Long-fic Resplandor entre Tinieblas

Tema en 'Crossover' iniciado por WingzemonX, 21 Junio 2017.

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    WingzemonX

    WingzemonX Usuario común

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    Título:
    Resplandor entre Tinieblas
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Misterio/Suspenso
    Total de capítulos:
    159
     
    Palabras:
    7853
    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 21.
    Respira… sólo respira

    El taxi de la recién llegada se abrió paso por el camino de tierra rodeado de árboles que llevaba a la pintoresca casa de estilo clásico, con una hermosa fachada; era ya tarde, pero el cielo despegado y las luces externas de la propiedad dejaban perfectamente a la vista dicha hermosura. Se encontraba a las afueras de Arcadia, a una hora aproximadamente del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles en el cual había aterrizado. El vehículo amarillo se estacionó justo al frente de la casa, al pie de los escalones del pórtico, y de varios rosales perfectamente bien cuidados que sólo podían haber crecido de esa forma con el constante cuidado de una mano gentil y detallista.

    El ambiente que rodeaba todo ese espacio era realmente tranquilizador y agradable. Pocas veces en sus treintaidós años de vida había estado en un sitio que le hiciera sentir energías tan positivas, como si cualquier rastro de maldad simplemente fuera repelido o se mantenía en la calle, temeroso de penetrar más. Era realmente un sitio en el que a Jane Wheeler no le molestaría en lo absoluto pasar varios días… pero no todo era tan perfecto.

    Desde el asiento trasero de los pasajeros, alzó su mirada viendo por la ventanilla hacia el piso de superior de la casa. Entre toda esa energía brillante que la rodeaba, ahí se encontraba un pequeño punto gris; un inestable y ruidoso punto gris que le provocaba un pequeño dolor punzante en la parte trasera de su cabeza. Pero no se encontraba impresionada; después de todo, fue justo por eso que había ido ahí.

    Le pagó al conductor el viaje y pasó a bajarse con su maleta de mano y su bolso. El conductor bajó de la cajuela la maleta más grande en la que llevaba su ropa, y después se retiró tras un amistoso “buenas noches”. Él no se percató para nada de aquel molesto punto gris sobre sus cabezas, y era mejor así. Un instante después de que el taxi se perdió en el camino, casi como si intencionalmente hubiera estado esperando que se fuera, se comenzó a escuchar un ajetreo ahogado que sobresalía de la agradable calma que había reinado desde que llegó. Las ventanas del piso superior se agitaban, sobre todo las de una habitación en especial justo sobre la puerta principal. Las luces del interior también comenzaron a prenderse y apagarse solas, y entre todo ello logró percibir algunos pequeños gritos y lamentos.

    Una vieja casa embrujada en las afueras, pensarían muchos, pero la realidad estaba bastante lejos de ello… dependiendo de a quién le preguntaras. Con sus dedos se acomodó uno de los mechones rizados de su cabello corto castaño oscuro, y comenzó entonces a caminar hacia las escaleras cargando todo su equipaje. Antes de pisar el primer escalón, sin embargo, una de las grandes puertas de madera en la entrada se abrió de par en par, y la que supuso era la dueña de la casa apareció del otro lado: una mujer delgada cerca de los cuarenta, de rostro blanco y afilado, de cabellos rubios oscuros lacios, bien peinado y arreglado que le llegaba hasta los hombros, y ojos café oscuro sobre los que portaba unos anteojos redondos de armazón rojizo.

    Jane se paralizó un instante al sentir los ojos impresionados y confundidos de aquella mujer. Si no fuera por ese pequeño punto gris sobre ella, que ahora sentía más intenso, hubiera pensado por un momento que se había equivocado de casa. Nadie dijo nada, hasta que la mujer pareció al fin reaccionar. La confusión de su mirada se esfumó, y de pronto fue como si acabara de recordar algo importante que había olvidado, o como si acabara de despertar sin saber en dónde estaba y de repente dicha información se le viniera de golpe a la cabeza.

    —Lo siento —exclamó la mujer en la puerta, y alzó en ese momento sus anteojos para poder tallarse un poco los ojos. Estaba muy oscuro y estaba muy lejos para estar segura de ello, pero a Jane le pareció que posiblemente había estado llorando no hace mucho. Se rodeó a sí misma con la pashmina color pastel que traía sobre los hombros, a pesar de que era una noche algo cálida—. Es usted la señora Wheeler, ¿verdad?

    —Así es. —Respondió la mujer de rizos oscuros con media sonrisa. Se atrevió entonces a subir los escalones con todo y su maleta, y se paró en el pórtico frente a ella—. Jane Wheeler, para servirle, señora Honey.

    —Señorita Honey… —murmuró la mujer en voz baja, pero pareció arrepentirse casi de inmediato de haberlo hecho—. No importa, muchas gracias por venir…

    Le extendió su mano a modo de saludo, y al parecer la recién llegada estaba más que dispuesta en aceptarla. Sin embargo, antes de que pudiera tomarla, se escuchó un sonoro grito desde la planta de arriba mucho más intenso que los anteriores. Se sintió a la vez como la casa se estremecía y las luces parpadearon. La señora Honey retiró su mano y la llevó instintivamente a su pecho, intentando suprimir como pudo un gritillo de miedo que empujaba por salir. Jane igualmente bajó su mano hacia su costado al considerar totalmente fallido ese apretón de manos.

    —¿Puedo pasar? —Le preguntó con tono suave.

    —Sí, por favor —le respondió apresurada la dueña de la casa haciéndose a un lado. Jane entró mirando directo hacia las escaleras que llevaban a la planta superior, e inconscientemente ignorando todo los hermosos decorados del recibidor, o la pulcritud con la que todo se encontraba limpio y acomodado. Sólo la voz de la señorita Honey lograba distraer aunque fuera un poco su concentración de las escaleras—. Yo no sé si estoy haciendo lo correcto, pero no tengo a quien más acudir. Estoy tan preocupada por mi hija y…

    —Descuide —le interrumpió con tono serio, alzando su mano hacia ella para indicarle que no tenía que excusarse con ella—. Ella está arriba, ¿cierto? —Jennifer asintió rápidamente—. Vamos a verla.

    La señorita Honey la guio hacia arriba, yendo ella al frente. Por un pequeño segundo, dicho momento trajo a la memoria de Jane la película de “El Exorcista”, una de las primeras películas de terror que había visto con su ahora esposo y sus amigos; extrañamente una historia sobre una niña poseída por el demonio que hacía actos aterradores e incomprensibles para todos, no resultó peculiarmente aterradora para ella como para el resto de los presentes en aquella sala de estar. Ella quizás no lo diría abiertamente con palabras, pero era bastante probable que hubiera visto para ese entonces bastantes cosas mucho más aterradoras como para sentirse impresionada por un poco de maquillaje en el rostro de una actriz y un par de efecto especiales rudimentarios.

    Como fuera, igual se preguntó si algún espectador imaginario desde el pie de la escalera, la vería y relacionaría de inmediato al sacerdote subiendo hacia la recamara de la protagonista que iba a ayudar. Claro, el escenario era mucho menos lúgubre; de hecho la casa era realmente adorable y hermosa por donde la viera. Y no iba a ver a una niña poseída, aunque de seguro habría mucha gente que opinaría distinto.

    El casi asilamiento de la casa, al estar rodeada por ese extenso terreno que la separaba lo suficiente de sus vecinos más cercanos, había al parecer sido fructífero para que nadie notara el descontrol que se estaba viviendo en ese sitio. Lo que más había llamado la atención de la gente era el hecho de la niña no se hubiera presentado en clases desde hace ya una semana y media, y que casi al mismo tiempo su madre adoptiva hubiera pedido un permiso especial para ausentarse de la escuela en dónde fungía como profesora. “De seguro la pequeña debe estar enferma”, suponían de seguro muchos, y de momento era preferible que pensaran eso.

    —Sólo logra calmarse cuando duerme, si es que logra hacerlo —le comentaba la mujer de cabellos rubios oscuros mientras subían—. Desde ayer ya no me deja entrar a su cuarto, me cierra la puerta en cuanto intento abrir. No ha probado bocado… ya no sé qué…

    En cuanto llegaron al pasillo superior, la señorita Honey tuvo que hacer un gran esfuerzo para no soltarse a llorar en esos momentos. Siempre había sido una mujer fuerte. No había situación que rompiera su temple… hasta ese momento. Eso la había superado por completo. Matilda, su hija adoptiva y la luz de su mundo, siempre había sido tan independiente en todo aspecto posible de su vida; y la primera vez que realmente ocupaba de su ayuda, que realmente necesitaba que su madre le dijera qué hacer o cómo solucionar tan precaria situación, simplemente fue incapaz de hacer algo, y eso la llenaba de una abrumadora y paralizante frustración.

    —Está bien, tranquila —le murmuró la invitada a su casa en voz baja, pasando su mano por su espalda de manera reconfortante—. Todo estará bien ahora, se lo prometo.

    Jennifer respiró con fuerza por su nariz, y luego pasó sus dedos discretamente por el costado de sus ojos.

    —Gracias… ¿en verdad puede ayudarla? ¿Sabe realmente cómo lidiar con algo como esto?

    Jane sonrió, por fuera y por dentro. No le respondió, y siguió andando hacia la habitación de la niña, como si supiera exactamente a dónde ir. Se paró justo delante de la puerta y aguardó a que Jennifer la abriera. Se seguía escuchando ajetreo desde adentro.

    —Matilda, querida —murmuró la señorita Honey frente a la puerta—. Por favor, déjame entrar…

    —¡No! —Se escuchó con fuerza espetar desde adentro a una vocecilla aguda entre pequeños sollozos—. ¡No quiero lastimarte! ¡No quiero…!

    Jane avanzó hacia la puerta en ese momento, y gentilmente hizo a su anfitriona un lado.

    —Permítame… —Jane puso su mano en la perilla. La señorita Honey no vería directamente su acción, pero tras enfocarse unos momentos logró hacer sin problema que los seguros de la puerta se abrieran con la ayudada de su propia habilidad “especial”, para luego lograr además que la puerta se abriera pese a la oposición de la niña en su interior.

    Del otro lado de la puerta se encontraba la habitación de una niña de trece años, pero no como cualquier otra. Los colores de las paredes, las sabanas de la cama, la alfombra, todo estaba en colores sobrios. Más que juguetes o posters de bandas en las paredes, había dos libreros, además de una repisa sobre su cama para trofeos. Había un escritorio para computadora y tareas a un costado, y un pequeño ropero. Sin embargo, los libreros, las repisas, el escritorio y el ropero, no estaban como debían de estar. Varios de los libros, trofeos, hojas de papel y prendas de vestir se encontraban o tiradas en el suelo… o flotando en el aire, algunos simplemente suspendidos, otros más pasando velozmente, cruzando la habitación y chocando contra las paredes. La computadora estaba también el suelo, y la silla del escritorio también estaba ladeada. Todo era demasiado irreal…

    —Dios, Matilda… —exclamó Jennifer, ahogando otro llanto. Jane, por su parte, permaneció tranquila en el marco de la puerta, analizando todo el escenario.

    Le indicó con una mano a la dueña de la casa que se quedara en la puerta. Dejó su bolso en el suelo y se adentró lentamente en la habitación, esquivando todos los proyectiles que cruzaban el espacio del cuarto. Había muchas cosas por todos lados, pero ningún rastro de la dueña de todas ellas. Ésta se encontraba, como intuía, sentada a un lado de la cama. La pequeña de cabello castaño corto, estaba abrazada de sus piernas, con su rostro hundido entre ellas. Sollozaba despacio, apenas perceptible.

    Al sentir su cercanía, Matilda alzó rápidamente su rostro y la volteó a ver complementa llena de miedo. Sus ojos, y todo su rostro, se encontraban enrojecidos. Sus ojos se encontraban algo brillosos, pero al parecer había llorado tanto que sus lágrimas simplemente ya se habían secado. Jane sonrió levemente, y entonces se agachó de cuclillas frente a la cama, a un par de metros de ella.

    —Hola, Matilda —exclamó la extraña para la pequeña, con mucha suavidad—. Me llamo Jane, pero tú puedes decirme Eleven. Todos mis amigos lo hacen.

    La niña no le respondió. La miró fijamente con sus ojos azules y profundos totalmente abiertos. Intentaba quizás analizarla lo suficiente para determinar quién era con exactitud, ya que al parecer su presentación no le había convencido. De seguro estaba digiriendo la idea de que un extraño, de la nada, descubriera su secreto y de esa forma.

    —No tienes nada que temer —le susurró muy despacio como si le estuviera diciendo algún pequeño secreto—. Estoy aquí para ayudarte.

    Jane alzó su mano hacia un lado, y un libro que estaba en el suelo a algunos metros de ella de la nada se desprendió del suelo y voló hacia sus manos, atrapándola ella entre sus dedos con facilidad. Matilda se sobresaltó, sorprendida. Eso no lo había hecho ella, de eso estaba segura.

    —¿Usted también…? —Susurró con la voz entrecortada; Jane sólo sonrió.

    —Dime, ¿qué te ocurre, cariño? —le cuestionó Jane sin cambiar de posición o de tono.

    —No lo puedo apagar —masculló de pronto la niña, con su voz esforzándose por hacerse notar entre toda la angustia que le carcomía la garganta—. Antes podía controlarlo, antes podía apagarlo sin problema. Pero ahora no puedo… no puedo. No quiero lastimar a mi mamá… no quiero lastimar a nadie, pero no puedo detenerme.

    —Sí, claro que puedes, Matilda —declaró Jane con bastante firmeza, casi agresiva—. Esa habilidad que tienes es sólo tuya y de nadie más. Sólo tú decides cuándo usarla y cuando no.

    —¡No!, ¡no puedo! ¡Ya le dije que no puedo! —Le gritó con bastante fuerza, y todo el piso bajo sus pies se estremeció, tanto que parecía que se rompería. Jennifer tuvo que sujetarse del marco de la puerta para evitar caerse.

    —Matilda… —Exclamó la madre con absoluta preocupación, e estivamente su cuerpo dio un paso al frente para acercársele.

    —Manténgase atrás —le indicó Jane con un tono tan autoritario, que igualmente el cuerpo delgado de la mujer se detuvo en seco en su sitio. Jane se concentró entonces sólo en Matilda. Se atrevió a acercársele un poco, y ella instintivamente se hizo hacia atrás, por lo que optó por no avanzar más de lo debido. Alzó ambas manos hacia el frente, en señal de calma y comenzó a hablarle lentamente—. Escúchame Matilda, escúchame… sólo… a mí…

    ****​

    Para cuando llegaron a Eola, ya se encontraba atardeciendo, pero aún había suficiente sol. Aun así, el aire que envolvía al hospital psiquiátrico era denso y oscuro que uno se sentía tan inseguro y expuesto como si estuviera solo a la mitad de la madrugada, con absolutamente nada ni nadie a su alrededor. De hecho, el estacionamiento se encontraba solo cuando ingresaron, a excepción de los propios vehículos de los empleados que Matilda siempre había visto cada día que había ido a ese lugar.

    Se estacionaron casi en la mera puerta de entrada. Al bajarse, los tres miraron pensativos hacia el edificio blanco, los tres con expresiones confusas y apremiantes.

    —¿Ustedes también sienten eso? —cuestionó Cole como un pequeño susurro.

    —¿La sensación inquietante de que no deberíamos estar aquí? —Contestó Cody del mismo modo.

    —Sí, esa misma…

    Los presentimientos o corazonadas que su Resplandor les daba a veces, parecían haberse alocado en cuanto se acercaron a ese sitio. Los tres lo sentían, y aunque no lo hubieran expresado abiertamente con palabras, igualmente presentían que los otros también. Algo bastante malo estaba ocurriendo, o al menos había ocurrido.

    Matilda fue la primera en lograr sobreponerse a esa sensación paralizante y lograr avanzar hacia la puerta; inevitablemente sus dos acompañantes se vieron obligados a igualmente seguirla.

    Aunque el exterior del hospital se sentía calmado y en silencio, el interior era muy diferente. Se escuchaba bastante ruido, el eco de voces y pasos resonando en los pasillos, y llegando de alguna u otra forma hacia ellos. Mientras avanzaban por el pasillo principal hacia el cubículo de recepción, no vieron precisamente a mucha gente, pero sí les tocó al menos tres enfermeros yendo de un pasillo a otro con notoria prisa, y otro más llevando a un hombre, casi catatónico, en una silla de ruedas.

    La enfermera de recepción, la misma que había atendido a Matilda en su primer día ahí, estaba al teléfono. Su estado aletargado de aquel entonces, y que se había perpetuado en días siguientes, había desparecido. Ahora parecía estar con la sangre fluyéndole más deprisa, hablando enérgica por el teléfono, revisando su libreta, y también la computadora al mismo tiempo. La joven no se percató de su presencia hasta que ya estuvieron a unos pasos de su lugar. En cuanto la vio, dejó a un lado todo lo que estaba haciendo, incluso dejó caer el teléfono al suelo provocando un golpe sonoro y casi doloroso, y se paró de su silla de un salto.

    —Dra. Honey, gracias al cielo —exclamó enérgica y aliviada, lo que confundió bastante a la Psiquiatra.

    —Buenas tardes… ¿qué fue lo que…? —antes de que terminara su pregunta, la enfermera salió apresurada de su sitio y se dirigió, casi corriendo, al pasillo adyacente.

    —¡Dr. Johnson!, ¡Dr. Johnson! —La escucharon gritar mientras se alejaba. Los tres la miraron correr por el pasillo, hasta que ya no les fue posible.

    —Se ve que es popular por aquí, Doctora —comentó Cole, algo burlón.

    —Eso es nuevo para mí —señaló la castaña, demasiado confundida para reaccionar como era debido.

    No tuvieron que esperar mucho. El Dr. Johnson en persona no tardó en aparecer apresurado, viniendo por el mismo pasillo por el que la joven se había ido. Ella no venía con él, por lo que suponía que se había quedado quizás atendiendo algún otro tema.

    —Dra. Honey —exclamó Johnson, igualmente aterradoramente entusiasmado y aliviado de verla. Se le veía algo cansado y distraído—. Una disculpa, todo es un caos. Tuvimos que mover a casi todos nuestros pacientes del ala de Samara, y no fue sencillo porque era de nuestros pacientes más problemáticos.

    —¿Moverlos por qué? —Cuestionó Matilda notoriamente a la defensiva—. ¿Qué fue lo qué pasó? ¿Dónde está el Dr. Scott?

    —No sé adónde se fue… él… —Johnson balbuceó, aparentemente dudando entre qué decir y que no, y esto hizo que la actitud de Matilda se volviera aún más agresiva. Se le aproximó, encarándolo de frente, y aunque era de estatura más baja que él, igualmente lo intimidó lo suficiente para hacerlo retroceder un poco.

    —Escúcheme —empezó a decirlo con voz lenta pero firme—, tendrá que decirme todo lo que pasó ahora mismo, sin ocultar nada. De otra forma no podremos ayudarlo. —Johnson miró entonces por encima de la cabeza de la doctora a los otros dos hombres que la acompañaban—. Ellos vienen conmigo, son mis colegas.

    —¿Colegas? —inquirió el doctor, confundido—. ¿Son psiquiatras también?

    —En mis tiempos libres —se apresuró Cole a responder con tono sarcástico. Matilda lo miró sobre su hombro con una mirada de regaño, pero se volvió casi de inmediato de nuevo hacia Johnson.

    —Ya están al tanto del caso. Hablé con libertad.

    Johnson se retiró sus lentes y pasó su mano por todo su rostro, tallándolo con algo de fuerza. Se veía que no quería hacerlo, pero al final no le quedó de otra. Les contó lo mejor que pudo sobre lo ocurrido esa mañana, como Samara había reaccionado, lo que le había hecho al Dr. Scott, y por último lo poco que sabía sobre el extraño suceso que acababa de pasar horas atrás en su habitación y había causado todo ese alboroto.

    El rostro de Matilda estaba duro como roca mientras lo escuchaba contarle todo eso. Su quijada estaba apretada, y sus ojos casi centellaban del coraje en ellos. Se giró por mero instinto hacia el mostrador de recepción, y se apoyó en él con ambas manos, mientras respiraba lentamente para intentar tranquilizarse.

    —Son unos idiotas —murmuró entre dientes—. ¡¿En qué estaban pensando?! ¿Y se hacen llamar psiquiatras? ¿En dónde estudiaron, par de…?

    Se forzó a sí misma a guardar silencio, antes de que dijera algo de lo que realmente se arrepintiera.

    —No supimos qué más hacer… —murmuró Johnson, indeciso.

    —¡No hacerla enojar para empezar hubiera sido buena idea!

    —Ese fue Scott, yo no… yo no…

    Johnson comenzó a balbucear, incapaz de formular una oración coherente. Retrocedió lentamente y se dejó caer en una de las sillas del área de espera. Se sostuvo la cara con las manos, y se escuchaba como respiraba un poco agitado. Cole y Cody lo miraron algo perplejos; Matilda siguió dándoles la espalda, volteada al mostrador.

    —Yo ni siquiera creía del todo que esto fuera verdad —murmuró Johnson, apenas audible—. Una parte de mí siempre creyó que todo esto que hacía esta niña era algún tipo de truco que no podía aún explicar, pero que tarde o temprano lo descubriríamos y ahí terminaría todo. —Retiró sus manos de su cara, y señaló entonces hacia uno de los corredores, con horror en el rostro—. Pero lo que hizo en ese pasillo… Oh Dios… esto no puede ser real.

    El estado de ánimo del Dr. Johnson no era en realidad muy diferente al de Vázquez. Ambos vieron cosas que no podían explicarse, pero sus cabezas se esforzaban intentándolo. Cuando no funcionaba, las reacciones de la gente variaban; la agresividad de Vázquez y la negación de Johnson eran de las más comunes.

    —¿Dónde está ahora? —preguntó Matilda tras unos instantes de silencio.

    —En su cuarto, aún amarrada a su camilla, supongo.

    —¡¿Amarrada?! —Espetó incrédula la castaña, girándose al fin hacia él—. ¡¿Cómo que amarrada?!

    —Todos los que se acercan ese sitio terminan heridos de alguna forma. Está fuera de control… no sabemos qué…

    Johnson volvió a callar, y de nuevo ocultó su rostro entre sus manos. La imagen de Samara, amarrada, sola e indefensa en un cuarto como el que Johnson les había descrito… El estómago de Matilda le dio vueltas, pero se contuvo de cualquier reacción visible. Respiró con fuerza, recuperó la serenidad y entonces logró pararse derecha de nuevo. Tomó su bolso y lo dejó sobre el mostrador, sacando de él sólo su teléfono celular. Se acomodó su traje rápidamente con sus manos, y luego siguió con su cabello; esto no tenía ningún propósito específico, era más un tic involuntario para despejar su mente.

    —Mantengan a los otros pacientes y al personal a salvo —musitó despacio—. Yo me encargaré de esto.

    —Nosotros nos encargaremos —añadió Cole con decisión. Matilda vio al oficial de reojo, con no tan buena disposición a simple vista.

    —Vamos, Matilda —escuchó que Cody pronunciaba, casi como un regaño. La castaña simplemente suspiró resignada y comenzó a andar apresurada hacia la habitación de Samara. Cole y Cody la siguieron a una distancia prudente.

    — — — —​

    Matilda barajeaba en su mente todas las opciones. La idea de que Samara pudiera plasmar esas imágenes más allá del papel, radiografías o la propia mente de las personas, siempre había sido una posibilidad. Paredes, techos y piso, todo ello no eran más que superficies, no muy diferentes de un papel si hablaban de una modificación celular a los niveles que habían teorizado. Pero el que pudiera hacerlo de golpe, y de una escala como la descrita por el Dr. Johnson, eso definitivamente no había estado en sus predicciones. Además de que la imagen que les había descrito era bastante… perturbadora; y aun así, sólo cuando estuvieron ya de pie en aquel pasillo fue capaz de digerirla en su totalidad.

    Los tres se quedaron quietos al girar en la esquina. Era como si de golpe hubieran entrado a otro edificio sin que se dieran cuenta. Varias de las lámparas del techo se habían roto, por lo que la iluminación era escasa. Lo que alcanzaban a ver, sin embargo, era… bastante incómodo. Paredes roídas, llenas de óxido, humedad, e incluso rastros de vegetación abriéndose paso entre las grietas. El suelo estaba cubierto con un extenso y nada agradable charco, como si se hubiera filtrado el agua de alguna lluvia y se hubiera mezclado con la basura y demás porquería del sitio. Se sentía un ambiente frío, no insoportable pero sí lo suficiente para sentirse incómodo o al menos con la necesidad de tener otro saco encima. Había pequeños rastros de polvo, o al menos algo muy parecido, rondando el aire. Y el olor era quizás lo peor; olor a animal muerto, a agua estancada, a basura en descomposición. Eran tan nauseabundo, que era imposible no sentir al menos una pequeña arcada.

    —Por Dios —exclamó Cody, estupefacto, mirando todo minuciosamente.

    —Creo que no es el mejor lugar para evitar pesadillas, profesor —añadió Cole, intentando sonar gracioso pero realmente no lo había logrado del todo.

    Luego de dudar unos momentos, Matilda activó la lámpara de su teléfono y con ella logró alumbrarse mejor el camino, especialmente el suelo. Cole y Cody siguieron su ejemplo. Los tres sujetaban sus teléfonos con una mano y con la otra se cubrían lo más posible sus narices y bocas para resistir el olor. Sus zapatos terminaron pisando esa agua sucia, pero procuraron no pensar en eso de momento. De niña a Matilda le gustaba ir al río a buscar reptiles, peces e insectos para catalogarlos, así que sólo intentó imaginarse que estaba haciendo eso de nuevo.

    —Cody, ¿esto es similar a aquello que me contaste que hiciste de niño? —le cuestionó Matilda curiosa.

    —Sí… lo creas o no me trae recuerdos —murmuró Cody, algo inseguro.

    —¿Tú hiciste algo como esto antes? —Preguntó Cole, incrédulo.

    —No exactamente algo así, pero igualmente mis habilidades afectaron todo el espacio en el que me encontraba, creando un escenario bastante desagradable. Curiosamente, también en esa ocasión me drogaron para tenerme dormido.

    —¿Entonces crees que todo eso es una ilusión? —Inquirió Cole.

    Cody negó con su cabeza.

    —No creo que esto sea una ilusión, o algo como lo que yo hago. Esto… es algo más.

    —Sí, yo también lo siento. Hay algo bastante pesado en este sitio, que sencillamente no es natural.

    —¿Hablas de…? —Cody lo miró, algo impresionado. Ahora Cole fue el que negó.

    —Si preguntas por fantasmas, no. Hay fantasmas que con la energía suficiente pueden materializar y afectar nuestro mundo de forma física, pero no a este nivel. Pero si existen otro tipo de fuerzas que pueden hacer algo como esto, o incluso mucho más.

    —¿Otras fuerzas como qué exactamente?

    Cole soltó una risilla burlona, seguida inmediatamente por un quejido de molestia, pues al parecer había pisado algo que no lograba describir, pero que igual su primer instinto fue retirar su pie bruscamente lo más rápido que pudo.

    —Mejor lo dejemos para otro escenario más agradable, profesor —murmuró con disgusto el oficial.

    Avanzaron por alrededor de dos minutos más hasta que Matilda alumbró con su luz una puerta totalmente oxidada tumbada a mitad del pasillo. A su lado izquierdo, se encontraba el marco en el cual la puerta se había hallado, con aún rastros de sus bisagras en ella. Esa era la habitación de Samara.

    Matilda tomó aire hondo, o al menos lo más hondo que el viciado y pútrido aire que los rodeaba les permitió, y avanzó con un poco más de prisa hacia la puerta. Y entonces escuchó los sollozos, pequeños sollozos lastimeros y dolorosos que provenían del interior del cuarto, y que la hicieron detenerse por unos instantes. Se movió con lentitud hasta lograr asomarse al interior. El estado de lo que lograba enfocar con su luz era igual de deplorable que el resto del pasillo… a excepción de un blanco puro, en su mayoría limpio que sobresalió del resto del cuarto en cuanto la luz lo tocó: el blanco de la bata de Samara.

    En efecto, la niña seguía recostada sobre la camilla, de sabanas ahora llenas de manchas de humedad y con agujeros, atada de muñeca y tobillos por correas viejas de cuero, pero que aún tenían la suficiente resistencia para sujetarla. La niña tenía el rostro humedecido por sus propias lágrimas, y sollozaba desconsoladamente presa del pánico. En cuanto la luz la iluminó, giró sus ojos en dirección a la entrada a como su posición se lo permitió.

    —¿Ma… tilda…? —susurró con debilidad.

    —Samara —exclamó Matilda, estupefacta de verla en tal estado. Sin pensarlo, avanzó hacia el interior de la habitación—. No te preocupes, voy a…

    —¡No te me acerques! —Gritó la niña con fuerza, y su voz retumbo en el eco de las paredes, las cuales comenzaron a desquebrajarse un poco. El agua en sus pies también comenzó a alterarse, y a Cody y Cole por igual les pareció de pronto que de hecho les llegaba más arriba, al menos hasta los tobillos—. No… quiero verte… —masculló Samara entrecortada—. Me mentiste… dijiste que vendrías a verme, ¡y no lo hiciste! ¡Dejaste que me atrapara!, ¡dejaste que me hiciera esto!

    Mientras más gritaba, el estado del espacio a su alrededor parecía empeorar poco a poco. Incluso el cielo a sus pies comenzó a sentirse blando, como si fuera a abrirse en cualquier momento para tragarlos a todos.

    Samara estaba enojada con ella también. No era algo que tuviera del todo previsto, pero no era inesperado. Era cierto, ella le había dicho que iba a hablar con su madre, y que ese día llegaría temprano justo para hablar con ella, pero no lo hizo. Supuso que estaría bien, sólo retrasarlo un poco. El asunto de Portland, Doug y Lilly Sullivan tomó importancia en su cabeza, y pensó que todo estaría bien… pero no fue así. Ese horrible incidente no era sólo culpa de Scott y de Johnson; ella también era culpable… otra vez…

    “¡Tú dijiste que me ayudarías!, ¡me dijiste que todo estaría bien!”

    Esas palabras, hace ya algún tiempo exclamadas contra ella con el mismo sentimiento, retumbaron en su cabeza.

    Volvió a intentar acercarse. Con su mano izquierda sujetaba su celular y la otra la tenía extendida hacia ella en señal de calma. Intentó usar su telequinesis para quitarle sus amarres mientras hablaba.

    —Samara, debes tranquilizarte —le susurró muy despacio; casi lograba quitarle la correa de su muñeca izquierda.

    —¡No puedo! —Espetó la niña casi como si le doliera. De pronto, una larga herida se dibujó justo en la palma derecha de Matilda, de extremo a extremo.

    —¡Ah! —exclamó con un gemido de dolor, retrocediendo instintivamente. Su teléfono se cayó de sus manos, cayendo al agua y quedando sumergido debajo de ella, aunque la luz de la linterna seguía alumbrando.

    —¡Matilda! —Cody y Cole se acercaron en su ayuda. Cole iluminó su palma con su luz, mientras Cody la revisaba. Era un corte un poco profundo, limpio y recto; la sangre comenzaba a surgir libremente de la herida y a escurrir por un costado.

    —¿Cómo hizo eso? —cuestionó Cole, quitándose como pudo su corbata azul con una mano. Se la pasó entonces a Cody para que la usara de vendaje improvisado. Cody la ató con algo de fuerza alrededor de su mano. Matilda ni siquiera dio seña de dolor; su mente se había enfrascado en esa pregunta: ¿cómo lo había hecho?, ¿era algo derivado de cómo plasmaba sus pensamientos e ideas en todo ese entorno?

    —Vete… —sollozó Samara—. No quiero lastimarte… no quiero lastimar a más personas…

    Matilda retiró con cuidado su mano de Cody y les indicó a ambos con su cabeza que retrocedieran. Inseguros, dieron un par de pasos hacia atrás, quedándose en la puerta. La castaña miró alrededor; la luz de su teléfono se había apagado, lo cual era una pésima señal de su estado, pero ya se ocuparía de eso después. Ahora sólo podía guiarse de la luz de Cole y Cody, pues sin ellas estaría en esos momentos en absoluta oscuridad, de seguro. Sujetó con su mano izquierda la corbata que rodeaba su herida, presionándola contra ésta, y comenzó avanzar en su dirección. Mientras más se acercaba, las paredes, el techo y el suelo le parecían más endebles, como si estuvieran convirtiéndose en papel.

    —No has lastimado a nadie, Samara —murmuró Matilda con suma y absoluta tranquilidad—. Escucha, esta habilidad que tú posees es tuya y de nadie más. Sólo tú decides cuando usarla, y cuando no; es tu don…

    —No puedo hacerlo —respondió Samara entre llantos—. Ella es más fuerte que yo…

    —¿Ella? —Exclamó Matilda confundida, estando ya a mitad de camino entre la puerta y la camilla—. Samara, ¿quién es ella?

    La niña guardó silencio unos instantes, a excepción de sus llantos.

    —¡Vete! —le gritó al final y Matilda sintió como si alguien la empujara con fuerza hacia atrás. Se tambaleó un poco, dando un par de pasos en falso hacia atrás pero arreglándoselas al final para evitar caer.

    Se quedó perpleja unos segundos. ¿Telequinesis?, era probable que tuviera un poco de ello así como tenía un poco de telepatía; su propia teoría de cómo plasmaba esas imágenes a un nivel celular, no entraba en conflicto con dicha idea. Aun así, esa forma en que fue empujada le resultó extraña, un tanto inusual a cuando había sentido un empujón telequinético de parte de alguien más. Lo sintió más como si alguien realmente la empujara con sus manos hacia atrás… como si hubiera alguien más ahí…

    Miró alrededor, casi por mero instinto; no esperaba realmente ver a alguien más ahí de pie ente las sombras, y en efecto no lo vio… aunque aquella esquina más alejada de ella, la que permanecía totalmente oscura pues las luces de los celulares de Cole y Cody no la tocaban, por unos momentos su mente le hizo sentir que el frío que emanaba de esa esquina era mucho más intenso que el resto. ¿Había alguien ahí observándola fijamente sin que pudiera verlo a él… o a ella? Su intuición parecía no decidirse aún entre decirle que sí o no.

    —Intentaré detenerla —murmuró Cody dando un paso al frente, y listo para materializar lo que fuera que pudiera ayudarles a calmarla, dormirla o lo que fuera necesario.

    —¡No! —le gritó Matilda enérgicamente, volteándose hacia ellos—. Si la agredes, sólo la perturbarás más. Ustedes dos quédense atrás, no intervengan.

    Cody vaciló; la situación le parecía demasiado volátil como para dejársela sólo a ella, y Cole igualmente sentía lo mismo. Sin embargo, al final el profesor retrocedió, dándole a Matilda su espacio. Ésta respiró hondo por la nariz, sin importarle el olor a su alrededor, y exhaló por la boca. Soltó su mano, dejándola libre aunque siguiera sangrando un poco. Alzó sus manos al frente en posición de calma, y dio pasos más al frente, arrastrando sus pies por el agua.

    —Samara, escúchame con atención, escúchame muy bien, sólo a mí —comenzó a decirle con voz baja y bastante calmada considerando el escenario. La niña en la camilla la volteó a ver, temerosa—. Confía en mí, pequeña. Yo puedo ayudarte a calmar esto, y no me iré ni dejaré que lastimes a alguien, te lo juro por mi vida. ¿Crees en mí, Samara? ¿Me permitirás ayudarte?

    La niña se quedó en silencio, mirándola fijamente con notoria duda en su mirada. Sin necesidad de poder leer su mente, Matilda supo que estaba debatiéndose internamente sobre qué responderle. Al final, asintió con su cabeza repetidas veces, y con esa sólo señal Matilda se atrevió a aproximarse más.

    —Bien, escúchame con mucho cuidado —susurró—, escúchame sólo a mí…

    ****​

    —Cierra tus ojos —le indicó Eleven, cautelosa—. Ciérralos y respira… sólo respira.

    Matilda la miraba entre llantos, totalmente confundida. Cerró sus ojos como le pidió, aunque estos parecían resistirse a ese cambio. Ya lo había intentado: cerrar los ojos, respirar, calmarse, pero nada de eso había funcionado. Aun así, de alguna forma esa mujer la incitaba a intentarlo de nuevo.

    —Respira lentamente —prosiguió Eleven—, inhala por la nariz, exhala por la boca. No pienses en nada, sólo respira.

    Obedeció. Teniendo los ojos cerrados, inhaló lentamente por su pequeña nariz, y luego exhaló despacio por la boca. Repitió lo mismo unas cinco veces.

    —Bien, lo haces muy bien, Matilda. Ahora, he oído que tienes una gran imaginación, y necesito que la pongas a trabajar justo ahora. Has visto la estufa de tu cocina, ¿no? —Matilda no entendió del todo la pregunta, pero asintió con su cabeza sin abrir los ojos—. De seguro la ves todos los días, más de una vez. Conoces su color, su forma… quiero que la visualices en tu mente, lo más clara y detallada que puedas. Imagínala justo frente a ti. No dejes de respirar.

    Eso no hizo mucho progresó en aliviar su confusión, pero también cumplió esa petición, de la forma que mejor pudo. En su cabeza, se encontraba en un espacio totalmente negro por todos lados, arriba y debajo de ella. Pero a pesar de toda esa oscuridad, podía ver claramente la estufa ante ella, justo como la de su cocina. Hacía ya algunos años que su madre había cambiado la vieja estufa blanca de modelo bastante pasado de moda, por una más moderna color cromo brillante.

    —¿Puedes verla Matilda? —escuchó que Eleven susurraba, sonando en su cabeza con un eco lejano—. Una de las hornillas está encendida.

    Al oír eso, giró sus ojos directo a la hornilla frontal izquierda. Y en efecto, se encontraba encendida… más que encendía. La llama azul se elevaba con fuerza como un gran matorral. Era brillante, incandescente, y de cierta forma seductora.

    —La veo… —susurró dubitativa.

    —¿Cómo está su flama? Descríbemela…

    ****​

    —Está al máximo… —susurró Samara entre pequeños sollozos, teniendo sus ojos cerrados—. La llama está demasiado intensa, ¡hace mucho calor!

    —No tengas miedo, Samara —le susurró Matilda con suavidad, estando parada a un lado de la camilla, a un metro de ella.— No te hará ningún daño. Esa llama te sirve a ti, no tú a ella. Tú la controlas en el momento que quieras, ¿lo recuerdas? Tú decides si se prende o apaga: las perillas están justo al frente de la estufa. ¿Las ves?

    Dentro de la imagen mental de Samara, logró desviar su mirada de la hermosa e incandescente flama azul, hacia las parillas ubicadas en el panel frontal de la estufa. Sólo una de ellas se encontraba abierta.

    —Sí… las veo…

    —Tú puedes girarlas cuando sea —le indicó Matilda con firmeza—. Ahora mismo quiero que extiendas tu mano lentamente hacia la perilla abierta, con mucho cuidado.

    Samara avanzó un paso y alzó tímidamente su mano hacia la perilla. Luego dio otro paso, y uno más; cada uno tenía incluso menos seguridad que el anterior.

    —Acércate, toca la perilla con tus dedos.

