañada de la foto de una (aparente) niña de cabello negro corto, ojos verdes grisáceos y rostro con pecas. La hoja tenía varios de los datos personales de dicha persona, incluyendo su nombre real de Leena Klammer, y el alias de Esther Coleman; su edad de cuarenta y un años, originaria de Estonia, y otros datos sobre su historia que de seguro Lyons estuvo recolectando a través de la inteligencia a su disposición.

    —No es lo más raro que he visto en todos estos años —comentó Andy de pronto, haciendo referencia a esa mencionada enfermedad—. ¿Y ella también tiene de esos poderes psíquicos?

    —Eso no lo sé, al menos de que poder hacerse pasar por una niña, y luego por muerta, y haberse ocultado bastante bien de la policía por ocho años cuente, como tal. Parece que la buscó más por esa habilidad que tiene para escabullirse, para que buscara por él a esas otras dos niñas, y las llevara hasta él. Es por eso que no quiere moverse de los Ángeles, pues las está esperando; o eso tengo entendido.

    Andy no terminó de leer el expediente Leena, pero de momento decidió dejarlo a un lado y pasar al siguiente. Su formato era bastante similar al anterior, con la foto de otra niña, de cabellos castaños y ojos azules y rostro delgado. Su nombre, Lilith Sullivan, alias simplemente Lily, de diez años, nacida en Portland, y una larga lista de extraños incidentes ocurridos a su alrededor, incluido el hecho de que sus padres quisieron cocinarla viva en su horno, su padre murió en una pelea en el asilo psiquiátrico, la trabajadora social que la cuidaba se lanzó a sí misma con todo y la niña a un río, y terminó siendo secuestrada del hospital en el que la tenían. Parecía que la tal Lily tenía algo de mala suerte.

    —El problema es que esta mujer —prosiguió Lyons—, la tal Leena, y estas dos niñas, han causado un verdadero escándalo. Toda la costa oeste las está buscando, y han dejado quizás unos diez muertos en su camino a los Ángeles. Están llamando demasiado la atención; atención que potencialmente caerá en Damien, y por consiguiente en nosotros. Y todo esto sólo por un absurdo capricho.

    En el expediente de Lily también venían algunas noticias impresas que hablaban sobre su secuestro, el tiroteo que había ocurrido en el hospital, y lo mucho que la noticia había llamado la atención del público y la prensa. Incluso se habían suscitado algunas manifestaciones en Portland que culpaban a Asuntos Familiares y al Departamento de Policía de lo ocurrido. Andy podía ver qué le provocaba tanta alerta a su viejo amigo, pero no la compartía.

    —Es una situación incómoda, pero no hay que exagerar —respondió el músico con voz calmada. Cerró entonces el legajo y lo dejó sobre el primero, para tomar de regreso su vaso de whisky—. La Hermandad ha sabido ocultarse de escándalos mucho peores que estos durante décadas. Incluso en la era del internet.

    —Eso no es motivo para permitir que este chico haga lo que quiera —señaló Lyons, un tanto irritado—. Creo que sería conveniente si tú...

    Lyons no terminó su sugerencia, pero dejó la idea en el aire esperando que Andy la entendiera. Por suerte, pareció hacerlo.

    —¿Si intervengo en esto? —Comentó, un tanto escéptico—. ¿Enserio lo crees necesario? ¿Y qué podría hacer yo de todas formas? ¿Hablar con Damien de hombre a hombre?

    —Pensaba más en algo de… hermano a hermano.

    Andy lo volteó a ver tajantemente, con un aire sombrío en su expresión que quizás hubiera hecho que la pobre Miriam saliera corriendo despavorida de ahí si acaso la hubiera visto de esa forma. Lyons no es que estuviera cómodo con ello, pero logró mantenerse lo suficientemente tranquilo para ser osado, y terminar de expresar la idea que tenía en la mente.

    —Quizás sea momento de decirle a él, y de paso a todos los demás, quién eres realmente. Así podría olvidar esas ideas de que todo esto es mentira.

    La mirada de Andy se endureció aún más que antes, hasta el punto de que incluso Lyons comenzó a sentir miedo. Sus dedos se apretaron fuertemente al vaso que sostenía en su mano, hasta ponerse blancos. La presión se volvió más y más intensa, hasta que el vaso de vidrio no la aguantó y terminó quebrándose en su palma.

    Lyons se hizo hacia atrás, asustado. Pero dicha reacción no había sido precisamente por el vaso roto, sino porque por un momento, por unos segundos mientras esa rabia se apoderaba del hombre delante de él, pudo ver que sus ojos cambiaban. Como un sutil parpadeo, se convirtieron de esos serenos ojos avellana, a esos intensos ojos dorados con pupilas alargadas, como las de un letal tigre o una fiera aún peor. Hacía mucho tiempo que Lyons no veía esos ojos, pero los conocía muy bien. Era los mismos que Andy había tenido cuando nació, y prácticamente toda su infancia. Pero tan abruptamente como habían aparecido, se esfumaron, dejando de nuevo sus ojos normales (o los que casi todo el mundo consideraba sus ojos normales).

    Andy pareció tranquilizarse poco a poco. Con cierta indiferencia contemplo su mano, mojada por el whisky, y por algo de su sangre pues algunos de los pedazos de vidrio se habían encajado en su piel. Con absoluta tranquilidad, comenzó a retirar los pedazos uno a uno, sin siquiera pestañar.

    —¿Recuerdas cómo era la Aquelarre de Macarto? —Cuestionó de pronto, tomando desprevenido a Lyons—. ¿Llena de viejos simplones, con sus cánticos y rituales, temerosos siempre de todo? Cuando tú y yo tomamos el control, transformamos ese grupo de viejos brujos en una organización sólida y fuerte; en nuestra Hermandad. Y nos prometimos que nunca caeríamos en los mismos errores y paranoias que nuestros antecesores. Y míranos ahora, tantos años después. —Alzó su vista hacia él, sonriéndole divertido—. Tú prácticamente te has convertido en una viva imagen de Roman.

    —Dios me libre —soltó Lyons casi por mero reflejo, y luego no pudo evitar reír un poco por lo irónico del comentario. Andy lo acompañó también en esas risas.

    Lyons y Andy eran lo más parecido que el otro tenía a un amigo. Ambos se conocían prácticamente toda la vida de este último. Los padres de Lyons eran parte del Aquelarre de Roman Castevet, y él tenía diez años cuando Andy nació. Ahora Roman, y todos sus antiguos seguidores, estaban muertos. Lyons era una de las dos únicas personas con vida que conocían la verdad sobre Andy; sobre quién era su padre real, y porqué justamente acababa de referirse a Damien y a él como “hermanos.” Pues, en realidad sí lo eran, técnicamente.

    —Ya te lo he dicho muchas veces —continuó Andy, aparentemente más tranquilo y con su mano ya sin vidrios. Y, de hecho, sus heridas ya prácticamente no eran visibles—. Todos tenemos un papel que seguir en este Gran Plan; yo tengo el mío, y Damien tiene el suyo. Si reveláramos al resto de la Hermandad mi verdadera naturaleza, eso causaría confusión, o incluso división entre nosotros. En estos momentos, lo que necesitamos es que la posición de Damien como el Salvador sea afianzada, no puesta en duda. Además de que discrepo de tu punto de vista. Si realmente el chico tiene tantas dudas sobre su papel, el que yo le hable de eso creo que empeoraría las cosas. Así que no vuelvas a mencionar el tema, ¿quieres?

    —De acuerdo —respondió Lyons, agachando la cabeza.

    Andy contemplaba su mano todo el tiempo mientras hablaba. Para antes de terminar de hablar, su palma se encontraba totalmente lisa, sin ninguna imperfección más allá de las habituales. Pero sí sentía dolor, como una molesta comezón.

    —Aun así —musitó de pronto, bajando su mano—, si crees que podría ser útil el que hable con él, supongo que podríamos intentarlo. Hablaré con Cindy para que lo programe.

    —Gracias. ¿Y qué hay de Ann?

    —¿Qué hay con ella?

    —Esto que está pasando revela que ya no puede controlar al muchacho, y ha fallado en sus funciones. Es mi opinión que debemos retirarla, y asignarle a otro Apóstol su protección.

    —¿Y a qué te refieres exactamente con "retirarla"? —Cuestionó Andy entrecerrando un poco sus ojos. Lyons sólo se le quedó mirando, sin responderle, lo que lo dejó bastante claro—. La lealtad de Ann ha sido más que demostrada, y es totalmente digna de mi confianza. Es mi opinión —pronunció poniendo principal énfasis al repetir la misma expresión que él había usado—, que por todo lo que ha hecho por nosotros estos años, al menos se ha ganado el derecho de que le demos una oportunidad más de demostrar sus capacidades.

    Lyons no pudo evitar soltar un pequeño resoplido sarcástico.

    —Con todo respeto, ambos sabemos que no puedes ser del todo objetivo cuando se trata de ella —señaló Lyons, casi como un reclamo. Andy simplemente sonrió, divertido por su comentario.

    —Y aun así vienes a pedir mi permiso.

    —Es justo por eso que vengo a pedir tu permiso. Pero está bien. —Se inclinó el vaso que aún sujetaba en su mano, y se lo empinó para terminarse los últimos rastros de whisky que había en él—. ¿Y qué haremos con las niñas y con esa mujer?

    Andy posó sus ojos en el tercer expediente, aquel que aún seguía en el mismo sitio en el que Lyons lo había dejado, y que se le había casi olvidado por el calor de la plática. Sin pensarlo mucho, extendió su mano y tomó dicho legajo, colocándolo sobre sus piernas.

    —Si tenemos suerte, en cuanto Damien las conozca se decepcionará y él mismo se deshará de ellas —apuntó Andy mientras abría el expediente—. Si espera encontrar entre alguna de ellas a alguien como él, ambos sabemos que...

    Sus palabras fueron cortadas de tajo, casi como si alguien le hubiera arrancado abruptamente la lengua a mitad de su última oración. Sus ojos avellana se habían centrado en la primera hoja del expediente, similar a la de los otros tres: una ficha con los datos generales de la tercera niña, acompañada también de una foto. En ésta aparecía la jovencita (de doce años, de nombre Samara Morgan, nacida en Washington), de largos cabellos negros y lacios, rostro pálido y ojos oscuros y fríos, mirando a la cámara. Usaba una chamarra gris con gorro, y detrás de ella parecía haber un caballo.

    Andy contempló muy fijamente aquella foto por un largo rato, tanto que le fue imposible apartar su atención de ésta y seguir leyendo el resto de los datos que ahí venían. Cuando menos lo pensó, se había perdido en aquel rostro inexpresivo, sin darse cuenta del paso del tiempo a su alrededor. Lo único que lo terminó trayendo de regreso a la realidad, fue la preocupada voz de Lyons.

    —¿Adrian?, ¿ocurre algo?

    El músico se estremeció un poco, y volvió a alzar su mirada hacia su viejo amigo. Aún entonces le tomó unos segundos recuperarse por completo de la indescriptible impresión que le había dado aquel encuentro de frente. Volvió a sonreír entonces, como si nada hubiera ocurrido.

    —Nada, lo siento —se excusó despreocupado, cerrando el expediente y colocándolo con los otros—. Sólo me quedé pensando un poco.

    Se puso entonces de pie, arreglándose un poco su camisa. Al mover sólo un poco su pie, se encontró con los demás pedazos de vidrios del vaso roto en el suelo.

    —Le pediré a Gilda que limpie esto —señaló risueño—. Ya que te tomaste la molestia de venir a New York por mí, ¿qué te parece si salimos a cenar a algún lado? ¿Te parece bien en Le Bernardin?

    —¿Seguro que es buena idea que nos vean juntos en público? —inquirió Lyons, un poco inseguro, y se paró también.

    —¿Por qué no? Sólo somos dos viejos amigos charlando de negocios y de cuando los tiempos eran mejores. Anda, sólo déjame llamar para hacer la reservación. Dame un minuto.

    Lyons asintió, y extendió su mano como si le diera permiso. Aunque, realmente no era como si pudiera negarse a hacer justo lo que él quería. Incluso los Apóstoles debían agachar la mirada ante Adrian, y con más razón Lyons que sabía quién era en realidad.

    Andy caminó tranquilamente hacia el pasillo, más concretamente hacia la habitación en la que reposaba su madre, y en donde había dejado su teléfono celular. Se aproximó al buró en donde aguardaba su iPhone, y lo tomó buscando el número de Cindy, su asistente personal. Mientras lo hacía, sus ojos contemplaron fugazmente el rostro dormido de su madre, y se obligó inconscientemente a virarse a otro lado.

    Colocó el teléfono contra su oído y aguardó. Le respondieron al quinto pitido.

    —Cindy, hola —comenzó a murmurar al teléfono—. Hazme un favor, consígueme un vuelo a Atenas; para mañana mismo, a primera hora si es posible. —Guardó silencio, mientras recibía la esperada queja de Cindy—. Sí, Atenas, Grecia. Vuelvo dos días después, y encárgate de que se cancelen todas mis citas y presentaciones del resto de la semana. Sé que tenemos lo de Iowa, pero tendremos que posponerlo. Es un asunto personal, y es importante. ¿Puedes decirle a Charles que se encargue de ello?

    Cindy se siguió quejando un poco más, pero con menos fuerza que antes. Al final haría justo lo que le dijera, de alguna u otra forma.

    —Listo, muchas gracias, linda —expresó Andy con sutileza—. Espero la confirmación del vuelo en mi correo… Ah, casi lo olvido —señaló rápidamente entes de colgar—. Consígueme una mesa para dos en Le Bernardin, por favor; para ahora mismo. Sé que lo harás posible. Hablamos después.

    Y antes de que Cindy pudiera lanzarle alguna otra queja, Andy colgó y apartó el teléfono de él.

    Se giró lentamente, inevitablemente fijando su atención de nuevo en el rostro de su madre. Se le quedó viendo, como si le estuviera sosteniendo la mirada. Era momentos como ese en el que realmente deseaba tenerla con él, para darle algún consejo o guía. Incluso el más sabio de los sabios, que se suponía debía ser él, necesitaba a su madre de vez en cuando.

    Pero no estaba, así que le tocaba elegir a él.

    Salió del cuarto e iría a esa cena con Lyons. Hablarían de cualquier cosa, menos de asuntos de la Hermandad. Y, especialmente, no le mencionaría en lo absoluto ese abrupto viaje de última hora.

    FIN DEL CAPÍTULO 71

    Notas del Autor:

    Andrew Woodhouse, alias Adrian Castevet o simple Andy, está basado en el personaje del mismo nombre perteneciente al libro Rosemary's Baby o El Bebé de Rosemary escrito por Ira Levin, y a la película de 1968 basada en dicha novela. También es un personaje principal en la secuela de la novela titulada Rosemary's Son o El Hijo de Rosemary. Mucho de su apariencia, personalidad y papel se encuentra basados en cómo se le retrata y describe en Rosemary's Son, aunque me tome la libertad de hacer varios cambios para lograr adaptarlo más a la época y a la trama actual. Algunas de las cosas que iremos revelando en los siguientes capítulos, serán agregados e interpretaciones propias.

    Rosemary Woodhouse (o Riley) está basada en el personaje del mismo nombre perteneciente al libro Rosemary's Baby o El Bebé de Rosemary escrito por Ira Levin, y a la película de 1968 basada en dicha novela, además de ser la protagonista de la novela Rosemary's Son o El Hijo de Rosemary. Su destino cayendo en coma cuando Adrew/Adrian era joven, se basa en lo narrado en Rosemary's Son. Sin embargo, se hicieron algunos cambios al respecto que se irán mostrando más adelante.
     
  12.  
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    Resplandor entre Tinieblas

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    Capítulo 72.
    Hola otra vez

    La ciudad de Roma amaneció particularmente soleada esa mañana de noviembre. El padre Jaime Alfaro había despertado con el sol en sus modestos aposentos en la Santa Sede, y lo primero que hizo fue hincarse a un lado de la cama y rezar, a pesar de que lo había hecho bastante la noche anterior. Fue citado la tarde previa para darle aviso de una nueva información que acababa de llegar, y con ella entregarle su próxima encomienda, misma que Jaime recibió gustoso y humilde. El sacerdote, de origen español, viajaría ese mismo día en la tarde, por lo que debía tener todo sus asuntos preparados, incluyendo los espirituales.

    De hecho, especialmente los espirituales.

    Llevaba muchos años haciendo ese trabajo tan particular de analizar, recaudar, y desmentir o confirmar la veracidad de las acciones tanto de Dios como del Diablo en el mundo. En otras palabras, en él recaía la responsabilidad de determinar si un milagro, así como una posesión, eran genuinos. Y, de hecho, se consideraba particularmente bueno en ello, y tenía una muy significativa reputación que lo respaldaba. Por supuesto, era complicado para un hombre de ferviente fe como la suya el separarse de sus creencias por unos momentos, con el fin de lograrlo y tomar el papel de escéptico. Pero había un bien mayor derivado de ello que se tenía que alcanzar, así que realizaba su labor con firmeza, pidiéndole fuerzas a Dios en cada paso.

    Pero esta nueva tarea era diferente a las que había realizado durante tantos años. La mentalidad con la que debía enfrentarlo era la misma, pero las metodologías y parámetros eran totalmente diferentes, por no decir que estos prácticamente no existían. Desde el año 2000 le había tocado participar frecuentemente en esa búsqueda en la que se había enfrascado en secreto una parte del Vaticano, mostrándose algo reticente a la sola idea. De hecho, ya le habían pedido unas cinco veces antes realizar una evaluación similar, sin obtener ningún resultado concluyente. Pero esa sexta vez la sentía un poco distinta a las anteriores.

    En cuanto vio la foto de su nuevo objetivo, un extraño vacío le invadió el estómago. Y al leer con más cuidado el resto de la información que le habían proporcionado sobre dicha persona, la sensación se volvió tan intensa, hasta incluso dolorosa, que lo obligó a pasar esa noche y parte de la mañana hincado y rezando. Nunca le había pasado nada parecido con un primer acercamiento a un caso. Pero no debía dejar que esas impresiones nublaran su juicio, pues se suponía que debía ser objetivo y centrado; esa era su misión ahí.

    Una vez que sus rezos fueron suficientes, y tuvo además su maleta lista, se sintió más calmado y con la mente bastante más clara. Decidió entonces que aún tenía suficientes horas para hacer una parada rápida antes de su viaje, así que se vistió con su camisa negra de mangas cortas, sus pantalones negros, y su cuello romano, y salió caminando tranquilo de la Santa Sede hacia las calles de Roma. Quizás sería un poco egoísta de su parte el ir de esa forma y sin avisar, especialmente con un asunto como ese en sus manos. Aún así, sintió que le daría más serenidad a su mente el hacerlo, así que esperaba que Dios pudiera perdonarle ese pequeño momento de egoísmo, por no llamarlo debilidad, con el fin de poder cumplir mejor el nuevo encargo que le habían dado en su nombre.

    El lugar al que se dirigía se encontraba sólo a dos calles, pero tomó una pequeña desviación para ir a la panadería de San Martín. Era un establecimiento pequeño pero clásico, conocido especialmente por vender unos deliciosos pandoros todo el año, tanto en su receta tradicional como rellenos de crema; la persona que iría a ver prefería más los segundos. Decidió pasar y comprar uno, como si fuera algún tipo de ofrenda, y de cierta forma lo era.

    Con su pan guardado en el interior de una bolsa de papel y sosteniéndolo debajo de su brazo, caminó tranquilamente calle abajo hacia el antiguo Convento de Santa María de los Ángeles. En el camino, fue saludado por algunos transeúntes que lo reconocieron y quisieron de inmediato saludarlo. Y aunque él no los despreció ni se portó precisamente grosero, sí les indicó que tenía prisa y siguió casi de inmediato su camino.

    El convento era una antigua casona, con su fachada restaurada hace algunos años atrás. A simple vista podía pasar desapercibida entre todas las casas similares que había por esos rumbos, y si no sabías que estaba ahí posiblemente no identificarías que se trata de un convento de religiosas. El padre Jaime se paró firme ante la alta y gruesa puerta de madera, y jaló sutilmente de una cuerda que colgaba a su lado para hacer sonar la campana. Aguardó unos minutos a que le abrieran, pero sabía muy bien que a veces debía ser insistente para que alguna de las hermanas atendiera, así que lo intentó una segunda vez, y luego una tercera. Sólo hasta entonces una monja mayor de rostro pálido, de hábito café y blanco, abrió la puerta más pequeña y se asomó hacia afuera, mirando con ojos nada contentos al inesperado visitante. Jaime sólo sonrió debajo de su grueso bigote, negro y con algunas canas como su cabello, como si no se percatara del mal humor de la religiosa.

    —Buenos días, hermana —le saludó el sacerdote, dando una pequeña reverencia respetuosa con su cabeza—. Vengo ver a la hermana Loren, si está disponible.

    La monja entrecerró un poco sus ojos, un tanto insegura. Sacó entonces del bolsillo interno de su atuendo un viejo reloj de bolsillo y revisó en éste la hora.

    —En estos momentos Loren debe estar en la capilla principal, orando —le indicó tajante, al parecer queriendo dar a entender que aquello era una negativa no discutible.

    —Solo será un minuto —señaló Jaime, permitiéndose colocar su mano sobre la puerta para prevenir que a la hermana se le ocurriera cerrársela en la cara—. Tengo que tomar un avión dentro de unas horas para encargarme de un nuevo trabajo, y en verdad me serviría hablar con ella un momento antes de irme.

    Se inclinó entonces un poco hacia ella para poder susurrarle más despacio, como si de algún peligroso secreto se tratase.

    —Se trata de un asunto de Scisco Dei —le indicó con seriedad, quizás más de la necesaria—, con respecto a la Orden Papal 13118. ¿Me entiende?

    La monja lo observó en silencio, inexpresiva. Pero por supuesto que sabía de qué estaba hablando. No a muchos le dirían algo esas palabras, incluso dentro de la Santa Sede. Pero en lo respectaba a las Hermanas de Santa María de los Ángeles, todas estaban enteradas el papel que debían despeñar en eso. Y aunque al inicio pareció que aun así no lo dejaría pasar, al final suspiró resignada, y se hizo a un lado, abriendo aún más la puerta para dejarle el camino libre.

    —Pase, supongo —le indicó con voz apagada.

    —Se lo agradezco —asintió Jaime, y entonces aceptó gustoso la invitación.

    Conocía el camino, pero igualmente su recibidora al parecer se sintió con la obligación de guiarlo hacia la capilla; un gesto de hospitalidad, o tal vez un deseo de tenerlo vigilado. Jaime no la culpaba. Se les había dado la tarea de proteger un tesoro demasiado valioso, no sólo para ellos sino para el mundo entero, y ese recelo y obstinación era necesaria si deseaban cumplir dicho encargo. Esperaban, sin embargo, que no fuera por demasiado tiempo.

    Al llegar a las puertas abiertas de la capilla principal, Jaime se asomó curioso hacia el interior. Al final del camino entre bancas de madera, se encontraba el hermoso altar, con un relieve justo en medio de la virgen cargando al niño Jesús, rodeados de ángeles; y arriba de ellos, la imagen de Jesús en la cruz. Y de rodillas delante de éste, se encontraba justo la persona que buscaba, con su cabeza agachada y dándole la espalda a la puerta. En el techo había un tragaluz que iluminaba de una forma armoniosa todo el altar, y hacía que sus ropajes blancos de novicia destellaran de una forma casi irreal.

    Todo en conjunto creaba un cuadro tan hermoso, que Jaime por un momento creyó que era incorrecto que alguien como él lo viera.

    —¿Le importaría traernos un poco de té, hermana? —Pronunció de pronto el sacerdote, virándose hacia la monja que lo había escoltado. Ésta lo miró casi estupefacta, pero él le volvió a sonreír tan cándidamente como antes—. Es para acompañar el pandoro —aclaró señalando la bolsa de papel que traía consigo.

    Ella no parecía muy feliz con la repentina petición. Aun así, sin pronunciar alguna palabra de queja, se dio media vuelta y se retiró con paso apresurado. No sabía si iría o no a preparar ese té, pero se mantuvo positivo.

    Una vez solo, ingresó a la capilla, se persignó en la puerta, y entonces avanzó por el pasillo hacia el altar. Aunque sus pasos resonaron en el suelo y el eco, la joven delante del altar no alzó en lo absoluto su mirada; quizás ni siquiera se percató realmente de su presencia. Avanzó derecho hacia ella y se paró a sus espaldas. Pudo percibir en ese momento que rezaba muy despacio, con pequeños susurros que ni siquiera lograba distinguir con claridad. Parecía muy concentrada en ello, y la verdad lamentó un poco tener que interrumpirla.

    Aproximó su mano al hombro de la novicia, dándole un par de toquecitos rápidos. La joven se sobresaltó, soltando un pequeño alarido. No parecía de susto, sino más bien de sorpresa. Alzó entonces su blanco rostro, y se viró hacia él con sus grandes ojos azules verdosos como el mar. Debajo de su velo se asomaban algunos de sus cabellos rubios claros, bien peinados para poder quedar en su mayoría ocultos.

    —Lo siento, no quería asustarte —se disculpó el sacerdote, dando un paso hacia atrás. Por su lado, la expresión de incertidumbre de la joven novicia Loren, se fue calmando conforme fue capaz de reconocer al hombre detrás de ella.

    —Padre Jaime —murmuró despacio, como si requiriera decirlo en voz alta para convencerse a sí misma de que su deliberación era acertada—. Descuide, yo lo siento. No me percaté de su presencia…

    Loren se giró unos momentos de regreso al altar para persignarse y entonces ponerse de pie. La novicia era una joven delgada, de apenas un poco más de veinte años, de estatura baja que le llegaba a Jaime apenas a la altura de sus hombros, pese que en realidad él tampoco era precisamente muy alto.

    —Te traje uno de esos pandoros rellenos que tanto te gustan de San Martín —le comunicó Jaime, mostrándole la bolsa que cargaba consigo—. Está calientito. Y pedí de favor que nos trajeran un poco de té. ¿Por qué no salimos unos momentos al jardín y lo comemos mientras conversamos?

    —Sí, claro —asintió la joven sin mucho pensarlo.

    Jaime le dejó el camino libre para que ella pasara primero, y así lo hizo. El sacerdote la siguió un poco detrás.

    Ambos tomaron asiento en una banca del jardín central de la casa. El jardín que las monjas mantenían ahí era muy llamativo y causaba una sensación agradable que a Jaime siempre le había gustado. Era el lugar perfecto para comer, aunque no tuviera aún su té. El sacerdote sacó el pan de su bolsa y lo colocó en medio de ambos en la banca. Sacó su navaja de bolsillo, y cortó dos pedazos, uno para cada uno. Loren tomó su parte gustosa, y la comió con bastante ánimo, manchándose un poco la boca.

    —La crema lo hace demasiado dulce para mi gusto —comentó Jaime, ya empalagado desde la tercera mordida—. Pero supongo que es justo por eso que a ti te gusta tanto.

    —Son una pequeña alegría —aclaró sonriente la novicia, limpiándose la crema de sus labios con los dedos.

    —¿Cómo has estado? ¿Te has ambientado bien?

    —Al convento, sí —respondió Loren un tanto indiferente a la pregunta—. No es muy diferente a los otros sitios en los que he estado antes. Pero ya llevo casi un año aquí, y apenas y he salido un par de veces. —Viró en ese momento a una dirección específica al noroeste de donde se encontraban, como si pudiera ver a través de los altos y gruesos muros de la casa hacia algo que se erguía más allá—. Ni siquiera me han dejado conocerlo.

    Jaime miró en la dirección en la que miraba. Y, al menos de que su sentido de la orientación le fallara, creyó comprender a qué se refería.

    —¿Hablas del Vaticano?, ¿o de su Santidad? —Le preguntó curioso, a lo que ella respondió encogiéndose de hombros, sin dejar de mirar hacia el mismo punto.

    —Ambos, supongo.

    —Bueno, ya llegará el momento —asintió Jaime con confianza—. Roma no es como los otros sitios más discretos en los que has estado antes. Los enemigos suelen estar más cerca de lo que uno piensa. Pero si se solicitó que se te moviera tan cerca de la Santa Sede, es porque presienten que algo va a pasar pronto, y es importante que tú estés presente. Sólo ten un poco más de paciencia.

    —Paciencia es lo que más tengo, padre —le respondió Loren con un poco de dureza, pero también de resignación—. Pero no vino sólo a traerme pastelillos y decirme eso, ¿o sí?

    —¿No es suficiente motivo para venir a verte, pequeña? —Bromeó el sacerdote, pero su comentario no fue capaz de sacarle una sonrisa a su acompañante. Sacó entonces su pañuelo para limpiarse los restos de crema y pan de sus propios labios—. Viajaré a los Estados Unidos, hoy mismo. Mi vuelo sale en unas horas, de hecho. Nuestro colega, el padre Frederick, tiene una nueva pista con respecto a la Orden Papal 13118, y me toca a mí ir a comprobarla como las veces anteriores. Ésta podría ser la buena.

    —Ya ha dicho eso antes, y siempre termina siendo inconcluso —concluyó la muchacha, no muy impresionada, y mordió sutilmente el pedazo de pandoro que sostenía entre sus dedos.

    —Oh, no seas tan pesimista. El padre Frederick tiene un buen presentimiento, y yo también.

    —No sabía que un Inspector de Milagros del Vaticano se movía con presentimientos.

    —Bueno, serviría más si viniera de ti…

    Jaime dejó en ese momento el pan que sujetaba con el resto, y acercó su mano al bolsillo de su camisa. De éste sacó una pequeña fotografía doblada por la mitad, y se la pasó sin miramiento a la novicia. Ésta la miró un poco extrañada, pero la tomó entre sus dedos con su mano derecha. La desdobló y la observó con detenimiento. Era la fotografía de un chico joven, de cabellos negros cortos, ojos azules, y una sonrisa astuta. Miraba a la cámara con un incómodo cinismo. Era muy atractivo, pero los anteriores de los que había llegado a saber igualmente lo eran. Quizás era un requerimiento en su búsqueda.

    —¿Qué opinas? —Le preguntó Jaime luego de un rato—. Su nombre es Damien Thorn.

    —Damien Thorn —repitió despacio la joven. Siguió contemplando la foto por un rato más, y luego se la devolvió—. No lo sé —susurró insegura.

    —Eso es mucho mejor que los rotundos “no” que sueles darme —señaló Jaime, genuinamente impresionado—. ¿Sentiste algo?

    —No lo describiría de esa forma —musitó Loren, con su mirada agachada al suelo bajo sus pies—. Es como si sus ojos fueran dos profundos agujeros, y a través de ellos no vira nada más que oscuridad absoluta. No buena o mala… sólo oscuridad. Pero creo que podría significar muchas cosas.

    Jaime asintió. Relacionó, quizás de manera incorrecta, esa sensación que ella describía con el hueco que él mismos sintió en su estómago cuando miró esa misma foto y el expediente del muchacho.

    —Muy bien —dijo Jaime, sin perder su buen ánimo—. Es el sospechoso más prometedor hasta ahora, así que de momento esa impresión me basta. Estando allá lo descubriré de alguna forma u otra, no te preocupes. Sólo… —calló unos momentos, vacilante—. Estate preparada para cualquier cosa, ¿sí?

    —¿Para recibir su aviso de que fue otra vez inconcluso? —Rio la novicia, divertida—. Lo espero ansiosa.

    —Qué condescendiente resultaste —le respondió el padre, seguido de un par de risas.

    Se paró entonces de la banca y se estiró un poco. Se volvió evidente que aquella monja no volvería con el té, así que sería mejor que se retirara de una vez.

    —Debo apresurarme o perderé mi vuelo —se excusó. Pero antes de irse, se viró de nuevo a la joven, y se agachó, para colocar su rodilla en el suelo, y bajar su cabeza, casi como si fuera un acto de sumisión. Loren lo miró, un tanto sorprendida y apenada por eso—. ¿Me das tu bendición, pequeña señorita?

    —Ya no soy una niña para que me siga diciendo así —le respondió ella, apenada—. Además, ni siquiera estoy aún ordenada para dar bendiciones.

    —Igual me sentiré mucho más seguro si lo haces —murmuró Jaime un tanto burlón, volteándola a ver de reojo.

    Loren suspiró con pesadez y entonces se paró. Resignada, se colocó firme delante de él, y extendió su mano derecha por encima de su cabeza, dibujando en el aire la señal de la cruz mientras recitaba:

    —Qué la bendición de Dios Omnipotente, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, descienda sobre usted, lo acompañe en su viaje y lo traiga de regreso con bienestar a casa. Vaya sin miedo, soldado del Señor.

    —Amén —secundó el sacerdote, parándose de nuevo, al parecer con mayor confianza y fuerza—. Te escribiré en cuanto tenga novedades, ¿sí?

    Loren sólo asintió, y miró en silencio como se alejaba por el camino de cemento del jardín, hacia el pasillo exterior de la casa y luego hacia el portón principal. Ella, por su cuenta, se permitió sentarse en la banca una vez más, para acabarse ella sola el resto del pandoro, hasta que llegara alguna de las monjas a indicarle que debía hacer otra cosa.

    La joven novicia se sentía tranquila, pero desconocía que en realidad ese viaje no sería como los otros. Y la conclusión estaría muy lejos de quedar “inconclusa.”

    — — — —​

    Verónica aterrizó en Los Ángeles un poco después del mediodía del miércoles, y aún entonces le resultaba increíble que en verdad fuera a hacer eso. Nunca había estado en presencia de Damien sin Ann, y aún con ella presente no podía evitar sentirse intimidada por el joven Thorn. Él nunca había escondido ni un poco su desagrado hacia ella, y nunca había entendido a qué se debía éste. Su mayor presunción era que sabía la verdad, que Ann y ella eran de hecho madre e hija, y eso de alguna forma le causaba algún tipo de molestia, incluso celos. Pero en los años que llevaba de conocerlo, le pareció que no sería el tipo de persona que sería sutil con ese tipo de información, y quizás ya habría hecho algún comentario sarcástico al respecto. Pero no lo había hecho, así que el origen de tal actitud hacia ella le era desconocido, y le resultaba por consiguiente mucho más preocupante.

    Se hablaba mucho dentro de la Hermandad sobre lo que Damien era capaz de hacerle a una persona. Un par le había mencionado, entre susurros temerosos, cómo había matado a su primo, Mark Thorn, causándole un derrame con tan sólo desearlo. Y si fue capaz de hacerle eso a su supuesta familia, ¿qué haría con alguien que lo hiciera enojar enserio? Verónica también se lo preguntaba, y aun así ahí estaba, exponiéndose a ser víctima de dicha ira, y sólo porque su madre se lo había pedido…

    “Necesito que vayas a Los Ángeles y vigiles a Damien por mí. Eres en la única que puedo confiar. Necesito que estés cerca de él, y me reportes todo lo que haga. Especialmente si llega a reunirse con esas niñas que está esperando.”

    Qué fácil era pedirlo.

    Era de conocimiento general en Chicago que ese día Damien participaría en un torneo de tenis para caridad, una de las excusas que se había inventado para justificar su estadía en Los Ángeles. Antes de subir al avión había hecho una investigación en su teléfono para determinar el lugar y el horario de dicho evento, encontrando que para cuando llegara a su destino, Damien estaría aún en aquel sitio por algunas horas. Meditó un rato durante el vuelo para decidir si se dirigiría al pent-house o si alcanzaba a llegar al lugar del torneo. Se decidió por esta última, pues de todas formas no sabía si había alguien en el departamento, y no tenía llave.

    ¿Cómo tomaría que se apareciera de esa forma ahí? ¿Lo haría enojar más de lo que su sola presencia provocaría por sí sola? Como fuera, aquello sería inevitable de una u otra forma.

    El torneo se llevaría a cabo en un centro deportivo del Club Rotario, en las canchas de tenis. Los participantes eran su mayoría estudiantes de preparatoria de escuelas privadas locales, y sólo unos pocos como Damien venían de fuera del estado. El Thorn ya había participado en encuentros así antes, así que no resultó tan extraño. Una vez que el taxi la dejó enfrente del lugar, se encaminó al sitio arrastrando detrás su gran maleta de ruedas. Se identificó a sí misma como empleada de Thorn Industries para que la dejaran pasar, aunque tuvieron que hacerle una revisión rápida a su maleta, lo cual resultó un poco embarazoso.

    En el lugar había mucha gente entre espectadores, participantes, entrenadores y staff. Verónica decidió sentarse en las gradas un poco detrás donde había espacio libre para ella y su maleta, y así no molestar. Estaba terminando de acomodarse, cuando escuchó la voz de un hombre hablar por los altavoces a través un micrófono.

    —Y ya estamos en la recta final, damas y caballeros —dijo—. Nuestro encuentro final de este Torneo Juvenil de Beneficencia del Club Rotario, será entre Rony Helmut de Windward, y Damien Thorn del Colegio Bradford de Chicago. Ambos jóvenes han hecho un papel impresionante, y esto promete ser un gran partido final. Les recuerdo que todo lo recaudado este día ayudara a proporcionar becas a decenas de niños en todo el país. Y los invito a participar en los demás eventos que tendremos en lo que resta del año…

    Verónica buscó con su mirada a Damien entre la multitud, aunque le resultó más sencillo encontrar a sus guardaespaldas, tres hombres altos de trajes oscuros. Damien estaba en una banca, con una toalla alrededor de su cuello, shorts cortos color rojo, y una sudadera azul por el frío. Bebía agua de una botella, mientras observaba pensativo a la cancha.

    «Vaya suerte», pensó para sí misma al darse cuenta de que justo había llegado al último encuentro, y que precisamente Damien era uno de los dos contendientes.

    Una vez que pasaron unos minutos, quizás para que ambos chicos pudieran descansar, los dos finalistas se dirigieron a la cancha. El otro, el tal Rony Helmut, era un chico de seguro también de último año, de cabello castaño corto, alto y de complexión atlética. Si se tratara de cualquier otra circunstancia, quizás Verónica apostaría por él. Sin embargo, su contrincante era Damien Thorn; la única posibilidad de que pudiera ganarle, era que éste se lo permitiera.

    Y, al parecer, eso fue lo que ocurrió.

    Durante casi todo el partido ambos estuvieran bastante parejos. La pelota iba y venía, y por cada punto que uno obtenía el otro lo compensaba. El primer set lo ganó Rony, y el segundo fue de Damien. Todo se decidiría al mejor de tres, así que quien ganara el tercero sería el ganador. Para la gente aquello era emocionante; cualquiera podría ganar en cualquier momento. Sin embargo, aunque Verónica no sabía mucho de tenis, sí conocía la gran habilidad física que Damien poseía. Y al verlo jugar de esa forma, le pareció que de hecho estaba permitiendo que muchas de esas pelotas se le fueran apropósito.

    Aquello le resultó curioso, pero lo fue aún más cuando en el último juego del tercer set, estando ambos muy parejos, Rony aplicó un revés, la pelota pasó la red, rebotó en el piso, fue directo hacia el franco derecho de Damien, y entonces pasó de largo su raqueta por unos milímetros debajo.

    Todos los presentes soltaron un alarido de sorpresa, y luego algunos aplausos.

    —¡Estuvo muy cerca!, tan cerca —exclamó sorprendido el comentarista en su micrófono—. Qué increíble y cardíaco partido. Pero la victoria es para Rony Helmut, un fuerte aplauso.

    Los presentes hicieron justo eso, comenzando a aplaudirles fuertemente a los dos muchachos. Verónica también lo hizo, aunque con menos efusividad. Vio entonces como Damien y Rony se acertaban a la red, y estrechaban sus manos amistosamente.

    —Buen juego, Thorn —le indicó Rony entre jadeos debido al extenuante ejercicio.

    —Igualmente, Helmut —le respondió Damien sonriente, en mejor estado al parecer—. Ganó el mejor.

    —Gracias. Si vas al torneo de Aspen en febrero te doy la revancha.

    —Lo pensaré.

    Ambos se despidieron con un ademán de sus manos, y se dirigieron a sus respectivas bancas. Verónica tomó en ese momento su maleta, y comenzó a bajar para dirigirse a él.

    —Buen juego, Damien —pronunció con entusiasmo, en su mayoría fingido, una vez que estuvo cerca. El chico pareció sorprenderse un poco de escuchar su voz, y se viró hacia ella al tiempo que se limpiaba el sudor de su rostro con una toalla.

    —Vaya, pero miren a quién tenemos aquí —murmuró entre sarcástico e indiferente—. Verónica Selvaggio nos honra con su presencia. ¿Viniste con tu ama o te dejó salir sin tu correa un rato?

    Verónica intentó permanecer sonriente y calmada. En efecto no había sido un recibimiento muy afectivo, pero había resultado ser mejor de lo que ella se esperaba.

    —La señora Thorn tuvo un viaje de improvisto a Londres —le informó—. Me pidió que viniera y te asistiera en todo lo que ocuparas…

    —Y me espiaras por ella, ¿no? —añadió Damien rápidamente, astuto—. Y yo que creí por un momento que tenías aunque fuera un poquito de clase, Verónica.

    —Estás malinterpretando las cosas. ¿Por qué querría ella que te espiara?

    —Ahórrate el número, ¿quieres? Ann y yo no estamos en los mejores términos en estos momentos, pero de seguro eso ya lo sabes.

    Sin darle mucha importancia a la presencia de la joven, el chico comenzó a guardar sus cosas en su maleta deportiva, para luego cerrarla y colgársela al hombro.

    —Supongo que te quedarás con en el pent-house conmigo, ¿no? —cuestionó el chico sin mirarla.

    —Si no es mucha molestia…

    —Lo es. Pero el lugar no es mío, sino de Thorn Industries. Así que si Ann quiere que te quedes ahí, ¿quién soy yo para impedirlo?

    Dicho eso, comenzó sin más a caminar a la salida, pasando a un lado de la joven italiana.

    —¿Nos vamos ya? —soltó con un poco apuro al pasar a su lado.

    —¿No te vas a quedar a la entrega de premios y constancias? —inquirió Verónica confundida, señalando hacia el escenario.

    —Que me lo hagan llegar por correo —respondió Damien, agitando su mano en el aire con pereza—. Andando.

    Verónica suspiró. Bastante desagradable, pero seguía siendo mejor de lo que se había imaginado. Tomó su maleta de ruedas de su mango, y se dispuso a seguir al joven Thorn.

    —Déjeme ayudarla con su maleta, señorita Selvaggio —se ofreció uno de los guardaespaldas, sorprendiéndola un poco.

    —Gracias —respondió dudosa, y le pasó la maleta. El hombre la tomó y comenzó a llevar consigo detrás de los otros.

    Verónica sonrió. Al menos no todos ahí estaban molestos con su presencia.

    — — — —​

    Damien estuvo muy callado en el andar a la camioneta, y luego durante el inicio de su camino de regreso a su residencia temporal. Verónica y él se sentaron en la parte trasera del vehículo, y el chico permaneció pensativo mirando por la ventanilla. La llegada de Verónica no lo había tomado demasiado por sorpresa, en realidad. Sabía que Ann no se mantendría alejada por mucho tiempo, y tarde temprano, luego de ir a quejarse con Lyons, alguien aparecería si no lo hacía ella misma. Verónica era su primera opción, pues se había vuelto su persona de confianza, pero en parte deseaba que no fuera así pues su presencia efectivamente le resultaba molesta.

    Sin embargo, su actitud reticente y agresiva no se originaba directamente por ella, ni tampoco por el evento en el que acababa de participar (que en general había sido casi una completa pérdida de tiempo). Lo que más le llenaba la mente en esos momentos era lo acontecido el día anterior, y ese encuentro que había tenido con Abra Stone, y su peculiar tío.

    Aún le dolía un poco la cabeza luego de aquello, pero cada vez era menor. Ignoraba qué había sido del buen tío Dan, pero suponía que no había salido del todo bien parado tras su pequeño truco. Pero principalmente se preguntaba cómo estaría Abra, además de furiosa con él. Esa chica tan común seguía provocándole tanta fascinación. Esperaba, por el bien de ella, no volverla a ver nunca más, aunque tuviera el deseo de que en efecto ese reencuentro se diera, ahora frente a frente. Pero en lugar de eso, a quien tenía cerca era a la aburrida y desabrida de Verónica Selvaggio.

    —¿Te dejaste vencer apropósito? —la escuchó preguntar de pronto, rompiendo el silencio.

    —¿Disculpa? —Le respondió distraído, virándose perezosamente hacia ella.

    Verónica estaba sentada hasta el otro extremo del asiento, casi pegada a su puerta, con su cinturón de seguridad puesto. Sus manos reposaban sobre su falda azul marino, apretando sus dedos con nerviosismo. En cuanto se volteó a verla, Verónica agachó su cabeza, temerosa.

    —Dominaste el partido desde el inicio —aclaró la joven de diecinueve años—. No soy una experta, pero creo que todos los puntos que el tal Rony te marcó fueron porque tú se lo permitiste, incluido el último. Sólo me pareció que pudiste haber ganado sin problema… de haber querido.

    Damien rio con virulencia, y le respondió:

    —Era sólo un tonto torneo de beneficencia al que me inscribí para justificar mi estancia aquí más tiempo. Realmente daba igual si ganaba o no. Pero a último momento decidí no lucirme tanto y no acaparar la atención, como siempre me dicen que haga.

    Verónica pareció un poco sorprendida por su respuesta.

    —Creí que ya no estabas dispuesto a hacer lo que la Hermandad te indicaba —señaló curiosa, lo que provocó que la expresión de Damien se tornara aún más severa, casi agresiva.

    Verónica sabía que había un plan sobre cómo Damien debía presentarse y desenvolverse en el mundo. Con el importante papel que tendría que llevar a cabo en el futuro, era crucial que fuera ganando influencia, posición y poder. Y para eso, tenía que hacerse notar, pero no demasiado para no llamar la atención de los ojos curiosos de sus enemigos potenciales; como el Vaticano, por ejemplo.

    Sin embargo, todo lo que estaba haciendo ahí en Los Ángeles, quedándose en ese lugar tanto tiempo, faltando a la escuela y a sus otras citas programadas, y encima de todo relacionándose con esos incidentes en Oregón, contradecían esa directiva, y él muy seguramente lo sabía.

    —Yo sé bien que debo guardar un bajo perfil, y por qué —respondió Damien tajantemente, cruzando sus piernas—. Lo hago por decisión propia, no porque la Hermandad me lo diga. Pero para un perrito faldero como tú que necesitas que le digan hasta cuando ir al baño, debe ser muy difícil de entender lo que es la iniciativa propia, ¿verdad?

    Un rastro notorio de enojo se asomó por los ojos de Verónica, y pareció por un momento que diría algo, pero no fue así. En su lugar sólo respiró lento por su nariz y se volteó a otro lado, evitando su mirada. A Damien aquello le pareció bien, y también volteó hacia su ventanilla otra vez. Aquello no sería, sin embargo, el final de la conversación.

    Llegaron a su edificio sin volver a cruzar palabra. Bajaron de la camioneta, los tres guardias detrás de ellos (uno de ellos llevando la maleta de Verónica y otro la deportiva de Damien) y se dirigieron con su llave electrónica al elevador, que les permitía subir hasta el último piso. Fue ahí dentro del elevador, donde el silencio se rompió otra vez.

    —No es necesario que todo el tiempo me estés insultando, ¿sabes? —se le salió de pronto a la joven rubia, tomando por sorpresa a Damien, e incluso también a los tres guardias.

    —¿Ahora de qué estás hablando? —le respondió Damien, ligeramente más irritado por el repentino cambio de actitud.

    —Nada —susurró Verónica despacio, virándose hacia un lado—. Es sólo que no entiendo por qué no te simpatizo. Incluso desde antes de que te pelearas con la señora Thorn, siempre me has tratado de esa forma tan despectiva. No tratas a ningún otro de los empleados de Thorn Industries así. Yo lo único que he querido desde que estoy aquí es servirte a ti y a la señora Thorn.

    Damien la miró perplejo, preguntándose si acaso aquello era algún tipo de broma que no comprendía. ¿Le estaba realmente recriminando su trato hacia ella? ¿Ella la que siempre agachaba la cabeza y se escondía tras la espalda de su tía?, ¿ahora tenía la osadía de dirigirle la palabra de esa forma? En otro momento podría haber estado impresionado, pero en su lugar solamente hizo que su mal humor acumulado del día anterior aumentara.

    Las puertas del elevador se abrieron y los guardias salieron primero.

    —Oh, disculpa, ¿te ofendí? No fue mi intención —Soltó Damien sarcástico, mientras salía del elevador. Uno de sus guardias se encontraba abriendo la puerta con su llave—. ¿Quieres saber porque no me simpatizas? Porque eres una arrastrada lame botas. Realmente no entiendo que maldita relación tienes con Ann, ni me importa. Pero me molesta lo apegada y sumisa que eres con ella. Si ella fuera hombre, de seguro hace tiempo que se lo hubieras chupado en busca de su aprobación; o quizás sí lo hiciste de todas formas, hasta donde me consta. Ten un poco de amor propio, ¿quieres?

    Ambos entraron al departamento detrás de los guardias. Damien captó escuetamente el sonido de una televisión sonando a lo lejos, quizás la de la sala. El rostro de Verónica se viró de lleno hacia él, y se encontraba colorado de la cólera. Por ese instante parecía haberse olvidado por completo del ferviente terror que sentía por ese chico.

    —Es verdad, tú no sabes lo que hay entre la señora Thorn y yo —le respondió la italiana con dureza en su voz, casi como un reto—. Y aunque lo supieras, no lo entenderías.

    —Si éste es tu intento de impresionarme con tu valentía, te advierto que…

    Damien se detuvo de golpe, al darse cuenta que los tres guardaespaldas se habían quedado de pie justo a mitad del vestíbulo. Los tres miraban fijamente al frente, y no decían nada. Damien se movió para ver entre sus enormes cuerpos más adelante por el pasillo, y entonces notó lo que ellos miraban.

    Rápidamente avanzó, y los hizo a los lados para poder acercarse y ver mejor. Quizás esperaba que su primera impresión fuera contradicha, pero no fue así. Tal y como lo percibió, el cuerpo de uno de sus dos guardaespaldas que se habían quedado en el departamento, estaba tirado a mitad del pasillo, boca abajo con sus pies hacia ello, sobre un charco de su propia sangre de forma irregular a la altura de su cabeza y hombros. Y unos metros más adelante, más cerca de la sala, se hallaba el segundo, éste boca arriba, con lo que parecía ser el mango de un cuchillo de cocina sobresaliendo de su ojo derecho mientras el otro miraba perdido al techo. Su mandíbula estaba caída en una grotesca mueca de espanto.

    Damien contempló aquel mórbido escenario, más confundido que asustado. Las voces y sonidos de la televisión seguían llegándole, pero apenas y se percataba de ello. El chillido de Verónica detrás de ella al ver lo que él veía, lo hizo salir un tanto de su estupefacción inicial.

    —Oh, por Dios… —exclamó Verónica por mero reflejo, cubriéndose la boca con una mano.

    —Saquen al señor Thorn de aquí —ordenó uno de los guardias al tiempo que sacaba su pistola de la funda que cargaba en su costado izquierdo. Los otros dos hicieron lo mismo, y uno de ellos se aproximó a Damien para tomarlo de su brazo y sacarlo de ahí.

    —Aguarden —ordenó Damien tajantemente, alzando una mano hacia ellos para indicarles que se detuvieran, y los tres lo hicieron.

    Sin decir nada más, el Thorn comenzó a avanzar con paso cuidadoso hacia el pasillo.

    —Señor Thorn, espere… —murmuró uno de los guardias casi suplicante, pero él no lo escuchó.

    Pasó lentamente por encima del primer cadáver, cuidado de no pisar la sangre. Al pararse en el espacio entre ambos, notó también una larga mancha de sangre que cubría la pared, y notó que cerca de las manos del segundo hombre, yacía otro cuchillo de cocina, también manchado de rojo. Damien no era un forense, pero si tuviera que adivinar por la posición de los cuerpos, parecía que esos dos se habían peleado con cuchillos, y habían terminado matándose entre ellos; uno le cortó la garganta al otro, y éste le regresó el favor encajándole su respectivo cuchillo en el ojo.

    Eso parecía que había pasado… pero no podía ser tan simple.

    Alzó su mirada hacia el interior, hacia más allá del pasillo en donde se encontraba la sala; de dónde provenía el sonido de la televisión encendida. Se escuchaban las voces de personas discutiendo, al parecer personajes de alguna serie. Desde su posición en el pasillo no podía ver la sala por completo, solamente el sol que entraba por las cortinas abiertas de las puertas de cristal que daban a la alberca.

    Aún contra los reclamos de sus guardias a sus espaldas, y de la propia Verónica, Damien siguió avanzando. Pasó por encima del segundo hombre, y poco a poco se fue colocando justo enfrente del área de la sala.

    La televisión plana estaba encendida. En la mesa de centro había bolsas de papas fritas abiertas, y algunas de ellas estaban en el suelo. Había también un bote de helado abierto, y algunos vasos y cucharas sucios. Tres personas, tres niñas para ser exacto, ocupaban los sillones de la sala; dos en el grande, y una tercera en el individual, con sus pies descalzos colocados perezosamente sobre la mesa. Hasta hace unos momentos al parecer habían estado viendo tranquilamente la televisión, hasta que escucharon sus voces en la entrada. En cuanto Damien las vio, las reconoció a las tres, y su presencia lo dejó tan asombrado que se quedó quieto en su lugar, digiriendo lo que veía.

    Una de ellas le sonrió ampliamente, mientras le apuntaba directo a la cara con el cañón de su pistola.

    —Hola otra vez, mocoso —le susurró Leena Klammer, alias Esther, con tono provocador—. ¿Por qué tardaste tanto?

    Sentada a la izquierda de Esther, Samara Morgan abrazaba sus piernas, con sus pies sobre el sillón mientras lo miraba con algo de sorpresa en su único visible, pues el otro era cubierto por su largo cabello negro. Mientras tanto, Lily Sullivan, la niña en el sillón individual y con sus pies en la mesa, apenas y lo miraba de reojo con escueto interés, como si el episodio de la serie que estaban viendo le resultara más interesante.

    Damien miró y analizó a cada una en silencio.

    —¿Por qué esa cara? —Añadió Esther poco después, inclinando su cabeza hacia un lado—. ¿Acaso nunca habías visto a chicas tan lindas antes?

    La sonrisa en sus labios se acrecentó en una espantosa mueca que difícilmente alguien podría relacionar con bondad.

    FIN DEL CAPÍTULO 72

    Notas del Autor:

    —El padre Jaime Alfaro es un personaje original de mi creación que no se basa directa o indirectamente en algún otro personaje conocido de novela, película o serie.

    —Con respecto al personaje de Loren, más adelante se darán más detalle sobre ella. De momento su identidad quedará pendiente.

    Después de una larga espera, el encuentro más esperado por toda Latinoamérica unida entre Damien, Esther, Lily y Samara se ha dado. ¿Qué resultará de esto? Lo sabrán en el siguiente capítulo…
     
  13.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
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    Capítulo 73.
    Oscuro y maligno

    Damien Thorn se había acostumbrado rápidamente a siempre tener el control de cualquier situación, y especialmente a no ser tomado por sorpresa por nadie. La única que lo había logrado en los últimos tiempos era la escurridiza de Abra Stone, y de cierta forma no podía descartar que su situación actual no fuera culpa de ella, aunque fuera indirectamente. Su mente quizás se encontraba mucho más dispersa por lo ocurrido el día anterior de lo que creía, imposibilitándole prever que las tres personas que esperaba fueran a llegar justo ese día, y que se meterían en su pent-house bajo sus narices; aunque no literalmente, pues en realidad él ni siquiera se encontraba ahí cuando pasó, pero eso no lo hacía menos chocante.

    Estando ahí de pie en la sala, con las tres niñas delante de él, se cuestionaba a sí mismo cómo era que aquello había ocurrido. Pero al final de cuentas no importaba; ya había pasado, y lo que debía hacer ahora era encargarse de la situación cómo siempre.

    Respiró lentamente por la nariz, intentando recuperar su perpetuo temple calmado. Sonrió confiado, y se paró derecho, tomando una postura mucho más segura y menos atónita.

    —Vaya, qué inesperada sorpresa —musitó el muchacho con elocuencia—. No las esperaba justo hoy...

    Hizo el intentó de avanzar hacia ellas, pero en ese mismo instante Esther estiró por completo su brazo con el arma en su dirección, y escuchó el click del seguro retirándose.

    —No te muevas de ahí, chico —le amenazó la mujer de Estonia con firmeza, y Damien decidió hacerle caso. Samara a su lado, pareció alarmarse un poco por esto, mientras que Lily aún no parecía dispuesta a intervenir, pero se vio más interesada en ver lo que ocurría.

    Al parecer hasta hace poco las tres habían traído pelucas puestas, pues una negra, otra castaña y una rubia yacía en el suelo entre las demás cosas. Esther traía su cabello suelto sobre sus hombros, con un vestido color lila, un tanto anticuado, y botas altas. Lily usaba su camello recogido en una cola, tenis y jeans, además de un suéter rojo y una chamarra de mezclilla. Samara, por su parte, tenía su largo cabello suelto, como bien le gustaba, y traía una blusa rosada, una chaqueta marrón, y una falda blanca. Esther había cuidado bien que pudieran cambiar seguido de apariencia y así pasar desapercibidas. Astuta; se veía que sabía bien lo que hacía.

    —Por favor, Leena —masculló Damien con tono burlón—. ¿Es necesaria esta hostilidad luego de este tiempo?

    La mirada de Esther se tornó agresiva, y sus dedos se tensaron aún más contra el mango de su arma. Evidentemente no había superado el mal humor que le había causado su última conversación por teléfono. Aquello de hecho le trajo a Damien un recuerdo de su primer encuentro, en aquel feo y pequeño departamento en el que ella vivía. Era interesante ver que las cosas habían avanzado mucho desde aquello, pero al mismo tiempo no tanto.

    Antes de que Damien pudiera decir algo más para intentar calmar las cosas, los tres guardaespaldas que lo acompañaban no tardaron en aparecer, tomando posiciones; dos detrás de él y uno más justo delante, protegiéndolo con su cuerpo.

    —¡No se muevan! —Gritó el hombre de hasta adelante—. ¡Suelten sus armas y tírense al piso!, ¡ahora!

    Los tres guardias tenían sus pistolas afuera y apuntaban cada uno a una de las niñas. Éstas, sin embargo, no parecieron del todo preocupadas, salvo Samara aunque no más de lo que ya estaba anteriormente. Por su lado, Esther mantuvo su brazo firme en su posición, con su arma apuntando al frente sin titubear.

    —Aguarden, aguarden —intervino Damien, abriéndose paso para colocarse delante—. Todo esto es sólo un malentendido. Las señoritas son mis invitadas.

    —Damien, mataron a dos de nuestros hombres —escuchó que comentaba Verónica, escondida detrás de todos los guardaespaldas.

    —Nosotras no fuimos —comentó Lily de pronto con absoluta apatía, encogiéndose de hombros—. Se lo hicieron ellos mismos. Se estaban poniendo pesados, así que les di un empujón para que se calmaran. Pero lo llevaron demasiado lejos; no es nuestra culpa.

    Terminó su comentario introduciendo una papa frita en su boca y comenzando a masticarla, como si lo que hubiera dicho fuera de lo más normal. Los tres guardias se miraron entre ellos, incrédulos.

    —De seguro lo consideraron necesario —secundó Damien—. Yo lo entiendo, descuiden.

    —Damien... —Profirió Verónica, sorprendida por tales palabras.

    —Tú cállate —le reprendió Damien con molestia, volteando hacia atrás sobre su hombro—. Cuando quiera tu opinión te la pediré. Por lo pronto, no estás ayudando con tu histeria.

    Verónica agachó su mirada, apenada pero también molesta. La escena tan horrible del pasillo la había hecho olvidar un poco su discusión, pero parecía estar comenzando a recordarla.

    Damien se olvidó de ella por el momento y se viró de nuevo hacia las chicas. El arma de Esther seguía alzada, aunque de nuevo su ángulo de tiro se encontraba justo en dirección a la frente del joven Thorn.

    —Por favor, Leena —musitó Damien, casi riendo—. Baja eso que estás poniendo nerviosos a los chicos.

    Esther guardó silencio unos momentos, mientras sus ojos verdosos recorrían lentamente a los tres guardias, que igual que ella no habían retrocedido ni un paso en su clara intención de disparar a la menor provocación.

    —Ellos primero —señaló Esther, apuntando con su cabeza a los tres hombres. Sin decir nada, se volvió claro que ninguno estaba dispuesto a hacer tal cosa por su propia voluntad. Pero quizás sí por la de su amo.

    —Ya oyeron a la señorita Klammer —apuntó Damien, colocándose justo entre ambos grupos, dándole la espalda a Esther y encarando a sus propios hombres—. Bajen sus armas, ahora…

    Su voz se tornó profunda y grave, y sus intensos ojos los miraron con amenaza latente en ellos. Sería claro para cualquiera que aquello no era, ni por asomo, una petición sino una orden absoluta. Los guardias vacilaron, pero uno a uno comenzaron a hacerlo, y retrocedieron dos pasos.