    —Hace mucho calor… —exclamó asustada, y en verdad lo sentía; podía sentir el agobiante calor de esa flama pegándole directo en la cara.

    —No importa, ese calor no te puedes lastimar. Tú toma la perilla.

    Samara siguió avanzando paso a paso, resistiendo la incómoda sensación de ardor en toda la piel, hasta colocar sus dedos sobre aquella perilla imaginaría, que se sintió bastante real contra sus yemas.

    —¿La tienes?

    —Sí… la tengo…

    —Bien, lo haces muy bien, Samara. Ahora…

    ****​

    —Gírala lentamente para cerrarla —le instruyó Eleven a continuación—, muy lentamente.

    Matilda comenzó a girar la perilla de nuevo a su posición original, hacia la dirección que la colocaría de forma vertical, con el extremo con la marca roja hacia arriba. Pero en efecto lo hacía lento, muy lento.

    —Ten tu mirada fija en la llama —escuchaba que Eleven proseguía—, contempla como va bajando poco a poco conforme tú la vas girando. ¿Lo ves?

    —¡Sí!, ¡puedo verlo! —Exclamó con entusiasmo. En efecto, aquella intensa e irreal llama, comenzó a hacerse poco a poco más pequeña, y el calor igualmente se iba calmando.

    —No te precipites. Sigue girándola… paso a paso… la llama se va reduciendo, y reduciendo. Todo se va calmando, el calor va desapareciendo… —Todo lo que Eleven describía, ocurría en su mente con total claridad—. Y entonces… la llama se apaga.

    Matilda giró por completo la perilla, volviendo a la misma posición que tenían todas las otras. Por un instante la enorme flama se redujo a sólo pequeños destellos azules, que al final se extinguieron desapareciendo por completo.

    Los ojos de Matila se abrieron justo en ese momento, sólo para ver como las pocas cosas que aún quedaban flotando, caían al suelo; algunos con delicadeza, otros de forma un tanto más pesada. Miró a su alrededor incrédula. Todo se había calmado. Ya nada flotaba, ya nada temblaba. Todo estaba en silencio, y en perfecta paz.

    La niña comenzó a llora en esos momentos, incapaz de diferenciar sí eran lágrimas de angustia, confusión, o quizás de felicidad y alivio.

    —Oh, cariño —escuchó a su madre exclamar con fuerza y en un abrir y cerrar de ojos se dirigió apresurada hacia ella. Se agachó a su lado, y la abrazó contra ella. Matilda le regresó el abrazo, apretujándola fuerte como si temiera que se fuera de alguna forma. Jennifer pasó su mano reconfortante por su cabello y espalda, dándole además varios besos en su pequeña cabeza, mientras ella lloraba con ímpetu contra su pecho—. Todo está bien, todo está bien.

    Jennifer alzó su mirada hacia Eleven, quien ya estaba de pie, y las miraba desde una distancia prudente. Los ojos de la señorita Honey también se encontraba a punto de soltar lágrimas, pero ella sí sabía con seguridad el sentimiento que las acompañaba.

    —Gracias, gracias —exclamó Jennifer, apenas siendo capaz de hablar con todas las emociones que se le atoraban en la garganta. Eleven sólo le sonrió, satisfecha por la escena ante ella.

    ****​

    Años después, cuando Samara igualmente abriera de nuevo los ojos en aquel horrible cuarto, el resultado sería el mismo. Toda la sensación pesada y agobiante que los envolvía y les gritaba con fuerza que se fueran de inmediato, se disipó. El suelo volvió a sentirse fijo, e incluso algunas de las luces del pasillo, y la propia luz del cuarto, se encendieron.

    —Lo logré… lo logré… —sollozó Samara entre sorprendida y aliviada.

    —Lo lograste, claro que lo lograste —exclamó Matilda orgullosa. Se dirigió entonces de inmediato hacia la camilla; ya no hubo ninguna clase de ataque, y se sorprendió además sentir que el agua que le subía por los pies, ahora era de nuevo sólo un gran charco por lo que se podía mover mejor. Rápidamente le desató las correas que la aprisionaban, primero los pies y por último las muñecas. En cuanto estuvo libre, Samara se sentó y rodeó a Matilda con sus brazos con fuerza por mero reflejo, y comenzó a llorar descorazonadamente contra su pecho.

    —No quise hacerlo… No quise hacerlo… —repitió varias veces entre sus llantos.

    —Lo sé, lo sé —musitó Matilda despacio, abrazándola con más suavidad y pasando sus mano sana por su largo cabello—. Tranquila, ya estoy aquí. Todo estará bien.

    Mientras Matilda reconfortaba a la niña, desde la puerta Cole observaba asombrado todo lo ocurrido. La castaña había mantenido la compostura de una forma casi militar, y parecía saber exactamente cómo y cuándo llegarle a esa niña para que la escuchara. Ambas cosas sólo podían ser resultado de la experiencia que llevaba consigo. No pudo evitar mirarla hacer lo que hizo, y recordar de inmediato a Eleven, al día en que la conoció, la forma en qué le habló y la sensación que le había provocado. Fue como remontarse a aquel momento, y eso le creó una sensación en el estómago extraña, pero no desagradable.

    Ahora podía entender un poco el porqué, mientras la estaba investigando y preguntando por ella entre las demás personas de la Fundación, entre todas las historias que le contaban hubo dos o tres que se refirieron a ella como “la favorita de Eleven”. Pensó que se trataba sólo de las usuales envidias por estar bien con mamá oso, pero ahora podía ver que no era precisamente eso, y tampoco era que hubiera un cierto favoritismo propiamente. Más bien el espíritu que ambas proyectaban, incluso esa agresividad inherente envuelta en toda esa amabilidad y dulzura, eran bastante similares.

    “Procura ser cuidadoso con Matilda. Nunca has conocido a nadie como ella.”, le había dicho Eleven al final de aquella llamada que habían tenido hace un par de semanas. Bien, él no estaba del todo seguro de ello.

    Cody igualmente podría haberse sentido fascinado por lo que Matilda acababa de lograr ante sus ojos, pero lo cierto es que su mente se encontraba más concentrada, y preocupada, por otra cosa. Miró a su alrededor con cierto temor. Los poderes de la niña se habían apagado, en efecto no le cabía duda de ello. Sin embargo, la apariencia de esa habitación y la del pasillo seguían igual: el óxido, la humedad, todo seguía ahí. Tocó con sus dedos una pared sólo para cerciorarse; se sintió áspera, justo como su apariencia lo indicaba. Por su experiencia con ese tipo de habilidades, él sabía que fiarse del tacto o de cualquier otro sentido, no era una garantía; todos podían ser igual de engañados que la propia vista. Pero era esa misma experiencia la que le permitía concluir con casi completa seguridad que eso no era una ilusión; todo eso era absolutamente real. Y lo que más lo confundió, lo que más sentía que no encajaba, era el agua en sus pies, que aún seguía ahí presente.

    Su mente comenzaba a dar varias vueltas en ello… y cada segundo nacía en su pecho una ansiedad bastante tangible, ya no creada directamente por esa niña en esos momentos… sino por lo que podría ser.

    —Siempre lograba evitarlo y no verla —escucharon los tres que Samara murmuraba contra el pecho de Matilda, sin calmarse aún ni un poco—. Pero esta vez no pude evitarlo.

    Matilda no logró comprender esas palabras.

    —¿A qué te refieres, Samara?

    —Vi al monstruo —murmuró entrecortada—. Vi al monstruo que aparece siempre en mis pesadillas… lo vi de frente…

    De nuevo Matilda no entendió, o al menos no en un inicio. De inmediato, a su mente se le vino aquello que le había dicho el día anterior, aquello de lo que quería hablarle: “es sobre mis pesadillas, de las que te conté antes. Hay algo que no te dije, algo que siempre aparece en ellas.”

    —Fue sólo un sueño, tranquila —le dijo con calma sin dejar de pasar los dedos por su cabello.

    —No, es real, el monstruo es real —exclamó Samara casi en pánico. Separó su rostro de ella y la volteó a ver con las mejillas empapadas—. Soy yo… —Soltó de pronto, creando una oleada de confusión no sólo en Matilda sino en también en los otros dos oyentes—. Yo soy el monstruo… yo soy el monstruo…

    Antes de que Matilda pudiera preguntarle algo, se le pegó de nuevo de la misma forma de antes, aun llorando aunque un poco más despacio. Sin decir nada, la castaña también la volvió a abrazar y reconfortar con sus manos. Ninguno de los tres tenía de momento la información suficiente para sacar una conclusión sobre qué significaban esas palabras. Aun así, la ansiedad que Cody estaba comenzando a sentir, se fue de golpe en aumento.

    FIN DEL CAPÍTULO 21
     
  2.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
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    Capítulo 22.
    Un Milagro

    Cuando Lily Sullivan recibió aquel intenso golpe en la cabeza, sintió como si todo se le sacudiera por dentro, y aquella habitación de hospital comenzara a dar vueltas a su alrededor. Sólo sintió dolor por unos segundos, pero luego éste se fue disipando rápidamente, o posiblemente su cuerpo sencillamente se volvió incapaz de sentir cualquier cosa. El escenario a su alrededor se tornó borroso, sus ojos se fueron cerrando pesadamente sin que ella pudiera prevenirlo, y después todo se disolvió y despareció.

    No sabría hasta tiempo después el total de horas que había estado inconsciente, pero presintió desde el inicio que no habían sido pocas. En todo ese tiempo no soñó nada, o al menos nada digno de ser perpetuado en su memoria tras despertar. Dicho momento ocurrió primero con un penetrante olor a alcohol que le entro en el cuerpo por su nariz, haciendo que ésta se irritara y posteriormente lo hiciera también toda su garganta. Los ojos azules de la niña se abrieron de golpe, y a eso le siguió una tos moderada como acto reflejo. Su primer instinto fue jalar su mano hacia su boca y nariz, pero se encontró con la sorpresa de que no podía mover ninguna de las dos, y que al intentarlo sus muñecas le dolían.

    Tardó uno o dos segundos antes de que su mente lograra aclararse lo suficiente como para poder tener consciencia de su condición. Al girar su cabeza, que poco a poco comenzaba a dolerle pero de momento era tolerable, hacia su mano derecha se sorprendió al ver que ésta estaba esposada a la anticuada cabecera de tubos de la cama en la que aparentemente estaba recostada antes de despertar. Giró entonces su mirada hacia su otra mano; ésta también estaba esposada de la misma forma. Jaloneó con un poco con violencia, pero sólo terminó lastimándose más las muñecas.

    El dolor de su cabeza, sobre todo de un costado de su cara, se hizo mucho más intenso.

    —Ya despertaste, princesita —escuchó que canturreaba una vocecilla a un costado de la cama, haciendo que se girara de lleno en esa dirección.

    La persona que le había hablado, la misma que la había sacado del hospital y muy seguramente la había colocado en ese sitio, colocó sobre el buró a un lado un algodón húmedo, bañado en algún alcohol medicinal tan intenso que aún desde su posición lograba olerlo; de seguro con eso la había despertado. No pasó desapercibida para ella lo otro que había en el buró, a lado de dicho algodón usado: una pistola de color negro que le pareció bastante conocida.

    Aquella chica que se había presentado como Esther ante ella, se giró entonces también en su dirección, sonriéndole ampliamente, y aunque en un inicio Lily estaba totalmente a la defensiva, su estado cambió al verla, tanto así que tuvo un fuerte respingo que le fue imposible disimular. Era la misma niña, de eso no tenía duda: sus facciones, sus ojos, su complexión, incluso su voz, todo concordaba… pero algo había cambiado. Su rostro tenía varias marcas de arrugas en él, debajo de sus ojos tenía un par de ojeras marcadas, y rastros de maquillaje aún sin retirar del todo. Y al sonreírle… al sonreírle le mostró una serie de dientes amarillentos y viejos… Tenía su cabello negro recogido en una cola de caballo, y usaba en esos momentos sólo una camiseta blanca de tirantes, algo holgada que dejaba al descubierto la piel blanca de sus brazos, su cuello delgado (con unas extrañas y nada agraciadas cicatrices en él), y parte de su pecho plano.

    Era ella, la misma chica del hospital… pero al mismo tiempo parecía tratarse de una persona totalmente diferente; ni siquiera se veía como una niña en realidad.

    Todo eso la desbalanceaba demasiado, especialmente porque se acababa de despertar y porque el dolor de su cabeza iba en aumento, rozando ya los límites poco tolerables. Y a éste se le sumó otro dolor del que se volvió consciente de pronto: su pierna. Intentó mantener la calma lo más posible y miró sigilosa a su alrededor. Aún usaba su bata de hospital, aunque por debajo de ésta podía notar que su pierna derecha, la que le causaba el dolor, estaba envuelta en apretados vendajes. La cama en la que estaba era para una sola persona adulta, y tenía una sábana blanca relativamente limpia, salvo por unas manchas de sangre debajo de su pierna, que supuso eran suyas. Detrás de su espalda tenía dos almohadas individuales contras las que su cuerpo reposaba.

    Puso más atención al resto del cuarto. Era pequeño y cuadrado, de tapiz viejo con estampado de flores. Frente a la cama había una mesa con una televisión anticuada de enorme tamaño, apagada. A cada lado de la cama había un buró con una lámpara de noche, que de momento eran la única fuente de luz encendida de la habitación; encima de ella logró ver un abanico de techo colgando, apagado al igual que las tres bombillas que tenía incluidas. A su izquierda había una puerta semi abierta que suponía daba a un baño, y a la derecha otra puerta cerrada de madera que de seguro era la salida; no había ni una sola ventana, en ninguna de las cuatro paredes. Había un sillón en una esquina, y una silla a un lado de la cama, y básicamente eso era todo.

    —¿Qué es esta madriguera? —masculló con repugnancia la niña esposada. Parecía ser algún tipo de hotel viejo, pues todo se veía anticuado, pero no descuidado o sucio.

    —Es un lugar seguro —le informó la niña, o lo que sea que fuera, que la acompañaba, sentándose en la silla a lado de la cama y cruzándose de piernas; en ese momento Lily notó que no usaba pantalones, y debajo de su camiseta holgada se asomaban unas bragas rosadas, al parecer nuevas por sus colores tan vivos—. Seguro, apartado y, sobre todo, discreto. Mira… ¡Auxilio! —Gritó de pronto con gran fuerza, alzando su rostro hacia el techo; Lily se sobresaltó por lo repentino del grito—. ¡Ayúdenme! ¡Me están matando! ¡¡Aaaaaaaaaah!!

    Gritó con tanta intensidad, usando al parecer toda la potencia que su garganta era capaz de producir, y que de hecho era suficiente para hacer que los oídos de Lily se quejaran. Tan abrupto como había comenzado a gritar, dejó de hacerlo de igual forma. Luego se quedó en silencio, con sus ojos mirando de reojo alrededor, y una sonrisa pícara en sus labios algo partidos. Una vez que el eco de su grito se fue… nada lo remplazó. Todo el cuarto, todo a su alrededor, se quedó totalmente en silencio.

    —¿Lo ves? —ironizó Esther, soltando además una pequeña carcajada. La mirada de Lily se endureció; entendió de inmediato lo que quería demostrarle con ese lamentable acto. Esther se recargó por completo contra su silla y se cruzó de brazos—. Es increíble lo que puedes obtener en este mundo cuando tienes la cantidad de dinero suficiente. Y por alguna razón, alguien está dispuesto a pagar una muy, muy buena por conocerte.

    —¿Quién? —Soltó Lily tajantemente—. ¿Quién te envió por mí?

    Esther se encogió de hombros, sin borrar su sonrisa; disfrutaba estar en control, eso era más que evidente.

    —No estoy segura. Bueno, sé su nombre y con un poco de investigación descubrí más de él, pero no sé realmente quién es… —vaciló un poco, como si hubiera olvidado lo que iba a decir. Miró pensativa hacia un lado uno instante y luego se volvió de nuevo hacia ella al tiempo que se paraba de la silla y se inclina sobre la cama—. Pero ese es un tema aburrido. Déjame ver cómo vas…

    Extendió en ese momento su mano hacia su cara, y Lily deliberadamente quiso alejarlo de ella. Por su posición, sin embargo, no le fue algo simple de realizar, por lo que Esther logró tomarla con fuera de la barbilla y girar su rostro por completo hacia su lado. Esther echó un vistazo cuidadoso a la mancha morada y roja que abarcaba el área de su sien y ceja izquierda, parte de su frente, e incluso un poco de su mejilla. Se veía feo, pero en la tarde se veía mucho peor.

    —Sí, el golpe de tu cara va bien —señaló con normalidad, alterando aún más a la pequeña.

    —¿Mi cara? —espetó Lily, confundida—. ¿Qué le hiciste a mi cara?

    —Nada que un par de días más con hielo y maquillaje no solucionen —le respondió Esther con tono irónico.

    De pronto, Lily soltó un alarido e intentó jalar por completo su cuerpo hacia ella, y de no haber sido detenida por las esposas de seguro hubiera terminado por lanzarse contra ella. Mientras sus muñecas se apretaban e irritaban, la encaraba de frente a unos cuantos centímetros de su cara, con sus ojos llenos de una ira tan genuina y voraz que nunca se había permitido demostrar activamente, ni siquiera enfrente de sus padres; posiblemente, nunca había conocido a alguien digno de merecérselo.

    —No tienes ni la menor idea del gran error que has cometido —musitó con su voz resonando de forma grave e inhumana, y como un fuerte eco retumbando en las paredes. Esther la miraba tranquila, sin mutarse ante esta acción—. No te servirá de nada tenerme esposada, no necesito mis manos para torturarte mil veces de formas inimaginables, hasta que no quede más que un remedo de ti y el único pensamiento que puedas formular de manera congruente en tu mente sea el deseo de morir…

    Aun cuando calló, su voz siguió retumbando por unos instantes más como si hiciera temblar las paredes. Esther la contempló en silencio durante todo ese lapso antes de que, de la nada, soltara una sonora carcajada de burla que dejó perpleja a la niña Sullivan.

    —Lo siento —murmuró la extraña en cuánto contuvo sus risas. Extendió entonces su mano izquierda y la colocó sobre la frente de Lily, empujándola hacia atrás para que quedara de nuevo contra la cama. Luego, caminó hacia la mesa en la que se encontraba la televisión. A un lado de ésta había dos bolsas de plástico color blanco. Tomó una de ellas y volvió hacia la cama, todo ello con un porte bastante casual y desinhibido—. Sí, por lo que vi supongo que podrías hacer eso. Pero déjame señalarte algunos puntos que quizá no has considerado, querida.

    Colocó la bolsa sobre el colchón, a un costado de su pierna herida. Hurgó con su mano derecha en ella, sacando luego de un rato una cajetilla de cigarros blanco con rojo, y un encendedor desechable. Abrió el paquete cuadrado, sacó un cigarrillo de éste y lo colocó entre sus labios.

    —Uno, estás esposada, y la llave no está aquí en esta habitación, por seguridad —comentó confiada mientras hacía cuatro intentos fallido antes de que el encendedor lograra mantener su flama ardiendo, lo suficiente para encender la punta de su cigarrillo. Dio una pequeña bocana de humo, mismo de que dejó salir casi de inmediato con una expresión mucho más relajada—. Dos, no tienes ni la menor idea de cómo salir de este cuarto, o de dónde estamos con exactitud. Y tres —extendió la mano con la que no sostenía su cigarrillo hacia la pierna de Lily, apretándola apenas un poco pero suficiente como para que la pequeña soltara un alarido de dolor—, tienes una bala alojada en la pierna, y esa herida realmente se ve fea. ¿Cuánto tiempo crees que puedas caminar con eso hasta que alguien te encuentre? Si es que te encuentran, ya que en lo que a ti respecta, podríamos estar en el bosque a mitad de la nada, o en un búnker bajo tierra, o al otro lado de la calle de la jefatura de policía; ¿quién sabe?

    Se aproximó hacia el buró al lado derecho de Lily, en donde se encontraba la pistola. Lily no pudo evitar mirar dicha arma de reojo, y Esther igualmente lo notó.

    —Claro, casi lo olvido —exclamó su secuestradora con una sorpresa casi sobreactuada. Tomó el arma con su mano derecha y se inclinó de nuevo sobre su rehén, aunque ahora no tuvo reparo en pegar la punta del cañón de su arma contra su suave mejilla, haciendo que se hundiera un poco por la presión; Lily la miraba de reojo, totalmente callada—. Y cuatro, otra cosa que puedes conseguir con dinero es muchas, muchas balas, y como viste aún con tus trucos sé bien como usarlas, especialmente ahora que te tengo totalmente quieta en este sitio. Y no lo dudes ni por un segundo: no me importa el dinero o la información que valgas, no me contendré ante la idea de agujerarte esa linda cabecita, a cabo que no serías la primera niña ingenua a la que se lo hago.

    En ese momento le sonrió, le sonrió de esa forma grotesca con esos dientes sucios, provocando que todo su rostro tomara un aspecto tan intimidante del que ella posiblemente ni siquiera era consciente; era como si le saliera sencillamente natural.

    Apartó el revolver de su cara. Con su otra mano tomó el cenicero que había también en el buró y se aproximó de nuevo a dónde estaba hace solo un segundo. Colocó el arma y el cenicero sobre las sábanas blancas y arrastró la silla para poder sentarse justo ahí, a la altura del muslo de Lily.

    —Así que, resumiendo —musitó mientras se acomodaba y soltaba algo de ceniza de su cigarrillo sobre el cenicero—, si intentas algo como lo del hospital, terminarás muerta, o pudriéndote en esa cama por semanas antes de que alguien te encuentre. Así que, cierra tu puta boca, deja de hacerte la aterradora, y déjame curar tu pierna.

    Antes de que Lily pudiera procesar por completo ese último comentario, notó como comenzó a sacar más cosas de la bolsa blanca. No reconocía todo, pero pudo ver gazas, vendas, alcohol, yodo, un paquete de guantes quirúrgicos, un bisturí nuevo, un paquete de algodón (aparentemente abierto) unas pinzas de cirugía largas y puntiagudas, entre varias otras cosas.

    —La verdad te hubiera dejado dormir más, sino fuera porque te necesito consciente para esto —comentó Esther con asombrosa naturalidad.

    —¿Estás loca? —Espetó Lily, entre asustada e indignada—. Tengo que ir a un hospital.

    —¿Y de dónde crees que te acabo de sacar con tanto problema? —Ironizó su captora—. Sólo sacaré la bala, limpiaremos la herida y vendaremos. Si hubiera dañado algo importante, ya te hubieras muerto desangrada. Así que además de ser una pequeña perra, eres una suertuda.

    Lily respiró agitada, mirando a Esther fijamente y totalmente corroída por la ira. Intentó analizar su situación lo más rápido que pudo. Con sus gritos demostró que o estaban muy lejos de cualquier persona que pudiera escucharla o ayudarla, o ese sitio a pesar de su apariencia estaba de alguna forma aislado; sin estar segura, tenía que suponer que era lo primero. Sí, podría intentar usar sus poderes para engañarla, manipularla, y hacer que la liberara y la sacara de ahí… pero ella tenía razón en que no iría muy lejos con esa pierna, y también le creía cuando le decía que a la primera señal de usar esta táctica usaría esa pistola que tenía a su lado; ya lo hizo una vez, ¿qué le impediría hacerlo de nuevo? Podría arriesgarse a suponer que fanfarroneaba al momento de decir que no le importaría matarla si era necesaria, basándose en el hecho de que no lo había hecho hasta ese momento e incluso le preocupaba curar su pierna lastimada. Sin embargo, desconocía que tan lejos estaba dispuesta a llegar sin tener necesariamente que matarla; si era la mitad de determinada que ella, sería bastante lejos.

    Por los lados que lo viera, todo parecía indicar que estaba en sus manos. Eso no significaba que no habría una forma en la que pudiera arreglárselas, sino que simplemente no lo veía en esos momentos. La situación no le daba miedo, si es que acaso era capaz de sentir tal cosa. Lo que le causaba era enojo, mucho enojo y frustración. No podía creer que alguien, fuera quien fuera, pudiera haberla sosegado de esa forma, hasta reducirla a eso: una niña indefensa y a su merced absoluta sin tener ningún tipo de control sobre ello. Sólo alguien más le había causado esa incómoda y agobiante situación: Emily, al comenzar a conducir su auto como desquiciada sin importarle morirse ella misma con tal de acabarla. Pero ahora parecía estar en una situación mucho más precaria que el día anterior, pues Emily hasta cierto punto seguía siendo predecible. Pero ahora, ni intentando leer sus pensamientos le era posible entender qué era lo que pensaba esa lunática, como si toda su cabeza estuviera llena sólo de estática de un televisor viejo.

    Esther se sentó en la silla y con unas tijeras pequeñas comenzó a cortar los vendajes que le envolvían el muslo, causándole pequeños respingos de dolor.

    —¿Al menos has hecho esto antes? —inquirió Lily apretando los dientes y mirando hacia otro lado. Esther la miró de reojo con una sonrisa pícara.

    —Claro, aunque nunca a otra persona. —Lily soltó una pequeña maldición silenciosa al escucharla decir eso—. Pero debe ser más fácil, sino también compre una sierra y así terminamos más rápido.

    La niña la volteó a ver totalmente alarmada, con sus ojos desorbitados. Esther rio ligeramente de forma burlona.

    —Sólo bromeo —le comentó algo pícara; al parecer sí le era posible sentir un poco de miedo después de todo.

    Esther terminó de quitarle por completo los vendajes. Debajo de estos, contra la herida, había colocado un apósito rectangular, que al parecer había cumplido bien su trabajo en detener la hemorragia. Al retirar el apósito, Lily sintió pequeñas pulsaciones de dolor cuando dejaba expuesta la herida. Era prácticamente un agujero circular en su blanca piel del tamaño de una moneda. Su pierna era tan delgada que le parecía extraño que la bala no le hubiera atravesado. Surgió algo de sangre de la herida, aunque mucho más reducida.

    Era hora de ponerse a trabajar.

    Del suelo subió dos almohadas y las colocó en pila debajo de la pierna herida para mantenerla algo elevada; el cambio, de nuevo, provocó que la niña exclamara un gemido de malestar, aunque intentó disimularlo más esa vez.

    —En verdad creo que empezamos con el pie izquierdo, Lily —comentó Esther—. ¿Puedo llamarte Lily?

    —Púdrete —exclamó la niña sin mirarla.

    —Es igual. —Tomó en ese momento la botella de agua oxigenada y vertió parte de ella justo sobre el área de la herida, haciendo que Lily casi saltara de la cama. Luego, con un paño limpio que sacó de un empaque nuevo, comenzó a limpiar la herida y todo su alrededor—. Me temo que de alguna u otra forma vamos a pasar mucho tiempo juntas los próximos días, así que será mejor comenzar de nuevo. Como te dije, me llamo Esther, y así es como me gusta que me llamen. Y no soy tu enemiga, y no te estuve buscando para hacerte daño. Todo esto fue tu culpa; de haber sido una buena niña, hubiéramos salido de ahí sin problema, y hasta te podría haber comprado un helado.

    Lily hizo una mueca de hastío ante su comentario. Esther tomó entonces la botella de yodo y con un algodón comenzó a colocar el líquido oscuro alrededor de la herida. De nuevo Lily respingó un poco.

    —Mientras hago esto, ¿qué te parece si te cuento una historia? —sugirió Esther con buen ánimo.

    —¿Tengo opción?

    —Te gustará, es una historia divertida. Es de hace mucho, mucho tiempo, sobre una niña como tú, pero que nació un poco diferente. —Una vez que terminó de colocar el yodo, abrió el paquete con los guantes de látex y se los comenzó a poner, pese a que evidentemente eran demasiado grandes para sus manos pequeñas—. Su madre murió justo el día en que nació y quedó al cuidado de su padre, un hombre ruin, despiadado, sin corazón, y que la odiaba. La golpeaba sin cansancio durante el día, y en la noche… hacía con ella cosas peores y más dolorosas. —Lily puso de pronto mayor interés en el relato, aunque intento ocultarlo—. Ella debería de odiarlo por todo eso, pero no fue así. De hecho, desarrolló una fijación muy espacial por él… una fijación que nadie más podía comprender, pero que para ella era pura y buena.

    Lily se hizo una imagen en su mente de qué podría estarse refiriendo, y le fue difícil saber si aquello la perturbaba o de hecho le parecía… interesante. Desde siempre había tenido cierta fijación con ese tipo de cosas, no muy propias de una niña de su edad.

    Esther dio una bocanada más de su cigarrillo y luego lo colocó de nuevo en el cenicero a su lado. Una vez con los guantes puestos, tomó dos pinzas quirúrgicas, unas para mantener la herida abierta y otras más para explorarla y buscar la bala. Colocó las primeras en la mano izquierda y las otras en la derecha. Introdujo las pinzas y abrió lo más posible el orificio de la herida, causando una incómoda sensación en su “paciente”.

    —Conforme pasaron los años, esta niña notó que su cuerpo no se desarrollaba al igual que el de otras niñas. Su estatura se había quedado estancada, sus pechos no le crecían, y nunca tuvo su primer periodo. —Introdujo las segundas pinzas lentamente en la herida; de haber tenido las manos libres, Lily hubiera apretado la sabana con fuerza entre sus dedos. En verdad esperaba que supiera lo que hacía—. Y fue entonces cuando un doctor, entre tanta palabrería médica irrelevante que acabo importaba una mierda, tuvo la osadía de decirle en su cara, como un escupitajo, que nunca crecería y que nunca sería una mujer. Eso… —soltó de pronto una risita irónica—, creó cierto corto circuito en la cabeza de nuestra protagonista, que ya de por sí creo que no estaba del todo bien.

    Sus pinzas tocaron un punto específico dentro de la herida que hizo que el cuerpo de Lily se estremeciera y soltara un fuerte alarido de dolor. Rápidamente la volteó a ver, notablemente irritada.

    —Eso debió ser un nervio —comentó Esther con notoria normalidad, sin apartar su atención de su labor—. Creo que estoy cerca… ¿en qué iba? Ah, sí. Un poco después de aquello, su padre dejó de interesarse en ella. Al parecer se había aburrido de su cuerpo infantil, escuálido y sin gracia; ya ni siquiera tenía interés en golpearla. Y entonces se consiguió otra mujer; una alta, voluptuosa, de anchas caderas, pechos como melones, labios gruesos y rojos… todo lo que ella nunca sería. Tenía que escuchar cada noche como su padre se cogía a esa puta en la habitación de al lado, que gemía como perra hambrienta y gritaba obscenidades como plegarias al cielo. —Su tono había tomado un sentimiento tan sombrío que incluso Lily tenía que admitir que le intimidaba un poco—. Hasta que ya no pudo más. Una noche, mientras ambos dormían, desnudos, sudorosos y sucios, envueltos entre las sabanas, ella entró en su habitación con el cuchillo más filoso de la cocina y… bueno, digamos que la puta ya no volvería a gemir con la garganta rebanada.

    Los ojos de Lily se entrecerraron un poco. ¿Esa “historia” era real?, ¿o sólo intentaba asustarla y doblegarla? Su instinto le decía que era lo primero, pero más que asustarla realmente fue incapaz en ese momento de ocultar la fascinación que todo eso le provocaba. Claro, hubiera preferido que no dijera tales cosas mientras hacía todo eso con su pierna.

    —No quería lastimar a su padre —prosiguió—, pero él se lo buscó, así como tú. Se despertó, intentó quitarle el cuchillo, y ella se defendió… una… y otra… y otra vez se defendió, hasta que su mano se cansó…

    De pronto, se escuchó un pequeño tintineo metálico. Lily en realidad no lo escuchó, sino que lo sintió. Esther sonrió satisfecha. Movió la pinza un poco a tientas, hasta que sintió que la tenía. Luego retiró lentamente la pinza del agujero. Si acaso la bala se encontraba tapando una artería, entonces estaba por recibir un abundante chorro de sangre en la cara, y entonces ya no habría nada que pudiera hacer por la pequeña Lily Sullivan, más que irse y dejarla desangrarse en paz; quizás podría ser un poco piadosa y volarle los sesos y así hacerlo todo más rápido. Pero de nuevo la suerte estaba del lado de la pequeña, pues en cuanto sacó aquel pedazo de plomó, entero y casi sin haber perdido su forma, no brotó más sangre de la esperada.

    —Listo, aquí está la presa —exclamó triunfante, alzando la bala un poco sobre su cabeza para verla contra la luz. Lily igualmente suspiró aliviada.

    Esther colocó la bala ensangrentada sobre la sabana a un lado. Tomó entonces de nuevo el agua oxigenada, no sin antes tomar su cigarrillo y volver a aspirar un poco de él, y volvió a limpiar la herida.

    —La historia sólo se pone peor de aquí en adelante. Tuvo que vagar por todos lados para no terminar en la cárcel, o en algún manicomio. En ese tiempo tuvo que sobrevivir con lo único que sabía hacer: satisfacer los deseos más asquerosos y vomitivos de los pervertidos, que no tenían reparo en desahogarlos en una niña… o en alguien que pensaban que lo era. —Una vez limpia la herida, colocó sobre ésta un apósito nuevo que la cubría por completo, y luego pasó a vendarla, igualmente con vendaje nuevo y limpio—. En el trascurso tuvo que usar de nuevo un cuchillo, pistola, o sus propias manos para deshacerse de más hombres, incluyendo algunos clientes. Pero al final fue encontrada, y en efecto metida a un manicomio.

    Apretó el vendaje, aunque no de una forma incómoda y lo aseguró con dos broches.

    —Con eso estarás bien por ahora —le indicó, elocuente. Sacó entonces de la bolsa de la farmacia una caja rectangular de pastillas, y otra más parecida, pero color rojo—. Tomate éstas cada doce horas para la infección, y estas otras cada ocho para desinflamar y amortiguar el dolor.

    —Desátame las manos y lo hago —respondió Lily neutral, lo que le sacó a Esther una pequeña sonrisa.

    —Buen intento.

    Esther caminó hacia el baño y Lily pudo oír como abría la llave del lavabo unos momentos. Un segundo después, volvió con un vaso con agua en una mano y dos pastillas, una blanca y otra rosada, en la otra. Se sentó en la cama a lado de ella, y sin decir nada le metió las dos pastillas de golpe en la boca antes de pudiera siquiera pensar en negarse. Le acercó entonces el vaso, y a la niña no le quedó más remedio que aceptar el agua para hacerlas pasar, provocándole un fuerte ataque de tos, y que parte de dicha agua se vertiera sobre ella. Su cuidadora paso un paño por sus labios para secarla.

    —Sorprendentemente, en el manicomio estuvo tranquila por un tiempo. Hasta llegó a sentirse segura y cómoda ahí. Había un doctor muy guapo que le agradaba. Le recordaba tanto… a su papi. —una sonrisa embobada se dibujó en sus labios, dejando a la vista de nuevo sus maltrechos dientes—. Era muy amable con ella, y sentía maripositas en el estómago cada vez que hablaban. Pero cuando ella intentó demostrarle lo que sentía por él, metiéndose entre sus piernas para aplicarle toda su maestría de las calles sin costo alguno, el muy desagraciado la rechazó. Y ella no lo tomó muy bien. No sé a quién se le ocurre llevar un bolígrafo cuando se entrevista con alguien… ya sabes, trastornado. Error de novato, supongo. Pero le quedó muy bien enterrado en su cuello.

    —Por Dios —exclamó Lily, no precisamente asustada por el comentario, sino más bien sorprendida.

    —No te hagas la santita, que a tus diez años tampoco eres candidata al cuadro de honor, ¿o sí?

    Se paró y caminó hacia la mesa del televisor, más específicamente hacia otra bolsa que se encontraba a lado de éste. No era de la farmacia al parecer, pero Lily sólo pudo ver que tenía un logo verde en un costado. Esther extrajo de la bolsa algo alargado envuelto en papel de colores. Volvió hacia la silla a un lado de la cama, y se sentó en ella tranquilamente, cruzándose de piernas. Al desenvolver lo que traía entre sus manos, reveló que se trataba de un emparedado de pan blanco, aparentemente pechuga de pavo, lechuga y tomate. Le dio una pequeña mordida, notándosele mucha satisfacción por ese acto.

    —Nuestra protagonista huyó de ese sitio —continuó relatando entre mordida y mordida del aperitivo—, y entonces fue recogida por una amable familia que pensó, como todo el mundo, que era una niña desvalida a un lado de la carretera. Decidieron ayudarla, acogerla, y hacerla pasar por su hija para traerla aquí, a América. Para no hacer el cuento tanto largo, eso tampoco salió muy bien. Su nuevo papi tampoco aceptó de buena gana su afecto, así que todo terminó con algo de fuego… no, me corrijo, mucho fuego. —Soltó una sonora risa casi desquiciada, aunque la misma se cortó casi de inmediato—. La tercera sería la vencida… o, ¿cuarta quizás? Es igual. Hace ocho años se las arregló para ser adoptada por otra adorable familia, con una hermosa casa, un apuesto nuevo papá y dos simpáticos hermanos. Pero la madre era… bastante suspicaz y celosa. No le agradaba la idea de compartir el afecto de papi, así que ella tampoco lo haría.

    —Déjame adivinar, ¿los mató a todos también? —cuestionó Lily con ironía.

    —No, pero lo intentó —le respondió Esther entre risillas—. ¿Tienes hambre? Yo sé que sí.

    Colocó en ese momento su emparedado a medio comer justo sobre el pecho de Lily, en una posición que con problema podía verlo, mucho menos alcanzarlo con su boca. La niña sencillamente la miró de reojo nada divertida por ese acto, pero Esther se mantuvo indiferente a esto, y se concentró más en terminar su relato, así como su cigarrillo.

    —Y eso terminó aún peor que las veces anteriores —masculló despacio, exhalando humo mientras lo hacía—. ¿Te han roto el cuello? No, claro que no. Es una sensación graciosa. Oyes el fuerte “crack”, pero no en tus oídos, sino en todo tu cuerpo, como si todos tus huesos vibraran. Y luego estaba el agua, el agua fría como no tienes idea, atravesando cada centímetro de piel como si fueran cientos de agujas. Pero dicha sensación se fue apaciguando mientras más se hundía en aquel lago. Hasta que todo fue silencio, y oscuridad…

    Sin siquiera voltearla a ver, Esther volvió a tomar el emparedado y ahora sí lo acercó a los labios de Lily lo suficiente. A ella le daba repugnancia la idea de comer esa cosa, pero lo cierto era que sí tenía hambre; no sabía que tanto había estado inconsciente, pero definitivamente había sido bastante así que se limitó a comer un poco mientras la escuchaba.

    —Y la historia terminaría ahí, pero de pronto… la luz volvió —exclamó Esther con un tono casi melodramático—. Sus pulmones se llenaron de aire, y pudo sentir de nuevo. Su cuerpo estaba afuera del lago, tirado en la nieve. Su propia sangre y mocos se encontraban congelados en su cara. Pero estaba viva… Su cuello apenas y le dolía, e incluso su mente estaba un poco más lucida, ¿sabes? —Una amplia sonrisa iluminada se dibujó en sus labios, como si estuviera viendo el regalo más hermoso bajo el árbol la mañana e Navidad—. Pudo ver las cosas con un poco más de claridad. Y por mucho tiempo, estuvo convencida de que Dios la había perdonado, de que había sido la receptora de un hermoso milagro. Se lo imaginaba extendiendo su mano omnisciente desde los cielos, para sacarla de ese hielo porque la amaba… como todos sus papis.

    Siguió sonriendo por un rato más, pero conforme pasaban los segundos dichas sonrisa se iba apagando. Ahora su expresión era más similar a como si hubiera abierto dicho regalo, y adentro sólo hubiera encontrado calcetines, zapatos, o cualquier otra cosa menos el juguete que añoraba con tanta fuerza. Aspiró una vez más de su cigarrillo, y luego alzó un poco dicha mano al frente para contemplarla; era la misma mano en la que unos días atrás la apuñalaron con unas tijeras, y sin embargo en su piel no había quedado marca alguna.

    El tono del relato se tornó algo más sombrío, incluso más que durante cualquiera de los momentos anteriores que lo ameritaban.

    —Pero nuestra protagonista muy pronto se dio cuenta de que aquello no había sido precisamente un milagro celestial. Y que quizás no fue Dios quien la sacó de ese lago aquella noche, sino algo… más… —Apartó el sándwich de la boca de su rehén, y ella volvió a comer de él. Sus ojos señalaban en ese momento hacia la pared, pero en realidad miraban a la absoluta nada—. Siempre he querido saber qué ocurrió en aquel momento, y porque ahora soy así como soy. —Al parecer ya había dejado de expresarse en tercera persona, lo que supuso Lily significaba que la historia había terminado—. Y todo parece indicar que tú serás la clave de ello, tú y la otra niña que también debo encontrar. Gracias a ustedes, podré saber al fin la verdad… así que de alguna u otra forma, tendré que cuidarte un poco más.

    Se giró lentamente hacia ella, y le sonrió ampliamente de una forma que quizás en otro tipo de circunstancia, alguien podría considerar “dulce”.

    —¿No te parece divertido?

    Lily la miraba estoica y calmadamente. Ya no se le veía molesta, al menos no por fuera. Si tenía que adivinar, diría que posiblemente estaba analizando en silencio, ya sea a ella misma o todo lo que le acababa de decir.

    —¿Qué edad tienes exactamente? —cuestionó de pronto con voz seria. Esther sonrió divertida.

    —¿Enserio? De todo lo que te acabó de contar, ¿eso es lo único que se te ocurre preguntar? —Lily se encogió de hombros, impasible, y Esther volvió a reír—. Creo que tú y yo nos llevaremos muy bien.

    —Yo no lo creo —respondió Lily con voz ronca.

    —Ya lo verás. Puedo ser mucho más agradable de lo que parezco. —Se apoyó entonces por completo contra la silla y dio otra mordida más de su emparedado—. Sólo te puedo dar un par de días para que reposes esa pierna. Luego de eso, debemos de irnos.

    —¿A dónde?

    Esther caviló un poco mientras masticaba bien su último bocado de aperitivo.

    —Al norte —le respondió con simpleza—, a una isla llamada Moesko. A buscar a la otra mocosa.

    FIN DEL CAPÍTULO 22

    Notas del Autor:

    —Gran parte de la historia de trasfondo de Esther narrada en este capítulo, está basada en efecto en lo visto en la película Orphan (2009), pero también a algunos datos adicionales que se dieron al respecto en entrevistas, pero que no fueron agregados a la película ya sea por falta de tiempo o por ser bastantes crudos. Aquí además les di una interpretación personal a dichos sucesos, que espero haya quedado bien.
     
  3.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 23.
    Entre Amigos

    A pesar del éxito de Matilda para calmar a Samara, todo el resto de la noche en Eola estuvo cargada de un denso aire de confusión. El cuarto de Samara, así como el propio pasillo afuera de éste, había quedado totalmente inutilizable. No sabían aún de qué manera se podría volver a habilitar esa área, si es que acaso era posible. Y lo más importante: ¿cuánto costaría? Lo primero fue arreglar las luces fundidas. Luego, retirar la puerta oxidada y caída, y también la camilla que se encontraba en estado similar. Al mismo tiempo se tendía que limpiar toda el agua encharcada, y posiblemente eso sería lo único que podrían hacer por esa noche. Mañana tendrían que determinar qué hacer con esas paredes, pisos y techos. Mientras tanto, el pasillo quedaría clausurado hasta nuevo aviso.

    Samara tuvo, obviamente, que ser movida a otra habitación. Ningún enfermero o doctor tenía deseo alguno de acercársele; todos ya sabían o intuían que ella había sido la responsable de ello, y de algunos ataques a varios miembros del personal que intentaron acercarse a su cuarto mientras aún estaba amarrada. Matilda tuvo que encargarse de acompañarla durante el resto del tiempo. Lo primero que hicieron fue dirigirse a un área de tratamiento para que una doctora le revisara la herida de su mano. Matilda le sugirió a Samara que aguardara afuera; no quería que viera su cortada y dicha imagen pudiera perturbarla o causarle algún tipo de culpa que se saliera de control.

    —No quiero estar sola —le había casi implorado, y la Dra. Honey no tuvo más remedio que dejar que le acompañara.

    Samara se quedó sentada en una silla, un poco lejos de la mesa en la que la doctora la trataba; ésta frecuentemente miraba a Samara de reojo con aprensión. Había pedido además que mantuvieran la puerta abierta… por si tenía que gritar, quizás. Pese a todo, Matilda no tenía mucho que recriminarle, pues de cierta forma era la más valiente de ese sitio en acceder a tratarla, incluso si venía acompañada de la fuente de tanto caos, desde su perspectiva. El procedimiento quizás determinaba que debía haber un par de enfermeros, quizás incluso guardias de seguridad, afuera de la puerta esperando, pues después de todo Samara seguía siendo considerada un “paciente peligroso”. Pero no había nadie afuera del consultorio; de hecho, todo se sentía bastante silencioso y solo.

    En un sólo día le habían disparado (aunque había logrado que las balas no la tocaran siquiera), un perro enorme, y al parecer imaginario, le había mordido el tobillo, y la mano invisible de un atacante casi le arrebataba la vida al sofocarla desde quien sabe qué distancia. Ahora su paciente le había abierto la palma de su mano en un acto reflejo de miedo. Era demasiado, demasiado para un día… y éste aún no acababa.

    Mientras la doctora le limpiaba su cortada y le ponía algunos puntos, Samara observaba en silencio desde su silla. Sus ojos estaban enrojecidos por todo lo que había llorado, y un par de ojeras oscuras los decoraban por debajo. Se veía aún más pálida que el día anterior.

    —¿Te duele? —preguntó de pronto la pequeña, con una voz débil, casi adormilada.

    —No, descuida —le respondió Matilda sonriendo, aunque eso no era del todo cierto—. Ya casi no siento nada.

    Samara agachó su mirada un poco.

    —Fue ella —susurró de pronto, pero era difícil saber si se lo decía a Matilda o a sí misma—. Yo no fui, yo no quería hacerlo… ella lo hizo…

    —Tranquila, Samara —susurró la Psiquiatra, suave y lento—. Estaré bien, sano rápido. En unos días, ya ni siquiera se notara.

    La doctora que la estaba curando no estaba del todo segura de ello, pero no dijo nada.

    —Fue como con mi madre —murmuró de nuevo Samara de la misma forma—. De nuevo le hice daño a alguien que quiero…

    Pequeños rastros de melancolía se asomaron por los ojos de la nena, pero de inmediato ella se los talló para disimularlo.

    Una vez que le curaron su mano, Matilda la acompañó a las regaderas para que pudiera lavarse el cabello y el cuerpo, y mudarse de ropas. La espero afuera a que terminara, y en ese lapso tuvo el auto reflejo de tomar su celular; sin embargo, éste no encendió. Esos minutos que estuvo bajo el agua, evidentemente no le habían sido beneficiosos; incluso aún seguía húmedo y algo sucio. Había visto en película y en el internet que podía servir ponerlo en una bolsa de arroz, pero no estaba segura de qué tan útil sería eso en realidad. Tenía un segundo teléfono, el de “emergencias”, que era un número al que sólo la Fundación le marcaba; sin embargo, lo había dejado en su bolsa en el módulo de recepción.

    Ya con una bata limpia, su cabello y cuerpo aseado, Samara estaba lista para ir a su nueva habitación. Debido al deplorable estado en el que quedó el cuarto anterior, la tuvieron que mover a uno diferente en otra ala, aunque fuera de menor seguridad, petición que Matilda había hecho desde prácticamente su primer día ahí, y que sólo hasta ese entonces se le podía cumplir, pese a las circunstancias no tan agradables en las que ocurría. Era, en apariencia, más agradable que el anterior. Además de la camilla, que era algo más amplia, tenía un sillón para visitas, e incluso una ventana que daba al jardín, aunque con sus respectivos barrotes en ella.

    —Este cuarto es un poco más agradable del que tenías, ¿no te parece? —Sonrió Matilda con un tono juguetón, mientras recostaba a la niña en la camilla—. Intenta descansar un poco, ¿sí?

    —No puedo dormir —señaló Samara, apremiante, quedándose sentada en la camilla pero sin recostarse—. Si lo hago… ella vendrá por mí de nuevo.

    Matilda respiro hondo. Se sentó en una silla a lado de la camilla, y la tomó gentilmente de su mano.

    —Quedarte sin dormir no hace nada bueno por tu salud, Samara.

    La niña miró hacia otro lado, insegura. Su reacción era más que esperada, debido a la espantosa experiencia por la que acababa de pasar. Y aplicarle un calmante, no era para nada recomendable por exactamente lo mismo.

    —Dime una cosa —masculló Matilda, de nuevo algo jovial—. ¿Siempre que duermes tienes estas pesadillas?

    Samara se viró hacia ella lentamente, mirándola con sus ojos enrojecidos y cansados.

    —No… no siempre.

    —Los últimos días habías podido dormir tranquilamente y sin pesadillas, ¿verdad? ¿A qué crees que se debió?

    Samara apretó un poco el entrecejo y cerró un poco los ojos, en un gesto reflexivo casi sobreactuado.

    —No lo sé… —sus delgados dedos se apretaron un poco más a la mano de la psiquiatra—. Creo que todo ha sido mejor desde que llegaste. Pero cuando creí que también me habías abandonado…

    —No te abandoné, ni lo haré, pequeña —se apresuró Matilda a aclarar tajantemente—. Si es lo que necesitas, me quedaré aquí contigo hasta que concilies el sueño. Y pasaré la noche en la sala de espera, y así si ocurre algo a mitad de la noche podrán avisarme y te ayudaré como lo hice hace un momento. ¿Así estarás más tranquila?

    Samara de nuevo caviló unos segundos, pero luego asintió lentamente, afirmativa. Lentamente deposito su cabeza en la almohada suave, aunque de funda un poco áspera.

    —Gracias.

    —No te preocupes, para eso estoy aquí —le comentó Matilda con una amplia sonrisa.

    La niña de cabellos negros cerró lentamente sus ojos.

    —¿Pudiste hablar con mi madre? —susurró de pronto, con su voz aún bastante despierta.

    Matilda se sobresaltó un poco, pero intentó tranquilizarse y despejar su mente de cualquier pensamiento consciente referente a aquella conversación que la pequeña pudiera llegar a percibir. El secreto, le había enseñado Eleven, era concentrarse en una idea específica en segundo plano; una imagen, un paisaje, una canción, incluso un chiste. La habilidad de Samara en ese sentido era algo pequeña, y no lograba, hasta dónde había visto, activarla siempre de manera consciente, así que era muy poco probable que pudiera percibir algo en ese momento justo. Pero igual era mejor no arriesgarse, pues lo último que necesitaba es que se alterara en ese momento al enterarse del rumbo que aquella conversación había tenido. Tarde o temprano tendría que hablarlo con ella, pero no sería esa noche.

    —Sí, así es —le respondió lo más natural que le fue posible, considerando que intentaba hablar al tiempo que su voz interna relataba las estrofas Moby-Dick.

    —¿Qué te dijo?

    —Será mejor que hablemos de eso después, ¿está bien? —Matilda pasó entonces su otra mano por su cabello, retirándolo gentilmente de la cara de la pequeña—. Ahora sólo duerme.

    Samara asintió.

    —¿Ella está bien?

    ¿Bien? De nuevo una pregunta difícil de responder, y en la que no podía siquiera pensar directamente en esos momentos.

    —La están ayudando, así como yo te ayudo a ti.

    No era del todo una mentira; lo que menos le gustaba era mentirles a sus pacientes. La estaban ayudando, pero dudaba de qué tanto le serviría dicha ayuda.

    Le siguió sosteniendo su mano todo el rato que estuvo ahí, hasta que la niña al fin se durmió. Esperaba que tuviera un sueño agradable, para variar.

    — — — —​

    Quien temía posiblemente no tener sueños agradables esa noche, era Cody. Como bien había mencionado en el hospital de Portland, procuraba evitar situación que lo estresaran de tal forma que le pudiera causar pensamientos negativos, y principalmente pesadillas. Pero todo ese día había sido bastante estresante; no era quizás el más estresante de toda su vida, pero si lo suficiente para tenerlo intranquilo. Cole y él habían ido al comedor para empleados del hospital, que en ese momento se encontraba totalmente solo, mientras Matilda se encargaba de Samara. Durante todo ese lapso, el profesor de escuela había estado muy callado y pensativo. Temas en los cuales pensar posiblemente le sobraban en esos momentos, pero el que más le ocupaba su cabeza eran sin lugar a duda ese pasillo, esa habitación, y el estado en el que se encontraba. Y, quizás menos importante pero igualmente significativo, aquello que la niña había dicho.

    “El monstruo es real. Soy yo… Yo soy el monstruo… yo soy el monstruo…”

    Un ligero escalofrío le recorría la espalda cada vez que lo recordaba. Ni siquiera era del todo consciente del porqué su cuerpo reaccionaba de esta forma; era como si se tratara de alguna reacción fisiológica o psicológica involuntaria… o quizás era de nuevo el resplandor, advirtiéndole del inminente peligro que aún no era capaz de digerir del todo.

    ¿En qué se había metido…?

    Estaba tan enfrascado en sus pensamientos, que no sintió cuando Cole volvía de regreso a la mesa en la que se encontraba sentado. Cuando por el rabillo del ojo notó como se sentaba en otra de la silla, dio un pequeño sobresalto nervioso. Cole tenía dos vasos pequeños de café en sus manos, y colocó uno de ellos delante de él, en la mesa.

    —¿Un café, profesor? —le preguntó con una sonrisa elocuente. Cody miró el vaso unos instantes, y luego le restó importancia.

    —Creo que ya bebí demasiado café hoy.

    —Entonces será mejor quizás un trago —comentó el policía cono irónico. Dio un sorbo de su propio vaso de café, y su rostro dibujó casi de inmediato una mueca de hastío—. Café de psiquiátricos. Con razón la gente enloquece.

    Cole puso el vaso de regreso en la mesa, apartándolo un poco de él. Cody lo miró de reojo, un tanto curioso por su actitud tan… relajada. Él prácticamente había visto y sabido lo mismo que él con respecto a ese caso, incluso un poco menos. Y aun así no mostraba preocupación alguna.

    —Pareces bastante tranquilo —señaló Cody sin rodeos. Cole se encogió de hombros.

    —¿No debería de estarlo?

    —No lo sé… —Cody se inclinó un poco hacia él, apoyando sus brazos en la mesa—. Lo que ocurrió en ese pasillo… no fue algo “normal”, ¿cierto?

    Cole lo miró y esbozo una media sonrisa.

    —Para gente como nosotros, lo “normal” es bastante relativo, aunque suene trillado.

    —Sí, sí, lo sé. Pero no me refiero a eso. Lo que ocurrió ahí…

    Las puertas del comedor se abrieron en ese momento, poniendo en alerta a los dos hombres, pero especialmente a Cody. Ambos se relajaron unos segundos al ver que quien se les acercaba era Matilda, ya con su mano vendada, aunque el cansancio era más que evidente en sus pasos y en su mirada agachada. Ambos se pusieron de pie casi de inmediato y se adelantaron un poco a su encuentro.

    —¿Cómo está? —preguntó Cody tomando la iniciativa.

    —Mejor, dentro de lo que cabe —respondió Matilda vacilante. Caminó entre ambos, se dejó caer en una de las sillas y dejó su teléfono averiado sobre la mesa. Pasó su mano derecha por su rostro, tallándolo especialmente en el área de la frente y las sienes, mientras la otra la dejaba colgar a un costado de manera libre y perezosa—. Ya se durmió, pero no sé qué tanto duré eso. Escuché que los otros doctores y las enfermeras discuten sobre sacarla de aquí y mandarla de regreso a su casa.

    —¿Eso sería algo bueno o malo? —cuestionó Cole, cruzándose de brazos.

    —En estos momentos no estoy segura. Quien tiene la última palabra es el Dr. Scott, pero parece que se desapareció antes de que todo esto empezara y nadie sabe a dónde fue.

    —Lo ideal sería que se fuera —sugirió Cody—. No hay nada que puedan hacer por ella aquí.

    Matilda suspiró pesadamente. Se inclinó hacia la mesa, apoyando sus brazos sobre ésta y apuntó su mirada hacia el frente, hacia las ventanas reforzadas y con barrotes al frente que daban hacia el estacionamiento. Esa era un área sólo para el personal del hospital, y a la que los pacientes no tenían acceso, al menos no forma regular. Pero en esos momentos a nadie le importaba la presencia de los tres visitantes; bueno, dos externos y ella que al menos tenía un permiso y un gafete especial (que ahora recordaba había dejado en su bolsa, al igual que su segundo teléfono para emergencias) para poder moverse por esos lares.

    —Tal vez no —musitó tras un rato—. Pero su padre parece estar mejor si la mantiene lo más alejada posible. Y su madre me incitó ayer a que la matara por ella.

    —¿Cómo dices? —Exclamó Cody, sorprendido y alarmado. Sí, con todo el asunto de Lily Sullivan, no había tenido tiempo de contarle sobre eso.

    Cole caminó hacia la mesa y la rodeó, parándose delante de la psiquiatra, justo para bloquear su rango de visión. Apoyó sus manos sobre la superficie plana y se inclinó un poco hacia ella, como si fuera a interrogar a un sospechoso al mero estilo de las películas o series policiales. Matilda lo miró desde abajo, sin impresión alguna.

    —Bueno, creo que es momento de que nos platique ampliamente sobre esta niña, ¿no le parece? —propuso el detective con un tono mucho más afable de lo que su postura indicaba—. Eleven me contó algunas cosas, pero los datos más específicos e importantes, creo que sólo usted los conoce. Estamos aquí para ayudarle, así que será mejor que comparta con nosotros todo lo necesario. ¿No lo cree, profesor?

    Cole se viró hacia Cody en busca de apoyo. Éste asintió y avanzó un poco hacia un lado de la mesa.

    —Creo que sí —respondió—. Sólo tengo algunas nociones por lo que me dijiste el otro día, pero ahora realmente tengo interés en saber toda la historia.

    Matilda volvió a suspirar, cansada. Extendió su mano para tomar el vaso de café que Cody había rechazado y dio un largo trago de él. En su primer día en ese comedor, y con esa máquina de café en la esquina, había tenido ganas de escupir su primer trago en cuanto tocó su boca. En esos momentos ya estaba un poco más acostumbrada, pero igual soltó un quejido rancio una vez que dio su trago.

    —Está bien, les daré los detalles que pueda compartir.

    Cody y Cole tomaron asiento delante de ella, y Matilda empezó a contarles, sin entrar a mucho detalle, un resumen de Samara y su caso. Empezó por el principio, contándoles sobre Evelyn, su madre biológica, y todo lo poco que pudo averiguar entorno al nacimiento de Samara. Luego pasó a hablarle sobre los Morgan, cómo terminaron adoptando a Samara, y los sucesos extraños que ocurrieron alrededor de la niña antes del incidente de los caballos, que fue la llama que disparó todo lo demás. A eso le siguió lo que había pasado con Anna Morgan, y aprovechó esa mención para contarle lo poco fructífera que había sido su conversación del día anterior. Dio una repasada por las pruebas que Scott y su equipo habían aplicado en la niña antes de su llegada, y posteriormente todo lo que ella misma había visto en sus diferentes sesiones. De nuevo, todo ello sin profundizar tanto en aspectos médicos o conversaciones más de carácter personal que había tenido con Samara. De igual forma, por sus caras, intuía que todo les había quedado claro.

    —Y lo último es lo ocurrido hoy mismo —concluyó Matilda al llegar al final—, que ya oyeron el relato del Dr. Johnson y… bueno, ustedes mismos vieron lo demás.

    Se recargó contra su silla, de forma relajada, o al menos lo más relajada que esa pequeña silla le permitía estar. Toda esa remembranza no había hecho más que agregar algunos granitos de arena adicionales a su ya tangible cansancio.

    De pronto, Cole se puso de pie sin decir nada. Se alejó un par de pasos y se paró derecho, dándoles la espalda con sus manos en su cintura en una pose que parecía casi sobreactuada. Cody y Matilda lo miraban, expectantes.

    —Bien —pronunció con seriedad, quizás la mayor seriedad que había cargado consigo desde que lo conocieron—, ahora entiendo mucho mejor porque Eleven quería que viera este caso.

    —¿Cómo? —Exclamó Matilda perpleja, y luego soltó sin pudor una leve risilla sarcástica—. ¿Y por qué?, ya le dije que Samara nunca ha mostrado ningún tipo de cualidad de ver… fantasmas ni nada parecido.

    —Ni nada parecido, esa es la clave —respondió el detective, girándose de nuevo hacia ellos. Miró a ambos como si él fuera el profesor de escuela y él sus alumnos a los que estaba por instruir. Respiró hondo, y comenzó a hablar con tono suave y claro—. Escuchen, esto siempre es complicado de explicar, incluso a los ya un poco familiarizados con el tema, o que creen estarlo. Pero este mundo que ven, no es el único que existe. A un lado de nosotros, abajo, arriba, al revés, existen muchos otros. Cientos, quizás miles. Los fantasmas, o lo que la gente conoce como tal, son energías que se deslizan desde este mundo a otro, y a otro. Y cuando cruzan de regreso por el nuestro, las personas como yo podemos verlos, oírlos… e incluso más. Esa es mi habilidad, y la de otros —su expresión se volvió aún más sombría y dura que antes—. Pero existen otro tipo de energías y seres que no son originarios de este mundo, sino que cruzan de otros lugares más oscuros, más lejanos y más peligrosos. Entran al nuestro, y cuando eso ocurre… horribles e inimaginables cosa ocurren. La gente los llama de muchas formas, pero quizás la más usual es… demonios.

    Matilda y Cody miraron confusos al detective, aunque el sentimiento real de cada uno era muy distinto.

    —¿Demonios? —murmuró Cody.

    —¿De qué rayos está hablando? —soltó Matilda casi de inmediato, algo más asertiva.

    Cole alzó su mano derecha, señalando de manera imaginaria en dirección a Samara.

    —Hay algo en esta niña, algo inusual, antinatural… y maligno. Algo demoniaco, que se alimenta de su resplandor único, o aún peor: lo usa a su beneficio. Lo he visto antes, e Eleven también. —Sus ojos claros y profundos se clavaron directo en Matilda—. Su paciente, doctora, es la víctima de un ente que no es de este mundo.

    Matilda se quedó callada, mirándolo con una incredulidad tan grande que rozaba en al agravio personal

    —Es broma, ¿verdad? —soltó de pronto con un tono seco y aprensivo.

    —Matilda, vamos… —intervino Cody, intentando suavizar las cosas, pero no tuvo el éxito esperado.

    —Por favor, Cody —soltó la psiquiatra, casi ofendida—. ¿Demonios? Los fantasmas son una cosa, y acepto que en efecto hay muchos de los que resplandecen que creen en ello. ¿Pero demonios? Esto ya es absurdo.

    —¿Absurdo?, ¿enserio? —escuchó como Cole expresaba, quizás evidentemente no tan ofendido y molesto como ella, pero igual un poco de ello lo acompañaba. Hasta ese punto se había comportado bastante casual y tranquilo, pero la postura aversiva de Matilda quizás comenzaba a cansarle—. ¿Esa es su conjetura científica, doctora? Dígame, usted afirma que ya ha tratado a muchos niños con el Resplandor antes, ¿o no? Y dice que nunca he visto alguno que pueda ver fantasmas. ¿Ha visto a alguno que pueda ser lo que esta niña hace?

    Matilda se cruzó de brazos, mirando fijamente al detective como si se tratara de algún acusador al que encaraba sin miedo alguno.

    —No, pero no es la primera vez que veo a alguien que resplandece mostrar una habilidad que no había visto antes. Samara es algo inusual, lo acepto. Pero nosotros ya tenemos una teoría de cómo funcionan sus habilidades…

    —No Matilda —interrumpió Cody de pronto—, no la tenemos.

    La castaña volteó a ver a su amigo, confundida por tales palabras.

    —Esto… esto no es como lo que creíamos —intentó explicarse Cody, aunque se le percibía algo de nervios al hablar—. ¿Viste esas paredes? Se veían como si fueran de un edificio abandonado desde hace décadas. ¿Cómo hizo eso?

    —Obviamente fue derivado de esa habilidad nueva que Scott y sus demás asistentes catalogaron como Termografía Proyectada. Debió haber plasmado en su alrededor un escenario de su pesadilla.

    —Eso es bastante diferente a crear una imagen en el papel, radiografías o incluso en la mente de una persona. Esto fue un salto demasiado grande.

    Matilda se encogió de hombros.

    —Su estado de ánimo debió provocarlo. Hemos visto muchas veces como cuando algunos chicos se alteran, pierden por completo el control. Tú mejor que nadie sabe de eso.

    Cody suspiró, también como una pequeña señal del cansancio que traía acumulado. Se recargó contra su silla y se retiró sus lentes, dejándolos sobre la mesa. Se talló sus ojos con sus dedos, y luego todo el costado derecho de su cara.

    —¿Y el agua? —Señaló abruptamente, como si hubiera sido un pensamiento que se le vino de pronto—. ¿De dónde salió el agua que escurría de las paredes y cubría el piso?

    —Del baño, quizás…

    —No era agua del baño —exclamó de pronto, alzando de más la voz—, esa era agua encharcada, y sucia, como si viniera de un arroyo o… un pozo abandonado, o no sé. Eso no podría simplemente haberlo imaginado y aparecido de la nada.

    —Tú sí podrías hacerlo.

    —Sí, pero dejaría de existir en cuanto dejara de pensar en eso. En este caso las paredes se quedaron así y el agua también, aunque ella ya no se encontraba ni siquiera presente. ¿Y no sentiste el aire que nos rodeaba?, ¿no percibiste también esa sensación agobiante de pesadez y de… muerte?

    Cody estaba más que alterado: tenía miedo. De todos los que conocía, Matilda nunca pensó que sería él quien reaccionaría de esa forma, considerando su historia la cual ella conocía muy bien.

    Matilda se paró abruptamente de la mesa. Se alejó un par de pasos, mientras se sujetaba su cabeza con ambas manos y cerraba un segundo los ojos.

    —¿Y qué es lo que crees entonces, Cody? —Cuestionó, girándose de nuevo hacia su amigo—. ¿Qué realmente está poseída por un demonio?

    Cody vaciló al momento de responder, bastante inseguro.

    —No lo sé… pero no me siento tampoco preparado para afirmar con seguridad que no es así.

    Matilda bufó, totalmente incrédula de lo que oía.

    —Esto es el colmo —balbuceó despacio como si fuera una pequeña maldición. Se giró entonces de lleno hacia Cole—. ¿Por eso lo envió Eleven? ¿Por qué cree que Samara está poseída por un demonio? ¿Esa es la dichosa experiencia diferente que me hacía falta? Perfecto, ¿dónde me inscribo al diplomado de demología?

    Cole dibujó una media sonrisa por su comentario, aunque el resto de su cara, en especial su mirada, no parecían indicar que se debiera a que ello le hubiera parecido divertido.

    —Tranquilos, creo nos estamos exaltando un poco —masculló Cody, parándose también; desde su posición, prácticamente estaba entre ambos—. Matilda, sé que todo esto es difícil y extraño, pero no tienes que desquitarte con Cole.

    —Ah, ¿ahora es “Cole”? —respondió la doctora con tono irónico.

    —Es uno de nosotros. Eleven lo mandó, ¿recuerdas?

    Matilda volvió a bufar, como si quisiera dar a entender que eso no le importaba. Cole, por su lado, en verdad estaba cansado físicamente por todo el viaje y ajetreo, y toda esa situación no hacía más que empeorarlo. Pero hacía lo posible para mantenerse lo más sereno posible, a sabiendas de que, en realidad, esa no había sido la peor reacción que había visto en alguien luego de tocar ese complicado tema.

    —Cody tiene razón, hay que tranquilizarnos —comentó el detective, algo más elocuente. Matilda sólo pensaba en cómo ahora eran “Cole” y “Cody”, como si fueran conocidos de toda la vida—. Estamos entre amigos, o al menos de mi parte sí. Quizás comenzamos con el pie izquierdo, y lamento si mi forma de ser puede ser algo… conflictiva. Soy de hecho…

    —Bastante introvertido e inseguro de sí mismo —declaró Matilda tajantemente de pronto, destanteándolo. Lo miraba tan fijamente con esos intensos ojos azules, que parecían tener la fuerza suficiente para atravesarle la cara—. Creció siendo un niño solitario, padres separados quizás, de calificaciones promedio. Es probable que se sintiera más seguro siendo el payaso de la clase, o actuando como alguien que no era. Con el paso del tiempo ha desarrollado esa personalidad extrovertida y aparentemente siempre animada, más como un instrumento de defensa. Si es el que tiene el control dentro de la habitación, todos estarán tan concentrados en estar enojados con usted que no se preocuparán por ver más adentro. Eso de seguro le ha traído problemas en su vida personal y profesional. Pero por ello se refugia en su trabajo lo más posible, tanto en el de policía como el que hace para la Fundación, por lo que supongo. Le agrada la idea de ayudar a las personas, de ser el héroe. Le da un propósito y justificación a su accionar, y lo hace sentir especial. Se dice a sí mismo que lo hace desinteresadamente, pero de hecho es su modo de obtener satisfacción personal instantánea. —Cruzó los brazos sobre el su torso, sin quitarle los ojos de encima—. Pero no soy un detective, ni cazador de demonios; sólo una simple psiquiatra.

    El aire en ese comedor se volvió mucho más denso y frío de lo que ya era. La sonrisa y el buen humor se habían esfumado por completo del rosto de Cole, siendo remplazados por una mirada fría, dura e incluso, algo aterradora. Cody, aún en medio, miraba a cada uno, sin saber qué decir o hacer.

    —¿Y eso lo teoriza por lo poco que hemos hablado? —Inquirió el policía, escéptico, a lo que Matilda respondió con una risilla burlona.

    —¿Por lo poco? No se ha callado desde que nos conocimos. Es como un libro abierto.

    —¡Ya basta! —casi gritó Cody, empujándose a sí mismo a intervenir. Se puso entonces realmente en medio de ambos, encarando a Matilda directamente—. ¿Cuál es tu problema?

    Matilda se sobresaltó, confundida por su cuestionamiento.

    —¿El mío?

    —Sí, el tuyo —respondió el profesor, duramente—. Cole lo único que ha hecho desde que lo conocimos es intentar ayudarnos, y tú te las has pasado atacándolo. ¿Por qué te molesta tanto si ni siquiera lo conoces?

    —Si tuviera que adivinar —intervino Cole a sus espaldas. Tenía las manos en la cintura, y miraba hacia Matilda por encima del hombro de Cody—, diría que se siente amenazada.

    De nuevo Matilda casi saltó al escucharlo.

    —¿Amenazada, yo?

    —Sí, así es. —Cole avanzó hacia ella, parándole a una corta distancia, aunque Cody seguía fungiendo de muro divisorio entre ambos. Aun así, las miradas de ambos estaban cruzadas, y eran aguerridas sin lugar a duda—. Me parece que Eleven le dijo que enviaría a alguien con “otro tipo de experiencia” a ayudarla, que es lo mismo que decirle que necesitaba a alguien que sabía algo que usted no, y eso quizás hirió un poco su orgullo. Por eso la está tomando contra mí aunque sólo vengo a ayudar. —Se cruzó de brazos, imitando un poco la misma postura que ella había tomado hace unos momentos—. Pero no soy un psiquiatra, sólo soy un simple detective cazador de demonios.

    —¿Eso es cierto? —cuestionó Cody, totalmente incrédulo de esa alocada afirmación. Sin embargo, la psiquiatra sólo lo vio de reojo unos instantes, y luego se viró a otro lado sin decir nada… como si se sintiera avergonzada—. Oh, Matilda, vamos. Eso no es digno de ti.

    —Pues aparentemente sí lo es —respondió ella con rapidez, y totalmente a la defensiva—. Y no me importa lo que Eleven diga: Samara es mi paciente, y lo que menos necesita ahora es que venga un completo extraño a llenarle la cabeza con la idea de que está poseída por un demonio.

    —Escuche, doctora… —Intentó Cole volver a hablar, pero Matilda no se lo permitió.

    —No, usted escúcheme a mí. Intentar explicar lo que no se entiende atribuyéndole ello a espíritus y demonios, es exacta la forma de pensar que llevó a varios como nosotros en el pasado a ser perseguidos, y tratados como monstruos.

    —¿Cómo Carrie White? —Soltó Cole de golpe sin el menor miramiento, y esas solas tres palabras hicieron que todo en el interior de Matilda se desmoronara.

    De nuevo se formó un profundo y frío silencio, y decir que el aire se había puesto denso era quedarse corto.

    —Oye, espera… no te pases… —intentó intervenir Cody, interponiéndose delante de Cole, pero éste parecía estar tan decidido en tocar ese botón que lo ignoró totalmente.

    —Sí, eso fue algo más que todos me decían cuando preguntaba por la gran Matilda Honey, y su fracaso más grande dentro de la Fundación —prosiguió con un tono de desafío bastante punzante; Matilda sólo lo miraba en silencio, estoica—. ¿De eso se trata esto?, ¿protege a esta niña porque le recuerda a Carrie White? Para no creer en fantasmas, parece la persigue uno justo ahora, doctora…

    Si tenía algo más que decir, ya no pudo hacerlo, pues en ese instante su cuerpo fue drásticamente empujado hacia atrás, hasta ser lanzado varios metros contra una de las mesas del comedor, misma que fue derribada por su peso creando un fuerte estruendo. Por su parte, el detective terminó sentado en el piso, aturdido y de seguro algo golpeado. Cody dio un salto hacia atrás de la impresión. Miró a Cole tirado en suelo, y luego miró a Matilda, con cierto temor en su actuar. Matilda miraba con una intensidad tan ferviente al oficial de policía, que sus ojos casi parecían centellar. ¿Lo había empujado con su telequinesis?, eso era más que seguro. ¿Lo había hecho apropósito o había sido un mero acto reflejo?, eso era lo que estaba en duda.

    —Matilda… ¿qué haces? —masculló Cody, aún incapaz de salir de su asombro.

    La castaña pareció reaccionar, aunque fuera un poco, al escuchar su voz. Lo volteó a ver unos instantes, sin cambiar la expresión de su cara, y sin decir nada se giró hacia la mesa, tomó su teléfono y se dirigió a paso apresurado hacia la puerta del comedor. Cody pensó en decirle algo, pero todas sus reflexiones lo llevaban a la conclusión de que era mejor dejarla ir, al menos de momento. Abrió las puertas dobles abatibles al mismo tiempo con algo de violencia, y éstas se cerraron solas detrás de ella.

    Cuando Matilda ya se había ido, Cole comenzaba a tratar de levantarse, tambaleándose un poco en el intento y volviendo a caer de sentón como un ebrio en su peor estado.

    —Te pasaste —exclamó Cody como reclamo. Se le acercó entonces, ofreciéndole una mano para ayudarlo a pararse—. Ese no es un tema con el que puedas estar jugando, especialmente con Matilda. ¿Por qué hiciste eso?

    Cole miró de forma distraída la mano que le extendían, y a cómo le fue posible la tomó y se ayudó de ella para pararse. Ya de pie, su equilibrio se sintió un poco más estable.

    —Las cosas no iban por buen camino —se explicó—. Creí que poner todas nuestras cartas sobre la mesa de una vez, sería la mejor forma de acabar con esto lo más rápido posible.

    —¿Y cómo te resultó eso?

    Cole alzó su mirada en silencio hacia las puertas por las que Matilda había salido.

    —Ya lo veremos.

    FIN DEL CAPÍTULO 23
     
  4.  
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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 24.
    Carrie White

    Matilda no podía creer lo que acababa de ocurrir en aquella cafetería. Caminó apresurada por los pasillos silenciosos del hospital, con sus tacones resonando sobre el linóleo pues todo se encontraba bastante callado. Caminaba firme y decidida por fuera, pero por dentro… sentía como si estuviera huyendo. Había empujado a ese hombre varios metros hacia aquella mesa sin contenerse; ¿cómo es que eso ocurrió? Ya habían pasado años, muchos años, desde la última vez que perdió el control de sus poderes de esa forma. O… ¿acaso no había perdido el control en realidad? ¿Acaso lo había hecho conscientemente porque lo deseaba?

    No sabía cuál de las dos posibilidades la asustaba más, y esa idea hizo que la cabeza le diera vueltas.

    Estaba cansada, estresada y preocupada; era eso, de seguro. Su humor estaba por los suelos como para que viniera un completo extraño a picarle sus botones, especialmente el botón llamado Carrie White.

    ¿Por qué últimamente todo el mundo se la recordaba?, como si se tratase de algún tipo de complot. Primero Eleven, luego Samara, Cody, y ahora este policía salido de la nada. Todos hablándole de ella, todos recriminándole de alguna u otra forma, todos presionando y presionando con eso hasta llevarla al límite de su paciencia.

    ¿No había pasado ya por demasiado ese día como para que vinieran a seguir ahora con eso? ¿No tenía ya demasiado en qué preocuparse con Samara, Lily Sullivan y esa tal Leena Klammer? Pero nadie pensaría en eso para nada. Sólo sería una histérica que sobe reaccionaba a todo, y quien había dado el primer golpe sin detenerse a considerar las consecuencias. Si Eleven no había hecho todo lo que tenía en sus manos para quitarla del caso, de seguro ahora sí se las arreglaría.

    Salió al patio, casi azotando las puertas. Era el mismo espacio al que había salido hace un tiempo con Samara a ver el amanecer. No se había dirigido ahí por ningún motivo en especial, salvo la necesidad de tomar algo de aire y despejarse. Ya estaba anocheciendo y los faroles de luz blanca estaban encendidos, aunque dejaban igualmente una parte considerable en relativa oscuridad. Caminó hacia una de las bancas, que le daba la espalda a la puerta, y se allanó en ella. Recargó su cabeza hacia atrás, y comenzó a respirar lentamente, intentando normalizar su estado… pero no funcionó. Inevitablemente se le vino a la mente que había sido ahí mismo en donde Samara le había hecho aquella inesperada pregunta.

    “¿Quién es Carrie?”

    Se inclinó hacia al frente, sosteniendo su celular apagado entre sus manos, y pegando sus mentón contra él. No sabía ni porqué lo había tomado si de todas formas estaba averiado; un simple reflejo, suponía.