    Cumplida su parte, Damien se giró de nuevo hacia las inesperadas invitadas, esperando que la mujer mayor hiciera lo mismo. Por un instante no hubo cambio, y Esther continuó apuntándole al rostro. Por la mente de algunos, incluso del propio Damien, corrió la posibilidad de que en realidad no tenía pensado bajarla. Al final, para fortuna de todos, una sonrisa de satisfacción se asomó en los labios de la mujer, y entonces bajó el arma, colocándola sobre la mesa de centro delante de ella.

    —Te presento a las chicas, mocoso —enunció Esther, recargándose cómodamente contra el sillón—. La encantadora Samara, y la señorita sonrisas, Lilith. Chicas, nuestro anfitrión, el señor Thorn, quien financió esta pequeña aventura que hemos tenido juntas.

    Los ojos de las tres se posaron completamente en él, incluso los de la distraída Lily. Samara no dijo nada, y sólo asintió, quizás queriendo decir “mucho gusto” con ese simple ademán. Lily, por su parte, fue bastante más directa.

    —¿Tú eres quién me estaba buscando? —Inquirió la joven de Portland, mirándolo de arriba abajo con escepticismo—. Te imaginaba más impresionante.

    Y de nuevo, introdujo una papa a su boca y la masticó tranquilamente.

    —No me juzgues tan pronto —le respondió Damien, fingiendo sentirse ofendido—. Por mi parte, estoy encantado de conocerlas al fin, pues las estaba esperando con muchas ansias. Lamento recibirlas en estos trapos, pero como dije no las esperaba hoy y tenía otro compromiso. —Su vista se desvió un poco hacia las papas y el helado regado por la mesa y el suelo—. Pero veo que se pusieron cómodas en mi ausencia.

    —Sentimos el desorden —se apresuró a comentar Samara, sinceramente apenada.

    —Yo no —añadió Lily con la misma indiferencia de antes.

    —Descuiden, están en su casa —comentó Damien, sonriente—. De hecho, ¿por qué no vamos a la cocina y vemos si les podemos ofrecer algo más decente de comer? ¿Me acompañan las tres? Sirve que hablamos con más calma y empezamos a conocernos un poco.

    Lily suspiró con algo de fastidio, pero se paró de la silla con completa normalidad. Esther por su parte pareció dudar un poco, y notó que Samara la veía, quizás esperando escuchar su opinión al respecto.

    —A esto vinimos, querida —le susurró Esther juguetona, y entonces se paró también—. Andando entonces.

    Samara también se levantó de su asiento rápidamente y siguió a sus dos acompañantes con su cabeza agachada.

    —Perfecto, por aquí —les indicó Damien para guiarlas a la cocina. Antes de irse, sin embargo, se detuvo unos momentos—. Ah, Verónica, encárgate de limpiar eso, ¿quieres? —le ordenó a la joven italiana, señalando todo lo que estaba tirado en la sala—. Y también eso —añadió, señalando ahora a los dos cuerpos en el corredor.

    —¡¿Yo?! —Espetó Verónica, casi horrorizada por la petición—. Pero, ¿qué se supone que...?

    —Usa tu imaginación, si es que tienes —le respondió el joven desdeñosamente, y entonces siguió su camino hacia la cocina sin prestarle más atención a cualquier otra queja que quisiera agregar.

    — — — —​

    La cocina del departamento era amplia, con acabados de madera clásicos de color negro. En el centro tenía una larga isla de granito, con tres bancos en uno de sus lados para ser usada como desayunador.

    —Tomen asiento, por favor —les pidió su anfitrión a las chicas, señalando con su mano hacia los bancos a un lado de la isla. Las tres se aproximaron y arrastraron los bancos hacia atrás para poder sentarse cómodamente en ellos—. Una pregunta indiscreta, Leena. ¿Cómo dieron con este lugar exactamente?

    —No fue difícil; deberías cuidar más lo que compartes en tus redes sociales, Damien —respondió la mujer extranjera con una sonrisa burlona, aunque ésta rápidamente desapareció, volviendo a la agresiva que tenía atrás en la sala—. Y creo haberte dicho que me llamaras Esther, estúpido mocoso.

    —Cierto, creo que lo olvidé —comentó el Thorn, riendo un poco. Comenzó a entonces a hacer una inspección por los gabinetes y estantes de la cocina, así como del contenido del refrigerador de dos puertas, para determinar qué tenían disponible para comer. Evidentemente no era mucho—. Creo que sólo puedo ofrecerles unos emparedados, pero veamos la forma de hacerlos especiales, ¿sí?

    —Lo que sea estará bien —le respondió Samara con gentileza, provocando que tanto Esther como Lily la voltearan a ver al mismo tiempo, un tanto confundidas por esa actitud.

    El joven tomó entonces los diferentes ingredientes y los fue colocando sobre la isla: la barra de pan, jamón, queso amarillo, tomates, lechuga, mayonesa, mostaza, pepinillos y cátsup. Colocó también tres platos. Mientras hacía esta recolección, les iba hablando de manera casual y calmada, como si estuviera dándoles alguna clase de escuela.

    —Déjenme presentarme cómo se debe, ¿les parece? Mi nombre es Damien Thorn, de los mismos Thorns de Thorn Industries. De seguro habrán visto algunos de nuestros productos en más de una ocasión.

    Alzó en ese momento la barra de pan blanco para mostrarles la parte trasera del empaque, en donde entre todos sus datos se podía ver el distintivo logo del globo terráqueo, con THORN en letras grandes delante de él, y debajo de éste la leyenda: Thorn Industries Est. 1889. Samara y Lily se estiraron hacia adelante para verlo mejor. Esther, por su lado, ya sabía de antemano lo asquerosamente rico e influyente que era la familia de ese chico, así que no necesitaba más confirmación al respecto.

    —Somos pilares de la industria alimenticia, tecnológica y, recientemente, armamentista —añadió Damien, tomando de nuevo el pan y sacando seis rebanadas de la bolsa.

    —¿Y tú eres el dueño de todo eso? —Cuestionó Lily, sorprendida.

    —Algo así. Tengo la mayoría de las acciones de la empresa en mi poder, de una u otra manera. Pero no podré hacer uso de ellas hasta que cumpla la mayoría de edad. Mientras tanto, hay otras personas que se encargan de administrarlo todo por mí.

    Comenzó sosegadamente a untar mayonesa a la mitad de las rebanadas, para luego hacer lo mismo con la mostaza en las otras tres.

    —Como Leena, alias Esther, de seguro ya les contó, hace unas semanas la busqué y la contraté para que las buscara y las trajera hasta acá. Para así poder conocerlas en persona.

    —¿Y eso incluía dispararme, golpearme, y tenerme amarrada a una cama por días? —Masculló Lily mordaz, mirando al chico con intensidad.

    —No explícitamente —bromeó el muchacho mientras continuaba con su preparación—. Pero me gusta darles libertad creativa a las personas que trabajan para mí.

    Aquella broma no le pareció graciosa a la niña castaña, que hizo el ademán de querer ponerse de pie, y sólo ella sabía con exactitud qué pensaba hacer después de eso. Esther se apresuró a tomarla del hombro para detenerla, y ambas se miraron mutuamente. La mirada de la mujer de Estonia, y un poco los pensamientos que rondaban en la superficie de su mente, le indicaron a Lily el mensaje de: «Si quieres tus respuestas, al menos aguarda un poco más antes de explotar», idea que a ella no le apetecía, pero que igualmente aceptó, por lo que se volvió a sentar como antes en su silla.

    Damien cerró los frascos de mayonesa y mostaza y pasó entonces a colocar en cada par de panes una rebanada de jamón, y sobre ésta una más de queso amarillo. Lo siguiente fue una capa de lechuga, previamente lavada en cada uno. Para los tomates, también previamente lavados, tomó un cuchillo para cortar tres rebanadas, una para cada emparedado.

    —¿Cómo es que supiste de nosotras? —Preguntó Samara abruptamente, bastante interesada.

    —¿Y para qué nos quieres exactamente? —Añadió Lily, algo agresiva—. Eso me importa más.

    —Son buenas preguntas, pero la respuesta es tanto larga —indicó Damien, señalándolas con el cuchillo que estaba usando.

    Una vez que cortó el tomate y lo colocó, tomó tres pepinillos para cada uno, un poco de cátsup, y entonces por última la rebanada final de pan, justo encima de todo. Esa era la forma en la que Ann solía prepararlos cuando iban a la cabaña en Twin Lakes. No los hacía así por nostalgia o algo parecido, sino más bien por mera costumbre; o al menos así lo creía él. Normalmente iban acompañados de papas, pero por lo que vio en la sala era poco probable que quedará alguna o que sus invitadas tuvieran ánimos de más.

    —Díganme algo, señoritas —murmuró centrando la atención en las tres, estado él de pie en el lado contrario de la isla—. ¿Ustedes creen en la maldad? —Soltó la pregunta al aire, dejando un tanto confundidas a las tres. Luego de unos momentos de silencio, rio como si acabara de contar una graciosa broma que sólo él entendió—. Qué tonta pregunta, ¿a quiénes les estoy preguntando esto? Si ustedes saben de sobra que existe gente malvada, ¿no es así? Algunos lo son porque nacieron para serlo

    Tomó en ese momento uno de los platos con emparedado y lo colocó delante de Lily.

    —Otros lo son porque piensan que el mundo se los debe de sobra.

    Hizo entonces lo mismo con otro de los platos, colocándolo ahora enfrente de Esther.

    —Mientras que para otros, pareciera que más bien el mundo no les diera otra alternativa…

    Y por último, colocó el tercero enfrente de Samara, mirándola con gentileza al hacerlo. La muchacha de Moesko intentó ocultarse detrás de su cabello, apenada.

    —Y luego existe el otro tipo de maldad —continuó Damien, apoyando sus manos sobre la superficie de granito—. Aquella que describen en los cuentos, que te acecha desde debajo de la cama, se mete en tus sueños y los convierte en pesadillas. La que te destruye y devora por dentro. Aquella que no se hace o decide serlo… simplemente lo es…

    La atención de las tres se centró al unísono en el muchacho. Incluso Lily, que sin dudarlo mucho había comenzado a comer su emparedado, parecía sumida en sus palabras, y en la forma en las que la pronunciaba.

    Damien sonrió complacido al ver que había captado su interés.

    —Yo soy como ustedes, señoritas —prosiguió—, en más de un sentido. De entrada, puedo hacer cosas inusuales, como influir en la mente y corazones de la gente, entre varias cosas más. Y, de hecho, por mucho tiempo creí que era el único que podía hacer estas cosas, pues toda mi vida he estado rodeado de personas que me han repetido sin cesar que soy alguien especial, alguien único, alguien con un claro y glorioso destino. Sin embargo, recientemente conocí la existencia de personas como ustedes, con habilidades únicas, casi mágicas como las mías. Personas con...

    La expresión que deseaba usar en ese momento se le escapó de la mente, y no fue capaz de completar su frase rápidamente.

    —Personas con el Resplandor —comentó Samara de pronto. Y aunque no era precisamente en lo que Damien estaba pensando, sí fue bastante revelador escucharlo.

    —Conoces ese término —señaló el muchacho, un tanto sorprendido al ver que alguien aparte de Abra lo usaba.

    —Así es como Matilda y sus amigos lo llaman —aclaró Samara, y casi de inmediato un rastro de melancolía la subyugó al recordar a Matilda.

    —Sí, también lo he oído —comentó Damien, intentando recuperar su centro—. El caso es que saber al respecto, me ha hecho tener ciertas dudas sobre el rumbo que ha tomado mi vida hasta ahora, y lo que debería hacer de aquí en adelante. Es por eso que he estado buscando y, se podría decir, estudiando a estos individuos “especiales”, intentando encontrarle algún sentido a quién soy, o qué soy realmente. Y aunque me he cruzado con algunos sujetos interesantes en esta búsqueda, ninguno se ha acercado a lo que realmente buscó: una conexión o semejanza conmigo. —Su sonrisa se amplió de una forma casi mordaz—. Hasta que me encontré con ustedes tres...

    —¿Tres? —Masculló Esther de pronto, algo confundida.

    —Sí, tú también, Esther. ¿Enserio creíste que te pedí a ti ir por ellas sólo por mero capricho? Tú también eres parte de esto. ¿O ya olvidaste lo que prometí que te daría si cumplías este trabajo?

    Esther permaneció seria, sin decir nada más. Sin embargo, para el ojo perspicaz sería evidente el hecho de que aquello la había tomado desprevenida.

    —¿Qué crees que tenemos de semejante a ti exactamente? —Inquirió Lily, bastante más incrédula que la mujer sentada a su lado.

    Damien volvió a reír, en esos momentos casi estridentemente. Alzó entonces su mano derecha y la colocó plácidamente sobre su propio pecho, presionándolo con algo de fuerza.

    —¿Qué no lo ves, Lily?, ¿no lo sientes? Esto que tenemos dentro de nosotros, esto que nos da estas habilidades... no es algo que deba ser llamado con un nombre tan luminoso como Resplandor, ¿o sí? No, nada de eso. Para nosotros cuatro, esto que tenemos en común no es algo brillante o bueno, sino algo oscuro y maligno. Un resplandor envuelto en tinieblas, se podría decir… Yo sí lo siento. Lo sentí en cuanto supe de ustedes, y lo siento aún más teniéndolas ahora justo delante de mí.

    —Pues yo no siento nada —respondió Lily rápidamente, aunque inconscientemente tuvo que desviar su mirada, quizás rehuyendo la del muchacho.

    —Eres dura, ¿verdad? —musitó Damien, divertido.

    —¿Entonces qué? —Intervino en ese momento Esther, justo después de darle la primera mordida a su emparedado—. ¿Eres un niño rico que se cree malvado y buscas amiguitos igual de malos que tú para hacer travesuras juntos? ¿De eso se trata todo esto?

    —Es más complicado que eso, Esther. Mucho más complicado... ¿Recuerdan que les conté que siempre he tenido personas a mi alrededor diciéndome que tengo un destino que cumplir? Dicho destino es, ni más ni menos, el de gobernar, destruir y reconstruir el mundo. Hacer que la humanidad se postre ante mí, traer el Fin de los Tiempos, y alzar a mis seguidores a lo más alto. Sin presiones, ¿no?

    Las tres niñas se sobresaltaron; más que sorprendidas, confundidas.

    —¿De qué demonios estás hablando? —soltó Esther, algo asertiva.

    Damien sonrió ampliamente en una mueca torcida bastante incómoda de ver. Posó sus ojos lentamente en cada una, y por separado sintieron un fuerte escalofrío recorrerles el cuerpo.

    —Luego, vi salir del mar a una Bestia con diez cuernos y siete cabezas —comenzó a pronunciar con fervor el joven Thorn como si fuera una poesía—. En cada cuerno tenía una corona y en cada cabeza tenía escrito un nombre que insultaba a Dios. La bestia era como un leopardo con patas de oso y boca de león. El Dragón le dio a la Bestia su poder, su trono y gran autoridad. Una de las cabezas de la Bestia parecía que había recibido una herida mortal; pero fue curada, lo que tenía al mundo entero asombrado, y seguía a la bestia. —Extendió en ese momento sus brazos hacia los lados en un apose de poderío—. Adoraron al dragón por haberle dado su poder a la bestia y también adoraban a la bestia y decían: "¿Quién es tan poderoso como la bestia, como para poder pelear contra ella?"

    —El Libro del Apocalipsis —musitó Esther, apenas siendo capaz de pronunciar palabra. Sus ojos pelones miraban atentamente al chico delante de ella, pasmada ante la idea que le había recorrido la cabeza—. ¿Estás tratando de decir lo que creo que estás diciendo?

    —¿Qué cosa? —le cuestionó Lily, igual de afectada que ella pero sin entender del todo por qué.

    —Al parecer nuestro anfitrión cree que es La Bestia que sale del mar. En otras palabras... el puto Anticristo.

    —¿Qué? —Exclamó Lily incrédula, girándose de nuevo hacia el muchacho que sólo las veía sonriente.

    —¿De verdad? —Preguntó Samara en voz baja, mirando también al chico con bastante asombro inundando su rostro.

    Damien se encogió de hombros con tranquilidad. Tomó entonces una rebanada de jamón del empaque, la enrolló y comenzó a comerlo.

    —Eso es al menos lo que siempre me han dicho desde que tengo algún rastro de memoria —les respondió mientras comía su pequeña aperitivo—. Que me dio a luz una chacal llamada María, concebido por el propio Dragón, y con la Marca de la Bestia en mi cabeza —señaló en ese momento justo a la parte trasera de su cabeza.

    —Ajá, ¿puedo verla? —Cuestionó Lily, escéptica.

    —Quizás en otra ocasión —respondió Damien burlón, y comenzó entonces a tomar todo lo que había sacado para los emparedados para volverlo a poner en su lugar.

    —Entonces… ¿Satanás se cogió a una chacal? —Comentó Esther con ironía—. ¿Cómo se habrá visto eso?

    —Por favor, Leena; hay niñas presentes —se quejó el joven Thorn mientras continuaba con su labor—. No crean ni por un segundo que no me doy cuenta de lo ridículo que todo esto les está pareciendo, señoritas. Pero cuando eres un niño tonto que no entiende ni cómo es que llueve o cómo realmente se hacen los bebés, te tragas lo que sea. —Cerró con algo de fuerza la puerta del gabinete tras el que guardó el pan, y entonces se viró de nuevo hacia ellas—. Pero ya no soy un niño tonto, y mucho menos un adolescente tonto. Bestias, trompetas, copas… La gente sigue volteando al cielo en busca de señales del Fin del Mundo, en lugar de mirar a su alrededor y darse cuenta de que ya se está destruyendo ante ellos. Y eso aplica también a aquellos que me han criado y enseñado todo esto; un montón de viejos adoradores del Diablo, que quieren seguir al pie de la letra profecías y escritos de hace más de dos mil años, a los que les quieren dar cientos de interpretaciones dependiendo de cuál les conviene más. Pero yo me pregunto: si tenemos que acabar con este mundo —se encogió sutilmente de hombros—, ¿por qué no hacerlo a nuestro modo?

    El silencio reinó en la cocina, mientras las tres invitadas digerían a su modo todo lo que acababan de escuchar. Sólo ellas mismas sabían las ideas que les recorrían sus cabezas, aunque Lily ciertamente podía percibir algo del desconcierto que inundaba a sus dos acompañantes, por encima del suyo propio.

    —¿Para eso nos buscabas? —Preguntó de pronto Samara, observándolo con asombro—. ¿Quieres que te ayudemos a destruir el mundo…?

    A las otras dos le parecía ridículo escuchar tal pregunta en voz alta, pero lo cierto es que a ellas también se les había ocurrido la misma conclusión.

    Las tres observaron al chico en silencio, aguardando a escuchar cuál sería su respuesta. Damien pareció pensativo, como si no hubiera esperado que le preguntaran tal cosa. Se cruzó de brazos y se apoyó contra la superficie de la cocina, mirando hacia el techo.

    —Tal vez sí... tal vez no. Aún no lo decido…

    Aquella respuesta no ayudó casi nada en aliviar su incertidumbre.

    Luego de un rato, el chico se separó de la cocina y aplaudió con fuerza, como queriendo obligarlas a despertar.

    —Pero tendremos mucho tiempo para discutirlo —señaló con confianza—. Por lo pronto, haré que les preparen una habitación. Las tres tendrán que compartirla; no hay problema, ¿o sí?

    —¿Esperas que nos quedemos aquí contigo? —Masculló Esther, desconfiada.

    —No es que tengan muchos sitios a donde ir, ¿o sí?; en especial tú, Esther. Aquí estarán seguras, y ni la policía ni nadie más las molestarán.

    Las tres niñas se miraron entre ellas, aunque ninguna dijo nada a favor o en contra de la propuesta. Ciertamente habían pasado unos días complicados viajando a escondidas, y les vendría bien descansar tranquilas en un sólo lugar. Y ese departamento en realidad no estaba para nada mal.

    —¿Podemos usar la alberca? —Cuestionó de pronto Lily, indiscreta.

    —Por supuesto, es toda suya —le respondió Damien, apuntando con su mano en dirección a la sala, por donde se salía a la terraza—. Pónganse cómodas mientras yo me ducho y me cambio, ¿de acuerdo? Están en su casa.

    Dicho eso, le sacó la vuelta a la isla y se dirigió a la salida de la cocina, mientras las tres niñas lo miraban.

    —Muchas gracias —le susurró Samara despacio, sonriéndole levemente. El chico sólo la miró y asintió agradecido, continuando justo después su camino hasta salir de la cocina.

    —¿Muchas gracias? —Soltó Lily, casi molesta, una vez que Damien se fue, extendiendo su rostro hacia Samara aunque Esther estuviera entre ambas—. No seas tan arrastrada.

    Samara se alarmó por ese repentino regaño.

    —¿Y tú la criticas? —Intervino Esther, empujándola de su cara para que retrocediera—. ¿Podemos usar la alberca? —Repitió, usando un tono poco agraciado—. Qué fácil te compran, Lily.

    —Cierto, mejor le hubiera pedido una maleta llena de dinero para hacer todo lo que me diga, así como tú, ¿no?

    La mirada de Esther se volvió tensa y fulminante, pero había otros sentimientos sobre sus hombros que sosegaban dicho coraje. Preocupaciones que hacían que Lily, y su irrespetuosa manera de hablar, le fueran menos importantes.

    —No fue sólo por el dinero.

    —¿Y por qué más entonces?

    —Eso no te importa.

    —Me importa si por ese motivo nos trajiste a la casa de un completo demente —exclamó Lily molesta, y casi por reflejo miró sutilmente a su alrededor para asegurarse de que realmente estaban solas—. Digo, tú no eres precisamente el mejor ejemplo de salud mental. Pero, ¿el Anticristo?, ¿enserio? ¿Qué maldita tontería es esa?

    —Esto es igual de nuevo para mí que para ti. Obviamente cuando lo conocí no se presentó de esa forma. Y de todas formas, ¿por qué estás tan segura que son tonterías? ¿No eres tú acaso el demonio en el cuerpo de una niña que se alimenta de la felicidad de la gente?

    Lily se sobresaltó al oír eso, viéndose incluso preocupada. Miró de reojo a Samara, qué sólo las observaba desde su taburete en silencio. Se forzó a sí misma a recuperar la compostura, y mirar de nuevo a Esther con firmeza.

    —Eso era lo que mis padres creían —declaró la niña de Portland con seriedad.

    —¿Entonces no lo eres? —Le preguntó Esther justo después, a lo que Lily permaneció en silencio. Al parecer no estaba dispuesta a responderle de forma directa. En su lugar, contestó con otra pregunta:

    —¿Entonces tú sí le crees? —Cuestionó Lily, acusadora—. Sé que quieres creer que Dios o “Algo Más” —pronunció marcando con sus dedos las comillas—, te sacó de ese lago congelado y te devolvió la vida por un motivo. Pero no por eso le vas a creer a cualquier perdedor con algunos trucos de magia que es el Anticristo.

    —Yo no dije que le creyera —se defendió Esther tajantemente, aunque de inmediato se tranquilizó—. Pero admito que estoy intrigada, y hace mucho que un hombre no me hacía sentir intrigada. —Se inclinó un poco hacia ella en ese momento, como si fuera a susurrarle un secreto—. ¿Por qué no intentas meterte en su cabeza y vemos qué oculta ahí…?

    —¡No! —Escucharon ambas como Samara pronunciaba efusivamente. Se viraron al mismo tiempo hacia ella, y notaron la mirada casi aterrorizada de la chica de Moesko—. No lo hagas, no debes…

    —¿Por qué no? —Le preguntó Lily, intrigada por su reacción tan abrupta.

    Samara vaciló un poco antes de responder. Se giró entonces lentamente hacia la superficie de la isla, divisando su propio reflejo en ésta, junto con el brillo de la luz sobre ellas.

    —Solamente creo que sería peligroso —señaló la Samara, despacio—. Él podría hacerte daño…

    Esther y Lily se miraron la una a la otra, las dos igual de aturdidas por esas palabras. Samara había permanecido casi por completo en silencio desde que llegaron a ese lugar; de hecho, casi no había pronunciado palabra desde que salieron del aquel motel a las afueras de Eugene. El que de repente les dijera algo como eso les resultaba… curioso, por lo menos.

    —Tú sí le crees, ¿verdad? —Le cuestionó Esther, con tono inculpador—. Piensas que todo lo que nos dijo es cierto. ¿Por qué?, ¿sabes algo que no nos has dicho?

    Samara no respondió, y agachó más su cabeza, ocultando más su rostro detrás de sus cabellos. Esther la contempló fijamente, como queriendo leerle la mente y poder descubrir cuál era el origen de esa actitud. De pronto, una posibilidad se le ocurrió, y en cuanto le dio forma una sonrisita picarona se dibujó en sus delgados labios.

    —¿O acaso…? No me digas que el chico te gustó —Le preguntó de pronto juguetona, provocando que Samara alzara alarmada su rostro, y sus pálidas mejillas se enrojecieran. Esther rio divertida al ver esa reacción—. ¿La pequeña Samara ya está en esa edad? Admito que es atractivo… para ser un mocoso.

    Samara siguió en silencio. Sólo miró a ambas con ojos asustados, y con su rostro aún más rojo que antes.

    —¿Hablas enserio? —Exclamó Lily, hastiada—. Qué asco… Y yo que creía que eras más avispada que eso.

    —Eso dices ahora —le respondió Esther antes que Samara dijera algo, si es que pensaba hacerlo—. Pero ya te llegará el momento a ti también.

    —Lo dudo completamente —respondió Lily con bastante seguridad—. No existe en este mundo un hombre que pudiera llegar a ser aunque sea remotamente interesante para mí.

    Esther se rio con condescendencia a la ingenuidad de la niña.

    —Al inicio no te importa que los chicos sean interesantes, sólo que sean lindos. Luego lo lindo no es suficiente, y entonces ya buscas lo interesante. Después el dinero es un gran agregado. Y ya al final, sólo los quieres para una cosa, y para ello casi cualquiera te sirve.

    —¿Para qué? —Preguntó Lily, curiosa.

    —Ya lo sabrás, si tienes suerte.

    Lily no pareció nada convencida, pero tampoco lo suficientemente interesada. Soltó un chisteó de fastidio, y entonces se bajó de su taburete. Sin decir nada, salió de la cocina, posiblemente con la intensión de volver a la sala y seguir viendo su serie.

    Esther bufó, divertida. Una vez que Lily se fue, se viró de nuevo hacia Samara. Su rubor se había suavizado, pero la incomodidad que se reflejaba en sus ojos no se había mermado ni un poco.

    —Pero no te hagas falsas esperanzas, querida —pronunció Esther—. Él tiene dieciséis o diecisiete, y tú sólo doce. Los chicos de su edad sólo piensan en tetas grandes, piernas largas, traseros firmes, y labios carnosos. —El rubor volvió a las mejillas de Samara al oír tales descripciones—. Y tú, lamentablemente, no tienes ninguna de esas cosas. Aunque en unos cuatro o cinco años más, quizás te funcione…

    La expresión de Esther se volvió seria, y luego incluso algo melancólica.

    —Suertuda de ti —susurró despacio mirando hacia un lado, y entonces se puso también de pie para retirarse en la misma dirección en la que se fue Lily.

    Samara se quedó en su sitio, sin intención de seguir a sus dos acompañantes. En su lugar, una vez que se quedó sola, tomó el emparedado que le había hecho Damien, y comenzó a comerlo lentamente en pequeñas mordidas.

    — — — —​

    Justo como había dicho que haría, Damien se fue directo al cuarto de baño de su habitación para darse una ducha rápida. Acababa de participar toda la mañana y gran parte de la tarde en ese tedioso torneo de tenis, y había tenido que recibir a sus visitas con esa apariencia poco pulcra y formal. Igual le parecía que había logrado darles la impresión que deseaba darles. Ahora sólo debía esperar a que digirieran todo lo que les había dicho, y sacaran sus propias conclusiones. Sabía muy bien que esa conversación sería sólo el comienzo, pero confiaba que todo se pusiera muy entretenido de ahí en adelante.

    Aun así, seguía molesto por haber sido tomado por sorpresa en ese espacio que había convertido temporalmente en su hogar. No culpaba a sus tres invitadas del hecho; en realidad, el que hayan logrado hacer tal cosa hacía que se convenciera aún más de su decisión. Pero sabía justo a quién culpar, y se encargaría de hacérselo saber en cuanto lo viera.

    Salió de su ducha mucho más limpio, y cómodo. Pensaba vestirse un tanto casual para la cena de esa noche. De momento sólo se había colocado su ropa interior y unos jeans azules, y estaba eligiendo el resto de su atuendo, cuando alguien llamó a la puerta, tímidamente.

    —Adelante —respondió por mero reflejo, pensando que quizás era alguna de las recién llegadas. Apostaba por Esther, que seguro iba a reclamarle el resto de su pago. Sin embargo, cuando escuchó la puerta abrirse y se viró hacia dicha dirección, lo que se encontró fue el rostro sorprendido y apenado de Verónica, que parecía estar dudando entre entrar o retirarse—. Ah, eres tú —comentó Damien, apático—. Pensé que saldrías huyendo luego de ver todo eso. Pero supongo que subestimé tu sentido del deber con tu ama Ann.

    Aquel comentario tan despectivo pareció ayudarle a decidirse. Sobreponiéndose al estado medio vestido del muchacho, decidió dar unos pasos más hacia el interior del cuarto, pero sin cerrar la puerta; quizás por si tenía que salir rápidamente.

    —Sólo vine a decirte que ya limpié la sala —informó Verónica, procurando no mirarlo directamente, pero tampoco permitiéndose desviar su mirada del todo con sumisión—, y llamé a alguien de la Hermandad que se encargará de... la limpieza de lo otro. Pero igual, me parece que alguien tendrá que responder por lo ocurrido.

    —¿Crees que esos son los primeros cadáveres en el armario de la Hermandad? —Musitó Damien, distraído—. No seas tan ingenua. Si alguien tiene algún problema, que venga y me lo diga de frente.

    De su armario sacó una camisa de tela delgada que asemejaba a mezclilla, y tras inspeccionarla unos segundos decidió que sería adecuada para cenar con sus invitadas. Se la colocó, y cuando se giró de regreso hacia la puerta mientras se la abotonaba, vio a Verónica aún ahí de pie, aguardando como un leal perrito.

    —¿Algo más?

    Verónica respiró lentamente por su nariz, y entonces avanzó un par de pasos más hacia él.

    —Quería saber, ahora que esas niñas están aquí, cuál son tus planes —indicó la joven, intentando ser lo más firme posible—. Tenía entendido que te estabas quedando en Los Ángeles sólo para reunirte con ellas. ¿Qué piensas hacer ahora que llegaron? ¿Considerarías volver de una vez a Chicago? ¿Piensas llevarlas contigo?

    —¿Eres tú quien lo pregunta o es Ann? —Soltó Damien acusadoramente. Verónica, sin embargo, no respondió—. No tengo decidido todavía lo que haré, y definitivamente no sería sencillo subirlas a un avión considerando que están siendo buscadas. Así que, por lo pronto, me quedaré un poco más aquí en lo que me decido.

    —Damien, no puedes seguir escondiéndose aquí —indicó Verónica sonando casi preocupada—. Tarde o temprano tendrás que volver y darles la cara a la señora Thorn y a los demás Apóstoles…

    —¿Esconderme, dijiste? —Espetó fastidiado el joven Thorn, alzando un poco la voz—. ¿Eso piensas que hago aquí?

    Verónica dio un paso hacia tras, acercándose un poco a la puerta, pero evitando salir corriendo. Volvió a respirar lentamente, y se paró firme, ahora sí con su rostro alzado.

    —Yo… no quise decirlo… así… Sólo… pienso que estás enojado con la Hermandad, pero al mismo tiempo no te atreves a separarte de ella; de sus comodidades y beneficios. Además de que quizás aún no estás seguro de que en efecto lo que te han dicho hasta ahora sea mentira. Y sería posible que te estés escondiendo aquí... intentando evitar tomar una decisión definitiva al respecto. Y eso no es justo, porque… o estás con nosotros o no lo estás...

    Damien se había quedado en su sitio, sólo mirándola atentamente mientras ella pronunciaba todo aquello, al parecer cada vez teniendo menos cuidado en sus palabras. Pero entonces, el chico comenzó a avanzar de la nada apresuradamente hacia ella, con sus ojos casi enrojecidos de la rabia que los cubría. Verónica se quedó petrificada al inicio, pero cuando ya lo vio inminentemente sobre ella, tuvo el reflejo de darse la vuelta y salir corriendo; ni siquiera lo pensó, pues sus piernas prácticamente se movieron solas. Pero su intención fue inútil, pues él rápidamente la tomó de un brazo con fuerza, deteniéndola, y con su otra mano cerró la puerta, azotándola y cortando así cualquier ruta de escape.

    Verónica sintió entonces como la tomaba de su cabeza por detrás, y la pegaba, con cierta rudeza, contra la puerta, presionando su mejilla derecha contra la superficie lisa de está. Verónica se quedó inmóvil en su lugar, apretando sus ojos con fuerza presa del terror; incluso se le escaparon algunas lágrimas.

    —¿De dónde sacaste esas agallas tan repentinas para hablarme de esa forma?, ¡¿eh?! —le susurró Damien con voz carrasposa, estando de pie justo detrás de ella mientras la seguía presionando contra la puerta—. Anticristo o no, sólo necesito desearlo para así aplastarte como el insecto que eres, ¿lo entiendes? Y si creíste por un segundo que la protección de Ann me detendría de hacerlo, entonces eres aún más ingenua, ¡y estúpida de lo que pensé!

    —Yo... —intentó decir algo, pero las palabras se ahogaban en su garganta con los sollozos que la invadían.

    Verónica no tuvo duda alguna de que lo decía enserio, y en verdad sintió que estaba dispuesto a cumplir su amenaza en ese mismo lugar y momento. Después de todo, para él sólo era una humana cualquiera; un alma más que podía aplastar en cuanto así le apeteciera. Y el miedo a morir le invadió de una manera tan intensa y real, como nunca había sentido antes. Y en ese momento en lo único que pensaba era en su madre, y se lamentaba no sólo nunca haberle sido de verdadera utilidad, sino haberle fallado justamente en ese momento en el que más la necesitaba.

    “Estoy desesperada, hija… Por primera vez me siento insegura y rodeada de enemigos. No puedo confiar en Lyons, y ahora ni siquiera en Damien. Sólo te tengo a ti. Por favor… te necesito como mi aliada en esto.”

    Sin embargo, para su fortuna y sorpresa, Damien no le hizo nada más, mucho menos aplastarla como bien había dicho que podía hacer si así lo deseaban. Repentinamente el muchacho la soltó y se alejó un paso de ella. Las piernas de Verónica flaquearon y se doblaron un poco. A pesar de estar contra la puerta, no pudo evitar caer de rodillas.

    De inmediato se viró para verlo, pegando su espalda contra la puerta, y empezando a alzarse lo más rápido que sus temblorosas piernas se lo permitían. Damien ya se había alejado de ella, y ahora se había acercado a su cajonera para sacar algunos calcetines; con tanta normalidad como si lo de hace unos momentos no hubiera ocurrido en absoluto.

    —Si estás tan preocupada porque volvamos a Chicago —empezó a decirle mientras revisaba el cajón—, ¿porque no buscas una manera en la que pueda sacar a una criminal rusa buscada y dos niñas secuestradas conmigo sin llamar la atención? Si encuentras la forma, nos vamos; todos nos vamos. ¿Trato?

    Verónica a sus espaldas seguía siendo incapaz de responderle. Ya se encontraba de pie con su espalda contra la puerta, pero temerosa de acercar su mano aunque fuera un poco al pomo de la puerta.

    —Mientras tanto, ¿por qué no ves que mis invitadas se instalen en su cuarto y estén cómodas? ¿Sí?

    Agitó una mano en el aire sin mirarla, indicándole con ese pequeño acto que se retirara de una buena vez. Pero incluso con esa autorización de su parte, igual Verónica tuvo que forzarse duramente a sí misma para al fin moverse y abrir la puerta. Una vez que giró la manija y la puerta se abrió a sus espaldas, sintió al fin aunque fuera un poco de alivio.

    —Con tu permiso —susurró despacio, pero el muchacho siguió sin mirarla. Lo último que vio antes de cerrar la puerta, fue como se sentaba en la cama para colocarse los calcetines negros que había elegido.

    Tuvo problemas para caminar una vez que estuvo fuera, y se quedó apoyada contra la pared un rato mientras intentaba recuperarse. Su corazón le latía desesperadamente, y se le dificultaba respirar. Era increíble el efecto que ese chico tenía en las personas con su sola cercanía. Realmente era alguien… o algo… fuera de lo normal.

    ¿Y esas niñas que había estado buscando? ¿Mataron a dos hombres y se sentaron en la sala a ver la televisión y comer? ¿Quién hacía algo como eso? Verónica estaba aterrorizada de lo que esos cuatro tenían planeado hacer. O, quizás, lo más aterrador era que justamente no había ningún plan…

    FIN DEL CAPÍTULO 73
     
  14.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
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    Capítulo 74.
    Nosotros perduramos

    James estacionó su camioneta a unas cuadras del edificio de Damien, en el estacionamiento de una plaza comercial. El día anterior la había mandado a limpiar exhaustivamente, por si acaso había quedado en ella algún rastro de la corta visita de Jeremy, el ilustre residente de Eugene cuyo cuerpo sería descubierto un par de días después a la orilla del lago Fern Ridge. Ya estaba atardeciendo y las calles se veían muy despejadas. Compró un café en el Starbucks de esa misma plaza, y entonces caminó con paso tranquilo hacia el elegante edificio de departamentos. Su paso era tranquilo sólo para no llamar la atención, pues en realidad por dentro su apuro era bastante intenso. Quería llegar a aquel sitio lo antes posible y terminar de una vez con el asunto. Aunque él sabía que toda esa situación era casi imposible que fuera a “terminar” como tal; no mientras ese jovencito paleto siguiera con vida.

    No ingresó por el lobby principal, sino por una puerta trasera de servicio, justo como lo hizo la vez anterior. Ahí uno de los encargados de la seguridad del joven Thorn lo aguardaba, y una vez que se identificó debidamente lo dejó pasar para que subieran por el elevador privado hacia el pent-house. James no intercambió más de las palabras debidas con aquel hombre, y éste a su vez pareció querer hacer justo lo mismo.

    Una vez que llegaron al departamento, el guardaespaldas lo guio hacia el estudio, en donde quien lo había mandado a llamar lo aguardaba. Al caminar por el pasillo, sin embargo, se encontraron con dos hombres envueltos en trajes blancos y con cubre bocas en sus rostros, que se encontraban tallando exhaustivamente unas manchas oscuras en la alfombra. Estos lo voltearon a ver alarmados, y luego se enfocaron en el guardaespaldas que lo escoltaba. Éste les indicó con una sola seña de su mano que no había problema. Los dos hombres de blanco se hicieron a un lado para dejarlos pasar. James no necesitó ver las manchas de cerca para saber qué eran con exactitud. De haberlos conocido antes, quizás hubiera sido buena idea pedirles que limpiaran también su camioneta.

    —Si es mi viejo amigo, el misterioso hombre del hospital —escuchó mencionar desde lo alto cuando pasaba justo a un lado de la sala. Al alzar su mirada hacia lo que era la planta alta del departamento, divisó la mirada sonriente de alguien recargada contra el barandal a un lado de las escaleras. Lo observaba desde lo alto con una molesta prepotencia en su mirada.

    James la reconoció de inmediato. Era una de las niñas que había estado vigilando de cerca esos días; la tal Esther, si no se equivocaba. La cuál, según tenía entendido, no era precisamente lo que su apariencia indicaba; algo con lo que él estaba bien familiarizado, de hecho.

    —Nos estuviste pisando los talones todo este tiempo, ¿verdad? —Cuestionó Esther con curiosidad—. Debes ser muy bueno, pues ni siquiera me percate de tu presencia. —James permaneció en silencio—. Si tienes algo de tiempo de libre, me gustaría platicar un poco contigo, ¿qué te parecería eso? —le propuso Esther a continuación, con un tono tan sugerente que no dejaba a la interpretación el hecho de que no se refería precisamente a hablar.

    El hombre de color siguió sin responderle, y en su lugar caminó de largo en dirección al estudio, ignorándola.

    —Dile a tu jefe que aún me debe una charla —escuchó a Esther pronunciar con fuerza mientras se alejaba, e intuyó que en ese caso sí se refería a una “charla” de verdad.

    El guardaespaldas que lo escoltaba entró unos momentos al estudio para anunciarlo, y luego de unos segundos le indicó que podía pasar. James así lo hizo, y todo como un reflejo del otro día, ahí vio a Damien Thorn, sentado del otro lado del escritorio, con el mismo maletín gris colocado sobre éste; el maletín que tenía justo lo que él había ido a buscar. En cuanto lo vio, una gran ansiedad, como una sed insaciable, se apoderó de él, pero intentó contenerla para no darle a ese chiquillo la satisfacción.

    —Ah, mi vampiro favorito —comentó Damien con tono bromista, y alzó entonces su mano derecha para indicarle que podía avanzara—. Pasa, amigo mío.

    James comenzó a caminar hacia el escritorio, y escuchó como la puerta del estudio se cerraba a sus espaldas. Se paró entonces derecho a la altura de las sillas de los visitantes, con sus ojos deseosos puestos en el maletín.

    —Debo felicitarte por tu trabajo —señaló Damien, complacido—. Leena, Samara y Lily llegaron sanas y salvas. Resultó no ser una petición tan difícil, ¿verdad? —James alzó su mirada molesta hacia él, y se guardó cualquier cosa que hubiera querido decir al respecto—. En fin, estás aquí por tu pago, ¿o no?

    En ese momento el muchacho se puso de pie, extendió sus manos al frente del maletín para abrir sus seguros, y entonces levantó la tapa superior para revelarle su contenido. Ahí estaban los dos termos restantes, sobre la estructura de fomi, a lado del espacio vacío en donde anteriormente se encontraba aquel que le había entregado en su pasada visita. En cuanto sus ojos se posaron en ellos, esa sed y ese anhelo se volvieron aún más intensos, y muy difíciles de disimular. Damien pareció darse cuenta de ello, pues su sonrisa prepotente se volvió incluso más marcada.

    —Los últimos dos recipientes de vapor que tu antigua jefa tenía en sus reservas —murmuró el muchacho, recorriendo sus dedos por la superficie metálica de la tapa del maletín—. ¿Cómo dices que se llamaba esa agradable mujer?

    —Eso no te importa —respondió James tajantemente, acercándose rápidamente al escritorio—. Hice lo que querías, así que tomaré lo que me pertenece y me largo.

    —Claro, puedes tomarlos —le indicó Damien, y entonces James extendió su mano derecha para tomar uno de los termos. Y sus dedos ya habían prácticamente rozado el material brillante del recipiente, cuando de un parpadeo a otro la tapa del maletín se cerró abruptamente y con fuerza, machucándole la mano—. Aunque, pensándolo mejor, creo que lo harás —añadió Damien con tono frio, mientras apoyaba sus dos manos fuertemente sobre la tapa.

    James soltó un fuerte alarido de dolor que fácilmente debió ser escuchado en todo ese departamento, pero nadie pareció lo suficientemente interesado en entrar y ver qué ocurría. Sus piernas flaquearon y terminó cayendo de rodillas delante del escritorio. Jaló su mano intentando sacarla, pero el hacerlo sólo le provocaba más dolor, e incluso sintió como la piel se le desgarraba contra el filo que de la orilla de la tapa. Sangre comenzó a escurrir por su mano, comenzando a manchar el escritorio.

    —¿Acaso crees que soy idiota? —le cuestionó Damien con rabia brotando de su boca, y aplicó incluso más de su peso contra la tapa del maletín—, ¿esa es la impresión que tienes de mí? Sé muy bien que deliberadamente evitaste avisarme que las tres ya habían llegado a Los Ángeles, o incluso que se habían metido hasta acá a escondidas. Es más, no me extrañaría que incluso las hayas ayudado a infiltrarse al edificio, aunque ellas no lo supieran. ¿Me equivoco? ¿Eh?, ¿me equivoco?

    Se retiró en ese momento de encima de la tapa del maletín, y cuando la presión desapareció James logró retirar rápidamente su mano, casi con desesperación. Cayó hacia atrás sentado en la alfombra, agarrándose la mano herida y presionándola. Tenía magullada la piel, y el sólo mover los dedos le provocaba dolor; quizás se la había roto.

    El hombre lo volteó a ver furioso desde el suelo. El chico lo miraba hacia abajo con prepotencia y enojo.

    —¡Querías que las vigilara y cuidara que llegaran hasta aquí, y así lo hice! —declaró James casi gritando—. No dijiste que te estuviera avisando de cada respiro que daban...

    —No te quieras pasar de listo, James la Sombra —le interrumpió Damien secamente—, que he tenido un par de días bastante estresantes, y no estoy de humor. Dos de mis hombres murieron por tu culpa, y yo me llevé una muy desagradable sorpresa. Y odio las sorpresas… ¿Qué te proponías exactamente? ¿Esperabas ver si eran capaces de matarme, quizás? Pues como ves, no tuviste suerte; sigo aquí.

    James apretó con más fuerza su mano, intentando apaciguar el dolor, que ya para esos momentos se sentía más como un molesto ardor. De hecho, sí había considerado la posibilidad de que esas tres niñas podrían hacer algo contra ese chico, luego de ver de lo que eran capaces de hacer mientras las seguía. Quizás si sólo las dejaba ser, algo pasaría y podrían indirectamente librarlo de esa humillante situación. Pero claramente no fue así, y se habían convertido de seguro en sus nuevas aliadas en lo que sea que tuviera pensado hacer.

    Respiró lentamente, intentando relajar su cuerpo y recuperar sus fuerzas. Lentamente comenzó a alzarse, sobreponiéndose al efecto físico, pero sobre todo mental, que aquello le había ocasionado.

    —Yo hice lo que me pediste —señaló James ya de pie, aunque no por ello completamente recuperado—. Las protegí y fui tu recadero. Me diste tu palabra...

    —¿Acaso has olvidado con quien estás hablando? —Le cortó Damien—. Yo decido cuando honrar y cuando no mi palabra. Y este último chascarrillo tuyo no me agradó en lo más mínimo…

    Damien colocó entonces su mano derecha sobre la tapa del maletín, haciendo que sus dedos tamborileaban sobre ésta de forma bastante sonora y rítmica.

    —Así que, ¿por qué debería de darte esto? O aún mejor... ¿por qué debería dejar que te vayas de aquí con vida?

    Aquellas no eran palabras vacías; la amenaza en su voz era genuina, y James lo supo de inmediato. Él había sido testigo de primera mano de lo que era capaz. Acabar con él en ese mismo lugar y momento no significaría nada para Damien Thorn. Después de todo, desde su perspectiva, ellos eran apenas un poco más que mascotas de las que podía prescindir en cualquier momento.

    Miró un momento sobre su hombro a la puerta del estudio, calculando seriamente las posibilidades que tenía de salir corriendo de ese sitio. Pero aun suponiendo que pudiera evadirlo a él, del otro lado de la puerta tendría que arreglárselas con sus guardaespaldas armados, además de esas tres niñas. Y se encontraba débil; no sólo por su herida, sino también por esa maldita enfermedad y la falta de vapor. Y era esto último lo que cobraba más peso que cualquier otro de sus pensamientos: no podía salir de ese sitio sin los termos, eso no era una opción.

    Giró de nuevo su atención al maletín debajo de la mano guardiana de ese muchacho. Si iba a intentar huir, lo haría con ese maletín o nada habría valido la pena.

    —Puedo sentir claramente todo lo que está cruzando por tu cabeza en estos momentos —escuchó a Damien pronunciar, haciéndolo sobresaltarse casi asustado. Él lo miraba con una amplia sonrisa prepotente y confiada—. Estás pensando que podrías arriesgarte, ¿no? Intentar paralizarme con ese bonito truco que haces, y quizás intentar romperme el cuello, encajarme algunas de estas plumas sobre el escritorio en el ojo, o aventurarte con el cuchillo que tienes detrás en tu espalda y rebanarme la garganta. Eso si acaso logras en verdad paralizarme, o al menos lo suficiente para que logres saltar este escritorio y alcanzarme. —Retiró en ese momento su mano y se hizo hacia atrás, tomando de nuevo asiento en su silla, pero sin apartar su mirada de él—. Pero si te decides por ese camino, más te vale que estés seguro de ello y no vaciles…

    Los dientes y el puño sano de James se apretaron fuertemente a causa de la enorme frustración que le inundaba, y sus ojos casi parecían inyectados de sangre de la tremenda ira que estaba conteniendo. Gustoso tomaría ese riesgo; gustoso se arriesgaría a hacer justo lo que él acababa de describir, aunque tuviera que apostar su vida en ello. Con recibir el puro gusto de borrarle ese sonrisita pretenciosa de su cara, tendría suficiente para morir en paz y ser recibido por las almas de todos aquellos que lo precedieron.

    Y muy seguramente lo hubiera hecho si sólo se tratara de él, pero no era así. No tenía derecho de apostar su vida a la ligera, pues ésta no le pertenecía. Ésta era de ella, de su amada. Había prometido cuidarla sin importar qué, y eso implicaba hacer un sin número de cosas que el orgulloso James la Sombra del Nudo Verdadero quizás nunca se hubiera siquiera imaginado. Pero el quebrantado hombre que era en esos momentos, no podía darse ese lujo.

    Su puño se relajó, al igual que su quijada. Agachó su mirada, con su orgullo más adolorido que su mano.

    —Por favor... —susurró despacio sin mirarle—. Mabel los necesita... ella está...

    Damien soltó de golpe una sonora carcajada incrédula.

    —¿Me estás suplicando? —Soltó riendo como si hubiera escuchado la más graciosa de las bromas—. Vaya, eso sí no lo vi venir. Hasta alguien tan grande y rudo como tú suplica por la mujer que ama, ¿eh?

    —Alguien como tú no lo entendería —murmuró James despacio, casi entre dientes—. Pero el bienestar de Mabel es lo único por lo que me queda luchar. Sólo tiene sentido seguir con esta vida para poder protegerla a ella.

    —Conmovedor —musitó Damien, sarcástico—. Al parecer no están tan vacíos después de todo… Muy bien, para que veas que no soy tan malo —abrió en ese momento de nuevo el maletín, tomando el termo del centro—, te daré uno. El otro, tal vez te lo dé cuando me traigas a tu querida Mabel aquí.

    —¿Qué? —Exclamó James, atónito—. No, nada de eso...

    —¿Sonó acaso a una petición opcional?

    Colocó el termo que había sacado y lo colocó parado sobre el escritorio. Cerró entonces de nuevo el maletín, y lo deslizó hacia atrás, acercándolo más hacia él mismo.

    —Necesito que rastree a algunas personas por mí, así que quiero que la traigas. Sé que podría hacerlo desde donde está como lo ha hecho hasta ahora, pero me apetece más que lo haga aquí para variar. Y puede que regrese a Chicago en cualquier momento, así que será mejor que te des prisa y vuelvas antes de que eso pase.

    James contempló en silencio el termo, sintiendo de nueva esa ansiedad y hambre. Se había forzado a sí mismo a consumir lo mínimo posible del primero que le había dado. Pero ahora ahí tenía uno nuevo, lleno y listo para ser ingerido, tan cerca de él. Su cuerpo lo anhelaba, como si de alguna droga se tratase, y posiblemente la comparación no estaría errada. Lo necesitaba, aunque fuera sólo uno… Pero esa condición que le imponía…

    —Mabel está débil —intentó aclararle con la mayor firmeza que le era posible—, y cada vez que usa sus poderes...

    —Para eso es el estúpido termo que te estoy dando —espetó Damien, señalando el recipiente delante de él—. Eso le recargara la batería, ¿no? Te sugiero que lo tomes y te vayas, antes de que cambie de opinión y mejor te deje ir sin nada.

    James vaciló unos momentos más, pero aquello era más como un intento de engañarse a sí mismo. Desde el inicio supo muy bien cuál sería la decisión que tomaría. Extendió su mano sana hacia el termo y lo tomó. Incluso la sensación fría contra la yema de sus dedos le pareció reconfortante.

    Damien sonrió complacido.

    —Disfruta la comida —le indicó el muchacho con un tono burlón. James no le dirigió la palabra ni lo miró, y sólo se retiró en silencio del estudio, del departamento, y del edificio, aferrándose al termo como si fuera el más valioso y costoso de los tesoros.

    — — — —​

    Caminó por la calle con el recipiente y su mano herida ocultos en el interior de su chamarra. Caminaba un tanto irregular, incluso cojeando un poco, y de seguro aquello llamó la atención de algunas de las personas que pasaban a su lado. Sin embargo, de seguro suponían que se trataba de algún borracho, y simplemente le sacaban la vuelta. El triunfo sería llegar hasta su camioneta sin que alguna patrulla se le ocurriese detenerlo y cuestionarle. No estaba seguro de qué haría si eso pasaba. Para su suerte, aquello no ocurrió.

    Una vez que se sintió a salvo en la parte trasera de su camioneta, dejó que todo ese dolor y enojo que tenía por dentro saliera. De haber estado en algún sitio más alejado, habría gritado o incluso golpeado algo, pero no podía darse el lujo de llamar así la atención.

    Miró su mano, su piel magullada y sangrante. Se acercó a la parte delantera de la camioneta y extendió su mano hacia la guantera. Ahí reposaba el primer termo. Lo tomó desesperado con su mano sana, y con sólo sentir su peso supo que no le quedaba mucho; al parecer había consumido más de él de lo que realmente recordaba. Se sentó de regreso en la parte trasera con su espalda contra la pared, y colocó el termo en el suelo entre sus piernas. Sin miramientos lo abrió, y dejó que todo el vapor que contenía saliera de una sola vez. Inclinó su rostro sobre él y comenzó a aspirar profundamente, a dejar que toda esa energía y vida entrara a su cuerpo, rehabilitándolo con cada inhalación.

    Sus ojos resplandecieron con un fulgor plateado, y poco a poco se sintió mucho mejor. Observó su mano, y se dio cuenta de cómo el vapor cobraba efecto y su herida se iba curando poco a poco, hasta dejar su piel casi intacta.

    El vapor del termo dejó de salir tras unos pocos segundos, dejando pequeños rastros en el aire, y luego simplemente desvaneciéndose para siempre. Ya estaba bien… pero quería más, anhelaba más. Aquello no había sido suficiente. Su atención se centró en el termo nuevo que le acababan de dar con tan “buena voluntad” de por medio. Mientras lo cargaba supo que estaba casi lleno. Vapor fresco y abundante… tal vez si sólo tomaba un poco…

    «¡No!», se dijo a sí mismo como si quisiera golpearse con sus propios puños. En su lugar, frustrado, alzó su puño derecho, ya curado, y golpeó con fuerza la pared de la camioneta, abollándola; de seguro por afuera habría sobresalido un chillón a la carrocería.

    Ese vapor era para Mabel; toda esa humillación había sólo valido la pena porque fue por ella. Por ello debía ser fuerte y resistir hasta que estuviera a su lado. El contenido de ese termo la pondría bien… debía hacerlo. Todo lo que siempre quiso era que ella estuviera bien… y lo seguiría queriendo hasta el final.

    ****​

    Damien lo había llamado burlonamente “mi vampiro favorito.” No era la primera vez que lo oía decirlo, ni tampoco era el primero que usaba la comparación. Y de cierta forma sí, eran como vampiros, manteniéndose vivos y jóvenes a base de alimentarse del vapor de los paletos, en especial de aquellos con habilidades “únicas” como la suya. Y es que cuando estos individuos morían, sobre todo sufriendo un gran dolor en el proceso, sus cuerpos soltaban esta sustancia blanca, que al ingerirla les daba fuerza y vitalidad. ¿Qué era con exactitud?, James nunca se lo cuestionó mucho. Sólo sabía que era energía, vida, fuerza… Y mientras más poderoso era el vaporero, y más dolorosa era su muerte, más delicioso y potente era el vapor. Así que sólo era cuestión de encontrarlos, cazarlos, atraparlos, y alimentarse. Simple, un precio bastante bajo a cambio de lo que obtenían.

    Aquellos que eran como él, habían recorrido por siglos los caminos de diferentes continentes, viendo alzarse y caerse imperios y naciones desde las sombras. Alguna vez fueron humanos, paletos cualquieras como de los que ahora se alimentaban. Pero todos habían renunciado a esa vida anterior, abrazando su nueva naturaleza y formando entre todos una comunidad, un grupo… una familia.

    Y eso fue en alguna ocasión el Nudo Verdadero para James: una familia, quizás la única que había tenido. De su vida como paleto ya prácticamente no recordaba nada. Tenía claro que había nacido como esclavo mucho tiempo atrás, con un nombre muy diferente a James. Había sido humillado, golpeado y tratado como un animal desde muy joven. Fue obligado a luchar en guerras que no le correspondían, y defender a señores por los que no sentía la menor simpatía. Y muy probablemente habría muerto de esa misma forma, si alguien no le hubiera extendido una mano y le hubiera dado la oportunidad de no sólo dejar todo eso atrás, sino de transformarse en algo mucho más grande.

    James la Sombra no era ya un esclavo, ni un soldado, ni siquiera un hombre de color. Era un Verdadero, un ser más allá de las trivialidades de los paletos. En el Nudo Verdadero logró ser libre, enamorarse por primera vez, y conocer lo que se escondía detrás del mundo que lo rodeaba y que la mayoría no puede ni imaginar. Ahí encontró la verdadera paz…

    Pero todo eso se acabó cinco años atrás.

    En aquel momento, mientras caminaba por el gran campamento del Nudo, en esos momentos conformado por unas veinte casas rodantes y quizás más de cincuenta Verdaderos como él, todo lo que se sentía en el aire era apatía, miedo y confusión. Algunos jugaban cartas, otros hacían comidas, y otros sólo charlaban entre ellos. Pero no se percibía en lo más mínimo la alegría habitual, el júbilo que tanto los distinguía. Aquello parecía apenas poco más que un campamento de refugiados de guerra, al menos en lo que respectaba a los ánimos.

    El origen de aquel sentimiento que caía sobre ellos tenía un nombre y un rostro: Bradley Trevor. Ese niño había sido el origen, pero no era del todo la principal causa. Cuando sus compañeros Verdaderos lo encontraron por primera vez, sólo era otro niño vaporero como tantos otros antes de él, que jugaba béisbol y seguramente se sacaba los mocos cuando nadie lo veía (o incluso si sí). Para ellos era alimento, y en una época como esa en la que cada vez era más difícil conseguir alimento de calidad, lo que cayera cerca de sus manos lo tomaban con gusto. Pero en ese caso, había sido su más grave error.

    James tampoco entendía aún qué había pasado exactamente. Al parecer el chico tenía una enfermedad; sarampión decían algunos. Y por algún motivo, al consumir todos su vapor, dicha enfermedad se transfirió a sus cuerpos junto con él, permaneciendo latente hasta que comenzó a surgir poco a poco en algunos. No todos la mostraban (aún), ni tampoco tenían todos los síntomas. Pero a algunos les había golpeado fuerte y muy rápido, teniendo consecuencias incluso fatales.

    Porque sí, ellos podían morir. Podían morir si no se alimentaban bien, pero también si caían de una altura alta, si les daban un buen disparo en el lugar correcto, si les cortaban la cabeza, y, al parecer, si les daban los síntomas del sarampión. El Abuelo Flick, el más antiguo de los Verdaderos que James había conocido, había muerto de eso sólo unos días atrás. La muerte de un Verdadero no era agradable. Sus cuerpos entraban en ciclo, que básicamente significaba que aparecían y desaparecían, a veces incluso sólo algunas partes como sus pieles dejando a la vista sus músculos y nervios, sintiendo en el proceso un gran dolor, hasta sencillamente desvanecerse. No dejaban rastro alguno, más allá de algo de vapor y sus ropas. Fuera de eso, era como si nunca hubieran estado ahí.

    El Abuelo Flick sólo había sido el primero, pero ya algunos más lo siguieron. Y muchos se preguntaban quién sería el próximo, y cuando les tocaría a ellos mismos.

    Pero había una luz de esperanza, o al menos así se los había planteado Rose la Chistera, su poderosa líder actual. Había encontrado con sus poderes de rastreadora a una niña vaporera sin precedente, con un vapor tan inmenso que podría darles a todos en el Nudo Verdadera las fuerzas suficientes como para combatir de una vez por toda esa enfermedad. Rose así lo había dicho, y todos confiaban en su palabra. Lo único que debían hacer era lo que siempre habían hecho: encontrarla, atraparla, traerla ahí ante ellos, y torturarla hasta que soltara todo su delicioso y abundante vapor.

    Sencillo.

    Y, sin embargo, en realidad no lo fue.

    De los cinco de ellos que Rose había enviado para atrapar a la niña, recibieron la noticia de que cuatro habían muerto… Barry el Chino había sucumbido a la enfermedad antes de siquiera llegar a su destino. Por su parte, Jimmy el Números, Andi Mordida de Serpiente y El Nueces, habían sido asesinados por esa niña, y por sus aliados que la protegían.

    ¿Cuatro de ellos muertos en un día? ¿Tres asesinados por una vaporera y simples paletos? En todos los años que James llevaba ahí, nunca había ocurrido algo como eso. Y esa noticia era justo lo que tenía a todos tan decaídos. Pero Rose seguía firme. Papá Cuervo, su amante y mano derecha, aún seguía ahí, y según el último reporte ya tenía a la niña. Eso animó a algunos, pero no a todos. James era uno de los que mantenían cierto escepticismo del resultado de esa cacería, aunque no lo demostraba abiertamente. Si esa niña había sido tan poderosa para matar a tres de ellos, incluso a Andi que podía dormirte o convencerte de hacer algo con tan sólo ordenártelo, ¿qué podría hacer Papá Cuervo contra ella? Lo único que tenía a su favor era su inteligencia y la fuerte droga que traía consigo; esperaban fuera suficiente. Pero por si las moscas, Rose había enviado a Doug el Diésel, Annie la Mandiles y Phil el Sucio para ser sus refuerzos, y en esos momento ya iban de camino a New Hampshire.

    Mo la Grande se encontraba preparando una gran olla de su sopa especial fuera de su camper, y cuando vio pasar a James delante de ella le indicó que tomara un plato y se sirviera un poco. James aceptó, aunque no para él. Caminó entonces dos lugares más con el plato humeante en sus manos hacia su casa rodante, una Motorhome blanca, nueva y reluciente. En cuanto abrió la puerta lateral, escuchó una serie de tosidos secos provenir del interior, que lo inmovilizaron por unos momentos. Respiró hondo, y entonces ingresó cerrando la puerta detrás de sí.

    El interior de la casa era amplio, y lo mantenían bastante limpio y ordenado; o al menos así era, antes de que todo eso comenzara. Sentada en uno de los sillones largos de la pequeña mesa para comer, cubierta con una manta azul del pecho hasta los pies, se encontró a Mabel; su Mabel. La piel pálida y con lunares de su rostro parecía casi brillar con la luz que entraba, al igual que su cabello castaño rojizo, corto y rizado. Siempre había sido algo pequeña y delgada, pero desde que comenzó a tener los síntomas cada vez le parecía aún más escuálida y frágil. En cuanto entró, ella no se movió en lo absoluto de su posición. Sin embargo, cuando se le aproximó cauteloso, la mujer giró lentamente su rostro hacia él, lo miró fijamente con sus ojos color miel, y una delgada sonrisa se dibujó en sus hermosos labios. Si acaso tenía intención de decirle algo, tres tosidos más que le surgieron en ese mismo momento se lo impidieron.

    —Te traje un poco de sopa de Mo —le indicó James, y colocó entonces el plato justo delante de ella.

    —Gracias —susurró Mabel con voz áspera por tanto toser, inclinando su rostro sobre el plato para olfatear un poco su aroma, además de sentir el agradable calor que surgía de él—. Huele delicioso.

    Mabel tomó entonces la cuchara que acompañaba al plato, y tomó un primer bocado, no sin antes soplarle un poco para enfriarlo. Al parecer fue de su agrado, pues a ese primero le siguió un segundo, y un tercero.

    —¿Cómo te sientes? —preguntó James, y estiró su gran mano para posarla sobre su frente. Se sentía bastante menos caliente de cómo había estado esa mañana.

    —La fiebre viene y se va —le informó ella, sonriéndole con optimismo—. Es extraño como esta enfermedad nos pega tan diferente a unos y a otros, ¿no? —Tomó una servilleta para limpiarse un poco de sopa de los labios—. ¿Tú no has tenido ningún síntoma?

    —No aún.

    —Eres un hombre fuerte; siempre lo has sido. Espero que a ti esto no te afecte en lo absoluto. Eso sería un consuelo… —De nuevo la tos, ahora más fuerte y duradera que la anterior. James se alarmó un poco, y rápidamente intentó acercársele para tomarla. Ella, sin embargo, alzó una mano hacia él indicándole que se detuviera. Así lo hizo—. Estoy bien —indicó la mujer una vez que dejó de toser, y lo volvió a ver con la misma sonrisa despreocupada de antes—. No pongas esa cara, por favor. Descuida, Papá Cuervo volverá con la niña paleta en cualquier momento, y eso nos pondrá a todos mejor.

    James apretó un poco sus labios, como si quisiera forzarse a no decir algo. Se aproximó al asiento delante de ella y se sentó, mirando también por la misma ventana por la que ella miraba. Desde ahí tenían una vista clara del camper de Rose. Había estado encerrada desde hacía un par de horas, posiblemente vigilando el progreso de Papá Cuervo.

    —¿Estás segura de eso? —cuestionó James de pronto sin poder fingir más.

    —Rose lo está, y eso me basta —le respondió Mabel sin vacilar.

    —Quizás le tienes demasiada confianza.

    —¿Y eso qué tiene de malo? Nunca ha hecho algo merecedor de que dudemos de ella.

    —Excepto provocar que todos nos contagiáramos de sarampión…

    —¡Eso no fue su culpa! —Exclamó Mabel bastante exaltada de golpe, haciendo James se sobresaltara un poco. Ella lo miró con molestia por unos momentos, pero casi de inmediato se calmó y volvió su vista hacia su sopa—. Lo siento, no fue mi intención. Supongo que estoy alterada como todos. Pero, ¿qué ganamos con poner en duda a Rose o a Papá Cuervo? Sólo nos queda aguardar y esperar lo mejor, ¿no crees?

    Lo miró entonces con ojos curiosos, mientras introducía otra cucharada de sopa en su boca. James se volvía otro cuando estaba ante esos ojos, y él era consciente de eso. Una sonrisa, igual de despreocupada y optimista que la de ella, se dibujó en sus labios. Extendió entonces su mano por la mesa para tomar la de ella y estrecharla.

    —Tienes razón, debemos confiar en que todo saldrá bien. Somos el Nudo Verdadero.

    —Nosotros perduramos —añadió Mabel a ese conocido mantra que tanta fuerza les daba, y estrechó fuertemente la mano de su compañero—. Te amo, James.

    —Yo te amo a ti, mi Mabel…

    Y ambos permanecieron así, sentados y tomados de las manos mientras Mabel comía poco a poco su sopa. Ese silencio se volvió bastante reconfortante; y al estar solos en el interior de ese vehículo que habían convertido en su hogar, ambos se sentían seguros y cómodos para variar.

    Pero esa sensación no les duró mucho.

    Lo primero que escucharon fue un fuerte golpe, casi como si la puerta de un camper hubiera sido arrancada de sus bisagras. Luego fue el sonido del cuerpo cayendo de manos a la tierra justo delante del vehículo, seguido de un tremendo y estruendoso grito que recorrió todo el campamento:

    —¡No!, ¡¡NOOOOO!!

    Ambos se estremecieron asustados, y dirigieron al mismo tiempo sus miradas hacia la ventana. Y ahí la divisaron, a Rose a Chistera, su líder, tirada en el suelo frente a la puerta abierta de su casa (no arrancada, pero casi). Su sombrero, siempre fijo en su cabeza, reposaba en el suelo delante de ella. Sus manos golpeaban con furia la tierra, mientras seguía gritando iracundamente.

    —Rose —musitó Mabel, atónita. Sin pensarlo dos veces, se levantó rápidamente de su asiento, sufriendo un pequeño mareo que la hizo sostenerse de lo tenía a su alcance para no caer—. Ayúdame, por favor.

    —No debes… —Intentó decirle James, pero ella no se lo permitió.

    —Estoy bien, enserio. Llévame afuera, ella nos necesita.

    James vaciló, pero al final hizo justo lo que ella le indicó. La tomó con cuidado de su brazo y la ayudó a caminar lo más rápido que pudieron hacia la puerta.

    No fueron los únicos. Todos aquellos que estaban en sus casas salieron despavoridos al oírla, y los que ya estaban afuera fueron los primeros en acercarse hacia su lugar. De un momento a otro todo el Nudo Verdadero se comenzó a congregar alrededor de su líder, invocados por sus desgarradores gritos.

    —¡Esa puta!, ¡esa maldita puta! —La escucharon chillar una y otra vez mientras se acercaban.

    —¿Rose?, ¿qué…? —Susurró Mabel despacio entre la multitud, mirándola con miedo. Ella alzó de golpe sus ojos directo hacia ella, resplandeciendo con intensidad, como cubiertos de frías llamas. Rose, siempre tan hermosa y en control, en esos momentos se veía totalmente desquiciada,

    —¡Mi Cuervo! —Gritó como el rugido de una bestia, y algunos de los Verdaderos retrocedieron asustados—. ¡Esa hija de puta mató a mi Cuervo! ¡La mataré!, ¡¡La mataré y me comeré su corazón!! ¡¡Quebraré su cráneo con mis propias manos!!

    Todos enmudecieron, salvo por algunas exclamaciones de asombro y confusión. ¿Lo que estaba gritando era cierto? ¿Papá Cuervo también estaba muerto? ¿La niña lo había hecho? Si los nervios del Nudo estaban al límite antes, ahora sencillamente estaban fuera de control.

    Rose se quedó de rodillas en el suelo, cubriéndose su rostro con sus manos mientras lloraba, pero más que nada gritaba y maldecía.

    —Ven, Rosie, tranquila —musitó Mo la Grande, aproximándose a ella para ayudarla a ponerse de pie—. Necesitas recostarte…

    —¡Nada de recostarme! —Exclamó colérica la Chistera, empujando a Mo hacia atrás como si fuera alguien de la mitad de su peso o menos—. ¡No se atrevan a decirme qué hacer!

    Rose respiraba agitadamente con su vista perdida en su propio sombrero tirado en el suelo de tierra. Poco a poco pareció irse tranquilizando, hasta que su respiración se normalizó, y el amenazante brillo plateado de sus ojos se esfumó. Tomó firmemente el sombrero con ambas manos y se lo colocó de regreso a su cabeza, sin tener que acomodarlo pues éste se quedó fijo justo como se lo colocó a la primera.

    Se puso de pie rápidamente, mostrándose mucho más firme y segura. Sin embargo, todos los que la veían se sentían dudosos de la veracidad de dicho cambio.

    —Contacten con al grupo de Deez —ordenó secamente, refiriéndose a los refuerzos que había mandado a ayudar a Papá Cuervo; dado la última noticia, al parecer se habían ido bastante tarde—. Díganles que regresen. Y una vez que estén aquí, abriremos los termos que quedan. Tomaremos todo el vapor, recuperaremos todas nuestras fuerzas, y entonces iremos tras ella. ¡Todos juntos! La mataremos y a todos los que estén cerca… ¡Quemaremos todo el maldito pueblo si es necesario!

    Rose quizás esperaba algún tipo de respuesta de arte de sus hermanos, pero ninguno le proporcionó una. En su lugar, sus miradas dudosas, casi asustadas, se viraron al resto, quizás para verificar que no eran los únicos que se sentían así. Rose no tardó mucho en darse cuenta de esto.

    —¿Qué les pasa?, ¡¿por qué me miran así?! —Exclamó alzando de nuevo la voz—. ¿Están dudando de mí? ¡Quien dude de mí que dé un paso al frente y me lo diga en la cara!

    —Nadie duda de ti, Rose —intervino Steve el Vaporizado, uno de los pocos valientes que se sobrepuso al miedo inicial para intentar hablar; y, quizás, decir abiertamente lo que la mayoría pensaba—. Pero… si lo que dices es cierto, esta niña ya ha matado a cinco de los nuestros, incluso a Cuervo. Nunca habíamos perdido a tantos en tan poco tiempo. Me parece que podría ser mucho más fuerte de lo que incluso tú creías. ¿No crees que quizás… lo mejor sea dejarla en paz de una vez…?

    —¿Dejarla en paz? —Susurró Rose con incredulidad, y de un segundo a otro su rostro se puso rojo de la rabia, y se abalanzó rápidamente hacia Steve—. ¡¿Dejarla en paz?!

    Steve el Vaporizado retrocedió asustado, encontrándose con sus compañeros que de inmediato lo abrazaron, intentando protegerlo de la ira inminente de Rose. Ésta se detuvo justo enfrente de ellos, mirándolos como si su sola presencia le resultara ofensiva. Luego de un rato, se giró de nuevo hacia los demás.

    —¿Eso es lo que quieren? ¿Qué huyamos y nos escondamos de una vaporera? ¿Dejar sin venganza y sin pago la muerte de nuestros hermanos?, ¡¿la muerte de Papá Cuervo que siempre estuvo velando por ustedes, montón malagradecidos cobardes?!

    Nadie le respondió, y muchos prefirieron bajar sus miradas antes de encontrarse con sus penetrantes ojos. Pero su silencio, o más bien la falta de negativa, por sí solo era bastante revelador.

    Rose chisteó sonoramente, mirando incrédula a toda esa multitud que la rodeaba.

    —Así que eso es lo que quieren —susurró despacio con ironía—. Después de todos estos años, el gran Nudo Verdadero derrotado por una paleta cualquiera, obligándonos a esconder las cabezas en la tierra como gusanos, ¿no? Si es lo que quieren en verdad, déjenme recordarles una cosa, hermanos míos.

    Se aproximó apresuradamente hacia un lado, directo hacia Mo la Grande, la cual se quedó paralizada en su sitio sin poder moverse. Rose la tomó fuertemente de su muñeca y la jaló más al centro del círculo. Mo soltó un chillido de dolor por la forma en que la había jalado, y más cuando Rose levantó su brazo en lo alto para enseñárselo a todos los demás. La parte interna del brazo de Mo estaba cubiertas de manchas rojas de sarampión.

    —¿Cómo piensan huir y esconderse de esto?, ¡¿eh?! —Les gritó ferviente—. Esta maldita enfermedad está dentro de nosotros, y poco a poco nos consume. Algunos de ustedes están bien ahora, y de seguro creen que lo estarán para siempre. Pero no sean ingenuos. Lo que le pasó a Abuelo Flick les pasará a todos ustedes, ¡a todos! Un vapor tan poderoso como el de esta niña es lo único que nos puede dar las fuerzas suficientes para combatir y vencer esta enfermedad.

    Liberó en ese momento a Mo, que rápidamente se sujetó su brazo adolorido y se apartó avergonzada por la forma en la que había sido expuesta enfrente de todos.

    —Eso no lo sabemos —intervino rápidamente entre la multitud Hugo el Cirujano, un buen amigo de James que había ingreso al Nudo sólo un poco después que él. En su mirada se veía cierta belicosidad que puso nervioso a James, en especial cuando Rose centró su atención en él. Sin embargo, Hugo no desvió su mirada—. Te has enfocado tanto en cazar a esta niña, que no te has detenido a ver otras alternativas. Quizás en lugar de enfocarnos en cazar a esta única niña, deberíamos salir y buscar a otros niños, muchos niños, y mantenernos bien alimentados.

    —Otros niños, muchos niños —repitió Rose, extendiendo sus brazos hacia los lados. Comenzó entonces a avanzar hacia él. Hugo se veía claramente nervioso, pero se mantuvo firme en su sitio—. ¿Cómo todos los que hemos encontrado en estos últimos diez años? ¿Qué tan bien nos ha ido en ese terreno, Hugo? ¿Qué tanto vapor hemos estado recolectando últimamente, andando por las carreteras de este país a ciegas?, ¡dime!

    Rose lo empujó en ese momento con ambas manos en su pecho, con tanta fuerza que el hombre retrocedió tambaleándose, cayendo de sentón al suelo. Marty el Viajero, su pareja, rápidamente se agachó a su lado para ayudarlo a pararse. Rose se volvió una vez a los otros para hablarles.

    —¿Enserio creen que mágicamente encontraremos a otro vaporero como esta niña? Ésta es nuestra única oportunidad. Y aunque no lo fuera, ¡esa puta mató a nuestros hermanos!, ¡a cuatro de ellos! ¡¿Me van a decir que quieren dejar las cosas así?! —Y una vez más, nadie habló. Pero en esa ocasión, el silencio fue para no contradecir sus deseos, que estaban ya más que claros para todos—. En cuanto Deez, Annie y Phil regresen, nos pondremos todos en círculo. Destaparemos los termos, y todos consumiremos el vapor; la mayor cantidad de vapor que hayamos consumido nunca. Seremos mucho más fuertes de lo que hemos sido, y todos juntos iremos tras esa niña.

    Se viró hacia su camper con la intención de volver a encerrarse en él. Ya se encontraba a mitad de su camino, cuando James sorpresivamente decidió dar un paso adelante. Había querido permanecer en silencio, pero todo aquello había sido demasiado, incuso para él.

    —Rose… —pronunció con la fuerza suficiente para que lo escuchara; la líder del Nudo se detuvo, y se quedó quieta dándole la espalda—. Por favor, reconsidéralo. Estás hablando de vaciar por completo nuestras reservas de vapor, de exponernos a ser descubiertos por las autoridades si vamos todos hasta allá, e incluso de ser asesinados como los otros. Y todo por una paleta…

    —Esperaba dudas de muchos, pero no de ti, Sombra —pronunció Rose tajantemente, cortando sus palabras—. Mira a Mabel, ¿cuánto tiempo durará en ese estado? ¿Te darás media vuelta y fingirás que no pasó nada mientras la ves morir?

    James se sobresaltó y miró de reojo a Mabel a su lado, notando de nuevo esa fragilidad tan marcada que había notado en ella, y una dolorosa punzada le atravesó el pecho ante la posibilidad que le planteaba.

    Rose se viró de nuevo hacia ellos.

    —Nosotros somos el Nudo Verdadero, nosotros perduramos —pronunció fuerte su mantra, resonando como un trueno—. ¡Díganlo!

    —Somos el Nudo Verdadero —pronunciaron todos los presentes al unísono—. Nosotros perduramos.

    Lo dijeron pero no fue como las otras veces; era como si ninguno de ellos creyera ya en el significado de esas palabras. Pero de todas formas Rose siguió caminando hacia su camper, subió las escaleras y cerró la puerta detrás de ella, desapareciendo de sus vistas por varias horas más.

    — — — —​

    A los Verdaderos no les quedó más que volver a sus casas, o a lo que fuera que estuvieran haciendo antes de aquel horrible incidente. Pero era obvio que aquello no los iba a abandonar en lo absoluto. James y Mabel volvieron a su Motorhome en silencio. Mabel tomó asiento en el mismo sitio en el que había estado antes de que tuvieran que salir de esa forma, igualmente mirando por la ventana hacia el ahora apacible camper de Rose. James decidió prepararle un té de hierba buena para que se calmara. En medio de su preparación, notó como ella se paraba, iba a uno de los cajones lado de la cama para sacar de éste su block y tres de sus lápices de dibujo. Se movía sin mareaos, así que James supuso que ya se sentía mejor y eso lo animó un poco.

    Mabel se sentó de regreso en el mismo sitio, ahora con pies arriba del asiento y sus piernas presionadas entre la mesa y su cuerpo. La delgada falda de su vestido blanco con flores se deslizó hasta dejar expuesto por completo sus muslos. Apoyó el bloc contra sus rodillas y comenzó a soltar rápidos trazos sobre el papel.

    Mabel la Doncella tenía muchos talentos, y el dibujo rápido a lápiz era uno de ellos. Sin embargo, solía hacerlo sólo en dos ocasiones: como apoyó para plasmar algo que veía mientras realizaba sus rastreos, o cuando estaba tan preocupada por algo que intentaba dejar todos esos sentimientos en el papel para intentar dejaros salir. Era claro que en esa ocasión se trataba de lo segundo.

    Cuando el té estuvo listo, James lo sirvió en la taza rosada favorita de Mabel, y se aproximó a la mesa, colocándola justo delante de él. Al inicio, sin embargo, ella no le prestó mucha atención pues seguía enfocada en su bloc.

    —Jamás la había visto en ese estado —señaló la mujer de pronto sin detenerse. Fue claro de quién hablaba—. No parecía ella misma…

    —El hombre que ama está muerto, al igual que cuatro de sus hermanos —señaló James mientras se sentaba delante de ella—. Eso desquiciaría a cualquiera. Yo sé que si a ti te pasara algo…

    —Por favor, no lo digas —musitó Mabel con un poco de molestia en su voz.

    La Doncella suspiró con cansancio en ese momento y dejó el bloc sobre la mesa a un lado. James pudo haber que, como había supuesto, era un dibujo de Rose. Aún estaba a la mitad, pero reflejaba de momento muy bien esa deslumbrante belleza que la caracterizaba, y esos enigmáticos ojos. Mabel siempre había sido muy apegada a Rose. La veía como una hermana mayor o una madre; o, ¿quién sabe?, incluso como algo más. Le afectaba bastante verla en ese estado, incluso más de lo que le afectaba su estado de salud.

    —Tú no crees que esté haciendo lo correcto, ¿verdad? —Cuestionó Mabel de forma directa, tomando la taza de té caliente entre sus manos y acercándola a sus labios para darle un pequeño sorbo—. ¿Piensas que ir tras la paleta es una locura?

    James pensó unos momentos sobre qué responder. A diferencia de ella, su fe y lealtad con Rose no era absoluta. La respetaba, y confiaba en su sabiduría y fuerza. Pero nada de eso era lo suficientemente fuerte como para no ver que sus últimas decisiones los habían llevado por un camino peligroso, y ahora parecía que lo haría aún peor.

    —Sólo me importa que tú estés bien, nada más —respondió con firmeza al final, pues era la única verdad de su corazón que creía conveniente expresar en esos momentos. Pero de todas formas ella lo miró con desaprobación a su comentario.

    —Somos una familia, James; todos somos uno. Mi vida no es más importante que la de los demás.

    —Lo es para mí.

    —Espero que no estés hablando enserio —señaló un poco distante mientras miraba hacia la ventana y tomaba de su té. James no dijo nada.

    Permanecieron en silencio unos momentos, cada uno de seguro absorto en sus propias preocupaciones sobre lo que había ocurrido. Era un estado de ánimo que de seguro compartían todos en el Nudo esa noche.

    De pronto, Mabel pareció sobresaltarse un poco, y pegó más su rostro a la ventana.

    —Alguien viene —le indicó con seriedad.

    Aquello puso un poco en alerta a James. ¿Habría pasado algo más?

    Antes de que lo meditara demasiado, llamaron a la puerta de la casa rodante. James se puso de pie, mientras Mabel lo observaba desde su asiento. Al abrir la puerta, se encontró del otro lado a Hugo el Cirujano y a Marty el Viajero, ambos con expresiones serias y sombrías. Hugo era un hombre de estatura mediana, cabello rojizo rizado y corto, con ojos claros; cabe mencionar que su nombre de Verdadero no era porque fuera algún tipo de doctor en medicina. Su pareja, Marty, era un hombre más alto, de cabello oscuro y piel morena. James no se llevaba tanto con él como con Hugo, pero era simpático; siempre sonriente y alegre… excepto en esa ocasión, ya que ambos se veían igual de apagados y preocupados.

    —Hola, Sombra —saludó Hugo—. Necesitamos hablar.

    James los miró un tanto preocupado, y entonces los dejó pasar.

    FIN DEL CAPÍTULO 74

    Notas del Autor:


    Rose la Chistera, Papá Cuervo, Andi Mordida de Serpiente, Mo la Grande, y otros varios personajes que aparecieron o se mencionaron en este capítulo, son personajes pertenecientes a la novela de Doctor Sleep o Doctor Sueño de Stephen King.

    James la Sombra, Mabel la Doncella, Hugo el Cirujano, y Marty el Viajero, son personajes originales de mi creación que no se basan directamente en algún personaje ya existente en alguna obra. Sin embargo, fueron creados inspirados en el Nudo Verdadero de la novela de Doctor Sleep, y en el tipo de personajes que lo conformaban.

    —El flashback de este capítulo se encuentra basado en un momento ocurrido durante la novela de Doctor Sleep, con sus respectivos ajustes de mi parte (como por ejemplo, la introducción de mis personajes originales). Este momento se basa en la reacción de Rose tras la muerte de Cuervo, Andi y los otros a manos de Abra Stone y Dan Torrance. En la película del 2019 este momento es muy diferente, pues el número de integrantes del Nudo Verdadero se redujo bastante y Rose termina sola luego de la muerte de Cuervo. En la novela, todavía quedaban varios miembros con Rose, pero algunos tomaron la decisión de irse y dejar el grupo antes de que todos murieran. Entre ese grupo de personas que se fue, estoy considerando a mis personajes originales, especialmente James y Mabel. Si tienen alguna duda o no queda del todo claro, no duden en preguntarme para explicarlo mejor.
     
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    Resplandor entre Tinieblas

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    Capítulo 75.
    El castigo que merecemos

    Hugo el Cirujano y Marty el Viajero entraron a la casa de James la Sombra y Mabel la Doncella, arrastrando detrás de ellos un aire pesado que impregnó todo el interior. No hubo un ofrecimiento de té o de cerveza por parte de los dueños de la casa como en otras ocasiones, pero igual los visitantes no lo esperaban. La situación actual del campamento no se prestaba para ello, y lo sería aún menos una vez que revelaran el tema tan delicado que habían ido a tratar.

    Los cuatro Verdaderos se sentaron en la mesa para comer; James y Mabel de un lado, Hugo y Marty del otro enfrente de ellos. El cuaderno con el dibujo a medio empezar de Rose aún reposaba a un lado de la mesa, y su presencia pareció incomodar un poco a los recién llegados, en especial a Hugo.

    —¿Cómo sigues, Mabel? —Le preguntó Marty con auténtica preocupación en su voz—. Eso que dijo Rose hace rato… ¿Realmente estás así de mal?

    Mabel se sobresaltó un poco, aunque no precisamente por el cuestionamiento de su salud; lo que realmente la descolocaba un poco era la mención hacia las palabras de Rose. De todas formas se esforzó por mantener la calma y esbozar una pequeña sonrisita despreocupada.

    —Me siento bien en estos momentos, gracias —fue su respuesta corta, claramente sin intención de revelar más de la cuenta al respecto.

    Pasada esa pequeña cortesía, Hugo no dio muchas vueltas al asunto que lo había llevado hasta ahí, y comenzó entonces a hablarle directamente a sus dos hermanos delante de él.

    —Nos enteramos de que Deez y los otros no volverán —les informó con la seriedad propia de una advertencia que debía ser tomada en cuenta a como diera lugar.

    James y Mabel casi saltaron de sus asientos al oír aquello, y la incredulidad se adueñó por completo de sus expresiones.

    —¿Qué? —Pronunció Mabel con fuerza—. ¿De qué hablas?, ¿qué pasó?

    —¿Acaso la niña…? —Intentó James preguntar, pero Hugo rápidamente negó con su cabeza para indicarle que no se trataba de lo que estaba pensando.

    —El Lamebotas los contactó. Al parecer cuando escucharon lo que pasó con Papá Cuervo, además de todo lo que Rose hizo y dijo esta noche, decidieron que ya no se puede confiar en ella como nuestra líder.

    El rostro de Mabel se cubrió ya no se incredulidad, sino de espanto.

    —¿Cómo se atreven…? —Exclamó la Doncella, claramente molesta.

    James aproximó su mano a la de su compañera, tomándola firmemente intentando pedirle con ese pequeño acto que se calmara. Mabel lo miró de reojo unos momentos y pareció comprenderle, pues justo después respiró hondo y se quedó callada.

    —No tiene sentido —añadió James—. ¿Qué piensas hacer sin Rose y sin el Nudo?

    —Al parecer se irán al sur —aclaró Marty—, a Texas o incluso a México. Y… —Marty guardó silencio, y viró entonces su rostro hacia su compañero, buscando quizás de alguna forma su permiso o aprobación. Hugo simplemente asintió—. Y nosotros tenemos pensado seguirlos…

    —¿Qué cosa? —Exclamó Mabel atónita, incluso soltándose de la mano de James pues lo que menos quería en esos momentos era calmarse—. ¿Abandonarán al Nudo? ¿Se han vuelto locos?

    —No hay nada que abandonar, Mabel —le respondió Hugo, un poco a la defensiva—. El Nudo Verdadero está condenado. Rose ha perdido la cabeza, y en lo único que piensa es en su venganza, aunque para ello tenga que malgastar nuestro vapor y nuestras vidas. Esta maldita enfermedad nos está consumiendo de a poco, y ella no hace nada, a pesar de que en primer lugar todo esto fue su culpa. Ella nos llevó hasta ese maldito paleto enfermo sin investigar antes, y mira lo que pasó.

    —¿Cómo osas decir eso, maldito bastardo? —Espetó Mabel más furiosa que nunca, parándose rápidamente de su asiento—. Tú tenías tanta hambre como cualquiera de nosotros, ¡y te regocijaste con el vapor nuevo sin hacer preguntas!

    —Mabel, tranquilízate por favor… —murmuró James, parándose también y colocando sus manos en sus hombros. Pero Mabel no se tranquilizó ni un poco; sus ojos fervientes de ira se quedaron fijos en Hugo y Marty, y estos se sintieron claramente intimidados por esto.

    En esos momentos Mabel no parecía tan enferma como todos decían; hasta James se sentía impresionado por esto. Quizás alimentada por su propio fuego interno, se estaba sobreponiendo a su debilidad. Pero a la Sombra le preocupaba qué tan fuerte sería el golpe cuando dicho fuego se apaciguara.

    —De acuerdo —musitó Hugo, parándose también, pese a que Marty intentó detenerlo—, no voy a decir que todos nosotros somos inocentes de esto. Pero todos sabemos que si ahora hacemos justo lo que Rose dice, todos terminaremos muertos; ya sea por la enfermedad, o por esa niña. Papá Cuervo le advirtió de lo peligrosa que podía ser, y ella no hizo caso. Prefirió arriesgarse con esa absurda idea de capturarla, exponiéndole nuestra identidad en el proceso. Ahora somos un blanco fácil y vulnerable.

    —¿Y la solución es irnos? —Inquirió Mabel, agresiva.

    —Algunos otros ya están considerando hacerlo —intervino Marty intentando mantener una postura más recatada—, esta misma noche. Nosotros estábamos pensando en reunirnos con Deez y los otros y formar un nuevo grupo más pequeño. Así podremos cazar y movernos más fácil, el vapor nos rendirá más y tendremos más fuerzas para combatir esta enfermedad. —Guardó silencio unos instantes, antes de tomar el suficiente valor para pronunciar lo siguiente—. Pero para eso necesitamos a un buen rastreador. Y tú eres casi tan buena como Rose, Mabel…

    —Por supuesto que no —respondió la Doncella tajantemente, aún antes de que siquiera le formulara la evidente propuesta que se venía—. Nosotros nunca abandonaremos el Nudo; ¡no abandonaremos a Rose!

    —¡Si te quedas, morirás! —le respondió Hugo casi gritando—. Nosotros te estamos ofreciendo una alternativa, estúpida.

    —No te atrevas a hablarle así —intervino furioso James en ese momento, dando un paso al frente y empujó a Hugo hacia atrás con una de sus pesadas manos. Hugo retrocedió por el impulso del empujón, casi cayendo de regreso en su asiento. Marty se le aproximó, abrazándolo por detrás para intentar tranquilizarlo.

    —Lo sentimos, lo sentimos enserio —pronunció el Viajero con preocupación, extendiendo su mano hacia James—. Por favor, lo que menos queremos es causar una pelea entre nosotros…

    Al momento en que extendió su mano de esa forma, parte de su brazo quedó expuesto por debajo de su manga, dejando en evidencia unas cuantas manchas rojas que habían surgido en su piel. Era difíciles de no ver, y en efecto tanto James como Mabel las notaron. Marty se dio cuenta de esto y de inmediato jaló su brazo de regresó hacia él, y se cubrió avergonzado con su manga.

    —Yo sé lo que tú estás pensando, James —dijo Hugo de pronto, al parecer más tranquilo—. Lo sé porque yo estoy exactamente en la misma situación. Tú quieres salvar a Mabel, quieres que viva, y en el fondo sabes que Rose no lo logrará por el camino que ha escogido. Les estamos dando una opción, a ambos. Vengan con nosotros y formemos un nuevo Nudo.

    James enmudeció. Realmente en gran parte de esa discusión había permanecido un poco al margen, y quizás lo hubiera seguido sino hubiera sido por ese atrevimiento de Hugo para insultar a su Mabel. Pero su silencio no se debía a que no tuviera nada que opinar al respecto, sino por todo lo contrario. Pues Hugo tenía razón; él entendía los motivos que lo habían llevado a tomar esa decisión… y, de hecho, los compartía.

    Pero ese claramente no era el caso de Mabel. La sola idea que esos dos le estaban insinuado, para ella era como mínimo traición, y de la peor clase. Y lo que menos le molestaba era que la hubieran llamado estúpida.

    —Salgan de mi casa, ¡ahora! —soltó furiosa, señalando hacia la puerta.

    Hugo suspiró con frustración; era evidente que aquello no había salido como lo esperaba. El Cirujano se incorporó de nuevo, y su acompañante lo siguió.

    —Está bien —indicó Hugo mientras caminaba a la puerta justo como le habían pedido—. Pero si eligen quedarse, espero que sean lo suficientemente decentes para no decirle nada de lo que hablamos a Rose. Al menos no hasta que nos vayamos.

    —No tengo intención de perturbar a Rose con su cobardía y traición —le respondió Mabel, mientras caminaba detrás de ellos, como si quisiera apresurar su partida—. Lárguense de mi vista.

    En cuanto los dos visitantes salieron por la puerta, Mabel azotó la puerta detrás de ellos, a unos pocos centímetros de golpear a Marty con ella. James se asomó por la ventana, viendo como ambos se alejaban caminando uno a lado del otro. Hugo se veía molesto, e incluso pateó el suelo mientras avanzaban. Marty lo rodeó con su brazo y al parecer intentaba calmarlo.

    —No puedo creerlo… —escuchó que Mabel soltaba al aire, colérica—. No puedo creerlo… ¿cómo pueden…?

    Su respiración se volvió agitada de golpe y se le dificultó hablar. Se tambaleó un poco y plantó sus dos manos contra la mesa para así no caer. Aquello alteró a James que de inmediato se le aproximó, pero ella extendió una mano hacia él, indicándole que se detuviera y así lo hizo.

    —Estoy bien —declaró Mabel intentando sonar más firme de lo que realmente se encontraba—. Sólo me exalte de más. Voy a recostarme…

    Apoyándose en las paredes para no caer, la Doncella avanzó hacia la cama ubicada al fondo del remolque y se recostó lentamente en ella sobre su costado izquierdo.

    James se aproximó cauteloso a la cama y la contempló en silencio. La escuchó respirando aún con fuerza; de seguro su fiebre había vuelto. Se retiró su chaqueta y zapatos con cuidado y se subió también a la cama, recostándose a un lado de su compañera y pegándose contra su espalda. La rodeó con sus fuertes brazos y la atrajo hacia él; el efecto, su cuerpo se sentía caliente.

    —Debemos hacerlo —susurró James de pronto, teniendo su rostro casi hundido en los suaves cabellos de Mabel.

    —¿Qué cosa? —Respondió ella con debilidad.

    —Irnos con Hugo y Marty. Dejar el Nudo.

    —¿Qué? —Espetó Mabel, atónita, y como pudo se giró a verlo sobre su hombro. Aquello parecía haberle quitado lo suficiente de su malestar—. No estás hablando enserio.

    —Te lo dije —pronunció James con firmeza—, lo que más me importa es salvarte a ti, y Rose lo único que hará será que todos muramos. Si estamos por nuestra cuenta, podremos hacer rendir mejor el vapor, y darte el necesario para que estés fuerte.

    Mabel se sentó rápidamente, deshaciendo el abrazo. Miró al hombre a su lado con una extraña mezcla de emociones aflorando en su rostro, que parecían no decidirse entre la confusión, el enojo y la sorpresa.

    —Sin el apoyo de Rose y el Nudo no sobreviviéremos —declaró Mabel al final, como si hubiera sido el único argumento que su mente hecha una maraña confusa le había permitido formular.

    James se sentó también, encarándola de frente, casi desafiante aunque no se lo propusiera como tal.

    —No estaremos solos. Y con una rastreadora como tú, y con mis habilidades, estaremos bien.

    —Pero Rose…

    —Rose tomó sus decisiones, y nosotros debemos tomar las nuestras —señaló James puntalmente y tomó a Mabel de sus hombros. Ésta agachó su mirada, incapaz de verlo a los ojos—. Sé que eres muy leal a ella y esto es difícil para ti, pero esta situación igualmente lo es. Entiéndeme.

    La abrazó en ese momento y el rostro de la mujer quedó contra su ancho pecho. Apoyó sus labios contra su cabellera castaña, dándole pequeños besos en ésta.

    —Déjame cuidarte, por favor —susurró con su voz repleta de intranquilidad—. No puedo perderte…

    Mabel no dijo absolutamente nada en aquel momento. No opuso resistencia a aquel abrazo, pero tampoco se lo devolvió. Sólo permaneció ahí quieta, cansada y sin voz. Pero James supo que ella era consciente de que sus palabras eran verdad. O, al menos así lo quiso creer, pues Mabel nunca expresó abiertamente su apoyo, pero aun así lo siguió en su decisión.

    — — — —
    Hugo, Marty, James y Mabel dejaron el campamento del Nudo Verdadero esa misma noche en sus respectivas casas, y nunca volvieron. Para bien o para mal, no fueron los únicos. Al menos unas diez personas más habían decidido también irse en pequeños grupos y abandonar a Rose. De seguro no todos lo harían, y la mayoría decidiría quedarse con Rose, teniendo fe en que lograría resolverlo todo, o quizás simplemente queriendo estar a su lado hasta el final. James sabía que si no la hubiera puesto en la difícil situación de elegir entre Rose y él, Mabel hubiera sido una de los que se quedaran. De seguro tarde o temprano se lo reprocharía, pero James estaba dispuesto a aceptarlo en cuanto viniera.

    Tras un día y medio de camino, se reunieron con Doug el Diésel, Annie la Mandiles y Phil el Sucio en un lugar solitario a la mitad del desierto de Nuevo México. De ahí comenzaron a viajar discretamente hacia el este, pero sin alejarse demasiado de la frontera con México.

    Sólo unos cuantos días después, lograron enterarse por su aún existente red de información que aquello que temían había sucedido: Rose, y todos los que se habían quedado con ella en el campamento, habían perecido. Los detalles les eran desconocidos, pero en el fondo todos lo sabían: había sido la niña vaporera. Rose en efecto no la había dejado en paz, o ella misma había ido hacia ellos. Fuera como fuera, lo que importaba era que ahora todos estaban muertos… y el Nudo Verdadero ya no existía.

    Mabel se puso extremadamente mal al oír la noticia, y cayó en cama por varios días. Fue en ese momento en el que el nuevo grupo tuvo su primer conflicto, pues se volvió bastante claro para Deez, Annie y Phil que Mabel tenían los síntomas de la enfermedad, y deliberadamente se los habían ocultado, al igual que Marty. Los tres comenzaron a temer en su paranoia que pudieran contagiar a los que todavía no la habían desarrollado. Habían propuesto incluso la posibilidad de abandonarlos a ambos por seguridad, lo que despertó la rabia de James y Hugo. Fueron las habilidades únicas de Mabel como rastreadora las que terminaron por convencerlos de no hacerlo, pues sabían muy bien que la necesitarían sí querían sobrevivir de ahí en adelante. Decidido eso, fue la propia Mabel, aun en su estado de debilidad, la que alegó por Marty. A pesar del roce que habían tenido la noche de su partida, lo que la Doncella menos quería era perder a más miembros de su familia.

    Y así siguieron viviendo de la única manera que conocían: viajando discretamente por las carreteras, cazando el poco alimento que tenían disponible, e intentando permanecer por debajo del radar.

    Para los Verdaderos y sus longevas vidas, el paso del tiempo se volvía bastante irrelevante. Sin embargo, el haber sido expuestos de esa forma tan abrupta a su aún existente mortalidad, hizo que los cinco años que siguieron a aquel momento tomaran otra connotación en sus mentes, pues prácticamente cada día se convirtió en una lucha por sobrevivir.

    Las dosis regulares de vapor parecían en efecto prevenir la aparición de los síntomas, y en el caso de Mabel mejorarlos o hasta incluso desaparecerlos del todo por algunos periodos de tiempo. Para Marty, sin embargo, lo más que podían hacer por él era retrasar su gravedad. Había logrado resistir esos cinco años, pero aun así poco a poco parecía estar sucumbiendo, hasta recientemente resultarle imposible levantarse de la cama. Esta situación comenzó a causar desesperación en Hugo, y por lo tanto múltiples roces y peleas con los demás miembros del grupo.

    Su presa más reciente fue una niña de once años de nombre… en realidad, no lo sabían. La habían recogido a lado de la carretera una hora y media atrás. Ahora Mabel, James y Hugo se encontraban de rodillas alrededor de ella, en el centro de aquel solitario campo de maíz, rodeados por los altos muros amarillos y cafés creados por los tallos secos. La niña recostada en la tierra había ya dejado de gritar y llorar cerca de un minuto atrás. Sus ojos azulados, aun con un poco de brillo en ellos, miraban de forma ausente hacia el cielo despejado e iluminado del mediodía. Su rostro estaba cubierto de tierra y sangre, pero a Mabel aún le parecía que se veía bonita; como una clase de pintura o escultura.

    Su muerte había sido muy lenta y dolorosa, como sólo Hugo el Cirujano sabía hacer. Un par de veces se había desmayado al ya no soportar más el dolor, pero de inmediato la volvieron a despertar a la fuerza. La necesitaban consciente hasta el último momento, pues mientras más dolorosa era la muerte, más delicioso y potente era el vapor.

    Durante todo el tiempo que Hugo hizo lo suyo, Mabel estuvo a un lado con uno de sus únicos termos disponibles. Todo el vapor que la pequeña iba soltando, Mabel lo absorbía con su boca, lo mantenía ahí y lo dejaba salir en el interior del termo para almacenarlo, justo como había visto a Rose hacerlo muchas veces. Al inicio el vapor que brotó del pequeño cuerpo era abundante, pero rápidamente se redujo hasta casi volverse nada un poco antes de que la niña exhalara por última vez.

    Hugo se quitó de encima de ella una vez que esto pasó, cubierto de la cara a la cintura de rojo. Se alejó unos pasos, tallándose los ojos y retirándose su camiseta para intentar limpiarse un poco. Sin decir nada, tomó sus instrumentos de trabajo y se alejó entre el maíz en dirección a la casa rodante en la que habían llegado hasta ahí, y en la cual Marty se encontraba reposando.

    Mabel tomó el lugar de Hugo y le pasó el termo a James para se lo sujetara. Ella misma siguió presionando, apretando y golpeando el cuerpo para que sugiera de éste hasta el último rastro de vapor que tuviera. Eran tiempo desesperados, y debían exprimir todo lo que tuvieran a la mano. Desafortunadamente, aunque logró sacarle un poco más, realmente no fue mucho. Cuando fue evidente que ya no obtendría nada más, cerraron el termo. Mabel lo sujetó en sus manos y por su peso pudo sentir que no estaba ni cerca de estar lleno.

    La decepción fue evidente en su rostro.

    —Vamos —le indicó James, ayudándola a ponerse de pie—. Tenemos que irnos antes de que alguien nos vea.

    —¿La dejaremos así? —Cuestionó Mabel mientras observaba el cuerpo a sus pies. No estaba precisamente preocupada, sino más bien curiosa.

    —Estamos bastante lejos de su pueblo; tardarán en encontrarla. Y aunque lo hagan, ya no importará pues estaremos muy lejos. Vamos.

    Ambos comenzaron a caminar por el mismo camino que Hugo hacia la casa. James se encargaba de hacer los tallos a un lado para facilitarle su andar a Mabel. En esos momentos ella se encontraba bastante bien. No había tenido fiebre ni tos en semanas, y al parecer se sentía más fuerte. Pero no podían confiarse. En ese tiempo habían aprendido que los episodios podían llegarle abruptamente y sin aviso.

    Estaban en ese momento al sur de Vermont, no muy lejos de la frontera con New Hampshire. El resto de su grupo debían estarlos esperando con los demás remolques en un paraje despejado al norte de ahí. Ellos igualmente habían ido tras su respectiva caza, que Mabel les había conseguido. Con un poco de suerte ellos quizás habrían obtenido un poco más.

    Al volver a la casa rodante, no les extrañó ver a Hugo sentado a un lado de la cama de Marty. El Viajero se encontraba cubierto en sudor, con su torso desnudo cubierto de manchas rojizas. Hugo se encontraba cambiándole un paño húmedo de su frente, y tenía a la mano algo de medicina que posiblemente acababa de hacer que se tomara. Las medicinas paletas no podían hacer mucho por ellos, salvo amortiguar los síntomas.

    Cuando los escuchó entrar, el Cirujano se viró a verlos, aprensivo. Su cara seguía manchada de sangre, pero se había retirado todas sus ropas manchadas, que yacían ahora en el suelo, y se encontraba sólo en su ropa interior.

    —¿Terminaron? —Les cuestionó apresurado, y entonces se les aproximó rápidamente, extendiendo su mano hacia ellos—. Dénmelo.

    El reflejo inmediato de Mabel fue abrazar el termo contra ella de forma protectora, pues sintió que Hugo iba con toda la intención de arrebatárselo si era necesario. James se interpuso rápidamente en medio, con postura protectora pero intentando no parecer amenazante.

    —Tranquilízate, Hugo —le indicó James con voz calmada.

    —Por favor, Marty lo necesita —expresó el Cirujano, extendiendo sus manos hacia su pareja en la cama—. Míralo, cada día está peor.

    —Lo sé —asintió James—, pero tú sabes muy bien que debemos tener cuidado con la forma que utilizamos el vapor. Esta vaporera, además, no tenía gran cosa; tú mismo lo viste. Cuando llevemos esto de regreso, hablaremos con los otros para que abramos otro de los termos y le daremos mayor porción a Marty. Estará bien, te lo prometo.

    Aunque James hablaba con calma y cuidado, dichas intenciones no parecían llegarle a su oyente, pues por el contrario el rostro de Hugo se cubrió de una palpable rabia; tanto que James y Mabel por igual pensaron que intentaría arrebatárselos de todas formas, aunque físicamente era poco probable que él solo pudiera contra James, mucho menos contra los dos.

    —A Mabel la veo muy bien, para haber estado en cama hace poco —señaló Hugo de forma agresiva, señalando directamente a la Doncella, de pie unos cuantos pasos detrás de James—. No será que le han estado dando de más últimamente, ¿o sí?

    —Mabel es nuestra única rastreadora —respondió James, defensivo—. Dependemos de ella, ¿lo olvidas?

    —¡¿A expensas de la vida de Marty?!

    Como lo temían, Hugo avanzó hacia ellos de forma asertiva. La Sombra rápidamente lo sujeto para intentar retenerlo, y especialmente para evitar que se acercara a Mabel y al termo. El camper se agitó un poco por los movimientos de los dos hombres en aquel reducido espacio.

    —Hugo, por favor —escucharon de pronto como Marty exclamaba desde la cama lo más fuerte que podía. Eso fue lo único que logró tranquilizar al Cirujano.

    Marty comenzó a toser con algo de fuerza. Hugo se apartó de inmediato de James y fue a su lado.

    —Aquí estoy, amor —musitó el Cirujano, estrechando fuertemente una de sus manos, y mirándolo ahora presa del miedo más que de la rabia.

    —Por favor… no te pelees —musitó Marty en cuanto dejó de toser y fue capaz de hablar—. Debes de estar bien con el grupo… cuando yo me vaya, tienes que quedarte con ellos… sólo así podrás sobrevivir…

    —No digas tonterías —susurró Hugo, acompañado de una risa nerviosa—. Vas a estar bien, te lo prometo.

    La voz de Hugo indicaba que estaba al borde de ceder al llanto, pero posiblemente toda su fuerza de voluntad se encontraba enfocada en evitarlo. Mabel y James contemplaron todo aquello en silencio, no sintiendo más que absoluta comprensión por ambos. James se aproximó a Hugo, colocándole una mano sobre su hombro de forma de reconfortante. Él no lo volteó a ver, pero Marty sí.

    —En cuanto volvamos con los otros, te daremos vapor, ¿de acuerdo? —musitó James, a lo que Marty respondió con una escueta sonrisa, y asintió—. Ahora descansa.

    James los dejó solos y se dirigió al asiento del conductor para comenzar el viaje. Debían de irse de ahí lo más pronto posible y dirigirse al punto de reunión. En cuanto se dio la media vuelta y les dio la espalda, soltó un profundo suspiro de cansancio. Se le notaba calmado, pero en realidad no lo estaba ni un poco.

    Cuando pasó a lado de Mabel en su camino al frente del vehículo, ésta lo siguió aún sujetando el termo contra su cuerpo, tomando el asiento del copiloto a su lado.

    —Estas peleas por el vapor se están haciendo más frecuentes —susurró Mabel despacio, como si temiera que la escucharan—. Esto no ocurría con el Nudo. Todos recibíamos siempre lo justo.

    James guardó silencio unos instantes.

    —Cuando uno se expone a la muerte, muestra sus verdaderos colores —dijo al fin, mientras se acomodaba en el asiento y se colocaba el cinturón de seguridad—. Será mejor que te limpies y también descanses.

    Señaló entonces a las manos de Mabel, que en efecto estaban manchadas de sangre por haber tocado el cuerpo en la última parte. De hecho, una huella rojiza de toda su palma había quedado marcada en la superficie lisa del termo. La Doncella asintió, un tanto avergonzada, y se puso pie con la intención de hacer justo lo que él le había dicho.

    En ese mismo momento, James sacó las llaves para encender el vehículo. Su mano tembló un poco y las llaves se resbalaron entre sus dedos, cayendo en el suelo cerca de los pies de Mabel. James estiró su brazo para alcanzarlas, al tiempo que Mabel se agachó para hacer lo mismo. Y fue entonces, cuando la manga de la chaqueta de James se corrió un poco hacia arriba, que Mabel las vio: marcas que sobresalían de su piel oscura, como un horrible salpullido. No era mucho, pero sí lo suficiente para no ignorarlo.

    Mabel se sorprendió al ver esto, y se detuvo a medio camino de las llaves. James notó esto, y rápidamente tomó lo que buscaba, se enderezó de nuevo y colocó la llave en el encendido.

    —James… —susurró Mabel, atónita, incorporándose de nuevo y mirando a su pareja con los ojos pelones.

    —No es nada —respondió la Sombra rápidamente de forma cortante, y sin más encendió el motor que rugió estruendosamente—. Ve a la lavarte…

    La Doncella vaciló entre quedarse o irse, pero al final optó por hacer justo lo último. James miraba fijamente al frente mientras ella se retiraba, quizás conscientemente evitando el mirar directamente la expresión de aquello había causado en ella.

    El vapor había retrasado la aparición de los síntomas en él por mucho tiempo, pero parecía que eso ya no sería más así. Las marcas habían comenzado a salir en su cuerpo desde hace dos semanas, y lo había mantenido en secreto de todos, hasta ese momento.

    James entendía muy bien la preocupación que invadía a Hugo por querer salvar a la persona que amaba, pero también había comenzado a temer por su propia sobrevivencia. Ingenuamente había llegado a pensar que él no sería afectado en lo absoluto. Pero ahora era evidente que estaba en el mismo barco que todos los otros.

    — — — —​

    El grupo condujo por una hora y media al norte al punto de reunión con los otros, procurando no tomar los caminos principales. La búsqueda de la niña perdida comenzaría en cualquier momento. Sus años en el Nudo Verdadero les había dado mucha experiencia para moverse de manera disimulada entre las carreteras de Estados Unidos, y estaban más que dispuestos a usar dicha experiencia a su favor en esos momentos.

    El viaje fue muy silencio. Mabel se lavó lo mejor posible, guardó el termo en el compartimiento secreto del piso, y entonces se sentó en la mesa a dibujar, al tiempo que contemplaba la carretera pasar por la ventana; eso siempre parecía relajarla. Marty durmió la mayoría del tiempo, y Hugo sólo se separó de su lado unos minutos para lavarse, vestirse con ropa limpia y volver de nuevo con él para velar su sueño y cambiarle el paño húmedo de su frente. Hugo solía ser una persona bastante fría e indiferente con todos, pero con Marty cambiaba totalmente. Eso era algo con lo que James también podía relacionarse.

    Por su parte, la Sombra estuvo concentrado sólo en conducir. Mabel había ido en una ocasión a sentarse a su lado, pero fue claro para él que lo que quería era tocar el tema de lo que había visto en su brazo. Al recibir cierta reticencia de su parte, la Doncella decidió mejor dejarlo solo y volver a su dibujo. Lo que James menos deseaba en esos momento era que ella comenzara a preocuparse por lo que podría ocurrirle. Se suponía que él debía cuidarla a ella, no al revés. Esa era su responsabilidad, y lo haría hasta que no pudiera hacerlo más.

    Por lo pronto Marty era el que estaba en peor estado de todos ellos. La manera en la que la enfermedad afectaba a cada uno era diferente, pero era probable que no sobreviviera de ese día, o quizás sólo un par más. Por suerte tenían algunas reservas de vapor aún guardadas el remolque e Doug el Diésel. Lo que habían obtenido ese día no era mucho, pero si los otros habían tenido también éxito en su cacería, podrían convencerlos de abrir alguna de las reservas y darle una buena dosis a Marty. En otros tiempos aquello nunca se hubiera puesto en duda, pero Mabel tenía razón; las peleas y conflictos por el vapor eran cada vez más frecuentes, y James temía que Doug y los otros se rehusaran a querer usar sus reservas en Marty si ni siquiera estaban seguros de que le ayudaría en ese estado. Y si eso ocurría… no quería ni imaginarse lo que eso podría desencadenar en Hugo.

    Pero aquella preocupación terminaría siendo insignificante…

    El primer mal indicio para James fue cuando ya estaban cerca del punto de encuentro, y vio a lo lejos en la camino una columna de humo oscuro alzándose en el aire. James se dijo a sí mismo al inicio que quizás habían encendido una fogata para pasar la noche, a pesar de que él sabía que ese no era el plan. Además de que era pleno día, y ese humo llamaría de más la atención. Fue claro para él de que en efecto algo malo había ocurrido conforme más se acercaba.

    Por mero reflejo frenó de golpe, al distinguir al fin el campamento, haciendo que todo en el interior del camper se agitara, e incluso Mabel casi cayó de su asiento. Al voltear a ver confundida a su compañero en el volante, éste miraba atónito hacia el frente.

    —¿Qué rayos...? —Fue lo único que pudo surgir de los labios de James.

    Mabel se incorporó de nuevo y se apresuró al frente del vehículo para ver qué ocurría. Su reacción no fue muy diferente a la de James.

    Lo primero que Mabel notó fue uno de los campers, al parecer el de Marty y Hugo, cubierto por completo en llamas; de ahí venía el humo. La camioneta blanca de Phil estaba no muy lejos del camper, y desde su perspectiva sólo pudieron notar que el parabrisas estaba roto, y la puerta del conductor abierta. El otro camper, el de Doug y Annie, se encontraba más adelante. No estaba en llamas y a simple vista no parecía tener daño, pero la puerta estaba abierta y en el suelo estaban regadas varias cosas, incluyendo prendas de ropa de ambos Verdaderos, platos y cajas.

    Y, quizás lo más preocupante de todo, era que no había señal alguna de ninguno de sus tres compañeros.

    Hugo no tardó mucho en reunirse con Mabel y James al frente, e igualmente miró todo aquello, sin poder comprender qué estaba viendo en realidad.

    Ninguno dijo nada por un lapso de tiempo. James dudaba sobre qué hacer, pues una parte de él, quizás su mera intuición, le decía que debía meter reversa y largase de ahí de inmediato. Pero no podía hacer eso si no sabían siquiera qué había ocurrido.

    Sin decir nada, apagó el motor, se quitó el cinturón y se bajó apresurado del camper.

    —¡Espera! —Le indicó Mabel preocupada, y rápidamente lo siguió. Hugo hizo lo mismo, con más aprensión.

    Caminaron los tres juntos hacia aquella aterradora escena. El camper de Hugo ardía con tanta fuerza que el calor les pegó fuerte en la cara, y el humo impregnaba el aire.

    —Santo cielo... —Susurró Mabel, incapaz de articular ninguna otra palabra.

    Hugo no reaccionó de manera particular a su casa quemándose. Su preocupación parecía estar en otro lado.

    —¡Deez!, ¡Phil! —comenzó a gritar el Cirujano, comenzando a correr hacia los demás vehículos en busca de alguna señal de sus compañero. Fue directo a la camioneta de Phil, y se asomó al interior por la puerta abierta. Lo que vio dentro, lo dejó helado.

    Los Verdaderos ya no eran seres vivos, y como tal no morían de la misma forma. Cuando la muerte llegaba, sus cuerpos desaparecían por completo de ese mundo, dejando detrás de sí sólo el vapor que aún quedaba en ellos, y sus ropas. Sobre el asiento del conductor de la camioneta, reconoció rápidamente la camisa a cuadros verde, camiseta blanca y pantalones de mezclilla azul que Phil el Sucio usaba cuando se separaron esa mañana. Incluso sus zapatos estaba en el tapete, cerca de los pedales.

    Hugo retrocedió, cubriéndose su boca con una mano, pero sin quitar sus ojos de aquellas prendas. James y Mabel se unieron a él no mucho después, y comprendieron así como él lo que aquella imagen significaba. James notó de nuevo el parabrisas roto, pero no precisamente de un golpe. El vidrio se había astillado justo a la altura del conductor, en un agujero pequeño y circular.

    James revisó el resto de la camioneta. En la carrocería distinguió más agujeros similares.

    —Estos son agujeros de bala —señaló preocupado, mientras pasaba su mano por los puntos de entrada.

    En su mente logró imaginarse claramente la escena. Phil corriendo desesperado a la camioneta, subiéndose al asiento del conductor, escuchando los disparos a su espalda; quizás incluso ya iba herido. Se sentó, y sin siquiera tomarse el tiempo de cerrar la puerta intentó encender el vehículo; las llaves estaban puestas. Y entonces alguien se paró justo delante, disparó penetrando el parabrisas y, por la altura del agujero, dándole justo en la frente con excelente puntería. Lo hizo entrar en ciclo y unos segundos después se esfumó.

    —¿Quién pudo haber hecho esto? —Cuestionó Mabel, aún en shock—. ¿La policía?

    James no respondió de inmediato. La policía era una opción, pero él no pensaba que hubiera sido el caso. La policía no hubiera dejado una escena como esa y se hubieran ido sin más. De haber sido ellos, habría forenses y oficiales, y la escena hubiera sido acordonada. No, eso lo había hecho alguien que llegó, disparó, y luego se fue sin interés alguno en que alguien supiera que estuvo ahí.

    —Los termos —pronunció Hugo de pronto, y abruptamente comenzó a correr hacia el camper de Doug y Annie—. ¡Los putos termos!

    Mabel fue detrás de él, pero James se quedó investigando un poco más la escena.

    ¿Había sido un asalto, quizás? Eso también le resultaba difícil de creer. Doug y los demás tenían armas, podrían haberse defendido de ladronzuelos comunes.

    Miró el suelo, y notó varias huellas de vehículos diferentes; vehículos grandes. Los disparos en la camioneta también parecían de alto calibre, y de diferentes ángulos. Esto lo había hecho alguien más, y juzgando por lo que veía habían sido varios; un grupo de asalto profesional...

    ¿Mercenarios?

    ¿Militares?

    ¿Por qué un grupo así habría ido hacia ellos con la aparente motivación de eliminarlos? ¿Sería acaso que los habían descubierto?, ¿sabían quiénes eran… o qué eran?

    James comenzó a sentir un intenso mareo, y tuvo que sostenerse de la camioneta para no caer. Sintió que su cuerpo se calentaba un poco, y su respiración se le dificultó. Mantuvo la calma, intentó recobrar sus fuerzas y volver lo más posible a la normalidad. No era ni cerca el momento para que esa maldita enfermedad lo mermara.

    —No, no, no —escuchó la voz de Hugo pronunciar a lo lejos, seguido después por un fuerte grito—: ¡No! ¡Puta madre!

    Escuchó entonces un fuerte golpe de lámina con lámina.

    James se forzó a recobrar la compostura y avanzó hacia donde Hugo y Mabel se habían ido. Hugo se encontraba a lado del camper de Doug, y golpeaba con ira y frustración la pared externa de éste, incluso llegando a patear la puerta hasta casi arrancarla de las bisagras. Tirados en el piso, logró distinguir las formas cilíndricas de los dos termos que el Diésel guardaba en su camper. Se acercó a uno de ellos y lo tomó en sus manos, alzándolo para verlo con más cuidado. Entendió entonces el origen de la reacción de coraje de Hugo: el termo tenía dos grandes agujeros redondos, uno de entrada y uno de salida por donde había pasado la bala. Todo el vapor que guardaba en su interior se había escapado desde mucho antes de que llegaran ahí.

    No necesitó revisar el otro termo para predecir que de seguro se encontraba en el mismo estado.

    Mabel salió en ese momento del interior del camper. Su rosto se veía pálido, y en sus manos cargaba unas prendas de ropa: unos pantalones azules y una camisa beige grande de hombre. La camisa tenía al menos tres agujeros de bala visibles en ella.