    “¿Y lo lograste? ¿Pudiste ayudarla?”

    “Hice mi mejor intento”

    “Pero fallaste. Fallaste, ¿verdad? No pudiste ayudarla. ¿Vas a fallar conmigo? ¿Me dejarás también?”

    Sus dedos se apretaron con más fuerza alrededor del teléfono. Apoyó ahora su frente contra sus manos y cerró con fuerza los ojos, intentando contener las ganas de llorar. Sí, falló, falló como nunca. Matilda Honey, la chica perfecta, la favorita de Eleven, la que lo sabía todo y lo podía hacer todo, le falló a Carrie White…

    ****​

    Un poco después de haber terminado su Doctorado en Yale (el mismo Doctorado en el que su camino se cruzó con el de Doug Ames), Matilda volvió a California con su madre por un par de años. Su residencia en dicho sitio, sin embargo, era más que nada simbólica pues fue en ese momento, con sus estudios superiores terminados, cuando comenzó a ayudar más activamente en la Fundación Eleven. Debido a ello, durante esos dos años estuvo viajando bastante a diferentes puntos del país, a veces pasando cortas temporadas en dichos lugares. Conoció a bastantes personas en ese trayecto, sobre todo niños y niñas que resplandecían. Antes de ello ya había conocido a otros como ella en la Fundación, entre ellos a Cody; pero fue hasta que comenzó a actuar ya no como una paciente o beneficiaria de las actividades de la organización, sino como una rueda activa del funcionamiento de ésta, que fue consciente de la cantidad de niños que había allá afuera, y de lo mucho que podía hacer por ellos.

    Luego de esos dos años, tomó la decisión de mudarse por su cuenta a Boston y abrir su propio consultorio privado en dicha ciudad. La decisión no agradó del todo a su madre, pero al final la apoyó tal y como siempre lo había hecho. Pero, de todas las ciudades posibles, ¿por qué Boston? No había ningún motivo en especial que a ella se le ocurriese. Mientras estudiaba en Yale la visitó frecuentemente, pero también New York (y quizás más). Estaba relativamente más cerca que Indiana, y por lo tanto de Eleven, si algo se ofrecía, pero igualmente estaba a una distancia considerable de unos miles de kilómetros. El clima estaba bien, pero tampoco le parecía perfecto. Cada aspecto positivo que ella intentase atribuirle a la ciudad, estaba a su vez acompañado de un “pero”, no tan importante pero igualmente suficiente para no considerarla del todo su “ciudad perfecta”.

    Tras lo ocurrido después, llegaría a preguntarse, incluso en aquella banca del patio del hospital cuatro años más tarde, si acaso esa decisión se había visto afectada por ese “algo” especial en ella que la había empujado a estar en el lugar y en el momento correcto… o incorrecto.

    Unas semanas antes de mudarse, había hecho un primer viaje para elegir un departamento y un lugar para su consultorio. El primero había sido sencillo de elegir, pues realmente no era demasiado quisquillosa con dónde vivir; con que fuera limpio y seguro, y tuviera espacio para todos sus libros, lo demás vendría solo. Elegir un consultorio había sido un reto más interesante, pues realmente quería encontrar un sitio que no sólo le resultara agradable a ella, sino a sus pacientes potenciales. El quinto sitio que visitó fue el elegido al final, ubicado en el octavo piso de un edificio de oficinas. Tenía el espacio correcto, la ubicación correcta, y una hermosa vista de la ciudad. Tenía su toque de elegancia, sin ser presuntuoso. Pensó que funcionaría, y al menos hasta el momento lo había hecho.

    Básicamente se componía de una sala de espera, su oficina en la que recibiría a los pacientes, y dos baños (uno en la sala y otro más en la oficina para su uso personal). Aun así, tardó dos semanas en poder amueblarlo, pintarlo y acondicionarlo a sus gustos, al mismo tiempo que hacía lo mismo con su nuevo departamento. Aún después de esas dos semanas, seguía ajustándole cosas, como la instalación de su computadora de escritorio, la conexión a internet, el teléfono fijo, etc. Era justo eso con lo que lidiaba aquella tarde.

    —No se necesita contratar un técnico para todo —murmuraba la Psiquiatra con tono optimista, estando prácticamente oculta debajo de su nuevo escritorio de caoba de apariencia un poco rustica, intentando pasar los cables de conexión hacia la parte superior—. Especialmente para algo tan básico como conectar cables.

    —No es vergonzoso pedirles ayuda a las personas, Matilda —le respondió casi como un regaño la voz de Jennifer Honey, que surgía desde su celular en altavoz colocado en el suelo a su lado—. Especialmente cuando se trata de algo de lo que no sabes mucho. Hasta tú tienes que tener temas que no dominas por completo.

    —Lo sé, lo sé, y no se trata de eso —masculló mientras batallaba para pasar el cable de video por el agujero del escritorio, para poder conectar su computadora a una pantalla plana que iba a montar en la pared—. Es sólo que quiero que todo esté justo y como me lo imagino. Si lo hago mal, será mi culpa, ¿no?

    No lo decía sólo por su consultorio, sino también por toda esa nueva vida que estaba comenzando. Aunque había pasado largo tiempo viviendo sola mientras estudiaba, eso era algo diferente. Ahora ya no era estudiante, sino toda una adulta que tenía que sostenerse con sus propios pies de ahí en adelante. Quizás exageraba, pero su forma de ser así le dictaba actuar.

    —Debería de estar ahí ayudándote a instalarte —comentó Jennifer con algo de pesar en su voz—. Podría tomarme unos días libres e ir para allá.

    —No te preocupes, todo está bajo control y ya casi terminó. Mejor ven cuando ya esté todo listo y así te tomas unos verdaderos días libres para variar.

    —¿Fue eso un reproche? —Soltó la Señorita Honey con tono molesto, aunque irónico—. Pues tú también podrías tomarte unos de vez en cuando, ¿sabes?

    Touché… parece que en algún momento de nuestras vidas ambas nos volvimos alérgicas a las vacaciones… ¡listo! —Exclamó triunfante cuando al fin logró pasar el cable. Ahora sólo faltaba conectarlo… y claro, montar la dichosa pantalla.

    —¿Hola? —Escuchó en ese momento que una voz nueva murmuraba, un tanto distante, posiblemente desde la puerta misma del consultorio a la que aún no le había mandado colocar su nombre, aunque ya estaba en proceso de ello—. ¿Buenas… tardes…?

    Matilda se puso en alerta ante la repentina presencia.

    —¡Un minuto!, ¡enseguida voy! —Exclamó con fuerza para que la escuchara, y luego se giró un segundo a su teléfono—. Tengo que colgar, quizás me traen alguno de los muebles que ordené.

    —De acuerdo, márcame si ocurre cualquier cosa. Y si no ocurre también.

    —Sí, ya sabes que sí —murmuró algo divertida antes de cortar la llamada. Evidentemente tendría que pasar un buen tiempo por esta faceta de asimilación por parte de su madre adoptiva. Luego de pasar separadas tanto tiempo mientras estudiaba en Yale, hubiera esperado que esto lo tomara con mucha más naturalidad.

    Se sorprendió a sí misma tan inmiscuida en dichos pensamientos que al alzarse para salir de debajo del escritorio, terminó golpeándose la frente con la orilla de éste. Fue un golpe leve, pero el suficientemente para hacer que cayera de sentón de nuevo al suelo, y soltara una sonora exclamación de dolor. Llevó su mano derecha al punto exacto del golpe. Aparentemente no sangraba ni nada así, pero había quedado adolorida.

    —Disculpe… ¿Está bien? —Escuchó que la misma voz de hace unos minutos murmuraba con preocupación, ahora más cerca, posiblemente ya en la puerta en su oficina que se encontraba abierta.

    —Sí, claro —murmuró jovial, quitando cualquier rastro de dolor que pudiera reducirla. Salió a gatas de debajo del escritorio, y rápidamente se incorporó derecha, y con sus manos se acomodó y sacudió como pudo su cabello y sus ropas. Se giró entonces hacia su visitante, con una sonrisa afable y amistosa, esperando que no tuviera en esos momentos algún chichón en la frente que la delatara—. Discúlpame, apenas me estoy instalando y todo es aún un desastre. Pero pasa, adelante.

    Al mirar con más detenimiento a la persona parada en su puerta, descartó casi por completo que se tratase de algún tipo de entrega. Era en realidad una jovencita, de quizás dieciséis o diecisiete años, de cabellos rubios rojizos, rizados y de apariencia desalineada, incluso un poco sucia como si no se hubiera lavado en algunos días. Pese a esto, su rostro en general era de rasgos finos, muy hermosos, afilado, con unos profundos ojos verde azulado, aunque algo apagados, y unos labios bastante notables. No tenía ni un gramo de maquillaje encima, eso lo pudo notar desde su posición, pero aun así poseía una singular belleza natural, pese algunas escasas marcas de acné que se asomaban, sobre todo en su frente. Su complexión era delgada, o al menos eso le parecía. Usaba un vestido largo color verde, sin ningún tipo de estampado en él, y que le cubría desde la base del cuello hasta un poco por encima de los tobillos. Encima de sus hombros, y cubriendo sus brazos, traía un suéter grueso color azul, posiblemente de lana; le pareció demasiado, pues ya no estaban en invierno. Colgando de su hombro derecho traía una mochila verde de apariencia un poco rustica, y de su cuello se asomaba un crucifijo metálico y sencillo, que era quizás el único accesorio que traía.

    Su postura era algo insegura, desde su mirada cohibida hasta como se paraba. Sus manos se aferraban al tirante de su mochila, apretando sus dedos entorno a éste de forma nerviosa. Cuando Matilda le indicó que pasara, dio un par de pasos temerosos al interior de la oficina, con su mirada agachada.

    —Lo lamento… ¿Es usted la Dra. Matilda Honey? —preguntó despacio, sin mirarla directamente; parecía estar mirando más bien hacia el escritorio o algún punto entre éste y la psiquiatra.

    Matilda sonrió, pero sin exagerar, y le respondió con el tono más suave que pudo; era obvio que necesitaba sentirse en confianza de alguna manera.

    —La misma —murmuró mientras rodeaba el escritorio.

    En ese momento, la muchacha se atrevió a mirarla directamente por unos segundos, y por ese pequeño instante su timidez fue opacada por un gran asombro.

    —¡Increíble! —exclamó de golpe con un poco más de fuerza, pero de inmediato se llevó sus delgados dedos a sus labios, como si se sintiera avergonzada de su acto—. Lo siento, es que… se ve tan joven.

    —Lo oigo seguido —respondió Matilda con tranquilidad, encogiéndose de hombros—. Sólo dame un segundo y estoy contigo.

    Matilda se giró hacia el escritorio, intentando recolectar todo lo que no debería de estar ahí para guardarlo en los cajones. La chica la miraba aún frente a la puerta, y entonces se atrevió a dar unos pasos más.

    —Yo… la puerta estaba abierta… —balbuceó despacio—, No sé si podía… entrar…

    —No, no, descuida —le respondió Matilda apresurada, agitando su mano derecha en forma despreocupada mientras seguía acomodando—. Como te dije, apenas me estoy instalando, y ni siquiera he contratado todavía a una asistente para que atienda la puerta.

    Tomó entonces todo lo que pudo, volvió a la parte de atrás del escritorio, y guardó todo en el primer cajón de la derecha. Ahora sí se veía todo un poco más ordenado, para variar. Apoyó sus manos sobre el escritorio y miró de nuevo a su visitante sin apagar su sonrisa.

    —¿En qué puedo servirte?

    La jovencita tuvo un pequeño respingo al oír esa pregunta, y le pareció notar como si la sangre se le hubiera subido de golpe a la cabeza pues su rostro se puso notablemente rojo en ese momento. Desvió su mirada hacia otro punto no específico y sus dedos se siguieron moviendo discretos por el tirante de su mochila.

    —Yo… no sé… si quizás esto fue correcto. Quizás me equivoqué en… —Al desviar su mirada en alguna otra dirección posible, ésta terminó encontrándose con la enorme ventana de su derecha, que daba hacia la vista de la ciudad—. ¡Cielos! ¡Qué hermosa vista!

    De nuevo sus nervios se desaparecieron, sólo por unos instantes, y sus pies se movieron por sí solos hacia la ventana. Desde ella se podían ver otros edificios y calles, así como vehículos que se apreciaban lejanos.

    —¿Verdad que sí? —Exclamó Matilda con cierto orgullo—. Fue uno de los motivos por los que elegí este sitio.

    La jovencita parecía ir con toda la intención de incluso pegar su rostro contra el vidrio, pero se detuvo a medio metro de distancia, como si se obligara a sí misma a detenerse, e incluso después retrocedió un paso, avergonzada. Aun así, sus ojos siguieron mirando discretamente hacia el exterior.

    —Nunca había visto una ciudad con edificios tan enormes —murmuró muy despacio, como si fuera un pensamiento que fugazmente se escapó de su cabeza.

    Matilda la miró con curiosidad, sentada contra la orilla de su escritorio.

    —¿No eres de aquí?

    —No, yo… soy de Chamberlain, en Maine.

    —¿Chamberlain? —espetó Matilda, entrecerrando sus ojos en un gesto reflexivo mientras intentaba descubrir en la biblioteca de su memoria alguna referencia a una ciudad con ese nombre… pero dicha consulta no le daba ningún resultado.

    —Si no lo conoce, es normal —señaló la joven, girándose de nuevo hacia ella. Cruzó sus brazos sobre su torso como gesto protector—. No hay… nada interesante allá. Creo que es un pueblo bastante aburrido.

    Quizás eso pensaba ella, pero en su experiencia viajando por el país había descubierto que cada pueblo, por más aburrido que sea, tiene algo que lo hace especial. Luego de terminar esa plática, lo primeo que haría sería buscar dicho nombre en internet.

    —¿Y es tu primera vez en Boston? —le preguntó con genuino interés.

    La joven rubia sonrió divertida, enseñando un poco sus dientes blancos.

    —Es la primera vez que dejó Chamberlain, en realidad. Nunca había hecho nada parecido a esto antes. Faltar a clases, tomar un autobús yo sola, viajar a otra ciudad… Es… emocionante… —Su rostro se iluminó ligeramente, yendo acorde con sus palabras, y esa sonrisa modesta se ensanchó como síntoma de esto. Sin embargo, esto duró muy poco, pues casi de inmediato volvió a tomar un gesto un tanto sombrío y melancólico; el abrazo que realizaba sobre sí misma, se volvió también más apremiante—. Pero también aterrador. Si mi madre se enterara, de seguro enloquecería. No sé qué le voy a decir si lo descubre… Dicen que no mentirás y honrarás a tus padres, pero a veces pareciera que no te quedara otra opción.

    Matilda inclinó su cabeza hacia un lado, analizando de manera rápida todo lo que acababa de decir; en conjunto, daba bastantes piezas de información sobre la misteriosa chica que tenía ante ella, algunas bastante importantes.

    —¿Eres creyente?

    —Sí, supongo que sí —le respondió la chica, aunque no la notó muy segura de su respuesta.

    —¿Cómo te llamas?

    Se sobresaltó en ese momento, casi asustada, como si acabara de darse cuenta de un grave error.

    —Sí, lo siento —suspiró apenada, y de nuevo su rostro se enrojeció—. Carrie… Carrie White.

    Matilda sonrió. En aquel entonces le pareció un buen progreso. Ignoraba, sin embargo, que sería un nombre que no olvidaría fácilmente, incluso cuatro años después.

    —¿Gustas tomar asiento? —le ofreció gentilmente, extendiendo su mano hacia una de las sillas delante de su escritorio. Ella asintió con su cabeza, y se dirigió con paso apresurado hacia dicha silla, sin voltearla a ver. Colocó su mochila en el suelo a un lado, y se sentó con su espalda recta, sin tocar el respaldo. Matilda tomó asiento en la otra silla, pero la giró para que quedaran ambas frente a frente—. ¿Qué puedo hacer por ti, Carrie?

    La joven apretó un poco sus labios, y miró distraídamente hacia el escritorio.

    —No sé… cómo explicarlo.

    —No te preocupes, relájate. ¿Quieres un poco agua?

    —No, estoy bien.

    —¿Por qué no comenzamos con algo sencillo? ¿Cómo me encontraste?

    —Yo… estuve investigando… mucho, en las computadoras de la biblioteca. —Hubo un sentimiento extraño en su voz al mencionar las computadoras. Era una expresión de extrañeza o lejanía, como si estuviera hablando de alguna comida extraña de un país que nunca había visitado, o intentara describir un animal que nunca había visto—. Y entre lo que leí, surgió su nombre y el de la Fundación a la que pertenece… Eleven, como el número, ¿verdad?

    —Así es —respondió Matilda con seguridad por fuera, aunque por dentro intentaba identificar en cuales sitios podría ya estar dada de alta la dirección de ese consultorio como para ser arrojada en una búsqueda. Se preguntó también si eso había sido obra de Eleven, o de alguien más dentro de la Fundación—. ¿Qué investigabas exactamente?

    Carrie se volvió a abrazar a sí misma, y se esforzó más de la cuenta para poder alzar su mirada hacia ella, aunque no directamente a su rostro.

    —Desde… hace un par de semanas, me ha estado pasando algo. Leí muchos libros, e información en la computadora al respecto, y encontré que ustedes, bueno… usted… ha ayudado a otros niños con algo parecido. Y sé que no soy una niña, pero cuando leí que tenía un consultorio aquí en Boston, pensé que quizás… usted podría…

    Sus palabras se cortaron; pareció incapaz de terminar dicha frase, pero no fue necesario.

    —Entiendo totalmente, tranquila —musitó la psiquiatra, inclinando un poco su cuerpo hacia el frente—. Y no te preocupes. Aunque mi especialidad es la Psicología Infantil, estoy aquí para ayudar a cualquier persona que requiera mi ayuda. ¿Qué es lo que te ha estado pasando? —Se notó bastante aprensión en la mirada de la chica ante la idea de responderle—. Te aseguro que todo lo que me digas, se quedará conmigo. —Su afirmación no pareció mejorar mucho su estado—. ¿Te sería más sencillo demostrármelo?

    Carrie caviló unos momentos. Giró su mirada lentamente hacia su izquierda, en dirección al escritorio. Matilda había guardado varias de las cosas que ahí se encontraban hace un momento, pero aún había sobre éste unos papeles y un vaso ya vacío de Starbucks. Enfocó su mirada fijamente en el vaso de cartón, muy fijamente. Tras un par de segundos, dicho vaso comenzó a deslizarse por la superficie del escritorio. Como a la mitad del trayecto, se elevó unos centímetros, flotando en línea recta, directo hacia ella. Carrie extendió su mano, y el vaso se colocó por sí solo en ella.

    Volteó entonces a ver a Matilda. Ésta había contemplado en silencio todo aquel acto, con suma… tranquilidad; tanta que desconcertó un poco a la joven.

    —Impresionante —murmuró la psiquiatra, tranquila.

    —No parece sorprendida. ¿Realmente había visto a alguien más hacer esto antes?

    —Se podría decir que sí —le respondió, intentando no sonar sarcástica por accidente—. ¿Qué tanto más puedes hacer?

    Un rastro más tangible de confianza se hizo presente en el rostro de Carrie. Se viró de nuevo al escritorio, pero ahora su atención se centró justo en el mueble y no en lo que había sobre él. El escritorio se tambaleó unos milímetros a un lado, luego la misma distancia hacia el otro, y entonces empezó a elevarse en línea recta, lentamente hacia el techo, hasta quedar a unos centímetros de él y ahí quedarse, quieto y estable. Carrie lo observaba desde su asiento con orgullo.

    —Muy bien, ya puedes bajarlo —señaló Matilda, aún apacible. Carrie obedeció, y el escritorio volvió a bajar con cuidado hasta quedar en su posición original a lado de ambas.

    —Creo que puedo hacer más —comentó la joven rubia—. Siento que puedo hacer más. Pero tengo miedo de… pasarme.

    —Te entiendo totalmente —asintió Matilda. Se sentó derecha en su silla, y cruzó sus piernas—. ¿Qué edad tienes, Carrie?

    —Diecisiete. Cumpliré dieciocho en septiembre.

    —¿Estás por graduarte? —Carrie asintió tímidamente con su cabeza—. Bien por ti. ¿Dices qué te comenzó a pasar hace unas semanas?

    —Sí.

    —¿No habías visto ninguna señal o te había ocurrido algo similar anteriormente?

    —No que yo recuerde. Escuché en una ocasión a alguien comentar de una lluvia de piedras que cayó sobre mi casa cuando era niña.

    —¿Lluvia de piedras? —Masculló Matilda, algo intrigada.

    —Yo no recuerdo nada de eso. Pensé en preguntarle a mi madre, pero… —sus labios se apretaron de nuevo un poco, y se contrajo en sí misma—. Preferí mejor no hacerlo… No sé realmente si eso tuvo algo que ver conmigo. Pero realmente antes de esto, todo en mi vida había sido bastante… normal.

    Matilda meditó un poco sobre ese relato. ¿Lluvia de piedras?, no era algo de lo que hubiera oído antes. Tendría que preguntar en la Fundación para ver si alguien podía darle una razón de eso. Mientras tanto, prosiguió con sus preguntas.

    —Cuando comenzó, ¿te ocurrió algo en especial? ¿Algo específico que te ocurriera justo al mismo tiempo que esto comenzó? —Carrie meditó un poco en ello, pero tras unos segundos una mezcla de diferentes sentimientos surgió de ella al mismo tiempo; los más notables eran la vergüenza… y la ira—. No debes sentirte avergonzada. Tuviste tu primer periodo, ¿cierto?

    Los ojos de Carrie se abrieron con asombro, y sus mejillas volvieron a enrojecerse.

    —¿Cómo lo supo? ¿Eso… tuvo que ver?

    —Es probable. ¿Te alimentas bien?

    —Eso creo…

    —¿Estás segura?

    —Sí, ¿por qué?

    —Sólo intento descartar factores. Que tu primer periodo se haya atrasado tanto tiempo, puede deberse a problemas con tu dieta. Pero, en este caso particular, tras lo que me has mostrado, me inclino más a decir que puede ser síntoma de un desequilibrio hormonal.

    —¿Eso es grave? —exclamó Carrie, visiblemente preocupada.

    —A larga puede traerte algunos problemas, pero es totalmente tratable. Dependiendo del grado, podría solucionarse sólo modificando tu dieta o hábitos de ejercicio, o quizás requerir de medicamentos. Lo mejor sería que hablaras con tu ginecólogo al respecto. Y si aún no visitas a uno, te recomendaría que empezaras a hacerlo regularmente.

    —¿Gine…? —Carrie se tensó gravemente—. No, no, mi madre nunca lo permitiría. Ella no cree mucho en los doctores. Pero… si tomo esos medicamentos, ¿esto… desaparecerá?

    Matilda se dio cuenta de que esa idea le había provocado una gran preocupación a la chica, y no pudo evitar sonreír por dentro. Para algunos resultaría extraño, pero incluso en los peores momentos en los que sus habilidades se salían de control, Matilda nunca deseó de forma consciente que éstas desaparecieran. Era casi como querer sacarse un ojo…

    —No, no lo hará —le respondió con tono animado—. Quizás no me expliqué bien, pero escucha. Si lo que pienso es cierto, y lo que me has dicho hasta ahora pareciera indicar que sí, la verdad es que has tenido estas habilidades todo este tiempo. Normalmente surgen a una edad temprana, pero en tu caso se han mantenido dormidas y latentes todos estos años, debido a la composición especial de la química de tu cerebro y tus niveles hormonales. Con la llegada de tu primer periodo, ahora han despertado y siempre estarán ahí, porque son parte de ti, parte de quién eres. Esto que tienes, es algo muy especial y único. Es un don, Carrie, un don hermoso.

    La chica la miró maravillada por todo lo que le decía. Una sincera y amplia sonrisa de felicidad, aunque más de alivio, se dibujó en sus labios rosados.

    —¿De verdad? —suspiró desahogada—. Tenía tanto miedo de que esto fuera algo maligno, pero cuando lo uso… me siento como liberada, ¿sabe?

    “Más de lo que crees”, pensó Matilda para sí misma.

    —No hay nada maligno en ti, Carrie. Y fue muy acertado de tu parte buscar ayuda. Puedo ayudarte a comprender mejor esta habilidad, y a controlarla. Podrás tener una vida completamente normal, y hasta podrás disfrutar y ser feliz con tu don. Si me lo permites.

    —Yo… —Carrie titubeó insegura. Miró de nuevo por encima de Matilda hacia las ventanas, y luego echó un vistazo rápido a su pequeño reloj de muñeca, nada ostentoso y de hecho bastante sencillo—. Oh, Dios. Ya es muy tarde —exclamó preocupada, y rápidamente se puso de pie y se acomodó su mochila al hombro—. Tengo que tomar el autobús de regreso y llegar antes de que sea hora de salida. Si no estoy en casa a las tres, mi madre… Oh Dios.

    Aparentemente sentía bastante aprensión hacia su madre. Normalmente no sería algo muy raro viniendo de una joven adolescente, per en su caso parecía algo incluso más intenso. Si tuviera que hacer un primer diagnóstico, diría que probablemente pertenece a una familia con fuertes valores religiosos, con padres estrictos y severos que no le daban mucha apertura a su expresión individual. Bajó ese escenario, descubrir de pronto que era capaz de hacer cosas muy fuera de lo que la mayoría consideraría “normal”, crearía una fuerte confusión en ella que definitivamente necesitaría de guía.

    —Sí, de acuerdo —le respondió, parándose también de su silla—. Pero quisiera que nos volviéramos a ver. ¿Quieres que te programe una cita más formal?

    —No… yo… —sus manos se aferraron a la correa de su mochila de forma nerviosa—. No creo poder volver aquí otra vez.

    —Está bien, yo puedo ir a verte si lo prefieres.

    —¿A Chamberlain?

    —Sí. Podría hablar también con tus padres. Es importante que ellos comprendan lo que te pasa, y que te puedan apoyar…

    —¡No! —Exclamó con fuerza de pronto, casi aterrada—. A mi madre no, no. No lo entiende, si se enterara de esto… De cualquier cosa de esto… Me tengo que ir.

    Caminó rápidamente, casi corriendo, hacia la salida con su cabeza agachada. Matilda no dijo nada o intentó detenerla; luego de esa reacción, era mejor que se retirara si enserio así lo deseaba. Salió de la oficina, salió del consultorio, y luego ya no la vio.

    Pero no dejaría las cosas así; no podía hacerlo. En el tiempo que llevaba en la Fundación, había conocido a varios chicos necesitados, pero esta chica, a pesar de que aún no la conocía por completo, era quizás la más necesitada de todos ellos… No sabía aún porqué, pero algo la hacía sentirse así. ¿Era su Resplandor hablándole?, ¿o quizás su sola experiencia y conocimiento que le indicaba que pusiera atención en todas las señales? No importaba realmente; igualmente le haría caso.

    — — — —​

    Lo primero que hizo en cuanto tuvo oportunidad, fue informarle a Eleven sobre su encuentro, poniendo principal énfasis en las señales singulares que había notado. Eleven estuvo de acuerdo con ella en que era un caso en el que valía la pena involucrarse, pero le recalcó que no forzara las cosas; si la chica no quería su intervención de alguna forma, no debía colocarla en una posición que la afectara de forma negativa. Matilda era consciente de eso, y normalmente no insistiría más de la cuenta. Sin embargo, con esta chica en especial sentía que valía la pena hacer el esfuerzo adicional.

    Matilda solicitó permiso de usar a los rastreadores de la Fundación para buscar más información sobre Carrie; Eleven se lo concedió. La primera información le llegó por correo apenas un par de horas después de que terminó su llamada con Eleven. No era aún mucho, y de hecho resultó ser algo para lo que no ocupaban siquiera usar sus habilidades especiales para encontrarlo. El correo venía de parte de Lucy, una de las rastreadoras con la que más contacto había tenido para ese tipo de casos, aunque nunca la había viso en persona o hablado siquiera por teléfono; ni siquiera sabía si Lucy era su verdadero nombre o dónde vivía. El asunto del correo era simplemente “Carrie Whie - 1”, haciendo alusión a que era sólo el primer informe como solía enumerarlos. El texto del coreo era mucho más simple:

    “Tienes que ver esto”

    Seguido de una liga hacia un video. Esto desconcertó a Matilda, y sin dudarlo entro a la liga para verlo.

    No estaría segura después si hubiera preferido mejor no haberlo hecho…

    Al inicio el video era confuso. Aparentemente todo ocurría en algún tipo de vestidores, de escuela o gimnasio. Se escuchaban varias voces gritando en coro: “¡que lo tape!, ¡que lo tape!, ¡que lo tape!”. Y entre todo el ajetreo de pieles y toallas, se distinguió la figura de una persona, desnuda, tirada en el suelo de azulejo de baño, encogida en sí misma en sollozos. Estaba rodeada de personas, y éstas le arrojaban objetos blancos mientras seguían repitiendo: “¡qué lo tape!, ¡qué lo tape”

    —Santo cielo —exclamó horrorizada. Regresó un poco el video, y lo detuvo justo para enfocar a la persona en el suelo. Lo dudó al principio, pero luego no le cupo duda: era ella, era Carrie White. También pudo ver con más claridad lo que las otras chicas le arrojaban: tampones y toallas intimas.

    Matilda sintió un revoltijo en su estómago. Se obligó a ver el video varias veces con el fin de comprender la situación. Esos debían de ser los vestidores de su escuela, y por lo tanto las chicas a su alrededor serían sus compañeras de clase. Sólo podía suponer, pero considerando lo que le gritaban y lo que le arrojaban, sumado a lo que la misma Carrie le había dicho sobre el retraso de su periodo… ¿acaso le había llegado por primera vez ahí en las regaderas? ¿Y sus amigas se habían burlado de ella, le habían gritado y tirado tampones encima mientras lloraba en el piso? Y encima de todo, ¿lo habían grabado y subido a internet?

    La cólera se apoderaba poco a poco de ella, por más que quisiera evitarlo. No debía de tomar esos casos como algo personal, era casi la primera regla del manual. Pero le era difícil no hacerlo. Le era difícil ver ese video y no recordar a aquella niña de trece años, siendo molestada, acosada y maltratada por sus compañeros de escuela, sólo por ser un poco… diferente

    Lucy le pasaría más información al día siguiente (“Carrie White - 2”). Le confirmaría en gran parte lo que sus suposiciones al ver el video le dijeron, pero agregaría además algo que no hubiera predicho de su entrevista con Carrie: ella no sabía nada de la regla antes de aquel incidente, o al menos eso era lo que algunas personas decían. Matilda se quedó pasmada al leer eso. ¿Cómo podría ser posible? ¿Su madre no le habló al respecto?, ¿no le habían dicho en clases? Quizás era en efecto sólo un rumor.

    Adicional a ello, aparentemente su padre había muerto antes de que naciera en un trágico accidente de trabajo. Su madre, Margaret White, la había criado sola, y durante sus primeros años no la había dejado ir a la escuela y la educaba en casa, hasta que las autoridades tomaron cartas en el asunto. Sus calificaciones eran bastante promedio, e incluso bajas en algunas materias. No pertenecía a ningún club o actividad extracurricular, ningún trabajo de medio tiempo, ni algún novio o amigo conocido. Toda su vida pública parecía reducirse a ir a la escuela y volver a su casa. El video y el incidente detrás de él parecía ser lo más sobresaliente con respecto a la vida de Carrie; fuera de ello, no parecía haber casi nada que decir sobre ella.

    Matilda sintió bastante pesar y pena. ¿Qué clase de vida llevaba esa chica en realidad?

    Lo último en el correo de Lucy era la dirección actual en la que Carrie vivía con madre, en Chamberlain, Maine; no había ningún teléfono de casa o celular, ni ningún correo electrónico. Lucy Prometió informarle más si encontraba algo, pero igualmente le advirtió que no creía que hubiera mucho más que decir al respecto. Pero no importaba; de momento era suficiente para actuar.

    FIN DEL CAPÍTULO 24

    NOTAS DEL AUTOR:

    —La representación de Carrie White mostrada en este capítulo está mayormente basada en la versión de la película de Carrie del 2013, en lo que respecta a su apariencia física y en algunos aspectos de su personalidad. Sin embargo, igualmente se tomará en cuenta algunas características del personaje, su personalidad, su apariencia y su historia que sólo se vieron en la novela original de Stephen King. Los acontecimientos ocurridos en este flashback, y en el de los capítulos siguientes, se encontrarán también muy basados en la película del 2013 (principalmente para colocar los hechos en una época más reciente), pero en general será manejado como un Universo Alterno, en dónde las cosas no ocurrirán con exactitud como en alguna de las versiones antes conocidas, similar quizás a como se ha manejado la historia de Samara o Damien. Esto quedará más claro en los próximos capítulos.
     
  5.  
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    Título:
    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
    Total de capítulos:
    159
     
    Palabras:
    5706
    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 25.
    Todo será diferente

    Cuando Carrie le dijo que no había nada interesante en Chamberlain, al parecer no estaba exagerando del todo. Según lo poco que Matilda pudo investigar en Internet, parecía ser una ciudad pequeña bastante común, como cientos iguales que existían en el país. Su población era reducida, y el principal motor de la economía era la Fábrica de Textiles; y básicamente eso era todo. El viaje desde Boston hacia allá era de unas tres horas en vehículo, y en camión de seguro tomaría un poco más. Pensó en la experiencia que debió de ser para una chica que nunca había salido de su pueblo hacer todo ese recorrido ella sola. Ahora le tocaba a ella hacer el viaje contrario.

    Dos días después de su entrevista con Carrie, un lunes de primavera, salió de Boston a media mañana con su vaso de café y su GPS marcándole la ruta hacia el noreste. En aquel entonces aún estaba en proceso de adquirir un vehículo propio en Boston para su uso personal, ayudada principalmente por su madre adoptiva pues casi todos sus ahorros se le habían ido en la mudanza y acondicionamiento de su departamento y consultorio. Mientras tanto, optó por alquilar uno, algo que en sus múltiples viajes hacía seguido. Le tocó algo de congestionamiento ya entrando en Maine debido a un accidente, y terminó llegando a Chamberlain cerca de las dos.

    Lo único que Lucy le había encontrado era la dirección de la casa de Carrie y de su escuela. Su primera opción era ir a la escuela y hablar con su director sobre el tema, pero realmente no tenía aún algún tipo de derecho para hace ello, pues de manera oficial Carrie no era su paciente y era más una completa extraña de otra ciudad que venía a intervenir en un tema que no le concernía. La segunda opción era ir a su casa, pero tenía que tener cuidado con no sobrepasarse. Condujo hacia la dirección que Lucy le había proporcionado sobre la Calle Carlin, y se estacionó en la acera de enfrente. La casa era blanca, de apariencia bastante simple, incluso algo descuidado a pesar de estar en un barrio medianamente sofisticado. La hierba del jardín del frente estaba algo crecida, y en algunas zonas se había oscurecido. Aguardó en el vehículo media hora, quizás un poco más. Carrie salía de la escuela a las tres, y si lo que Lucy le había dicho era cierto, esperaba poder verla venir por la calle en cualquier momento sin atraso.

    La joven rubia rojiza se apareció justo como esperaba después de las tres con veinte. Caminaba desde calle abajo por la banqueta abrazada aprensivamente de sus libros, con su mochila a la espalda y su mirada clavada en el concreto. La reconoció incluso a la distancia, no por su rostro o peinado, sino por su postura y forma de caminar; siempre temerosa y cohibida como si temiera que alguien la estuviera mirando y juzgando a cada paso. Matilda salió del vehículo discretamente, cruzó la calle, se paró en la acera frente a la casa y ahí la aguardó. Carrie iba con la mirada tan baja, o quizás estaba tan inmiscuida en sus propios pensamientos, que no notó su presencia hasta que ya estaba cerca. Se detuvo entonces a unos metros de ella y la miró, al principio un tanto confundida pero no tardó en reconocer su cara, y entonces se sobresaltó, casi asustada, tanto que se hizo un poco hacia atrás.

    —¡¿Dra. Honey?! —Exclamó la chica, atónita—. ¿Qué hace aquí?

    Fue evidente que no estaba precisamente “feliz” de verla. Matilda le sonrió gentil, intentando amortiguar el ambiente.

    —Siento aparecerme de esta forma, pero ya no tuve más noticias de ti.

    —¿Cómo supo dónde vivía?

    —Tenemos nuestras fuentes —le respondió con tono neutro. Carrie, por su parte, la miró con desconfianza; sus brazos se aferraron con más fuerza a sus libros.

    —¿Qué… es lo que quiere?

    —Sólo seguir hablando contigo. Nuestra plática del otro día se quedó un poco inconclusa.

    —Lo siento, no puedo hablar ahora —respondió apresurada, y se adelantó para sacarle la vuelta y dirigirse directo a la casa—. Mi madre está por llegar, y ella no puede verla aquí. Por favor, váyase.

    —Escucha, Carrie —pronunció Matilda con tono despacio, como de un profesor dando catedra—. Sé que en estos momentos estás confundida y asustada, y lo que menos quieres es que alguien se entere de lo que te ocurre. Pero, aunque no sea con tu madre, necesitas a alguien con hablar y contar para sobrellevar lo que pueda pasar.

    Carrie se detuvo a mitad del camino que llevaba a su puerta y se giró levemente hacía ella, mirándola con una expresión digna de un perrillo asustado. Ambas de miraron la una a la otra en silencio por un lapso en el que Matilda supuso que estaba intentando decidir de qué forma responderle, y ella igualmente deseaba darle el tiempo que necesitara para eso. Si era que Carrie tenía pensado responder algo, no lo sabría pues en ese momento la puerta principal de la casa se abrió de par en par, provocando que ambas se giraran al mismo tiempo hacia esa dirección con ojos asustados, como dos niñas que acababan de ser sorprendidas en una travesura.

    —Carrie —espetó con intensidad la mujer en la puerta, mirando fijamente a la muchacha. Era una mujer alta, de complexión fuerte. Su cabello era de un tono bastante parecido al de Carrie, y lo traía peinado hacia atrás y trenzado. Sus ojos eran profundos, severos y de un azul cielo casi irreal. Usaba un vestido totalmente negro que la cubría por completo, desde el cuello hasta los tobillos.

    Matilda se sintió ligeramente intimidada por esa presencia casi etérea al pie en la puerta, que no tardó de hecho en posar sus enigmáticos ojos en ella. Su rostro era duro y frío. Sólo recordaba haber conocido a una persona anteriormente con esa intensidad, casi agresión, en su mirada… y era una persona con la que no deseaba volver a cruzarse otra vez.

    —¡Ma… ma… mamá! —Logró exclamar Carrie al fin, luego de haberse quedado unos segundos balbuceando incomprensiblemente—. ¿Qué haces aquí tan temprano…?

    La mujer ignoró su pregunta por completo. Bajó entonces los escalones de la puerta y caminó con paso firme hacia ellas. Pasó a un lado a Carrie, se paró delante de ella y encaró a Matilda de frente de forma desafiante y despectiva.

    —¿Quién es usted? —Le inquirió con severidad.