    —Es la ropa de Doug —susurró Mabel, atónita mientras se aproximaba a James—. Está muerto… igual que Phil…

    —¿Y Annie? —Cuestionó James con apuro.

    Mabel dudó. Miró las prendas de ropa tiradas afuera del camper; prendas de Doug y de Annie, pero ninguna era la que Annie usaba esa mañana, y no estaban además puestas semejando a que su cuerpo hubiera entrada en ciclo y desaparecido.

    —No lo sé —respondió Mabel, vacilante—. Quizás huyó.

    James no estaba seguro de creer ello. Quizás ella se encontraba en el camper en llamas, o quizás había huido entre los árboles y la habían alcanzado y acabado por allá. O, quizás, quienes habían hecho eso se la habían llevado con ellos…

    James sintió de nuevo un mareo, pero se sostuvo firme en sus pies. Debía mantenerse fuerte, al menos un poco más.

    —Tenemos que irnos de aquí —pronunció con fuerza para que Hugo y Mabel lo escucharan—. Los que hicieron pueden estar cerca.

    Mabel se quedó quieta unos segundos, pero cuando le fue posible reaccionar asintió lentamente, soltó las ropas que cargaba y comenzó a correr apresurada hacia su casa rodante. Hugo, por su lado, estaba de rodillas en suelo y se había soltado a llorar amargamente.

    —Hugo, vámonos —le dijo casi con tono de orden sin proponérselo.

    —¿Para qué? —Le respondió Hugo entre sollozos, abatido—. Ya no tenemos vapor, ni más amigos… no tenemos nada... ¿Qué caso tiene?

    —Vamos —insistió James, tomándolo de su brazo y lo jaloneó de regreso al camper con apuro. Hugo no opuso resistencia, pues posiblemente no quedaba fuerza alguna en él para hacerlo.

    — — — —​

    Los tres subieron al vehículo, y James tomó de inmediato el lugar del conductor. Salió en reversa del camino y luego se enfiló a toda velocidad para alejarse de aquella horrible escena. Mabel se sentó a su lado como su copiloto. Todo el tiempo la Sombra estuvo mirando por los espejos retrovisores, esperando ver algún vehículo negro, o incluso un helicóptero, persiguiéndolos de cerca, y escuchar el sonido de disparos zumbando en sus oídos. Nada de eso pasó.

    Hugo fue de regreso a lado de Marty en cuanto subieron, recostándose a su lado. James y Mabel no escucharon si hablaban, pero lo seguro era que Hugo le contaría todo lo ocurrido. Si Marty reaccionó de laguna forma a la noticia, fue bastante discreto al respecto.

    Yendo contra las reglas del Nudo, James decidió encaminarse por una carretera principal y transitada, pensando que en un sitio así estarían menos vulnerables a cualquier ataque sorpresa de quienes fueran esta fuerza desconocida. Condujo al este sin desviación ni parada, cruzaron la frontera hacia New Hampshire, y siguieron de largo en la misma dirección sin ningún destino en especial, sólo deseando alejarse lo más rápido posible de sus perseguidos invisibles.

    Doug, Phil, y muy posiblemente Annie estaban muertos. Sus reservas de vapor ya no existían, y lo único que les quedaba era lo poco que habían recolectado esa tarde de aquella niña. Y ahora había un enemigo nuevo que desconocían por completo, y la enfermedad los seguía consumiendo uno a uno.

    ¿Qué se suponía que debían hacer?, ¿dónde podrían estar seguros y tranquilos?

    ¿Sería ese el final del viaje después de todo?

    Todos estuvieron muy callados y hasta que cruzaron la frontera, y un poco más. Pasaron por Claremont sin detenerse, aunque de seguro tendrían que detenerse en la siguiente gasolinera que encontraran. Mabel tenía su cabeza pegada contra al cristal de la ventanilla a su lado. Fue cuando pasaron la ciudad que James se atrevió a hablar al fin.

    —Debemos intentar contactar a Steve y a Baba —dijo—. Ellos también dejaron el campamento ese día, quizás estén por algún lado…

    —He intentado buscarlos todo este tiempo —respondió Mabel secamente—, pero no logré sentirlos ni un poco. No creo que exista alguien más del Nudo allá afuera… Somos los últimos que quedan.

    James no respondió nada. Le parecía difícil creer que en verdad sólo ellos hubieran sobrevivido hasta ese momento, pero considerando las dificultades, y ahora este grupo desconocido cazándolos, no era del todo imposible.

    Siguieron andando en la misma dirección por un buen rato. Se detuvieron en Bradford a llenar el tanque, y en todo momento James sintió la paranoia de que alguien los vigilaba. El Nudo siempre se las había arreglado para ser invisible, oculto de la gente a simple vista. Pero ahora se sentían vulnerables y expuestos como nunca lo habían estado.

    Unos minutos después de salir de Bradford, escucharon como Marty comenzaba a toser con fuerza y a gemir de dolor. Mabel se viró a verlo desde su asiento, y notó como el Viajero se retorcía un poco en la cama, temblando con pequeños escalofríos.

    —Marty, aquí estoy —Le susurraba Hugo a su lado, rodeándolo con sus brazos. Marty apenas y parecía estar consciente.

    Cuando pareció al fin calmarse, Hugo se apartó de él con cuidado y se aproximó hacia ellos. Su cabello estaba todo enmarañado, y rostro se veía demacrado, como si no hubiera dormido en semanas.

    —Está empeorando —murmuró Hugo con un débil hilo de voz—. Debemos darle vapor, ahora… Por favor…

    James lo volteó a ver unos momentos sobre su hombro. No había agresividad ni exigencia en su voz, sino sólo suplica y miedo. Ese termo guardado debajo de sus pies era lo único que les quedaba, pero el estado de Marty en verdad se veía horrible. Si no hacían algo, quizás no sobreviviría esa noche.

    —Mabel —le indicó a su compañera, mirándola de reojo. Ella entendió de inmediato y respondió asintiendo con su cabeza.

    La Doncella se paró rápidamente de su asiento y se dirigió al comportamiento secreto en el suelo cerca de tablero. Ahí reposaba el termo de metal, aún con rastros de su huella se sangre en él aunque ella hubiera jurado que lo había limpiado bien. Lo tomó y lo sacó de ahí, sintiéndolo incluso menos pesado que la última vez.

    —No, no lo hagan —escucharon de pronto como la débil voz de Marty pronunciaba desde la cama, llamando su atención. Los tres vieron entonces como el viajero intentaba sentarse, y Hugo corrió hacia él, preocupado—. Lo poco que esa niña tenía es todo lo que queda —dijo de la misma forma—, y no sería suficiente para hacer algo por mí. Igual moriré...

    —No, no digas eso —susurró Hugo a su lado, sujetándolo para que no cayera. Su voz estaba a punto de quebrarse.

    —Será mejor que lo guarden para ustedes. Para que permanezcan fuertes un poco más...

    —Te conseguiremos un vaporero, todo sólo para ti —propuso Hugo, fingiendo optimismo, pero él sabía bien que no había tiempo suficiente para eso, y aunque lo hicieran quizás igual no funcionaría.

    Marty volteó hacia él, esbozando una de esas sonrisas amistosas que tanto lo caracterizaban, y que a pesar de la situación quizás nunca se había sentido tan sincera.

    —Ya es muy tarde, mi amor —le murmuró despacio, pegando su frente a la de él, y en ese momento Hugo no fue capaz de contener más su llanto y lo dejó salir todo—. Ya siento que me voy... Por favor, llévame afuera. Quiero irme estando entre los árboles…

    Hugo sólo pudo abrazarlo y siguió llorando contra su hombro.

    Mabel contempló todo aquello en silencio mientras James conducía, pero igual éste escuchó claramente toda la conversación. No necesitó ninguna indicación, y a la primera salida dejó la carretera principal y se internó en un camino secundario, alejándose lo más posible de cualquier posible ojo curioso.

    — — — —​

    James condujo hasta adentrarse en el bosque lo que consideró suficiente. En un punto la senda de terracería ya no permitía que el vehículo siguiera andando, por lo que ahí se detuvieron. Hugo y él ayudaron a Marty a levantarse de la cama y salir del vehículo. Se sentía tan débil que en verdad no podía dar ni un paso sin su ayuda; prácticamente sus pies se arrastraban mientras ellos lo llevaban cargando.

    Los cuatro salieron y anduvieron un poco más adentro, hasta encontrar un lugar bonito y tranquilo, rodeado de árboles, altos que dejaban pasar la luz de sol en marcados haces de luz. Había también algunas flores creciendo en el suelo cubierto de hierba, y notaron además algunas mariposas amarillas sobrevolando sobre sus cabezas. En otra situación, aquel les habría parecido un sitio muy hermoso, incluso romántico.

    Recostaron a Marty de espaldas en la hierba. No traía más que el pantalón de su pijama, pero la sensación fresca de la tierra y la hierba contra su espalda le resultó de hecho agradable en lugar de molesta. James se retiró con Mabel a unos metros, dejándoles a Marty y Hugo un poco de privacidad, o al menos la más que era posible darles. Hugo se colocó de rodillas a lado de su amado, y sujetó firmemente su mano entre las suyas. Los ojos cristalinos de Marty mirando fijamente hacia arriba, hacia las ramas de los árboles extendiéndose, y a lo poco que era capaz de ver el cielo azul y de los rayos del sol. Sus inhalaciones de aire se volvían dolorosas. Aquello les recordaba vívidamente a la partida del Abuelo Flick, y de aquellos otros que habían visto partir de la misma forma.

    —Hey, todo está bien, todo está bien —susurraba Hugo lentamente, pasando ahora una de sus manos por los hermosos cabellos de oscuros de Marty—. Yo estaré contigo hasta el último momento, ¿está bien?

    Intentaba sonar firme y seguro, pero su voz lo delataba totalmente.

    —No tengo miedo, Hugo —susurró Marty entre jadeos, volteándolo a ver lentamente—. Ha sido demasiado dolor… ya quiero descansar. Discúlpame por no haber sido más fuerte…

    —Nada de esto es tu culpa —respondió Hugo, sollozando—. Yo debí haberte protegido mejor. Lo siento… lo siento…

    —No te lamentes… Fue un lindo viaje hasta el final, mi amor… Atesora…

    Sus palabras se quedaron a la mitad. El cuerpo de Marty se estremeció de golpe y soltó un fuerte quejido doloroso. Sus dedos se aferraron a la mano de Hugo con una fuerza que pensaba ya no tenía. Su cuerpo comenzó a cambiar, su piel se volvió traslucida y por unos instantes sus músculos, e incluso algunos de sus órganos, fueron visibles.

    Había comenzado; entraba en ciclo.

    Hugo se inclinó hacia él y lo rodeó con sus brazos, intentando sentirlo una última vez. Acercó su rostro al suyo y lo beso intensamente en sus labios, que aparecían y desaparecían pero que él igual lograba sentir. Y así se quedó sujetándolo mientras Marty se estremecía y retorcía, con su cuerpo apareciendo y despareciendo, cada vez esfumándose un poco más. Las lágrimas recorrían las mejillas de Maty, y en momento atravesaban su cuerpo traslucido y mojaban la hierba como gotas de rocío.

    No fue un proceso corto; nunca lo es. Su cuerpo estuvo yendo y viniendo, apareciendo y desapareciendo por quizás quince extenuantes minutos en donde los gritos de dolor no cesaron. Hugo no se separó de su lado ni un momento, y James y Mabel lo contemplaron todo a la distancia.

    Lodsman hanti —escuchó James de pronto que Mabel pronunciaba a su lado con fuerza, tomándolo por sorpresa. Ella estaba parada con su espalda recta, mirando hacia Marty fijamente con estoicidad—. Lodsman hanti —repitió—, somos los elegidos. Cahanna risone hanti, somos los afortunados. Sabbatha hanti, Sabbatha hanti Sabbatha hanti… Somos el Nudo Verdadero… nosotros perduramos…

    Mabel lo repitió al menos unas tres veces más a tono de cántico. Aquellas palabras que servían como cruz del Nudo Verdadero habían perdido sentido para James, pero al parecer Mabel seguía aferrada a ellas con fe religiosa. Y de hecho, en algún momento le pareció escuchar cómo entre sus quejidos y gritos, Marty tuvo un último momento de lucidez para acompañarla en sus palabras.

    Y un momento después, hubo silencio. El cuerpo de Marty se desvaneció de golpe abruptamente, y ya no volvió, dejando en su lugar una densa nube de vapor blanco que comenzó esparcirse y elevarse. El poco vapor que aún quedaba en su cuerpo… Hugo podría haberlo consumido, y James y Mabel no lo hubieran criticado por ello. Pero no lo hizo. En su lugar sólo lo dejó irse, elevándose y esparciéndose por el mundo, como deseaba que el alma de Marty (si aún les quedaba alguna) hiciera igual.

    Hugo permaneció en el mismo sitio, con sus manos colocadas como si aún sujetaran la ya inexistente mano de su amado, y su cabeza agachada. Ya no lloraba ni pronunciaba ni un sonido, como si él mismo estuviera muerto.

    Mabel, sin decir nada, se giró sobre sus pies y se dirigió rápidamente de regreso al camper. James meditó un momento si acaso debía de decirle a Hugo que debían irse (después de todo, aún tenían encima una amenaza que desconocían), pero al final decidió darle unos minutos más. Se viró también hacia el camper y fue detrás de su compañera.

    Dentro del vehículo encontró a Mabel, de regreso en el asiento del copiloto, y de nuevo con su frente colocada contra el vidrio de la ventanilla, aunque ahora de seguro no veía nada en lo absoluto. Se abrazaba a sí misma como si tuviera frío, y tenía sus pies descalzos arriba del asiento, dejando sus largas piernas expuestas. James se le aproximó con cautela, pero antes a medio camino ella pareció percibir su presencia y pronunció de golpe con voz fría y ausente:

    —Nunca debimos de haber abandonado a Rose…

    James se detuvo en seco ante ese comentario, que estaba a casi a nada de ser un reclamo directo.

    —Si nos hubiéramos quedado, habríamos muerto igual que todos los otros, Igual que la propia Rose —se defendió la Sombra.

    Mabel se viró lentamente a verlo, y en sus ojos James percibió una insensibilidad punzante y dolorosa que nunca había visto en ella antes, y que de alguna forma lo paralizó.

    —¿Y el destino que nos depara ahora es mucho mejor? —Le cuestionó con la misma frialdad de antes, virándose poco después de nuevo a su ventanilla sin darle oportunidad de responderle algo—. Quizás éste sea el castigo que merecemos... Por haber traicionado a nuestros hermanos…

    James la Sombra no tenía nada que responder a aquellas palabras. Quizás era cierto; quizás hubiera sido mejor morir hace cinco años, en lugar de vivir esa penosa y difícil situación.

    Salió entonces del vehículo para también dejarla sola un tiempo. Estuvieron en ese sitio casi una hora antes de que tanto Hugo como Mabel decidieran que era tiempo de partir, y volvieran entonces a la carretera.

    El destino, entendería James más que nunca, a veces se comporta de formas curiosas. Quizás si no hubieran parado ahí, o si no se hubieran quedado esa hora de más, hubieran podido seguir su camino al este, haber seguido de largo hasta Maine, o quizás cruzar a Canadá. O quizás si hubieran llegado antes al punto de encuentro, habrían muerto ahí mismo junto con Doug, Phil y Annie, y no se hubieran siquiera acercado a Concord. Sin embargo, en lugar de que cualquiera de esas cosas pasara, su vida, ya de por sí terrible y extenuante… estaba a punto de ponerse mucho peor.

    FIN DEL CAPÍTULO 75

    Notas del Autor:

    —Como bien ya les mencioné en el capítulo anterior, estos capítulos estarán muy enfocados en el Nudo Verdadero, pertenecientes a la novela y película de Doctor Sleep o Doctor Sueño escrita por Stephen King, pero enfocados más en la novela con detalles de la película. Como les comenté también anteriormente, los personajes de James la Sombra, Mabel la Doncella, Hugo el Cirujano, y Marty el Viajero, son personajes originales de mi creación que no se basan directamente en algún personaje ya existente, pero que son introducidos como parte del Nudo Verdadero en la línea de esta historia.

    —Me resultó un poco raro escribir este capítulo, intentando que se sienta algo de empatía por este grupo de asesinos de niños. Pero siempre sentí que la intención de Stephen King fue precisamente que el lector sintiera algo así con el Nudo Verdadero, y cómo desde su perspectiva lo que hacían no los hacía malos, y podían llegar a ser personas con buenos “sentimientos,” dejando de lado como se alimentaban para sobrevivir. Más o menos intenté mantener dicha idea, y espero haberlo logrado.
     
  16.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
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    Capítulo 76.
    Maldigo el momento

    Una temblada tarde de noviembre, Mabel se encontraba tomando un poco de aire fresco, mientras se enfocaba en los trazos de su nuevo dibujo: un retrato del rostro de su amado James, que ya conocía tan bien que casi siempre había logrado hacer de memoria. Sin embargo, en esa ocasión le estaba resultando relativamente complicado. Y es que en el paso de los últimos años, la expresión de su compañero había cambiado demasiado, en especial su mirada. Nunca había sido precisamente el ser más expresivo del mundo, pero ahora la presión de su situación parecía haberlo vuelto aún más cerrado en sí mismo que nunca.

    Mabel se cuestionaba si acaso algo parecido había ocurrido con ella sin que se diera cuenta.

    Había pasado cerca de una semana y media desde que James se fue a Los Ángeles para atender el llamado de… ese estúpido mocoso. Él no quería despegarse de su lado, especialmente porque en los últimos días la debilidad que le causaba su enfermedad aún latente había vuelto, y temía que pudiera empeorar en su ausencia. Pero ambos sabían muy bien que desobedecer a ese chico no era una opción; sus vidas estaban en sus manos, como bien les había hecho saber en más de una ocasión.

    Así que a James la Sombra le tocaba acudir ante su benefactor, por no llamarlo captor, y a Mabel la Doncella quedarse sola unos días en su ya no tan nueva MotorHome, estacionada desde hace un par de meses en aquel pequeño parque de remolques a las afueras de Roswell, Nuevo México. Habían tenido que quedarse ahí ya que, extrañamente, una pareja viajando sola en una casa rodante llamaba bastante más la atención que una caravana numerosa, cosa que ya no eran. En un sitio así podían mezclare y pasar más desapercibidos. Eso, y además el hecho de que la persona que James había ido a ver los quería fijos en un sitio para cuando los ocupara.

    Mabel odiaba estar en ese sitio. Apestaba demasiado a los ruidosos y entrometidos paletos que ahí vivían. Su enfermedad, que iba y venía, le había servido de excusa para mantenerse alejada de ellos la mayoría del tiempo. Sin embargo, no podía permanecer encerrada en su casa por siempre; eso terminaría despertando aún más sospechas tarde o temprano.

    Pero además de todo, siempre se había considerado un alma libre que no se quedaba más de lo necesario en un sólo lugar. Le gustaba viajar y recorrer las carreteras, que para ese momento de su muy larga vida, quizás ya las conocía todas. Y el tener que estar ahí estancada, y encima a la fuerza, no hacía más que irritarla.

    La tarde en que James volvió al fin a su lado, Mabel se encontraba sentada en una silla plegable afuera de su camper, oculta debajo de una malla sombra colocada a un costado de su vehículo, y con dos grandes lentes oscuros cubriéndole los ojos. Tenía sus pies arriba de la silla y su bloc de dibujo apoyado contra sus piernas mientras trazaba las líneas del rostro de James. Delante de ella, un grupo de cinco niños, tres niños y dos niñas, jugaban con una pelota de soccer delante de los ojos observadores de sus madres, sentadas también en sillas plegables mientras cuchicheaban y se reían entre ellas. Mabel había sido invitada a sentarse con ellas, pero había rechazado tal ofrecimiento de la manera más cordial posible.

    «Lo que menos deseo es sentarme cerca de ustedes, vacas apestosas» pensaba la Doncella al tiempo que les sonreía radiante.

    Durante toda esa semana habían intentado acercársele, quizás aprovechando que James no estaba. No lo demostraban abiertamente, pero estaba segura que a más de una de esas señoras le escandalizaba la idea de una pareja joven interracial viviendo en aparente unión libre tan cerca de ellas. Lo notaba en sus miradas, o en lo poco que percibía de sus pensamientos al verlos.

    Algunas se espantaban, claro que sí, mientras que otras parecían de hecho fascinadas y curiosas por la situación. Tampoco lo dirían abiertamente, pero apostaría a qué les gustaría preguntarle qué tal era acostarse con un hombre tan grande y fuerte como James.

    «Qué vidas tan tristes, patéticas y aburridas tienen los paletos» pensaba la Doncella al tiempo que una sonrisita burlona le adornaba el rostro. Aún en su desgracia actual, se seguía sintiendo mejor que cualquiera de esas insulsas personas.

    Escuchó de pronto los gritos de los niños, y un golpe fuerte contra la tierra cerca de ella. No le puso importancia, hasta que notó por encima la orilla de su bloc como el balón con el que jugaban los niños se acercaba a ella rebotando y luego rodaba hacia sus pies. Como si se tratara de algún animal rastrero, el reflejo de Mabel fue alejar sus pies del esférico, que se detuvo casi por completo debajo de su silla.

    —¡Lo siento! —Exclamó con fuerza la voz de una de las niñas. Cuando alzó su mirada, Mabel distinguió los grandes anteojos redondos y el peinado de trencitas castañas de Velma… no sabía su apellido, pero vivía en el remolque de enfrente con su mamá, su hermano mayor, y ocasionalmente con el novio de su mamá relativamente más joven que ella y que se paraba por ahí de vez en cuando.

    La pequeña de ocho años corría apresurada hacia ella, de seguro con la intención de recuperar la pelota. Mabel sonrió; una de las pocas sonrisas sinceras que era capaz de esbozar en ese sitio.

    Antes de que la niña llegara a enfrente de ella, Mabel dejó el bloc a un lado, se agachó y estiró su mano hacia debajo de su silla, sacando el gastado y rasposo balón; de seguro debía doler mucho si te golpeaban en la cara con algo como eso.

    —Aquí tienes, Velma —murmuró al tiempo que le extendió el balón a la pequeña, que lo recibió gustosa.

    —Gracias, Mabel. ¿Ya te sientes mejor?

    —¿Por qué lo preguntas? —preguntó Mabel con aparente ignorancia, inclinando su cabeza hacia un lado.

    —Mi mami dice que estás enferma, y por eso te la pasas siempre dentro de tu casa.

    Mabel sonrió más ampliamente y pensó: «tu mami es una chismosa entrometida que debería preocuparse más por lo mucho que al asqueroso de su novio le gusta verme las piernas, y quizás hasta cogérsela pensando en ellas» Pero claro, no lo dijo en voz alta.

    —Se podría decir que mi cuerpo ya no es tan joven y fuerte… como el tuyo.

    La Verdadera extendió sutilmente su mano derecha al rostro de la niña, rozando sus dedos apenas un poco con sus dedos. Velma se contrajo un poco y rio debido a las pequeñas cosquillas que aquel pequeño toque le había causado.

    —Yo no soy fuerte —respondió con tono divertido.

    —Sí lo eres —asintió Mabel—. Bueno, he visto a niñas más fuertes antes. —Tomó en ese momento una de sus colitas castañas, acariciándola lentamente entre sus yemas—. Pero en estos días, hasta una pequeña como tú bastaría.

    —¿A qué te refieres? —Preguntó Velma, notablemente confundida, y Mabel sólo sonrió.

    Los niños paletos le eran más tolerables que los adultos, pero aquello era bastante esperado. Su aroma era fresco y joven, e incluso el más tonto y lleno de mocos de ellos tenía al menos una pizca de aquello que tanto añoraba devorar, aunque ninguno estuviera siquiera cerca del promedio. Pero dada su situación, incluso las migajas que pudiera arrancarle al pequeño cuerpecito de Velma serían bien recibidas. Había pensado en ello más de una vez, incluso fantaseado con la idea. Pero no era un arrebato que pudiera tomarse a la ligera, pues ya no podían huir tan fácil como antes. Y en un sitio así, la extraña pareja interracial serían los principales sospechosos, aunque llevarán ahí ya unos cuantos meses.

    Así que habían tenido que conformarse con obtener sus pequeñas dosis de vapor en puntos muy lejos de ahí. Pero Mabel estaba convencida de que tarde o temprano se alimentaría de todos ellos; incluso de los adultos, aunque su sabor fuera rancio y añejo. Y la pequeña Velma, con sus ojos viscos y cachetes pecosos, sería la primera en el menú.

    —¡Velma!, ¡la pelota! —gritó molesto otro de los niños con exigencia, haciendo que la niña se sobresaltara como si la hubieran despertado abruptamente de un trance.

    —Ya no estés molestando a la señora O'Hara, niña —se unió al grito la voz de la madre de Velma desde el aquelarre de señoras en sillas plegables al otro lado.

    —Descuide, no me molesta —pronunció Mabel con fuerza alzando su mano como saludo. Luego se inclinó hacia la niña delante de ella, susurrándole muy despacio—: Hablamos después, Velma. ¿Sí?

    —¿Y me haces un dibujo? —Preguntó risueña.

    —Por supuesto. Ahora ve antes de que tus amigos y tu madre se enojen más.

    Velma asintió y se alejó corriendo hacia los otros niños, arrojándoles la pelota con fuerza a medio camino. Uno de los niños la recibió con el pecho, la detuvo con sus pies, y luego la pateó hacia otro de sus compañeros de juego. Los cinco retomaron justo en donde se quedaron, y Mabel decidió hacer lo mismo pues el dibujo iba a menos de la mitad.

    Aunque estaba comenzando a sentirse débil otra vez.

    Y tenía hambre…

    Unos veinte minutos después, Mabel escuchó claramente el reconocible sonido de la vieja camioneta de James, aproximándose por el camino de entrada del parque. La Doncella alzó rápidamente su mirada expectante, y vio por encima del grueso armazón de sus lentes oscuros el vehículo de su pareja. Aquello la hizo cerrar de momento su bloc y olvidarse del dibujo. Se paró rápidamente de su silla, y al hacerlo se sintió algo mareada por lo que decidió sentarse de nuevo y aguardar ahí.

    La camioneta se estacionó justo delante de ella. Por los vidrios polarizados no podía ver a James al volante, pero pudo sentirlo. Escuchó como la puerta del conductor se abría del otro lado y un rato después se cerraba.

    —Hey, James —pronunció Fred, el dueño de un camper a lado del de Velma, que en aquel momento parecía estar haciendo unas reparaciones en el techo de éste. Mabel notó como agitaba su mano para llamar la atención del recién llegado—. Llegas justo a tiempo. ¿Me echas una mano con esto?

    —Ahora no, lo siento —pronunció la voz gruesa de James la Sombra, intentando sonar lo más cordial posible, al tiempo que le sacaba la vuelta al vehículo—. Fue un viaje largo y estoy agotado.

    Para todos James se había ido unos días a realizar un trabajo fuera del estado. Y, ciertamente, eso no era mentira.

    A Mabel le agradó verlo caminando tan seguro y firme para variar. Además, en su hombro derecho cargaba una mochila que no recordaba habérsela visto cuando se fue. Cuando él la miró, Mabel le sonrió ampliamente con entusiasmo, mas él por algún motivo no se la devolvió.

    —Volviste —musitó la Doncella, y cuando lo tuvo lo suficientemente cerca extendió su mano para estrechar la de él. La sintió tan firme y cálida como siempre, pero su tacto se notaba algo distante—. ¿Estás bien?

    James la observó, callado.

    —Entremos, por favor.

    Mabel asintió, aún extrañada por su actitud. Se puso de pie, con cuidado para no volver a marearse, tomó su bloc y se dirigió junto con él al interior de su hogar; el último pedacito de ese mundo que podía llamar así.

    —¿Por qué tardaste tanto? —Le preguntó una vez que estuvieron a puerta cerrada—. ¿Qué quería ese paleto ahora?, ¿qué te pidió?

    —Nada extraño —respondió James con simpleza, y colocó entonces su mochila sobre la mesa para comer y la abrió—. Lo importante es que no vine con las manos vacías esta vez.

    James introdujo su mano en el interior de la mochila y sacó de ésta el bien preciado que transportaba con tanto cuidado. Colocó parado el cilindro plateado sobre la mesa dejándolo a la vista de Mabel, que se quedó estupefacta al verlo.

    —No puede ser… —murmuró despacio, y se aproximó con paso cauteloso a la mesa, como si aquello fuera un animal salvaje que pudiera saltarle encima en cualquier momento—. ¿Es de…?

    —De la reserva secreta para emergencias de Rose —pronunció James antes de que ella tuviera que hacerlo—, la que sólo tocaríamos si era cuestión de vida o muerte, ¿recuerdas? Y el momento parece bastante adecuado.

    Mabel aproximó sus dedos al termo, recorriendo su superficie lisa y fría con sus dedos. Lo tomó con sumo cuidado entre sus manos, sintiendo su peso. Estaba lleno, de eso estaba segura. Hacía años que no sentía un termo siquiera cerca de tener tanto vapor. Y era uno muy fuerte; podía sentirlo con tan sólo cargarlo.

    —Esto es increíble —pronunció Mabel tan feliz que estaba al borde de las lágrimas—. ¿Cómo lo conse…?

    Alzó su mirada hacia James, y sus palabras se cortaron cuando se volvió evidente para ella que su compañero no compartía su misma alegría. En su rostro, en lugar de ello, se percibía una sombría frustración y enojo. Aquello le dio suficiente pista a la Doncella, y su sonrisa también se esfumó.

    —Fue él, ¿no? Él te lo dio —Musitó cortante, y colocó el cilindro de regreso a la mesa, ahora repudiándolo casi como si le quemara—. ¿Cómo lo encontró? Ni siquiera nosotros sabíamos dónde Rose los tenía guardados.

    —Ya debemos dejar de preguntarnos cómo es que hace lo que hace —suspiró James—. Eran tres —explicó y entonces sacó el segundo termo de su mochila—. De éste… sólo queda muy poco. Pero ese está lleno, y es todo para ti. Consúmelo todo, y de seguro te pondrás bien. Puede que incluso te cure por completo.

    Mabel contempló en silencio el cilindro con escepticismo, dejando de lado todo el entusiasmo que la había acompañado en un inicio.

    Por supuesto que quería consumirlo todo; su cuerpo entero se lo exigía. Podría al fin ser su oportunidad de recuperar por completo su salud y su añorada seguridad; el último regalo que Rose la Chistera, su maestra y amiga, les habría dejado. Pero otra parte de ella más profunda se resistía a la idea, debido a la manera en la que ese termo había llegado a sus manos.

    —Tomar ese termo es aceptar nuestra subyugación a ese sujeto —declaró Mabel tajantemente. James sabía que era cierto, y por ello no pronunció nada como respuesta. Después de todo, él prácticamente ya había hecho justo eso—. Dijiste que eran tres —señaló Mabel justo después—. ¿Dónde está el tercero?

    —Aún lo tiene —explicó James—. Nos lo dará si te llevo con él. Al parecer te quiere pedir que rastrees a alguien por él.

    No hubo sorpresa alguna en la expresión de Mabel.

    —Y no podemos negarnos, ¿verdad? —musitó la Verdadera con hastío, mientras observaba atentamente el cilindro metálico y brillante—. Seguiremos siempre a su merced, recibiendo las migajas que él decida darnos bajo la mesa. Maldigo el momento en el que nos cruzamos con ese bastardo. Hubiera sido mejor haber muerto con Doug, Phil, Marty… y con Hugo….

    Aquellos nombres fueron como una apuñalada profunda en el estómago de James. En más de una ocasión él mismo había pensado lo mismo. Quizás hubiera sido mejor morir en aquel momento, unos meses atrás.

    * * * *​

    Pasada cerca de una hora luego de la muerte de Marty, Hugo dejó al fin aquel hermoso claro en el bosque, y volvió cabizbajo y en silencio a la casa rodante. En sus manos sujetaba las pocas prendas de ropa que Marty había traído consigo antes desaparecer; lo único que había quedado de él.

    Al pasar a su lado, James tuvo el reflejo de preguntarle si estaba bien, aun a pesar de que él mismo sabía lo estúpida que era la pregunta. Hugo de todas formas no respondió nada y siguió de largo, entró al vehículo y se recostó en la misma cama en la que Marty había estado reposando no hace mucho, y ahí se quedó. James igualmente subió poco después de él. Mabel seguía sentada en el asiento del copiloto, justo como la había dejado, en un estado casi tan letárgico como el de Hugo.

    —Debemos iros —indicó James en voz baja. Hugo no respondió nada, y Mabel sólo murmuró despacio: “será lo mejor.”

    Se pusieron en marcha de inmediato, regresando por el camino para volver a la carretera principal. La paranoia de James por el enemigo desconocido había aminorado durante esa hora, pero igual no por eso se sentía confiado. Le comentó a Mabel su idea de ir hacia el este y luego cruzar a Canadá para quedarse allá un tiempo. Ella siguió igual de indiferente e ida, o incluso algo molesta, pero no se opuso a su plan.

    Con Hugo y Mabel en ese estado, para bien o para mal le tocaba a él tomar las decisiones necesarias para sobrevivir. Porque quizás a sus dos compañeros la idea de seguir viviendo ya no les era tan relevante como antes, pero no por eso él les permitiría darse por vencido. Los protegería a ambos, en especial a Mabel, aún a costa de su propia salud.

    Siguieron por la ruta elegida por unos cuarenta minutos más. Ya estaba comenzando a atardecer, y James se sentía un poco cansado y consideraba la posibilidad de que pararan en alguna zona de descanso o motel para pasar la noche; pero tendría que ser uno que no estuviera tan visible. Mabel, por su parte, estaba a punto de quedarse dormida en su asiento. Se abrazaba a sí misma, con su frente pegada por completo contra el vidrio, mirando el reojo el pasar de la orilla de la carretera. Sus ojos poco a poco se iban venciendo, cerrándose por unos segundos sólo para volver abrirse de nuevo. No quería, pero también estaba muy cansada y débil. Era probable que los malditos síntomas de la enfermedad estaban próximos a volverle en cualquier momento.

    Estaba a punto de dejarse vencer por el sueño, y de cerrar sus parpados quizás por varias horas. Cuando de pronto, retumbó en su cabeza como un intenso terremoto:

    “¡Aléjate de mí!, ¡no me toqueees!”

    Mabel abrió sus ojos abruptamente, y todo su cuerpo fue sacudido con fuerza.

    —¡Para! —Gritó de pronto, alertando tanto James a su lado como a Hugo en la habitación.

    Por mero reflejo, y preocupado de que quizás hubiera visto algún peligro inminente, James pisó el freno hasta el fondo. Las llantas de la MotorHome rechinaron con el pavimento, y varios objetos no asegurados terminaron cayendo al suelo; incluso el propio Hugo estuvo a punto de caer de la cama. Por suerte no había un vehículo detrás de ellos en ese momento, pues de seguro los hubiera chocado por haberse detenido tan abruptamente.

    —¿Qué ocurre? —le preguntó James sobresaltado, pero Mabel parecía no reaccionar. Su mirada estaba fija al frente, como si observara alguna aterradora aparición que sólo ella era capaz de ver. Y, en parte, así era.

    Sin responder nada aún, la Doncella se quitó el cinturón de seguridad, se paró de su asiento y corrió hacia la puerta lateral del vehículo. Bajó apresurada los escalones y se paró firme a la orilla de la carretera, alzando su mirada hacia el cielo como si buscara algo entre las nubes. James y Hugo se asomaron confundidos desde la puerta. Mabel se quedó quiera en su sitio un rato, y luego le sacó la vuelta al vehículo y cruzó la carretera hasta el otro lado, volviendo a mirar hacia arriba como intentando divisar algún avión perdido.

    —Sentí algo —pronunció con fuerza para que pudieran oírla—. Algo muy grande.

    —¿Qué cosa? —Preguntó Hugo, notándosele preocupado, pero Mabel no supo qué responder.

    Cerró sus ojos unos momentos y respiró profundamente intentando concentrarse. Sin embargo, parte del sueño que la había invadido anteriormente le volvió, haciéndola tambalearse un poco.

    —Estoy débil —masculló mientras volvía de nuevo hacia la puerta—. Necesito un poco vapor.

    Extendió su mano en dirección a James, indicando que le pasara el cilindro que tenían guardado. Éste se dispuso a cumplir su petición de inmediato, pero Hugo lo tomó rápidamente del brazo, deteniéndolo.

    —Espera, ese termo es lo último que nos queda —señaló Hugo con aprehensión—. ¿Qué piensas hacer exactamente?

    —¡Te digo que sentí algo grande! —Exclamó Mabel con exigencia—. Creo que fue un vaporero, o tal vez dos. Fuera lo que fuera era grande, muy grande. Y si no nos damos prisa, perderé su rastro.

    Hugo pareció dudar, pero James no. Rápidamente se soltó del agarre de Hugo y se dirigió a compartimiento secreto en el suelo. Sacó de ahí el termo metálico y volvió con Mabel. Ésta lo tomó entre sus manos y lo abrió sólo un poco, dejando que apenas un pequeño rastro de vapor blanco se escapara. Ella lo aspiró profundamente, y la sustancia penetró en su cuerpo, causándole una sensación agradable.

    Las energías volvieron a su cuerpo y su mente se despejó. Pudo ver con más claridad lo que había visto o creer ver. Pero de momento eran sólo dos figuras borrosas, y una intensa energía emanando de ambos y chocando, creando lo equivalente a una explosión en su cabeza. No sabía quiénes eran o qué había ocurrido, pero estaban cerca.

    —Suban, rápido —les indicó Mabel como una orden. Los tres volvieron al interior del vehículo, y James comenzó a conducir siguiendo las indicaciones de Mabel.

    James no estaba seguro si era el mejor momento para hacer eso. Por un lado, tenían a ese enemigo misterioso que podría estárseles acercando sin que lo supieran, y lo mejor era alejarse lo más posible y rápido. Pero por el otro, tras la pérdida de los termos que Doug guardaba, estaban totalmente escasos de vapor, e incluso acababan de perder a Marty. Los vaporeros, y en especial los poderosos, no eran muy abundantes para ellos. Y si Mabel había sentido uno, pasarlo de largo podría significar su perdición. Además de que esto parecía haberle devuelto su entusiasmo a Mabel, e incluso a Hugo. Quizás una pequeña desviación no sería tal malo.

    —Toma la siguiente salida —le indicó la Doncella señalando al frente, luego de unos diez minutos de andar derecho. James lo hizo, siguiendo la flecha blanca del cartel verde sobre ellos que indicaba la dirección a la ciudad de Manchester.

    Aquello alarmó un poco a James.

    —¿Quieres que vayamos a la ciudad?

    —Confía en mí —fue la única respuesta de Mabel mientras miraba atenta adelante. Y no quedaba de otra más que hacer justo eso.

    Condujeron en dirección al sur por unos veinte minutos, quizás una media hora, antes de adentrarse cautelosos en la ciudad, esperando no llamar demasiado la atención y procurando no parar más de lo necesario en los semáforos. Mabel estuvo guiando a James todo el rato, sentada en su asiento con sus ojos fijos sin parpadear. Ya la había visto así antes; estaba totalmente concentrada y enfocada en percibir lo que estaba rastreando.

    Ya estaba prácticamente anocheciendo cuando su camino los sacó de nuevo de la ciudad, hacia una pequeña colina ubicada a las afueras que al parecer servía como mirador. Desde ahí se tenía una buena vista del pueblo, así como del atardecer. Un sitio ideal para parejas, de seguro. Mabel le indicó a James un sitio exacto en el cual debía parar. James hizo el vehículo hacia un lado del camino, cerca del barandal de protección.

    Mabel se bajó apresurada del vehículo en cuanto James apagó el motor, y éste la siguió rápidamente; Hugo hizo lo mismo poco después, pero con considerable menor apuro. La Doncella caminó cautelosa por aquel sitio mientras Hugo y James la observaban desde un costado de la casa rodante. Miraba a todas direcciones en busca de algo, a pesar de que ya la oscuridad inminente de la noche posiblemente no le permitiría verlo. Aun así pareció encontrarlo, pues rápidamente se agachó al suelo en un punto cerca de un árbol, pasando sus dedos por la tierra. Ahí en efecto había algo: muchos pedazos de los vidrio de un auto, esparcidos por todas partes.

    Tomó entonces algunos de esos pedazos en su puño izquierdo, y los apretó fuertemente hasta que los pedazos la lastimaron un poco. Cerró los ojos e intentó visualizar lo que había ocurrido, y en esa ocasión logró verlo con un poco más de claridad.

    Definitivamente eran dos, pero ella sólo podía ver a escena desde la perspectiva de uno de ellos. Dicha persona miraba a la otra, gritó algo con fuerza, y la otra persona salió volando en dirección a una camioneta negra que estaba justo detrás de ella. Chocó fuertemente contra la puerta de la camioneta (había un logo en la puerta, pero no lograba verlo con claridad), y podía escuchar el sonido de los vidrios estallando en pedazos.

    Pero ya no logró ver más, y en cuanto volvió en sí se sintió aún más cansada que antes. Intentó ponerse de pie pero sus piernas le fallaron y cayó de rosillas de nuevo. James se apresuró sin dudarlo hacia ella para ayudarla.

    —Estuvieron aquí no hace mucho —comentó Mabel mientras James la auxiliaba—, prácticamente acaban de irse. Fueron dos, muy poderosos; los más poderosos que he sentido nunca. Estaban peleando o discutiendo... Fue como un choque de voluntades.

    Se viró pensativa hacia la ciudad, distinguiendo ya varias de las luces encendidas de ésta.

    —Aún siguen por aquí.

    —¿Dónde? —cuestionó Hugo apremiante.

    Mabel, aún en los brazos de James, intentó enfocarse más, intentar ver con claridad quienes eran esas dos personas, cualquier pista sobre su identidad o ubicación, pero era inútil. Cada vez que intentaba concentrarse su mente se le nublaba como la estática de un viejo televisor.

    —No puedo —susurró con debilidad, tomándose su cabeza—. Necesito más vapor.

    —Ya no queda casi nada —comentó James.

    —Y Marty se sacrificó para dejárnoslo a los tres, no para que tú lo acapares —añadió Hugo con brusquedad.

    —¡Te estoy diciendo que eran dos vaporeros increíblemente fuertes! —Exclamó Mabel con ímpetu, a pesar de su apariencia desvalida—. Si son como creo, sólo uno de ellos nos bastaría para estar bien alimentados por mucho tiempo. Pero si los perdemos ahora, moriremos de hambre o por esta maldita enfermedad en cuestión de días. Y el sacrificio de Marty habrá sido por nada. ¿Eso es lo que quieres?

    Hugo enmudeció, al parecer incapaz de responderle de manera efectiva. Se viró hacia James como si buscara de alguna forma su apoyo, aún a sabiendas de que él haría justo lo que Mabel quisiera.

    —¿Y estás segura que los encontraras si te damos el vapor? —Cuestionó Hugo al final, casi desafiante.

    —Lo voy a intentar con todo mi ser —le respondió Mabel lo más firme posible—. Pero mientras más esperamos, más pierdo el rastro.

    James y Mabel miraron a Hugo expectantes, y fue claro para él que ya no tenía como tal un voto en ello. Resignado, se dio media vuelta y caminó hacia el vehículo para traer de nuevo el cilindro metálico.

    —Y trae mi bloc y lápices, por favor —pronunció Mabel rápidamente justo antes de que Hugo atravesar la puerta, lo que él sólo respondió alzando una mano perezosamente.

    Hugo volvió un rato después con el termo, el bloc de dibujo y los lápices. James tomó el bloc y los lápices, y le pasó el termo a Mabel. Ésta lo sujetó entre sus manos y comenzó a caminar al punto exacto en dónde le parecía que una de aquellas personas había estado parada. James intentó ayudarla, pero ella le indicó que se mantuviera alejado.

    La Doncella se paró firme en su sitio, entre los vidrios rotos y el árbol. Intentó visualizar la silueta del auto y la de la persona enfrente de éste. Respiró hondo, cerró sus ojos, y entonces abrió el termo, dejando que una bocanada más grande de vapor se filtrara al exterior. Inhaló profundamente y de nuevo todo ese dulce vapor la impregnó por completo, llenándola de energía. Volvió a cerrar el termo, y teniendo aún los ojos cerrados se lo extendió a James. Éste lo tomó, y le pasó el bloc y los lápices. Mabel sostuvo estos firmemente contra ella, mientras seguía cuidando su respiración. Lenta, muy lenta, enfocando todo su ser en ese momento, intentando ver todos los remanentes que pudieron haber quedado ahí flotando.

    “¿Qué viste? ¡¿Qué fue lo que viste?! ¡Dímelo!”, gritó con fuerza una voz en su cabeza.

    Y entonces, lo sintió, como una descarga eléctrica recorriéndole el cuerpo entero. Al abrir sus ojos de nuevo notó que no estaba viendo a través de sus ojos, sino de nuevo a través de los de alguien más.

    Estaba en el interior del vehículo, eso lo supo bien. Cerca de ella, bastante cerca, se encontraba un chico. Podía ver su rostro con suma claridad: piel blanca y rostro afilado, ojos azules intensos, cabello negro corto y brillante. Le estaba apretando fuertemente la muñeca y le dolía. Aun así, sin salir de su transe, Mabel abrió su bloc y comenzó a dibujar apresuradamente sobre el papel el rostro de aquel muchacho.

    “¡Suéltame!”, gritó Mabel, sólo que en realidad no había sido ella sino la voz de alguien más. Y al hacerlo, el cuerpo de aquel muchacho fue lanzado contra la puerta opuesta del vehículo, con tanta fuerza que el vidrio se rompió.

    La otra persona se bajó apresurada del vehículo comenzando a correr, y Mabel inevitablemente la tuvo que seguir. Afuera estaba atardeciendo y el cielo se había puesto anaranjado. Cayó al suelo raspándose un poco las manos, pero se paró de inmediato para alejarse del vehículo.

    “¡Abra!”, gritó la voz del muchacho a sus espaldas, aunque sonaba diferente… “¡Detente ahora mismo!”

    La otra persona no se detuvo, hasta que de pronto, como salidos de la nada, delante de ella aparecieron dos enormes perros negros, ladrándole fuertemente martillándole los oídos. Mabel pudo sentir el miedo y confusión que la había invadido en ese momento; aquellos animales no se veían normales; no parecían ser perros realmente…

    Se viró entonces de regreso al vehículo. En ese momento Mabel pudo ver más claramente el logotipo que había en la puerta: un globo terráqueo con la palabra THORN en letras grandes y blancas. Rápidamente comenzó a dibujarlo también al costado de la hoja de su dibujo.

    Mientras tenía su atención en el logo, pudo notar al muchacho de ojos azules que se bajaba del auto y comenzaba a rodearlo desde el lado del conductor hacia ella. Y de nuevo Mabel compartió el mismo miedo que la persona a través de la cual veía todo eso sentía. Mientras se le aproximaba, Mabel pudo verlo más claramente de los pies a su cabeza. Era joven, pero no un niño; de seguro tenía menos de veinte. Usaba un elegante traje negro.

    “¡Aléjate de mí!, ¡no me toqueees!”, gritó aquella otra persona en ese momento, justo el mismo grito que había escuchado cuando iban en la carretera.

    Y entonces comprendió qué había sido aquella intensa sacudida que había sentido. Había sido como una explosión de energía dispersa en todas direcciones. Los dos perros a sus espaldas, y el chico delante de ella, salieron volando golpeados por dicha fuerza. El muchacho se estrelló contra la puerta, y justo como había visto antes los vidrios de la camioneta también estallaron en pedazos. Parte de eso al parecer era lo que la había alcanzado a la distancia.

    La persona se giró y comenzó a correr con todas sus fuerzas, agitándose intensamente pero sin detenerse ni un poco. Mabel intentó seguirla, intentar ver hasta donde se había ido y quizás en dónde se encontraba en ese momento. Pero conforme se fue alejando, la imagen fue más complicada de retener en su mente, hasta que fue abruptamente sacada de aquella visión.

    Mabel se estremeció, volviendo al lugar y momento actual. De nuevo su cuerpo fue sacudido, sus piernas temblaron, y volvió a caer soltando su cuaderno y sus lápices. James se acercó a ella preocupado, pero Mabel extendió una mano hacia él para indicarle que se detuviera.

    —¡Estoy bien! —Pronunció con fuerza, casi molesta. Señaló entonces a su bloc mientras intentaba recuperar el aliento—. Ese es el rostro de uno de ellos, y ese logo estaba en el vehículo que conducía.

    Dudoso, James se agachó a tomar el bloc y le echó un vistazo. Hugo también se acercó a un lado de James para ver el dibujo. El dibujo era bastante similar al rostro del muchacho que Mabel había visto en su visión, casi como si se tratara de una fotografía a blanco y negro.

    —¿Alguna pista de dónde está ahora? —preguntó James.

    —No lo sé —respondió Mabel, al parecer un poco más calmada. Pareció querer decir algo, pero se contuvo al final—. La otra corrió por allá —señaló entonces colina abajo—. Pero no sé hacia donde habrá ido.

    —Si vamos en esa dirección podrías encontrarla —propuso Hugo.

    —Tal vez pero… —Mabel se sentó en la tierra y ocultó su rostro entre sus rodillas para intentar amortiguar el dolor y el mareo que sentía—. Estoy muy cansada… necesito unos momentos para recuperarme.

    James le pasó el bloc a Hugo, y ahora sí se aproximó a su compañera para ayudarla a pararse. Hugo miró con más detenimiento el dibujo, pero principalmente el logo en la esquina.

    —Éste es el logo de Thorn Industries —afirmó señalando con su dedo—. Es una empresa muy grande, y muy rica. Quizás sea empleado de ahí, pero debe tener miles en todo el país.

    —Podría intentar ubicarlo —declaró Mabel fervientemente mientras se ponía de pie—. Sólo necesito descansar un poco…

    —Ya no te fuerces, por favor —indicó James—. Moveré el vehículo a un lugar seguro, y una vez que estés mejor veremos qué hacer.

    Mabel sólo asintió y no pronunció más comentarios. James la llevó al interior del vehículo para que pudiera dormir un poco, y a medio camino fue más evidente que lo ocupaba, pues prácticamente se había quedado dormida contra el hombro de la Sombra. Se fueron de ahí casi de inmediato, alejándose un poco de la ciudad para perderse entre los bosques cercanos.

    — — — —​

    Caída la noche, los Verdaderos armaron su pequeño campamento. Mabel continuaba durmiendo, y Hugo armó una fogata, colocó una silla delante de ésta, y con una de sus laptops sobre las piernas, el dibujo de Mabel a su lado, y el internet satelital de la casa móvil, se dispuso a realizar su investigación.

    James, por su lado, seguía preocupado por los asesinos de Doug y Phil. Tomó uno de los rifles de asalto que siempre traían consigo, y estuvo un buen rato haciendo rondas alrededor, alerta ante cualquier sonido. Ya cerca de la media noche comenzó a pensar que quizás, al menos por ese día, no había en realidad nadie acechando entre los árboles. Estaba agotado, y de vez en cuando sentía algunos calambres y debilidad, de seguro originados por los síntomas de la enfermedad que comenzaba a azorarlo.

    Cuando James volvió de nuevo a la aparente seguridad del fuego, Hugo continuaba en su computadora. Era al menos reconfortante verlo haciendo algo más que pensando en lo ocurrido con Marty, aunque James sospechaba que aquello no era del todo así.

    —Parece que todo está tranquilo —informó James con voz neutra—. Pero sigo sintiendo que estamos muy expuestos en ese sitio.

    —Ya no es como si importara, ¿o sí? —respondió Hugo, indiferente—. ¿En verdad crees que todo eso sea cierto? ¿Conveniente justo ahora siente a un vaporero tan poderoso?

    —¿Y tú de verdad crees que haya algo conveniente en lo que ocurrió este día? —Le respondió James un poco a la defensiva. Suspiró con agotamiento, y entonces tomó asiento a un lado de él, teniendo el rifle apoyado a un costado de su silla. Contempló en silencio el fuego unos minutos, antes de tener la claridad mental de continuar con su contestación—. No tenemos muchas alternativas en estos momentos. Si lo que Mabel dijo es cierto, ese vaporero podría ser nuestra única oportunidad de sobrevivir.

    —¿Por cuánto tiempo? —Masculló Hugo con pesadez—, ahora que estamos solos y tenemos aparentemente a alguien cazándonos. Y no hay que olvidar qué pasó la última vez que encontramos a un “vaporero muy poderoso que sería nuestra única oportunidad de sobrevivir.”

    James comprendió de inmediato que aquello era una síntesis de las palabras de Rose, y su justificación para ir de tal forma detrás de aquella niña que tanto le había obsesionado. La comparación de aquello con la situación actual no le era ajena; él mismo había llegado a pensar en ello en el transcurso de esas horas.

    Recordó claramente que unos cuatro años atrás, cuando ya estaban viajando sólo Doug, Phil, Annie, Marty y ellos tres, Mabel había sentido una explosión en su cabeza muy parecida a la de esa tarde, proveniente de algún punto de Maine. Les había dicho de la misma forma que había sido un vaporero muy fuerte. Sin embargo, en aquel momento se encontraba en uno de sus episodios graves de la enfermedad y no fue capaz de ubicar con claridad de dónde había venido. Doug y los otros usaron aquello como excusa para descartar la idea como demasiado arriesgada, y decidieron ir en otra dirección. Pero James sabía que su verdadero motivante había sido el miedo. Temían ir tras otro vaporero que pareciera demasiado poderoso, y terminar justo como habían terminado Rose y los otros.

    Mabel también fue consciente de ello, y le asqueaba la idea de que se hubieran convertido en un grupo de cobardes que preferían robar migajas y ocultar sus cabezas en la tierra antes de ir por una presa de verdad. James compartía en parte su enojo, pero al mismo tiempo comprendía la preocupación y los miedos de los otros.

    Pero, ¿y ahora qué pensaba? ¿Creía que debían ir a la cacería de este misterioso muchacho?, ¿o debían dar media vuelta y alejarse como lo habían hecho hace cuatro años... y como hace cinco?

    —¿Cuándo comenzaste a tener los síntomas? —Escuchó de pronto que Hugo pronunciaba, sacándolo de su cavilación. Se dio cuenta de que parte de su antebrazo estaba expuesto, dejando a la vista parte de aquel molesto y desagradable salpullido. Por reflejó corrió la manga de su chaqueta para cubrirse, pero ya no tenía mucho sentido seguirlo ocultado dadas las circunstancias.

    —Hace un par de semanas —respondió con tosquedad.

    Hugo chisteó y se volvió de nuevo a la pantalla de la computadora.

    —Alimentándote bien podrás durar unos cuantos años más, así como Marty —comentó el Cirujano, no mostrando pesar ante la mención de su compañero, sino una inusual frialdad—. Pero no creo que seas del tipo que te gustaría irte así como él. No, estoy seguro de que James la Sombra se irá de una forma espectacular y memorable. Espero estar aún por aquí para verlo.

    James no entendió lo que significaban esas palabras. ¿Era algún tipo de reclamo?, ¿hacia él?, ¿o hacia Marty?

    —Mira esto —comentó Hugo de pronto, cambiando totalmente de tono. Le extendió entonces la computadora para que James la tomara—. Intenté buscar todo lo que pudiera que relacionara a Thorn Industries y Mancheter. Hay unas oficinas administrativas y de ventas, además de una planta de enlatados aquí y un centro de distribución en Concord. Pensé que quizás el chico pudiera trabajar en alguno de esos sitios, pero entonces me crucé con esa noticia —señaló entonces con su índice a la pantalla—. Justo hoy se está llevando a cabo un Congreso de Economía aquí en Manchester, y la CEO de Thorn Industries en persona vino a participar en una conferencia. Mucha coincidencia, ¿no? Busqué algunas fotos de ella en el evento, y encontré esa que me pareció interesante.

    Al tiempo que Hugo hablaba, James revisaba el artículo que había abierto, publicado hace sólo unas horas. En ella se veía en el centro a una elegante mujer de traje morado y cabello negro, acompañada de diferentes personas, entre ellos guardias de seguridad, mientras iban entrando a lo que parecía ser el salón de eventos. Pero entre todas las personas, una saltó de inmediato a la atención de James: un muchacho de traje negro que caminaba a lado de la mujer, y de cuyo cuello colgaba una cámara fotográfica.

    James extendió su mano rápidamente para tomar el dibujo, y Hugo sin mucho problema se lo pasó. Agrandó la foto lo más que pudo y colocó el dibujo aun lado de la pantalla para compararlos. Lo foto no era muy buena, pero por lo menos a simple vista se podía apreciar un gran parecido.

    —¿Es él? —preguntó James, sorprendido.

    Hugo se encogió de hombros.

    —Se parece bastante. Pero si es él, tenemos un grave problema.

    La Sombra no comprendió a qué se refería, hasta que leyó con cuidado el pie de la foto:


    La CEO de Thorn Industries, Ann Thorn, entrando al Centro de Convenciones. La acompaña su cuerpo de seguridad y comitiva, entre ellos el joven heredero de diecisiete años, Damien Thorn.


    —Damien Thorn —pronunció James, leyendo aquel último nombre.

    —¿Así se llama? —Escucharon de pronto la reconocible voz de Mabel a sus espaldas. James y Hugo se viraron en su dirección, y divisaron su figura casi traslucida en el la puerta del tráiler, casi como una extraña aparición—. ¿Lo encontraron?

    —Eso creemos —se apresuró a responder Hugo—. Pero no son buenas noticias. El chico que viste al parecer es rico, muy rico. Es una figura pública, y su desaparición llamaría demasiado la atención de las autoridades, por no decir de su familia que, por si acaso no quedó claro, es muy rica e influyente. Y eso si acaso podemos acércanos a él lo suficiente, pues por lo que se ve siempre está rodeado de guardaespaldas armados. Es totalmente lo opuesto a una presa segura.

    —Pero puede ser el mejor vapor que hayamos consumido en décadas —señaló Mabel, manteniéndose firme en su convicción—. Tú no sentiste lo que yo sentí. El premio bien vale el riesgo.

    —Pues yo no estoy muy seguro de eso. ¿Qué hay del otro?, dijiste que eran dos. Deberías mejor enfocarte en intentar rastrear a ese, quizás resulte ser un blanco más sencillo.

    Mabel los observó en silencio un largo rato sin responder. Se sentó entonces en los escalones de la casa, y agachó su mirada pensativa al suelo.

    —Creo que la otra persona que sentí… es la niña —comentó después de unos momentos en voz baja.

    —¿Cuál niña? —cuestionó Hugo, sin entender, y James se encontraba en un estado bastante similar.

    —¡La niña! —Exclamó Mabel con fuerza, mirándolos de nuevo—. ¡La maldita niña paleta que mató a Rose, a Cuervo y a los otros!

    Aquello dejó atónitos a sus dos compañeros, dudosos de incluso de estar comprendiendo bien lo que ella decía.

    —Mabel, ¿estás segura? —Inquirió James cauteloso, poniéndose de pie.

    —No, segura no —negó la Doncella—. Es más un fuerte presentimiento, una sensación que de rabia y asco que me provocaba el estar viendo las cosas desde su perspectiva. El poder que sentí era tan grande que bien podría asemejar a cómo Rose describía su capacidad. Además, estamos en New Hampshire, a dónde Papá Cuervo y los otros vinieron por ella, ¿recuerdan? —Ninguno respondió, pero claro que lo recordaban—. Y escuché claramente que ese otro chico la llamaba “Abra.” Me parece recordar que Rose o Papá Cuervo mencionaron ese nombre en algún momento, casi podría apostarlo.

    —Pero no estás segura —señaló Hugo con escepticismo—. Al fin de cuentas son sólo conjeturas.

    —¡Te estoy diciendo que es ella!, ¡lo sé! —Gritó Mabel con fuerza, parándose y aproximándose hacia él, aunque a medio camino James la detuvo.

    —¡¿Y qué si lo es?! —Le respondió Hugo con agresividad—. Con más motivo entonces deberíamos de dejarla en paz, como Rose debió de haberlo hecho hace cinco años. Ahora podría incluso ser más poderosa que antes.

    —No quieres ir tras el chico, no quieres ir tras la asesina de nuestros hermanos. ¡¿Qué demonios quieres, Hugo?!

    —¡¿Quieres saber qué demonios quiero?! —Espetó Hugo con ímpetu, aproximándosele. James se apresuró a detenerlo también, prácticamente colocándose entre ambos—. ¡Quiero tener a Marty aquí a mi lado!, vivo y sano. Dejé el Nudo para salvarlo, ¡y no pude! ¿Tú me lo puedes regresar?, ¿alguno de ustedes dos puede? ¿O podría alguno de estos dos vaporeros?, ¡¿eh?!

    Tanto James como Mabel enmudecieron ante tal arrebato, aunque no era que Hugo realmente esperaba una respuesta de su parte. En su lugar, el Cirujano agitó una mano delante de él y se apartó.

    Las emociones estaban muy fuertes, y por ello el toca a James otra vez servir de algún tipo de mediador.

    —Hugo tiene razón en algo, Mabel —susurró la Sombra—. Si es verdad que esa otra persona es esa niña, no podemos arriesgarnos a enfrentarla, en especial estando tan débiles. Y si ese otro chico es igual de poderoso que ella…

    —Entonces mejor quedémonos aquí a morir —señaló Mabel tajantemente—. Tirémonos al suelo para que los insectos se den un festín con nosotros antes de ciclar y desaparecer de una vez por todas. En nuestro estado actual y con nuestra prácticamente nula reserva de vapor, ¿qué más nos queda? ¿Para eso abandonamos el Nudo Verdadero?, ¿para morir como perros hambrientos a un lado de la carretera?, ¿eh? —Miró a ambos en espera de alguna respuesta que nunca vino—. Bastardos cobardes… quédense aquí a esperar su fin entonces…

    Mabel caminó apresurada hacia la silla en la que James había estado sentado, tomando la laptop y su dibujo y colocándose ambos bajo el brazo. Y sin decir nada, comenzó a andar por el camino para internarse en la oscuridad.

    —¡Mabel!, ¡¿a dónde crees que vas?! —Chilló James, y rápidamente la tomó del brazo.

    —¡Suéltame! —Se quejó Mabel, zarandeándose—. ¡Este chico sabe dónde está la tal Abra! Yo mismo iré por él, lo obligaré a que me lo diga, y luego me alimentaré de su vapor hasta la última gota. Si tengo que hacerlo sola, lo haré.

    —¡Sólo lograrás que te maten!

    —¡Prefiero morir intentando vengar a mis hermanos que aquí escondiéndome como lombriz en la tierra con ustedes!

    Aquel forcejó duró por un buen rato, en el cual Mabel intentaba alejarse y James intentaba detenerla, tanto con su fuerza como con sus palabras. Hugo vio todo aquello desde su silla con cierta apatía, incluso bebiendo en el trascurso lo que quedaba de su botella de cerveza. Una vez que la botella estuvo vacía, el cirujano la arrojó con fuerza contra un árbol, haciendo que se estrellara contra su tronco y se hiciera pedazos.

    —¿Eso quieres, Mabel? —Musitó con fuerza, parándose de su asiento. James y Mabel se detuvieron para mirarlo—. ¿Quieres suicidarte yendo tras estos dos paletos? Perfecto, hagámoslo entonces. De todas formas me hiciste ver que en realidad no tengo nada más para qué seguir con esta maldita y tediosa inmortalidad. Así que vayámonos todos con estilo, ¿eh?

    —Hugo… —James intentó detenerlo de segur hablando, pero él lo ignoró.

    —Conozco la droga que el Nueces le consiguió a Papá Cuervo y que iban a usar en la niña. Podemos adquirirla, pero por las prisas tendrá que ser de forma directa y sin intermediarios. Nos arriesgamos a que nos rastreen pero, ¿qué más da?, ¿cierto? Compramos además todas las armas de asalto que podamos; vaciemos las cuentas del Nudo, que luego de esto ya nadie las va a ocupar. Vayamos a la puerta del hotel del tan Damien Thorn, y matemos a tiros a todos sus guardias y a su tía. Y a él lo dejamos al final para darle la mejor o peor tortura de su vida. ¿Qué tal?, ¿les gusta mi plan? ¿Es igual o menos suicida que el de Rose? ¿Eh?

    Sus dos oyentes lo observaron silenciosos, ignorantes de si acaso estaba hablando enserio o no. Pero incluso en toda su ironía, parecía que les estaba expresando el único camino que tenían si realmente decidían hacerlo: adquirir muchas armas, junto con la droga de Papá Cuervo. Y quizás no atacar el hotel de su objetivo, pero sí observarlo hasta encontrarlo en un momento vulnerable y emboscarlo. Incluso para James cobraba bastante sentido, si acaso estaban seguros que ya no tenían nada que perder, que al parecer era el caso de Mabel y Hugo.

    —Les debemos a todos al menos intentarlo —señaló Mabel—. A Rose, a Cuervo, también a Marty.

    —Es una locura —susurró James, intentando mantener el mínimo de sentido común en esa conversación.

    —Todos estos cinco años han sido una maldita locura —ironizó Hugo, acompañado de un par de carcajadas—. ¿No te dije que tú terminarías yéndote de una forma espectacular, amigo? Quizás será más pronto de lo que ambos esperábamos..

    FIN DEL CAPÍTULO 76
     
  17.  
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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 77.
    Juntos y Vivos

    La mañana del día en que Damien Thorn conoció por primera vez a Mabel y James, el joven de Chicago se levantó temprano en su habitación de lujo en la suite del hotel en Manchester. Se había mantenido encerrado durante esos días, sin siquiera salir a comer. Sin embargo, esa mañana parecía tener planes.

    Se arregló con su habitual look de traje oscuro y camisa, pero al momento de querer ponerse su corbata… vaciló unos momentos.

    Recordó aquella casual merienda que habían tenido Abra y él esa tarde en la zona de comidas del centro de convenciones, en específico como lo había despeinado y quitado su corbata, para así sacar la que quizás era la peor foto que le habían tomado.

    “Ahora sí; ya no pareces tanto un yuppie.”

    Damien contempló la corbata en su mano, azul con rayas diagonales, bastante fina. Optó, sin embargo, por omitirla ese día y en su lugar la tiró con cierto desdén a la cama. Se miró al espejo y pasó sus dedos por sus cabellos, desacomodándolos sólo un poco. Tomó su billetera, su teléfono celular y su cámara, y salió apresurado de la habitación.

    No le sorprendió mucho el encontrarse a su tía Ann al salir, sentada en la pequeña sala de la suite, la misma donde noches antes habían tenido esa acalorada discusión. La mujer alzó su mirada, al parecer sorprendida de verlo. Usaba un traje ejecutivo color azul oscuro, y llevaba su cabello recogido en una cebolla que adornaba la parte trasera de su cabeza. En una mano sujetaba una humeante taza de café, mientras con la otra tomaba su tableta electrónica.

    —Damien —musitó la mujer llamándolo, pero él sólo la miró un segundo, y casi de inmediato siguió de largo en dirección a la puerta—. Espera —Pronunció con apuro, colocando su taza y tableta sobre la mesita de centro delante de ella, y poniéndose de pie con apuro—. ¿A dónde vas?

    —¿Acaso te importa? —contestó el muchacho de forma cortante.

    —Por supuesto que me importa. —Ann rodeó el sillón y se dirigió apresurada detrás de él—. Es nuestro último día aquí, ¿ni siquiera tienes pensado presentarte en la cláusula?

    Damien se detuvo unos momentos en su lugar, soltó una pequeña risa sarcástica y entonces se viró sólo lo necesario hacia ella.

    —No hay nada que me interese menos en estos momentos.

    Y dicho eso, alzó una mano a modo de despedida y se dispuso a seguir con su partida. Sin embargo, apenas logró dar un paso.

    —¡No puedes seguir tratándome así! —Gritó Ann con exigencia, aproximándose hacia él para tomarlo de su brazo. La puerta de la suite se abrió en ese momento, justo para que la persona del otro lado escuchara aquellos gritos—. ¡Yo soy tu tía!, me debes aunque sea un poco de respeto…

    El muchacho se giró lentamente hacia ella, mirándola con la misma indiferencia con la que vería a cualquier extraño al caminar por la calle, o quizás incluso un poco más. Aquella expresión creó un doloroso nudo en el pecho de Ann, que inmediatamente lo soltó y se apartó un poco.

    Ninguno reparó de momento en Verónica, parada en el marco de la puerta, viendo aquella escena con una combinación de confusión, y quizás un poco de miedo.

    Sin dejar de mirarla, Damien colocó de nuevo el saco en su lugar, pues Ann lo había desacomodado un poco al tomarlo de esa forma.

    —Tú y yo no somos nada —le respondió Damien con una tajante frialdad—, no eres siquiera mi tía política de verdad. —Hizo una pequeña pausa, y entonces remató—: Ojala tú también te hubieras muerto en ese incendio junto con mi tío Richard.

    Aquellas palabras hicieron que el rostro de Ann se tornara pálido e incrédulo. Desconocía si acaso el muchacho ante ella era capaz de percibir los pensamientos y recuerdos que aquella declaración le traía.

    —No saben lo que estás diciendo —respondió la mujer con una frágil dureza. Damien, sin embargo, no pareció interesado en ello.

    —Cómo sea —espetó con aburrimiento, agitando una mano en el aire, y se viró entonces de regreso a la puerta, encontrándose de frente con Verónica—. ¿Y tú qué me ves? Quítate de mi camino.

    La joven rubia se apresuró rápidamente a hacerse a un lado tal y como él exigía, y así él pudo salir de la suite sin el menor obstáculo. Verónica se viro hacia Ann con preocupación. Ésta había apoyado su espada contra la pared, y se cubría sus ojos y frente con una mano, como si estuviera a punto de llorar o intentara mitigar algún dolor.

    Ninguno de los tres, sin embargo, fue consciente de que había una cuarta persona observando toda aquella incómoda escena.

    — — — —​

    Mabel abrió sus ojos abruptamente e inhaló una gran bocanada de aire, como si no hubiera respirado en lo absoluto durante todo ese tiempo que estuvo ahí sentada en el asiento trasero.

    —Va saliendo —indicó rápidamente en cuanto recuperó el aliento, inclinándose hacia la parte delantera—. Son sólo él y dos guardaespaldas.

    Su vehículo, una amplia camioneta negra robada, estaba estacionada en la calle justo delante del hotel los Thorn. Tenía vidrios polarizados y placas del estado, falsas. La había adquirido el día anterior por medio de algunos viejos contactos del Nudo Verdadero, junto con varias otras cosas. El Nudo podría haber desaparecido, pero sus colaboradores paletos (ignorantes de con qué tipo de seres trataban realmente) y sus cuentas de banco, seguían en funcionamiento. Y al ser los únicos que quedaban, todo ello estaba a su disposición, al menos de momento.

    Una casa rodante moviéndose por las avenidas de la ciudad podría llamar atención indeseada, especialmente considerando el tipo de individuo que estaban acechando. Esa camioneta, por otro lado, era de hace algunos años, en un estado no impecable pero tampoco demasiado vieja o golpeada; un vehículo de apariencia bastante cotidiana para ocultarse a simple vista, como les habían enseñado en el Nudo.

    James y Hugo se encontraban en el asiento del conductor y el copiloto, respectivamente. En cuanto Mabel les realizó aquella indicación, Hugo alzó sus binoculares electrónicos, por los cuales pudo ver unos minutos después a una de las camionetas de Thorn Industries salir por la entrada del estacionamiento subterráneo del hotel, tomar la avenida y alejarse hacia el oeste.

    Hugo intentó enfocarse en el interior del vehículo y notó a los dos hombres en la parte delantera, y le pareció divisar fugazmente la cabeza del muchacho por la ventanilla trasera del lado izquierdo. Parecía que en efecto sólo iban ellos tres, y ninguna otra camioneta los siguió.

    —Es poco probable que lo volvamos a tener tan desprotegido —indicó Hugo, bajando los binoculares—, y mañana temprano vuela de regreso a Chicago según el itinerario que obtuve. Debemos encontrar el momento correcto para hacerlo hoy mismo

    —Mientras esté en la ciudad sería una locura atacarlo de frente —añadió James con dureza, intentando disimular su aún presente inseguridad con todo eso.

    —Por lo pronto sigámoslo discretamente —propuso Hugo, y Mabel estuvo de acuerdo con él. James, internamente en desacuerdo, encendió el vehículo y comenzó a andar por la avenida detrás de su presa.

    Los siguieron discretamente, como bien sabían hacer. Mabel volvió a cerrar los ojos y a concentrarse. Su mente se desprendió de su cuerpo y siguió a su objetivo para no perderlo, y de esa forma no necesitaban estar tan cerca de él y llamar su atención.

    El tal Damien Thorn se había convertido en un verdadero enigma para Mabel. Los paletos con enormes cantidades de vapor eran bastante difíciles de ocultar para los que eran como ella. Y cuando un rastreador de su nivel ya los tenía localizados, y además así de cerca, sencillamente su presencia se volvía como una marquesina de luces brillantes difícil de ignorar. En todos sus años en el Nudo, siempre fue así.

    Sin embargo, este chico era todo lo contrario: mientras más cerca estaba de él, menos lograba percibirlo. De hecho, en cualquier otra circunstancia, hubiera pasado totalmente desapercibido para ella, como un paleto común y corriente más, sin nada interesante que ofrecerles. Pero no lo era, y lo que había visto y percibido el otro día se lo confirmaba sin lugar a duda. Era como si algo lo estuviera rodeando y protegiendo todo el tiempo, y por un instante en aquel momento, dicho algo se hubiera esfumado y permitido salir aquello que se ocultaba detrás, dejando ese rastro de galletas que los había llevado hasta él.

    Nunca se había encontrado con algo parecido antes, y resultaba casi un golpe de suerte el que hubieran dado con él. O, quizás, no era suerte en sí. Rose solía decir que la providencia favorecía siempre a los Verdaderos por encima de los vaporeros. Luego de lo que le ocurrió a ella y al resto, Mabel había concluido que aquello era sólo una creencia estúpida, pero ese hallazgo le hizo de nuevo pensar que en efecto había algo superior guiándolos y protegiéndolos. Por supuesto, se terminaría arrepintiendo de volver a caer en tan absurdo pensamiento.

    Mientras avanzaban por la calle, James miró discretamente sobre su hombro hacia atrás un segundo, observando a Mabel sumida en su meditación. Se veía de mucha mejor salud, como si la emoción de una cacería inminente de alguna forma hubiera menguado sus síntomas. Aun así, James temía que cuando dicha emoción se fuera, terminara cayéndole de golpe la fatiga de todo lo que estaba haciendo.

    James se viró de nuevo al frente, mirando a lo lejos entre los otros vehículos a aquel que estaban siguiendo. Hugo, a su lado, miraba en la misma dirección, algo somnoliento.

    —¿Al menos estás seguro que esa droga funcionará? —cuestionó James abruptamente, a lo que Hugo simplemente se encogió de hombros.

    —Cuervo lo creía, así que eso tendrá que bastarnos.

    Además de la camioneta y un arsenal importante de armas, que traían consigo en maletas en la parte trasera, Hugo había conseguido tres inyecciones de la droga experimental de la NSA, la misma que Cuervo y Nueces habían conseguido cinco años atrás para atrapar a la tal Abra. Según ellos habían afirmado, era tan potente como para noquear a alguien tan poderoso, sin afectar negativamente el vapor ni causarle sobredosis como otros fármacos similares. En aquel entonces habían hecho una gran maniobra para adquirirlo y evitar ser rastreados. En esa ocasión, debido a la premura, lo habían hecho todo mucho más directo y rápido. Las tres inyecciones estaban en un estuche en una de las maletas de la parte trasera.

    Esa droga, así como la habilidad de la Sombra para inmovilizar a su objetivo, eran sus únicas cartas contra ese chico que, según lo que Mabel les había dicho, tenía un vapor extraordinario. Si alguna de las dos fallaba, estarían perdidos. Y quizás Hugo y Mabel estaban listos para arriesgarse y sacrificarse, pero James no estaba dispuesto a perder de esa forma a las únicas dos personas que aún le importaban, especialmente a Mabel.

    Cuando la Doncella se encontraba en ese estado fuera de su cuerpo, podía hablarles pero casi siempre no los oía a ellos si lo intentaban. Aprovechando esto, James hizo un último intento de parar eso por las buenas.

    —Hugo —le susurró despacio, como si temiera que Mabel aún pudiera oírlos—, sé que estás molesto y triste por lo de Marty, pero necesito que dejes eso de lado un minuto y me ayudes con esto. Aún no es tarde; podemos simplemente dar media vuelta e irnos.

    —Si quieres huir como un cobarde, nadie te detendrá, Sombra —musitó el Cirujano con voz perezosa—. Después de todo, nosotros tenemos experiencia haciendo justo eso, ¿no? —Ese comentario irónico, casi un reclamo, sorprendió y a la vez molestó a James. Hugo prosiguió ignorando la reacción de su acompañante—. Pero estoy seguro de que Mabel no accederá a ir contigo, si esa es tu idea. Ella está decidida a hacer esto por su infantil deseo de mantener el poco orgullo de Verdadera que cree que le queda.

    —¿Y tú?, ¿lo haces por lo mismo?

    De nuevo, Hugo se encogió de hombros.

    —Tú lo dijiste amigo; estoy molesto… y triste… Pero relájate, míralo sólo como un vaporero y una cacería más, como tantas que hemos tenido antes. Ya no tenemos nada que perder…

    James no estaba de acuerdo con ello. Él aún tenía mucho que perder; lo más preciado que tenía, de paso.

    —Se detuvo —espetó Mabel de golpe, haciendo que sus acompañantes se pusieran en alerta.

    La camioneta de Thorn Industries se había estacionado con las luces intermitentes, justo delante de un edificio de unos diez pisos, de fachada anaranjada. James estacionó en la otra esquina, y Hugo uso sus binoculares para mirar desde la distancia. Las tres personas seguían arriba de la camioneta. Miró con detenimiento el edificio, e identificó casi de inmediato de qué se trataba.

    —Es otro hotel, aunque de bastante menos categoría.

    ¿Por qué iría a ese sitio?, ¿se reuniría con alguien? Ni él ni alguno de sus guardaespaldas había bajado, así que más bien parecía que estaban esperando a que alguien saliera y se subiera con ellos. Si esa era cuestión, podría traer más complicaciones a su plan, dependiendo de quién fuera esa cuarta persona.

    —¿Pudiste oír o ver porqué vino aquí? —preguntó James curioso, volteando a ver a Mabel en el asiento trasero. Sin embargo, se sorprendió enormemente al ver como la Doncella miraba fijamente hacia el edificio del hotel, con sus ojos bien abiertos, llenos de asombro y desasosiego—. ¿Mabel?

    Ella no respondió. Siguió con su atención fija en aquel edificio, e incluso se pegó más a la ventanilla como queriendo verlo aunque sea un poco más de cerca.

    —Ella está ahí —masculló de pronto—. Puedo sentirla…

    Hugo y James la miraron con confusión, aunque ambos se dieron una idea de a quién se refería.

    —¿Te refieres a la chica?, ¿a la tal Abra? —preguntó Hugo, apremiante, a lo que Mabel sólo asintió.

    Aquello los dejó helados, incluso a Hugo que hasta ese momento se había prestado flemático, o al menos tranquilo, ante la situación.

    —Si vino a recogerla y van a estar los dos juntos, sería el doble de riesgo hacerlo ahora —señaló James, esperando que ello les pareciera igual de lógico a sus acompañantes.

    —No, no creo que sea eso —negó Mabel—. Por lo que sentí la otra noche, ella no querría verlo en lo absoluto, ni estar cerca de él.

    —¿Entonces porque vino hasta acá? —inquirió Hugo, algo escéptico, pero Mabel no tenía respuesta a esa pregunta.

    — — — —​

    Mientras tanto, desde el asiento trasero de la Hummer que había tomado, Damien miraba en silencio por su ventanilla hacia las puertas el hotel, como si pudiera a través de ellas ver justo a la persona que estaba buscando. Había mucha gente en la ciudad por la convención, pero aun así sólo le había tomado un par de días dar con el hotel de Abra. Ella estaba ahí en ese momento, en su cuarto en el piso 8 que compartía con tres de sus amigas, posiblemente empacando pues en poco más de una hora su grupo volvería a Anniston en autobús. Al saber que ese día se iría, el chico tuvo el inmediato reflejo de ir ahí y… ¿y hacer qué? La verdad era que, al igual que sus silenciosos perseguidores, él también se hacía la misma pregunta.

    Desde aquel furtivo encuentro, y a pesar de su declaración de intenciones tan ferviente a Ann, en realidad aún no se hacía una idea clara de qué era lo que deseaba hacer a continuación. Tampoco tenía claro qué quería hacer exactamente con esa chica. Y si acaso una parte de él creyó que sería de alguna forma iluminado en cuanto se parara ahí frente a su hotel, se acababa de llevar una gran decepción.

    —¿Joven Thorn? —Escuchó a uno de los guardaespaldas que lo acompañaban pronunciar desde el asiento delantero—. ¿Desea entrar?

    Damien lo miró de reojo un segundo, y luego se volvió de nuevo al hotel, tomándose unos segundos para meditarlo. Tal y como unos meses después se lo diría, estando ambos jugueteando dentro de la mente de Jane Wheeler, Damien llegó a la conclusión de que no tenía resentimiento alguno hacia Abra Stone, sino más bien todo lo contrario. No tenía en realidad algún motivo que lo impulsara a querer hacerle daño, o algo más. No de momento…

    «Bueno, supongo que sólo me queda desearte un buen viaje de regreso a casa, Abra» pensó en silencio, y volteó de nuevo hacia adelante.

    —No —respondió al final a la pregunta de su guardaespaldas, sentándose derecho en su asiento—. Vámonos.

    —¿A dónde? —preguntó el hombre en el asiento del conductor.

    —A donde sea, menos de regreso al hotel o a la estúpida clausula. Sólo demos una vuelta por ahí.

    — — — —​

    Las luces intermitentes del vehículo se apagaron, y poco después éste se incorporó de nuevo a la avenida y comenzó a alejarse.

    —Se mueven —señaló Hugo, preparándose para reanudar la persecución. Sin embargo, al mirar de nuevo a Mabel, notó que ésta aún miraba fijamente el edificio a su lado, tan fijamente como el propio Damien Thorn lo hacía hasta hace unos momentos. Y, además, ambos lo hacían por la misma persona—. ¿Qué hacemos? —Cuestionó Hugo—. ¿Los seguimos o prefieres ir por…?

    No tuvo que terminar; Mabel supo exactamente a qué se refería pues era la misma pregunta que le rondaba la cabeza en esos momentos.

    Esa niña, la tal Abra, estaba ahí a unos cuantos pasos de ellos. Si bien no era que estuviera por completo segura que era la misma chica que había sido la causante de la muerte de Rose y todo el Nudo Verdadero, su instinto le gritaba que era así. Y su instinto, como Rose la Chistera le había enseñado, era muy sabio.

    Sin embargo, por más que quisiera entrar a ese sitio y romperle su cabeza a la maldita responsable de la muerte de todos sus hermanos, debía mantener la cabeza lo más fría que le fuera posible. Al tal Damien ya lo tenían identificado por completo, y habían estado observándolo constantemente esos días y diseñado todo un plan para su captura. Entrar a ese hotel y buscar a la chica, sería casi ir a ciegas. Y hacer eso en contra de quien derrotó y asesinó a Rose, estando así de débiles y perdidos, sería ridículamente estúpido, incluso para tres individuos que creían ya no tener nada más que perder.

    Mabel quería su venganza, y la tendría. Pero ese no era el día.

    —Aún no es el momento de enfrentarla —respondió fríamente—, pero ya llegará. Sigamos con el plan.

    Hugo asintió y se acomodó de nuevo en su asiento, mientras James comenzaba a seguir a la camioneta de Thorn. La Sombra no sabía si sentirse aliviado por el hecho de que no hubieran elegido entrar en ese mismo momento a ese sitio y buscar a la chica, ya que de todas formas eso no le quitaba su preocupación anterior.

    —Mientras siga en la ciudad no habrá nada que hacer —masculló despacio—. Demasiadas personas, policías…

    —Yo me encargo —indicó Mabel con apuro, y rápidamente se estiró hacia la parte de atrás. Rebuscó en una de las maletas, extrayendo de ésta el termo metálico en el que almacenaron el vapor de aquella última niña de hace unos días—. Sólo necesito un poco más de vapor.

    —Querrás decir todo el vapor que nos queda —musitó Hugo, más como un comentario irónico que un reclamo. Pero en efecto era cierto; eso sería lo último que les quedaba. Pero si tenían éxito, estarían bien alimentados por suficiente tiempo.

    Mabel se sentó de nuevo en el asiento, colocó el termo justo delante de ella, y se dispuso a abrirlo.

    —Espera —espetó James con fuerza, haciendo que se detuviera. Mabel pensó que le reclamaría igualmente el que usara lo último de vapor, pero no fue precisamente eso—. Si intentas hacer algo directo contra él, podría darse cuenta de nuestra presencia.

    —Descuida —respondió Mabel sin vacilación, colocando entonces su mano sobre la tapa del recipiente—. No lo haré; no a él…

    Hizo girar la tapa, y el poco vapor que seguía contenido en su interior flotó lentamente en el aire delante de su rostro. La Doncella aspiró profundamente, dejando que toda aquella fuerza entrara y le inundara el cuerpo. Sus ojos resplandecieron con fuerza, y se fijaron sobre su objetivo.

    — — — —​

    Damien pasó gran parte de su vuelta espontanea revisando su teléfono celular con cierto aburrimiento. Sorprendentemente no tenía ningún mensaje o llamada perdida de Ann. Con esa conversación de la mañana, ¿al fin se había dado por vencida de querer hacerlo participar en sus absurdas actividades sociales? Quizás sólo de momento, pero estaba seguro de que cuando se le pasara la impresión volvería a ser la misma de siempre. De cierta forma admiraba esa capacidad que tenía su tía para adaptarse y reponerse rápido de casi cualquier cosa.

    Una vez que terminó de revisar todo lo que le quedaba por revisar en su teléfono, apagó la pantalla y lanzó el dispositivo hacia un lado en el asiento. Tomó entonces su cámara entre sus manos y echó un vistazo rápido a las fotografías que había tomado, la mayoría del primer día ahí en Manchester, en el que se había dignado a sí asistir a la convención como habían acordado. Fue borrando varias de las foto, incluso las de la pareja adultera que ya en esos momentos no le resultaba ni remotamente interesante. Dio con la horrible foto que le había tomado Abra, y la borró sin siquiera dudarlo. Y entonces siguió la que él mismo le había tomado a ella, la misma que meses después estaría contemplando en su tableta tras su segundo encuentro. Realmente era una buena fotografía…

    También terminó por borrarla de la memoria del dispositivo, pero no sin antes subirla a su repositorio en la nube para guardarla. No tenía algún motivo en especial para ello, más allá de que quizás pudiera serle de utilidad más adelante.

    Dejó la cámara a su lado y miró entonces hacia adelante, en específico a las cabezas de los dos guardaespaldas en el asiento delantero. Pero claro, eran más que simples guardaespaldas: eran miembro de la Hermandad; todo su cuerpo de seguridad lo era. No lo suficientemente importantes como para Damien conociera siquiera sus nombres, pero de seguro sí lo suficiente para que ellos supieran a quién estaban (supuestamente) protegiendo.

    —Díganme —susurró de pronto para llamar su atención—, ¿ustedes dos saben lo que puedo hacer?

    —¿Disculpe? —murmuró confundido el hombre al volante, volteándolo a ver a través del espejo retrovisor. El otro se viró a verlo hacia atrás sobre su hombro.

    —Puede que alguno incluso lo haya visto, ¿no? —Prosiguió Damien—. Cómo puedo manipular las mentes de la gente, domar a las bestias, saber cosas que no debería saber… Y claro, esos extraños accidentes que ocurren a mi alrededor. —Hizo una pequeña pausa, y entonces añadió—: ¿Es por esas cosas que puedo hacer que ustedes dos creen que soy el Anticristo?

    —¿Cómo dice, señor? —Preguntó el copiloto, volteándolo a ver aparentemente alarmado por su pregunta.

    —Sí, así es como funciona, ¿verdad? Les hago un par de trucos de magia, y listo: soy el mensajero de la muerte y destructor de mundos. —Se inclinó un poco hacia el frente, colocando su cabeza entre los asientos, como si intentara mirar de cerca sus rostros. Ambos hombres miraban ahora fijamente al frente, temerosos—. ¿Qué pasaría si les dijera que hay otros que pueden hacer lo mismo que yo? ¿Seguirían creyendo que soy quien dicen que soy?

    Aquella pregunta pareció alarmar más a sus dos acompañantes.

    —Nuestra fe en usted es absoluta, señor —respondió el copiloto, aunque no sonaba precisamente muy seguro.

    —¿Enserio?, ¿por qué? —farfulló Damien con tono burlón—. ¿Por qué yo y no algún otro que pueda hacer los mismos malabares psíquicos? ¿Por qué tengo esta marca en la cabeza? —Señaló entonces con un dedo hacia la parte trasera de su propia cabeza—. Ninguno de ustedes la ha visto, ¿o sí? No les consta que realmente esté ahí. Y aunque así fuera, tampoco les consta que sea real. ¿O es acaso por qué Adrián, Lyons y Ann les dijeron que era yo? ¿Dónde quedo en esa jerarquía?; creo que es algo que nunca me había preguntado seriamente. Porque ellos son Apóstoles de la Bestia, pero yo soy la Bestia, ¿no? —Estiró aún más su cuerpo al frente, hasta casi pegar su rostro al hombro del conductor, que miraba tenso hacia el camino—. Si yo les dijera a ustedes dos que no soy el Anticristo, ¿tendrían entonces que creerme? Pero eso implicaría que de hecho no deberían hacerlo, porque no sería a quien se supone que deberían servir. Qué enredo, ¿verdad?

    Ninguno de los dos parecía querer responder a su pregunta, quizás sintiendo que se trataba de algún tipo de trampa, y que si no respondían lo correcto terminaría haciéndoles algo… desagradable.

    «¿Esa es la imagen que tienen de mí?» Pensó Damien, bastante divertido por esa reacción. «Qué groseros»

    —Lo siento, ¿los estoy poniendo en una situación incómoda, chicos? —Musitó Damien irónico, dándole un par de palmadas al copiloto en su brazo—. Descuiden, sólo estoy jugando.

    ¿Era eso cierto?, quizás ni Damien mismo estaba del todo seguro.

    Se sentó de regreso en su asiento, y se viró entonces hacia su ventanilla, dispuesto a dejar todo aquello por la paz (al menos de momento) y pensar en otra cosa. Sin embargo, lo que vio al otro lado de su ventana, lo dejó un tanto confundido. Había estado tan metido en sus dispositivos y propios pensamientos, que no había reparado en dónde se encontraban. Pero ahora se dio cuenta de que afuera del vehículo, no había nada… No edificios, calles o personas; sólo verdes terrenos boscosos, y la carretera.

    ¿Estaban afuera de la ciudad? ¿En qué momento había pasado? Y, lo más importante, ¿por qué habían hecho eso? Él mismo había dicho que fueran a dónde fuera, pero no creyó que ese par de tontos que lo acompañaban fueran a llevar dicha orden tan lejos.

    —¿A dónde vamos? —cuestionó secamente, revelando sólo un poco de su latente enojo.

    Damien notó como su repentina pregunta causaba que los dos hombres delante de él se sobresaltaran, como si los acabaran de asustar. Ambos miraron al frente y alrededor, como si igualmente les pareciera desconocido su propio paradero.

    —Yo... —balbuceó perplejo el conductor—. Yo… no lo sé...

    Y en verdad, no lo sabía; ninguno de los dos entendía en qué momento habían llegado a ese sitio. Sólo habían estado conduciendo en esa dirección de forma automática… como si alguien más controlara sus acciones sin que se dieran cuenta.

    Cuando Damien estaba a punto de protestarles, los tres escucharon el sonido de las llantas de un vehículo acelerando y colocándose justo a su lado. Antes de que alguno pudiera reaccionar, la ventanilla del copiloto se abrió, y se asomó por ella el largo cañón de un rifle. El arma de fuego disparó al menos cinco veces a sus ruedas delanteras, haciéndolas explotar. El conductor perdió el control del vehículo, que serpenteó, se salió por la ruta, y luego rodó, volcándose y quedando con los neumáticos hacia arriba a un lado del camino.

    — — — —​

    El vehículo de los atacantes se detuvo más adelante en la ruta, prácticamente obstruyendo ésta por completo. Sus tres ocupantes se bajaron apresurados, los tres con sus respectivos rifles en mano, y una maleta con otras armas más colgando de sus hombros. Mabel había logrado encaminarlos fácilmente hasta esa ruta solitaria a las afueras de la ciudad, introduciendo sutilmente el pensamiento en la mente de los guardaespaldas como un pequeño gusano. Nadie los molestaría, al menos en los siguientes minutos. Aun así, no podían arriesgarse; debían actuar rápido.

    Los tres se aproximaron apresurados al carro volcado, justo cuando sus ocupantes comenzaban a intentar salir de éste. Se olía un fuerte olor a gasolina; posiblemente el tanque había comenzado a derramarse. El copiloto fue el primero en salir; tenía un fuerte golpe en la frente que le sangraba y manchaba la cara. Cuando apenas asomó un poco la cabeza desde atrás del vehículo, James alzó su arma, apuntó y disparó, todo en el mismo segundo. La bala le dio al guardaespaldas justo en el ojo izquierdo, abriéndose paso y saliendo por la parte trasera de su cabeza. El hombre cayó hacia atrás en la hierba, muerto en el instante.

    El conductor, al percatarse de esto, decidió no salir del vehículo tan pronto. En su lugar, desenfundó su arma y desde su difícil posición intentó apuntarles y dispararles. Los atacantes se separaron, Hugo por un lado y James y Mabel por otro, para evitar ser alcanzados por algún disparo. Hugo se movió con maestría militar hacia el costado contrario de la camioneta. En cuanto divisó al hombre por ahí, éste también lo hizo con él. Ambos alzaron sus armas, se apuntaron y pusieron sus dedos en sus respectivos gatillos al mismo tiempo. Sin embargo, Hugo fue sólo una facción de segundo más rápido, y tres disparos se incrustaron seguidos en su objetivo, dos en su cara y uno más en su cuello. Su cuerpo se quedó ahí hecho un girón, con la sangre brotando de sus tres agujeros como una grotesca fuente.

    Ni siquiera un poco de vapor surgió de alguno de los dos guardaespaldas.

    Aquella había sido la parte sencilla; ahora seguía lo divertido.

    —¡Sal con las manos en alto! —Espetó Hugo con fuerza, apuntando con su fusil hacia el vehículo—. Te lo advierto, no intentes nada raro.

    James y Mabel se le unieron apuntando también al vehículo desde diferentes ángulos, cubriendo cualquier posible ruta de escape. Acercarse para intentar sacarlo sería demasiado peligroso, por lo que lo ideal sería que él saliera por su cuenta, creyendo de seguro que sólo se trataba de un intento de secuestro. Una vez afuera, James lo inmovilizaría, y Hugo le inyectaría el fármaco. Se suponía que actuaba rápido, en cuestión de un par de segundos, y entonces caería inconsciente.

    Una vez que estuviera desmayado, lo cargarían, subirían a la camioneta y se alejarán de ese sitio a toda velocidad sin mirar atrás. Le estarían suministrando las otras dos inyecciones en el trascurso del camino mientras se dirigían al punto seguro que habían elegido, y ahí se encargarían de él como mejor sabían hacer. Aplicar la idea de Rose, de mantener a alguien tan poderoso vivo para extraerle vapor como la leche de una vaca, ni siquiera estuvo a discusión. Lo matarían y sacarían todo lo que tuviera adentro de una buena vez. La cantidad que le sacarían les bastaría para fortalecerlos, o incluso curarlos. Y una vez que tuvieran sus fuerzas recuperadas, quien seguía era la chica; la tal Abra.

    Ese era su plan. Arriesgado, e incluso algo torpe para los estándares del Nudo Verdadero. Pero la desesperación y la falta de opciones los obligaba a hacerlo de esa forma. Y con cualquier otro individuo, quizás les hubiera funcionado; pero no con éste.

    La puerta de un costado se abrió de golpe como si la hubieran pateado, y del interior surgió a gatas la figura del muchacho. Una vez afuera, se irguió por completo estirando un poco el cuerpo. Inclinó su cabeza hacia un lado y hacia el otro, y entonces miró fijamente a Hugo, que era el más cercano a él. El saco del chico se había roto de una manga, y su cabello estaba desarreglado. Sin embargo, fuera de eso, no tenía ni un sólo rasguño visible en ninguna parte de su cuerpo. Eso sorprendió bastante a Hugo, pues cuando disparó a la camioneta le pareció percatarse de que no llevaba cinturón de seguridad; de hecho, había temido que quizás hubiera resultado más malherido de lo planeado.

    Pero el Cirujano no tuvo mucho tiempo para pensar en ello, pues de inmediato lo desconcertó aún más la forma en que lo miraba… y le sonreía.

    —No saben el gran error que acaban de cometer, imbéciles —musitó el chico entre molesto y burlón, y comenzó entonces a caminar tranquilamente hacia Hugo, a pesar de que éste le apuntaba directo a la cara con su rifle. Hugo sintió de pronto un irracional terror a su aproximación, y su cuerpo reaccionó retrocediendo un poco aunque él no se lo ordenara.

    —¡Sombra!, ¡ya! —Gritó con fuerza para llamar la atención de su compañero—. ¡Rápido!

    De inmediato, James bajó su arma y enfocó toda su atención en su presa. Desde su perspectiva aquello era como si su mente se desprendiera y estirara hacia el muchacho, penetrando en su cabeza y presionando sus interiores entre sus manos. El chico pareció percibir esa intromisión, pues su rostro mostró una expresión de confusión. Luego se dobló un poco al frente como si algo le doliera y ahí se quedó, petrificado como estatua, con sus ojos brillosos viendo vacíos hacia el suelo.

    Increíble, lo habían logrado.

    Aunque aún no por completo.

    —¡Inyéctalo! —Chilló Mabel en alto, haciendo que Hugo reaccionara. Rápidamente el Cirujano se colocó su rifle al hombro y esculcó en la maleta que cargaba. Se habían repartido las tres inyecciones entre ellos para que el primero que tuviera la oportunidad la aplicara, y el más cercano era Hugo. Tomó el estuche con la dosis, la sacó y se dispuso a aproximársele y encajarle la aguja en el cuello. Y estaba ya prácticamente en posición para hacerlo, cuando algo lo detuvo…

    Un gruñido, seguido de un fuerte ladrido que resonó con potencia. Hugo giró sólo un poco su mirada hacia un lado, y ahí los vio: tres enormes perros, totalmente negros, con sus hocicos abiertos y babeantes, y sus ojos resplandeciendo con fiereza. Mabel también los vio, y no pudo evitar recordar la visión que había tenido el otro día a través de los ojos de aquella chica… y los perros que la acorralaron igual.

    «No puede ser» Pensó atónita. «¿Qué son esos…?»

    La pregunta ni siquiera se terminó de formular en su cabeza, cuando las tres fieras se lanzaron de golpe al mismo tiempo contra Hugo. El Verdadero retrocedió, alzó su rifle, apuntó con él, presionó el gatillo y… nada pasó.

    —¡¿Qué demonios?! —Exclamó Hugo confundido y asustado, intentando destrabar el arma, a pesar de que se suponía que era nueva y en perfecto estado, y además no parecía en realidad tener nada malo. Pero igual no tuvo mucha oportunidad de pensar o hacer algo, pues un instante después uno de los perros se lanzó directo a su brazo, clavando sus colmillos por completo en su piel—. ¡¡Aaaaaaah!! —Gritó lleno de dolor, e intentó zarandear su brazo para quitárselo de encima, pero la mandíbula del animal estaba completamente prensada a él.

    Otro de los animales se lanzó hacia su pierna derecha, mordiéndola con la misma intensidad que su brazo. Su sangre chorreó por las mordidas, escurriendo por los hocicos de las dos fieras. Hugo soltó la jeringa, que cayó al suelo, y terminó además pisándola con su bota, rompiéndola. Sus piernas fallaron y terminó cayendo de espaldas al suelo.

    —¡Hugo! —Exclamó Mabel horrorizada, y rápidamente corrió hacia él, rodeando la camioneta volcada.

    —¡No!, espera… —intentó decirle James, pero su voz apenas y salió de su boca. Él también había visto ese brutal ataque, pero no lograba como tal procesarlo por completo pues toda su concentración, todo su ser estaba enfocado en aquel muchacho, pue sentía que si acaso se distraía un segundo, su efecto sencillamente se esfumaría.

    Nunca le había pasado algo como eso antes. Normalmente bastaba sólo un poco de su concentración para inmovilizar a alguien, pero ese caso era diferente. Podía sentir como la mente de aquel chico luchaba, empujando sus manos mentales lejos de él, a pesar de toda la fuerza que él aplicaba. James comenzó a ceder poco a poco y a sentirse agotado. Algo de sangre comenzó a escurrir por su nariz, e incluso por su ojo izquierdo, debido al tremendo esfuerzo que estaba haciendo.

    «Esto no está bien» se dijo a sí mismo, lamentándose. «Este chico no es sólo un vaporero poderoso… ¿Qué demonios es esto…?»

    Para cuando Mabel arribó a donde Hugo se encontraba, el tercer perro se le había puesto encima de su torso y comenzó a morderle el cuello haciéndolo gemir presa del dolor y el miedo. Mabel se paró firme, y sintió que sus pies pisaban un charco en el suelo, y el olor a gasolina le impregnó la nariz. Alzó su rifle hacia adelante, apuntó con él a los perros y disparó. Esta vez la bala sí salió, y le dio directo al costado del que mordía a Hugo en el cuello. El animal chilló y se apartó tambaleante. Hizo lo mismo con los otros dos que reaccionaron de la misma forma.

    Hugo se quedó en el suelo, respirando con agitación con su cara y ropas cubiertas de sangre. Mabel se le aproximó y como pudo lo tomó y lo jaló por el suelo, intentando alejarlo. Él no pronunció palabra alguna; parecía totalmente inconsciente de dónde se encontraba siquiera. Mientras lo arrastraba, pasaron inevitablemente por el charco de gasolina, impregnando sus pantalones.

    Mientras todo eso ocurría, James no pudo sostenerse y cayó de rodillas al suelo, pero ni así se permitió menguar su concentración. Sentía como su cabeza palpitaba, y un dolor interno como si su cerebro quisiera empujarse al exterior a través de su cráneo. De pronto, sintió como si le dieran una fuerte patada en la cara. Su cuerpo se hizo hacia atrás, casi cayendo de espaldas al suelo. El sangrado de su nariz y ojo se volvió más intenso, y por un momento creyó que perdería su consciencia, pero logró a duras penas evitarlo, aunque todo le comenzó a dar vueltas.

    Damien volvió a moverse en ese mismo momento. Poco a poco se fue irguiendo y se viró con seriedad hacia Mabel y Hugo. La primera se detuvo en su intento de huida en cuanto percibió sus fríos y profundos ojos mirándola. Ninguno pronunció nada por unos segundos, y entonces el chico comenzó a avanzar hacia ellos con suma tranquilidad. Mabel tuvo que soltar a Hugo en esos momentos y alzar de nuevo su rifle al frente, apuntándolo con él.

    —¡No te acerques! —Le exigió con dureza, pero él avanzó un par de pasos más como si nada—. ¡Que no te acerques, dije!

    El chico se detuvo en ese momento, y Mabel sintió un poco de alivio. Intentó decidirse rápidamente sobre qué debía hacer; ¿dispararle y acabar con eso de una buena vez?, ¿o seguir intentando alejarse con Hugo? O, incluso, ¿podría aspirar a aproximarse y ella misma usar la inyección que aún tenía?

    De pronto, el chico volvió a moverse. Pero ahora no para avanzar, sino que se agachó hacia el rifle de Hugo, que había quedado en el suelo a sus pies.

    —¡No te muevas! —Le ordenó Mabel con furia en su voz, pero él no hizo ningún caso—. ¡Qué no te muevas, bastardo!

    Y sin dudarlo más jaló el gatillo, apuntándole directo a su brazo, pero ocurrió lo mismo que con Hugo: el arma se trabó, y nada salió de su cañón, por más que lo intentó. Damien terminó por tomar el rifle con una mano, lo levantó y lo estiró hacia el frente, apuntando directo a la cara de la Doncella. Ésta miró el frío cañón con espanto, y detrás de éste la amenazante mirada de quien sujetaba el arma. Un extraño e inusual pensamiento recorrió la mente de Mabel en ese momento, haciéndole meditar que quizás así era como ella solía ver a los paletos: como absolutas cosas sin el menor valor e importancia para ella, más que alimentarse de ellos. Eso significaba, sin embargo, que en realidad en esa ocasión la cazadora no era ella…

    —Por favor… no… —susurró despacio con voz temblorosa, implorando como nunca pensó que sería capaz de hacer.

    James se incorporó en ese momento, tambaleándose tanto que tuvo que sostenerse de la camioneta para no caer. Alzó su mirada hacia adelante, su visión borrosa y dispersa. Poco a poco se fue aclarando hasta que pudo divisar claramente la espantosa escena delante de él: ese chico apuntando a Mabel directo con uno de los rifles.

    —¡No! —Gritó aterrado, y el sólo hecho de intentar volver a paralizarlo le provocó con intenso dolor en su cabeza que lo imposibilitó de hacer tal cosa. Aun así, eso no lo detuvo y en su lugar comenzó a correr hacia Mabel, rodeó lo más rápido que pudo la camioneta y en cuanto pudo se lanzó hacia ella, tacleándola para tirarla al suelo. Damien disparó tres veces en ese momento, y las balas cortaron el aire en punto justo donde hace unos momentos se encontraba el pecho de Mabel, siguieron de largo hasta atravesar el tanque de gasolina, provocando una pequeña chispa.

    James se viró hacia atrás y pudo ver un primer flamazo de fuego producido por el impacto de las balas. Tomó fuertemente a Mabel e hizo que sus cuerpos rodaran hacia un lado, alejándose, y unos segundos después se produjo una fuerte explosión, y todo el vehículo y sus alrededores se cubrieron de llamas. James envolvió por completo a Mabel con su cuerpo para protegerla de cualquier daño.

    Ambos se quedaron ahí quietos por unos segundos, antes de que James se animara a levantarse y voltear a ver hacia atrás. La estructura del vehículo estaba cubierta de llamas, y un denso y oscuro humo lo inundaba todo. De pronto, ambos vieron una silueta moviéndose entre las flamas, avanzando en su dirección con pasos lentos e imprecisos. Aquella silueta salió del fuego: una figura humanoide, cubierto de fuego de pies a cabeza, hasta el punto de que ninguno era capaz de divisar con claridad quién o qué era. Aun así, ambos lo supieron…

    —Hu… go… —pronunció Mabel con un nudo en la garganta.

    El cuerpo en llamas se dejó caer desplomado al frente, pero antes de que tocara el suelo, la figura se esfumó en el aire, dejando en su lugar sólo sus ropas, que quedaron incendiadas en el piso. Mabel se cubrió su boca, ahogando un grito de horror ante lo que acababa de ver. Qué espantosa forma de irse, ni siquiera teniendo la oportunidad de entrar en ciclo e irse en paz como Marty.

    Pero no hubo tiempo de llorar y lamentarse, pues en ese mismo momento divisaron algo más. Damien salió caminando tranquilamente de detrás de la camioneta, y a su lado marchaban los tres perros negros, totalmente intactos y sin rastros de los disparos que Mabel les había hecho… si acaso eran los mismos. Pero lo peor era que él igualmente estaba indemne, sin ninguna quemadura o rastro de herida en él, a pesar de que se suponía había estado más cerca de la explosión que ellos.

    ¿Qué clase de monstruo era…?

    Damien se paró a lado de las ropas quemadas de Hugo, y pasó su zapato por ellas, como si quisiera verificar que en efecto no había quedado ningún rastro de él ahí. Arqueó una ceja, un tanto perplejo al verificar que efectivamente así era.

    —Qué interesante truco —señaló con una combinación de confusión y curiosidad.

    Se viró entonces a verlos. James rápidamente se colocó delante de Mabel, protegiéndola con su cuerpo. Su cabeza le volvió a doler, y su vista se dividió, incapaz de enfocar con claridad. Mabel, por su lado, miraba temerosa por encima del hombro de su pareja.

    Damien movió un poco su cabeza hacia el frente, y los perros por sí solos se dirigieron rápidamente hacia los Verdaderos. Pensaron que los atacarían como a Hugo, y James intentó proteger a Mabel. Sin embargo, los animales sólo se pusieron a su alrededor, gruñendo y salivando, como si conscientemente quisieran evitar que huyeran.

    —Entonces, díganme —musitó Damien, parándose delante de ellos y mirándolos hacia abajo con prepotencia—. ¿Quién diablos son ustedes? Y, más importante, ¿cómo es que me encontraron exactamente?

    James y Mabel guardaron silencio, sólo mirándolo con la mayor firmeza que les era posible.

    —¿No? —sonrió Damien, divertido—. ¿No quieres hablar conmigo, grandote? —Extendió en ese momento el rifle que cargaba, pegando la punta del cañón contra la frente de James. Mabel se sobresaltó asustada, mientras que la Sombra intentó mantenerse inmutable, y sin desviar su mirada; no le daría el gusto de doblegarse. A Damien aquella actitud, más que molestarlo, le pareció interesante. Bajó en ese momento su rifle, y murmuró—: Quizás mis chicos te convenzan mejor…

    Antes de que pudieran entender a qué se refería, el perro más cercano a James se lanzó hacia su brazo, mordiéndolo con fuerza y tumbándolo al suelo. La Sombra intentó quitárselo de encima con las pocas fuerzas que le quedaban, pero similar a como había ocurrido con Hugo el perro simplemente no cedía, y lo jalaba como si quisiera arrancarle el brazo.

    —¡No! —Gritó Mabel aterrada, parándose rápidamente—, ¡no lo lastimes!, ¡no lo lastimes!, ¡por favor…! ¡Te lo diré!

    Mabel comenzó a llorar descorazonada, con su voz desgarrándose. Damien alzó una mano, y el perro que mordía a Jame se detuvo, soltando su brazo y alejándose de él. James se aferró con fuerza a su brazo con su otra mano, intentando mitigar el dolor de la mordida. Mabel se agachó a su lado y lo rodeó con sus brazos, aferrándolo contra ella.

    Los perros se apartaron unos centímetros, abriéndole paso a su aparente amo. Damien avanzó y se puso de cuclillas justo delante de ellos, mirándolos atentamente.

    —¿Y bien? —Preguntó curioso, esperando que la Verdadera cumpliera su palabra.

    —Mabel, no… —susurró James a como su dolor y debilidad le permitían, pero Mabel no le hizo caso. Ya no tenía caso ocultarse ni guardar secretos. James era lo único que le quedaba en ese mundo, y no lo perdería por nada.

    —Yo fui, yo te sentí y te rastreé —pronunció la Doncella con desesperación.

    —¿Me sentiste? —murmuró Damien, confundido—. ¿A qué rayos te refieres con eso?

    —Es mi habilidad —sollozó Mabel—. Puedo sentir y rastrear a los paletos, especialmente a los que son como tú.

    —¿Cómo yo?

    La Doncella pasó sus manos por sus ojos para limpiar sus lágrimas, y entonces lograr alzar su rostro firme hacia él.

    —Vaporeros... —susurró despacio y con desprecio. Aun así, una sonrisa de satisfacción adornó los labios del chico Thorn.

    Damien extendió su mano hacia Mabel, que instintivamente se hizo hacia atrás, intentando alejarse de él. James alzó entonces la mano de su brazo herido, sujetando al muchacho fuertemente de su muñeca para igualmente evitar que se atreviera a tocar a su Mabel. Damien lo miró de reojo con desagrado, y entonces sin miramiento apretó su herida con su otra mano, hasta incluso hundir sus dedos en ella. James gimió de dolor, y lo soltó en ese mismo momento. Damien jaló su mano hacia un lado, y luego la dejó caer en contra del rostro de James, empujándolo hacia un lado para apartarlo del camino. El Verdadero cayó sobre su costado en la tierra, y dos peros lo rodearon, amenazándolo con sus hocicos muy cerca de su rostro.

    Mabel saltó asustada, pero no pudo acercarse a James pues en ese momento Damien extendió su mano, con sus dedos manchados con la sangre de James, hacia ella para tomarla del rostro. Mabel intentó apartar su cara, pero igual él la tomó fuertemente y la obligó a que se girara hacia él y lo viera a los ojos. Sus mejillas se mancharon el rojo de la sangre de su pareja.

    No entiendo ni una palabra de lo que dices —mencionó juguetón el muchacho—, pero suelo aprender rápido. Así que, cuéntame más sobre esa habilidad tuya…

    Mientras tanto, James miraba impotente desde el suelo como aquel paleto se atrevía a tomar y hablarle a la persona que amaba de esa forma. Y dicha frustración y enojo que sentía en ese momento, lo acompañaría cada día que le siguió…

    * * * *

    Desde entonces habían tenido que estar a disposición de ese paleto, haciendo todo lo que les pedía. Su interés principal eran las habilidades de rastreo de Mabel, que había aprovechado durante esos meses para localizar a ciertos individuos de su interés; entre ellos Leena Klammer, Lily Sullivan, y Samara Morgan. Antes de ellas tres hubo un par más que no cumplieron las expectativas del chico Thorn, y que al final se los había entregado para que hicieran con ellos lo que mejor les pareciera; premios por un buen trabajo, como ese termo metálico que ahora reposaba delante de ellos sobre su mesa para comer.

    Ese par de premios, y lo poco que habían logrado cazar por su cuenta, era lo que los había mantenido con vida y con sus síntomas controlados. Y claro, también agachar la cabeza y hacer lo que se les ordenaba.

    Sólo una vez habían intentado alejarse y desaparecer, como el Nudo les había enseñado. Sin embargo, él los había encontrado con suma facilidad, y el castigo que habían recibido por tal osadía había sido indescriptible. Desde entonces, la idea no se les había vuelto a cruzar por la cabeza.

    Todo aquello les resultaba humillante, por decirlo menos.

    Y ahora Mabel tenía delante de ella un regalo, ese termo de la reserva de Rose; un último vestigio de lo que alguna vez fue su amado Nudo Verdadero. Pero venía de las manos de ese chico, ofreciéndoselos como carnada, o incluso como una burla, sabiendo lo mucho que les hacía falta…

    —Al demonio… —pronunció la Doncella de golpe, y rápidamente tomó el recipiente, ante la mirada sorprendida de James. Mabel hizo girar la tapa, y una densa nube blanca se elevó desde el interior. Cerró la tapa de nuevo para que no se escapara más de lo necesario, y entonces cerró los ojos e inhaló profundamente todo por su nariz, hasta el último rastro.

    En cuanto el vapor entró en su cuerpo, sintió una tremenda oleada de energía que la recorrió por completo. Se dobló hacia el frente, apoyando sus manos en la mesa, y miró fijamente hacia las cortinas de la ventana con patrones de girasoles. Sus ojos resplandecieron con aquel fulgor plateado deslumbrante. Sus uñas rasgaron la superficie de la mesa, y la presión de sus manos contra ésta fue tanta que la mesa terminó por romperse.

    —¿Estás bien? —Preguntó James, un poco preocupado por su reacción.

    Una ferviente sonrisa se dibujó en sus labios, al tiempo que el brillo de sus ojos se iba reduciendo poco a poco hasta volver a la normalidad.

    —Mejor que bien —respondió con satisfacción, mirando sus propias manos, que no tenían ni una marca por lo que le había hecho a la mesa—. Es increíble, siento toda la fuerza volver a mi cuerpo. Hacía mucho que no probaba un vapor tan fuerte; ¿Rose tenía guardado algo como esto?

    James la contempló en silencio, algo incierto. El primer termo que aquel chico le había dado, y que ya había consumido, igualmente era un buen vapor, pero no sobresaliente en comparación con otros que había probado. Ese, por otro lado, Mabel había consumido sólo un poco y parecía que le había dado bastante fuerza. ¿De quién sería ese vapor?

    —Tienes que probarlo —señaló Mabel emocionada, tomando el termo y extendiéndoselo.

    —No —respondió James, empujando el termo de regreso hacia ella—. Yo ya consumí el primero que me dio, éste es todo para ti. Por favor, tómalo.

    Mabel sujetó el cilindro delante de ella y lo contempló en silencio. Como siempre él pensando sólo en ella. Pero si él estaba de acuerdo con eso, ella no le diría que no. Sin embargo, debía ser cuidadosa e irlo consumiendo sólo cuando se sintiera débil, pues no sabía cuándo volverían a tener un vapor tan bueno a su disposición otra vez. Aunque en ese momento, con toda la exaltación y energía que le había brindado, se sentía como si nunca más volvería a sentirse débil otra vez.

    Alzó su mirada hacia su amado en esos momentos, y en toda su expresión se reflejaba una seguridad y un gozo notables, que James no había visto en mucho tiempo en ella. Pero había algo más. Pues, además de la fuerza y la energía, la Doncella sentía otro tipo de cosquilleo, uno agradable que le recorría el cuerpo entero.

    —Estoy satisfecha por ahora —susurró despacio, colocando el termo sobre la mesa.

    Se aproximó entonces hacia James, y lo tomó sutilmente de los hombros, empujándolo hacia abajo para que tomara asiento; éste no se resistió en lo absoluto, e hizo exactamente eso. Ella le sonrió de forma astuta, y tomó la falda de su vestido levantándola un poco, y se colocó cuidadosamente sobre él, hasta sentarse sobre sus piernas. De nuevo, él no hizo ningún intento de evitárselo.

    Acercó su rostro al suyo, colocándolo tan cerca que las respiraciones de ambos se mezclaban en el escaso espacio que los separaba. Lo miró muy fijamente, y a James le pareció percibir aún un poco del fulgor plateado, danzando en lo más profundos de aquellos hermosos ojos color miel.

    —Olvida lo que dije hace rato —susurró Mabel sobre los labios de la Sombra, mientras pasaba dulcemente sus dedos por su barba oscura—. Yo te prometo que algún día, tomaremos a ese bastardo y devoraremos su vapor, hasta la última gota. Pero antes de que dé su último respiro, nos comeremos delante de él a esas tres paletas a las que tanto aprecio le tiene, degollándolas mientras aún es capaz de observar cómo lo hacemos.

    Mientras hablaba, presionó aún más su delgado cuerpo en contra de él, y a mover su cadera en movimientos lentos contra la suya. James la observaba en silencio, totalmente ensimismado por sus ojos, por su voz, y por su dulce olor.

    —Y luego —prosiguió—, la que seguirá será la tal Abra. Y con ella nos tomaremos todo el tiempo del mundo, para hacerla sufrir un dolor y un terror inimaginable para su pequeña cabecita. Y la exprimiremos hasta dejarla seca.

    Una de sus manos bajo del rostro de James, pasando por su cuello, acariciando su musculoso pecho por encima de su camiseta, bajando luego por su abdomen tan bien formado, y continuando hasta posicionarse por completo sobre su pantalón, en donde fue más que evidente que su cercanía y sus movimientos habían tenido un efecto en él.

    La sonrisa de Mabel se ensanchó.

    —Pero, por ahora, lo importante es que estamos juntos... y vivos. Porque nosotros siempre perduramos…

    Sin esperar ni un instante más, unió sus labios a los suyos, firmando de esa forma ese tan añorado beso que desde un inicio estuvo cargado del desbordante deseo que sentía. Aquello fue la entrada que James necesitó para no contenerse más. Sin espera le correspondió el beso y empezó a recorrer el cuerpo de su amada con sus manos. Realmente la había extrañado, y el tenerla ahí, sólo para él, era la única motivación que necesitaba para seguir adelante.

    James se paró de su asiento, cargando Mabel sus glúteos, y ésta se aferró a su cadera, rodeándolo con sus piernas. Sin dejar de besarse ni un instante, James avanzó hacia la cama al fondo del remolque, donde la colocó suavemente. Tomó entonces su vestido y lo jaló con algo de desesperación hacia arriba para retirárselo, aunque tuvieran que romper su beso. James se quedó admirando unos instantes el sensual, y a la vez de apariencia frágil, cuerpo de su amada, que respiraba agitadamente y lo miraba con el rostro sonrosado y deseoso. Se sintió de nuevo intimidado, incapaz de moverse si ella no se lo permitía.

    Mabel le sonrió con provocación, y entonces comenzó a retroceder por la cama, sin quitarle los ojos encima. Se colocó en el centro, y se recostó plácidamente en una posición tentadora en la que él podía apreciar por completo su figura, principalmente sus dos pechos redondos y firmes, que subían y bajaban al ritmo de su respiración, y sus dos largas piernas que tanta tentación provocaban en los sucios paletos de ese lugar.

    —Ven aquí —le susurró con un hilo de voz, mientras se mordía con excitación su pulgar derecho. Y aquello era, de hecho, más una orden que una petición. Ella tenía ese efecto de dominación en él; siempre había sido así, y él lo sabía, pero lo aceptaba sin queja. Porque él era suyo; siempre lo había sido.

    Sin espera, se retiró rápidamente su chaqueta y posteriormente su camiseta, dejando expuesto su firme y fornido torso. Se subió entonces a la cama, se colocó sobre ella, y volvió a besarla, con incluso más ansiedad y anhelo que antes. Y le hizo el amor todo el resto de la tarde, y todo lo que ella deseara que le hiciera, sin excepción.

    — — — —​

    La noche llegó y los sorprendió aún en la cama, sin haber tomado ni un sólo momento de descanso. Mabel estaba maravillada. Se sentía tan llena y satisfecha en todo sentido. Por esas horas, no existía ese horrible lugar en el que tenían quedarse, ni el Nudo, y especialmente no existía Damien Thorn. Sólo estaban ella y James, y nadie más…. O eso creyó.