    —Mamá, ella ya… —Carrie intentó explicarle algo, con un intenso temblor en su voz. La mujer de negro, sin embargo, alzó en ese momento su mano hacia ella sin siquiera mirarla, obligándola a guardar silencio con ese solo gesto.

    Matilda se mantuvo firme ante la situación; esa mujer debía de ser Margaret White. No sabía que estaba en casa; en el rato que estuvo esperando en el auto, no la había visto entrar. No estaba precisamente en sus deseos encontrarse con ella en esos momentos, pero también era una posibilidad a la que tenía que enfrentarse.

    —Mucho gusto, señora White —musitó afable, manteniéndose en su sitio sin dar un paso adelante o atrás—. Soy la Dra. Matilda Honey…

    —¿Doctora? —Repitió Margaret, sonando como si dicha palaba le provocara escozor—. ¿Qué clase de… doctora? ¿Qué quiere aquí?

    —Soy psiquiatra. Vine a hablar con su hija…

    —¿Para qué? —Interrumpió abruptamente de nuevo.

    Matilda miró a la señora White un instante, y luego volteó a ver sobre el hombro de ella al rostro lleno de miedo de Carrie, que parecía suplicarle con la mirada que no le dijera nada. A Matilda todo ello le trajo a la mente un lejano recuerdo, de aquella noche cuando la Señorita Honey acudió a su casa y sus padres no la recibieron de forma amistosa, ni le hicieron caso a lo que ella les decía. Ahora ella estaba en una situación muy parecida. Normalmente en esos dos años le había tocado ir a sitios en dónde las personas pedían su ayuda, no tanto que tuviera prácticamente que inmiscuirse de esa forma sin ser invitada.

    Respiró hondo, se paró derecha, y miró a la señora White firmemente.

    —De seguro ya sabe lo que ocurrió hace unas semanas en los vestidores de la escuela de Carrie, ¿cierto? —Preguntó con normalidad y ella la miró fijamente inexpresiva, pero no sorprendida o confundida por sus palabras, por lo que suponía que en efecto sí lo sabía—. Hay incluso un video en internet circulando…

    —Internet —espetó Margaret White, con hastío atorado en su garganta al hablar—. Esa cosa es la ventana del Oscuro. Perversiones y pecados, todo a disposición y a la mano de cualquiera con la falta de fe, para tomarlo y alborozarse en su podredumbre. Pero el Señor es nuestra roca, y lo que ocurra fuera de nuestra casa no nos dañará, especialmente en… Internet.

    Matilda se quedó helada, sin saber con seguridad qué responder a un discurso como ese. Miró de reojo a Carrie; ésta miraba hacia el suelo en absoluto silencio.

    —Sí, claro —Murmuró despacio, haciendo un gran esfuerzo por no sonar sarcástica, aunque sentía que no lo había logrado. Carraspeó un poco para aclararse la garganta, antes de seguir hablando—. Aun así, creo que sería buena idea que su hija hablara con alguien. Esta situación puede ser muy difícil…

    Margaret White dio de pronto un fuerte paso al frente, clavó sus ojos casi desorbitados en Matila, como si estuviera a punto de lanzársele encima para ahorcarla. Comenzó entonces a gritarle desenfrenada.

    —¡Nadie aquí necesita la ayuda de charlatanes apartados de Dios!, que prometen salvar el cuerpo y la mente, a costo de sacrificar el alma inmortal. Si mi hija debe de ponerse en manos de alguien, ¡será sólo en las manos de Dios! Él es el camino verdadero, no supuestos doctores, Mensajeros del Oscuro sin siquiera saberlo.

    La miró entonces de arriba abajo desdeñosamente, como si estuviera viendo algo asqueroso. Matilda no se sentía molesta precisamente, sino más bien… perpleja. ¿Lo que decía era real? ¿De que año lejano provenía esa mujer? No perdió la calma; volvió a respirar por la nariz, conteniéndose.

    —Con todo respeto, señora, pero Carrie ya es casi una adulta. Ella tiene toda libertad de elegir lo que ella crea mejor.

    Margaret endureció su rostro y se hizo hacia atrás como si la hubiera ofendido de la peor manera en su cara. Se volteó entonces un poco hacia su hija, dejándola en el proceso de nuevo por completo en el rango de visión de Matilda. La joven alzó tímidamente la mirada hacia su madre de forma sumisa.

    —Carrie —soltó la mujer con dureza—. ¿Tienes algo que decirle a esta… Doctora?

    Carrie vaciló. Miró a su madre, miró al suelo, y luego encogidamente miró a Matilda.

    —No necesito ayuda, señorita —susurró despacio—. Sólo la de Dios.

    Matilda se sintió decepcionada, pero no sorprendida. Esa conversación corta, y casi surreal, le dio una visión bastante más amplia de con qué se estaba enfrentando.

    —Ahí lo tiene —declaró la señora White con dureza. Tomó entonces a Carrie del brazo y comenzó a jalarla hacia la casa. La chica la siguió sin mucha oposición—. Ahora váyase de mi propiedad, o llamaré a la policía.

    Matilda se quedó de pie en su sitio, mirando en silencio como entraban en la casa y luego azotaban la puerta detrás de ellas con rudeza. Se quedó unos segundos más ahí, aturdida, pero luego comenzó a caminar hacia el vehículo.

    La situación de Carrie White era mucho peor de lo que pensaba.

    — — — —​

    Matilda pasó la tarde recorriendo Chamberlain e investigando un poco más sobre Carrie y su madre. Como es común en las ciudades pequeñas, la gente tiende a ser amable con los visitantes extraños, pero no muy comunicativa en lo que respecta a los temas personales de sus vecinos. Margaret White, sin embargo, parecía tener cierta fama especial entre algunos pobladores, que no tuvieron tanto reparo como otros en expresar su opinión sobre ella. Usaron diferentes palabras, algunas más amables, otras todo lo contrario, pero la media parecía estar inclinada hacia que la consideraban una mujer demasiado excéntrica, demasiado estricta con sus creencias, incluso para los estándares de una persona fuertemente religiosa, y demasiado introvertida y solitaria. No solía convivir con casi nadie del pueblo, a excepción de las personas con quien trabajaba, y en realidad tampoco lo hacía mucho con ellos. Algunos describieron despectivamente como se la pasaba diciéndoles a todo el mundo que se irían al infierno por cualquier cosa, o por ninguna, y escuchó algunos altercados que habían sucedido, algunos incluso que se podían catalogar como violentos.

    Era todo un personaje, diciéndolo del modo amable. Era imposible no ver como su influencia había recaído sobre Carrie, creándole esa personalidad tan retraída e insegura. En cualquier adolescente eso sería una bomba de tiempo, pero Carrie no era cualquier adolescente… era algo más.

    Pasó la noche ahí mismo en Chamberlain en una pequeña posada. Se comunicó con Eleven para informarle de todo lo que había descubierto, y ésta pareció realmente desconcertada. Sin embargo, para bien o para mal seguía siendo su madre, y Carrie aún era menor de edad, y había líneas que no podían simplemente cruzar a pesar de sus habilidades. Matilda lo sabía, pero sugirió intentar hacer un último acercamiento hacia Carrie. Aunque no pudiera tratarla de forma oficial o directa sin el permiso de su madre, en unos meses cuando cumpliera los dieciocho eso ya no sería un problema. Pero era importante que la joven supiera que cuando ese momento llegara, tenía a alguien a quien acudir. Eleven accedió, aunque no sin advertirle que tuviera cuidado con lo que haría.

    En vista de que su casa era un terreno totalmente inapropiado, tuvo que optar por la segunda mejor opción: la escuela.

    Durante uno de los descansos de ese día, Carrie pasó las horas en la biblioteca, leyendo más libros sobre ese tema que tanto le ocupaba, y navegando en internet con el mismo propósito. Una vez que terminó ahí, tomó tres de los libros, los pidió prestados a la bibliotecaria, y luego se dirigió hacia el salón de su próxima clase. Cortó camino por el campo de americano, que en esos momentos se encontraba totalmente solo. Caminaba un poco apresurada, con los libros abrazados contra ella con fuerza, pues se le había hecho tarde.

    —¡Carrie! —Escuchó de pronto que alguien exclamaba fuerte detrás de ella, llamándola. Carrie se detuvo, y se volteó confundida. Caminando por el mismo camino por el que ella venía, se acercaba precisamente Matilda Honey.

    Carrie se sobresaltó.

    —¡¿Qué hace aquí?! —Exclamó casi asustada—. ¡No puede estar aquí!

    —Escucha —comenzó a decirle con tranquilidad mientras se le acercaba—, lamento haber ido a tu casa de esa forma…

    —¡Debe lamentarlo! —le reprochó Carrie molesta, y se giró entonces hacia otro lado rápidamente—. No sabe… los problemas que me causó…

    Al girarse, sus cabellos rubios le cubrieron casi todo su rostro… pero no lo suficiente. Entre todo ese mar de rizos rubios y desalineados, logró distinguir su mejilla enrojecida, y con la marca de un golpe reciente entre ésta y su sien.

    —Carrie… ¿tu madre te lastimó?

    Matilda hizo el ademán de querérsele acercar, pero Carrie rápidamente reaccionó, retrocediendo para hacer más distancia entre ambas. Esa reacción le pareció bastante usual en niños abusados que había visto en su carrera… pero esa jovencita delante de ella estaba lejos de ser una niña.

    Matilda decidió mantener su distancia y no traspasar de alguna forma su espacio e incomodarla más de lo que ya estaba.

    —Lo siento, sé que crees que me estoy entrometiendo en dónde no me quieren, pero tienes que entender que intento ayudarte. Tu situación es difícil, y tu habilidad debe ser controlada antes de que se vuelva más fuerte y difícil. Yo puedo ayudarte a…

    —No necesito su ayuda —le interrumpió tajantemente, volteándola a ver con una abrumadora agresividad en su mirada; algo que también había visto en niños abusados antes—. Sólo… déjeme en paz, por favor.

    —Carrie…

    —¡Váyase!

    Sin intención de darle más oportunidad para responder, Carrie se dio media vuelta con rapidez y comenzó a caminar apresuradamente. Su prisa era tal que sus pies le fallaron, enredándose uno con el otro y haciendo que cayera sobre sus rodillas. Instintivamente soltó los libros que traía consigo para detenerse con las manos, y estos cayeron por la tierra debajo de ella.

    Carrie no decía maldiciones en voz alta, pero en su cabeza había rebotado una con fuerza en ese momento. No sentía molestia, sino más bien vergüenza. Todo le salía mal; ahora no podía siquiera caminar sin humillarse a sí misma.

    Miró sus manos cubiertas de tierra y las sacudió con fuerza, quizás más de la necesaria, entre ellas. Extendió su mano para tomar uno de los libros, pero cuando quiso hacer lo mismo con el segundo… éste se elevó del suelo en un parpadeo.

    Carrie se paralizó al ver esto. ¿Qué estaba pasando?, ¿lo estaba haciendo ella misma?; mientras se lo cuestionaba, vio como el tercer libro también se elevaba del piso junto con el segundo. Llegó a pensar por un instante que había perdido el control, y ahora esos dichosos poderes se estaban comenzando a activar solos. Sin embargo, en ese momento ambos libros comenzaron a elevarse más, y luego pasaron por encima de su cabeza. Carrie los siguió atónita con la mirada, hasta ver como se acercaban suavemente hasta las manos extendidas de Matilda, colocándose en éstas uno sobre el otro.

    Matilda sonrió y se le acercó con los libros en sus manos. Se paró justo delante de ella y se los extendió con la intención de dárselos. Sin embargo, Carrie era incapaz de tomarlos; sólo la miraba desde abajo, con sus ojos llenos de confusión y miedo… pero también bastante admiración.

    —¿Usted… también…? —Murmuró Carrie, apenas audible.

    — — — —​

    Ya iba relativamente tarde a su clase, así que incluso era probable que ni siquiera la dejaran pasar. Pero aunque no hubiera sido así, la pequeña pero significativa demostración de Matilda fue suficiente para que Carrie aceptara hablar con ella de nuevo, ahora sin ninguna reserva. Pasaron hacia las gradas a un lado del campo para poder sentarse, estar cómodas y hablar tranquilas. Siguieron totalmente solas durante todo ese rato, por lo que todo era más que perfecto.

    Estando ahí sentadas en la sexta fila de abajo hacia arriba, Matilda comenzó a contarle más sobre quién era, y qué era en realidad la Fundación a la que representaba. Era un discurso que había compartido con varios niños antes, y que incluso se lo diría a Samara Morgan cuando se conocieran por primera vez. Carrie la escuchaba atenta, palabra por palabra.

    —¿Resplandor? —exclamó la chica rubia, un tanto intrigada por el término que Matilda acababa de usar en su relato.

    —Es el nombre que usamos internamente dentro de la Fundación —se explicó la Psiquiatra—. El término es propio de nuestra fundadora y maestra. En mi caso comenzó presentarse cuando tenía seis años… seis años y medio, de hecho. Mis padres… —El semblante de Matilda se tornó ligeramente serio en ese momento—. No eran perfecto… ni cerca. Aunque, quizás estoy siendo muy injusta con ellos. Después de todo, teníamos una casa bonita y limpia, y nunca me faltaba comida, ni ropa. No me gritaban o golpeaban, más de lo normal o necesario. De hecho, creo que la mayor parte del tiempo, preferían fingir que no existía. Aun así, lo que más me afectaba es que sencillamente no… me entendían… Ni un poquito. Pasé esos primeros años sintiéndome como una fenómeno, atrapada con gente con la que no tenía nada en común, y para los que era apenas un poco más que un estorbo.

    Suspiró despacio, se sentó derecha e intentó despejar su mente un poco antes de continuar; Carrie seguía atenta.

    —Todo mejoró cuando comencé la escuela primaria. Casi al mismo tiempo comencé a hacer esto. —Extendió en ese momento su mano hacia un lado, y de su bolso, que había colocado abajo entre sus pies, se elevó su teléfono móvil, colocándose casi por sí solo entre sus dedos. A pesar que Carrie misma había hecho cosas similares, y hasta más grandes, le parecía realmente emocionante veg a otra persona hacerlo también—. Tardé en comprenderlo, pero lo logré con un poco de práctica. No mucho después, mis padres tuvieron que huir del país por los negocios sucios de mi padre. Yo me quedé en mi ciudad natal, y fui adoptada por la que era en aquel entonces mi maestra de escuela, la mujer más dulce, encantadora y excepcional con la que haya tenido la suerte de cruzarme. Mi vida fue mucho más feliz desde entonces, y también me dio la posibilidad de desarrollar más mis habilidades. Conforme crecía, se volvieron más y más y fuertes. Yo estaba encantada con eso… —de nuevo, una marcada seriedad se asomó en su semblante—. Hasta que cumplí los trece años, me parece. Estaba en mi último año de preparatoria…

    —Espere… ¿A los trece? —cuestionó Carrie, creyendo que quizás había sido algún tipo de error. Pero no había sido así. Matilda le sonrió divertida, y se acomodó su cabello, ya un poco desacomodado por el viento que soplaba ocasionalmente.

    —Me salté algunos años —Le respondió con naturalidad—. El caso es que en ese momento, fue como si mis habilidades hubieran dado un salto exponencial de la noche a la mañana. Comenzaron a dispararse sin control, y mientras más asustada o preocupada me ponía, peor era. Era como una destructiva bomba de tiempo ambulante.

    —¿Eso me pude pasar a mí? —inquirió Carrie con interés, aunque no sonaba precisamente muy preocupada por ello.

    —Es probable, pero no te asustes. Cuando a mí me ocurrió, mi madre, es decir mi madre adoptiva, buscó a alguien que pudiera ayudarme. Y ahí fue cuando conocí a Eleven.

    —¿Eleven? ¿Cómo el nombre de la fundación?

    Matilda rio un poco.

    —Obviamente no es su verdadero nombre, pero es como le gusta que todos le llamemos. Ella me enseñó a controlarme, a mantener mis habilidades calmadas, y despertarlas sólo cuando era necesario. A ella no le agrada que le digan así, pero fue como mi maestra en aquel entonces. Como mi Yoda o mi Obi-Wan.

    Carrie la miró en ese momento fijamente, sin entender.

    —¿De Star Wars? —Añadió Matilda, intentando aclarar su referencia, pero Carrie siguió mirándola de la misma forma—. No importa. Lo que trato de decir es que, quizás no pasé por una situación exactamente como la tuya, pero yo sé lo que es tener de repente estas habilidades, y sentir la emoción, la alegría, pero también el miedo y la confusión. Eleven me ayudó mucho a entender lo que me ocurría y cómo controlarlo, y yo puedo hacer lo mismo por ti, Carrie. He ayudado a otros cómo tú antes, y… siento algo especial en ti. El que tu habilidad se haya manifestado a una edad ya más adulta, podría parecer una desventaja, pero podría ser a la vez todo lo contrario con el debido encaminamiento; especialmente si tienes a alguien que pueda enseñarte y guiarte… Si así lo deseas, claro.

    La chica rubia bajo su mirada, algo cohibida y pensativa. Sus cabellos rizados caían sobre su rostro, casi ocultándolo por completo en esa maleja rubia y rojiza, y sus dedos se entrelazaban y movían nerviosos sobre la falda de su vestido.

    —Eso me encantaría, no sabe qué tanto —murmuró despacio, con un pequeño vestigio de sonrisa en sus labios—. Pero… No tengo mucho dinero, y mi madre tampoco. Y aunque ella lo tuviera, jamás me apoyaría en algo como esto. Ya la conoció, ella no tomaría bien esto si se enterara.

    —No hago esto por Dinero, Carrie —le informó Matilda con delicadeza, pero eso no provocó que la chica alzara de su nuevo su rostro.

    Matilda guardó silencio, analizando las posibilidades posibles. Contar con su madre realmente parecía ser una causa perdida. Sin embargo, dentro de poco cumpliría los dieciocho años, y en ese momento ya lo que su madre quisiera o no quisiera, sólo llegaba hasta el límite que Carrie permitiera tolerar. Pero si se atrevía, las maneras de ayudarla se ampliaban significativamente.

    —Dime una cosa, ¿qué harás una vez que te gradúes? —le preguntó con curiosidad—. ¿Ya has pensado en alguna universidad?

    Carrie rio un poco, irónica.

    —No, realmente no —murmuró con voz apagada—. La universidad es para las personas que tienen las calificaciones, el dinero, o el apoyo suficiente de sus padres… Y yo no tengo ninguna de las tres cosas. —Se encogió entonces de hombros, y le sonrió un poco forzada—. Pensaba quedarme aquí, quizás trabajar con mi madre, o en otra cosa. No hay muchas otras opciones para mí, en realidad.

    —Quizás haya más de las que crees —señaló Matilda con algo de intriga—. ¿No te gustaría trabajar conmigo en mi consultorio?

    Carrie la miró fijamente, totalmente atónita.

    —Como mi asistente y recepcionista —añadió la castaña—. Te pagaría por tu ayuda, obviamente; te enseñaría a usar tus habilidades, y quizás puedas estudiar algo más que te interese entre ello, y quizás a la larga aplicar para una beca de la Fundación, si te esfuerzas lo suficiente.

    Carrie no podía salir de su asombro y confusión. Sus labios se separaron un poco con la intención de decir algo, pero por unos segundos ningún sonido surgió de ella. Era como si le resultara difícil procesar las palabras adecuadas.

    —¿Quiere contratarme como su asistente? —Murmuró, incrédula—. Pero… ¿por qué querría hacer eso? No soy buena para casi nada, ni siquiera sé usar bien una computadora. Sería más un estorbo que una ayuda…

    —Yo creo que eres mucho más inteligente y brillante de lo que crees, Carrie. Los que resplandecemos solemos serlo; y no lo digo por egocentrismo. —Se inclinó ligeramente hacia ella, sin invadir demasiado su espacio personal, sólo lo suficiente para poder verla de frente a los ojos—. Pero piensa en esto, nunca habías usado una computadora, o dejado tu ciudad. Pero cuando te lo propusiste, fuiste capaz de encontrarme y llegar hasta mí. ¿No has pensado en qué otras cosas serías capaz de hacer si igualmente te lo propusieras?

    Carrie desvió su mirada, como si los ojos de Matilda la intimidaran de alguna forma. Miró entonces hacia sus pies, algo pensativa y dudosa.

    —Escucha —prosiguió Matilda con tono más serio—, sé que soy una completa extraña, que quizás ya ha cruzado bastante la línea profesional con todo esto; tienes todo el derecho de desconfiar de mí. Pero, si puedo ser honesta contigo, en verdad creo que eres una persona muy especial, Carrie… aunque tengas en estos momentos a una madre y unos compañeros que no lo sepan apreciar —Carrie alzó ligeramente su rostro hacia ella en esos momentos, y Matilda aprovechó para sonreírle con toda la gentileza que era posible, así como la Jennifer Honey le sonreía a aquella pequeña de seis años hace ya mucho tiempo atrás—. Pero un día, todo será diferente…

    Carrie, quizás inconscientemente, le regresó la sonrisa, así como Matilda misma de seguro lo hizo hacia su algo ingenua maestra de primaria.

    —Se le agradezco, Dra. Honey —le respondió la joven, aún algo encogida—. Pero no creo poder dejar a mi madre e irme a Boston. No sería… lo correcto.

    —Sé que de momento lo parece así. Pero tarde o temprano, tendrás que tomar tus propias decisiones, y decidir tu propio camino. Aunque para ello tengas que ir contra los deseos de tu madre. Dentro de algunos meses cumplirás la mayoría de edad. Cuando ese momento llegue, serás libre legalmente de tomar el camino que mejor te plazca.

    Claro, lo decía fácil, pero no era tan sencillo como ello. Había adultos de mucha mayor edad que aún no podían desprenderse por completo de sus padres, son más razón los más pequeños, e incluso los chicos ya cerca de la mayoría de edad. Y especialmente si tenían una madre como Margaret White.

    De cualquier forma, Matilda estaba convencida de que le había dado bastante en qué pensar por ahora, y ya no debía agobiarla más. Miró su teléfono, que en ese momento seguía en sus manos tras haberlo sacado de su bolso con sus poderes, y prendió un segundo la pantalla para poder ver la hora.

    —Creo que tengo que irme —le indicó de pronto, parándose de la grada y colocándose su bolso al hombro.

    Carrie le miró desde su asiento, casi preocupada.

    —¿Ya?

    —Sí, debo volver a Boston antes de que se haga más tarde. ¿Por qué no me das tu número celular o correo? Así podremos comunicarnos más fácil, y sin molestar a tu madre.

    —Yo… no tengo teléfono celular… o correo… —le respondió tímidamente.

    —Claro, me lo suponía.

    Matilda revisó de nuevo en el interior de su bolso, y sacó unos instantes después otro teléfono celular, aunque éste se veía más pequeño y viejo que el que usaba regularmente, y se lo extendió a la joven delante de ella.

    —Ten, es tuyo.

    —¿Qué? —Exclamó Carrie casi asustada al ver el dispositivo delante de ella—. No, no, no puedo…

    —Claro que puedes, es mi teléfono de emergencia. Es algo viejo, pero funciona. Ya tiene mi número guardado y todo.

    Carre miró con aprensión el teléfono, y lentamente alzó sus manos hacia él, sujetándolo entre sus dedos como si fuera la pieza de artesanía más delicada del mundo. Lo sostuvo frente a su rostro, y se contempló a sí misma reflejada en la superficie oscura de la pantalla apagada, como si fuera un espejo hecho de vidrio negro.

    —Si ocupas cualquier cosa, sólo envíame un mensaje —le indicó la castaña, haciéndola salir de su fascinación—. Y por cierto, puedes llamarme simplemente Matilda. ¿De acuerdo?

    Antes de que Carrie respondiera, comenzó a caminar hacia las escaleras y luego a bajarlas con cuidado. Carrie la siguió con su mirada.

    —Espero nos podamos ver pronto, y que no sea hasta tu próximo cumpleaños. Piensa en mi propuesta, sin presiones.

    —Sí, lo haré —exclamó Carrie con ligera fuerza, esperando que la pudiera escuchar.

    Siguió mirando como bajaba hasta llegar de nuevo al campo. Una vez ahí, Matilda se giró hacia ella y se despidió con un casual movimiento de manos, que Carrie respondió, aunque no tan efusivamente. Matilda inmediatamente después emprendió camino hacia el edificio principal. Cuando ya no estuvo en el rango de visión de Carrie, ésta se quedó contemplando en silencio el teléfono entre sus dedos. Se quedaría varios minutos ahí, casi media hora, pensando en todo lo que aquella plática significaba, o podría significar.

    Tuvo inevitablemente que ponerse de pie y emprender la marcha para no faltar a otra clase más. Aunque, ya en esos momentos, poco le importaban realmente las clases.

    ****​

    Cuatro años más tarde, en el patio del Hospital Psiquiátrico Eola, Matilda recodaría perfectamente todas esas pocas, aunque muy significativas, conversaciones que tuvo con aquella chica. Recordaría su rostro, recordaría su voz, recordaría sus ojos temblorosos, y su sonrisa tímida. Pero sobre todo, recordaría su horrible imagen final, que se quedaría tatuada para siempre en su memoria desde aquella espantosa noche del 27 mayo…

    En ese momento, el teléfono que sujetaba entre sus manos comenzó a temblar y luego a sonar con significativa fuerza, pues lo tenía sujeto muy cerca de su rostro. Esto la alarmó, al inicio por la forma tan repentina y drástica en la que había roto el absoluto silencio en el que se había cernido, y luego por el hecho de que se suponía que dicho teléfono ni siquiera debería de poderse encender. ¿No estaba tan averiado como realmente creía, acaso? Como fuera, no se lo cuestionaría mucho en ese momento.

    Echó un vistazo en la pantalla, y aunque ésta parecía sí estar un poco afectada pues se veía algo difusa, sí logró ver el nombre de la persona que llamaba: Jane Wheeler, como si fuera algún tipo de broma cruel del destino… o de seguro se trataba de algo bastante diferente al destino. Debatió consigo misma unos instantes entre responder o no, pero al final la respuesta le pareció más que obvia; sin importar qué, realmente necesitaba hablar con Eleven en esos momentos, y quizás por eso mismo le estaba llamando.

    Aceptó la llamada y colocó el teléfono a un lado de su oreja derecha, mientras con la mano contraria se agarraba un poco su adolorida cabeza.

    —¿Ahora arreglas teléfonos a distancia? —murmuró en un tono demasiado serio para ser de broma.

    —Estabas pensando en Carrie, ¿cierto? —Le cuestionó sin muchos rodeos la voz de su mentora al otro lado de la línea—. Cole no debió haberte dicho eso; entiendo lo que quería hacer, pero no debió haberlo hecho de esa forma. Lo lamento.

    Matilda rio un poco por dentro. Ya a esas alturas, nadie se cuestionaba como Eleven sabía algo; siempre uno tenía que dar por hecho que ella podría estar viéndolo en ese mismo momento, lo cual podría ser un poco aterrador a veces.

    —¿Estás bien? —Le preguntó Eleven con tono tranquilo. Matilda suspiró, e inclinó el cuerpo hacia adelante, casi como si quisiera ocultar su cabeza entre sus muslos.

    —No… no estoy bien —le respondió con voz pesada—. Su madre y sus compañeros hicieron la vida de esa chica un infierno. Pero yo… yo le hice algo mucho peor, algo mucho más cruel…

    Hubo un segundo de silencio, y luego Eleven se encargó de terminar su afirmación:

    —Le diste esperanza.

    Esperanza, eso que lograba mover a tantos, pero al final podía también hacer caer tan duro a otros. Matilda respiró con profundidad y se permitió cerrar ligeramente sus ojos, reflexiva.

    —Y ahora lo estoy haciendo de nuevo con Samara…

    FIN DEL CAPÍTULO 25

    NOTAS DEL AUTOR:

    —Al igual que con Carrie, la representación de Margaret White estará mayormente basada en la versión de la película de Carrie del 2013, con algunos aspectos de la novela original de Stephen King.

    —De momento la historia de Carrie y Matilda se quedará hasta aquí para retomar en el siguiente capítulo la trama del presente. Pero descuiden, se irá revelando todo lo demás que ocurrió en aquel entonces conforme la historia progrese, en capítulos posteriores.
     
  6.  
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    Resplandor entre Tinieblas
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    Género:
    Misterio/Suspenso
    Total de capítulos:
    159
     
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    5253
    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 26.
    Plan de Acción

    —No sirvo para ser psiquiatra —masculló Matilda como un lamento al teléfono, mientras pasaba sus dedos por su cabello de forma nerviosa; Eleven la escuchaba atenta en la línea—. Podre tener la inteligencia, la memoria y los conocimientos… pero no tengo esa frialdad emocional que se necesita para no tomarse de manera personal cada caso. Me digo a mí misma que no debo hacerlo, pero simplemente…

    Matilda respiró lento, intentando tranquilizarse. No era el tipo de personas que perdía la compostura con frecuencia, y ese acto violento en la cafetería ya se había sido suficiente hacia ese terreno.

    Luego de un pequeño tramo de silencio, escuchó de nuevo la voz de Eleven resonar por la bocina de su teléfono. Ella sonaba mucho más calmada y serena; siempre era tan inalterable, al menos desde su punto de vista.

    —Cuando me dijiste por primera vez que querías ayudar activamente en la Fundación, yo no deseaba una psiquiatra, sino a ti, Matilda. Esa falta de frialdad emocional que describes, es justo por lo que siempre serás la mejor para tenderles la mano a estos niños. No has hecho nada incorrecto, ni con Carrie, ni con Samara, ni con ningún otro. Las cosas a veces simplemente no pasan como deseamos, y no es nuestra culpa.

    Matilda suspiró pesadamente. Se sentó derecha en la banca, y pasó los dedos de su mano libre por la comisura de sus ojos. No había rastros tangibles de lágrimas, a pesar de que las había sentido en un determinado momento.

    —Gracias por eso —musitó despacio—. Y gracias también por salvarme la vida en ese hospital. Fuiste tú, ¿cierto?

    La pregunta era una simple formalidad, pues estaba segura de que había sido ella; aún en medio de toda esa confusión y miedo, lo pudo sentir.

    —No quiero que pienses que te estaba espiando —respondió Jane con tono relajado.

    —Aunque lo hubieras estado haciendo… gracias —susurró Matilda despacio, sintiéndose realmente honesta, sobre todo en ese pequeño “gracias” al final.

    A kilómetros de ahí, Eleven igualmente hacía su propio esfuerzo por mantenerse calmada ante el recordatorio de su exitoso “rescate”, que sólo ella y Mike sabían de momento no había sido de hecho tan exitoso.

    —No me gusta que estemos peleadas, Matilda Linda —susurró, procurando sonar lo más casual posible—. Especialmente por un simple malentendido.

    —No estoy peleada contigo, sólo… —Matilda caviló unos instantes qué responder, pero no fue capaz de hilar las frases de manera coherente. Se tomó un momento para contemplar el cielo sobre ella, que ya era más oscuro que rojizo para esos momentos; incluso ya se podían apreciar las estrellas más brillantes—. Dicen que la genialidad inevitablemente siempre vendrá acompañada de su dosis de egocentrismo y orgullo propio. Yo siempre pensé que era la excepción a ello, hasta que lentamente se hizo una realidad sin que me diera cuenta siquiera. —Una pequeña risilla irónica se escapó de sus labios—. Empezando por el hecho de que me acabo de llamar “genio” a mí misma, ¿cierto?

    Eleven igualmente rio un poco, aunque recuperó rápidamente su postura más seria.

    —Nunca fue mi intención atacar tu orgullo, si a eso te refieres —le indicó con solemnidad—. Cómo dije hace un momento, a veces las cosas no pasan como deseamos, o sencillamente nos sobrepasan. Y cuando esos momentos llegan, no hay nada de malo en recibir ayuda de alguien más.

    —Sí, mi madre me dijo algo parecido en una ocasión —señaló pensativa, haciendo memoria de aquello de lo que estaban hablando aquella tarde, justo antes de que viera por primera vez a Carrie White…

    No, no podía seguir permitiendo que su mente divagara en esa dirección y se perdiera de nuevo en ello. Carrie White era parte del pasado, lo importante era el lugar y situación en el que se encontraba en ese preciso momento.

    —Lo entiendo, y me disculpo por mi actitud infantil, Eleven —declaró con firmeza—. Entiendo que quieras asegurarte en hacer lo mejor para Samara al igual que yo. Pero… ¿enserio? —El escepticismo en la voz de Matilda se volvió bastante marcado por unos instantes—. ¿Demonios y fantasmas? ¿En verdad crees en todo eso? ¿O crees que algo de eso realmente tiene que ver con lo que le ocurre a Samara?

    Matilda la pudo escuchar suspirar profundamente al otro lado de la línea. En su primera video llamada, le había dicho que no era un tema apropiado para hablar por ese tipo de medios; sin embargo, evidentemente ya no le quedaba de otra, dadas las circunstancias.

    —Escucha —dijo Eleven con un voz suave y calmada, aunque un poco fría—, tú conoces mi historia, sobre cómo nací y cómo fui criada y entrenada desde niña para usar mis poderes, ¿correcto?

    —Sí —respondió Matilda, un tanto insegura.

    —Pues bueno, hay una parte de esa historia que no conoces, o no del todo. Cole llama a estos seres como demonios y fantasmas porque su creencia y su crianza así hicieron que los identificara. Si no te sientes cómoda con esos términos, no tienes que usarlos. Pero hay algo que yo te puedo asegurar, con completa convicción y conocimiento, y es que sí existen otros mundos; mundos diferentes, y a la vez muy parecidos, a éste en el que vivimos. Decenas, quizás cientos. Y en estos mundos habitan criaturas muy diferentes a cualquier otra persona, planta o animal que hayas conocido. La mayoría de las veces están muy, muy apartados de nosotros, y no tienen interacción alguna con nuestro mundo. Pero en otras, son capaces de entrar y crear desastres como no puedes imaginarte. Y la influencia y el daño que pueden causar a las personas, es imposible de dimensionar.

    Matilda escuchaba todo con mucha, mucha atención. La manera tan calmada y segura en la que decía todo eso, la tenía más que intrigada. No había en su tono o palabras algo que se abriera a la posibilidad de que estuviera bromeando, o que estuviera intentando decir otra cosa diferente a lo literal.

    —¿Son fantasmas o demonios?, quien sabe —prosiguió Eleven—. Yo sólo los conozco con un nombre: monstruos, monstruos bastante reales, y que he tenido que enfrentar desde que era una niña. Yo poseo una sensibilidad especial a este tipo de criaturas, y mi habilidad de poder ver y sentir lo que ocurre en otras partes, puede también en ocasiones atravesar a estos otros mundos sin que yo lo quiera, y crear un nexo entre ambas realidades. Hay otros con esta misma sensibilidad como la mía… pero la de Cole es excepcional —eso último lo había señalado recalcadamente—. La manera en la que él pude conectar, percibir, e incluso controlar estas energías y planos, es increíble. Es la mejor ayuda que puedes tener para este tipo de fenómenos, incluso mejor que la mía.

    La cabeza de Matilda daba vueltas, pero se las arreglaba para ir acomodando cada dato de información como los libros de un estante, identificando qué de todo ello era lo más importante para colocarlo justo a la altura de su rostro y así poder leer mejor su título. Pero, ¿qué era lo importante con esa conversación?, ¿en qué debería de enfocarse? ¿En los otros mundos, sus monstruos o que el tal Cole Sear al parecer era un experto certificado en todo ello por la misma Eleven? Ni siquiera era capaz de aceptar del todo que eso era real.

    —¿Por qué nunca había oído hablar sobre eso? —Cuestionó Matilda, un poco a la defensiva.

    —Creo que Cole se los dijo hace un rato, ¿no es cierto? —señaló Eleven—. No son temas que cualquiera pueda manejar. Saber que hay personas con habilidades que pueden ser mal usadas y causar un gran daño, es ya bastante aterrador. Saber que además existen criaturas sin la menor pizca de moralidad o escrúpulos que pueden hacer las mismas cosas, o incluso peores… bueno, es un tema que prefiero manejarlo de forma más discreta. Espero me comprendas.

    Claro, la clásica táctica de ocultarles información a las personas que no son capaces de comprenderla, para evitar su pánico y confusión. Estaba confundida, pero aún no en pánico.

    —No puedo decir que entiendo, o siquiera creo, en todo lo que me dices —declaró Matilda tajantemente—. Pero, supongamos por un momento que es así… ¿Qué viste en este caso que te hizo pensar que podría haber algo como eso involucrado? La habilidad de Samara es extraña, pero no lo suficiente para considerarla “demoníaca”. ¿Qué viste que yo no?

    —Te lo dije antes, ¿recuerdas? No es lo que vi, sino lo que no vi. —Esa frase tan enigmática de nuevo no hizo mucho efecto en alivianar el estado de ánimo de la castaña—. Hay algo en esta niña que le hace falta, Matilda. Algo que perdió, o que quizás nunca tuvo. No sé decirte con seguridad qué es, pero me causa una sensación bastante incómoda, que sólo puedo comparar a la que he sentido al tener de frente a una de estas criaturas de las que te hablo.

    —¿Crees acaso que está poseída por uno de esos monstruos o algo así? —Ironizó Matilda.

    —No sería tan raro, lo he visto antes; incluso un muy buen amigo nuestro sufrió por ello cuando éramos niños.

    —¿Hablas enserio? —Inquirió Matilda, incrédula.

    —Claro que sí. Pero no sé si se trate de eso. Por eso quiero que dejes que Cole la revise y pueda determinar mejor qué es lo que sucede, si aceptas ahora sí trabajar con él.

    Matilda guardó silencio, un pequeño silencio reflexivo.

    —Supongo que mi disculpa anterior carecería de sentido si me niego —respondió tras esos segundos de cavilación, aunque no sonaba precisamente convencida—. ¿Qué haremos a continuación, entonces?

    —Eso lo discutiremos en un segundo, cuando Cole y Cody estén ahí contigo.

    Matilda tuvo el impulso inconsciente de cuestionarle a qué se refería, pero unos segundos después se daría cuenta de lo necio que resultaría eso. Las puertas que daban al patio se abrieron, y los pasos de dos personas se hicieron notar entre toda la calma. Matilda se giró sobre su hombro, y ahí los vio acercarse a ambos: Cody del lado derecho, Cole del izquierdo, y éste último sujetando otro vaso con café en él.

    La psiquiatra se mantuvo apacible en la banca mientras se le acercaban.

    —Vengo en son de paz —declaró Cole fervientemente, alzando sus manos en señal de rendición de una forma un tanto cómica—. ¿Café?

    Le extendió en ese momento el café que traía en su mano. Matilda sólo lo miró unos segundos con expresión neutral.

    —No gracias.

    —Vamos, es la única de los tres que puede beber esta cosa —señaló el Detective con tono burlón. No del todo convencida, pero sí resignada, extendió su mano y tomó el vaso de café con su mano libre; sólo para tenerlo cerca.

    —Eleven nos llamó y dijo que te viniéramos a buscar aquí —indicó Cody a continuación.

    —Sí, lo supuse —les respondió no del todo animada.

    —¿No tienes algo que decir, Matilda? —Escuchó en ese momento que Eleven murmuraba en el teléfono, aún pegado contra su oreja.