    Cuando ya habían tenido suficiente, al menos de momento, ambos se arrimaron el uno al otro, envueltos en las sábanas blancas. Mabel reposó su rostro en el amplio pecho de James, y pegó por completo su cuerpo desnudo contra su costado, mientras él la rodeaba con uno de sus fuertes brazos. Y ambos cayeron presas del sueño en esa posición, cansados pero a su vez felices. Un momento de felicidad e intimidad en esa horrible situación que estaban viviendo, era justo lo que les hacía falta.

    Un sonido lejano llegó a los oídos de Mabel, pero al inicio se mezcló con su propia inconsciencia. Sin embargo, poco a poco se fue volviendo más claro, y a la vez la fue sacando del profundo sueño. Sus ojos se abrieron, encontrándose con la oscuridad del camper, salvo por un poco de luz de luna que entraba por una pequeña separación de las cortinas. Pero había algo más.

    Alzó perezosamente su rostro, se viró hacia un lado viendo la hora en el reloj digital (eran apenas las 10:23 de la noche), y luego hacia el frente de la cama. Y ahí, envuelto entre las sombras, vio una figura, de pie y, al parecer, mirándolos.

    Mabel se sobresaltó, sentándose rápidamente, cubriéndose el cuerpo con la sabana. James, a su lado, parecía aun plácidamente dormido.

    —¡¿Quién está ahí?! —Pronunció con fuerza—. Sal de aquí ahora, o…

    —A esto te has reducido, querida Mabel —escuchó de pronto que una voz suave susurraba desde las sombras, y al oírla Mabel simplemente quedó paralizada de la impresión—. De ser la orgullosa y poderosa depredadora de estas patéticas criaturas, a ser una perrita obediente, esperando a que tu nuevo amo te dé unas palmaditas y algo de comer.

    La silueta avanzó lentamente, hasta pararse justo a un lado de ella. Mientras más se acercaba, Mabel más reconocía su figura. Y cuando inclinó su cuerpo hacia ella, la poca luz que entraba por la cortina le tocó el rostro, y ahí Mabel pudo reconocerla con absoluta seguridad.

    —Rose... —masculló Mabel incrédula, con su voz casi temblando.

    Esos ojos, ese hermoso y perfecto rostro, esos cabellos oscuros, e incluso ese característico sombrero decorando su cabeza… Ese ser que la observaba en las sombras era Rose la Chistera, la Rose que ella tanto conoció y admiró… y a la que traicionó…

    Pero no era posible, no había forma de que ella estuviera ahí. Rose estaba…

    De pronto, como queriendo darle a entender que en verdad estaba ahí, aquella visión la tomó fuertemente de su cabello, jalándola hacia ella. Mabel soltó un quejido dolor, y miró asustada a los cariñosos ojos de su antigua líder, pero que ahora la miraban con un vehemente y profundo odio.

    —¿Y por esto me diste la espalda? —pronunció Rose con reclamo—. ¿Por esto me abandonaste? ¡¿Por esto me dejaste morir?!

    —Yo no quería hacerlo…

    —¿No querías? —susurró Rose con tono burlón—. ¿Te obligaron?, ¿tuviste que hacerlo por amor? ¿Qué excusa te dices cada día para justificarte y poder cogerte sin remordimiento a este cobarde? —Estiró entonces su rostro en dirección a James, que seguía recostado y quieto en su sitio—. Tú que una vez fuiste de mis favoritas, a la que le di todo por el enorme potencial que tenías. ¿Cómo pudiste hacerme esto?

    —Lo siento —susurró Mabel entre pequeños sollozos de dolor y miedo—. Yo estoy intentando vengarme de todos nuestros enemigos, lo juro…

    —Hablas de venganza, pero ambas sabemos que eres demasiado cobarde para siquiera intentarlo. Si hubieras muerto con nosotros, al menos lo habrías hecho con dignidad y honor, sucia rata. A la escoria traidora como tú sólo le espera un destino…

    Sin soltarla de su cabello, Rose alzó su otra mano en el aire, con la clara intención de dejarla caer como una fuerte bofetada hacia ella.

    —¡No! —Gritó Mabel aterrada, alzando sus brazos al frente en un intento de protegerse— ¡Por favor no!, ¡Rose!

    Esos gritos al fin hicieron eco en los oídos de James, y éste se despertó rápidamente, alterado. Vio la figura de Mabel sentada a su lado, con sus brazos alzados como protegiéndose de un enemigo. Sin embargo, no había nadie más ahí.

    —¡Mabel! —Exclamó con fuerza y rápidamente se le aproximó, tomándola de los hombros y agitándola un poco—. ¿Estás bien?, ¿qué pasó?

    Mabel saltó asustada, y volteó hacia atrás con sus ojos cubiertos de lágrimas. Bajó sus brazos y miró de nuevo al frente. Ella tampoco vio a nadie más ahí. Rose ya no estaba. Alzó su mano temblorosa a su cabeza, al sitio en donde la había tomado el pelo, como esperando encontrarse con su mano aún posicionada ahí. No había nada. Se había ido, y sin dejar algún indicio de que hubiera estado ahí en primer lugar.

    —¿Mabel? —Repitió James.

    —Sí, sí... —Respondió apresurada, y comenzó a tallarse sus ojos—. Lo siento, sólo fue una pesadilla.

    —¿Estás segura? —Cuestionó James.

    —Por supuesto, sí. Vuelve a dormir.

    Poco a poco la voz de Mabel fue recuperando la seguridad de antes. Lo tomó de los hombros y lo obligó a volver a recostarse, y él así lo hizo. Ella se colocó a su lado apoyando el rostro sobre su hombro y una mano sobre su pecho. James le recorrió su espalda con sus dedos en un intento de relajarla. Pero, al menos por esa noche, le sería imposible.

    FIN DEL CAPÍTULO 77

    Notas del Autor:

    Después de tener unas semanas en pausa la historia, les traigo este nuevo capítulo con el que cerramos este pequeño arco enfocado en James y Mabel, dos personajes originales de esta historia, aunque obviamente inspirados en los Verdaderos de Doctor Sueño. Pudimos ver quiénes son, cuál era su historia, y un vistazo a cómo ocurrieron algunos acontecimientos de Doctor Sueño en esta línea temporal. Como comenté en algún momento, no pude como tal profundizar demasiado en la historia de Doctor Sueño pues hubiera tomado demasiado tiempo y esfuerzo, y decidí mejor enfocarme en ellos dos que era lo que se tenía que mostrar, y sólo explicar de Doctor Sueño lo que se necesite. Espero haya sido lo más claro posible para aquellos que no han leído la novela. Igual si tienen oportunidad se las recomiendo, mucha de la inspiración de este fanfic vino precisamente de esa novela.

    Además de conocer la historia de James y Mabel, estos flashback cómo pudieron ver sirven de complemento a los acontecimientos de los Capítulos 28, 29 y 30, que describen el primer encuentro de Damien y Abra. Nos muestra además como Damien conoció a James y Mabel y porque ellos trabajan para él en estos momentos, así como el medio que Damien utilizó para conocer y dar con Esther, Lily y Samara. Esto último si lo considero necesario podríamos ampliarlo más adelante, pero de momento creo que quedaría así.

    Por último, sé que hemos tenido muchos flashbacks últimamente, con todos los capítulos dedicados a Ann, luego estos dedicados a James y Mabel… Y me gustaría decir que ya no habrá más por ahora, pero me temo que al menos por un par de capítulo más tendremos otro flashback, pero ahora enfocado en otro personaje. ¿En quién? En el siguiente capítulo lo sabrán.

    Por lo pronto, muchas gracias a todos por el apoyo que le han dado a esta historia hasta ahora. ¿Podremos llegar pronto al Capítulo 100?, ¿qué pasará en dicho momento? ¡Ni yo lo sé (o más o menos sí. Lo que pasa es que muchas veces lo capítulos terminan siendo más largos de lo esperado)! Así que veamos cómo continúa esto.
     
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    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas

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    Capítulo 78.
    Mami

    “¿Quieres aprender a tocar?”, fue lo que Kate Coleman le preguntó sin titubeo a su hija adoptiva, en cuanto ésta se mostró maravillada por el piano que tenían en la estancia. El ofrecimiento había brotado de ella de forma natural y casual, como si en verdad le diera igual si acaso la respuesta era “no.” Pero lo cierto era que, como maestra y amante de la música que era, la posibilidad de poder enseñarle de nuevo a alguien le provocó un fervor interno que hacía tiempo no sentía, o creía siquiera que fuera aún capaz de sentir. Y dada la discapacidad auditiva de su hija menor, y el nulo interés del mayor en la música (que no fuera parte de algún videojuego), el hecho de que fuera su nueva hija la que mostrara tal iniciativa, lo hacía aún más valioso.

    Por todo ello, el que la respuesta inmediata de la (aparente) niña de nueve años fuera un “sí, por favor,” no hizo más que llenarla de júbilo, aunque de momento lo expresara en silencio.

    Las clases de piano fueron una forma de comenzar a conectar con la pequeña nueva integrante de su familia, una hermosa niña extranjera de nombre Esther. No era que necesitaran como tal algo para conectar, pues realmente la chiquilla era adorable, hermosa y agradable… pero algo extraña. Y Kate percibía además que se portaba muy reservada, especialmente con ella. Kate intentaba ser comprensiva, y sobre todo paciente. No debería ser fácil para nadie entrar a una nueva casa, llena de personas que ya eran una familia, e intentar comprender todas sus costumbres y reglas ya bien establecidas y conocidas por todos. Esperaba que con el tiempo todo mejorara.

    Sin embargo, un día ocurrió un incidente en la escuela que tenía a la señora Coleman un poco inquieta. Y durante su lección de esa tarde con Esther, seguía aún pensando al respecto.

    Ambas estaban sentadas delante del piano. Esther practicaba una nueva composición, pasando los dedos de su mano derecha por las teclas intentando seguir las tonadas de la partitura delante de ella. Kate a su lado, le indicaba el ritmo con el movimiento de su dedo.

    —No, La, La... Si... —Pronunció suavemente la maestra de música, dándole las indicaciones pertinentes a su alumna.

    Esther, con expresión retraída, intentó completar lo mejor posible esa parte de la melodía. Una vez que lo hizo, Kate le sonrió alegre.

    —Lo hiciste muy bien.

    —No es verdad —respondió la niña de pecas, volteándola a ver con frustración en sus ojos—. Cometí al menos nueve errores, ¿no es cierto? —Bajó entonces su mirada casi derrotada hacia las teclas—. Lo haré mejor la próxima vez.

    —Así será —asintió Kate, y colocó entonces una mano sobre su espalda, acariciándola con un movimiento reconfortante—. Esto es algo que toma tiempo, no te presiones.

    Esther asintió, pero Kate la siguió notando algo afligida. El incidente del que le habían informado rondó de nuevo en la mente de la madre.

    Al parecer Brenda, una chica de su clase, no la había recibido de la mejor forma. Se había burlado públicamente en varias ocasiones de su vestido y listones, a lo que Esther en su mayoría permanecía callada y se alejaba. Pero ese día, Brenda se había cruzado con ella en el pasillo, y deliberadamente le había tumbado sus libros al suelo, incluyendo esa biblia que siempre traía consigo, y que terminó deshojándose por el piso. La reacción de Esther a esto al parecer había sido explotar en un ataque de gritos desesperados que duraron por varios segundos. La maestra no lo vio directamente, pero eso fue lo que Esther le había contado a ella y a la consejera escolar, y algunos otros niños presentes lo confirmaron.

    —No es culpa de Esther —había aclarado la maestra tras su relato—. Ya hemos tenido problemas similares con Brenda antes, y citamos a sus padres para hablar con ellos. Pero a la consejera le preocupa un poco que ese ataque se deba a algo más serio. Le gustaría seguir charlando con ella un par de sesiones más, si usted está de acuerdo.

    Kate dudó un poco sobre qué responder. Por un lado la propuesta le sonaba razonable y benéfica. Pero, por el otro, no quería que Esther se sintiera más incómoda en la escuela de lo que ya se sentía. Acordó que lo hablaría con su esposo, pero en esos momentos cavilaba sobre si era conveniente o no hacerlo primero con la propia Esther. Había tenido que afrontar situaciones más o menos similares con su hijo Daniel antes, pero por algún motivo vacilaba sobre cómo abordarlo con Esther. Era, quizás, porque se sentía casi como tener que hablar de ello con el hijo de otra persona… y no con el suyo. ¿En algún momento dicha sensación desaparecería?

    —Tu maestra me comentó lo que pasó hoy en la escuela —comentó de pronto sin tantos rodeos. La niña alzó su mirada hacia ella, sorprendida e incluso un poco asustada—. ¿Quieres hablar de eso?

    Esther guardó silencio, y agachó su mirada otra vez, como si se sintiera apenada.

    —No creo que haya algo de qué hablar —susurró despacio—. Sólo... me asusté. Lo siento.

    —No tienes de qué disculparte —indicó Kate rápidamente, extendiendo rápidamente su mano para estrechar la de ella entre sus dedos—. Sabes que yo estoy de tu lado, ¿verdad? La maestra me dijo que hablaría con los padres de esa niña para que te dejé tranquila de ahora en adelante. Y me dijo también que si estás de acuerdo, a la consejera le gustaría charlar un poco más contigo…

    —No, por favor no —respondió Esther rápidamente, claramente alarmada—. Los chicos de la escuela ya creen que soy rara… no quiero que piensen además que estoy loca.

    —Está bien —asintió Kate, comprensiva—. No tienes que hacerlo si no quieres, ¿de acuerdo?

    La mujer pasó dulcemente sus dedos por el cabello oscuro de la pequeña, y ésta pareció sentirse mejor. De momento dejaría el tema así. Pero más adelante, si acaso algo como eso se repetía, le plantearía a John el llevarla con la Dra. Browning, su terapeuta. Un ambiente más privado quizás le resultaría más cómodo que la oficina de la escuela.

    —Te tengo una sorpresa —indicó Kate sonriente, aligerando el ambiente. Se estiró entonces hacia la parte trasera del piano, detrás de las partituras, de donde tomó lo que parecía ser un pequeño librillo de forro rojo—. Tengo uno parecido a éste que uso como diario. Y pensé que quizás te gustaría usar éste como álbum de recuerdos.

    —¿Recuerdos? —Cuestionó Esther, un poco confundida.

    —Sí, mira.

    Kate apoyó el librillo sobre el atril, delante de las partituras, y lo abrió para que ambas pudieran verlo juntos. Las primeras hojas estaban en blanco, pero luego Kate le mostró una página que tenía pegada una fotografía rectangular de Kate y John, ella con vestido blanco y él con traje negro, mirando sonrientes a la cámara. Encima de la foto, escrito con tinta, se leía: “Mami y Papi se Casan.”

    —Qué jóvenes, ¿verdad? —bromeó Kate, a lo que Esther respondió con una pequeña risilla.

    Dio vuelta a la página, y la foto que seguía era de un niño de cabellos rubios cortos, y una amplia sonrisa de dientes chuecos. En sus manos sujetaba un camión amarillo, y sobre ella estaba escrito: "Daniel, 7 años.”

    —Daniel la mañana de Navidad —indicó Kate, y Esther sonrió alegre.

    Siguió con la siguiente página, en donde se veía a John cargando en sus brazos a un bebé envuelto en una frazada blanca, que miraba con ojos pelones a la cámara. El texto sobre la foto relataba: “Papi y Max.”

    —Ésta es Max —señaló Kate colocando su dedo sobre la fotografía.

    —Se ve tan pequeña —exclamó Esther entre risas.

    —Sí —le secundó Kate, riendo también.

    Y entonces giró a la siguiente, la última que tenía una fotografía en ella. El rostro de Esther reflejó una notable sorpresa al ver esa última foto, pero para nada desagrado. La foto tenía como título “Esther se une a la familia,” y en ella aparecían justamente Max y ella, sujetando un pastel entre las dos, muy sonrientes y felices. Era una de las tantas fotos que habían tomado en su primer día ahí.

    —Y aquí estás tú —señaló Kate con delicadeza—. Porqué ahora eres parte de nuestra familia, igual que todos nosotros. Lo sabes, ¿verdad?

    Esther tardó un poco en reaccionar, pues su atención se encontraba fija en aquella fotografía. Al final, su única respuesta fue asentir lentamente con su cabeza. Sin embargo, Kate presintió que había otra cosa cruzándole por la mente en esos momentos.

    —¿Qué ocurre? —le preguntó, un poco preocupada.

    Esther, una vez más, guardó silencio unos instantes antes de volver a hablar y preguntarle:

    —¿No hay fotos de Jessica?

    Kate sintió que el aire se le escapaba un poco al escuchar tal pregunta, y dicha impresión fue más que palpable en su mirada perpleja.

    —¿Cómo supiste de Jessica? —le preguntó intentando no sonar acusadora.

    —Max habla de ella a veces —respondió Esther. Su siguiente frase la acompañó del movimiento de sus manos, indicando con lenguaje de señas justamente como Max se expresaba—. Dice que era su hermana menor que se fue al cielo. ¿No tienes fotos de ella?

    Kate inhaló y exhaló lentamente, intentando dejar salir toda su impresión inicial. Sabía que tarde o temprano tendría que hablarle a Esther al respecto, pero no creyó que fuera a ser tan pronto. Debió prever, sin embargo, que Max terminaría por mencionarlo; ahora temía sobre la forma en la que se lo habría dicho. Pero fuera como fuera, ahora le tocaba a ella.

    —Ven —le indicó sonriente a la niña, y la tomó firme de su mano. Ambas se pararon del banco y comenzaron a caminar juntas, hacia el invernadero.

    — — — —​

    De todas las plantas que ahí crecían, había una muy, muy especial: un hermoso rosal de rosas blancas. Kate guio a Esther hacia éste, y la niña notó rápidamente que en el centro de las rosas se erguía una placa color bronce, con un pequeño epitafio:


    Nunca te sostuve, pero te siento.

    Nunca me hablaste, pero te escucho.

    Nunca te conocí, pero te amo.


    Kate leyó aquellas palabras en voz baja, ocultando detrás de cada una un sentimiento de melancolía, pero también de singular felicidad. Esther dedujo de inmediato que aquello era, en efecto, en honor a la difunta Jessica. Inevitablemente, parte del sentimiento que envolvía a Kate en ese momento se impregnó en ella.

    —¿Qué le pasó? —cuestionó Esther.

    Kate pasó sus dedos discretamente por su ojo derecho, retirándose una sutil lágrima.

    —Murió mientras aún estaba en mi panza —le respondió a su hija a adoptiva, intentando reflejar calma—. Por eso no tenemos fotos de ella. Esparcimos sus cenizas aquí. Así, mientras estas flores crezcan, parte de ella vivirá con nosotros.

    Esther se quedó mirando fijamente a las rosas por unos segundos, como si hubiera sido abstraída por un profundo pensamiento. Cuando Kate la miró de nuevo, notó como una lágrima se formaba en la comisura de su ojo, y luego resbalaba por un costado de su nariz y mejilla. Un instante después pareció reaccionar de aquello que la tenía tan ensimismada y volver al mundo real. Sin limpiarse su lágrima, se giró hacia Kate, observándola muy fijamente.

    —Hubiera tenido suerte —comentó con un pequeño nudo en su garganta—. Eres una gran mamá.

    Aquellas palabras hicieron que algo se desbordara en el interior de Kate, y entonces también volvió a llorar, pero ahora con una mezcla más prominente de felicidad.

    —Gracias, linda —le susurró con suavidad, rodeándola con sus brazos para luego darle un cariñoso beso sobre su cabeza. Esther le correspondió el abrazo sin problema alguno—. Significa mucho para mí. Gracias...

    Esther ya no dijo nada, y sólo se quedó abrazándola con su rostro apoyado contra su hombro mientras ella sollozaba en su oído. La principal motivación de la (aparente) niña era, en realidad, evitar que ella viera su rostro de genuina confusión por lo que acababa de pasar.

    Sorprendentemente, incluso para la propia Leena Klammer oculta bajo la fachada de Esther, aquel momento no había sido del todo actuado. De hecho, aquella lágrima que había derramado fue sincera; la más sincera que había derramado en años, o que derramaría en el tiempo posterior. Pero ni siquiera ella tenía claro, al menos de momento, porqué había pasado o porqué se había quedado tan absorta de esa forma. Temía quizás haberse puesto en evidencia, pero esa última frase cariñosa la había salvado; siempre funcionaba.

    Pero fuera lo que fuera que haya sido, no dejó que la perturbara más allá de ese momento. Y, lo más importante, no dejó que la hiciera menguar con respecto a lo que vendría después…

    * * * *​

    La mañana siguiente a su arribo a Los Ángeles, Esther se levantó muy temprano para poder arreglarse para su cita de ese día. El cuarto que le tocó compartir con Samara y Lily en ese elegante pent-house, era de hecho bastante espacioso, y hasta tenía su propio baño (más grande que el último departamento en el que vivía). Sólo tenía una cama, pero era King Size así que las tres cabían a la perfección, pese a que Lily no fue nada discreta en su disgusto de tener que compartir.

    Esther se maquilló detenidamente frente el espejo del baño, intentando sobre todo disimular unas arrugas que le habían comenzado a aparecer en el área de los ojos; por todo lo demás, su rostro parecía mantener ese curioso rejuvenecimiento espontáneo que había ocurrido la otra noche. Pero de todas formas puso esmero en todo su rostro, por costumbre y por prevención. Luego se recogió todo su cabello con una cebolla, y se puso encima una peluca lisa castaña hasta sus hombros, de apariencia bastante natural. Su atuendo elegido era un vestido a cuadros verdes y blancos, y encima un suéter gris oscuro. Su accesorio final fueron unos anteojos discretos, y un bolso rosado.

    Para cuando salió del cuarto, Lily y Samara dormían plácidamente en la cama la una a lado de la otra. Le sorprendió en especial esta última, pues durante el camino le pareció que era de las que tenía problema para dormir más de un par de horas. Las maravillas que un buen colchón podía lograr… o conocer a un chico atractivo.

    Todo el departamento estaba silencioso; ni siquiera había rastro de los guardaespaldas. Mejor para ella; de seguro no eran sus personas favoritas luego de lo que les ocurrió a sus dos compañeros. Bajó por su cuenta en el elevador al lobby, cruzándose en su trayecto con un par de personas que también bajaban, y que, disimuladamente o no, parecían maravillados con la hermosa niña que los acompañaba. Ninguno le intentó sacar plática, cosa que agradeció.

    Una vez que salió del edificio, se paró en la acera, y alzó su mano para llamar la atención de un taxi. El primero la ignoró, pero el segundo se estacionó delante de ella, y abrió el seguro de la parte trasera para que pudiera abrir la puerta y subirse.

    —¿A dónde te llevo, linda? —Le preguntó sonriente el anciano de piel pálida al volante, con un marcado acento irlandés.

    —A la Torre Thorn en el centro, por favor —le indicó con una adorable sonrisa.

    El conductor se giró a verla unos momentos, notándosele un poco confundido. «¿Esperabas que te dijera a Disneyland o algo así?» pensó algo molesta, mientras aún sonreía. Se esperaba a continuación las usuales preguntas; sobre por qué una niña quería ir a un sitio como ese, o si acaso estaba sola, o si no conocía lo peligrosa que era la ciudad para alguien de su edad…

    De nuevo, no hubo cuestionamientos, y el conductor sólo se limitó a conducir. Ese debía ser su día de suerte. Esperaba que ésta se mantuviera.

    Esther había pasado por más molestias de las que se esperaba para cumplir su parte del trato que había hecho semanas atrás con Damien Thorn, alias el Anticristo al parecer (aunque en aquel momento no tenía idea de esa parte). Secuestrar a dos niñas y llevarlas con vida de regreso a Los Ángeles sonaba sencillo, pero aquello resultó ser un reto bastante… interesante, por decirlo menos. Y aunque no lo hubiera sido, no había olvidado ni por un momento aquello que el muchacho Thorn le había prometido. Claro, el dinero era bastante bueno, pero a modo personal le llamaba más lo otro…

    “Sé que aquella noche alguien, o algo, te sacó de esas frías aguas, hizo que el aire volviera a tus pulmones, y tus heridas se cerraran. ¿Y crees que lo hizo para que pasaras el resto de tu vida abriéndote de piernas y boca a pervertidos enfermos en un sucio departamento como éste? ¿Crees que esto es lo único para lo que sigues con vida? Eres mucho mejor que eso, yo lo sé… Cumple este encargo por mí, y te aseguro que responderás esa pregunta, y más.”

    Esther quería respuestas sobre lo que había ocurrido aquella noche ocho años atrás, y era hora de que las obtuviera de alguna u otra forma. Pero al cuestionarle al chico sobre ello, éste dijo que para hablar sobre eso ocuparían un lugar más “discreto.” Al parecer, un edificio de oficinas en una torre llena de empleados, era su concepto de discreto. Hubiera sido más discreto ir a su viejo departamento en el que se conocieron la primera vez, si acaso su antigua casera no había metido ahí a otro drogadicto de quinta. Como fuera, ya iba en camino al sitio pactado así que no tenía caso seguirse cuestionando las alternativas.

    Al llegar al alto edificio que albergaba las oficinas de Thorn Industries en Los Ángeles, se dirigió sin espera al puesto de la recepcionista, una jovencita rubia y flacucha con un traje amarillo y una diadema con audífono y micrófono en su cabeza. Se paró delante de su lugar, teniendo que ponerse de puntillas para poder hacerse notar lo más posible.

    —Buenos días —masculló sonriente tras su convincente disfraz. La recepcionista cortó un segundo la llamada que estaba teniendo por el micrófono de su diadema, para así ponerle atención—. Tengo una cita con el señor Damien Thorn. Me dijeron que lo viera aquí a las 10:00.

    —¿Con el joven Thorn? —Inquirió confundida la joven, y de inmediato tuvo que cortar su llamada. Se retiró su diadema, y entonces se giró hacia su computadora, en dónde tenía todos los avisos de reuniones y personas autorizadas para el día—. ¿Cuál es tu nombre, pequeña?

    Esther se estiró más hacia arriba para apoyar sus brazos sobre la superficie lisa. Se acomodó sus anteojos con una mano y respondió:

    —Jessica Coleman.

    La recepcionista revisó la agenda y, en efecto, había una sala de reuniones mediana en el quinceavo piso, reservada por el señor Damien Thorn de 10:00 a 12:00. Y había una autorización de seguridad para Jessica Coleman de 10 años. Aquello le pareció inusual, por más de un motivo. Pero todo estaba, aparentemente, correcto.

    —Llamaré a alguien del Piso 15 para que bajé por ti, ¿está bien? —Le indicó la jovencita al tiempo que se colocaba de nuevo su diadema para hacer la llamada—. Mientras tanto puedes sentarte si gustas.

    —Eres muy amable, gracias.

    Y dicho eso, caminó tranquilamente hacia la amplia sala de espera, dando un par de brincos a mitad del camino. Se sentó en uno de los sillones tranquilamente, y sacó de su bolso rosado un teléfono con el que comenzó a jugar.

    Todo aquello dejó intrigada a la recepcionista, y no sería la única.

    Unos diez minutos después, una secretaria del Piso 15 bajó a la recepción al encuentro de la misteriosa visitante. En su semblante se reveló claramente que su apariencia le resultó confusa, y que buscaba con la mirada a algún adulto que la estuviera acompañando, sin resultado. Se recuperó rápidamente y se aproximó hacia ella con cuidado.

    —¿Jessica? —Murmuró despacio para llamar su atención, inclinándose luego un poco hacia ella—. Hola, ¿cómo estás? ¿Vienes tú sola, querida?

    —Hola —Saludó Esther, guardando su teléfono de regreso en su bolso—. Sí, mi mami tenía que irse a trabajar, así que me dejó en la puerta. El señor Damien Thorn le prometió que estaría bien cuidada mientras estuviera aquí con él, y que en dos horas él personalmente me llevaría a mi casa.

    —¿Eso dijo? —Murmuró la secretaria, aparentemente algo escéptica. Esther pensó por un momento que su improvisada explicación quizás le había hecho sospechar, y estaba ya pensando en su ruta de escape. Sin embargo, aquella mujer no le cuestionó más, y en su lugar se acomodó sus antejos, se paró derecha una vez más y le indicó—: ¿Gustas acompañarme? El señor Thorn ya viene en camino, y me dijo que podías pasar a la sala de reuniones para esperarlo ahí. No debe tardar mucho.

    Considerando que técnicamente durmieron en el mismo sitio, a Esther le resultaba molesto, aunque también un poco divertido, el hecho de que tuviera que esperar a que se apareciera. Pero en efecto, debía aceptar que la situación ya era bastante sospechosa como para sumarle el hecho de que ambos hubieran llegado juntos. Igual no podía evitar preguntarse cuánta gente en ese edificio estaba enterada de la verdadera supuesta naturaleza del muchacho cuyo apellido estaba escrito en letras grandes en la fachada. Su deducción fue que las suficientes.

    Como fuera, Esther hizo caso sin protesta a la petición de la mujer y se paró de su asiento, arreglándose su vestido con ambas manos.

    —Gracias —asintió la pequeña y se permitió entonces tomar a la mujer de la mano para que la guiara. Ésta pareció incomodarse un poco por ello, pero igual no la apartó y ambas comenzaron a caminar juntas hacia el ascensor.

    —¿Te ofrezco algo de beber? —Le preguntó la secretaria con amabilidad—. ¿Agua o quizás una soda?

    —¿Tienes chocolate caliente?

    —Claro. Tenemos una máquina en nuestro piso que hace uno delicioso.

    —¡Qué bien! —Exclamó Esther/Jessica entusiasmada, ensanchando su sonrisa y mostrando sus lindos dientes (falsos). Su expresión fue tan adorable que la secretaria no pudo evitar sonreír alegre, aunque no se lo propusiera. La niña también sonrió por dentro, aunque más con vanagloria que alegría. Tenía ya muchos años de experiencia manipulando los sentimientos de las personas con su apariencia y dulce voz, y a veces le sorprendía lo fácil que resultaba con algunos.

    Al llegar al quinceavo piso, la llevaron hacia una pequeña sala de reuniones, de forma cuadrada, con una mesa circular en el centro con seis sillas a su alrededor, un sillón de tres lugares a la derecha, un pizarrón blanco montado en la pared izquierda, y un proyector en el techo apuntando hacia el pizarrón. Bastante normal en general, pero al frente había unas grandes ventanas que dejaban entrar la luz del día, y mostraban una vista completa de la avenida y los edificios de enfrente.

    —Aguarda aquí sólo un poco, por favor —le indicó la secretaria de pie en la puerta—. En un minuto te traigo tu chocolate.

    —Gracias, eres muy amable —agradeció la pequeña, volviéndole a sonreír con la misma dulzura de hace unos momentos, obteniendo una reacción bastante similar en su receptora.

    La secretaria se retiró cerrando la puerta detrás de ella y se dirigió a cumplir su encargo. Mientras avanzaba por el pasillo, fue interceptada repentinamente por uno de sus compañeros.

    —Glenda, espera —le susurró despacio, y le indicó con una mano que se le aproximara. La secretaria lo hizo, aunque algo indecisa—. ¿Quién es esa niña con la que entraste?

    La secretaria se encogió de hombros, perpleja.

    —Ni idea, pero al parecer el señor Thorn dejó dicho que se vería con ella aquí, y a mí me acaban de informar hasta ahora.

    —¿El señor Thorn? —Inquirió confundido su compañero—. ¿Qué señor Thorn?

    —El único señor Thorn con vida, tonto. El joven Damien.

    El compañero, un hombre joven y alto, pareció sorprendido al escuchar esa última respuesta.

    —¿Sigue aquí en Los Ángeles?

    —Eso parece —respondió Glenda, encogiéndose de hombros una vez más—. Reservó la Sala 12 y, pidió que atendiéramos a su invitada lo mejor posible en lo que llegaba.

    —¿Y por qué se va a reunir con esa niña?

    —No lo sé. Quizás quiere postularse para beca o algo así.

    —¿Y sólo por qué es un Thorn, ese mocoso puede disponer de las salas de juntas y nuestro tiempo como mejor le plazca?

    —Yo no me quiero meter en problemas —fue la respuesta directa de Glenda, mientras alzaba sus manos en forma de rendición—. En lo que a mí respecta, si quiere traer a todo un orfanato y que les pidamos pizzas, yo obedezco sin chistar. Y será mejor que tú hagas lo mismo.

    Dada esa última advertencia, se apresuró hacia la máquina de café que tanto le había presumido a la invitada, para traerle el chocolate que le había prometido. Mientras tanto, su compañero veía con reserva la puerta de la sala de juntas cerrada. Sí, se iría a trabajar sin chistar. Pero estaba seguro de que a la señora Thorn le interesaría saber lo que su sobrino hacía en su ausencia, así que se encargaría de comunicárselo en cuanto tuviera la primera oportunidad.

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    En cuanto Glenda cerró la puerta y se quedó sola, Jessica desapareció aquella sonrisa falsa, y volvió a dejar que su rostro se tornara más cercano al de Esther… o, más bien, al de Leena.

    Tiró su bolso rosado sobre la mesa circular con actitud algo despectiva. Y si por ella fuera, hubiera hecho lo mismo con la peluca y los anteojos, pero no podía arriesgarse a que alguien que no fuera la persona a la que esperaba fuera a entrar; Glenda la secretaria con su chocolate caliente, por ejemplo. Así que se quedaría un rato más con el resto de su disfraz.

    Caminó entonces hacia una de las amplias ventanas y se paró justo delante de ésta, asomándose para contemplar un poco la vista. No había mucho que ver, pero le impresionó bastante la altura, y la perspectiva de ver absolutamente todo desde arriba. Para alguien que siempre se estuvo arrastrando desde lo más bajo, aquello le resultaba fascinante. De seguro por eso a los ricos les gustaba construir sus edificios y casas en sitios tan altos; el pent-house en el que se quedaban estaba también a una considerable altura.

    Esperaba en verdad que ese maldito mocoso no la hiciera esperar demasiado. Deseaba terminar con todo ese asunto de una buena vez, para luego… ¿Para luego qué, exactamente?

    ¿Qué le deparaba a Esther de ese momento en adelante?

    ¿Qué le deparaba a Leena Klammer…?

    Pasó su mano derecha por un costado de su cuello, presionándolo un poco como si intentara amortiguar un dolor causado por el estrés.

    Quizás no se lo había planteado seriamente, pues durante los últimos cuatro años había estado prácticamente a la deriva, ocupándose únicamente en sobrevivir y no ser atrapada. Y antes de esos cuatro años… antes de eso todo era muy diferente. La Leena que estaba ahí parada era muy diferente a la de aquel entonces, ya tan lejano que le resultaba a veces más similar a un mal sueño.

    Pero el ver a Max y Daniel en la televisión el otro día había traído todo de golpe, haciéndolo completa e indudablemente real. Aquello no había sido un sueño o le había ocurrido a alguien más. Ella había sido parte de aquella historia, sino es que fue de hecho su protagonista principal. Ella, su hermana adoptiva, su hermano adoptivo, su padre adoptivo… y su madre.

    * * * *​

    La noche que todo terminó no fue mucho después de aquel momento en el invernadero. Kate, herida y agotada, había logrado salir de la casa por la parte de atrás, con Max en brazos. La pequeña de rizos rubios lloraba desconsolada, presa del pánico. Afuera nevaba ligeramente, y el frío las calaba a ambas pues ninguna se tomó ni un segundo de su huida para ponerse algo abrigador; Max incluso tenía los pies descalzos. Avanzaron entre los árboles alrededor de la propiedad con paso lento, en dirección al camino principal con la sola encomienda de alejarse lo más posible de la casa.

    La cabeza de Kate era un mar de confusión, de miedos y desesperaciones. Su esposo, el amor de su vida, yacía muerto en un charco de sangre en lo que alguna vez fue su estancia familiar, y su hijo mayor se debatía entre la vida y la muerte en una cama de hospital. Ambos habían sido lastimados por la misma persona, aquella a la que le había abierto su casa, a la que intentó querer como a una verdadera hija… y que no era nada, absolutamente nada de lo que ella creía. Pero ya no podía hacer nada por John, y de momento tampoco por Daniel, y mucho menos por Esther. Lo único en lo que podía enfocarse era en Max; en sacarla de toda esa horrible pesadilla, aunque ella tuviera que morirse congelada en el proceso.

    Sin embargo, en cuanto escuchó el sonido de las patrullas, y divisó a lo lejos las luces azules y rojas acercándose, sintió que el aliento le volvía al cuerpo. Incluso se permitió reír, dejando salir aunque fuera un poco de toda esa tensión que le oprimía el pecho. Y por un momento se dijo a sí misma que todo había terminado…

    Pero no, no fue así.

    Kate escuchó de pronto sus pasos apresurados acercándose por la nieve. Al virarse sobre sí misma, la luz de la luz alumbró aquella silueta, pequeña pero aun así horripilante, acercándose entre los árboles como una fiera salida de las sombras, incluso rugiendo con ira. Kate sólo la miró un segundo antes de reaccionar. Soltó a Max, alejándola de ella; la niña cayó amortiguada por la nieve. Luego, acercó su mano a su cintura, donde había guardado el revólver, lo jaló hacia el frente con la intención de dispararle sin siquiera apuntar. Su atacante la tacleó antes de que pudiera colocar su dedo en el gatillo, y la pistola se soltó de su mano.

    Ambas cayeron a tierra y rodaron colina abajo, una pegada a la otra revolcándose en la nieve, en dirección al estanque congelado. Kate cayó de bruces, golpeándose fuertemente la cabeza contra el hielo, y estando a casi nada de perder la consciencia por ello. Aun así, el mundo le dio vueltas y sus oídos le zumbaron. Y el único pensamiento coherente que fue capaz de dar forma era hacia Max, preguntándose en dónde había quedado; y a Daniel, rogándole a Dios que si su vida tenía que terminar en ese lugar en momento, entonces que así fuera pero entonces perdonara la de su hijo.

    Esos segundos de semiinconsciencia pasaron, y sintió entonces la inminente presencia del peligro a sus espaldas. Se intentó voltear, y lo primero que vio fue a ese horrendo e inhumano ser parándose, alzar sobre su cabeza el arma que tenía en su mano, y abalanzarse hacia ella. Aquello la hizo reaccionar. Logró girarse en la superficie fría, esquivando el letal cuchillo, y pudo oír cómo el filo golpeaba el hielo. Eso no la detuvo, y de nuevo intentó apuñalara. Kate alzó su pierna con la intención de patearla lejos, y fue dicho muslo el que recibió el corte. Un grito de dolor se escapó de sus labios, pero no dejó que eso la parara y logró patear a su atacante la en el pecho, empujándola lejos de ella.

    Kate se arrastró por el hielo, sintiendo como éste le quemaba las manos, intentando alejarse. Pero ella no se lo permitió. Se arrastró también hacia ella, la tomó fuertemente de su pierna herida, apretándola. Kate volvió a gritar, y ese momento de vacilación fue suficiente para que ella lograra colocarse encima de ella para someterla. Kate intentó apartarla, pero era mucho más fuerte de lo que su escueta y pequeña figura podía dar a entender. Se subió sobre ella, se sentó en su abdomen, y entonces ambas estuvieron cara a cara.

    Y ahí Kate pudo ver directamente al rostro de la absoluta locura, y la más profunda maldad. Un rostro con las proporciones de una niña, pero con las marcas, la mirada y la mueca de una mujer cruel y desquiciada, con dientes ennegrecidos, ojos desorbitados, y decenas de cortadas recorriéndole la piel, y que manchaban su rostro de su propia sangre.

    Ese era su verdadero rostro.

    Esa era Esther.

    Esa era Leena Klammer…

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    Las máscaras cayeron para la nueva niña y su madre adoptiva. Aquella noche ella no fue más Esther, y se volcó por completo en ser Leena Klammer, aquel horrible monstruo que tanto se esforzaba por esconder pero que al final siempre terminaba por dominarla. Y Kate dejó de intentar fingir ser su madre amorosa, y revelar abiertamente el desalmado y egoísta ser que siempre fue. Porque Esther estaba segura: ella nunca la quiso en su casa. En su mente la verdad era clara. Todo había sido un mar de mentiras, y la habían usado como su juguete para armar su familia soñada, sin pensar en ella ni un instante. Igual que su familia anterior… o la anterior… o cualquier otra persona que se había cruzado en su vida desde que tenía memoria.

    Porque ella nunca era nada para esas personas, más allá de un rostro bonito y un cuerpo infantil, sin corazón ni derecho a amar o ser amada como ella deseaba.

    Enserio había intentado que las cosas funcionaran esa vez. Esther estuvo segura desde el inicio de que podrían haber sido una familia feliz, si tan sólo hubieran hecho las cosas tal y como ella se las decía; ¿era eso tan complicado? Lo único que ella quería a cambio de ser la hija perfecta, linda y bien portada que ellos deseaban, era el cariño de su nuevo papá, sin ninguna restricción. Pero Kate, como bien le contaría a Lily tiempo después: “era bastante suspicaz y celosa. No le agradaba la idea de compartir el afecto de papi.”

    Al principio todo iba bien, pero poco a poco Kate se fue alejando de ella, y comenzó a desconfiar, a aislarla, y a poner a todos en su contra sin motivo. Y todo porque sentía celos de la nueva niña consentida de papá. Y al final todos le dieron la espalda: Kate, Daniel, John, incluso Max… Todos rechazaron su afecto.

    Y si ellos no querían su cariño, recibirían todo su odio…

    Ya se había encargado de John, quien se atrevió a rechazarla después de que ella había hecho todo eso por él y sólo por él. Y Daniel, de seguro ya no le quedaba mucho, sino era que ya había estirado la pata. Sólo quedaban ellas dos: Kate y la pequeña y dulce Max. Quizás su hermanita aún tenía salvación; ya lo verían. Pero Kate… ella moriría, en ese mismo sitio y por su propia mano; igual que su amado John…

    La tenía ya ahí recostada en el frío hielo, golpeada, cansada y mareada, pero ella tenía toda la furia y la adrenalina moviéndola sin importarle el dolor de sus cortadas, sus golpes, o incluso el brazo roto. En su mano sujetaba su cuchillo, aún manchado con la sangre de John, y lo arremetía repetidas veces contra la desvalida Kate. O, quizás no tan desvalida, pues se las arreglaba para protegerse con sus brazos, sujetarlas de las muñecas y apartar aquella letal hoja de ella. Leena gritaba y gemía con cada ataque que lanzaba, uno más cerca de su objetivo que el anterior. Sólo debía apuñalarla en un ojo, en su cuello, y todo lo demás sería pan comido. Pero ella seguía luchando, y luchando. ¿Por qué?, ¿por qué seguía creyendo que podía hacer algo para salvarse de esa o a su destrozada familia? Pasara lo que pasara, ella ya había ganado.

    La tomó fuertemente del cuello con su mano derecha, apretándola contra el hielo. Luego dejó caer el cuchillo cruentamente contra su cara, directo a su ojo izquierdo. Kate alzó sus dos manos y la tomó firmemente de su muñeca, deteniéndola con el la punta del cuchillo a escasos centímetros de su rostro. Pero Leena comenzó a oprimir y oprimir, y Kate a jalarla hacia un lado. Sólo una tendría éxito.

    Leena escuchó de pronto una detonación a su espalda; un disparo, del revolver de John que ella había tomado. Se volteó por encima de su hombro, y divisó entre la ventisca a Max, de pie colina arriba, sujetando el arma con ambas manos y apuntando temblorosa en su dirección.

    «No, tú no» pensó Leena, dolida por tal traición. Incluso Max le había dado la espalda. Ahora ella también tendría que morir.

    Lo que ni Leena ni Kate se dieron cuenta, es que dicho disparo en efecto no le había dado a la atacante de su madre como ella quería, pero sí había dado directo en el hielo justo detrás de ella. Del agujero creado por el disparo comenzó a extenderse una fisura que se fue alargando hacia donde las dos mujeres luchaban. El hielo se debilitó, y de un segundo a otro la superficie sobre la cual las dos reposaban se quebró, y ambas cayeron irremediablemente al agua congelada que se ocultaba debajo de ellas.

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    Si el frío del exterior ya las impregnaba, el que sintieron ambas al sumergirse en el interior de aquel estanque congelado fue sencillamente indescriptible. En otras circunstancias, aquello posiblemente las hubiera paralizado, pero el instinto de supervivencia y de lucha las mantenía en movimiento. Kate se quitó rápido a Leena de encima, y la empujó para alejarla de ella. Luego nadó con todas sus fuerzas hacia el exterior, sintiendo un lapso de desesperación por unos segundos, cuando no encontraba el agujero por el que habían ingresado. Al dar a tientas con él, rápidamente sacó su rostro al exterior, inhalando todo el aire que le fue posible, aunque el frío que le inundaba el cuerpo el dificultaba de todas formas el respirar con normalidad.

    Se agarró de la orilla del hielo, intentando jalarse hacia arriba, pero sus dedos entumecidos se resbalaban por la superficie. Cuando parecía que al fin había logrado un progreso, sintió como Leena salía también de debajo del agua y se sujetaba firmemente de su cuello con un brazo, mientras su otra mano seguía aferrada a su cuchillo. Su peso sobre sus hombros, sin embargo, provocó que ambas se hundieran de nuevo antes de que la asesina pudiera apuñalarla, pero aún debajo del agua siguió intentándolo. Kate pudo bloquear los primeros intentos, pero al final uno de ellos dio directo en su costado derecho. La hoja se hundió en su carne, y no pudo evitar soltar un grito ahogado de dolor que soltó todo el aire que tenía guardado.

    El sabor de su propia sangre mezclado en con el agua le llegó a su boca. El dolor que sentía era inmenso, y encima de todo se seguían hundiendo, alejándose poco a poco de aquella única salida. El instinto de supervivencia de Kate se activó en su máximo, sobreponiéndose al miedo y al dolor. Jaló con fuerza su codo hacia atrás, clavándolo en la boca del estómago de su atacante. Ésta se dobló un poco, liberando ligeramente su agarre. Kate no perdió el tiempo, y se las arregló para lanzar otro codazo más, pero esta vez directo y con más fuerza hacia la cara de Leena. El pequeño cuerpo de la mujer se hizo hacia atrás por el empuje, y su nariz le sangró. Kate pudo entonces liberarse y comenzar a nadar con todas sus fuerzas hacia la superficie, dejando a Leena atrás, aturdida y golpeada.

    Una vez más Kate logró salir a la superficie, inhalando una fuerte cantidad de aire, no sin antes toser un poco de agua fuera de sus pulmones. Se aferró como pudo a la orilla del hielo para mantenerse a flote. Cuando logró alzar su borrosa mirada al frente, distinguió ante ella el pijama rosa y blanco de Max. La niña se encontraba de pie frente al agujero, con sus pies descalzos sobre el hielo.

    —Aléjate —pronunció con fuerza, al momento que agitaba una mano con desesperación para que su hija le entendiera—. Es muy peligroso, aléjate.

    No sabía que tan débil seguía el hielo, y podía abrirse otro agujero en cualquier momento. A pesar de toda lo apremiante de su propia situación, la primera preocupación de Kate era la seguridad de su hija. Max, por su lado, comprendió el ademán de su madre, y rápidamente comenzó a retroceder por el hielo hasta pararse a la orilla del estanque.

    Kate comenzó ahora sí a jalarse hacia afuera del agua. Aquello resultó ser una tarea aún más titánica de lo que había pensado, pero poco a poco lo fue logrando. Se fue arrastrando por el hielo, intentando alejarse del agujero lo más rápido posible. Ya estaba prácticamente totalmente afuera, cuando entonces sintió como la tomaban con fuerza de su pierna derecha.

    Se viró incrédula hacia atrás, notando el brazo de Esther sobresaliendo del agua congelada y sujetándola firmemente. El rostro de la asesina surgió poco después, jalando igualmente la mayor cantidad de aire a sus pulmones. Sus cabellos húmedos estaban pegados contra su cara, y las cortadas dibujaban grotescos surcos por toda ésta. Kate intentó alejarse mientras Esther recuperaba el aliento, pero ella no la soltó. Se aferró a su pierna desesperadamente, en un intento de ayudarse a salir.

    —Por favor... —susurró Leena de pronto con un doloroso tono de súplica. Kate la miró, y notó como la miraba desde su posición con sus ojos temerosos. Todo el cuerpo le temblaba, y su voz se quebraba en cada palabra—. Por favor… no me dejes morir, mami...

    Y por un instante, Kate fue capaz de ver a través de los ojos de aquel monstruo, un rastro de palpable humanidad. Pudo sentir por un momento que detrás de ese rostro se escondía una niña real, que había pasado por su infierno personal que sólo ella conocía con exactitud, y que la habían convertido en lo que era y la habían llevado justo a ese lugar y momento. Y pudo ver también en ese mismo instante a Esther, aquella adorable niña que había escogido convertir en su hija, y darle todo el amor y cariño que tenía. La misma con la que se sentó las tardes a tocar el piano, y a la que abrazó y besó en el invernadero frente al memorial de Jessica. La Esther a la que, por un momento, estuvo a punto de amar genuinamente.

    Vio y sintió todo eso… pero no le importó.

    Porque Esther no existía. No había humanidad, ni dulzura, ni inocencia en esa criatura; sólo la locura y la maldad de Leena Klammer, la que había intentado matar a sus hijos, asesinado a sus padres anteriores, a la hermana Abigail, a su esposo, y sólo Dios sabía a qué tantos más. Y el hecho de que pensara siquiera en jugar con sus sentimientos en un vacío intento de compasión, la llenó de una intensa rabia que le tensó cada músculo de su cuerpo, y la hizo sobreponerse a cualquier rastro de cansancio o dolor que le quedara encima.

    —¡Yo no soy tu puta mami! —le gritó con todas sus fuerzas, llena por completo de ira. Leena se sobresaltó al escuchar tales palabras, pero el asombro le duró poco. Toda esa fuerza renovada se acumuló y acumuló en el pecho de Kate, hasta explotar en la forma de una intensa patada de su pie izquierdo, que le dio directo en la cara a la asesina. Un machón rojizo de sangre brotó de su labio y nariz, y su cabeza fue lanzada por completo hacia atrás, y más allá.

    El cuerpo entero de Leena se desplomó hacia atrás, cayendo al agua y desapareciendo por completo de la vista de Kate y Max.

    Kate observó el agujero, como si esperara que fuera a volver a salir una vez más. Luego de unos segundos dejó de esperar, y en su lugar se puso de pie lo mejor que pudo. Avanzó cautelosa por el hielo hacia Max, que la esperaba en la orilla. Tomó a la pequeña en sus brazos, sorprendiéndose de que aún le quedaran fuerzas para cargarla. Al tenerla contra ella, Kate comenzó a sollozar con fuerza, de alivio pero también inundada por el profundo terror que había pasado. Max igualmente comenzó a llorar, hundiendo su rostro contra el cuello de su mami…

    —Todo está bien, todo está bien —susurró despacio Kate, calmándose poco a poco.

    Ambas avanzaron entre los árboles en dirección al camino, al encuentro de los policías con linternas que ya se encontraban peinando el perímetro, y no tardaron en dar con ellas.

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    Aquella última patada había golpeado con la fuerza y la forma correctas para, no sólo empujar la cabeza de Leena completamente hacia atrás, sino además destrozarle su delgado cuello en el mismo movimiento. Ella lo pudo sentir en el acto. “Oyes el fuerte crack,” le describiría a Lily años después, “pero no en tus oídos, sino en todo tu cuerpo, como si todos tus huesos vibraran.” Y justamente eso fue lo último que sintió, antes de comenzar lentamente a ya no sentir nada en lo absoluto.

    El primer par de segundos seguía consciente, pero ya no podía moverse, o quizás más bien no era capaz de pensar o entender lo que hacer tal cosa implicaba. Ya ni siquiera respiraba, y no sentía que a su cuerpo aquello le importara más. No oponía resistencia ni anhelo alguno por cambiar su situación. Sólo se dejaba llevar, sumergiéndose lentamente en aquella fría agua, alejándose cada vez más de la luz y sumiéndose en la oscuridad. Y en un momento, todo se volvió solamente eso: eterna y profunda oscuridad; sin que ella cerrara sus ojos, sencillamente ya no era capaz de ver. Pero tampoco hubo más dolor ni preocupación, y eso le provocó una inusual paz que no tuvo problema en abrazar de una vez por todas…

    —Leena —logró escuchar como un susurro lejano, a pesar de que se suponía que ya no debería poder escuchar nada—. Tú nombre será Leena. Así se llamaba mi abuela. ¿Sabes qué significa? Significa Luz, o eso decía ella. Pero para ti será así, porque tú eres una lucecita que viene a alumbrar mi vida, ¿oíste?; por muy poco que me quede de ella…

    Comenzó a sentir un poco de calor brotando de su estómago y subiendo por su pecho. Su vista se fue aclarando poco a poco, hasta vislumbrar una silueta borrosa, como machones sin forma sobre un lienzo. Le pareció que era una persona, una que ella no conocía… ¿o sí?

    —No te mentiré, Leena —murmuró de nuevo la misma voz, y le pareció distinguir que aquella silueta delante de ella pasaba su mano delicadamente por su abultado vientre—. Este mundo puede ser cruel y horrible, y yo lo sé de sobra. Pero siempre encontrarás aunque se aun poco de luz, incluso en la más recóndita oscuridad. Y aunque yo no pueda estar contigo a cada momento, quiero que sepas que te amo, y siempre te amaré. Sé buena, Leena… aunque el mundo te pisotee, sé buena… sé mucho mejor de lo que yo fui…

    Y entonces su rostro se dibujó completamente, y Leena lo vio tan claro como si la tuviera justo delante de ella: una hermosa mujer de cabellos rubios y ojos verdes, con facciones delicadas, nariz pequeña, y radiante sonrisa. Un rostro que ella nunca había visto, ni una sola vez, y aun así reconoció…

    —Mamá… —susurró despacio, aunque bien podría sólo haberlo pensado.

    Alguien la tomó fuertemente de su hombro en ese momento, hasta provocarle una fuerte sensación de dolor; ¿aún era capaz de sentirlo? Aquello la trajo poco a poco de nuevo la luz y la claridad. Miró hacia su hombro, pues ya también podía volver a ver. La mano que la sujetaba era gris, con llagas horribles, uñas largas que se encajaban en su piel… y era fría, muy fría.

    Se giró rápidamente hacia atrás para ver bien quién era, pero entonces fue como si todo su cuerpo hubiera dado un giro completo, cambiando no sólo de posición, sino de sitio.

    Sus ojos se abrieron (aunque en realidad nunca se cerraron), y su boca jaló un aire tan frío que hizo que le doliera los pulmones. Luego comenzó a toser con fuerza, y su cuerpo se dobló en sí mismo hasta hacer un ovillo. Sintió poco después la sensación irritante del hielo contra su cara y su costado; ¿estaba afuera del estanque?

    Se giró, recostándose sobre su espalda. Sobre ella se cernía un gran mar de estrellas, y el brillo inconfundible de una hermosa luna llena. Viró su cuello hacia un lado, y ahí contempló, a sólo unos centímetros de ella, el agujero en el hielo, como una tumba abierta.

    ¿Había salido?

    ¿Cómo?

    ¿Cuánto tiempo había pasado?

    Sentía la cara entumecida, el cuerpo le temblaba presa de todo el frío, y el hielo le quemaba la piel… pero no sentía nada más. Se sentó, y llevó su mano a su cuello, palpándolo para estar seguro de que en efecto seguía ahí, y estaba entero; parecía ser así. Su atención se centró en su brazo izquierdo, aquel que había roto ella misma hace sólo unos días, pero que ahora… no le dolía más en lo absoluto. Incluso golpeó el hielo con fuerza con su mano para verificarlo, y el golpe en efecto le dolió hasta hacerla gemir un poco… pero se desvaneció rápido.

    —Estoy viva —susurró sorprendida, y miró de nuevo hacia el cielo, como si esperara ver ahí escrita la respuesta a todas sus interrogantes—. ¡Estoy viva! —Gritó con más fuerza y comenzó a reír, dejándose incluso caer de espaldas al hielo.

    ¿Qué había pasado?, era algo que se estaría preguntando durante todos los ocho años siguientes. Pero en aquel momento estaba segura de que había sido un milagro, un verdadero milagro de Dios… O de algo más.

    Escuchó pasos y voces a lo lejos. Al sentarse de nuevo, notó luces moviéndose entre los árboles. No se esperó a averiguar quiénes eran. Rápidamente se paró, dio un par de pasos, pero terminó resbalándose en el hielo y cayéndose de bruces, abriéndose el labio contra el hielo. Se alzó, se limpió con una mano y vio su propia sangre en su mano. Soltó una maldición y volvió a pasarse la mano… y su labio ya no le dolió. Y al ver su dedo, ya no tenía más sangre.

    —¿Qué? —Susurró atónita.

    Las voces y los pasos se hicieron más cercanos, por lo que se forzó a reaccionar. Gateó rápidamente por el hielo hasta llegar a la orilla del estanque, donde ya pudo pararse firme en sus dos pies y comenzar a correr bosque adentro. Sus piernas entumidas tardaron en reaccionar, pero conforme la circulación de su sangre fue aumentando, su cuerpo entero se iba calentando y comenzado a mover más deprisa.

    Corrió y corrió en una sola dirección, sin fijarse hacia dónde ni mirar atrás. Y no se detuvo hasta el sol salió… No, de hecho, más bien no dejó de correr hasta varios años después.

    FIN DEL CAPÍTULO 78

    Notas del Autor:

    Kate Coleman está basada en el respectivo personaje de la película Orphan del 2009, respetándose por completo lo que respecta a su apariencia, personalidad y papel.

    —Gran parte de lo narrado se encuentra basado en los acontecimientos narrados en la película de Orphan o La Huérfana, sobre todo en su parte final, pero narrado desde las perspectivas de Kate y Esther, y agregando algunos detalles adicionales como el destino final de Esther luego de lo visto en la película. En los próximos capítulos se harán referencias a sucesos y personajes de dicha película, pero todo ocurrirá en un tiempo posterior a ésta.

    Como les mencioné en las notas anteriores, nos toca tener otro flashback, pero será uno muy importante enfocado en dos personajes: Esther y Kate Coleman. Si tienen suficiente memoria de los capítulos anteriores, podrán deducir qué es lo que veremos a continuación y que aún no se había explicado. Y si no, estén al pendiente para los próximos capítulos para averiguarlo.
     
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    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 79.
    ¿Qué demonios eres?

    La alarma del celular de Katherine Coleman sonó como siempre a las siete de la mañana en punto. Se había vuelto bastante común que dicha alarma sorprendiera a la maestra de música ya despierta, al menos desde una hora antes. Sin embargo, esa había sido una de las esporádicas noches en las que se permitía tomar una pastilla para conciliar el sueño. Y, como le ocurría todas las mañanas posteriores a eso, al sonar la alarma se sobresaltó asustada y preocupada, mirando en todas direcciones en busca de alguna amenaza invisible entre las sombras de su cuarto. Su respiración y su corazón se encontraban agitados, pero poco a poco se fueron calmando conforme se volvía consciente de en dónde estaba, y cuándo.

    Había comenzado a desarrollar una insana culpa al simple hecho de dormir toda la noche. La sola idea de dejar de estar en alerta por tantas horas le parecía un gravísimo error, a pesar de lo mucho que su terapeuta le dijera todo lo contrario. Y poco importaba que hubiera cableado toda esa casa con alarmas de seguridad y detectores en cada ventana y puerta, o que durmiera con un arma de fuego cargada sobre su buró, y el número de emergencias en llamada rápida. Aún a pesar de todo eso, sentía la apremiante necesidad de estar siempre al pendiente y lista. Pero a veces, el cansancio acumulado terminaba por ganarle, y no le quedaba más que recurrir a esa maldita (y bendita) pastillita azul, para intentar dormir aunque fuera cuatro o cinco horas seguidas; a veces más.

    Una vez que logró sobreponerse al estrés habitual, el efecto somnífero de la pastilla volvió a hacerse presente, pero intentó sobreponerse a éste rápido. Tomó el revólver, lo guardó en su estuche negro, y éste en el interior del cajón de su cómoda. Se retiró de encima el cobertor de su cama individual, y se levantó. Se estiró al tiempo que bostezaba profundamente y caminaba hacia las ventanas. Abrió las gruesas cortinas hacia los lados, dejando entrar los primeros rayos del sol veraniego de Lewiston, Maine.

    Salió de su cuarto, siguiendo su costumbre de encender todas las luces conforme iba avanzando, dirigiéndose a la primera puerta casi contigua a la suya. Se aproximó cautelosa al muchacho en la cama, casi tropezándose (otra vez) con sus tenis en el suelo, pero logrando llegar sana a su destino. Se sentó a la orilla de la cama y con una mano comenzó a mover un poco al chico.

    —Arriba, Daniel —murmuró Kate mientras lo movía. El chico se estiró y luego volteó a verla con sus ojos adormilados, incapaz aún de mantener ambos abiertos al mismo tiempo—. Vamos, cariño. Ya es hora de levantarse.

    —Ya voy… —le respondió el muchacho, soltando un largo bostezo.