    Matilda respiró lentamente, y cerró sus ojos unos segundo intentando mentalizarse. Apartó el teléfono de su oído un poco y miró a Cole, aunque no directamente.

    —Lo siento —masculló con gran esfuerzo, como si se estuviera arrancando algo doloroso incrustado en la piel—. Mi reacción fue exagerada e infantil.

    —Descuide, Doctora —le respondió Cole con una sonrisa casual, sin darle aparentemente mucha importancia al tono casi forzado de su disculpa—. La mía no se quedó atrás. Y, si le soy sincero, muchas veces la mejor forma de empezar una buena amistad es con un buen golpe, aunque sea psíquico. —Extendió su mano hacia ella de nuevo en forma de saludo, similar a como lo había hecho unas horas atrás en aquella cafetería de Portland—. ¿Amigos?

    Matilda contempló su mano en silencio por un rato, y por un segundo Cody, y el propio Cole, pensaron que de nuevo rechazaría el tomársela. Para su sorpresa, luego de unos momentos pasó su teléfono de su mano derecha a la izquierda y estrechó la mano que le ofrecían, aunque no muy efusivamente.

    —Colegas, mejor dicho —aclaró con voz enturbiada. Cole, por su lado, se encogió de hombros con conformidad.

    —Es un progreso.

    —Lo mismo digo —añadió Cody con alivio.

    —Bien hecho, Matilda —felicitó la voz de Eleven en el teléfono, un segundo después de que se soltaran las manos—. Ahora, ponme en altavoz.

    Matilda obedeció y de inmediato encendió el altavoz del teléfono y lo colocó acostado frente a ella. Cody y Cole rodearon la banca y se colocaron de pie frente a ella para poder escuchar mejor, y que Eleven también los oyera a ellos.

    —Han tenido un día muy pesado, muchachos —comenzó a murmurar la voz de su mentora en el teléfono—, y lo que menos quiero es entretenerlos y que no descansen lo que se merecen.

    —Descuida, Eleven —comentó Cody con entusiasmo en su voz, posiblemente por el hecho de escuchar de nuevo a Eleven luego de un largo tiempo—. Y gracias por sacarnos de ese problema con la policía.

    —Era lo menos que podía hacer. Y yo debo agradecerte a ti por todo tu apoyo, Cody, pese a que nada de esto hubiera sido un caso que la Fundación te solicitara directamente.

    Cody rio un poco y sus mejillas se ruborizaron, aunque apenas y esto era apreciable por la poca luz que los iluminaba en esos momentos.

    —Yo estoy siempre dispuesto a ayudar en lo que pueda —declaró el profesor con tono firme.

    —Yo sé que sí, muchacho. Pero bueno, es hora de marcar nuestro plan de acción —el tono de Eleven cambió drásticamente de jovial y despreocupado, a uno mucho más serio—. Tenemos varios puntos que tratar, y el primero es Lily Sullivan.

    Matilda cerró por reflejo los ojos, y puso una mueca similar a como si le hubiera venido de pronto una pequeña punzada estomacal. Pudo ver de inmediato que el momento de los abrazos, los besos y los “todos nos queremos” había pasado, y era el turno de los regaños; de hecho ese tono en la voz de Eleven, era claramente su voz de regaño, por qué en efecto, tenía una… y bastante aterradora.

    Eleven prosiguió.

    —Si Lucy no me hubiera informado de tu repentina petición de información, Matilda, jamás me hubiera enterado de este caso nuevo, del cuál no se me solicitó evaluación previa para determinar si debíamos intervenir en él o no.

    —Fue algo repentino y de último momento, y decidí actuar rápido —se intentó justificar la psiquiatra, ligeramente a la defensiva—. Además, no tenía intención de que esto fuera un caso tratado por la Fundación…

    Eleven le interrumpió abruptamente con autoridad:

    —Pues se volvió uno en el momento en el que involucraste a Cody y a Lucy, y en el que se presentaron como tal ante esas personas.

    Matilda y Cody se miraron el uno al otro como si hubieran sido los cómplices de una travesura, y los acabaran de sorprender en el acto.

    —Yo fui quien decidió hacer eso, Eleven —se apresuró Cody a aclarar—. Matilda no tuvo que ver…

    —No, no me defiendas, Cody —intervino Matilda, solemne—. Eleven tiene razón. Lo siento de nuevo; deje que mi… orgullo lastimado no me permitiera reaccionar como era debido.

    —¿También eso fue por mí, entonces? —Comentó Cole con ironía, ganándose una mirada nada agradable por parte de la castaña.

    —Tu intención fue la correcta, Matilda —señaló Eleven—. En vista de la información que Lucy te consiguió, hay bastante para suponer que esta niña no sólo tiene el Resplandor, sino que ha hecho un mal uso de él desde temprana edad.

    —Pero no pudimos verificarlo con seguridad, pues ni siquiera pudimos ver a la niña antes de lo ocurrido —concluyó Cody, encogiéndose de hombros.

    —Lo que me lleva a segundo punto. El secuestro de esta niña y nuestra presencia en ese sitio, fueron hechos que ocurrieron por mero azar. Sin embargo, lo que menos nos conviene es que nos sigan ligando directamente con este hecho. Para bien o para mal, esto llamará bastante la atención y muy probablemente no de la que nos gustaría. —Hubo una pequeña, pero profunda, pausa reflexiva al otro lado de la línea—. Además de que es evidente que su secuestradora tenía un… aliado bastante peligroso cuidándola.

    La respiración de Matilda se cortó un poco, pero en esa ocasión su reacción fue un tanto más diluida que las anteriores. Evidentemente su mente comenzaba a digerir lo sucedido poco a poco

    —Así que —Eleven concluyó—, si alguno pensaba involucrarse de manera activa en la búsqueda, le pediré que desista de ello y se lo dejen a las autoridades.

    —Con todo respeto —comentó Cole de pronto, dando un paso al frente—, pero la policía convencional quizás pueda seguirle la pista a la tal Leena Klammer, pero ese otro individuo del que hablan creo que será otra historia.

    —Si obtenemos una foto de Lily Sullivan, alguno de los rastreadores podría saber en dónde está —propuso Cody a continuación—, y le podríamos pasar el dato a la policía…

    —No lo recomiendo —sentenció Matilda con frialdad, un segundo antes de que la propia Eleven lo hiciera—. Yo toqué una foto de ella anoche, y… fue algo que no le recomendaría hacer a nadie, especialmente a alguien con una sensibilidad mayor a la mía como Lucy o los otros rastreadores. Sin mencionar a ese otro individuo…

    Era una preocupación que compartían tanto Matilda como Eleven. Se volvió muy obvio en ese momento que ninguna protección mental bastaría para protegerse de ese sujeto, quien quiera que fuera. Si cualquiera de los miembros de la Fundación hacia el intento de rastrearlo por ese medio, aquello sólo podía terminar en un desastroso resultado.

    “Cuando miras al abismo, éste te mira de regreso”; nunca esa frase había tenido tanto sentido, incluso casi literal, como en ese momento.

    —Pero no podemos simplemente dejar esto así como así —comentó Matilda con más seguridad—. Si hay alguien tan poderoso allá afuera secuestrando niños que resplandecen, no podemos ocultarnos bajo la mesa.

    —No es tu caso, Matilda —enunció Eleven con voz seca—. Tú estás ahí en Oregón por la niña Morgan, ¿lo olvidas?

    Matilda guardó silencio, pues no tenía realmente algo con que objetarlo. Era cierto, Samara era quien la había llevado a ese sitio; no Lily Sullivan, no Doug Ames, y definitivamente no Leena Klammer. Ese mismo día, por haberse ido e ignorado sus obligaciones con Samara, algo horrible había ocurrido, algo con lo que tendría que lidiar a partir del día siguiente.

    —Yo me encargaré de intentar dar con la identidad de este individuo —informó Eleven—, sin exponer a nadie más a él de manera deliberada, obvio. Pero ustedes deben tener cuidado; especialmente tú, Matilda, pues te vio y es probable que ya sepa quién eres. ¿Hay algo que puedas decirme de él que nos facilite descubrirlo?

    Matilda se inclinó al frente, sin soltar su teléfono en altavoz, y miró pensativa al suelo mientras buscaba como responder a esa pregunta.

    —No sé si lo que vi era real siquiera… pero me pareció que era un chico, joven, de diecisiete o dieciocho, de ojos azules y cabello negro. Era apuesto, pero… abrumadoramente aterrador. ¿Tú no pudiste ver algo más de él?

    De nuevo, un silencio… corto, pero bastante denso.

    —No, me temo que no —les respondió tras un rato con voz neutra—. Me mencionó un nombre: Abra; me pareció que creyó que era esa persona, por lo que quizás sea alguien que también resplandece. ¿A alguien le resulta familiar?

    Los tres se miraron entre ellos, ninguno con alguna idea que proponer.

    —No, no lo creo —respondió Cole, exteriorizando el pensamiento de los otros dos.

    —No importa. Veré qué podemos hacer al respecto, pero de momento es mejor no involucrarnos más con todo eso. Matilda y Cole, deben dejar a un lado sus diferencias iniciales y concentrarse en el caso de Samara Morgan.

    —Yo estoy más que dispuesto a hacerlo —señaló Cole con tono burlón, mirando entonces de reojo a Matilda—, si la Dra. Honey acepta mi ayuda.

    Matilda lo miró de reojo también, inexpresiva.

    —Será algo interesante de ver —murmuró la psiquiatra, no precisamente muy emocionada con la idea.

    —Yo también deseo hablar un día con ella como habíamos quedado —intervino Cody en la conversación—. Quiero… saber un poco más sobre lo que puede hacer.

    Y era cierto, sobre todo luego de lo que había visto en esa habitación, y tras todo lo que Cole les había dicho sobre fantasmas y demonio, todo un mundo nuevo sobre el Resplandor que él ignoraba por completo. Esa niña era un misterio, sin duda… un misterio que lo aterraba, pero al mismo tiempo fascinaba un poco.

    —Pero ya falté un día a clases, así que tendría que ser hasta el sábado, si acaso.

    —Lo arreglaré —asintió Matilda—. Gracias, Cody.

    —Bien, me agrada cuando todos se llevan bien —comentó un poco risueña Eleven al teléfono—. Dicho esto, creo que sería todo de mi parte. Pero antes de despedirnos… Cole, ¿puedo hablar un minuto contigo a solas?

    Las miradas de Matilda y Cody se clavó instintivamente en Cole, quien parecía igual de confundido que ambos sobre esa petición tan repentina.

    —Descuiden —ironizó el policía —, de seguro sólo me quiere regañar por lo de hace un momento. ¿Me permite?

    Matilda, un poco de mala gana, extendió su teléfono hacia él, resignada.

    —No sé qué tanta vida le quede en realidad.

    Cole tomó el teléfono entre sus dedos, le quito el altavoz y se alejó unos cuantos pasos de ellos con el teléfono en su oído; “puedo hablar contigo a solas” definitivamente era una forma amistosa de decir que quería decirle algo que los demás no necesitaban, o no debían escuchar. Eso no hacía muchas maravillas en aliviar esa sensación de exclusión que tan agobiaba a Matilda, pero que había prometido manejar mejor.

    —¿Ya te encuentras mejor? —Le preguntó Cody, aprovechando que ya estaban un poco más solos.

    Matilda suspiró.

    —Más tranquila, sí. ¿Mejor?, eso es relativo.

    Ambos miraron en silencio a Cole hablando lo suficientemente alejado como para que ninguno lo escuchara con claridad. Al menos ninguno de ellos podía leer la mente, así que realmente podían tener privacidad en una situación así.

    —No me vas a regañar de verdad, ¿o sí? —Bromeó Cole una vez que ya estuvo en la posición correcta.

    —Debería hacerlo —respondió Eleven con voz gélida—. ¿Sabías lo que causarías si mencionabas a Carrie White?

    —No del todo. Sólo pensé que si tenía cosas dentro, era mejor que las sacara todas de una vez.

    —¿Ahora tú eres el psiquiatra? —Su tono era claramente de reproche, aunque casi de inmediato le siguió una pequeña risa burlona—. Te lo dije, ¿no es cierto? Nunca has conocido a alguien como ella antes.

    —Definitivamente no. —Se giró ligeramente para ver sobre su hombro a sus dos acompañantes, aunque más concretamente a la mujer sentada en la banca—. Es aún más impresionante de lo que tú y los demás me comentaron. Y también más hermosa…

    —No te sugiero ir por ese camino —sentenció Eleven con algo de dureza.

    —Hey, no estoy insinuando nada, sólo comento una verdad muy evidente. Además, es obvio que no somos nada compatibles, ¿cierto?

    Eleven sólo respondió a su pregunta con un largo suspiro que dejó abierto a su interpretación.

    —Pero no era de eso de lo que quería hablarte —aclaró—. Es sobre el individuo que atacó a Matilda. No quería decirlo con ella escuchando, pues aún sigue muy alterada… pero realmente no es alguien ordinario, incluso para los estándares de los que son como nosotros. —Guardó silencio unos momentos, un frío silencio—. Te seré sincera… me aterró…

    —¿De verdad? —Murmuró Cole sorprendido de escuchar tal afirmación—. Eso es bastante inusual viniendo de ti. ¿Tan poderoso era?

    —No sé si esa sea la palabra adecuada. Pero me exigió cada gramo de fuerza el poder repelerlo, y no estoy segura si podré hacerlo de nuevo si la situación se repite.

    Si Cole no estaba intrigado antes, ahora realmente lo estaba. Por todo lo que había escuchado suponía que era alguien de gran poder… ¿pero tanto incluso como para preocupar a Eleven? Entendía porque no quería que Matilda y Cody la escucharan… pero ahora se preguntaba si él hubiera preferido haberse quedado en la misma ignorancia que ellos.

    Eleven continuó.

    —Mi sentido común me dice que intentar descubrir quién es y para qué quiere a esa niña, es jugar con fuego, y que deberíamos dejar las cosas como están.

    —Lo entiendo —murmuró Cole, despacio—. Es una situación inusual, normalmente todos siempre te ven como alguien invencible. Pero, ¿es realmente eso lo que no quieres que la doctora escuche? ¿O se trata de algo más? —Eleven calló—. ¿Sentiste también algo… inusual en él? ¿Algo como con esta niña?

    De nuevo, unos instantes de silencio que causaron un poco de ansiedad en el Detective.

    —No lo sé… —murmuró la señora Wheeler tras unos instantes—. Sólo ten cuidado, ¿sí? Y protege a Matilda a cualquier costo.

    —Lo haré. —Soltó entonces una pequeña risilla… que no supo bien si era divertida o nerviosa—. Realmente es tu favorita, ¿verdad?

    —Yo no tengo favoritos —respondió Eleven de inmediato, casi ofendida por la insinuación—. Seguiremos en contacto, ¿de acuerdo?

    —Muy bien, te informaré de cualquier cosa que vea.

    Una vez que Eleven colgó, Cole se tomó unos momentos antes de volver con los otros dos. Sujetó el celular entre sus dedos, y miró un rato pensativo hacia el resto del patio de recreo. Desde aquel día en que recibió esa fortuita llamada de Eleven, hasta ese momento, con esa pequeña conversación que acababan de sostener, las cosas parecían irse complicando cada vez más y más… Una asesina con cuerpo de niña, otra más que podría estar siendo poseída por un demonio, y un individuo con habilidades tan incomprensibles que podían rivalizar con Eleven… o, incluso superarla… ¿En qué se había metido? ¿Sería muy tarde para volver a Filadelfia?

    Pasó su mano por sus cabellos rubios y cortos, e intentó recuperar la compostura lo mejor posible. No tenía que ver su propio rostro para saber que éste de seguro se encontraba aterrado; incluso podía sentir su mano temblarle un poco, pero no podía dejar que esa sensación le dominara. Se giró de nuevo hacia sus nuevos amigos, con una amplia y reluciente sonrisa llena de confianza. Caminó hacia ellos con paso seguro, y se paró frente a Matilda para extenderle de nuevo su teléfono.

    —Aquí tiene, Doctora —le señaló con normalidad. Matilda tomó el teléfono de regreso, y antes de que se le ocurriera preguntarle de qué hablaron, el detective se apresuró a chocar las palmas de su mano, creando un sonoro “clap”, y luego se adelantó para hablar primero—. Entonces, creo que ya ha sido mucho ajetreo por un día. Será mejor ir a descansar, ¿no creen?

    Matilda lo miró fijamente con expresión suspicaz, pero Cole no se mutó.

    —Sí, será mejor que ambos se vayan a descansar —comentó la castaña, al parecer dispuesta a dejar dicho tema así, lo que provocó alivio en Cole.

    —Yo pediré un transporte a Seattle, antes de que se haga más tarde —indicó Cody, quien de inmediato sacó su propio teléfono.

    Matilda soltó un pequeño quejido en ese momento, y chocó su palma derecha contra su frente.

    —Cody, lo siento tanto —exclamó con preocupación, poniéndose de pie rápidamente—. Yo debía llevarte de regreso… pero le prometí a Samara que pasaría la noche aquí por si me necesitaba.

    —Oye, descuida —se apresuró Cody a responderle, sonriéndole despreocupado—. Yo puedo pedir un auto. Saldrá un poco caro, pero…

    —No, no —masculló la psiquiatra rápidamente—. Nada de eso, yo te llevo y luego volveré.

    —¿Hasta Seattle? —Mustió Cole, escéptico—. Volvería en la madrugada, Doctora. No puedo permitir que haga eso. ¿Por qué no te quedas esta noche en Salem, Cody?, te saldrá casi lo mismo posiblemente.

    Cody miró a Cole unos momentos, y luego bajó su mirada pensativo. Ambos notaron como sus dedos delgados rodeaban su teléfono con un poco de fuerza.

    —No puedo… —susurró despacio, casi como si le doliera algo—. Necesito ciertas cosas para poder dormir bien, que no traje conmigo. Y no puedo dormir en un hotel; demasiadas personas cerca. Necesito volver a mi casa, lo siento.

    Cole lo miró sin comprender, pero Matilda sí lo hacía, o al menos se podía dar una idea de a qué se refería. Cody tenía absoluto control de su habilidad mientras estaba despierto. Sin embargo, esto no era así cuando dormía, pues tendía a salirse de control especialmente cuando tenía alguna pesadilla fuerte. Ella nunca había visto directamente lo que ocurría en esos momentos, pero decían que podía afectar el espacio a su alrededor de formas inimaginables, y peligrosas para cualquiera que estuviera cerca. Eleven le había enseñado a controlarlo la mayoría del tiempo, pero no era una garantía de éxito. Por ello vivía solo, en una casa un poco apartada de cualquier vecino, y cuando era necesario tomaba ciertos medicamentos para dormir que inhibían sus sueños. Procuraba no tomarlos pues dichos medicamentos podían tener efectos secundarios desagradables en él. Pero ese había sido un día agitado… o al menos más agitado que la mayoría de sus días, de seguro.

    Cody notó como Matilda lo miraba con preocupación, por lo que se apresuró a sonreír y hablar despreocupadamente

    —Pero descuiden, no soy un niño —exclamó—. Te veré el sábado, ¿de acuerdo?

    —Gracias, Cody —murmuró Matilda, y se atrevió a darle un pequeño abrazo de despedida—. Y disculpa por meterte en todo esto.

    —Lo hago con mucho gusto —le respondió el profesor despacio, regresándole el abrazo.

    Tras separarse, Cody se dirigió al interior del edificio para hacer su llamada.

    —Yo también puedo quedarme aquí si me necesita —comentó Cole mientras miraba como Cody se alejaba caminando—. Tengo una reservación en Salem, pero puedo llamar para decir que me esperen hasta mañana.

    —¿Enserio haría eso? —murmuró aprensiva, volteándose hacia él con los brazos cruzados. Antes de decir algo que resultara más hiriente, como quizás un “¿enserio cree que podría necesitarlo para algo?”, respiró hondo por su nariz y pensó mejor las cosas. Era mejor llevar la fiesta en paz de ahí en adelante, al menos lo más posible—. No, descuide. Tuvo un largo vuelo y no se ha detenido ni un segundo desde que aterrizó. Vaya a Salem, aproveche el vehículo que va a pedir Cody para que lo deje de paso. Mañana hablamos.

    —Cómo usted ordene, jefa —respondió Cole, haciéndole una burlona seña militar que a Matilda no hizo gracia—. Descanse, doctora.

    Matilda le sonrió de forma forzada y lo despidió con un asentimiento de su cabeza. Cole se alejó al edificio para alcanzar a Cody, y cuando al fin estuvo sola se permitió sentarse un segundo de nuevo en la banca.

    Resopló con cansancio. Ella también ocupaba descansar, pero una sala de espera no sonaba al lugar ideal. Pero así era el trabajo. Tendría que dormir, y mañana lidiaría con demonios, fantasmas y quizás algunos duendes si tenía suerte.

    Tomó de nuevo su teléfono e intentó encenderlo. Para su sorpresa, una vez más no encendía. No respondió de ninguna forma, tal y como estaba antes de la llamada. Incrédula, recordó que había bromeado diciendo que Eleven ahora reparaba teléfonos a distancia, pero quizás no era tanto una broma después de todo.

    Quizás era cierto; había cosas del Resplandor, y de la propia Eleven, que ni siquiera ella conocía aún.

    FIN DEL CAPÍTULO 26
     
  7.  
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    Título:
    Resplandor entre Tinieblas
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    Género:
    Misterio/Suspenso
    Total de capítulos:
    159
     
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    5774
    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 27.
    Sin Pesadillas

    La noche anterior a su pequeña aventura por Oregón, Cody Hobson se encontraba en la casa de Lisa Mathews. Tuvieron una cena ligera cocinada por ella, tomaron sólo media copa de vino pues al día siguiente tenían que trabajar, y poco después pasaron a la habitación e hicieron el amor de forma lenta y delicada, sin ninguna presión o apuro. Como amante, Cody se consideraba a sí mismo como promedio; esperaba que su falta de iniciativa o conducta aguerrida se compensara con su dedicación y cuidado a los detalles. La mayor parte del tiempo le era difícil estar seguro de esto, pues Lisa tendía a ser algo callada durante el acto. Sin embargo, cuando sentía sus delgadas piernas rodeando con fuerza su cadera, y sus dedos tomando sus cabellos violentamente, entonces podía estar seguro de que estaba haciendo un buen trabajo, y eso le daba mucha más confianza y libertad; esa noche Lisa hizo justo eso, un par de minutos antes de que alcanzaran juntos un silencioso y agradable clímax.

    Se habían conocido hace poco menos de un año, en una cena en honor a un veterano profesor de Ciencias Biológicas que impartía catedra en la Universidad de Washington, y con quien Cody había comenzado a construir una amistad casi desde que llegó por primera vez a Seattle. Lisa era bioquímica y trabajaba en el laboratorio de investigación de una compañía farmacéutica, al tiempo que estudiaba el Doctorado, en dónde tomaba una clase con dicho profesor y por ello fue invitada a la misma cena. El profesor, de apellido Carman, los había presentado, sin ningún motivo en especial salvo que “tuve el presentimiento de que ustedes dos se llevarían muy bien”. Tiempo después, y viendo en retrospectiva como habían terminado las cosas tras ese momento, Cody llegaría a preguntarse si algo de Resplandor había tenido que ver con ese “presentimiento”, pero al final concluyó que simplemente había sido buena suerte.

    O al menos, en un inicio era sin lugar a duda buena suerte.

    Lisa era de apariencia modesta, de cuerpo delgado, cabello negro y rizado, y coquetas pecas en su rostro. Cualquiera diría que no era precisamente muy hermosa, y que de hecho fácilmente podría pasar por la clásica chica que pasó sus años de Universidad clavada únicamente en sus estudios, con sus lentes de armazón grueso, su cicatrices del acné adolescente, o su actitud un tanto retraída, al menos durante un primer acercamiento. Pero para Cody, casi de inmediato se convirtió en el ejemplo mismo de lo hermosa, atractiva y sensual que podía ser una mujer, por dentro y por fuera.

    En un inicio todo fue perfecto. Las cenas ligeras, las películas de comedia y romance, las charlas sobre biología, bioquímica o cualquier otro tema al azar que tuviera poco o nada que ver con sus trabajos; y el sexo, definitivamente el sexo era algo especial, a pesar de esos momentos en los que el joven maestro de secundaria se presionaba a sí mismo en dar un buen papel.

    Cody nunca había considerado conscientemente la posibilidad de estar enamorado; de hecho, nunca habían usado las palabras “novio” y “novia”, al menos no entre ellos. Aun así, estaba seguro de que entre ambos había algo especial, y sabía que para Lisa era igual. Pero igualmente sabía que eso no duraría para siempre, y tarde o temprano surgiría algo que terminaría causando problemas. Ese algo comenzó a surgir desde hace un mes atrás. Desde entonces, esos pequeños momentos que anteriormente eran tan reconfortantes y agradables para él, terminaron por volverse casi como una ruleta rusa, en la cual podía o no surgir dicho tema a la superficie. Y Lisa aún no había reaccionado de manera explosiva a ello; normalmente era más un silencio frío.

    En aquel momento, Cody se encontraba sentado en la orilla de la cama, abotonándose de nuevo su camisa. Lisa mientras tanto reposaba, recostada y envuelta en su cobertor con su cabeza recostada en su abultada almohada.

    —¿Ya te vas? —Le había preguntado en cuanto se puso de pie, poniéndolo algo en alerta.

    —Mañana tengo clases —le respondió con normalidad, aunque quizás más cortante de lo que realmente quería.

    Luego de eso, Lisa se quedó en un reflexivo silencio. Y por un momento pensó que podría salir bien librado por esa ocasión. Se terminaría de vestir, tomaría su billetera y celular, le daría un dulce beso en la frente y la dejaría descansar tranquilamente hasta el día siguiente.

    Pero no fue así.

    —¿Por qué no te quedas esta noche? —le preguntó Lisa despacio, separando su cabeza de la almohada lo suficiente para poder ver su espalda. Cody se quedó helado—. La escuela está más cerca de aquí que de tu casa a las afueras.

    Cody permaneció callado, con sus dedos paralizados en la posición previa para abotonar sus últimos botones. Respiró despacio, y lentamente intentó proseguir con su labor.

    —Sería bastante extraño que llegara con la misma ropa que llevé hoy —comentó con un tono que intentaba ser divertido, pero estaba seguro de que no había sonado del todo así.

    —Los niños no se fijan en qué ropa usan sus maestros —respondió Lisa, sentándose por completo, dejando al descubierto su delgado torso, y sus pechos pequeños y rosados—. Y aunque fuera así, no es como si fueras algún adultero engañando a su esposa.

    —Supongo que no. Pero no tengo mi cepillo de dientes aquí, y me tengo que levantar más temprano que tú; odiaría que perdieras ese par de horas de sueño por mi culpa.

    —Qué considerado —masculló con un tono sarcástico, casi agresivo, justo antes de volver a recostar su cabeza en la almohada.

    Cody enmudeció por unos instantes al percibir ese sentimiento de rechazo brotar de sus palabras por primera vez. Quizás era en efecto la primera vez que lo oía, pero estaba seguro que no había surgido espontáneamente en ese instante. Desde hace ya un tiempo atrás había podido sentirlo germinar y crecer poco a poco, con cada momento similar a ese que se había suscitado.

    Podía, como en ocasiones pasadas, retirarse y dejar las cosas así, esperando que para el día siguiente todo se hubiera olvidado, y normalmente así ocurría. Pero tarde o temprano eso ya no sería así; negarlo sería simple terquedad de su parte.

    El profesor suspiró pesadamente, y se puso de pie de la cama. Su camisa estaba abotonada aunque desfajada, y aún le faltaban sus calcetines y zapatos que reposaban en la alfombra a un costado.

    —Oye… escucha —comenzó decirle con tono bastante inseguro—, no es lo que crees.

    —¿Qué es lo que creo? —murmuró Lisa con tajante frialdad, virando como pudo su cabeza recostada para mirarlo—. ¿Qué me tratas como si fuera tu prostituta?

    —No es así…

    —La primera vez que te lo pedí pensé que tal vez había cruzado una línea muy pronto. Pero ya casi llevamos un año juntos, y no tienes reparo en que hagamos el amor, pero pareciera que te apuntara con arma cada vez que te pido que te quedes a dormir aquí, o yo en tu casa. Incluso te inventaste no sé qué tantas excusas para no acompañarme en Navidad.

    —Lisa…

    —Si no hubiera estado ya en tu casa, pensaría que eres casado.

    —No soy casado.

    —Lo sé. No importa.

    Volvió a acomodar su cabeza en la almohada de forma aparentemente cómoda, y cerró los ojos como si quisiera indicarle que deseaba conciliar el sueño. No era como tal lo que deseaba, eso estaba seguro. Era más una forma de darle un punto y aparte a su discurso de enojo, por si éste no había quedado claro.

    Ver esta situación desde afuera debía de parecer incluso algo cómico. De todos los problemas diferentes que una pareja podía tener, ¿el no dormir juntos era realmente uno tan grave? Quizás a corto plazo a nadie le parecería así. Pero llegado un punto, llegado un momento en el que uno de ellos deseaba dar un paso más adelante, llegar más profundo en lo que la intimidad con el otro podía ofrecer, poco a poco podía crear una pequeña fricción que quizás terminaría por crear una grieta importante.

    Cody no sabía si dicha grieta ya se había formado, o sólo eran los primeros indicios de su llegada.

    Dio un paso hacia ella, pero realmente no fue capaz de avanzar más. ¿Qué podía decirle para justificarse? Los motivos secretos que lo orillaban a tener esa actitud eran tan difíciles de explicar, y aún más de entender. ¿Cómo podría someterla a algo así cuando él mismo en ocasiones envidiaba su ignorancia?

    Oportuno o no considerando el momento, su teléfono, colocando sobre el buró a un lado de la cama, comenzó a sonar incesantemente acompañado del sonido de vibración contra la superficie plana de madera. Miró un instante a Lisa, cuya única acción fue voltearse hacia su otro costado para darle la espalda al celular, y quizás por consiguiente a él mismo. Se acercó entonces lentamente al teléfono y revisó su pantalla. Era un número desconocido, aunque no realmente. Lo era ya que no lo tenía aún guardado en sus contactos, pero no ya que había recibido algunas llamadas de ese mismo número varios días antes, aunque no había atendido ninguna en su momento.

    Contestó de inmediato y acercó el teléfono a su oído derecho.

    —¿Hola? —murmuró despacio, casi como si en verdad temiera despertar a Lisa si alzaba de más la voz.

    —Cody, hola —escuchó sonar al otro lado de la línea la voz de Matilda Honey, confirmando su sospecha inicial al ver el teléfono en pantalla—. Lamento llamarte tan repentinamente, ¿estás ocupado?

    —¿Matilda? No, sólo estaba… —Se detuvo unos momentos y miró hacia Lisa. No se había movido ni un centímetro; seguía recostada, con la mitad de su espalda desnuda asomándose por debajo del cobertor. No creía ni un poco que realmente estuviera dormida, pero igual se apresuró a salir silencioso del cuarto—. ¿Qué ocurre? Te oyes alterada.

    Pudo escuchar a la psiquiatra respirar hondo, quizás intentando calmar unos nervios que la agobiaban.

    —Escucha, sé que esto es muy repentino y sin aviso, pero necesito pedirte un favor. ¿Podrías acompañarme a Portland mañana temprano?

    —¿A Portland? —exclamó Cody, un poco confundido. Ya se encontraba en esos momentos de pie en la sala estar, a unos metros de la puerta del cuarto—. Creí que la niña que estabas tratando se encontraba cerca de Salem.

    —Se trata de algo más —declaró con tono serio—. Es largo de explicar, te lo contaré mejor cuando nos veamos. Pero hay otra niña que estaba siendo tratada por un colega mío, y éste está ahora muerto. Él pensaba que la niña podía tener un Trastorno de Personalidad Antisocial.

    —¿Ósea que es una niña psicópata?

    —Algo así… Pero creo que puede ser algo más.

    Cody meditó un poco sobre esa última aclaración. Si lo llamaba con ese apuro para pedirle ayuda, no se tenía que especular mucho para hacer una teoría acertada de a qué se refería.

    —¿Algo más como de nuestra especialidad? —Murmuró despacio, casi como si fuera el cómplice de alguna travesura que le provocaba culpa por dentro.

    —Exacto. Quizás no sea nada, pero si es algo y no sé exactamente qué, me vendría bien algo de apoyo. Sé que es demasiado pedir, y que tendrías que faltar a tus clases. Si no puedes…

    —No, no, descuida —se adelantó a responder de inmediato, sin la menor duda en ello—. Ahí estaré. ¿Dónde nos encontramos?

    Matilda suspiró aliviada.

    —Gracias, Cody.

    Luego de buscar un rato en Google Maps, Matilda sugirió verse en un Starbucks cerca del edificio en el que se encontraban las oficinas de Asuntos Familiares. Una vez que colgaron, justo al darse la vuelta Cody se encontró con la delgada figura de Lisa envolviéndose en una bata de noche rosada, de pie en la entrada del dormitorio. Lo miró inexpresiva, casi como si realmente no fuera consciente de que estuviera ahí de pie todavía.

    —¿Quién es Matilda? —Inquirió con voz sobria.

    —Es una vieja amiga de hace muchos años.

    —¿De Alabama? —Su voz sonó algo incrédula—. ¿Qué hace en Portland?

    —Es psicóloga… digo, psiquiatra. Está atendiendo un caso en Salem, y al parecer le surgió otro en Portland y quiere mi ayuda.

    Lisa achicó sus ojos un poco, como si lo estuviera acusando en silencio de alguna fechoría.

    —¿Ayuda con qué? Eres un profesor de biología, no psiquiatra.

    Cody abrió unos centímetros su boca, pero no surgió palabra alguna de ella. Se quedó así unos instantes, antes de volver a cerrar sus labios. Su mirada había tomado un sentimiento culpable y cohibido.

    Lisa alzó sus manos hacia él en señal de “alto”.

    —Basta, no quiero que me inventes más excusas —declaró tan tajante que para Cody fue casi como una bofetada, y quizás hubiera preferido una en su lugar—. Mejor déjalo así. Tomaré un baño. Cierra al salir, ¿quieres?

    Si es que Cody tenía intención de ahora sí decir algo, igual no tuvo oportunidad de ello. Lisa se metió de nuevo a la habitación, luego fue directo al cuarto de baño y se encerró en él. Cody pensó fugazmente en que no había azotado la puerta detrás de ella simplemente porque su personalidad no se lo permitía. Por su parte, se quedó quizás varios minutos de pie en la sala, sintiéndose como la peor basura del universo por hacer sentir tan mal a una persona tan buena y pura como Lisa Mathews. Sólo el sonido lejano de la regadera abriéndose lo hizo reaccionar al fin.

    Entró al cuarto de nuevo, tomó sus posesiones restantes, se terminó de vestir rápido en la sala y entonces se retiró antes de que Lisa saliera de la regadera. Estando a medio camino de su casa, le caería como roca la idea de que quizás ella esperaba que él siguiera aún ahí cuando terminara de bañarse y pudieran hablar del tema ya más tranquilos. Se sintió realmente estúpido de no haber hecho eso, pero ya era muy tarde para simplemente dar marcha atrás.

    Y, aunque se hubiera quedado, igualmente no tendría nada que decirle cuando saliera de ese cuarto de baño, así que bien podría haber dado lo mismo.

    No sabía qué pasaría exactamente con Lisa a partir de ese momento tan embarazoso, ni tampoco sabía siquiera qué ocurriría en Portland con ese misterioso caso. De momento era mejor que intentara enfocarse en eso último, e intentar dormir lo mejor posible… sin pesadillas.

    — — — —​

    Pasó una noche de sueño tranquila, pese a toda la situación. El día siguiente, sin embargo, resultaría ser todo menos tranquilo. Se reunió con Matilda en el Starbucks acordado, y ahí ésta le mostraría el pequeño expediente que había armado sobre la niña que irían a ver: Lily Sullivan. Comprendió en ese momento porque su ayuda era tan requerida, pues había posibilidades de que fuera una ilusionista, una telépata, y además también un poco de rastreadora, al menos en cortas distancias. Habían conocido a personas que tenían esas habilidades, e incluso ambas al mismo tiempo. Sin embargo, si los papeles que Matilda encontró eran ciertos, podría ser que fuera algo incluso más complejo que eso.

    Al final, sin embargo, ni siquiera conocerían a la niña en persona. Había ocurrido un accidente de auto muy temprano en la mañana, y Lily Sullivan había sido llevada al Providence Medical Center. Luego de una accidentada plática para intentar convencer de que los dejaran verla, Matilda y Cody terminarían atrapados en medio de un secuestro y un tiroteo, y casi como sospechosos de ser cómplices de éste, de alguna forma. La víctima de todo eso, dependiendo desde qué perspectiva lo vieran, sería Lily Sullivan, quien desaparecería bajo las narices de la policía, y también las suyas.

    Lo más preocupante para Cody, sin embargo, era que Matilda había sido atacada de alguna forma. Cuando la encontró en la Sala de Emergencias vacía, se veía realmente mal, y poco después la policía llegó y los separó, evitando que pudiera siquiera preguntarle directamente qué le había ocurrido. Luego de ello lo guiaron a una pequeña sala de espera, en dónde lo obligaron a tomar asiento y aguardar, bajo el estricto ojo vigilante de un oficial postrado en la puerta como el guardia de un palacio.

    Durante ese rato nadie fue a tomarle su declaración o a decirle si acaso se suponía que estaba bajo arresto. Lo tuvieron casi aislado, pero no por completo ya que aún tenía su teléfono consigo. Consideró en llamarle a Matilda para preguntarle dónde estaba, o quizás a Eleven directamente para comunicarle la situación. Sin embargo, la forma en la que ese oficial lo miraba de vez en cuando lo tuvo demasiado en alerta; no estaba seguro de qué le diría, o qué haría, si lo veía siquiera con la intención de sacar el teléfono de su bolsillo. El hospital poco a poco se fue llenando de policías, y todos se veían bastante nerviosos y molestos por la muerte de uno de sus compañeros, así que prefirió no hacer nada para empeorar la situación.

    Matilda apareció tras un rato en la puerta de la sala, escoltada por otro oficial. Cody se sintió aliviado de verla, aunque esto se diluyó un poco al verla cojear ligeramente.

    —Tome asiento —le indicó el oficial que la escoltaba. Matilda lo miró de reojo con dureza, y luego se dirigió hacia donde él se encontraba sentado; conforme más caminaba, más parecía acostumbrarse al dolor de su tobillo y comenzar a caminar normal.

    La castaña se sentó justo en el asiento a su lado y se cruzó de brazos. Miró de reojo hacia el oficial en la puerta, y éste la miró a ella de regreso con la misma actitud malhumorada que había tenido en todo ese rato que Cody llevaba ahí.

    —¿Estamos bajo arresto, acaso? —Le murmuró Matilda a su compañero, sarcástica.

    —Eso quisieran, de seguro —le respondió Cody tranquilo, pero no por ello muy animado—. ¿Cuánto tiempo más nos van a tener aquí sin siquiera interrogarnos?