    Daniel Coleman siempre había dado la apariencia de un chiquillo escuálido y un poco tonto. Sin embargo, su fuerza de voluntad era tal que había logrado sobrevivir a los dos intentos de asesinato que habían caído sobre él; el primero la caída desde lo alto del árbol en donde se encontraba su casa del árbol, y el segundo el intento de asfixiarlo en su propia cama de hospital. Ocupó varios meses de frustrante terapia para curarse físicamente, pero al final lo había logrado, vuelto a caminar, y recuperado casi en su totalidad la movilidad de su cuello; aún le dolía a veces si intentaba girarlo bruscamente haca atrás.

    La recuperación emocional y psicológica, esa aún tomaría más de tiempo.

    Mientras su hijo mayor se desperezaba, Kate salió y se dirigió a la puerta de enfrente, adornada con calcomanías de unicornios, osos y patitos. Abrió la puerta con cuidado, asomándose hacia el interior. Envuelta en su cobertor rosado, Maxine Coleman aún reposaba plácidamente. En un inicio tras… el incidente, Max y Daniel también tuvieron sus problemas para dormir, pero lo superaron relativamente rápido; mucho más rápido de ella, en definitiva. Eso le causaba bastante alivio, y a la vez un poco de envidia.

    Se aproximó también hacia la cama de la niña, sentándose a su lado. Colocó una mano sobre ella y la agitó un poco, relativamente más suave que a Daniel. La pequeña se giró sobre sí misma, abrió sus ojitos azulados y la miró entre las sombras. Se veía tan adorable ahí recostada, incluso con sus hermosos rizos dorados totalmente despeinados y sin forma. Max ya tenía en esos momentos nueve años; la misma edad que, supuestamente, tenía Esther cuando la adoptaron.

    —¿Cómo estás, dulzura? —pronunció Kate despacio, al mismo tiempo que usaba el lenguaje de señas para acompañar sus palabras.

    Max la miró, le sonrió aún adormilada, y entonces le respondió con sus manos:

    “Bien. ¿Y tú?”

    “Mejor que nunca.” Respondió Kate de la misma manera.

    La niña estiró su mano hacia el buró a un lado de la cama, tomando sus audífonos. Kate le retiró el cobertor de encima, la ayudó a pararse y la guio al baño para que no chocara contra alguna pared, pues era básicamente una sonámbula que aún no había despertado del todo.

    Ya habían pasado para ese entonces más de cuatro años desde aquella horrible noche en el estanque congelado. En cuanto le fue posible, Kate tomó a sus dos hijos y se mudó, dejando atrás su hogar al sur de Connecticut para mudarse ahí a Lewiston, donde la madre de su fallecido esposo vivía la mayor parte del año. Si por ella fuera, se hubiera ido mucho más lejos; a la otra punta del país, por ejemplo. Pero debía ser realista. Ahora era una viuda que debía encargarse de criar y mantener a sus dos hijos pequeños, y necesitaba toda la ayuda que le fuera posible. Y aunque habían llegado a tener sus diferencias, su suegra Bárbara amaba a sus nietos, y había sido un gran apoyo para los tres durante ese difícil proceso. Incluso los hospedó el primer año y medio en su departamento de sólo dos habitaciones, hasta que Kate le fue posible cobrar el seguro de vida de John, y con una parte de éste conseguirse esa casa un poco más grande y cómoda en los suburbios.

    Pero eso sí, nunca tendría otra como aquella hermosa casa que John les había diseñado y construido él mismo para ellos, y que ahora de seguro era más como un oscuro y frío mausoleo. Ni siquiera había logrado venderla aún, aunque tampoco había puesto mucho empeño en ello. Quizás, muy en el fondo, guardaba la esperanza de que algún día sus hijos y ella pudieran volver, aunque en esos momentos simplemente le resultara imposible siquiera el considerarlo.

    Ya despiertos, lavados y vestidos, Kate y sus dos hijos se reunieron en la mesa cuadrada en el centro de la cocina. Mientras los niños terminaban de arreglarse, su madre había bajado para prepararles unos huevos estrellados y pan tostado. Max quería de su cereal azucarado, pero Kate se mantuvo firme en su menú. Los tres se sentaron a comer con relativamente calma, pues aún tenían suficiente tiempo.

    A Kate le agradaban mucho esos momentos, en los que podían estar los tres juntos, en silencio, sin ninguna otra preocupación especial más allá de la cotidianidad de un simple desayuno.

    —Recuerden que hoy pasa su abuela por ustedes a la escuela —pronunció Kate de pronto a mitad de la comida, siempre acompañando sus palabras de las señas de su mano para que Max también le entendiera—, y creo que los llevará a comer.

    —¿Hoy? —Exclamó Daniel, sorprendido.

    —Sí, hoy —asintió Kate—. Está en el calendario

    Señaló entonces en dirección a la pizarra blanca colgada en una de las paredes de la cocina, donde venía marcada la semana de lunes a viernes, incluyendo las horas de salida de cada uno de los chicos, así como las horas de las clases de Kate; había tenido problemas para conseguir un trabajo estable cuando recién se mudó, pero había logrado obtener unas horas como maestra de música en el campus local de la Universidad del Sur de Maine, que era de momento lo mejor que podía pedir. En el calendario también estaban sus sesiones con su terapeuta, y ese día le habían movido a Kate una para esa tarde. Por esto mismo, estaba marcado que ese día la abuela Bárbara pasaría a recoger a ambos a la escuela.

    Daniel miró sobre su hombro a la pizarra por más tiempo del necesario, como si esperara que mirándola lo suficiente ésta cambiaría. Se viró entonces de nuevo hacia su madre, algo temeroso, y pronunció:

    —Es que… Brian nos invitó a la pista de patinaje para jugar hockey después de clases.

    Kate alzó su mirada confundida hacia su hijo, casi como si éste le hubiera hablado en algún extraño lenguaje que no había entendido.

    —¿Brian?, ¿cuál Brian? —inquirió con cierta asertividad en su voz.

    —Brian, mi compañero de clases —recalcó Daniel con seguridad—. Ya te había…

    —No —pronunció Kate tajantemente, sin darle oportunidad de terminar lo que pensaba decir—. Lo siento, pero no, Dani. Tengo clases hasta las dos y media, y luego tengo mi sesión con el Dr. Jones de tres a cuatro. No puedo llevarte.

    —Me puedo ir con ellos. El papá de Brian…

    —No conozco a Brian, y mucho menos a su papá —interrumpió Kate de del mismo modo que antes. Una irritación difícil de esconder se había apoderado no sólo de su voz, si no de prácticamente todos sus ademanes—. Sabes que no debes ir a ningún lugar, que no sea la escuela, si no estás conmigo o con tu abuela. Lo sabes muy bien, Daniel. No lo discutamos más, por favor.

    Dando el tema por terminado, Kate se viró de nuevo hacia su plato, y pareció que Daniel haría justo lo mismo. Sin embargo, el muchacho no dio ni un bocado más, antes de que dejara caer sus cubiertos despectivamente contra su plato, y el tintineo hiciera temblar el silencio en el que se habían sumido.

    —¿Hasta cuándo? —cuestionó Daniel con seriedad.

    —¿Qué dices?

    —¡¿Hasta cuándo seguiremos así?! —Espetó el chico molesto, alzando significativamente la voz—. ¡No podemos escondernos para siempre! Ya no sé ni qué excusa inventarles a mis amigos para decirles porque no puedo ir a sus fiestas, o ir a hacer tareas a sus casas. Somos como rehenes, mamá. No podemos ni ir al baño sin que nos estés vigilando.

    Kate lo observó en silencio con rostro estoico, mientras él le hacía tan repentino reclamo. Durante esos cuatro años, había tenido que estar imponiendo ciertas reglas estrictas sobre lo que sus hijos podían o no hacer fuera de casa. Eso se había traducido, en efecto, en tener que saltarse eventos y actividades en los cuales ella no pudiera estar cerca a cada momento. Aquello sin lugar a duda podría resultarles frustrante y exagerado a sus hijos, y no sólo a ellos. Pero Kate lo hacía por un fin primordial, que sus hijos conocían muy bien. Por eso, el que la cuestionara de esa forma, simplemente le era…

    La maestra de música respiró hondo, se limpió sus labios con una servilleta, y entonces se sentó derecha, intentando permanecer calmada… sin lograrlo precisamente.

    —¿Cómo rehenes? —Susurró despacio sin mirar a su hijo—. ¿Eso es lo que sientes?, ¿qué los trato como rehenes?

    Guardó silencio unos segundos, y luego de pronto dio un fuerte manotazo contra la mesa que casi hizo saltar los platos. Aquello hizo estremecerse tanto a Daniel como a Max, que miraron a su madre con ojos bien abiertos y asustados.

    —¡¿Crees que a mí me encanta esto, Daniel?!, ¡¿crees que lo hago porque lo disfruto?! —Le lanzó Kate con marcado enojo desbordándose de su rostro. El chico, por mero reflejo, bajó su mirada apenado—. ¿Necesitas enserio que te explique de nuevo porque hacemos las cosas de esta forma? ¡Mírame cuando te hablo! —Le ordenó con la misma severidad de antes, y él así lo hizo.

    Kate se vio reflejada de pronto en los ojos nerviosos de su hijo, y fue consciente de que lo había hecho otra vez… Se había dejado lleva por su enojo. Por suerte esa vez pudo darse cuenta antes de decir o hacer algo de lo que se arrepintiera enserio. Cerró los ojos de nuevo, respiró profundamente por su nariz, y dejó que poco a poco la calma volviera a su ser.

    —Lo siento —se disculpó estando bastante más tranquila. Se paró entonces de su silla y caminó hasta colocarse entre sus dos hijos y así poder abrazar sus cabezas al mismo tiempo, pegándolos contra ella y dándoles un par de besos en sus cabelleras a cada uno—. Todo lo que quiero es que estén a salvo. Son lo más preciado que tengo… lo único que me importa…

    —Lo sé, mamá —respondió Daniel, rodeándola también con sus brazos; Max lo imitó poco después—. Lo siento…

    Kate lloró un poco, aunque no lo deseara. Siempre había sido una mujer muy emocional, pero en esa última época de su vida se había esforzado por ser una persona más fuerte y no dejarse doblegar de esa forma por sus sentimientos. Irónicamente, había logrado quizás el efecto contrario.

    —No importa —murmuró mientras se limpiaba rápidamente las pequeñas lágrimas que se dejaron ver—. Escucha, habla con tu abuela. Si ella acepta acompañarte a la pista de patinaje con Max y quedarse ahí contigo, entonces puedes ir; ¿de acuerdo? Pero no te muevas de ese sitio sin ella. ¿Puedo confiar en ti?

    —Sí, mamá —respondió Daniel apresuradamente, y se permitió volverla a abrazar, feliz y emocionado—. Gracias.

    Kate sonrió y pasó sus dedos lentamente por la cabellera rubia de su niño. Unos años atrás se consideraba a sí mismo demasiado grande como para abrazar y besar a su madre, y el sólo proponérselo lo ponía de mal humor. Kate debía admitir que le agradaba esa nueva cercanía que habían desarrollado, aunque hubiera preferido que se originara por otro motivo.

    —Agarren sus mochilas, nos vamos ya —les indicó apurada, también con señas, dirigiéndose al recibidor para tomar su bolso. Los dos chicos se apresuraron a obedecer e ir detrás de ella hacia la puerta de entrada.

    — — — —​

    El día estaba soleado pero con temperatura agradable. Las vacaciones de verano estaban a la vuelta de la esquina, y parecía que ese sería un buen año para ir de viaje a alguna playa; claro, si hubiera el dinero suficiente para ello.

    Nunca habían sido precisamente millonarios, pero ciertamente su situación actual los hacía ver lo afortunados que eran en su vida anterior. Por ejemplo, en esos momentos los tres viajaban en un compacto Hyundai 2006 que Kate había adquirido en una ganga, y que les había resultado de momento bastante satisfactorio para sus necesidades. Su vehículo anterior y el de John, ambos nuevos del año en aquel entonces, los había vendido para poder ayudar a financiar su mudanza. Y claro, la casa en la que ahora vivían era bastante más modesta, pero el año pasado se las había arreglado para conseguirse un piano, aunque mucho más sencillo del que tenía anteriormente, y lo acomodó como pudo en su sala de estar para así poder dar clases privadas y ganar un poco más de dinero. Daniel iba ahora a la escuela pública, y Max había logrado entrar a una primaria privada especial para niños con su condición, pero todo gracias a una beca que había obtenido por sus excelentes calificaciones.

    Su dinero ahorrado, el que le quedaba del seguro de su esposo, lo que ganaba como maestra por horas en la universidad, y un extra por las esporádicas clases privadas, era lo que los mantenía a flote mes con mes; y claro, la ayuda ocasional de la abuela Bárbara, aunque ciertamente intentaba recurrir a ella lo menos posible. Y, al menos de momento, estaban bien. Se podía decir que el tema del dinero no era el que más los preocupaba… en comparación a otros.

    Como era su rutina, Max se sentó al frente con su madre. Daniel se sentó atrás, en donde prefería estar para poder enviar mensajes por su celular con más privacidad. Aunque eso de privacidad era relativo, pues constantemente Kate lo vigilaba por el espejo retrovisor, como si esperara poder verle en la cara qué era lo que tanto escribía. Más de una ocasión habían tenido una discusión sobre la seguridad de usar esos aparatos, en especial dada su situación. Sólo le quedaba confiar en que sus advertencias habían servido de algo.

    La escuela de Daniel se encontraba primero en el recorrido de Kate, así que siempre era el primero en bajarse. Su despedida solía ser corta y rápida, y esa mañana también lo fue. Kate no lo había pensado seriamente antes, pero el propio Daniel bien había dicho esa mañana que se sentía como un rehén bajo la constante supervisión de su madre. Si era así, entonces debía parecerle grandioso esos momentos en los que podía apartarse de ella aunque fuera unas horas. Kate intentaba no sentirse ofendida, pero era difícil.

    Durante el siguiente trayecto, Kate se dio cuenta de que Max miraba constantemente por la ventana, como si en realidad no quisiera mirarla. Y, si no la miraba, ella no podía como tal comunicarse con ella, lo que podría traducirse en que no quería hablar. Kate pensó que quizás estaba exagerando, pero ese tipo de actitud distante por parte de su hija menor le resultaba inusual. De hecho, pensándolo un poco mejor, Kate se dio cuenta de que había estado así desde el desayuno.

    Cuando el vehículo se paró delante de la primaria de Max, ésta se retiró rápidamente el cinturón de seguridad, y casi pareció querer saltar del vehículo sin siquiera voltear a verla. Eso fue suficiente para que Kate confirmara sus sospechas, así que rápidamente se permitió tomarla delicadamente del brazo para detenerla. Max la volteó a ver con sus ojos asustados, y Kate intentó tranquilizarla con una pequeña sonrisa, que en realidad no era sincera.

    —¿Qué tienes, linda? —Le preguntó tanto con su voz como con sus manos.

    Max agachó su mirada insegura, y apretó fuertemente sus labios; un signo de estrés o preocupación que Kate había notado que hacía en ocasiones. Luego de titubear un rato, Max levantó su mirada hacia ella y le respondió:

    “¿Estás enojada con Daniel?”

    Kate se sobresaltó un poco por su pregunta.

    —No, tranquila —negó rápidamente, y luego prosiguió con lenguaje de señas: “No estoy enojada. Daniel sólo se siente un poco frustrado, y eso me frustra un poco a mí. ¿Lo entiendes?”

    Max asintió despacio, pero casi de inmediato agachó su cabeza, pensativa. Kate la tomó suavemente de su barbilla y movió su rostro para que la volviera a mirar. La sonrisa en sus labios era más amplia, y sobre todo más sincera. Le preguntó entonces directamente:

    “¿Tú cómo te sientes?”

    Max volvió a titubear, aunque no tanto como antes, y al final le contestó con más confianza:

    “Lily siempre me invita a su casa a dormir, pero yo siempre le digo que no, porque sé que tú estarías preocupada.”

    Aquello fue como un pequeño golpe en el pecho de Kate que le cortó el aliento.

    Esa no era la primera vez que Daniel expresaba su inconformidad con las reglas (aunque sí la más grave). Pero Max nunca, en esos cuatro años, había expresado algún “pero” o queja al respecto; incluso cuando casi siempre le tocaba ser la que su madre o abuela estuvieran cuidando, mientras Daniel se divertía. Pero Maxine ya no era una niña pequeña. Pronto tendría diez años, querría tener más amigas, ir a pijamadas y fiestas de cumpleaños; incluso en algún momento, que Kate esperaba fuera en mucho, mucho tiempo, tener un novio. Pero quizás en su deseo de protegerla, estaba intentando que se quedara como una niña obediente, o casi como una muñequita a la que podía llevar de arriba abajo sin queja alguna.

    Aquello casi hizo que Kate volviera a llorar, pero respiró lentamente para intentar calmarse; aun así sus ojos se humedecieron un poco.

    —Gracias, mi amor —le respondió Kate con relativa calma. Pasó poco después su mano delicadamente por su rostro, y luego prosiguió—: Pero podemos invitar a Lily y a tus demás amigas a dormir en nuestra casa, si quieres. ¿Sí?

    Maxine sonrió ampliamente con emoción, y asintió feliz a su propuesta. Kate sintió un júbilo especial al ver a su pequeña así, como no había sentido en mucho tiempo. Se inclinó hacia ella para darle un beso en su frente, y abrazarla unos segundos. Se separaron, y antes de que Max se bajara del vehículo se giró hacia su madre y le señaló:

    “Te amo.”

    Kate sonrió, y le respondió de la misma manera:

    “Y yo a ti.”

    — — — —​

    Desde la pérdida de su bebé Jessica, Kate había ido regularmente a terapia con Dra. Browning en Hamden. Su mudanza a Lewiston, y el hecho de que ya no podía confiar en ella tras haberse puesto del lado de Esther, hicieron que ya no pudiera seguir viéndola. Sin embargo, después de lo ocurrido, la terapia era más necesaria que nunca, y no sólo para ella. La Dra. Browning le había recomendado a un colega suyo, el Dr. Robert Jones, supuestamente experto en salud mental de la mujer. Era un poco costoso, considerando que tenía que pagar a parte la terapia infantil para Daniel y Max, pero ese era uno de los pocos gastos en el que no estaba dispuesta a escatimar.

    Para Kate esas sesiones servían principalmente como un espacio seguro en dónde podía dejar salir todo lo que tenía dentro; toda frustración, tristeza y enojo que la estuviera consumiendo, prefería soltarlo ahí en consultorio del Dr. Jones, antes de hacerlo en casa con sus hijos. Y esa tarde en particular tenía mucho que soltar.

    Terminada sus clases de ese día, tuvo sólo media hora para moverse del campus hacia el Centro Médico Central, en donde el Dr. Jones tenía su consultorio. Si no había tráfico, podría llegar sin problema; si lo había, llegaría casi rozando la hora. Ocurrió segundo.

    Para Kate, el tema central a discutir debía ser lo ocurrido esa mañana con sus hijos. Tenía varios asuntos acumulados desde la semana pasada, sobre todo porque le habían movido su sesión dos días. Pero ese tema era el que más ocupaba su mente y le imposibilitaba poder pensar en cualquier otro.

    —Hoy casi exploto en el desayuno —comentó cargada de bastante culpa, estando sentada en el cómodo sillón para pacientes delante del doctor—. Daniel me hizo enojar tanto que por un instante… pensé en tomar mi plato y… —su voz se cortó, incapaz de terminar su oración.

    —¿Y? —cuestión el Dr. Jones, un hombre de piel oscura, de rostro alargado y arrugado, y cabello color ceniza—. Adelante Kate, puedes decirlo. ¿Qué querías hacer con ese plato?

    Kate inhaló lentamente por su nariz, y exhaló del mismo modo por su boca. El tan sólo pensar en la respuesta a esa pregunta le revolvía el estómago, no se diga tener que pronunciarla en voz alta.

    —No lo sé… —susurró encogiéndose de hombros—. Estrellarlo contra la pared, tirarlo al piso, no sé… Pero no lo hice —recalcó rápidamente, alzando un dedo enfrente de ella. El psiquiatra asintió lentamente como aprobación—. Es que me sentí tan frustrada. Me dijo que se sentía como un rehén, ¿puedes creerlo?; que no lo dejaba ni ir al baño solo. Yo pensaba que él más que nadie entendería y me agradecería por hacer todo esto. Pero últimamente se ha puesto tan difícil…

    La maestra de música inclinó su cuerpo hacia el frente y se tomó su cabeza con ambas manos, como si intentara que le dejara de doler o dar vueltas, pero se trataba más bien de un marcado ademán de frustración.

    —Daniel es un adolescente —señaló el Dr. Jones—. Inevitablemente querrá más libertad, salir a fiestas, tener novia; si es que no tiene ya una y le ha dado miedo decirte.

    —Me ha cruzado por la cabeza —respondió Kate, alzando de nuevo la mirada. Su hijo siempre había sido algo precoz en ese terreno, y había sospechado que tantos mensajes de texto por el celular no eran solamente con sus amigos—. ¿Pero cómo es que no entiende que todas estas rutinas y cuidados son por algo? Ya no es un niño. Y todo por lo que él mismo pasó…

    —Los jóvenes manejan las cosas de una forma diferente a nosotros —respondió Jones—. ¿Sigue yendo a terapia con la Dra. Mildred?

    —A regañadientes, pero sí.

    —Es importante que no la deje. Quizás este deseo que le ha surgido de querer salir de la burbuja, es de hecho una buena señal de progreso. Quizás sea momento de que poco a poco, tu familia y tú vayan volviendo a la normalidad.

    Kate lo miró fijamente, incrédula, e incluso soltó una pequeña risilla burlona.

    —¿Burbuja?, ¿cuál burbuja? Lo dejé ir a la pista de patinaje, ¿no?

    —Bajo la supervisión de su abuela y su hermanita. No es precisamente la imagen que un adolescente de catorce años espera darles a sus amigos.

    Kate resopló frustrada. Se recargó por completo contra el sofá y se cruzó de brazos, adoptando una posición claramente defensiva.

    —¿Y qué se supone que debo hacer?, ¿eh? —Cuestionó, asertiva, y conforme progresaba su tono se volvió más beligerante—. ¿Fingir que nada pasó y decirle: oye, ve a dónde quieras, con quien quieras, no duermas aquí si no quieres? ¿Cómo esperan tú y él que lo proteja de una demente que puede disfrazarse de una inocente niña? De alguien que puede entrar caminando tranquilamente a esa pista, y acercársele sin que nadie la note siquiera. ¿Y tú me dices que debo volver a la normalidad? ¿A qué maldita normalidad se supone que debemos volver?

    Kate fue consciente de que estaba perdiendo el control, pero no le importó. Jones, por su lado, mantuvo la calma como alguien en su posición estaba obligado a siempre mantener, hasta que ya no fuera posible.

    —Kate —comenzó a decir el psiquiatra—, han pasado cuatro años, y…

    —No empieces de nuevo, Robert —le interrumpió Kate abruptamente, y se cruzó aún más de brazos, e incluso se viró hacia otro lado para ya no mirarlo directamente—. Ya dije que no voy a poner eso a discusión, y menos contigo. Esther está viva, yo lo sé; sigue ahí afuera y nos quiere hacer daño. Y no me importa si han pasado cuatro, diez o cincuenta años. Hasta que no la vea en la plancha de una morgue con su frío rostro muerto, yo seguiré protegiendo a mis hijos.

    —¿Estás segura que viendo su rostro muerto ya estarías en paz?

    Ella lo miró de nuevo, claramente confundida por la pregunta.

    —¿Qué quieres decir?

    El Dr. Jones respiró lentamente, cruzó sus piernas, y apoyó sus manos sobre sus rodillas, en una posición relajada que a Kate siempre le había parecido un poco prepotente.

    —Kate —murmuró—, has dejado que tus últimos cuatro años giren sólo en torno a Esther; o, más bien, a Leena Klammer. ¿Cuánto tiempo más vas a dejar que esta mujer domine tu vida de esta forma? Si es que sigue viva…

    —Sigue viva —indicó Kate fervientemente, pero Jones prosiguió con sus palabras.

    —Si es que sigue viva, no tiene por qué hacerte daño alguno, ni a ti, ni a tus hijos. Prácticamente ya les destrozó su vida sin siquiera acercárseles de nuevo, porque tú se lo has permitido.

    Kate se sobresaltó, casi ofendida por tal insinuación. Sabía que el deber de los terapeutas era hacer que uno se enfrentara con sus propias conductas destructivas, y casi nunca era una experiencia agradable. Pero no podía aceptar que le estuviera diciendo, palabas más, palabras menos, que todo eso era su culpa.

    —Eso no es justo —le respondió enojada.

    —No, no lo es —asintió Jones—. Nada de lo que te pasó hace cuatro años es justo. Pasaste por una experiencia traumática, y nadie te recrimina por tener miedo por ti y tus hijos; ni siquiera Daniel. Pero en este tiempo que llevamos viéndonos, te has resistido a avanzar, Kate. Te rehúsas a dejar atrás a Esther, porque prácticamente has formado tu vida actual en base a ella. Incluso nunca te he oído referirte a ella como Leena, ¿sabes? Insistes en llamarla Esther, con ese nombre falso con el que la adoptaste, como si quisieras de nuevo mantener con vida la imagen de tu hija perdida.

    —No te atrevas a compararla con Jessica —le advirtió Kate, casi como una amenaza. Sin embargo, Jones permaneció tranquilo.

    —Tú misma eres quien lo acaba de hacer. Pero, ¿no crees que muy en el fondo podrías estar de luto por la idea e imagen que te habías hecho de Esther, así como en su momento lo estuviste por tu bebé no nacida? De una u otra forma, la has convertido en la persona más influyente e importante en tu vida, siga con vida o no.

    Kate se sintió tentada a pronunciar de nuevo su tajante “sigue viva.” Sin embargo, se sintió tan azorada por las cosas que decía de Esther y como “dejaba” que influyera en ella, que sus palabras simplemente se atoraron en su garganta. Y por más que le enojara y ofendiera la insinuación de que la había convertido en la persona más importante de su vida, debía aceptar que quizás, muy en el fondo como él bien había dicho, existía algo de razón en eso. Después de todo, ¿cuántas veces en esos cuatro años había pensado en John, en Daniel, en Max o en ella misma, sin que la imagen de Esther estuviera involucrada? ¿No era esa maldita psicópata el primer y último pensamiento que tenía cada día? ¿No era su amenaza constante su fiel compañera a dónde quiera que iba?

    Quizás estuviera convencida de que Esther estaba viva. Pero, aun así, aquello se sentía como si su fantasma se empeñara en perseguirla constantemente. Y ella, de cierta forma, no se lo impedía.

    Jones descruzó sus piernas y se inclinó más hacia el frente, encarando a la mujer delante de él.

    —Ya han pasado cuatro años —repitió el psiquiatra—. ¿Cuánto tiempo más deseas seguir de esta forma?

    Kate lo miró en silencio, y soltó entonces un profundo suspiro.

    —Daniel me preguntó algo parecido esta mañana —respondió la maestra de música con pesar—. Yo quisiera realmente dejar esto atrás, enserio. Pero no puedo… no hasta que esté segura de que ella realmente ya no está por ahí…

    — — — —​

    Terminada la sesión, Kate se dirigió directo a su casa, sin ninguna escala. Se le cruzó por la mente pasar por la tienda de vinos, como le cruzaba dos o tres veces a la semana. Pero como todas esas ocasiones anteriores, la pasó de largo. Había tenido una pequeña recaída con el alcohol unos días después de la muerte de John, cuando la realidad de todo lo que se le venía de ahí en adelante le cayó encima. Pero tomó todas las fuerzas que le quedaban en ella para no dejarse caer más allá de eso, y seguir adelante por sus hijos. Desde entonces llevaba cuatro años sobria, y contando. Si hubiera ido a Alcohólicos Anónimos quizás le darían una medalla, pero seguía sin sentir que lo necesitara.

    La sesión terminó por no servirle tanto para desahogarse como para darle mucho en qué pensar. No era la primera vez que el Dr. Jones la encaraba con un argumento como ese, pero en esa ocasión sentía que le había llegado más hondo. Quizás fue debido a esa discusión con sus hijos en la mañana, y sobre todo lo que Max le había dicho. En conjunto todo aquello le hizo darse cuenta, quizás por primera vez, que su actitud podía estar arrastrando y afectando más a sus hijos de lo que los ayudaba.

    Pero, ¿cuál era la alternativa? ¿Volver a la normalidad como Jones decía y fingir que nada había pasado? Aunque, siendo justa, él no le había dicho que fuera algo de un día para otro, sino poco a poco. Dejar que Esther saliera de sus vidas un paso a la vez.

    Claro, todo eso se decía fácil. Pero, ¿cómo era que se hacía algo así?

    Llegó a casa faltando veinte minutos para las cinco. Al ingresar, le sorprendió darse cuenta de que las luces estaban apagadas; al parecer Daniel y Max aún no habían llegado. Cerró la puerta, dejó su bolso unos momentos en el mueble del vestíbulo, y se apresuró al panel numérico de la alarma (otro gasto en el que no escatimaría) para desactivarla antes de que sonara. El tablero dio un pitido y sus botones brillaron en verde.

    Se estiró un poco, desperezando un poco sus músculos. Se encaminó de regreso a la puerta para cerrarla con llave, cuando escuchó su celular sonar en su bolso. Se desvió entonces hasta ese sitio, esculcando entre sus cosas para sacar su teléfono. En la pantalla vio el nombre “Daniel”, acompañado de una foto de su hijo, tantos años más joven que ya prácticamente no se parecía; de entrada, ahora usaba el cabello bastante más corto.

    Sintió una punzada dolorosa en el pecho al ver eso, y tuvo de golpe un mal presentimiento. ¿Por qué no habían llegado todavía?, ¿qué tanto tiempo iban a estar en la pista? ¿Y por qué le llamaba?, ¿había ocurrido algo malo? ¿Y por qué la llamaba él y no Bárbara? Un sinfín de ideas le recorrió la cabeza en un segundo, mientras el teléfono seguía sonando. Un instante antes de que la llamada se cortara sola, pudo reaccionar rápidamente, responder y acercarse el dispositivo a su oído.

    —¿Hola? —respondió apresurada, y del otro lado tardaron sólo una fracción de segundo en responder, pero a Kate le pareció eterno. Y por un momento pensó que la voz que oiría no sería la de su hijo.

    —Mamá, hola —pronunció Daniel en la línea, y Kate pudo respirar, aunque sólo poco.

    —Daniel, ¿qué pasa? —Le preguntó Kate intentando ocultar su preocupación. Mientras hablaba, comenzó a encaminarse hacia la cocina—. ¿Ya vienen para acá?

    —Es que… —Daniel titubeó un poco, y eso hizo que la preocupación de Kate volviera a elevarse—. Brian y los otros chicos van a ir a la pizzería, y quería saber si me permitías acompañarlos.

    Kate tardó en reaccionar. Por un lado, al escuchar el verdadero motivo de la llamada pudo liberar gran parte de la tensión que se le había acumulado en el pecho. Pero, pasado ese primer estado de ánimo, pudo comprender mejor lo que su hijo le estaba diciendo, y saltó progresivamente hacia otra dirección.

    —¿Qué? —exclamó entre sorprendida y molesta—. Daniel, tú y yo hicimos un trato.

    —Lo sé, lo sé —respondió el chico rápidamente—, por eso te estoy hablando para pedirte permiso. Sólo sería una hora, ni un minuto más; te lo prometo. La abuela dice que ella puede ir un rato con Max al centro comercial, y me recoge exactamente en una hora.

    Kate guardó silencio, quizás más del que deseaba. No era que no supiera qué responderle, sino que más bien su lengua se había trabado y le impedía el hablar, como si una parte de ella estuviera consciente de que no debía decir lo que pensaba. Como fuera, ese silencio pareció ser suficiente para transmitirle a Daniel un poco de la incertidumbre de su madre.

    —Pero… si no estás de acuerdo, le diré que nos lleve de una vez a la casa —agregó el muchacho, decaído y resignación.

    Kate respiró hondo, y se frotó su frente con sus dedos delicadamente.

    —Daniel… —Comenzó a decir, pero de nuevo su lengua no coopero.

    Se retiró un poco su teléfono de su oído, y miró pensativa hacia la puerta metálica del refrigerador, perdida en el brillo de la luz de la cocina reflejada en ésta, aunque su mente en realidad divagaba en otro sitio.

    “Prácticamente ya les destrozó su vida sin siquiera acercárseles de nuevo, porque tú se lo has permitido.”

    Esas malditas palabras resonaron en la mente de Kate, seguidas de otras tantas pronunciadas durante la sesión de ese día. Lo que menos deseaba era permitir que Esther, Leena Klammer, o como se llamara tuviera ese poder sobre ellos, que aceptaba quizás ella misma había permitido. Y tampoco quería que sus hijos se siguieran sintiendo de esa forma; como rehenes…

    Sintió la boca seca. Tomó un vaso limpio, lo llenó de agua en el fregadero, y dio un sorbo mediano de él. Eso la alivió un poco.

    «Volver a la normalidad, un paso a la vez» se dijo a sí misma, como si intentara convencerse. Dejar que su hijo salga con sus amigos una hora sin su supervisión, ¿contaba cómo un primer paso? Ya le había ofrecido a Max también el invitar a sus amigas a dormir, así que sería de cierta forma justo. Sin embargo, necesitó de mucha fuerza, casi la misma que ocupó para salir de ese estanque congelado, para poder ella misma dar ese paso.

    —Está bien, puedes ir —pronunció de pronto, casi como un doloroso suspiro.

    —¿Enserio? —Exclamó Daniel, atónito.

    —Sí, pero sólo una hora. Y por favor, Daniel, no te muevas de la pizzería. Por lo que más quieras, así el papá de Brian los quiera llevar a todos a Six Flags, no te muevas de ahí. ¿Puedo confiar en ti?

    —Por completo —respondió el chico sin duda alguna, notándose realmente emocionado—. Gracias, gracias. Llego en una hora, lo juro.

    —Está bien —rio Kate, inusualmente contenta—. Te quiero, Dani.

    —Y yo a ti mamá. Gracias.

    El júbilo en su voz era tal que Kate sintió que de haber estado frente a frente, incluso habría accedido a darle un abrazo de nuevo. Cortaron la llamada justo después, y Kate se quedó de pie frente al fregadero, incapaz de borrar la sonrisa de su rostro. Había sido difícil hacerlo, pero ahora era víctima de una sensación de paz que le resultó de pronto desconocida, pero le dio la bienvenida sin problema.

    Lo siguiente sería la pijamada de Max. Y de ahí iría dando pequeños pasos, poco a poco. Hasta que, quizás algún día, pudieran volver a sus vidas anteriores, o incluso a unas mejores.

    Respiró hondo para intentar calmarse, y siguió bebiendo de su vaso agua tranquilamente.

    Y entonces escuchó un pitido, uno muy característico y conocido por ella.

    El sonido del sensor cuando la puerta principal se abría.

    Kate se giró rápidamente hacia la entrada de la cocina, soltando su vaso aún con un cuarto de agua en él, que se precipitó al suelo y se rompió, mojando sus pies. Sin embargo, ella apenas y lo notó. Sus sentidos se habían puesto totalmente en alerta, y todo su cuerpo se tensó. A diferente de la mano que sujetaba el vaso, los dedos de la otra se apretaron fuertemente a su teléfono celular.

    ¿Había cerrado con llave con puerta? No lo recordaba… Había llegado, había ido a apagar la alarma, y entonces… su teléfono sonó, y vino a la cocina.

    ¿Había dejado abierto?, ¿ella que siempre tenía tanto cuidado en todo lo que hacía para la protección de su casa? ¿Tantas cosas pasaban por su mente ese día que había omitido algo tan básico?

    Pero, aunque hubiera sido así, sólo había sido una vez; no tendría por qué haber ocurrido nada sólo por una vez, ¿o sí? Eso era… ridículo. Y comenzó incluso a dudar si acaso había oído tal pitido. Quizás sólo lo había imaginado, ¿no sería ello más lógico? Y mientras se preguntaba todo aquello, comenzó a avanzar casi sin darse cuenta de regreso al vestíbulo. Paso a paso, con precaución en cada uno. Echó un vistazo discretamente, apenas asomando uno ojo. La puerta estaba cerrada, justo como la había dejado antes de apagar la alarma.

    Se aproximó, algo más decidida, hacia la puerta, sujetó la manija, la movió y la jaló. La puerta se abrió; en efecto la había dejado sin llave, y la secuencia de los acontecimientos desde que entró se volvió bastante clara y se lo confirmó.

    Rápidamente cerró de nuevo la puerta, y no sólo le puso llave, sino que con gran premura le colocó los tres pasadores, prácticamente en automático sin pensárselo mucho. Y una vez que estuvo completamente cerrada, pegó su frente contra la superficie de madera de la puerta y comenzó a respirar lentamente, intentando calmarse.

    ¿Había o no oído el sonido de la puerta abriéndose? No estaba segura. Estaba distraída pensando en otra cosa. Quizás sólo estaba demasiado estresada, quizás aún le estaba haciendo efecto la maldita pastilla para dormir de la noche anterior, o quizás…

    El sonido estridente del piano la sacó completamente de sus pensamientos. Aunque no era justo llamarlo estridente. La ejecución fluía con total naturalidad, con los tiempos perfectos; ninguno de sus alumnos, ni de los privados ni de universidad, o incluso ella misma, podrían tocar con tal maestría la pieza de La Cosecha de Tchaikovsky. Y esa pieza en especial le traía el recuerdo de un acontecimiento bastante similar ocurrido cuatro años atrás; uno que se había prácticamente sepultado en sus recuerdos tras todo lo que acontecido después de él.

    En el recuerdo, ella también iba llegando a su casa. Estaba en la cocina guardando las cosas que había comprado en la tienda, y entonces escuchó esa misma pieza. Ella se aproximó cautelosa a la sala, justo como ella comenzó a hacerlo en ese mismo momento, atraída por la melodía como presa de algún embrujo.

    Todo se volvió tan irreal para Kate en esos momentos. Se sentía tan ligera como si caminara en el aire, la melodía retumbaba en sus oídos, y sentía como si toda la casa diera vueltas. ¿Era eso un sueño? Le parecía haber soñado algo similar, y no hace mucho. ¿O sólo era como esas veces que sentías ya haber soñado algo parecido antes pero sólo era un engaño de la mente?

    Como fuera, su cabeza divagó en esa irrealidad y se alejó flotando de su cuerpo, dejando que éste se parara solo en el marco de la sala, y posara sus ojos en el piano. En efecto, era mucho más modesto y anticuado que el que tenía en Hamden. El cuarto que lo rodeaba también era muy distinto. Había ahora una pequeña chimenea a un lado del piano, que en estos momentos estaba tapada y en desuso. Al otro lado había un sillón grande, y perpendicular a éste uno más pequeño. Había un gran ventanal con cortina rojas, en ese momento cerradas, cubriendo por completo del exterior lo que ahí acontecía. Pero sentada en el banquillo delante del piano, contempló una figura bastante conocida, delegada y pequeña, enfundada en el interior de un vestido azul a cuadros, y con su cabello oscuro como noche sujeto en dos coquetas colas con listones azules. Aquel ser, tan irreal como todo lo demás que le rodeaba, hacía que sus dedos bailaran por las teclas del piano con singular gracia.

    Kate se quedó de pie en el umbral, inmóvil, absorta en aquella visión espectral, y en la música que entonaba.

    —El antiguo piano era mucho mejor que éste —entonó la vocecilla procedente de aquel ser, abriéndose paso entre las diferentes notas que flotaban en el aire—. Y creo que le hace falta una afinada.

    «No he tenido tiempo» fue lo que cruzó por la mente de Kate, aunque quizás no precisamente con esas palabras tan específicas y bien estructuradas.

    —Todo ocurrió tan rápido, que ya no tuvimos oportunidad de hablar sobre esto —prosiguió la misma vocecilla, y Kate deseaba gritarle con todas sus fuerzas que se callara, pues ella no estaba ahí. Pero no lo hizo, y con ello le dio su bendición para que dijera todo lo que quisiera decir—. Mi madre murió cuando yo nací, pero creo que eso ya lo investigaste. Lo que quizás no venía en esos artículos que leíste, es que mi padre me culpaba por su muerte. Y cuando no se alcoholizaba, me golpeaba, o desquitaba su frustración sexual en mí, prefería mejor verme lo mínimo posible. Intenté ser una buena hija, y hacer todo para llamar su atención y su afecto. Por eso me metí en un sinfín de actividades que me convirtieran en una mujer interesante para él. Música, pintura, ballet… por mencionar las más “normales.” Intenté destacarme en todo, pero siempre fui la enana rara y fea a la que los demás veían con desdén. Y encima a mi padre nunca le importó realmente si era buena para algo o no. Por ejemplo, toqué en un gran recital cuando tenía dieciséis… ¿o quizás diecisiete? Es difícil recordar ya. Lo hice perfecto, y el público me aplaudió… aunque no tanto como a la puta de Mia Viano, y sólo porque se pavoneó por el escenario con su vestido rojo ajustado y escote hasta el ombligo, enseñando y presumiendo sus tetas frescas de adolescente. Tuvo un… pequeño accidente en las escaleras del conservatorio un par de días después, ahora que lo recuerdo; qué triste. Mi padre ni siquiera se presentó.

    »Pero no fue una pérdida de tiempo. Realmente disfrutaba tocar. E incluso cuando me vi forzada a vivir en la calle, en un par de ocasiones me metí a un bar a tocar unas cuantas melodías a cambio de algunas monedas. Era la niña vagabunda prodigio San Petersburgo. Claro, siempre me iba antes de alguien hiciera demasiadas preguntas. Es por eso que cuando vi el piano en tu casa me emocioné tanto, Kate. Y cuando te ofreciste a enseñarme, no pude decirte que no. Quería que poco a poco vieras cómo iba progresando, y te sintieras orgullosa de mí; y de ti, de paso. No fue mi intención mentirte. Pero piénsalo: una niña dolida con un talento musical no reconocido, cruza su camino con una maestra de música frustrada por no poder enseñarle a sus hijos. ¿No es gracioso como obra la mano de Dios? ¿No crees que estaba destinado que yo me convirtiera en esa hija que compartiera tu amor por la música? Entiendo si no lo viste de esa forma, pues yo tampoco lo hice. No lo entendí… hasta mucho después.

    Terminó su interpretación con las últimas notas, y todo quedó en un casi lúgubre silencio, aunque Kate aún podía sentir un zumbido en sus oídos dejado como rastro de la presencia de esa bella melodía.

    El ser en el banquillo se giró en ese momento hacia ella y la contempló con sus enigmáticos ojos verdes, decorando su rostro infantil e inocente con lidas pecas. Esbozó una ancha sonrisa llena de ternura, y entonces pronunció, ya sin la música opacando su voz:

    —¿Cómo lo hice, mami? ¿Te gustó?

    Y fue en ese momento que Kate despertó, si acaso se le podría llamar de esa forma. Y se volvió consciente de que aquello no era un sueño, ni una visión o alucinación. Lo que se mostraba ante ella era real… muy real.

    Rápidamente se dio media vuelta e intentó correr fuera de la sala. Sin embargo, apenas alcanzó a dar un paso cuando el estruendo de un disparo retumbó a sus espaldas, sintiendo como incluso la casa entera vibraba con éste. Y vio en el mismo instante por el rabillo del ojo como el marco de la entrada se astillaba, y pedazos de madera volaban por el aire. Aquello la obligó a detenerse por mero instinto, y mirar de reojo al sitio del impacto. La bala había cortado al aire a menos de diez centímetros de su cabeza, y podía verla ahí incrustada en la pared.

    —No te muevas —le indicó la inconfundible voz de Esther a sus espaldas. Sin verla, pudo sentir el arma entre sus manos apuntándole directo a la cabeza, y supo que si hacía el mero ademán de querer moverse, la siguiente bala daría en más de diez centímetros en su dirección—. Alza las manos y date la vuelta lentamente.

    Kate debía pensar lo más rápido posible. Se preparado todos esos años para ese momento, pero había llegado tan repentinamente y la había tomado tan de sorpresa, que sencillamente aún se le dificultaba creer que en verdad estuviera pasando. Agradecía al menos que sus hijos no estuvieran en casa.

    De momento optó por hacer justo lo que le decía para poder ver mejor la situación, y al mismo tiempo calmarse. Alzó sus manos, y sólo hasta ese momento se dio cuenta de que en la izquierda seguía sujetando su teléfono. Emergencias estaba en su marcado rápido, pero no estaba en la posición para hacer dicha llamada sin que su repentina intrusa se diera cuenta. Se giró lentamente, y el volver a mirarla no la hizo parecer ni un poco más real, sino incluso como algún tipo de imagen sacada de un viejo recuerdo reprimido. Pues de hecho ni uno de eso cuatro años parecía haber pasado en ella. Se veía tal y como la recordaba la última vez que la vio… Pero no con esa apariencia desquiciada del estanque, sino con ese look infantil y dulce que hacía aún muy difícil creer que ocultara a una mujer de más treinta años debajo.

    Esther ya se había parado del banquillo, y sujetaba con ambas manos una pistola totalmente negra, cuyo cañón apuntaba directo a la cara de Kate. Pero en lugar de asustarse, aquello le trajo de nuevo a su confundida mente la existencia de su propia arma, en esos momentos guardada en su estuche en el mueble a un lado de su cama.

    —Muy bien —asintió Esther, satisfecha—. Ahora suelta el teléfono y déjalo caer al suelo.

    —Los vecinos de seguro escucharon el disparo y llamarán a la policía —respondió Kate, intentando reflejar la mayor serenidad posible.

    —Quizás, si es que a alguien le interesas lo suficiente. Pero no creo que te hayas tomado la molestia de hacer muchos amigos por aquí, ¿o sí?

    Aquel comentario movió algo en el interior de Kate. En efecto, se había enfocado tanto en la protección de su casa y sus hijos, que sus relaciones interpersonales se habían reducido a prácticamente ninguna. Pero no dejó que eso la distrajera de la apremiante situación que enfrentaba.

    De pronto, notó como el rostro de la (falsa) niña se suavizaba un poco.

    —No vengo a hacerte daño, sólo quiero conversar —declaró abruptamente—. Fue muy difícil para mí reunir el valor de venir a verte, así que no compliques más las cosas, por favor.

    —¿Conversar? —Murmuró Kate, incrédula—. De acuerdo, baja el arma y conversaremos todo lo que quieras.

    —Suelta el teléfono, y entonces hablaremos del arma —insistió Esther con un tono de exigencia que no dejaba lugar para la negociación. Igual Kate no esperaba que en verdad hiciera caso a su petición; sólo quería hacer tiempo en lo que pensaba las cosas.

    Los segundos pasaron y se volvió evidente que ambas se sentían cada vez más tensas por la inacción de la otra. Kate apretaba firmemente sus dedos a su teléfono, sabiendo que era quizás lo único que podría sacarla bien librada de eso… además de su arma.

    Tomó una decisión en el momento; e incorrecta o no, fue suya.

    Repentinamente, en lugar de sólo soltar el teléfono y dejarlo caer, lo arrojó con fuerza al frente, directo hacia Esther. Éste acto tomó por sorpresa a la intrusa, cuya única reacción fue alzar su brazo para protegerse, y el teléfono la golpeó fuertemente en el antebrazo. Disparó a ciegas el instante siguiente, pero para ese momento Kate que ya había emprendido la huida. La bala pasó rosando sus rubios cabellos y se incrustó en la pared del vestíbulo.

    Kate corrió con todas sus fuerzas en dirección a las escaleras para subir a la planta alta. Tenía su pie derecho puesto en el primer escalón, y el segundo en el aire aproximándose al segundo, cuando vio de reojo como la figura de Esther salía corriendo por la otra entrada de la sala y se lanzaba hacia ella, acompañada de un grito, tacleándola. Su posición no le permitió mantener el equilibrio, y cayó hacia un lado, golpeándose el hombro con el barandal. Soltó un gemido de dolor y cayó de espaldas al piso.

    Esther se colocó rápidamente sobre ella, intentando someterla. Todo se volvió como un mal Déjà vu de aquella noche en el estanque congelado, sólo que Esther no tenía en esos momentos un cuchillo, sino un arma de fuego. Y Kate tampoco era ya la misma; había tomado varias lecciones de defensa personal, justo para un momento como ese. La tomó entonces de la muñeca que sujetaba el arma, apartándola lejos de ella. Luego, con su mano libre, le dio un golpe con fuerza en su antebrazo, haciendo que su atacante fuera ahora la que gimiera de dolor, y además abriera su mano y soltara el arma. Kata no se quedó ahí, y de inmediato lanzó su mano abierta directo a su cuello, golpeándolo con fuerza y cortándole la respiración. Pudo entonces quitársela de encima jalándola del brazo y prácticamente estrellándola contra las escaleras.

    Mientras Esther yacía en los escalones intentando recuperar el aliento, Kate miró rápidamente alrededor, intentando ver dónde había caído el arma. La divisó a un par de metros de ella en el piso, por lo que rápidamente intentó alargarse hacia ella para tomarla. Sus dedos ya casi rozaban el mango, cuando sintió como el cuerpo de Esther se colocaba de nuevo sobre ella, ahora en su espalda, la tomaba de su cabello y entonces empujaba su cara fuertemente contra el piso, haciendo que se golpeara su nariz y labio, y además se desorientara por un momento. Esther aprovechó éste momento para lanzarse al frente hacia el arma, tomarla y, sentada en el piso, virarse hacia Kate y apuntarla con el arma, con el cañón pegado a su frente.

    Aturdida y con su cara sangrando, Kate alzó su mirada hacia ella, y contempló como la miraba con sus ojos llenos de ira, y su respiración entrecortada (quizás en parte por el golpe).

    —¡Te dije que no quería hacerte daño! —Le gritó Esther furiosa—. Así que si dejas por un segundo tu maldita histeria…

    Antes de que terminara de hablar, Kate tomó fuerza y determinación para golpear fuertemente el brazo de Esther, empujándolo hacia arriba. El arma se alejó de su frente, y un tercer disparo salió del cañón, dando en esta ocasión en el techo. Prácticamente en el mismo movimiento, Kate logró jalar su otra mano al frente, dándole un fuerte puñetazo en su cara a Esther, que empujó su cabeza hacia atrás. Se giró luego como pudo en el suelo, y estiró su pierna para patear a su atacante en el pecho y alejarla más de ella.

    Tomando esa distancia y con Esther desorientada por los golpes, Kate se paró lo más rápido que pudo, sintiéndose algo mareada al inicio y estando a punto de caerse por un momento, pero forzándose en reponerse lo más rápido posible para volver a correr. Pero no volvió a intentar subir las escaleras, sino que se dirigió de regreso a la sala. En esos momentos su teléfono estaba más cerca que su arma, y rogaba a Dios que no se hubiera dañado con el golpe.

    Cuando entró a la sala de estar, pudo ver de reojo que Esther ya se estaba poniendo de pie. Buscó desesperada el teléfono en la alfombra, y lo divisó justo delante de la chimenea luego de perder unos valiosos segundos. Se aproximó apresurada hacia él, pero a medio camino Esther se le lanzó corriendo, saltando a su espalda y prensándose de ella. Ambas cayeron al suelo, y Kate pudo notar como el teléfono era empujado por sus cuerpos hasta quedar debajo del sillón grande.

    En el suelo, Esther le rodeó cuello con un bazo, apretándolo fuertemente hasta casi asfixiarla, mientras con su otra mano sujetaba el arma contra su sien derecha. Kate intentó forcejear lo más posible, intentando quitársela de encima y mantener su arma lejos de su cabeza. Los ojos de la maestra de música se fijaron entonces en los tres atizadores de la chimenea, colocados en su base a un lado de ella. Esas tres barras de acero que no usaban para nada ya que la chimenea estaba tapada, y que siempre decía que movería al sótano pero nunca hacía. Ahora pensaba que quizás no lo había hecho por un motivo.

    —¡Me estás obligando a hacer algo que no quiero, Kate! —Le gritó Esther en su oído, llena de cólera.

    —¡Púdrete, perra! —Le respondió ella, al mismo tiempo que jalaba su codo hacia atrás con fuerza, clavándolo directo en el abdomen de Esther, haciendo que se doblara sin aire.

    Kate entonces se libró del brazo que le oprimía el cuello, y se las arregló para empujarla lejos de ella. Se arrastró entonces hacia los atizadores, tomando uno y tirando todos los demás al mismo tiempo. Jaló rápidamente su nueva arma hacia atrás sin siquiera ver, y sólo notó como Esther, sorprendida, se hacia atrás para esquivarla, y la punta del acero pasaba a milímetros de su cara. Kate volvió a jalar el arma hacia ella de inmediato, golpeándola en esta ocasión en el brazo que sujetaba el arma para tumbársela, haciéndola chillar por el daño.

    Kate se paró, y sin el menor titubeo alzó su arma por encima de su cabeza. Esther la miró desde abajo con sus ojos grandes llenos de la confusión y miedo propios de un niño inofensivo. Y quizás en otra ocasión Kate podría haber vacilado ante un rostro como ese, mirándola de esa forma. Pero no ese rostro, y no esa maldita desquiciada.

    Dejó caer con todas sus fuerzas el atizador contra la cabeza de Esther, dándole un golpe tan tremendo en la frente que incluso le pareció sentir como el acero rebotaba contra el hueso del cráneo. La cabeza se abrió, y una abundante cantidad de sangre comenzó a brotar de la herida, bañándole su cara. Antes de que incluso el cuerpo de la falsa niña tocara el suelo, Kate por mero reflejo dio un ataque más, golpeándola ahora en su costado derecho. El cuerpo entero de Esther se giró por la fuerza del impacto, cayendo bocabajo, pero con su mejilla presionada contra la alfombra.

    Kate, agitada y con todo su cuerpo temblando, se quedó unos instantes contemplando como la sangre comenzó a brotar de ambas heridas, empapando la tapete de rojo. Los ojos quietos e inertes de Esther miraban fijamente hacia un costado, perdidos en algo que sólo ellos eran capaz de ver. Kate sujetó el atizador con ambas manos delante de ella, como si esperara que se fuera a mover en cualquier momento, pero no lo hizo.

    ¿Estaba muerta?, ¿realmente o estaba?

    “¿Estás segura que viendo su rostro muerto ya estarías en paz?,” le había preguntado Jones más temprano. Y la verdad era que no, no sentía alivio alguno; o al menos no aún.

    Desvió su mirada, deseando no seguir viendo aquella horrible imagen. Logró reaccionar luego de quizás un par de minutos y soltó el atizador, dejándolo caer delante de ella. Sus manos le temblaban y no era capaz de controlarlas.

    No sabía si estaba muerta o no, pero fuera como fuera debía llamar a la policía de inmediato.

    No, primero debía llamar a Bárbara y decirle que pasara lo que pasara, no trajera a los niños; que se los llevara a su departamento, o a dónde fuera. Ellos por ningún motivo debían ver eso.

    Se dirigió entonces al sillón grande y se asomó debajo de éste. Divisó el teléfono y estiró su mano, pero la separación del sillón al suelo no le permitía entrar tanto. Se incorporó sólo un poco, empujó el sillón hacia atrás usando todas sus fuerzas, revelando su preciado dispositivo. Tomó el teléfono rápidamente, y lo revisó. La pantalla tenía una cuarteadura desde la parte superior hasta el centro de la pantalla. Pero encendía y no parecía haberse hecho ningún otro daño. Lo desbloqueó, fue a sus contactos, buscó el de Bárbara… y entonces sintió la presencia de pie detrás de ella.

    Kate sólo alcanzó a virarse un poco hacia atrás, antes de que sintiera como el atizador le golpeaba su muñeca, tan duró que sintió que se le había rotó. El teléfono se soltó de su mano, rebotando en la alfombra lejos de ella. Se sujetó su brazo adolorido y sangrando, y cuando intentó alzar su mirada hacia el atacante, fue recibida con otro fuerte golpe de la misma arma, pero ahora directo en su mejilla derecha, tan fuerte que casi le dislocó la quijada. Cayó hacia atrás sobre su costado izquierdo, presa del intenso dolor que le recorrió el rostro entero.

    Intentó mirar hacia atrás como pudo y vio de forma borrosa la pequeña espalda de Esther, y cómo dejaba caer una y otra vez el atizador contra su pobre celular, destrozándole por completo su pantalla, en el tercer golpe, y casi partiéndolo a la mitad al quinto. Y terminando con el dispositivo, se giró lentamente hacia ella. Sus ojos desorbitados y llenos de absoluta locura se posaron en ella, como los de un animal furioso que no desea comerte, sino simplemente hacerte trizas por haberlo molestado.

    —No debiste haber hecho eso —susurró Esther con voz carrasposa, pero terriblemente fría.

    Cubierto de su propia sangre, el rostro de Esther se veía aún más horrendo que en las peores pesadillas de Kate. Pero lo que nunca había visto en ninguna de ellas y le resultó aún más inenarrable, fue ver poco a poco las dos profundas heridas que le había hecho en la cabeza se iban cerrando, como si fueran eliminadas por un borrador de goma sobre un dibujo, hasta desaparecer completamente… como si nunca hubieran estado ahí.

    —Oh mi Dios… —Soltó Kate, presa del pánico y la confusión por lo que acababa de ver con sus propios ojos—. ¿Qué demonios eres…?

    Esther inclinó su cabeza hacia un lado, sin apartar sus ojos de ella ni un instante. Y con la misma penetrante frialdad de antes, respondió:

    —Es una buena pregunta…

    Justo después, alzó el atizador y lo dejó caer sólo una vez. El fierro aproximándose directo a su rostro fue lo último que Kate vio, antes de todo se volviera negro en un parpadeo.

    FIN DEL CAPÍTULO 79

    Notas del Autor:

    Como se explicó en el capítulo, los acontecimientos de este capítulo están ocurriendo 4 años después del final de la película original de Orphan del 2009, y por consiguiente están ocurriendo 4 años antes de los acontecimientos del presente en esta historia. Todo lo narrado aquí que fue de las vidas de Kate, Daniel y Max posterior al final de Orphan, es meramente de mi imaginación, pero claro basándome en todo lo que llegamos a ver durante dicha película. Estos han sido unos capítulos interesantes de escribir. Me he tenido que ver la película completa un par de veces más, sólo con tal de estar seguro de tener en la mente todo lo que necesito saber de estos personajes. ¿Qué les ha parecido? Con el capítulo siguiente terminamos con este flashback (será más corto que otros), y volveremos con Esther en el presente. Así que estén atentos.
     
  20.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX

    Capítulo 80.
    Últimas lágrimas

    Cerca de una hora después, los primeros rastros de consciencia de Kate fueron recibidos por el resonar de otra melodía, que entre toda su confusión y dolor le resultaba abominablemente familiar. Pero en esa ocasión no era entonada por un piano, sino por esa vocecilla que tanto le había taladrado sus oídos en sus pesadillas.

    Tienes que dar un poco… tomar un poco… Y deja que tu corazón se rompa un poco. Es la historia de… es la gloria del amor…

    Aun cuando todavía no despertaba del todo, Kate supo que era esa maldita canción que Esther insistía en cantar mientras se bañaba, con tal de que la dejara hacerlo con la puerta cerrada. Ahora sabía que era para que nadie vierta sus incriminatorias cicatrices, o que debajo de sus abultados vestidos se escondía un cuerpo con las proporciones de una mujer adulta.

    Los ojos de Kate se abrieron pesadamente, captando de manera borrosa el interior de su cocina. Su cabeza le dio vueltas y le colgó de un lado. Sus ojos amenazaron con volverse a cerrar, pero se resistió. Fue consciente entonces de que estaba sentada, posiblemente en una de las sillas de la mesa para desayunar. Un fuerte ardor le recorrió la cara entera de golpe, y ello fue suficiente para poder dar un brinco más significativo fuera de su letargo. Su primer impulso fue alzar su mano hacia el área que le dolía, pero no pudo; algo se lo impedía. Y se dio cuenta entonces de que no podía mover ni sus brazos ni sus piernas, y eso terminó por ayudarla a darle el último brinco para al fin despertarse.

    Kate miró aterrada hacia abajo, contemplando de inmediato que sus brazos y piernas estaban atadas fuertemente a la silla con gruesa cinta plateada. Y al intentar gritar, o al menos decir algo, se percató de que también tenía su boca cubierta, posiblemente con el mismo tipo de cinta.

    Tienes que reír un poco… llorar un poco… hasta que las nubes rueden un poco. Es la historia de… es la gloria del amor… Mientras estemos los dos…

    La canción se cortó abruptamente, y eso obligó a Kate a alzar su mirada al frente y contemplar con más claridad la situación. Estaba en efecto en su cocina, amarrada a una de sus sillas y colocada delante de la misma mesa donde esa mañana había estado desayunando con sus hijos. En la silla a su mano izquierda, ahí se encontró a Esther, sentada con una tabla de cortar delante de ella, sobre la cual cortaba al parecer rodajas de tomate con un cuchillo. Estaba también a su lado la bolsa de pan abierta, el envoltorio de jamón, así como los frascos de mayonesa y mostaza.