    Matilda se quedó callada un rato luego de ello, como si estuviera cavilando en algo, o quizás en muchas cosas. Cody se encontraba decidiendo si sería oportuno o no preguntarle sobre lo ocurrido, cuando el sonido típico de un mensaje recibido se hizo notar bastante claro en el silencio de la sala. Notó que Matilda se había sobresaltado un poco por ello, casi como si la hubiera despertado de un pequeño sueño. Cody sabía que había sido su teléfono, pues además lo había sentido vibrar en su pierna. Introdujo su mano en su bolsillo y los sacó lentamente sin quitarle los ojos al oficial de la puerta, esperando que no malinterpretara su movimiento.

    Sacó por completo el dispositivo de su bolsillo, lo desbloqueó, y en sus notificaciones pudo ver claramente un solo mensaje recibido, con el nombre de su remitente y una sola frase acompañándolo:

    Lisa: Necesitamos hablar

    Cody se quedó congelado tras leer tales palabras escritas en su pantalla. Había muy pocos casos en los que esa frase venía acompañada de una connotación positiva o feliz, casi siempre venía seguida de problemas.

    Se quedó mirando la pantalla unos momentos, no analizando con detenimiento el mensaje recibido sino más bien aguardando si acaso recibía alguno más. Lisa no parecía tener la intención de hacer tal cosa, al menos no en ese momento. Si se permitía adivinar, era probable que ese primer mensaje le hubiera costado bastante de escribir y mandar, y no tenía fuerzas para repetir la hazaña al menos que Cody le abriera la puerta.

    Él no quería abrir esa puerta; al menos no en ese momento y lugar.

    Su dedo se aproximó por sí solo al botón de encendido, y apagó de nuevo la pantalla, para justo después volverlo a introducir en su bolsillo, ya sin tanto cuidado en comparación a cómo lo había sacado.

    —¿Qué ocurre? —Escuchó que Matilda preguntaba a su lado, haciendo que la volteara a ver por mero reflejo; ella lo miraba curiosa.

    —No, nada… —murmuró despacio y apagado—. Es sólo un pequeño asunto que dejé pendiente en Seattle.

    —Creí que habías perdido permiso.

    Cody negó.

    —No es de trabajo, es… —se quedó callado unos momentos, divagando un poco en qué decir—. No importa, no tengo cabeza para eso en estos momentos.

    Y no era mentira. Todo lo que había ocurrido esa mañana, y mucho de ello aún desconocido para él, ya era suficientemente denso como para que se distrajera en una insignificante pelea de pareja… o, al menos eso era lo que Cody se decía a sí mismo para convencerse de no atender ese asunto en esos momentos, para convencerse de no concentrar su mente en intentar adivinar qué había detrás de ese simple “Necesitamos hablar”.

    — — — —​

    El resto del día no fue para nada más tranquilo. El Detective Vázquez de la policía los acusó dentro de su paranoia de todo lo ocurrido, Cole Sear de la Fundación, al que ni Matilda ni él conocían, llegó para ayudarlos, se abrieron paso a escondidas a la escena de un asesinato, estando aún las manchas de sangre frescas en el suelo y pared… y aparentemente su nuevo amigo Cole podía hablar con fantasmas. Eso último lo sabrían hasta poco después, pero aparentemente gracias a ello pudo averiguar la identidad de la secuestradora de Lily Sullivan, y asesina del oficial de policía, y que no resultó ser para nada una historia fácil de contar (aunque él no tuvo mucho problema en contárselo a Vázquez de todas formas).

    Como fuera, Cole logró sacarlos de ese hospital en una pieza, así que no podían quejarse. Resultó ser una persona realmente interesante, incluso para los estándares de las personas que ya conocían de la Fundación. Era una persona agradable, o al menos a Cody le había agradado bastante. Sin embargo, Matilda tenía una opinión muy diferente.

    Aún después de salvarse de que los arrestaran, no tuvieron una tarde calmada. Cody y Cole acompañaron a Matilda a resolver un problema que había ocurrida con la niña que trataba en Eola, lo que los llevó a conocer de primera mano de lo que ésta podía ser capaz.

    Cody se quedó realmente impactado y muy confundido tras este primer encuentro con Samara Mogan, y la explicación que Cole les dio luego de eso tampoco ayudó mucho a calmar las cosas. Tampoco ayudó ver a Matilda perder el control y arrojar a Cole contra una mesa justo delante de él, o recibir unos cuantos regaños por parte de Eleven vía telefónica. Sin embargo, escuchar la voz de su antigua mentora, así como sus indicaciones de cómo proceder, sí le causó algo de tranquilidad. Era un poco patético que un hombre adulto se siguiera sintiendo tranquilo de que alguien más le dijera qué hacer, y que todo estaría bien si lo hacía, pero aparentemente ese había sido su caso. Matilda también se vio más tranquila luego de hablar con Eleven, pero no estaba seguro de qué tanto o si era por los mismos motivos.

    Tras toda esa pequeña aventura, sólo quedaba volver a casa y descansar. Cole se quedaría a dormir en el mismo hotel que Matilda, pero ésta pasaría la noche en el Psiquiátrico de Eola para monitorear a Samara, por lo que Cody y él compartieron un coche que dejaría al detective primero en Salem, y luego seguiría todo el trayecto hacia Seattle. Por suerte no era tan tarde todavía, pero la distancia era lo suficiente como para merecer una significativa propina para el conductor; ¿la Fundación se lo reembolsaría si lo solicitaba?

    Su coche llegaría en unos minutos, por lo que ambos se dirigieron a las puertas principales del hospital a esperarlo. Cody vigilaba en la aplicación la ubicación actual del vehículo que había solicitado, y Cole mientras tanto aprovechaba para fumar un cigarrillo con mucha más tranquilidad. Cody no era fanático del tabaco en lo absoluto, pero tampoco le molestaba que la gente fumara a su lado.

    —Vaya que es una persona especial, ¿no? —Murmuró Cole mientras miraba al cielo, justo después de soltar una densa bocanada de humo. Cody lo volteó a ver algo confundido.

    —¿Disculpa?

    —Matilda… Bueno, la Dra. Honey, quiero decir. —Rio con tono burlón, un poco forzado—. Parece difícil de tratar.

    Cody pensó un poco en esa observación. ¿Matilda era difícil de tratar? No en realidad. De hecho, era la primera vez que la veía comportarse de esa forma con alguien; normalmente se llevaba bien con todo mundo, hasta donde sabía. Las circunstancias bajo las que había conocido a Cole Sear, sin embargo, parecían no haber sido las óptimas.

    —Ya se le pasará —señaló con neutralidad—. Creo que ya empezaste a agradarle.

    —¿Enserio?, creo que de eso no me di cuenta —Señaló Cole con ironía. Dio otra probada más de su cigarrillo; el vehículo ya estaba a punto llegar según la aplicación—. ¿Tú y ella son muy cercanos?

    Cody arqueó una ceja, extrañado por la pregunta.

    —¿Cercanos? Bueno, nos hicimos muy amigos hace años, pero hacía tiempo que no estábamos en contacto.

    —Ah, ¿entonces ustedes dos no…? —No terminó su frase, y en su lugar sencillamente lo miró con una expresión que no supo bien cómo interpretar—. Ya sabes, ¿no son nada más?

    Cody parpadeó, intrigado.

    —¿Matilda y yo? No, para nada. De hecho, yo… —Su voz se contuvo en ese instante, cuando la idea que había intentado ignorar desde que recibió aquel mensaje, se metió abruptamente en su cabeza—. Yo… salgo con alguien… o al menos salía.

    Los ojos de Cole se abrieron con sorpresa.

    —Oh, suena serio —comentó despacio, como si temiera decir algo indebido.

    —Digamos que hay cosas de mí que no le puedo contar, como bien sabes tú. Y eso nos ha traído algunos problemas últimamente.

    —Entiendo —respondió simplemente el detective, pues en ese momento su vehículo se acercó hacia ellos por el aparcamiento, hasta colocarse justo delante.

    Subieron el equipaje de Cole en la cajuela, y ambos hombres se subieron a la parte trasera. Su chofer era un hombre bajo de piel blanca, cabello rojo muy corto y ojos verdes. No hablaba mucho, y de hecho eso de momento era bueno, aunque a Cody le esperaba un largo viaje a solas con él hasta Seattle así que eso podía tornarse un poco aburrido si seguía así.

    Una vez que el auto se puso en marcha ya tomando el camino hacia Salem, Cole volvió a hablar.

    —Eso se solucionaría si eres totalmente honesto, ¿sabes? —Dijo de pronto, tomando a Cody mal parado—. Me refiero a los problemas con tu chica… Ah, lo siento, ¿sí es una chica?

    Cody giró un poco los ojos; no era el primero en hacerle esa pregunta, o similar. Pero entendió que no había mala intención en su pregunta, sino más bien un deseo de no suponer las cosas por adelantado.

    —Sí, es una chica. Y eso de ser totalmente honesto… lo dices muy fácil.

    —Porque lo es. No puedes aspirar a tener una relación duradera y estable si no eres totalmente honesto con la otra persona.

    Además de policía y cazador de demonios, ¿también era consejero amoroso? Qué estuche de monerías resultaba ser Cole Sear.

    —¿Tú siempre has sido honesto con…? —Calló un instante al darse cuenta de lo que estaba por decir. Miró de reojo al conductor, que parecía bastante concentrado en el camino y, aparentemente, no estaba poniendo atención a su plática. De igual forma decidió bajar la voz y cuidar sus palabras—. ¿Siempre eres honesto con lo que puedes hacer, con todas las mujeres con las que sales?

    —Claro que no —bufó Cole con tono divertido—. Pero tampoco es que salga a muchas citas, en realidad. Lo que la Doctora dijo hace un rato no es muy alejado de la realidad. No me siento realmente cómodo con muchas personas.

    —¿Enserio? Parecías bastante cómodo todo este día.

    —Una máscara, creo que ella lo llamó.

    A Cody no le sorprendió tanto lo que decía, sino como lo hacía con una gran sonrisa despreocupada en el rostro.

    —Pero yo no soy el ejemplo más práctico —prosiguió el detective—. Mira a Eleven y a su esposo, por ejemplo. Una linda familia, una linda casa, y todo porque no hay secretos.

    Cody miró por la ventana, pensativo.

    “Me resultaría difícil creer que Eleven no le guarda ningún secreto a su familia”, fue el pensamiento que le cruzó por la cabeza, pero no fue capaz de decirlo en voz alta.

    Le encantaría poder ser honesto con Lisa, le encantaría poder adaptar su vida a la de ella y hacer que ambas congeniaran de manera total. Pero no podía, debido al Resplandor, debido a esa habilidad que le permitía materializar sus pensamientos, incluidos sus sueños, de forma vivida en el mundo real más que cualquier otro ilusionista, pero más inestable. Lisa se preguntaba porque nunca quería quedarse a dormir con ella, pero no sabía si podría ser capaz de comprenderlo. Podrían pasar días, semanas, o incluso meses sin que no ocurriera nada, o al menos nada malo. Pero sólo faltaría una mala noche, un sueño intranquilo, una figura oscura que se escurriera desde su subconsciente para emerger, y entonces eso sería el fin de todo.

    Ya había pasado antes, y varias veces. Cuando sus pesadillas se apoderaban de él y cambiaban todo su entorno para mal. Por eso vivía solo, en una casa a las afueras, sin vecinos muy cercanos. Por eso tenía siempre consigo en el bolsillo un frasco con unas pequeñas pastillas blancas, una droga especial que en un momento de emergencia podía ayudarlo a dormir, sin ningún tipo de sueño de por medio. Tenía estragos horribles en él, haciendo que se despertara más cansado que cuando se había ido a dormir, lo ponía irritable y paranoico, hasta que lograba volver a dormir con normalidad por sí solo. Por ello había optado mejor por el casi asilamiento, y por siempre cuidar los lugares en los que pasaba la noche.

    ¿Cómo podría Lisa digerir algo como eso? ¿Cómo podría entender que su pareja no quería dormir a su lado por miedo… a matarla sin querer?

    —Conmigo es diferente —comentó reflexivo—. Yo… en verdad no puedo tener una relación convencional como otros. Cuando duermo, las cosas se pueden volver peligrosas. No podría perdonarme si Lisa saliera lastimada, o algo peor, por mi culpa. No podría perdonarme perder a otra persona querida por… esto que puedo hacer.

    Cole lo miró en silencio, al parecer algo sorprendido por sus palabras. A lo largo de ese día sólo había podido contarle ligeramente la naturaleza de sus habilidades, y sobre todo lo que éstas podían hacer. Esperaba, sin embargo, que fuera suficiente para darse una idea sin necesidad de tener que decirlo en presencia de su conductor.

    —Entonces, ¿terminarás con ella? —Cuestionó Cole, escéptico.

    Cody titubeó.

    —No lo sé… No lo he decidido, pero quizás es lo mejor. —Se cruzó de brazos, y se recargó por completo contra su asiento—. No debería de estar pensando en mi desastrosa vida amorosa tras todo lo que pasó hoy.

    —Nunca es mal momento para pensar en eso —añadió Cole, más serio de lo esperado.

    El tramo faltante hacia el Grand Hotel de Salem luego de ello fue relativamente corto. El vehículo se estacionó justo frente al edificio. Cole abrió la puerta de su lado, pero antes de bajar se giró hacia su compañero.

    —Bueno, aquí me bajo —comentó con tono animado, y le extendió su mano derecha a forma de saludo—. Un placer, Cody.

    —Igualmente, Cole —le respondió el profesor, no compartiendo del todo su entusiasmo, pero igual le apretó su mano con firmeza.

    —Nos veremos el sábado si todo sale bien.

    —Sí.

    Cole sacó sus pies por la puerta y se paró erguido en la banqueta frente al hotel. El chofer se había bajado para abrir la cajuela y bajar su maleta, y Cody aprovechó ese pequeño lapso para hacer una última pregunta.

    —Oye, espera —murmuró un poco fuerte, inclinándose un poco hacia afuera por la puerta aún abierta de Cole—. ¿Por qué me preguntabas lo de Matilda? ¿Acaso te gustó?

    Cole se estremeció un poco, pero de inmediato se forzó a sonreír de nuevo de forma despreocupada y tranquila, con sus manos en su cintura y su pecho afuera. Por primera vez en ese día, a Cody le pareció ver un poco de esa “máscara” que Matilda había mencionado.

    —¿A mí? No, ni siquiera la conozco —respondió con ironía—. Pero… no sería tan loco, ¿o sí?

    A pesar de su actitud despreocupada, a Cody le pareció que realmente deseaba saber su respuesta. No era algo fácil de responder para él, pues en realidad no conocía tanto a Matilda como podría parecer.

    —Hasta dónde sé no sale con nadie —le comentó con neutralidad—, y no estoy seguro si lo ha hecho alguna vez. Al menos creo que le diste una fuerte primera impresión.

    —Es lo que mejor sé hacer —señaló Cole burlón. El chofer colocó la maleta justo a su lado, y él la tomó de la manija de inmediato—. Descansa.

    —Igual.

    Cole jaló su maleta hacia el hotel, y se perdió de la vista Cody detrás de las puertas automáticas. El chofer volvió poco después a su lugar, y sin decir media palabra emprendió de nuevo la marcha, ahora sí hacia Seattle.

    Cody aprovechó ese tiempo de viaje y silencio para reflexionar. Inevitablemente su atención terminó por centrarse de nuevo en ese mensaje que había recibido en la tarde. Le echó un ojo otra vez; todo se veía igual:

    Lisa: Necesitamos hablar

    Sólo esas palabras, y nada más. Lisa no había escrito nada más, y él tampoco. Consideró unos momentos si era oportuno responderle siendo tan tarde, pero no había ni un centímetro de él al que le apetecía dicha idea. Sólo quería descansar y olvidarse de ese largo día. Olvidarse no sólo de su problema con Lisa, sino de Lily Sullivan, Samara Morgan, Leena Klammer, y quien fuera el misterioso atacante de Matilda. Intentar tener otra noche sin pesadillas.

    Ya habría mucho tiempo para preocuparse por ello después…

    FIN DEL CAPÍTULO 27

    Notas del Autor:

    Lisa Mathews es un personaje original de mi creación que no se basa directa o indirectamente en algún otro personaje conocido de novela, película o serie.

    —Este fue un capítulo principalmente para contar este pedazo de historia de trasfondo para Cody que quería meter desde hace algunos capítulos atrás, pero que decidí dejar para después ya que no le encontraba mucha cabida en otros capítulos. Sin embargo, pensé que era mejor ponerlo aquí antes de pasar ya a otro tema.
     
  8.  
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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
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    Capítulo 28.
    Abra

    Esa noche, poco después de hablar con Matilda, Cole y Cody, Eleven se comunicó con Mónica, quien era de manera oficial la Jefa de Informática de una empresa de consultoría bastante respetable en Des Moines, y extra oficial una ciberactivista que no temía cruzar las líneas de lo legal de vez en cuando por una buena causa; además de ser también una de las Rastreadoras de la Fundación con más años y experiencia en dicha labor. De hecho, muchas la consideraban como la líder no nombrada de ese pequeño grupo de colaboradores, ya que más de una vez le había tocado tener que coordinarlos; eso era algo que se le daba muy bien, cabe mencionar. Pero Mónica no sólo resplandecía y era capaz de ver y escuchar a alguien a kilómetros de distancia como si lo tuviera sentado a un lado, sino que complementaba muy bien dichas habilidades extrasensoriales con sus habilidades algo más mundanas y tecnológicas, para así obtener cualquier tipo de información cuando así lo requería. Esa combinación de habilidades en manos equivocadas serían de seguro armas bastantes peligrosas; por suerte, las de Mónica eran bastante correctas.

    Sin embargo, la petición que Eleven le hizo esa noche fue bastante inusual, pues dentro de ésta venía incluida la indicación de evitar dentro de lo posible precisamente usar su clarividencia por el riesgo inminente que esto podía representar para ese caso. Esperaba, por consiguiente, que se valiera más de sus contactos y formas más convencionales de obtener información (si hackear, meterse a bases de datos no del todo públicas, cuentas de correos y redes sociales ajenas, podía considerarse como “convencionales”). Quizás no sería un gran problema, si no fuera porque sólo le había dado una palabra como pista para poder trabajar: Abra.

    Tras haber dejado a Mónica con ese pequeño problema por resolver, se fue al fin a descansar. Aunque técnicamente no se había movido de su casa en todo el día (al menos para el ojo común), ese había sido también un día agotador para ella. Aun así, no pudo dormir mucho realmente. Lo que había ocurrido le preocupaba mucho más de lo que se permitía aceptar, incluso más de lo que le había transmitido a Cole, o a Mike cuando hicieron un repaso de todo lo ocurrido antes de apagar las luces.

    Hacía mucho tiempo que no se sentía así de temerosa e indefensa, sintiendo que en cualquier momento, entre la oscuridad de su propia habitación, algo se materializaría, algo saldría de las esquinas y se abalanzaría directo a su cama, devorándola antes de permitirle siquiera gritar. Esto le hizo darse cuenta de lo cómoda, y quizás condescendiente, que se había vuelto con los años. Sin darse cuenta, se había puesto a sí misma, a su familia, a sus amigos y a sus colaboradores en un status quo en donde se sentían siempre seguros, siempre a salvo, y siempre intocables de cualquier fuerza maligna que quisiera ponerles un dedo encima. Y eso en realidad no era algo malo; era algo que se habían ganado tras todo lo vivido y perdido en el camino. Pero el problema venía cuando precisamente ocurría algo así, y llegaba de la nada a reventar su burbuja y demostrarle que en realidad no estaban tan seguros y a salvo como pensaba, ni mucho menos eran invencibles o intocables. Siempre habían estado expuestos y con la puerta trasera abierta, a la merced de cualquier lobo salvaje que rondara por el patio… y dicho lobo al fin se había aparecido.

    A la mañana siguiente, luego de desayunar con su esposo y su hija, se dirigió a su despacho y se encerró a solas para hablar con Mónica. No esperaba que ya le tuviera alguna novedad tangible, pues prácticamente sólo había pasado unas cuantas horas, y no esperaba que se hubiera desvelado por ella.

    —Me estás atando de manos, Eleven —murmuró con seriedad la voz de Mónica, sonando a través del altavoz del teléfono de su escritorio. Eleven se encontraba sentada en su silla, cruzada de piernas y envuelta en su bata de noche color azul.

    —No esperaba ese tipo de quejas de tu parte, Mónica. No de parte de la mejor Rastreadora de la Fundación.

    —Creí que esa eras tú.

    —No empieces. —Eleven se recargó por completo contra su silla y apoyó sus codos en los respaldos para los brazos, entrecruzando además sus dedos sobe sus piernas—. Sé que es una tarea difícil, pero enserio es muy importante que me consigas lo más que puedas de esta persona, lo antes posible.

    —Lo haría con gusto, si tan sólo me dieras algo con qué trabajar —exclamó Mónica a modo de reclamo—. Sólo me diste un nombre, que no sé si es nombre de pila, apellido, sobrenombre, diminutivo, nombre de mujer o de hombre… Me estás pidiendo que busque una aguja en un pajar, sin decirme siquiera en qué pajar es en el que debo buscar. Ni siquiera sabes si esta persona existe siquiera. Con quien te encontraste, tal vez sólo quería confundirte.

    —No, realmente esperaba a esa otra persona —señaló Eleven con absoluta convicción—. Se oía… incluso emocionado por la idea. Es una persona real, no tengo duda de ello. Y es nuestra única pista de momento, o al menos la única que podemos seguir.

    —En eso discrepo. Esto sería mucho más sencillo si nos dejaras usar nuestra percepción con Lily Sullivan o Leena Klammer, y así quizás…

    —Ya dije que no —interrumpió Jane de golpe de forma tajante, casi violenta. Se inclinó inconscientemente hacia el frente, colocándose casi sobre el teléfono—. Nadie debe usar sus habilidades para rastrear a ninguna de esas niñas… o mujeres, o lo que sean, ni tampoco al otro individuo.

    Eleven era consciente de lo casi incoherente que resultaba su petición, y de seguro sería imposible para Mónica entender su postura por más que se lo explicara. Pero ahora que sabía que eran vulnerables, que tenían la puerta trasera abierta para que el lobo entrara, no podían exponerse de más. Si ese individuo observaba a alguna de esas chicas, y alguno de ellos intentaba rastrearlas, sería como salir desnuda al patio cubierta de sangre, e invitar al lobo a entrar para devorarlos. ¿Exagerado?, quizás… pero no podía permitir que sus voluntarios se expusieran de esa forma a eso…

    —Es muy arriesgado —concluyó Eleven sin miramiento—. Abra, quien quiera que sea, es nuestra única pista y necesito que la encuentren a la vieja escuela.

    Mónica suspiró, cansada y resignada a la vez.

    —A la vieja escuela también se requiere más información inicial —murmuró de mala gana.

    Eleven se sentó más derecha, entrelazó sus dedos frente a su rostro y miró pensativa hacia las puertas corredizas de vidrio que daban a su amplio patio, y al bosque se extendía más allá de éste. Lo malo de resplandecer era que nunca podías estar del todo segura si una idea que se implantaba en su cabeza era sólo una idea, o la usual intuición que todas las personas poseían por naturaleza, o quizás algo más. Eso le ocurría en esos momentos con ese nombre que aquel extraño había mencionado.

    "¿Eres tú, Abra?"

    No tenía idea de quién era Abra, pero tenía por algún motivo la sensación de que debía de descubrirlo, de que debía encontrar a dicha persona a como diera lugar… Pero, ¿cómo hacerlo sólo con un nombre, que ni siquiera sabían si realmente lo era como tal?

    Cerró sus ojos unos momentos. Si ese presentimiento realmente era algo más, entonces esperaba que pudiera darle un poco más de rumbo si se concentraba lo suficiente. Las primeras ideas que se le vendrían a la mente, eso era lo que tomaría; no era para nada el camino más científico o coherente, pero era el único que tenía.

    “Me pareció que era un chico, joven, de diecisiete o dieciocho, de ojos azules y cabello negro. Era apuesto, pero… abrumadoramente aterrador”

    —¿Eleven?, ¿sigues ahí? —pronunció de pronto la voz de Mónica, haciendo que reaccionara y abriera de nuevo sus ojos. No estaba segura de cuánto había pasado, pero el suficiente para para que Mónica se preocupara por su silencio.

    —De acuerdo, reduce el rango de búsqueda —pronunció abruptamente, sin darse el tiempo de explicarse primero—. Creo que esperaba a una chica, quizás de su misma edad; Matilda dijo que no parecía mayor de dieciocho. Esperaba que fuera ella quien lo hubiera jalado a ese espacio, así que debe ser alguien que resplandece, y quizás con fuerza para que fuera la primera persona en la que pensara. Busca a chicas con ese perfil, por su nombre de pila, y que estén relacionadas directa o indirectamente con un caso inexplicable que pudiera deberse a la presencia del Resplandor.

    —Bien, eso es algo —masculló Mónica, aún no del todo feliz—. Me acabas de reducir de mil pajares a cien.

    —Es bastante si lo pones así —comentó Eleven, un poco burlona—. Dame una lista de posibles en cuanto la tengas por favor.

    —No será pronto.

    Mónica terminó colgando en ese mismo momento, sin siquiera despedirse. Eleven pensó en un par de cosas que le hubiera gustado decirle, pero tendría que guardárselas. Igualmente debía de ponerse un poco en su lugar y entender que no era una tarea sencilla la que le estaba solicitando.

    Cortó la línea una vez que el sonido indicando el final de la llamada la exaspero. Permaneció sentada en su silla un rato, sin mirar ni pensar en nada específico. Sólo contemplaba la hoja en blanco de una de sus libretas para apuntes, abierta sobre el escritorio. La hoja no tenía nada escrito, o al menos no para cualquier persona que se hubiera parado a su lado a ver lo mismo que ella. Para Eleven, era como si cuatro letras se materializaran por sí solas, abriéndose paso por el material blanco del papel como un animal que se desenterraba de la arena, y entonces danzaban de un lado a otro, rebotando sin parar. Las cuatro letras eran, obviamente, A, B, R, y otra A.

    Tomó un bolígrafo, y ella misma escribió en grande dicho nombre de forma diagonal por la hoja, esperando que el sólo acto de escribirlo le ayudara a sacar ese pensamiento intrusivo de su cabeza; no lo logró. Ahora el ver el gran ABRA en tinta negra, le causaba aún más fascinación.

    —¿Quién eres? —Susurró despacio—. ¿Qué relación tienes con este sujeto?

    Calló justo después de eso como si esperara que el papel le respondiera de alguna forma, más no fue así; guardó absoluto silencio también.

    Miró una vez más hacia el patio y meditó unos segundos. Dijo que no quería exponer a nadie más a ser atacado por este nuevo… ¿sería apropiado usar ya la palabra “enemigo” al pensar en él? Como fuera, dijo que no quería exponer a nadie a él, pero no había decidido si eso se incluía a sí misma. Debía ser así, de otra forma podría haber intentado rastrear a Lily Sullivan y o a Leena Klammer, como Cody había propuesto la noche anterior, y Mónica justo hace unos momentos. O podría intentar buscar a Abra… Pero aunque quisiera, ¿cómo lo haría? No tenía ni una foto, ni un dato de quién era o cómo era. Antes había logrado rastrear a personas de esa forma, pero al menos tenía una idea de la persona y el lugar, aquí no tenía nada de eso. Sólo un nombre, y un presentimiento, nada más.

    Pero igual se trataba de un presentimiento bastante fuerte, bastante atrayente y que la hacía tener todo su enfoque en él, algo que ni Mónica ni ningún otro Rastreador hubiera compartido. Pero, ¿sería suficiente? Y aún más importante: ¿valía la pena el riesgo?

    Su parte consciente y objetiva le decía que no.

    Su parte más profunda, más emocional y por algún motivo más fuerte, le decía que sí.

    ¿Qué era lo peor que podía esperar? ¿Qué su esposo e hija la encontraran con la cabeza recostada contra el escritorio, y un tercio de su cerebro escurriéndosele por la oreja y manchando los papeles sobre éste? Por qué ante la ignorancia que toda esa situación le causaba, realmente cualquier cosa era posible.

    Se paró y caminó hacia las puertas del patio, les puso seguro y luego corrió las cortinas por completo hasta cubrir cualquier rastro de vista del exterior. Se dirigió después a la puerta del estudio e igualmente le puso llave. Luego extendió su mano al interruptor de las luces del cuarto y las apagó. Al hacer esto, el cuarto quedó casi por completo en oscuridad. Usando las memorias que tenía en su mente de la distribución de la habitación, se dirigió sin problema hacia su escritorio, y se sentó en su silla. Acercó su mano hacia un cajón, y sacó un objeto que no era capaz de ver pero sintió a la perfección entre sus dedos: audífonos, pero unos muy especiales, para mantener aislado casi por completo cualquier rastro de sonido. Se los colocó, y en cuánto lo hizo un silencio casi absoluto la envolvió. Cerró además sus ojos, y comenzó a respirar lentamente.

    Ese estudio no era precisamente un tanque de privación sensorial, pero funcionaba en la mayoría de los casos. Privarse de la luz y del sonido no era algo que hiciera muy habitualmente, pero en ocasiones era lo único que lograba que esa otra parte de ella, ese otro sentido que sólo ella podía desarrollar, se intensificara y sólo se concentrara en una cosa. No tenía idea si eso iba a funcionar de alguna forma, y lo más probable era que no. Pero igual, debía hacer el intento, aunque fuera una vez.

    —Abra… —susurró muy despacio, o quizás sólo lo pensó. Sus dedos se apoyaron sobre el pedazo de papel en el que había escrito ABRA con tinta.

    Y ahí se quedó, envuelta en sombras y en ausencia total de sonido. Sin nada ni nadie más, sólo ella y sus pensamientos. Y así siguieron las cosas por un largo, largo tiempo…

    — — — —​

    Damien Thorn era un tanto ignorante de todo el impacto, confusión y miedo que había causado en las nuevas personas que acababa de conocer el día anterior. Desconocía que toda una organización, pequeña pero de relevante peso, estaba patas arriba buscando formas de dar con su identidad, al mismo tiempo que temblaban asustados ante la idea de que los descubriera. Bien, en realidad “ignorante” no era la palabra correcta para describirle. Era consciente del impacto tan devastador que podía tener su presencia en las personas, pero realmente no le importaba del todo, al menos no en esos momentos y en ese caso tan particular. Si bien tenía curiosidad de saber más sobre aquella mujer que había detenido a Esther en su huida, y sobre todo de la otra que había intervenido para salvarla, en realidad no eran su prioridad número uno. Suponía que si estaba en su destino cruzarse de nuevo con algunas de las dos en el proceso de esa pequeña operación que había puesto en marcha, sucedería aunque él no lo buscara. Si no era así y en realidad nunca más las volvía a ver (por decirlo de alguna forma), bien, en realidad eso no le quitaría el sueño.

    Esa mañana, una más en Los Ángeles, el apuesto joven de diecisiete años se había levantado temprano y arreglado; nada muy especial, sólo camisa roja, unos pantalones azules bastante casuales, y zapatos deportivos. Pidió que le prepararan sólo un café, con un poco de crema y azúcar, y se llevó su taza al estudio del Pent-house. Pasó la siguiente hora frente a su laptop, revisando algunos temas varios, más de índole personal, mientras esperaba a que el verdadero tema que lo había hecho levantarse a esa hora llegara.

    Cerca de las diez, la puerta del estudio se abrió. Damien alzó su mirada apenas un poco, de la pantalla de su computadora hacia la mujer que se acercaba desde la puerta, arrastrando detrás de sí una amplia maleta negra de viaje, y con una mirada dura en el rostro.

    Ann Thorn avanzó silenciosa hacia el escritorio, hasta pararse justo delante de éste.

    —Buenos días, querido —expresó la mujer con tono elocuente—. Veo que te despertaste temprano.

    Damien la observó un rato con desinterés, antes de voltear su atención de nuevo a su computadora y de inmediato seguir tecleando.

    —Tengo una cita con alguien —le informó con tono neutral—, que llegara en cualquier momento. Quise recibirlo presentable.

    La ceja derecha de Ann se arqueó, intrigante.

    —¿Una cita? ¿Aquí?

    —No de ese tipo, es más una cita de negocios. Y era aquí o en las oficinas locales de Thorn Enterprises, pero decidí que aquí se sentiría más cómodo.

    Ann respiró lentamente, parándose derecha y firme.

    —¿Acaso son esas…? —No terminó dicha pregunta, pero igual Damien supo exactamente lo que intentaba preguntarle.

    —No, no todavía.

    —Entiendo.

    La mujer miró unos segundos la maleta a su lado. Sus dedos se movían inquietos sobre la manija de ésta.

    —Sólo quería avisarte que necesito…

    —Irte, lo sé —interrumpió Damien—. Y lo entiendo; eres una mujer ocupada, después de todo. Ve con Dios… —Una pequeña risilla irónica se le escapó en ese momento, al darse cuenta de su curiosa elección de palabras—. Bueno, sabes a lo que me refiero.

    —En realidad, esperaba convencerte de que vinieras conmigo —comentó Ann, con un tono que no sonaba precisamente a una petición.

    —¿No oíste la parte en que mencioné que tengo una cita?

    —Y apuesto a que debe de ser una muy importante. Pero ya has descuidado demasiado tus clases, ¿no lo crees?

    —En lo absoluto —respondió el chico de inmediato con plena seguridad—. No me subestimes, Ann, ya me adelanté a eso. Me inscribí a un torneo de tenis que será la próxima semana, y así justificaré mi estadía en Los Ángeles por más tiempo. Hablé con mis profesores, y tomaré un par de exámenes que tenía pendientes en línea, y entregaré unos reportes entre uno y el otro; nada complicado u ostentoso, ya estoy trabajando en ello justo ahora mientras espero.

    Ann tuvo el impulso de inclinarse un poco al frente, e intentar echar un vistazo a la pantalla de la computadora y ver qué estaba escribiendo con exactitud. Sin embargo, un pequeño ademán de movimiento por parte del chico la puso en alerta, y rápidamente se enderezó de nuevo como si nada hubiera pasado. Damien, sin embargo, sólo había extendido su mano hacia su taza de café, pero se dio cuenta en ese momento de que la taza se encontraba ya vacía. Se dispuso entonces a accionar uno de los botones del intercomunicador montado sobre el escritorio.

    —¿Sí, señor Thorn? —Se escuchó la voz de uno de sus hombres de seguridad a través de la bocina integrada.

    —Que me traigan otro café —informó el muchacho—, igual al primero, por favor.

    Soltó el botón antes de recibir alguna respuesta de confirmación, y prosiguió con lo que hacía en su laptop.

    —Con eso tendré todo calmado por un rato —concluyó como punto final.

    Ann volvió a respirar lentamente, sin perder ni un poco la compostura.

    —Entiendo por eso que tienes pensado entonces permanecer aquí por un tiempo prolongado… Aunque yo no esté.

    Una risilla irónica surgió de los labios del chico, y al fin le regaló de nuevo el privilegio de ser su centro de atención, dejando de escribir y además alzando sus ojos hacia ella otra vez.

    —¿Y por qué piensas que te necesito para estar aquí, o no? —Le soltó de golpe, casi como un golpe directo a la cara, o al menos Ann así lo sintió—. Será sólo por unas semanas, en lo que llegan las otras personas que espero.

    —¿Las tres niñas? —Soltó, o más bien casi escupió, abruptamente la mujer de cabellos negros, siendo esto lo mismo que de hecho hubiera completado esa pregunta que había dejado cortada unos segundos atrás.

    Damien sonrió divertido por su reacción.

    —Sí, las tres niñas… aunque una de ellas no es precisamente una niña. —Se giró entonces de nuevo a la computadora, echando un vistazo a la hora en la esquina inferior derecha de la pantalla—. Deberías irte ya para alcanzar tu vuelo, ¿no?

    Se sentía casi derrotada, rebasada por la naturaleza propia de la conversación. Tomó la maleta de su mango, la inclinó un poco para que se balancea sobre sus ruedas traseras, y la hizo girar en dirección a la puerta.

    —Me encargaré de unos asuntos, y luego volveré —avisó con premura mientras comenzaba a avanzar hacia la puerta.

    —No hace falta, pero has lo que quieras —Lo escuchó decir con un tono bastante condescendiente, pero no le dio la satisfacción de voltearlo a ver. Siguió su camino directo a la puerta, hasta que apenas a un par de metros de ésta, el muchacho soltó algo más—. Saluda a Lyons de mi parte.

    Ann no pudo evitar detenerse en seco al escuchar tal comentario, que sonaba más a una amenaza. Se hubiera quedado así por quizás varios minutos, si no se hubiera forzado a sí misma a continuar. No dijo nada, ni lo volteó a verlo nuevamente. Sólo cortó la distancia que faltaba, abrió la puerta y salió, dejando de nuevo solo al joven.

    Damien siguió tecleando unos segundo más tras la partida de Ann, pero luego se detuvo abruptamente, recargándose contra su silla con sus manos detrás de su cabeza. Torneo de tenis, exámenes en línea, reportes… todo eso era pan comido para él. Podría faltar a clases todo el semestre, y aun así se las arreglaría para terminarlo con promedio perfecto. Así había nacido Damien Thorn, con todo a su favor: apariencia, condición física, carisma, inteligencia; no había nada que no pudiera hacer, ni nadie a quien no pudiera dominar… excepto a estos individuos, a estas personas que habían estado ahí frente a sus narices todo ese tiempo, y que él nunca había sido capaz de ver.

    Todas las personas de ese aburrido mundo (incluida Ann, Lyons y toda su querida Hermandad) no eran más que insípidos pedazos de carne ambulantes sin nada remotamente interesante en ellos. Pero estas otras, éstas que tenían ese brillo especial, ese “resplandor”, lo tenían fascinado, quizás más de lo que debía. No era algo que pudiera controlar, ni siquiera algo que hubiera buscado. Sencillamente había llegado a él de golpe y de forma inesperada, hace unos meses atrás, en aquella Convención de Economía en New Hampshire.

    ****​

    El evento duró tres días, pero los Thorn hicieron acto de presencia hasta el último, en el cuál Ann Thorn daría una conferencia junto con otras tres directoras de alto de nivel como ella, acerca del papel actual de las mujeres empresarias en Negocios Internacionales. El evento era de un tamaño considerable, al menos del suficiente para que Ann decidiera al fin aceptar la iterada invitación. En una entrevista corta y rápida semanas antes, comentó que había aceptado principalmente por la idea de impulsar y motivar a las jóvenes estudiantes a aspirar a lo más alto en sus carreras, y que no se dejaran doblegar ni humillar por nadie en el camino. Un lindo mensaje, aunque desde la perspectiva de algunos perdía peso si se tomaba en cuenta que prácticamente había heredado su posición actual tras la muerte de su esposo Richard y de su hijastro Mark, pasando todas las acciones que estaban a nombre de ambos automáticamente a ella. Y además, sin ningún otro familiar sanguíneo convida, se volvió también la tutora legal de Damien Thorn, quien también tenía a su nombre varias acciones a su nombre tras la muerte de sus padres, y por consiguiente éstas también pasaron a supervisión y administración de Ann hasta que éste fuera mayor de edad.