    En cuanto la vio, la falsa niña le sonrió con dulzura, similar a como Kate recordaba que la había sonreído cuando se conocieron. Al parecer se había lavado cuidosamente, pues su cara ya no tenía sangre (y de paso en efecto no tenía rastro alguno de los golpes que le había propinado), aunque su vestido azul igualmente seguía manchado.

    —Despertaste, menos mal —pronunció Esther con aparente alivio—. Ya me estaba preocupando un poco.

    Kate miró con más detenimiento la surreal escena. Notó que a un lado de la tabla Esther tenía un plato con dos rebanadas de pan, una con mayonesa y otra con mostaza, y una tenía demás un pedazo de jamón y una rebanada de queso amarillo. ¿Se estaba acaso preparando un sándwich?, ¿ahí en su propia cocina mientras ella yacía inconsciente y amarrada? Todo eso le pareció tan ridículo, que de nuevo la mente de Kate quiso inclinarse hacia la irrealidad y aceptar aquello como un simple sueño.

    —¿Te duele la cabeza? —Le preguntó Esther de pronto con curiosidad, y entonces extendió su mano para tomar una caja roja de paracetamol de la mesa, y enseñársela con peculiar orgullo—. Busqué en tu botiquín, pero sólo encontré esto para el dolor. Supongo que tendrá que bastar. Pero no es bueno que tomes medicamentos con el estómago vacío. Porque no has comido nada, ¿verdad? De tus clases te fuiste a tu sesión, y luego directo para acá.

    El hecho de que describiera con esa exactitud su tarde, hizo que una palpable preocupación se hiciera presente en la mirada de Kate. Esther lo notó, y en respuesta rio divertida.

    —Tranquila, no te estuve espiando —le aclaró—. Está anotado en el calendario —añadió justo después, señalando con el cuchillo hacia el calendario dibujado sobre la pizarra blanca—. Como sea, no tenía mucho tiempo para cocinarte algo en forma. Espero que este simple emparedado te sea suficiente.

    Esther colocó entonces dos rebanadas de tomate sobre el queso amarillo, y le colocó encima el pan con mostaza, sellando de esa forma su improvisado emparedado. Tomó el plato, se puso de pie y se aproximó a Kate con él. La maestra de música reacción asertivamente a su cercanía, comenzando a forcejear y gemir en un intento de librarse de sus ataduras, pero sin obtener ningún resultado.

    —Tranquila, no tiene nada raro —rio Esther, casi como burla—. Es sólo un emparedado normal.

    Colocó el plato delante de ella, y entonces se paró a su lado. Kate hizo su cuerpo lo más posible en la dirección contraria, intentando mantener la mayor distancia posible entre ambas, pero no era mucho lo que podía hacer, dada su situación.

    —Sé que comenzamos esto con el pie izquierdo —señaló Esther con voz tranquila, apoyando sus manos en el descansabrazos de la silla de Kate—, y acepto que en parte podría haber sido un poco mi culpa. Quizás debí haberme presentado de otra manera. Así que, empecemos de nuevo, ¿sí? Ahora te quitaré esto para que puedas comer...

    Esther extendió su mano hacia la cinta que le cubría la boca, y la retiró lentamente para no lastimarla. En cuanto tuvo sus labios libres, Kate tomó aire rápidamente y gritó a todo pulmón:

    —¡Auxilio! ¡Ayuda...!

    Pero sólo pudo pronunciar esas dos palabras, antes de que Esther le colocara de nuevo la cinta en su boca.

    —Entiendo, sigues molesta —masculló Esther, irritada—. Pero, ¿no crees que estás siendo un poco malagradecida? Igual no sé por qué te esfuerzas. Ya llevo un rato aquí, y tras esos tres disparos no parece que la policía venga en camino. Pero no te sientas mal. Quizás todos tus vecinos están trabajando, o crean que no es nada de qué preocuparse, o que alguien más se encargará. Suele pasar.

    Kate miró a su alrededor, como esperando ver en algún rincón algo que le hiciera pensar que esas palabras eran mentira. ¿Realmente nadie había oído los disparos? O, aún peor, ¿a nadie en realidad le importaba lo que le pudiera estar pasando? Se sentía tan perdida, pero a la vez frustrada. ¿Cómo era posible que todo eso le estuviera pasando justo en ese momento? ¿Por qué…?

    Notó entonces como Esther hacía el plato con el emparedado a un lado, y entonces se subía a la mesa de un brinco, sentándose en la orilla delante de ella, y quedando entonces ambas justo frente a frente. Esther incluso apoyó sus pies sobre los muslos de Kate, para que estos no quedaran colgando.

    —Miran, no te culpo por estar molesta, ¿de acuerdo? —comenzó a decirle con seriedad, mirándola fijamente—. Lo entiendo, te enojó lo de John. Pero siendo honestas, estás mejor sin él. Decía que te amaba, pero te recuerdo que te engañó, te lo ocultó, y luego te echó la culpa por lo de Max; y ambas sabemos que también te culpaba por lo de Jessica, aunque fuera un poco. Y luego te dio la espalda cuando más lo necesitabas, creyendo que eras una loca y una alcohólica. Pero todos los hombres son así; yo lo aprendí muy tarde también.

    Esther hizo una pausa en su declaración, y extendió su cuerpo hacia atrás para tomar una rebanada de pan de la bolsa. Volvió a su posición original, y comenzó a arrancar pequeños pedazos de la rodaja para metérselos uno a uno en la boca.

    —Y claro, lo de Daniel —espetó de pronto, como si el recuerdo le surgiera espontáneamente—. Supongo que eso también te debe de molestar un poco. Me disculpo por eso, ¿sí? Me asusté, y no pensaba las cosas con claridad. Pero tú no sabes cómo él me trataba. No fue Brenda quien me tiró los libros en la escuela, fue él. Se burlaba de mí con sus amigos, me llamaba retrasada y ve tú a saber qué tantas cosas más. Y no era tan buen niño cómo crees. ¿Sabías que escondía una nada desmerecedora colección de pornografía en esa linda casita del árbol? ¿O que le disparó a una paloma con su pistola de paintball y la iba a dejar morirse de hambre sin poder moverse? Deberías compartir eso con su terapeuta; el maltrato a los animales y la adicción a la pornografía son signos preocupantes en un niño, ¿sabes?

    Kate la observaba y escuchaba en silencio (aunque realmente no es que tuviera otra opción), en parte incrédula de estarla escuchando decir todas esas cosas. Era casi increíble cómo desvirtuaba todo lo sucedido hace cuatro años a su maldita conveniencia, de una forma que de seguro ni ella misma se lo creía. ¿Y enserio esperaba que ella se tragara todo eso?, ¿o sólo estaba jugando con ella? Kate se inclinaba por esa segunda opción.

    Esther siguió comiendo su rebanada por un rato más. Cuando ya iba a la mitad, se viró de nuevo a Kate y prosiguió.

    —Pero sé lo que piensas: nada de eso justifica haber querido matarlo... dos veces; ¿no es así?

    Guardó silencio unos instantes, en los que sólo se le quedó viendo mientras masticaba el pan en su boca. De pronto, se inclinó abruptamente al frente, acercando su rostro casi amenazante hacia ella. Kate se hizo hacia atrás por mero reflejo. En los ojos de Esther se visualizaba un poco de aquella rabia casi primitiva que había percibido en ella antes de que la dejara inconsciente, aunque se sentía un poco más diluida.

    —Pero tú me rompiste el cuello de una patada —masculló Esther con voz grave—, y me abandonaste en ese estanque a congelarme y pudrirme sola hasta la primavera. Y lo que hiciste con el atizador hace un rato, ¿cómo crees que sintió? Y en esta ocasión yo en verdad no deseaba lastimarte; tú provocaste todo esto. Así que para mí son dos horribles y dolorosas muertes, a cambio de… ¿una y media? —Se encogió de hombros de forma casi exagerada—. Como sea, en lo que a mí respecta, estamos a mano, ¿bien? Y como estamos a mano, podemos volver a empezar desde cero.

    Tomó en ese momento el plato con el sándwich, y lo colocó sobre sus piernas. Luego estiró su mano de nuevo al rostro de Kate, retirándola la cinta de la boca, aunque ahora haciéndolo con mucho menos cuidado, haciendo que aquel acto le provocara un doloroso ardor a la maestra de música que casi la hizo sollozar.

    —Así que —murmuró Esther, y tomó el bocadillo del plato en sus piernas, y se lo acercó al rostro—, abre la boca y come el emparedado, para que así puedas tomar tus analgésicos.

    Kate hizo su cara hacia un lado, intentando a toda costa mantener su boca lejos.

    —Ahí va el avioncito —murmuró Esther con tono juguetón, insistiendo en su intento de darle de comer, mas Kate no cedió. Poco a poco aquello comenzó a exasperar a Esther— Qué comas, te digo —pronunció con un tono de orden, presionando ahora el pan contra su cara y manchándola de mostaza, mayonesa y rastros de tomate.

    En cuanto Kate se vio forzada a abrir un poco su boca para tomar aire, Esther empujó más el emparedado, metiéndole a la fuerza una porción de éste. Kate se vio obligada a morderlo con tal de poder cerrar su boca, y una porción del bocadillo se quedó dentro. Esther sonrió satisfecha al notar esto, y alejó lo que quedaba del emparedado y lo colocó de nuevo en el plato.

    —Eso es —susurró particularmente feliz—. Ahora…

    A mitad de sus palabras, Kate escupió con bastante ímpetu el pedazo masticado de emparedado al frente, haciendo que éste golpeara a Esther justo entre su ojo izquierdo y su nariz. Al principio esto la tomó por sorpresa, y pareció más perpleja que otra cosa. Pero rápidamente la rabia se volvió a apoderar de ella.

    En un segundo, tomó con su mano derecha el cuchillo con el que había estado cortado el tomate, y se lanzó al frente. Kate hizo de nuevo hacia atrás, y tuvo el impulso de alzar sus piernas para patearla lejos, pero la realidad de su inmovilidad se hizo de nuevo presente. Esther se colocó sobre ella, tomándola violentamente de su cabello con su mano libre, y acercó el cuchillo a su cuello, hasta presionar el filo contra su piel. Kate intentó mantenerse serena, sosteniéndole la mirada a su atacante a cada momento.

    —¡Y luego vas y le dices a todo mundo que yo soy la culpable de todo lo que te pasa!, ¡¿no?! —Le gritó Esther colérica, con sus rostros separados por apenas unos cuantos centímetros—. Intento tratarte con amabilidad, y lo único que me gustaría es recibir un poco de la misma a cambio. ¿Es eso mucho pedir?

    —¡Jódete, hija de perra! —Exclamó Kate con la misma energía que ella, no mostrándose intimidada por el cuchillo en su cuello—. No jugaré este jueguito contigo, ¿oíste? ¡Ya no más!

    Ambas se quedaron en silencio unos momentos, mirándose de forma amenazante la una a la otra. Kate sabía muy bien que lo único que ella tenía que hacer es mover ese cuchillo un poco, y entonces le rebanaría el cuello sin el menor problema. Y no había nada que ella pudiera hacer para evitarlo, salvo quizás suplicarle… Pero no le daría ese gusto en lo absoluto. Para su suerte, y sorpresa, Esther no hizo tal cosa. Luego de evidentemente calmarse un poco, retiró el utensilio y le soltó el cabello.

    —No estoy jugando ningún jueguito —masculló la asesina, quitándose con una mano cualquier rastro de emparedado que hubiera quedado en su cara—. Esto es enserio; lo más enserio que he hecho en mi vida.

    Kate bufó burlona, sin ser consciente si aquello era algún tipo de reacción nerviosa.

    —¿Qué demonios quieres de mí? —Soltó directamente, comenzando a forcejear con más fuerza en su intento de librarse de las ataduras—. ¡¿Qué demonios quieres?!, ¡dime!

    Esther guardó silencio unos momentos, y entonces se bajó de encima de Kate, sentándose de nuevo en la mesa delante de ella.

    —Tú misma viste lo de hace un rato, ¿no? —Cuestionó con severidad, señalando a su propia frente, donde se suponía debería haber una horrible herida abierta, pero en esos momentos no había absolutamente nada más que su piel blanca y lisa—. ¿Viste como esos golpes que me hiciste desaparecieron?

    Kate no le respondió nada. Sí, lo había visto, aunque su mente se resistía a aceptar que hubiera sido así.

    —No es la primera vez que pasa —continuó Esther—. Me ha estado ocurriendo desde esa noche, y creo que gracias a eso sobreviví. Cuando me estaba hundiendo en el agua, tuve una visión —una singular sonrisa de júbilo se dibujó en los labios de Esther en ese momento, distanciándose de cómo se encontraba hace unos momentos—. Vi a mi madre… a la mujer que me dio a luz, quiero decir. Ella murió cuando yo nací y nunca la conocí, y mi padre nunca me mostró siquiera una foto. Pero aun así la vi y la reconocí de inmediato. Y pude escuchar su voz, y me dijo que yo sería una luz que alumbraría su vida. Y antes de que pudiera entender lo que veía o preguntar algo, desperté. Estaba ya afuera del agua, y mi cuello estaba bien. Estaba viva, Kate; ¿lo entiendes? Yo debí haber muerto en ese estanque, pero no pasó. Salí de ahí completamente sana. Fue un milagro, un verdadero milagro de Dios. Él me dio una segunda oportunidad para enmendar las cosas, para tener una mejor vida. Y con esa visión me mostró a su vez exactamente lo que debía hacer, lo que me hacía falta.

    —¿De qué hablas? —Inquirió Kate, totalmente confundida, pues desde su perspectiva parecía que la mujer de Estonia hubiera comenzado a delirar.

    —¿No lo entiendes? —Soltó Esther eufórica, aún más sonriente que antes—. Pasé todo este tiempo buscando un padre que me diera todo el amor que el mío nunca me dio. Pero estaba equivocada. —Extendió en ese momento su mano hacia Kate, colocándola dulcemente sobre su mejilla, apenas tocándola pues en ese punto se comenzaba a formar un moretón por uno de los golpes que le había dado—. Lo que siempre necesité no era un padre… sino una madre…

    Kate enmudeció, perpleja y confundida, sin poder entender qué significaban todas esas extrañas palabras y cómo se suponía que debía reaccionar a ellas. Ni siquiera pudo reaccionar lo suficiente para apartar su cara de la mano de Esther, dándole sin darse cuenta permiso para que la dejara ahí sin restricción.

    Esther le sonrió dulcemente, y en su mirada se reflejó un sentimiento mucho más ajeno para Kate: cariño… cariño sincero hacia ella, o uno muy bien simulado, y que de nuevo causaba un pequeño estrago en su pecho.

    —Ahora me doy cuenta —expresó Esther con absoluta seguridad—. Tú y yo estábamos destinadas a conocernos, y a complementarnos la una a la otra. Y no hablo sólo de la música, sino además del hecho de que yo nunca conocí a mi madre, y tú nunca conociste a tu hija… Nunca te sostuve, pero te siento; nunca me hablaste, pero te escucho; nunca te conocí, pero te amo. —El oír esas palabras hizo hervir algo en el interior de Kate, y no era algo agradable, pero Esther pareció no notarlo de momento—. Ahora me doy cuenta de que eso es justo lo que yo sentía por mi madre. Ese día en el invernadero lo sentí, y esa lágrima que derramé fue sincera. Pero en ese momento no lo entendí, o no quería entenderlo. Estaba tan obsesionada con John que no veía nada más. Pero ahora lo sé: tú eres mi segunda oportunidad, mami… mi llave a la vida feliz que siempre deseé.

    De la nada se bajó de la mesa y se lanzó hacia ella, pegando su rostro contra su regazo y rodeándola con sus brazos lo mejor que la posición de Kate se lo permitía.

    —Te quiero, mami —susurró Esther con entusiasmo—. ¡Te quiero mucho!

    Kate, por su parte, se quedó tan estupefacta ante la anormal y extraña escena que se materializa ante ella, que es posible que incluso aunque no hubiera estada atada a la silla, igual le hubiera sido imposible moverse. Sentía el cuerpo de esa… mujer, presionándose contra el suyo, abrazándola con la misma alegría y cariño con el que lo hacía Max, o incluso Daniel. Y aun así no podía convencerse a sí misma de que realmente ella se encontraba ahí; volvió de nuevo a sentirse divagar hacia la inconsciencia de un posible sueño.

    La había oído decirle “te quiero”, y aquello no le había causado otra sensación diferente a… un completo asco. Su sola cercanía, el que estuviera pegada a ella respirándole encima, no hacía más que revolverle el estómago. Comenzó a cocinarse poco a poco en su interior una ardiente furia, que burbujeó y la empapó por completo, hasta que en ella no cupo ninguna otra emoción diferente a ella.

    —No me toques… —murmuró despacio al inicio, pero su tono subió exponencialmente de un instante a otro—. ¡No me toques!, ¡aléjate de mí!

    Kate comenzó a zarandearse con fuerza, hasta casi estar a punto de tumbar la silla, con todo y su ocupante. Esther se sobresaltó, apartándose un poco de ella y mirándola confundida por su extraña reacción.

    —¡Deja de burlarte de mí! —le gritó Kate, colérica—. ¡Deja de burlarte de Jessica!

    —No estoy burlándome, hablo muy enserio —aclaró Esther, ligeramente irritada—. Quiero que seamos una familia, una de verdad. ¿No recuerdas lo felices que éramos al inicio? ¿La conexión que tuvimos en cuanto nos vimos en el orfanato? ¿Lo contenta que estabas cuando llegué a casa? ¿Lo bien que nos llevábamos cuando teníamos nuestras clases de piano solas tú y yo? ¿Por qué no podemos volver a eso, mami?

    —Yo no soy tu puta mami, ¡¿oíste?! —Le respondió Kate con voz ronca y algo cansada, y dicha frase le trajo tan malos recuerdos a Esther que incluso comenzó a sentir un doloroso cosquilleo en su cuello—. Y nunca, nunca fingiré serlo sólo para complacer tu retorcida fantasía, ¡perra loca y enferma!

    Esther la observó, azorada. Sus ojos parecían perdidos en la nada, y su boca se torció en varios pequeños espasmos, como si deseara decir algo pero su cerbero no lograra mandar la instrucción clara a sus músculos.

    —¿Por qué… no? —murmuró de pronto, notándosele mucho esfuerzo para poder pronunciar aquella pregunta.

    —¿Por qué? —Soltó Kate aún presa de la furia—. Lastimaste a mis hijos, mataste al único hombre que he amado en mi vida, y has regado cadáveres a tu paso a dónde quiera vas…

    —¡Ya te dije que estamos a mano! —Le respondió Esther con fuerza, sonando precisamente más parecida a la rabieta de un niño—. ¡Lo dije hace un momento!, ¡¿qué no me prestas atención?!

    —¡Nunca estaremos a mano!, ¡loca psicópata! Así te mueras enserio de una vez por todas, nunca olvidaré el daño que nos hiciste. ¿Y te atreves a pensar que fue Dios quien te salvó? ¡Él no tendría por qué salvarle la vida a un monstruo como tú!

    Esther se exaltó, casi asustada, al oírla decir eso, especialmente como se refería a ella como “monstruo.” Su respiración se agitó aceleradamente, sus ojos se viraron en todas direcciones como si buscara algo a su alrededor, y sus puños se abrían y cerraban repetidamente. Su mirada se fue endureciendo, su quijada se tensó, y su rostro comenzó a ponerse rojo del enojo.

    Repentinamente se inclinó hacia el frente y alzó su puño derecho a un lado de su cabeza con la clara intención de golpear a Kate en la cara con él. El reflejo de la maestra de música fue cerrar sus ojos y girar su rostro hacia otro lado, como si aquello pudiera de alguna forma mitigarlo. Pero el golpe no llegó. Esther pareció tener la suficiente claridad mental al último momento para contenerse, así como lo había hecho con el cuchillo. Pero todo eso se iba acumulando poco a poco en su pecho, y ella podía sentirlo claramente.

    La mujer de Estonia bajó su puño, y se alejó unos pasos hacia un lado, casi dándole la espalda a la dueña de esa casa. Con una mano se presionaba un poco la sien derecha con algo de fuerza, mientras murmuraba para sí misma:

    —Esto no se suponía que pasara así. Mi visión me dijo que todo saldría bien… Esto no tenía que suceder así… ¡¿Por qué siempre tienes que hacer todo tan difícil?! —Gritó con ímpetu, virándose de nuevo hacia Kate.

    Siguió respirando agitada, pero poco a poco se fue tranquilizando. El color de su rostro se fue suavizando, así como lo tenso de sus músculos y su postura, aunque sin volver enteramente a la normalidad.

    —De acuerdo, no perdamos la calma —sugirió despacio, aunque parecía más un comentario para ella misma—. Esto no es nada que no podamos resolver. En cuanto Daniel y Max lleguen, los cuatro podremos hablar más tranquilamente de todo esto.

    El escuchar los nombres de sus hijos siendo pronunciados por esa boca, provocó que todo en Kate diera un giro completo. Hasta ese momento se había mantenido prácticamente sumida en su propia rabia hacia Esther, y todo el odio que la consumía por ella. Incluso llegó a no importarle ni un poco lo que ella quisiera hacerle, hasta darle igual si la mataba en ese momento o no. Pero esa declaración sacó a la superficie un sentimiento mucho más fuerte: su amor por sus hijos, su deseo por protegerlos, que estén bien y, especialmente, lejos de ese… monstruo, como bien la acababa de llamar.

    No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente, pero si había sido aunque fuera cerca de una hora, significaba que Max y Dani debían de estar ya en camino y llegarían en cualquier momento. Le había pedido tan vehementemente a Daniel que sólo fuera a la pizzería una hora para tenerlo a salvo en casa lo más rápido posible; ahora tenía el inusitado deseo de que la desobedeciera.

    —No, no, Esther, espera —pronunció rápidamente, notándosele un cambio bastante significativo en su actitud—. Por favor, a ellos no los metas en esto. Es conmigo con quien estás enojada, ¿recuerdas? Yo fui quien te pateó y te dejó en ese estanque para morir; tú misma lo dijiste. Hazme lo que quieras, pero deja a mis hijos en paz, por favor.

    —¿No has escuchado nada de lo que he dicho, mami? —Pronunció Esther irritada, aproximándosele de nuevo, con actitud agresiva—. ¿Por qué querría hacerles daño? Quiero que todos estemos juntos, que los cuatro seamos una familia otra vez. Que nos vayamos a algún lado lejos para empezar una nueva vida, todos unidos; como a California. Incluso podría convertirme en actriz. ¿No sería lindo?

    Y esbozó entonces una amplia sonrisa contenta, mostrando su blanca y brillante sonrisa. Y a todo esto, lo único que Kate pudo pensar como respuesta, aunque no la pronunció en voz alta, fue: «Estás totalmente loca…»

    Kate debía pensar rápido. Tenía que convencerla de que se fuera antes de que sus hijos llegaran y toda esa situación se saliera aún más de sus manos. Necesitaba de alguna forma darle una vuelta a eso, intentar razonar con ella. Pero, ¿cómo razonar con alguien que estaba delirando, y se encontraba tan desconectada de la realidad? Seguía aferrada a esa idea de ser una niña, hablando incluso de que fueran una familia, y ella su madre; ella que tenía casi su misma edad.

    Seguía aferrada a ser Esther…

    Te rehúsas a dejar atrás a Esther, porque prácticamente has formado tu vida actual en base a ella. Incluso nunca te he oído referirte a ella como Leena, ¿sabes? Insistes en llamarla Esther, con ese nombre falso con el que la adoptaste, como si quisieras de nuevo mantener con vida la imagen de tu hija perdida.

    Era cierto, y ahora lo veía. Desde siempre había querido encarar a su enemigo como Esther, como esa niña que entró a sus vidas, se convirtió en su hija, y la traicionó haciéndoles todo ese daño. Pero Esther no era real… nunca lo fue. Debajo de ese disfraz, había una mujer, una de verdad…

    —Leena, escúchame… —pronunció de golpe, intentando sonar lo más calmada y serena posible. Sin embargo, esa sola mención hizo que la mirada de Esther se oscureciera un poco.

    —No me llames así —le exigió con frialdad en su voz, pero intentó forzarse a volver a su estado de júbilo anterior—. Mi nombre es Esther, mami. No lo olvides, por favor.

    —No, no eres Esther. Tu nombre es Leena, Leena Klammer, de Estonia. No tienes nueve, tienes treinta y seis años.

    De nuevo aquello hizo grietas en la coraza dura de su atacante. Se giró de nuevo hacia otro lado, volviendo a presionarse su sien con fuerza, como si estuviera sufriendo de una fuerte migraña.

    —Leena Klammer está muerta —declaró con fastidio en su voz—. Tú la mataste de una patada esa noche. Yo soy Esther…

    —Sí, tienes razón, tú debiste haber muerto esa noche. Pero no lo hiciste, estás aquí con vida. No entiendo qué fue lo que te pasó, pero como bien dijiste ahora tienes una segunda oportunidad de hacer las cosas mejor. Pero nada de lo que estás planeado pasará, ¿entiendes? Desde lo ocurrido en Hamden todos saben de ti. Eres una criminal buscada y muy fácil de reconocer; no podrás esconderte mucho tiempo. Lo único que estás haciendo con todo esto es exponerte tú sola.

    —Cállate… —susurró Esther despacio, aun dándole la espalda. Pero Kate no le hizo caso y prosiguió con su argumento.

    —Hablé con tu doctor en Estonia, y me contó tu historia. Sé de las cosas horribles que te hizo tu padre. No te merecías todo eso, Leena.

    —¡Dije que te calles! —Espetó Esther con más fuerza, virándose de nuevo hacia ella, con su rostro una vez más enrojecido.

    —Si sigues con esto, la policía terminará por atraparte tarde o temprano, o te matarán. Las cosas no tienen que terminar así. Estás muy enferma, Leena, y necesitas ayuda. No tienes que seguir lastimando a las personas, ¡puedes detenerte! Yo no le diré a nadie que estuviste aquí. ¡Sólo vete de una vez, Leena!

    —¡Cállate!, ¡Cállate! —Repitió Esther varias veces llena de absoluta desesperación. Y en ese momento, todo el enojo y frustración que se había acumulado en ella durante ese rato, se desbordó al fin, y su mente entera se tornó en blanco.

    Su mano se dirigió por si sola hacia la mesa, tomando firmemente del mango el mismo cuchillo con el que la había amenazado hacia unos momentos, y entonces se le lanzó encima incluso antes de que Kate pudiera decir algo más, o siquiera digerir por completo lo que ocurría. Esther se subió de nuevo sobre ella, y sin el menor miramiento encajó el cuchillo en el pecho de Kate, hasta casi la empuñadura. El rostro de la maestra de música no reflejó dolor, sino más bien sólo confusión.

    —¡Me llamo Esther! —Le gritó aún furiosa, sacando el cuchillo de un tirón, haciendo que una larga mancha de sangre le cubriera la cara. Sin esperar ni un segundo, siguió apuñalándola repetidas veces en su pecho, una y otra vez sin siquiera pensarlo; como si su mano simplemente se moviera por sí sola—. ¡Esther!, ¡yo soy Esther! ¡¿Por qué no puedes entenderlo, puta imbécil?!

    Las acuchilladas continuaron hasta que la hoja del cuchillo de cocina se zafó del mango, quedando incrustada en el cuerpo de Kate. La mano de Esther se resbaló hacia un lado, y por el impulso su propia cabeza se inclinó hacia el frente, quedando contra el pecho de la mujer delante de ella, empapándose todo el costado de su cara.

    Fue hasta ese momento que Esther tuvo la lucidez suficiente para darse cuenta de lo que había hecho, aunque no entendía como tal que en realidad hubiera sido ella. En su mente, era más como si ella más bien hubiera estado de pie en donde estaba hace unos momentos, y había visto desde ahí como alguien más se subía a las piernas de Kate, y comenzaba a penetrarle el pecho con ese cuchillo, una, y otra, y otra, y otra vez, sin que ella pudiera moverse siquiera para impedirlo.

    Pero no había ocurrido así. No había sido nadie más… había sido ella misma…

    Rápidamente separó su cara y volteó a ver a Kate. Su blusa se encontraba desgarrada, y empapada casi por completo del frente. Algo de sangre le escurría por la comisura de sus labios, y sus ojos miraban perdida hacia algún rincón lejano de la cocina. Respiraba lentamente, y cada inhalación parecía más dolorosa y angustiante que la anterior, y un poco más de sangre le brotaba de la boca.

    —No… no… no… —Repitió Esther varias veces con incredulidad.

    Su primer reflejo fue acercar sus dedos a la hoja aún sobresaliente de la última herida, intentando sacarla de su cuerpo, cortándose sus propios dedos en el proceso. Retiró la hoja del cuchillo, la tiró a un lado al suelo, y comenzó a presionar con sus manos las heridas, por las que seguía brotando la sangre empapando más su blusa, y ahora manchando también sus pantalones y la silla.

    —Lo siento, lo siento mami —murmuraba Esther entre desesperados sollozos. Se dio cuenta rápidamente que presionar las heridas de poco funcionaba. La sangre escurría por entre sus dedos, manchándola también.

    Comenzó a respirar con consternación, y sus ojos a humedecerse sin que fuera consciente de esto. Alzó sus manos ensangrentadas hacia el rostro de Kate, tomándolo para que la viera de frente, dejando marcas rojas de sus dedos en el proceso. Los ojos de Kate se posaron en ella, pero en realidad parecían ya no poder enfocar nada. Su respiración ya era casi inexistente en ese punto, y se limitaba a pequeños jadeos asfixiantes.

    —Lo siento, lo siento… —volvió a repetir Esther una y otra vez, intentando sonreír a pesar de que sus labios no dejaban de temblar—. No quise hacerlo, de verdad. Todo estará bien, te lo prometo… ¿Sí?, ¿mami…? Todo estará bien…

    Soltó su rostro, y entonces comenzó desesperadamente a intentar quitarle la cinta que aprisionaba su muñeca izquierda. Pero sus dedos le temblaban demasiado, y no le respondían como ella quería, además de que la cinta era gruesa y dura. Comenzó a frustrarse cada vez más, sin lograr ningún progreso. Desistió de ello cuando notó como la cabeza de Kate se dejaba caer hacia el frente, y ahí se quedaba. Y aquellos jadeos lastimeros de su respiración… se habían esfumado.

    —No, no, no, ¡no! —Exclamó horrorizada, y rápidamente tomó de nuevo su rostro, intentando alzarlo. El cuello de Kate, sin embargo, se encontraba flácido y no ofrecía ningún tipo de resistencia para sostenerse—. Mami, mírame, por favor. Mami, por favor…

    Logró al fin alzar lo suficiente el rostro de Kate, y rápidamente le retiró sus cabellos del frente para poder verla mejor. Sus ojos estaban sólo medio abiertos, el parpado derecho más abajo que el izquierdo, y lo que se alcanzaba a ver de ellos… se veían vacíos, como ojos falsos de vidrio. Esa era un tipo de mirada con la que Esther se había familiarizado; la mirada de un cuerpo al que su vida ha abandonado…

    —¿Mami? —Murmuró despacio esperando recibir cualquier tipo respuesta, pero recibiendo a cambio sólo un insondable silencio. Cuando la soltó, su cabeza volvió a caer al frente, quedando en la misma posición anterior sin la menor resistencia—. No… no… ¡¡NOOO!!

    Gritó con todas sus fuerzas consecutivamente, hasta casi desgarrarse la garganta. Se abrazó fuertemente del cuerpo de Kate, comenzó ahora sí a soltar agudos y fuertes llantos de dolor, de desesperación, e ira.

    —¡Esto no debía pasar!, ¡esto no debía pasar! —Gemía una y otra vez entre sus llantos—. ¿Por qué? ¡¿Por qué?!

    Aquella última pregunta la lanzó al aire, alzando su mirada hacia el techo, aunque su intención se encontraba mucho más lejos.

    ¿Esa era su segunda oportunidad? ¿Esa era caso la visión que Dios le había otorgado? ¿La había salvado de morir en ese estanque sólo para que hiciera justo eso una vez más?, ¿matar a su madre una segunda vez así como lo había hecho la primera con su mero nacimiento? ¿Qué clase de juego enfermo estaba Él jugando con ella?

    O… ¿es que acaso nada de eso estaba manejado por la mano de Dios en realidad…?

    Escuchó de pronto el sonido de un auto grande acercándose a la casa, y parándose justo delante de ésta. Aquello puso a Esther en alerta, y cortó de tajo su llanto. Oyó poco después el sonido de voces, y al menos dos puertas cerrándose.

    —Max, no corras —escuchó como la abuela Bárbara pronunciaba con fuerza.

    Unos segundos después, la voz de Daniel también se hizo presente:

    —Olvidé los pedazos de pizza que le traje a mi mamá en el carro.

    —Anda, ya está abierto.

    Eran Daniel y Max… habían vuelto.

    Esther sintió pánico, mucho pánico repentinamente.

    Se bajó de Kate, con sus piernas temblándole. Miró fijamente en dirección a la puerta principal, con incertidumbre. Lentamente se aproximó a la silla en la que estaba sentada anteriormente, tomando de esta su pistola. La sostuvo con ambas manos y apuntó a la entrada de la cocina, intentando mantenerla lo más firme posible. Aunque… en realidad no tenía idea de qué haría exactamente…

    Entonces contempló sus manos que sostenían el arma. Estaban casi totalmente rojas.

    Bajó la pistola y acercó a su rostro la palma derecha, mirando con horror la sangre en ella. Un poco asustada, comenzó a tallar su mano contra su vestido, dándose cuenta un poco después de que éste también estaba manchado.

    Comenzó a hiperventilar, a sentirse mareada y tuvo que sostenerse de la mesa para no caer. Escuchó los pasos en la puerta, y un primer intento de abrirla, pero ésta (como Kate bien había cuidado de hacer) estaba cerrada con llave.

    Tocaron entonces el timbre.

    —Kate, ábrenos —pronunció la voz de la abuela Bárbara poco después.

    —Te traje pizza, mamá —añadió Daniel—. Ven antes de que Max se la coma.

    Esther viró su mirada unos momentos hacia Kate, aún sentada en la mima silla, con su mentón pegado a su pecho, totalmente quieta como estatua. Su sangre goteaba de la silla, dejando un charco en el suelo. De toda aquella horrible escena, fue ese lento goteo rojo y ese charco en el piso, lo que le provocó más impresión.

    —Quizás esté dormida —comentó Bárbara—. Déjenme uso mi llave.

    Aquello fue como una llamada de alerta para Esther. Por un momento quiso volver a subir su arma como hace un momento, pero sus brazos no le respondieron. Y cuando escuchó las llaves comenzando a entrar en el cerrojo, sus piernas reaccionaron comenzando a moverse apresurada hacia la puerta trasera de la cocina, que daba hacia un costado de la casa. Intentó abrirla, pero un pasador y un seguro en la chapa se lo impidieron. Escuchó entonces como hacía el intento de abrir la puerta de la entrada, pero sin éxito.

    —Tu madre colocó los pasadores —se quejó Bárbara, molesta—. Pero si sabía que veníamos en camino.

    Aquello le dio la oportunidad a Esther de quitar el pasador, abrir la puerta trasera (acompañada del respectivo pitido de la alarma) y salir corriendo. El aire del exterior le pareció sorprendentemente aliviador. Mientras salía, logró escuchar a Daniel decir:

    —Ya sabes cómo es. Quizás dejó abierta la puerta de la cocina.

    Esther apenas dio un paso hacia el frente, cuando fue consciente de que ellos vendrían de esa dirección. Corrió entonces tambaleándose hacia el pequeño patio trasero, ocultándose detrás de la casa con su espalda contra la pared. Se asomó sólo un poco, lo suficiente para ver el panorama. Y por un momento los vio.

    Max y Daniel eran significativamente más altos que la última vez que los había visto, aunque sólo habían pasado cuatro años. Max saltaba alegre detrás de su hermano, y su abuela iba un poco detrás de ellos.

    —Está abierta —señaló Daniel un poco desconcertado al ver entreabierta la puerta por la que Esther había huido, aunque no precisamente preocupado. Se aproximó para pasar primero, y sus dos acompañantes le siguieron—. ¿Mamá? —lo escuchó exclamar justo después.

    Esther aprovechó ese momento para correr rápidamente hacia la barda trasera. Las piernas aún le temblaban pero la adrenalina le permitiría saltarla hacia el otro patio y huir. Y aún tenía en sus manos su pistola, por si del otro lado se encontraba con algún perro o curioso. Estaba ya por llegar a la barda cuando escuchó el primer grito:

    —¡¡Oh por Dios!!, ¡Kate! —Gritó Bárbara con fuerza.

    —¡Mamá! —Secundó Daniel poco después.

    Y Max… su grito fue silencioso, pero no por eso menor.

    Esther se detuvo unos momentos y se giró estupefacta a la casa, oyendo como comenzaban a oírse más gritos y ajetreos. Sintió un nudo en la garganta, y el estómago como una licuadora. Quizás en otra ocasión se habría permitido vomitar, pero no esa vez. Se apresuró, saltó hasta agarrarse de la orilla de la barda, y para su sorpresa logró subirse con significativa facilidad. Pasó el muro de madera por encima, cayendo de espaldas al otro lado, pero sin sentir algún dolor significativo.

    No había perro, ni tampoco algún curioso cuestionándose sobre la niña cubierta de sangre en su patio.

    Se puso rápidamente de pie y comenzó a correr hacia el frente de la casa, poco a poco recuperando sus energías hasta comenzar a correr con una velocidad que le parecía casi inverosímil. Y como había hecho aquella noche de invierno, en aquel paraje boscoso y nevado, corrió y corrió hasta que no pudo más.

    Y durante toda esa huida, por primera vez en muchos años, Leena lloró de verdad. Soltó tantas lágrimas que no sabía que era capaz de generar, mojando el pavimento a su paso como lluvia. Lloró, y lloró durante minutos, quizás horas. Sin embargo, una vez que dejó de correr, su llanto también se detuvo. Y luego de eso, nunca más volvió a llorar otra vez…

    * * * *​

    El sonido de la puerta de la sala de juntas abriéndose trajo de vuelta a Esther al presente. Aún vestida con su disfraz de Jessica, se viró lentamente esperando ver de nuevo a la secretaria que la había traído hasta ahí, con la taza chocolate caliente que le había prometido en una mano. Sí, había una humeante taza de chocolate caliente en la puerta, pero quién la sostenía era otra persona.

    —Disculpa la tardanza —se excusó Damien Thorn sonriente, mientras ingresaba a la sala. En una mano traía la taza, y en la otra sujetaba un maletín de forro metálico, relativamente grande.

    Aunque justamente lo esperaba, Esther pareció sorprenderse un poco por el hecho de que se apareciera justo en ese momento. Se preguntó entonces qué tanto tiempo se había sumido sin querer en sus propios recuerdos.

    Por su lado, Damien ignoraba todo lo que había estado cruzando por la mente de su cita de esa mañana, y era mejor así. El muchacho cerró la puerta detrás de él, avanzó hacia la mesa y colocó sobre ésta tanto la taza como el maletín.

    —Me dijeron que esto era tuyo —señaló, deslizando un poco la taza hacia el lado en el que se encontraba su invitada.

    Esther contempló unos momentos el dulce regalo, y entonces dejó la ventana y se aproximó a la mesa.

    —Gracias —musitó despacio. Tomó entonces la taza entre sus manos, le sopló un par de veces, y dio después un pequeño sorbo de ella. Su expresión se mantuvo bastante neutral, pero aun así murmuró—: No está mal.

    —Qué bien que te guste.

    Damien tomó asiento de un lado de la mesa, y señaló entonces a la silla opuesta, invitándola a sentarse. Esther aceptó sin chistear.

    —Entonces, señor Anticristo —pronunció casi burlona, con su taza de chocolate sostenida delante de su rostro—, usted y yo tenemos una parte de nuestro trato que falta cumplir.

    —Así es —asintió Damien, y entrecruzó entonces los dedos de sus manos delante de su rostro, y se apoyó por completo al respaldo de su silla que se dobló hacia atrás casi por completo, tomando de esa forma una postura bastante relajada, por no decir prepotente—. Si no mal recuerdo, te prometí que si hacías este trabajo por mí, hablaríamos sobre esta… condición que tienes, y que te ha mantenido con vida hasta ahora. Incluso luego de eso tan horrible que te ocurrió hace ocho años.

    —Aunque luego de ese discurso que nos diste ayer en tu cocina, me puedo hacer una idea de lo que me piensas decir.

    —¿Enserio? —Farfulló Damien con falsa sorpresa—. Entonces mejor dímelo tú a mí, en ese caso.

    Esther dio un sorbo más de su chocolate, quemándose un poco la lengua en el proceso, pero sin sentirse particularmente desmotivada a seguir bebiéndolo por ello. Aun así, optó por bajar la taza de regreso a la mesa, y enfocar su atención en el muchacho delante de ella. Su expresión sonriente y confiada ciertamente competía con la relajada (y prepotente) de éste.

    —Si no me equivoco —comenzó a pronunciar con algo de sarcasmo impregnando sus palabras—, me vas a decir que salí y sobreviví a ese hielo por obra y voluntad de Satanás en persona, ¿no? Tú papi, según entendí. Y de todas las personas en el mundo muriendo en ese momento, decidió salvarme a mí, e impedirme el morir para que así... ¿para que así qué? ¿Para qué nos conociéramos y te ayudara a destruir el mundo o algo así? Qué increíble honor.

    Damien soltó sin miramiento una pequeña risa, incluso más sarcásticas que las palabras que acababa de escuchar.

    —Y yo adivino que prefieres mejor tu idea de que fue Dios, y que lo hizo para darte una segunda oportunidad, ¿no?

    —Yo ya no creo eso —respondió Esther tajantemente—. Y por ello esperaba una explicación diferente de tu parte. Así que si es la única que tienes que ofrecer, realmente me has decepcionado, mocoso.

    Damien sonrió complacido, no reflejando aparentemente molestia alguna ante su tan irrespetuoso comentario.

    —¿Sabes? —Comenzó ahora él a hablar, con bastante calma—, un año atrás no hubiera sido capaz de concebir la existencia de alguien como tú, o como Lily, o como Samara. Y quizás los miembros de la Hermandad que me han cuidado hasta ahora, buscarían dar una explicación como la que tú misma mencionaste hace un momento. Claro, eso si no optan por simplemente negarlo y ocultarlo todo bajo la alfombra como de costumbre. Pero el yo de estos días ya ha visto muchas cosas, y mi abanico de opciones se ha ampliado.

    »Dicho eso, debo confesar que en realidad no tengo idea si fue Dios, Satanás, o un tercero el que te permitió vivir esa noche, o cómo fue exactamente qué obtuviste todo eso que puedes hacer ahora. Pero tengo una teoría.

    —Oh, grandioso —espetó Esther, irónica y claramente molesta—. Recorrí todos los estados de la maldita costa oeste, arrastrando a Miss Simpatía en muletas, sólo para escuchar una teoría; ¡Yeih! —Se recargó entonces en su silla de forma perezosa, meciendo sus piernas de adelante hacia atrás debajo de la mesa—. ¿Y cuál es esa teoría, señor Anticristo?

    Damien tomó una postura un tanto más seria, que a Esther destanteó un poco. Él se inclinó entonces hacia el frente, centrando su mirada tan fija en ella que no pudo evitar sentirse un poco nerviosa, aunque intentó disimularlo.

    Una vez que se aseguró de tener su atención, Damien comenzó a explicar:

    —Como tú misma pudiste ver, en este mundo existen personas que pueden hacer cosas extraordinarias y únicas; iguales o más impresionantes que curarte de unas cuantas heridas.

    —¿El dichoso Resplandor del que hablaban? —Cuestionó Esther, defensiva—. Yo no soy como Lily o Samara, ni como tú. Yo no tengo esa cosa de lo que hablas.

    —Claro que lo tienes, querida. Quizás sea cierto y no eres como nosotros, precisamente. Pero definitivamente eres muy, muy especial. De hecho, hace unos meses conocí a un simpático par que… no son como tú, pero tienen ciertas semejanzas.

    Aquello confundió a la mujer, y ello se reflejó en un ligero arqueo de su ceja derecha.

    —¿De qué hablas?

    —Dime una cosa, ¿cuándo es que te sientes más fuerte y sana?

    —¿Qué? —Esther continuaba perdida, sin entender a dónde iba con eso.

    —Déjame contestar por ti. ¿Es acaso cuando… matas a alguien? —Aquella afirmación causó una extraña reacción en Esther, casi similar al… miedo—. Cuando tomas violentamente la vida de otro ser, ¿sientes como si una parte de esa vida que tomas entrara en ti, y te llenara de fuerzas?

    Esther dibujó una mueca de desconcierto en su rostro, y se sintió tentada a preguntarle directamente qué clase de tontería estaba diciendo. Pero entonces, algunos recuerdos vinieron a su mente repentinamente… En estos efectivamente, al estar en presencia de la muerte de alguien, en ese mismo momento o más adelante, se comenzaba a sentir bien; más fuerte, más rápida… mejor. Como aquel día en que murió Kate, y poco después tuvo la fuerza suficiente para saltar esa barda, y correr, y correr sin cansarse.

    Había enmudeció, incapaz de responder algo en concreto. Su vista se fijó en la superficie de la mesa, intentando darle orden a sus pensamientos.

    Damien, por su lado, aprovechó para proseguir con su explicación.

    —Estos dos amigos de los que te hablo son un poco así: ellos se alimentan de la vida de la gente que asesinan. Y con esa fuerza vital que extraen de sus víctimas, curan sus heridas y se mantienen jóvenes y fuertes. Como vampiros; esa es la comparación más acertada que se me ocurre. ¿Te suena familiar?

    ¿Vampiros?, ¿vampiros que se alimentan de la vida de aquellos que asesinan?

    —No… No es cierto… —Masculló despacio, aunque no fue consciente de que lo había dicho en voz alta.

    —Por lo que me contaron, un humano se puede convertir en lo que ellos son, por medio de un ritual y ciertas características en su persona. Pero, que te rompan el cuello en un estanque definitivamente no parece que sea algo parecido, ¿verdad? Así que no, no creo que tú seas lo mismo que ellos son. Pero sí estoy seguro de que algo te ocurrió esa noche, cuando estuviste al borde de la muerte, y te cambió; física y espiritualmente. O, quizás, es algo que siempre tuviste dentro sin saberlo, y esa experiencia sólo lo dejó salir. Según lo que he investigado hasta ahora con otros con estas habilidades, una experiencia como esa puede hacer que desencadene su florecimiento. O, ¿quién sabe? Tal vez en efecto Dios, mi supuesto padre… u otra cosa, lo hizo posible. Pero sea como haya sido, mi teoría es que ahora eres similar a mis dos amigos: un vampiro que se alimenta de las vidas de aquellos que asesina.

    Esther sintió que su cabeza le daba vueltas, y su mente comenzaba a divagar tanto como lo había hecho aquella tarde cuatro años atrás, dificultándosele darle un sentido y orden a cualquier pensamiento que intentara tener. Su mirada, y toda su postura en general, reflejaban una palpable negación.

    —Piensa en todas las personas que has matado o lastimado durante este último viaje —continuó Damien—, o que has al menos presenciado su muerte de frente. ¿No te has sentido más fuerte y con energía luego ello? ¿Tu rostro no se ha rejuvenecido?

    Sin querer hacerlo, su memoria comenzó a recorrer los momentos, y especialmente los rostros de esas diferentes personas.

    Aquel oficial de policía en Portland al que le había disparado en la cabeza.

    El otro oficial al que había estrangulado en ese baño de Olympia.

    Los guardias de seguridad en el psiquiátrico de Eola, más aquellos que de seguro habían muerto por la trifulca que habían provocado.

    La madre de Samara que se apuñaló su propio cuello delante de ella.

    El hombre que administraba ese hotel y que Samara hizo caer por el barandal.

    Y los dos guardaespaldas en el pent-house que Lily había hecho que se mataran entre ellos.

    Y todos esos sólo eran los de los últimos días. Entre esos cuatro años que separaban la última vez que vio a Kate, y su primer encuentro con Damien ahí en Los Ángeles, había varias otras muertes, la mayoría que no se había siquiera tomado la molestia de contar. Y eso sin mencionar a aquellos anteriores a esa noche en el estanque, o antes de ser Esther Coleman…

    “Has regado cadáveres a tu paso a dónde quiera vas…”, escuchaba la voz de Kate resonando en sus oídos.

    —Mis heridas… —susurró despacio queriendo dar algún tipo de argumento, pero no fue capaz de concluir la frase.

    —No se curan únicamente cuando alguien muere, lo sé —señaló Damien—; yo mismo lo vi. De entrada pareces ocupar bastante menos que mis dos conocidos. Te sirve la vida de cualquiera, aunque sea un poco. Y esto es mera especulación, pero parece que eres capaz de… ¿cómo decirlo?, ¿guardar parte de eso en tu interior como reserva para cuando lo necesites? Y por eso te puedes curar esas pequeñas heridas, o no tan pequeñas. O incluso podría tener otros efectos que desconoces. Pero, si es así, eso significaría que conforme esa reserva se vaya agotando, esa habilidad para curarte haría lo mismo. Así que si fuera tú, tendría cuidado sobre cuando lastimarte y cuando no.

    Damien inclinó entonces su cuerpo más al frente, como si quisiera acercarse más a ella. Esther bajó su mirada, careciendo de las fuerzas suficientes para sostenerle la mirada a aquel individuo.

    —Estos dos amigos que te comento, se hacen llamar Verdaderos —le comentó justo después—. Qué modestos, ¿no? Pero, ¿sabes con qué otro nombre los conocen? Demonios Vacíos. —Aquel término provocó una sensación que le oprimió el pecho a Esther—. Es un nombre que se aplica bien a ti, ¿no crees?

    Esther no respondió. Se quedó quieta en su silla, sin mirar u oír algo en especial, o incluso sin reflexionar en algo en concreto. Su mente saltaba de un momento a otro de los últimos días, semanas y años. De todas las personas que había matado, muchas de ellas sin siquiera darles importancia, como simples estorbos en su camino que hacía a un lado. Pero ahora el peso de todo ello le cayó encima, ante la idea de que, de alguna forma, todas esas personas podrían de hecho estar dentro de ella… Incluso Kate.

    “¡Él no tendría por qué salvarle la vida a un monstruo como tú!,” escuchaba gritar a Kate. Entonces, ¿eso era ahora? ¿Un monstruo? ¿Un vampiro? ¿Un demonio…?

    Una mueca de dolor se dibujó en su cara. Apretó fuertemente sus ojos y sus puños unos instantes, y soltó además un quejido. De pronto, tomó la taza con chocolate con una mano, y sin decir nada la arrojó con fuerza contra el pizarrón blanco en la pared. La taza se estrelló y se rompió, manchando además el pizarrón entero con el líquido oscuro, que poco después comenzó a escurrir. Damien contempló esto con bastante calma.

    Esther respiro agitadamente, viendo la mancha de chocolate en la superficie lisa y blanca. Poco a poco se fue calmando, y viró lentamente su mirada hacia su anfitrión, echándole un vistazo sobre el armazón de sus lentes falsos, que se le habían movido un poco por el ajetreo.

    —¿Terminaste? —Soltó con asertividad—. ¿Esa es tu dichosa teoría? —Damien asintió lentamente como respuesta—. Pues qué estupidez…

    Se puso de pie casi de un salto en ese momento, tomó su bolso rosa de encima de la mesa, y comenzó entonces a andar en dirección a la puerta con bastante prisa.

    —¿Ya te vas? —cuestionó Damien curioso, siguiéndola con la vista.

    —Si eso es todo lo que me tienes que decir, mejor me largo de aquí de una vez. Y no vuelvas a buscarme, ¿oíste?

    —Cómo quieras —murmuró Damien indiferente, encogiéndose de hombros. Parecía que le permitiría irse sin más, cuando de pronto murmuró alto para que lo oyera—: Pero si te interesa, hay una forma de saber si lo que digo es cierto o no.

    Esther se detuvo abruptamente justo delante de la puerta, incluso con su mano ya aproximándose a la manija. Al virarse de nuevo hacia él, notó que Damien tomaba ese maletín metálico con el que había entrado, y lo colocaba sobre la mesa delante de él. Abrió entonces los dos seguros al frente de éste y levantó la tapa superior. Esther no podía ver lo que contenía desde su posición, pero Damien se encargó de tomarlo y mostrárselo. Era un termo, en forma de cilindro, con una superficie brillante que reflejaba la luz de la sala. Giró la silla por completo hacia ella para verla de frente, sujetando el cilindro entre sus manos.

    —Dentro de este termo —comenzó a explicarle—, se encuentra justo de lo que los dos individuos de lo que te hablo se alimentan. Ellos lo llaman vapor; un nombre poco imaginativo. Pero en pocas palabras, es la energía vital de alguien. Pero no es como lo que has consumido asesinando a gente común, sino que es la energía vital de alguien que en vida tuvo un fuerte Resplandor. Eso, según ellos dicen, lo hace mucho, mucho más fuerte. —En ese momento extendió el cilindro hacia ella, ofreciéndoselo para que lo tomara ella misma. Por algún motivo, Esther se sintió intimidada por aquel objeto—. Si lo que pienso es cierto, si consumes sólo un poco de esto, sentirás como tu cuerpo se llena de una energía y fuerza que no has sentido hasta ahora.

    ¿Estaba diciendo que dentro de esa cosa estaba la vida de alguien? ¿Era algún tipo de truco? Esther no lo creyó así. Por más inverosímil que aquello sonara, le parecía que en efecto le estaba diciendo la verdad.

    Sin darse cuenta, sus pies comenzaron a hacer que se moviera hacia él. Y su mano derecha se estiró sola, tomando el frío termo entre sus dedos. Lo acercó lentamente hacia ella y lo sostuvo frente a su rostro. Parecía un recipiente de café común, pero… había algo extraño en él. Por algún motivo le provocaba una sensación incómoda el sólo tenerlo cerca.

    —¿Y si no es cierto? —cuestionó de pronto, mirando de reojo a Damien. Éste volvió a encogerse de hombros.

    —No estoy seguro, pero es probable que no sobrevivirías. Ya te arriesgaste demasiado para averiguar la verdad; ¿estás dispuesta a arriesgarte un poco más?

    ¿Arriesgarse para obtener la verdad? ¿Cuál verdad era esa?, ¿que era un monstruo que se había estado alimentando de las personas que había estado asesinando todo ese tiempo sin darse cuenta? Si abría ese termo, ¿descubriría si era cierto o no? Y, ¿acaso quería saberlo realmente?

    “Es probable que no sobrevivirías”

    Si ese era el caso, entonces… ¿Qué había que perder? Familia, amigos, amor, incluso su propia identidad; ya no tenía nada, más que la sola vida en sí. Y, evidentemente, esa ni siquiera era suya; era también robada.

    “Yo debí haber muerto en ese estanque, pero no pasó. Salí de ahí completamente sana. Fue un milagro, un verdadero milagro de Dios. Él me dio una segunda oportunidad para enmendar las cosas, para tener una mejor vida...”

    Lo único cierto en toda esa afirmación era que en efecto, ella debería haber muerto en ese sitio…

    Su mano derecha se colocó sobre la tapa del cilindro y la hizo girar rápidamente. Contempló fijamente el interior oscuro de aquel recipiente, y por unos segundos no notó nada, hasta que percibió un singular silbido que casi resonaba como un pequeño lamento. Y entonces, una neblina blanquizca se elevó desde el interior lentamente, suspendiéndose en el aire delante de ella. Ése debía de ser ese “vapor” que Damien había mencionado.

    Aún insegura, Esther aproximó su rostro a dicha nube blanca, y entonces aspiró profundamente por su boca como lo haría con un cigarrillo. El vapor entró por su boca y lo sintió cosquillear en sus mejillas y lengua. Luego bajó por su garganta, llegó a su pecho… y entonces algo pasó.

    Su respiración se cortó, todo su cuerpo se tensó, y un calor casi infernal la cubrió. Sus dedos se abrieron y el cilindro cayó al suelo, resonando fuertemente y rodando lejos de ella. Sus piernas se torcieron y cayó de rodillas al piso, con su cuerpo entero doblándose hacia atrás. Sus ojos se fijaron en el techo sobre ella, pero éste se difuminaba y contraía, como si la habitación entera estuviera respirando.

    Intentaba desesperadamente aspirar un poco de aire a sus pulmones, pero no lograba hacerlo. Se sintió de nuevo en aquel estanque, sumergiéndose lentamente en la oscuridad mientras se alejaba de la luz. Vio en su cabeza el recorrido de cada muerte que había provocado en su vida, comenzando con su propia madre y el posterior asesinato de su padre y su novia, pasando por supuesto por Kate y todas las demás que le siguieron. Fue como vivir cada momento de nuevo, y volver a sentir todo lo que sintió: la ira, la emoción, incluso la excitación y la satisfacción. Todo ello se juntó en ella al mismo tiempo, hasta sentir que explotaría o se desbordaría como un vaso lleno.

    Su cuerpo entero cayó de espaldas al piso y su cabeza quedó ladeada hacia un lado, con sus ojos viendo desorbitados hacia un lado y el cuerpo entero flácido. Por unos segundos, parecía en efecto al fin estar tan muerta como esperaba estarlo.

    Pero no lo estaba.

    Repentinamente aspiró aire con fuerza, volviendo a llenar sus pulmones. Sintió de pronto un choque eléctrico recorriéndole todo el cuerpo desde los pies a la cabeza, y su espalda se arqueó como si estuviera a punto de venirse, y realmente lo que sentía no era muy diferente. Cayó de nuevo de espaldas al piso, pero se sentó rápidamente, respirando agitadamente. Su mente se movía a toda velocidad, y comenzó a sentir muchos cosquilleos; sobre todo en…

    Alarmada, rápidamente tomó la pulsera negra que rodeaba su muñeca derecha, y se le arrancó de un tirón, revelando debajo de ésta su piel blanca decorada con aquellas grotescas cicatrices que le habían hecho sus ataduras. Sin embargo, ante sus atónitos ojos, dicha cicatriz poco a poco se fue difuminando, como si se estuviera hundiendo en su piel como arenas movedizas, hasta que al final no quedó ningún rastro de ella…

    Rápidamente se quitó también su pulsera izquierda, viendo exactamente el mismo resultado; la cicatriz se había ido. Repitió lo mismo con su gargantilla, y aunque no podía ver su cuello, pasó sus dedos por éste, sin detectar al tacto ninguna magulladura o marca. Esa también había desaparecido.

    Se tocó después su rostro con sus dedos, aunque aquello era un acto reflejo más que otra cosa, pues ella misma sentía su rostro diferente. Supo que si se quitara todo el maquillaje que tenía encima, se impresionaría de lo que vería abajo, incluso más de lo que estuvo en aquel baño de motel.

    Supo en cada molécula de su cuerpo, que ese vapor había hecho justo lo que ese chico había dicho que haría.

    “¿Sabes con qué otro nombre los conocen? Demonios Vacíos… Es un nombre que se aplica bien a ti, ¿no crees?”

    —Bueno, creo que eso lo confirma —escuchó a Damien pronunciar con satisfacción. Al alzar su mirada hacia él de nuevo, estando aún en el suelo, lo vio sentado en la silla sujetando otra vez el cilindro cerrado entre sus dedos, y mirándola hacia abajo con una sonrisa orgullosa—. ¿Qué harás ahora, Leena?

    Ella no le respondió nada en ese momento. Estaba completamente sumida en las sensaciones e ideas que le recorrían el cuerpo; y en esa pequeña lágrima que comenzó de pronto a resbalar por su mejilla derecha.

    FIN DEL CAPÍTULO 80

    Notas del Autor:

    Aclaración: en este capítulo no se está queriendo decir que Esther es en estos momentos una Verdadera, o que es exactamente el mismo tipo de Vampiro Energético que son Rose, Mabel o James. Lo que se está queriendo decir de momento es que la conclusión de Damien fue que su naturaleza actual es similar a la de ellos, y todo parece indicar que en efecto es así. Sin embargo como bien él mismo dijo, hay ciertas diferencias entre ella y el resto. Y como han de suponer, aún hay algunas cosas que se deben aclarar con respecto a los cómo y por porqués. Pero bueno, eso lo veremos después.

    Debo confesar que la idea de este capítulo y el anterior, que narran todo este encuentro entre Esther y Kate, la tenía desde tiempo antes incluso de que comenzara a tener clara la idea de este fanfic. Me tomó 80 capítulos llegar a este momento, pero la verdad estoy contento con el resultado. Creo que ha sido de las partes que más he disfrutado escribir hasta ahora, y espero les sea de su agrado. E igualmente espero que les guste el giro que se le ha dado a Esther, tanto en su naturaleza actual como en su propia personalidad y forma de percibir las cosas.

    Y bien, me complace decirles que se acabaron los flasbacks, al menos de momento y al menos los largos que ocupen capítulos enteros. Volveremos al presente a encargarnos de todos nuestros asuntos pendientes. Y nos acercamos cada vez más a Capítulo 100. Ni yo sé exactamente en qué punto de la historia caiga dicho capítulo, pero esperemos sea algo memorable. Nos seguimos leyendo.
     
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