    Así que todo ello le daba el control de más de la mitad de un imperio multinacional que generaba varios miles de millones de dólares al año, incluso más de los que la gente creía, así que el ser la Directora de todo ello no estaba a discusión alguna. Pero igual había sabido ganarse su lugar en los últimos años, arreglando las cosas desde el escenario principal, y también tras bambalinas, para que todo quedara listo en el momento en que Damien reclamara su legítima posición al frente de este imperio, que era de hecho sólo un paso más hacia un destino mucho más grande. Ese era su papel, y Ann lo sabía y lo cumplía con gusto, aunque eso ameritaba de vez en cuando hacer esas molestas presentaciones públicas y sonreír a los corderos como si le importara un comino.

    Llegaron al amplio y elegante centro de convenciones en Manchester pasado el mediodía, y entraron por las puertas principales captando las atención de todos como verdaderas estrellas de cine. Ann de hecho fácilmente podría pasar por una, pues su belleza natural sencillamente se acrecentaba con el brillante labial rojo, su pelo rizado y perfectamente arreglado, y ese traje ejecutivo color morado con falda de tubo que entornaba perfectamente su figura. Era fácil para cualquiera ver porque Richard Thorn se había casado con ella no mucho después de enviudar de su primera esposa; era un verdadero monumento de mujer cuando se conocieron, y lo seguía siendo en esos momentos.

    La comitiva de Ann se componía en primera instancia por su sobrino Damien, que iba elegantemente vestido con un traje de pantalón y saco negro, camisa azul y corbata de rayas al juego con ésta, además de un chaleco negro; un atuendo bastante maduro, considerando que lo llevaba un chico de diecisiete. Su accesorio más llamativo, sin embargo, no era el elegante reloj de muñeca, o sus mocasines bien lustrados, o el prendedor de diamante que usaba en su corbata, sino la cámara profesional que le colgaba del cuello, y que él sujetaba con una mano, como un oficial ingresando a la escena del crimen con su arma desenfundada y lista para disparar. Iba, como siempre, impecablemente peinado y arreglado, sin ninguna arroga, mota de polvo o imperfección en su ropa o en su apariencia general. De inmediato también captó la atención de todos al ingresar, algo de lo que era plenamente consciente.

    Además de los cuatro miembros de su seguridad, todos altos, vestidos de negros y mal encarados, que caminaban a su alrededor creando un muro entre ellos y la multitud, los acompañaba también Verónica, la joven becaria que Ann había tomado como su protegida y asistente personal. Era una chica larguirucha, de cabellos rubios, rostro sencillo de nariz un poco prominente, pero unos bonitos ojos azules. No hablaba mucho, o al menos Damien no recordaba haberla oído hablar mucho en su presencia. Casi siempre permanecía a espaldas de Ann a una distancia prudente, con la cabeza agachada y esperando a que su jefa le dirigiera la palabra antes de dignarse a hacer cualquier cosa. Usaba un traje sencillo de pantalón y saco color celeste, y una blusa blanca debajo, y nada de maquillaje salvo un poco de rubor en las mejillas para ocultar un poco la palidez casi enfermiza de su rostro.

    Damien había llegado a pensar que en realidad era algo así como la mascota personal de Ann, o su esclava sexual secreta, o quizás la había secuestrado y dormía en el sótano de alguna de sus casas, encadenada a alguna tubería… o, simplemente era una universitaria cualquiera y aburrida, insegura y apantallada por el nombre y posición de la amable mujer que se había dignado a poner sus ojos en ella. Sentía un poco de lástima por ella a veces, pero ello no venía de la mano con el interés. Como cualquier otro empleado de la Thorn Enterprises, o cualquier otro miembro de la Hermandad que tanto lo protegía desde muy niño, Verónica le era totalmente indiferente y muchas veces ni siquiera recordaba que estaba ahí; de hecho, meses después tardaría un par de días en darse cuenta de que no iba con ellos al viaje a Los Ángeles, y tampoco se dignó en preguntar el motivo.

    En cuanto entraron al centro de convenciones, Damien intentó buscar con la vista algo que fuera digno de su atención para ser fotografiado. No fue una tarea muy fructífera; después de todo, ¿qué podría haber de interesante para fotografiar en un aburrido Congreso de Economía? Sólo personas viejas en trajes, saludándose e intercambiando tarjetas, o jóvenes estudiantes de preparatoria o Universidad, que de seguro fueron obligados a asistir por deber escolar o como una simple excusa para pasar el fin de semana en Manchester lejos de sus padres y salir de fiesta durante las noches. Podía sentir mucho de este último pensamiento, flotando en el aire, casi sofocante.

    Mientras avanzaban hacia el área especial para invitados, en donde los atenderían en teoría como era debido dada su categoría, a medio camino el joven se detuvo un segundo y fijo su atención en un grupo de tres personas, dos hombres y una mujer, los tres mayores y vestidos con trajes muy finos; uno de los hombres tenía ya el cabello totalmente blanco, y el otro posiblemente lo tenía recién pintado para ocultar sus canas, pero igual se las había arreglado para que se viera muy natural. La mujer era apenas un par de años más joven que ellos, y tenía un cabello rojo tan intenso como su labial. Era la esposa del hombre de cabello canoso, lo presintió de inmediato; ambos lucían con orgulloso son respectivas argollas de compromiso.

    Los tres charlaban y reían como viejos amigos, y de hecho lo eran. El hombre de canas y el hombre de cabello pintado habían sido compañeros de Universidad, y no se habían visto desde hace más medio año; por el contrario, su esposa acababa de ver a este viejo amigo hace dos semanas atrás, en una suite de lujo de un hotel en Concord, en dónde ya no le importó en lo más mínimo lucir su argolla, ni ninguna otra prenda o accesorio sobre su cuerpo.

    Y tenían ya un plan para repetir la experiencia.

    El hombre de cabello canoso entraría a una de las conferencias dentro de veinte minutos, pero su esposa casualmente se comenzaría a sentir mal, y su buen amigo se ofrecería a llevarla a su hotel. Eso les daría alrededor de dos horas para proseguir con lo que habían comenzado en Concord, y de nuevo dejar de lado la argolla por ese tiempo. Sus pensamientos y deseos eran tan evidentes y claros para el joven, que le resultaba casi ofensivo… pero un poco interesante. Personas infieles había por montones en ese mundo, pero el descaro y naturalidad con la que muchos decidían comportarse a pesar de los sucios pensamientos que inundaban sus cabezas en esos momentos, siempre era fascinante; no demasiado, pero lo suficiente para motivarlo a levantar su cámara, enfocar a la mujer y a su amante en un perfecto recuadro, y tomar cinco fotografías seguidas. Al revisarlas, la tercera había quedado perfecta: ella lo volteaba a ver él, y los ojos de ambos desbordaban lujuria y gula por igual a borbotones. Si los juzgara sólo por esa sola imagen, parecería que estuvieran a punto de arrancarse las ropas en ese mismo sitio sin el menor pudor, y sin importarles que el hombre de canas tuviera un asiento en primera fila para la profanación absoluta de su esposa. Pero al instante siguiente siguieron con total naturalidad, aun riendo, aun charlando, con el mismo descaro, como si ese pequeño momento no hubiera ocurrido.

    Escuchó entonces la voz de Ann llamándole, y fue consciente en ese momento de que toda la comitiva Thorn se había detenido unos pasos delante de dónde él lo había hecho.

    —Cuando te sugerí que me acompañaras, esperaba que aprovecharas el momento para ilustrarte un poco, o quizás hacer algunas relaciones. —Su tono era afable y tranquilo, pero tenía un poco de regaño oculto en él—. No tomar fotos a la gente a escondidas como un simple paparazzi.

    Damien sonrió, un tanto impasible por su comentario. Siguió revisando sus últimas fotos, pero realmente sólo la tercera valía aunque fuera un poco de su interés; las otras las borró sin pensarlo mucho más.

    —Tú dices que lo sugeriste, pero a mí no me sonó como tal —comentó con un tono burlón—. Sólo vine a hacer acto de presencia y poner mi mejor cara, como siempre. Además, tampoco es que haya algo muy interesante que fotografiar por aquí.

    Ann rio divertida.

    —En un par de horas será mi conferencia, eso quizás te parezca más entretenido. —Damien no respondió nada con palabras, pero su pequeña mueca fue suficiente para dar a entender que la idea no le emocionaba mucho más. Ann se le aproximó, ella sola, parándose a su lado para poder hablar más despacio—. Igual tienes que estar ahí, querido sobrino; para hacer acto de presencia, como bien has dicho. La gente poco a poco tiene que reconocer tu cara y tu nombre. —Pasó en ese momento sus dedos por el cabello negro y sedoso del muchacho, acomodándolo un poco para que quedara perfectamente peinado—. Y te ves tan guapo en estos momentos, que de seguro opacarás a cualquiera en ese auditorio, incluida yo.

    —Lo veo un poco difícil —respondió con simpleza, y justo después comenzó a alejarse de ella con paso tranquilo, pero no hacia la dirección en la que se suponía iban antes de detenerse—. Caminaré un rato por ahí por mi cuenta, si estás de acuerdo.

    —¿Enserio lo crees prudente? —Comentó Ann, insegura.

    —Hey, la gente tiene que ver mi cara, ¿no? —Se detuvo entonces a unos metros de distancia y se giró hacia ella, apuntándola directo con el lente de su cámara para encuadrarla de la mitad del pecho hacia arriba—. Anda, sonríe para mí.

    Un poco de mala gana, Ann permitió que sus labios rojos se curvearan en una sonrisa pequeña pero estable. Damien accionó el disparador, capturando ese pequeño instante. Echó poco después un vistazo más cuidadoso a la pantalla digital de la cámara para revisar la foto.

    —No es tu mejor sonrisa —señaló con tono burlón—. Será mejor que practiques un poco antes de tu conferencia.

    Sin esperar respuesta, Damien giró sobre sus pies y siguió andando para alejarse del grupo, mientras Ann lo miraba el silencio. Sí, en aquel entonces era algo impertinente, pero no más de lo que un adolescente normal lo era. Aún entre sus comentarios sarcásticos e insolencia, se notaba de fondo el respeto que sentía por ella, o incluso podría haber algo de cariño. Ann no era precisamente feliz con dicha conducta, pero llegaba a tolerarlo. Meses después, añoraría que la volviera a tratar al menos como en ese entonces.

    Se acomodó su saco y se dispuso a volver con sus hombres de seguridad que ya se veían bastante nerviosos por lo expuesta que se había puesto, aunque fuera por unos instantes. Verónica, por su lado, observó todo desde lejos, con sus ojos abierto como los de un perrito asustado.

    —¿Lo dejarás ir solo? —le cuestionó despacio la chica rubia, algo sorprendida.

    Ann se encogió de hombros.

    —Déjenlo divertirse un poco, para variar —respondió con notoria naturalidad, ignorante de lo mucho que se arrepentiría después de esa decisión.

    — — — —​

    En realidad Damien no buscaba nada especial en todo ese aburrido evento. Sólo había ido precisamente por lo que Ann había mencionado: relaciones públicas. Desde los doce años lo habían tenido de arriba a abajo en eventos de ese tipo, en los que pudiera lucir su apariencia, su inteligencia, su carisma, o quizás las tres al mismo tiempo si era posible. No era algo que le pareciera divertido en lo más mínimo, pero entendía el propósito; así como Ann entendía su papel en todo eso, Damien lo hacía igual. Lo entendía pues prácticamente se lo habían estado repitiendo cada día durante los últimos cinco años, con bastante insistencia. Pero… que lo entendiera, no significaba que lo aceptara del todo, o incluso que lo creyera.

    Damien ya sabía cómo funcionaban las sectas, y sabía que la Hermandad era una sin duda, y una que esperaba bastante de él. Pero a diferencia de otros, y a pesar de prácticamente ser centro de todo ese asunto, había una parte de él que se resistía a aceptar todo aquello así como así y entregarse a la idea. Quizás era por la misma impertinencia adolescente inherente en él, y quizás en un año o dos se le quitaría. Quizás era lo agobiante que se había vuelto el tener siempre a toda esa gente rodeándolo y observando todo el tiempo todo lo que hacía y decía, esperando que fuera perfecto e impecable en cada aspecto posible. O quizás era el rostro lleno de sufrimiento y dolor de su primo Mark, que de vez en cuando se le venía a la mente cuando cerraba los ojos, y llegaba a ponerlo nervioso… muy nervioso; esto último poco a poco comenzaba a ocurrir menos, y esperaba que al final sencillamente se esfumara del todo.

    Siendo lógico y pragmático, como siempre solía ser, no había motivo alguno para que aquello siguiera tan vivido en su memoria. Mark estaba muerto, ¿y eso qué? Todos a su alrededor morían de alguna u otra forma. Sabía que incluso a Ann le llegaría el turno, aunque desconocía cuál en específico sería su horripilante y vomitivo final… o cuál sería el suyo propio.

    Como fuera, en esos momentos no quería pensar mucho en eso. Deseaba sólo despejar un poco la mente, tomar alguna fotografía si es que encontraba algo que resultara más interesante que una pareja de viejos adúlteros, y quizás comer algo de comida chatarra aburrida y normal; su versión de una tarde recreativa.

    Comenzó a tomar varias fotos mientras avanzaba por los puestos más pequeños de diferentes empresas, y abriéndose paso entre la multitud, que en realidad no era tanta; pensó que de seguro ese sitio se llenaba más cuando ocurría alguna convención de cómics. Todas las fotos que revisaba en la pantalla de su cámara parecían fotos genéricas tomadas por cualquiera de los reportes que rondaban por ahí haciendo lo mismo. Nada llamativo, ningún pecado, dolor o preocupación oculta que se desbordara por las delgadas facciones de la gente, o al menos no uno que le resultara resaltante.

    Se paró entonces recargado contra una pared con sus manos en sus bolsillos y su cámara colgando, y se limitó a observar en silencio a las personas andando delante de él. Al inicio lo hizo una a una, intentando ver o percibir en ellos algo entretenido, y sí lograba percibir bastante, pero nada ni cercano a ello. Luego de un rato, todos los rostros y pensamientos comenzaron a entremezclarse como si fueran uno solo, y lo único que era capaz de percibir era ruido de estática, un ensordecedor ruido de estática.

    Y de pronto, una risa, una sonora y armoniosa risa, que opacó todo el demás sonido; de hecho, por unos instantes, le pareció que realmente todo a su alrededor se había quedado en silencio, a excepción de esa risa, alegre y juguetona.

    Damien se estremeció y miró discretamente a su alrededor. Esa risa… hubo algo extraño en ella. No le parecía haberla escuchado directamente con sus oídos, pero tampoco era parecido a cuando un pensamiento ajeno le llegaba a la cabeza. Eso había sido mucho más fuerte y claro. Pero, ¿de dónde había salido?, o más bien, ¿de quién?

    Recorrió sus ojos, intentando encontrar la fuente entre todo ese tumulto de rostros iguales. Por un rato más, todo fue otra vez estática, murmullos sobreponiéndose unos con otros. Y de nuevo resonó la misma risa, pero ahora incluso más fuerte que antes. Su cabeza se giró de lleno hacia donde estaba seguro que había venido. A unos metros de él, entre toda la gente, distinguió un grupo de cinco chicas, todas jóvenes, posiblemente de su edad; un poco menores o quizás un poco mayores. Tres de ellas cargaban mochilas al hombro, dos tenían en sus manos libretas pequeñas para anotar, y las otras tres ocupaban sus manos mejor en su ver sus celulares.

    Las cinco charlaban amenamente, con voces altas, pero en realidad no lo suficiente para que Damien pudiera escuchar siquiera un poco lo que decían desde esa distancia. Sin embargo, mientras más se enfocaba en ese grupo, mientras más concentraba sus sentidos en ese punto específico, el ruido a su alrededor se iba a apagando poco a poco como a una radio que le van bajando el volumen. Luego de unos segundos, incluso el sonido de las voces de las misteriosas chicas igualmente se fue esfumando… excepto la de una.

    “No, claro que no. Eres una habladora, Emma; ni siquiera estuviste ahí…”

    Era una voz suave y delicada, que flotaba hacia él como señal de radio perdida, y era capaz de oírla con tanta claridad como si se hubiera parado justo delante de él a unos cuantos centímetros.

    Poco a poco, sin que fuera del todo consciente del cambio, las personas a su alrededor se fueron esfumando. Pero no eran sólo las personas, sino realmente todo el espacio en el que se encontraba se difuminó hasta sólo dejar una amplia e infinita área negra, en el que sólo resaltaba un punto brillante al frente. Cuatro de las chicas se habían también desaparecido, pero la quinta ahí se quedó, dándole la espalda, moviéndose y girándose a los lados y al frente, como si su grupo de amigas aún siguiera ahí con ella, y quizás de hecho así era.

    Era de ella de quien surgía esa voz.

    Era una chica alta, de cabellos rubios rizados, sujeto con una cola que le caía sobre la espalda hasta la pitad de ésta. Usaba un suéter rosado que le cubría todo el torso y los brazos, unos vaqueros azules y zapatos converse blancos con rojo; de su hombro derecho colgaba una mochila rojo con blanco, que hacía casi juego con sus zapatos.

    “Jennifer tampoco estuvo ahí. ¿A quién le van a creer?”

    Hubo una pausa, en la que pareció esperar a que alguna de sus amigas, que se había vuelto invisible para Damien, le respondiera.

    “¡Exacto! ¿Ves?, esa es una respuesta sensata.”

    Y le siguió una pequeña carcajada burlona, que de seguro en el mundo real fue correspondida por el resto del grupo. ¿De qué estaban hablando? No sabía, y realmente tampoco estaba poniendo mucha atención a las palabras que pronunciaba, sino a ella en sí… a esa extraña chica que le provocaba una extraña sensación, que la había arrastrado de alguna forma a ese trance del que no estaba seguro si quería o no salir; a esos rizos rubios, a esa figura delgada, pero atlética, a ese lindo trasero que ajustaba sus pantalones, seguido por sus largas piernas.

    “¿Quién eres?”, pensó Damien, con tanta intensidad que por un momento pensó que quizás no lo había pensado, sino que lo había gritado con fuerza. Y esta sensación se vio alentada porque en ese momento la chica misteriosa pareció estremecerse un poco, como si alguien le hubiera tocado la espalda para llamar su atención, tomándola por sorpresa.

    Lentamente se giró confundida hacia su derecha y se quedó en esa posición por unos instantes antes de hacer lo mismo al girarse a la izquierda. Por último, se viró sobre su hombro, y sus ojos azules pequeños pero profundos se clavaron justo en él. Y ese momento realmente la percibió como si en verdad estuviera a una corta distancia de él, y pudiera captar todas las características de su rostro; no sólo sus ojos azules, sino sus mejillas rosadas, su nariz pequeña, sus labios delgados, sus cejas rubias naturales pero bonitas, sus orejas también pequeñas… en general, su rostro tenía un curioso aire de inocencia infantil, a pesar de ser claramente una chica ya grande, pero era en realidad muy linda; no era ni cerca la chica más linda que hubiera visto, y él sabía muy bien que le había tocado conocer a chicas despampanantes en más de uno de esos eventos sociales, pero igual era de un muy buen ver. Y olía dulce y agradable… no se detuvo a pensar cómo era posible que supiera cómo olía, pues en realidad no estaba cerca para oírla, menos para olerla.

    La chica entrecerró sus ojos unos momentos, mirándolo a él, o quizás algo a sus espalas, inquisitivamente. Incluso bajó y subió su mirada como examinándolo con curiosidad; no sabía porque, pero eso lo ponía algo nervioso. Una leve sonrisa divertida se dibujó en sus labios rosados, y casi inmediatamente después se giró de nuevo al frente, quizás de nuevo hacia su grupo de amigas que él no veía.

    “¿Qué clase de chico de esta edad usa un traje como ese en un evento así?”

    Damien arqueó una ceja, intrigante. ¿Eso lo había dicho o pensado? No importaba en realidad, pues igual le confirmaba que a quien estaba observando era en efecto a él. Y, aparentemente, no le gustaba su traje Dormeuil de tres piezas, ajustado a su medida.

    Era linda, pero no tenía buen gusto.

    “Sólo uno que sabe de estilo, muñeca” pensó, y de nuevo con bastante intensidad.

    Justo en ese momento, la misteriosa chica rubia se volvió a estremecer, pero con más fuerza que antes, y de inmediato se viró de nuevo hacia él con rapidez, pero ahora lo miraba fijamente con un gran asombro e incredulidad reflejado en los ojos. Y, de nuevo, se comenzó a sentir nervioso por ser observado de esa manera… y también muy confundido.

    ¿Acaso… lo había escuchado?

    No, eso no podía ser. Lo había sólo pensado, en esa ocasión estaba seguro de haberlo hecho. No había forma de que ella lo escuchara como para reaccionar abruptamente de esa forma… al menos que…

    Y en ese momento todo su entorno volvió a la normalidad, pero no gradualmente sino de golpe. El sonido, la gente, el espacio, los colores, todos volvieron tan abruptamente que lo sintió como un golpe directo en la cara; de hecho, se tambaleó un poco hacia atrás de la impresión y de mero reflejo se agarró de su cámara como si eso lo fuera a sostener. Al mirar de nuevo al frente, las personas pasando de un lado a otro ocultaban un poco al grupo de chicas, pero logró notar como comenzaban a moverse todas juntas.

    Tomó su cámara y usando la funcionalidad de acercamiento intentó ver hacia el grupo antes de perderlo de vista, intentando principalmente enfocar a la chica de suéter rosa. Logró verla, al menos su perfil, logró enfocarla, pero en cuanto accionó el disparador un hombre en un barato traje café se atravesó, cubriéndola por completo. Y un instante después, sencillamente la perdió entre el tumulto de gente.

    Damien soltó una maldición silenciosa.

    ¿Qué había sido todo eso?

    — — — —​

    Pasó media hora, quizás un poco más, en la que el joven Thorn estuvo deambulando por el evento sin rumbo fijo; incluso se había metido por un par de minutos a algunas de las conferencias, y luego salido. Se decía a sí mismo que sólo estaba recorriendo el sitio buscando algo interesante que fotografiar, pero en el fondo sabía que eso no era cierto. En todo ese tiempo no sacó ni una sola fotografía más, ni siquiera se había dignado a alzar su cámara. Ya fuera consciente o inconscientemente, estaba buscando a esa chica. Esperaba ver en cualquier momento su rostro entre la multitud, o escuchar de nuevo su risa resonando directo en su cabeza, o de nuevo siendo atrapado en ese extraño espacio en el que sólo existían ellos dos. Pero no tuvo suerte; para variar, algo no le salía bien a Damien Thorn.

    ¿Cuál era su interés en esa extraña? Como bien se dijo, no era precisamente la chica más guapa con la que se hubiera cruzado, y definitivamente en ese sitio podría encontrar dos o tres mucho mejores si es que le apetecía pasar un buen rato en algún rincón solitario de ese centro de convenciones. Pero aquello que había ocurrido, aquel extraño suceso totalmente nuevo para él… ¿ella lo había causado de alguna forma?, ¿era acaso consciente de lo que había ocurrido? ¿Por qué lo había volteado a ver no sólo una sino dos veces? Se sentía intrigado, como no se había sentido… quizás nunca.

    Tenía que hablar con ella, saber quién era, aunque al final resultara que todo era un malentendido, una jugarreta que le había jugado su cabeza; si era eso, al menos se sacaría la duda de encima.

    Pero llegó ya ese momento, faltaba poco para que la conferencia de Ann comenzara, y como bien había dicho tenía que hacer acto de presencia. De seguro su tía estaba a nada de marcarle a su teléfono para pedirle amablemente que se diera prisa, o que mandara a la gente de su seguridad a buscarlo; le sorprendía que aún no lo hubiera hecho.

    Antes de dirigirse a la sala especial en donde atendían a los invitados más importantes, y dónde Ann de seguro lo esperaba, se detuvo unos momentos frente a una mesa de café para tomar algo y poder calmarse. Tomó uno de los pequeños vasos desechables color blanco, le sirvió el café humeante directo de la gran cafetera de oficina, le colocó dos sobres enteros de stevia, y lo revolvió con un pequeño palillo de plástico. No se veía nada apetecible, pero era lo que tenía. Lo acercó a sus labios para dar un pequeño sorbo y…

    —Hola, chico con estilo —escuchó de pronto que la voz de alguien pronunciaba con entusiasmo a su lado, una voz que le resultó familiar…

    Damien se sobresaltó, y pequeñas gotas del café saltaron del vaso, pero ninguna tocó su caro traje o su cámara. Se giró con cuidado hacia su izquierda y… ahí estaba ella, con sus rizos rubios, su rostro aniñado, sus ojos azules, su suéter rosa y su mochila a juego con sus zapatos. Se había aparecido de la nada, materializado a su lado sin que él sintiera su cercanía siquiera. Estaba tomando en ese momento otro de los vaso desechables, e igual que él se estaba sirviendo un café. Era alta, prácticamente de su misma estatura; unos cuantos centímetros más baja, pero con los tacones correctos quizás quedarían iguales.

    El chico se quedó unos segundos perplejo, forzándose a sí mismo a reaccionar. Esto no era usual en él; se suponía que él era siempre quien causaba estas reacciones en las personas, no al revés. Respiró hondo por la nariz, se paró derecho y confiado, y respondió:

    —¿Me hablas a mí? —Murmuró indiferente, quizás demasiado.

    La chica lo volteó a ver de reojo, y le sonrió pícaramente.

    —¿A quién más? —Le respondió divertida.

    Volvió entonces a lo suyo, como si la presencia del chico igualmente le diera igual. Sirvió el café, y lo tomó entre sus dedos, soplándole un poco antes de dar el primer trago, el cuál no pareció agradarle para nada.

    Damien se cuestionaba a sí mismo qué hacer ahora. Había ido directo a él y le había dicho “chico con estilo”. Eso era lo que había pensado en aquel momento; ¿era una coincidencia o una indirecta?

    “¿Me pasas la crema?”

    Lo escuchó de pronto fuerte y claro en su cabeza, haciendo que de nuevo al muchacho se estremeciera. La miró de nuevo. Ella seguía sosteniendo el café frente a su cara, y le seguía soplando. Lo miró de reojo cuando sintió que la estaba viendo, y le volvió a sonreír de la misma forma.

    “Descuida, nadie se va a dar cuenta. Puedes escucharme, ¿cierto?”

    Escucharla no era la palabra que Damien hubiera usado para describir eso, pero sí… lo estaba haciendo.

    Su mano derecha se movió prácticamente sola, tomando el bote de crema y colocándoselo al frente. La chica lo tomó con animosidad y se sirvió una generosa cantidad de ésta en su café. Damien la miraba atentamente. ¿Estaba acaso manando sus pensamientos directamente a él de manera consciente? Nunca antes nadie lo había hecho, y nunca había percibido tampoco los pensamientos de una persona de manera tan clara como si fueran palabras de una conversación. Pero, entonces, ¿ella también podía oír los suyos?, ¿por eso había reaccionado así en aquel momento anterior?

    Le parecía inverosímil, nadie en ese mundo podía hacer tal cosa, sólo él y nadie más… o eso creía, hasta ese momento.

    Quiso hacer una prueba. Se concentró, como lo hizo antes, en igualmente pensar con la intensidad suficiente como antes.

    “¿Cómo es que haces esto? ¿Quién eres?”

    La chica de rizos se estremeció, encorvándose un poco en ella misma, y colocando los dedos de su mano derecha contra su sien, como si le doliera.

    “Oye, más despacio, amigo. No tan intenso, ¿quieres?”

    Bebió un sorbo de su café, con bastante crema, y eso la calmó un poco.

    “No te asustes”

    —¿Acaso es la primera vez que haces esto? —Dijo justo después, ya con su propia voz.

    —¿Hacer qué?

    —Pues esto, hablar con otra persona de esta forma. ¿Nunca habías conocido a alguien más que pudiera hacerlo?

    Damien se quedó mudo, tanto en su mente como en sus palabras. La chica bebió de nuevo de su café, pero sin dejar de mirarlo.

    “Supongo que eso es un no. Si sirve de algo, es la primera vez que conozco a alguien de mi misma edad con el Resplandor”

    Damien arrugó un poco su entrecejo, intrigado.

    —¿Resplandor?

    La fila para la mesa de café detrás de ellos se estaba alargando, por lo que la chica gentilmente lo empujó del brazo para indicarle que avanzara. Damien la obedeció, casi sin pensarlo, y se pararon un poco apartados de la mesa.

    —Así es como mi tío Dan lo llama —le explicó entre un sorbo de café y otro—. A esto, lo que hacemos; nuestro pequeño don. ¿Desde cuándo lo haces?

    Damien la tomó abruptamente de su brazo, haciendo que casi se derramara su café encima. No la sujetó muy fuerte en realidad, pero sólo lo suficiente para poder encararla de frente.

    —¿Quién demonios eres? —Le cuestionó algo alterado. La chica, sin embargo, no pareció intimidarse en lo más mínimo.

    —Tranquilo, amigo —le respondió con tono duro, incluso algo agresivo, y se retiró de inmediato su mano de encima—. Bájale un poco a tu humor, que no te hace ver más atractivo. Me llamo Abra Stone, soy de Anniston. ¿Y tú?

    Damien había reaccionado casi por mero instinto al tomarla de esa forma. ¿Por qué? Él siempre se mantenía tranquilo y frío ante todo, pero esa situación en la que no tenía en lo absoluto el control, simplemente lo desbalanceaba demasiado. Respiró de nuevo hondo por la nariz e intentó recuperar lo más posible la serenidad.

    —Damien Thorn —le respondió con calma. Los ojos de la chica se abrieron por completo con asombro.

    —¿Thorn? —Exclamó despacio—. ¿Cómo Ann Thorn de… Thorn Enterprises?

    —Sí, ella es mi tía.

    La joven, auto presentada como Abra Stone, soltó un pequeño alarido, como si le hubieran sacado el aire de un golpe.

    —Vaya, vaya, alto ahí —murmuró alzando su mano libre al frente—. ¿Quieres decir que eres un Thorn?

    “¿De las familias más ricas y poderosas del país?”

    “Sólo estamos en el Top 5 nacional”

    Eso último Damien lo había pensado como una respuesta, casi sin notarlo, ahora con mucha más naturalidad, así como lo hacía ella.

    Abra rio, sarcástica.

    “Oh, disculpe usted, error mío. Sólo eres de los cinco más ricos”

    Damien sonrió divertido por su actitud, sin proponérselo realmente.

    “¿En verdad puedes hacer esto?”

    “No, es un truco de magia, Abracadabra…”

    Incluso aunque sólo fueran pensamientos, podía sentir por completo su derroche de sarcasmo.

    “Por supuesto que sí. Enserio, no habrás creído que eras el único en el mundo que podía hacerlo, ¿o sí?”

    Damien no respondió, por ninguna de las dos vías disponibles, pero la respuesta correcta sería de hecho un “sí”.

    “Hay varios, aunque yo no conozco a muchos. Sólo a mi tío y… a un grupo de sujetos bastantes despreciables, pero que ya no andan por aquí. Y ahora tú, Damien Thorn”

    —Pero descuida, será nuestro secreto —añadió ahora con su propia voz, y justo después le guiñó el ojo derecho con complicidad—. Buen, tengo que irme, la conferencia de tu tía está por comenzar. ¿Vienes?

    Damien supuso que en efecto debía, pero ahora menos que antes le apetecía la idea.

    —Ya la he oído antes —le respondió con simpleza, y Abra sencillamente se encogió de hombros.

    —Como quieras.

    Se giró entonces en dirección a donde sus amigas la esperaban a lo lejos, con su café entre sus manos. Hubiera sido muy fácil dejarla irse, dejar que se alejara y olvidarse de ella como si eso jamás hubiera ocurrido… pero, ¿cómo podría ser posible que hiciera algo así luego de todo lo que acababa de ocurrir?

    —¡Oye! —Exclamó un poco fuerte para llamar su atención, al tiempo que rápidamente la alcanzó. Abra se detuvo y se giró hacia él, un poco confundida. Damien se paró delante de ella, aparentemente un poco dudoso de qué decir.

    “¿Quieres ir a platicar por ahí? Tengo… varias preguntas”

    Abra lo miró insegura. Echó un vistazo sobre su hombro a sus amigas, que desde lejos la miraban asombrada, pero de seguro no la miraban a ella sino al chico apuesto de traje con el que estaba hablando.

    —Se supone que tengo que hacer un reporte de las conferencia… —comenzó a decir insegura, pero calló abruptamente. Sonrió más confiada, y se giró de nuevo hacia él.

    “Bueno, ¿qué más da?”

    FIN DEL CAPÍTULO 28

    Notas del Autor:

    Abra Stone se basa íntegramente en el respectivo personaje de la novela Doctor Sueño escrita por Stephen King y publicada en el 2013. Originalmente Abra tiene 12 años durante gran parte de la novela, y 15 al final de ésta. Esta historia se ubica alrededor de dos años después del final de dicha novela, por lo que tendría entre 16 y 17 años, teniendo una apariencia física acorde a dicha edad.

    Verónica está basado en el personaje de Verónica Selvaggio de la serie de A&E Damien del 2016 en lo que respecta a su papel y apariencia (aunque aquí es una joven de dieciocho años), pero es posible que se tomen algunas libertades con su personalidad y trasfondo. Más adelante se darán más detalles sobre ella.

    Mónica es un personaje original de mi creación que no se basa directa o indirectamente en algún otro personaje conocido de novela, película o serie.
     
  9.  
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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 29.
    Cosas Malas

    Damien y Abra no fueron muy lejos. En realidad, sólo subieron al segundo nivel, en dónde se encontraba una pequeña área de comidas para los asistentes. Había de todo un poco, desde ensaladas y rollos para los más exigentes, hasta hamburguesas y pizzas para los más convencionales. El joven Thorn pidió una ensalada con pollo, y en contraposición su invitada pidió una hamburguesa mediana y papas. Ambos se sentaron frente a frente en una de las mesas pequeñas, cerca del barandal que rodeaba la zona de comidas, que en realidad era como una pequeña terraza en la que se podía ver desde lo alto al resto del centro de convenciones, los puestos de las empresas, y la gente que iba y venía. Desde esa posición, era como una de esas imágenes sobrecargadas de elementos de los libros de Where's Wally?, aunque con movimiento.

    Desde el inicio Abra se vio bastante curiosa por la cámara que colgaba del cuello del chico. Le preguntó si le dejaba verla, y él le indicó que sólo si se limpiaba sus dedos manchados de cátsup y aceite de papas fritas.

    —Huy, está bien, princesita —exclamó con un tono irónico, y de inmediato se talló las manos fuertemente con una servilleta. Luego sacó de su mochila un gel antibacterial, vertió un poco en sus palmas y se volvió a tallar. Le enseñó ambas manos por ambos lados con actitud satírica, que a Damien en realidad le parecía bastante divertida—. ¿Satisfecho?

    —Bastante.

    Se quitó la cámara y se le extendió por encima de la mesa para que la tomara. Cuando Abra la tuvo entre sus manos, pareció sorprenderle el peso de ésta. La estuvo rotando, mirando su lente, todos los botones y opciones que tenía, la pantalla de la parte trasera… Más que interesada, parecía quizás asustada.

    —Sí que se ve costosa —comentó algo aprehensiva—. ¿Cómo de cuánto estamos hablando?

    —No recuerdo —masculló Damien, recargándose por completo contra su silla—. Incluyendo todos sus aditamentos, creo que unos cuatro mil.

    —¿Dólares? —Exclamó la muchacha rubia, casi horrorizada—. Vaya, para un Thorn supongo que eso es como comprarse un chocolate en la tienda.

    Abra alzó entonces el costoso aparato y lo colocó frente a su rostro. Acercó su ojo a la mirilla e hizo que enfocara directamente al chico sentado delante de ella. Éste sonreía muy sutilmente, con un plato de ensalada a medio comer delante de él.

    —¿Sólo presionó aquí y ya? —Preguntó Abra mientras tocaba a tientas con un dedo el botón del obturador ubicado a un lado.

    —Básicamente.

    Abra pareció dudar unos momentos entre tomarla o no, para al final optar por bajar la cámara y mirar a su acompañante con incertidumbre.

    —No, espera…

    Colocó la cámara en la mesa unos momentos, y entonces se inclinó al frente, extendiendo su mano hacia él. Antes de que pudiera reaccionar, la joven colocó su mano sobre su cabeza, y sacudió violentamente su peinado cabello, haciendo que éste se desacomodara.

    —Oye —exclamó Damien como reproche, pero de inmediato la misma mano tomó su corbata de su nudo y la jaló para retirársela.

    —Desabróchate los primeros dos botones —le indicó la joven justo después con tono juguetón. Damien la miró de mala gana unos segundos, pero luego se vio más relajado y cumplió su petición abriendo su camisa hasta mostrar un poco de su pectoral mayor—. Ahora sí; ya no pareces tanto un yuppie.

    —¿Sabes al menos qué significa esa palabra?

    Abra no hizo caso a su pregunta. Volvió a tomar la cámara y lo enfocó con ella una vez más.

    —Mira hacia acá, baby.

    Damien no dibujó ninguna sonrisa u optó por alguna mirada fuera de lo común. Sólo miró hacia la lente de forma natural, y unos segundos después escuchó claramente el sonido característico de una fotografía tomada. Abra echó un vistazo a la foto en la pantalla digital trasera, y casi de inmediato se la pasó a Damien para que él mismo la viera.

    —¿Qué dices? ¿Tengo talento?

    El chico de traje, aunque ahora sin corbata, tomó de regreso su cámara e inspeccionó la última fotografía tomada. La inspeccionó en un intrigante silencio por un rato, y entonces volteó a ver lentamente a la jovencita ante él con un poco de seriedad en su mirada.

    —Te quedó un poco desenfocada —le informó con normalidad—. Y me cortaste la parte superior de la cabeza. Y creo que hubiera quedado mejor si la hubieras tomado verticalmente.

    El rostro de Abra se cubrió de un ligero enojo en forma de puchero, que hacía ver su ya de por sí infantil rostro aún más fuera de sitio.

    —Apuesto que igual eres de esas personas que siempre salen bien en todas las fotos —masculló con molestia como si intentara que eso sonara a un insulto, aunque en realidad no se sintió para nada como tal—. Yo siempre terminó viéndome fatal.

    —Quizás porque nunca has tenido al fotógrafo adecuado —señaló el joven Thorn, y entonces se permitió tomar la cámara, en posición vertical, y enfocarla con ella al tiempo que ajustaba los lentes—. Mira hacia acá con tu mejor sonrisa.

    —Sólo tengo una sonrisa —contestó la rubia, irónica. Respiró entonces profundamente, se sentó erguida en su silla, miró fijamente al frente y sonrió de una manera suave y decorosa.

    Damien la siguió enfocando, intentando encontrar el ángulo y el enfoque adecuado.

    —Sólo déjame… —Extendió en ese momento una mano hacia ella, sin soltar la cámara con la otra, y pasó sus dedos por su frente para retirarle uno de sus rizos de la cara. Éste acto tomó por sorpresa a Abra, pero lo hizo aún más el hecho de que en ese mismo instante tomara la fotografía sin siquiera prevenirle—. Listo, perfecta.

    Sin siquiera echarle un vistazo a la pantalla, le extendió la cámara de regreso a su modelo para que ella misma viera el resultado. Abra, bastante escéptica, tomó la cámara de mala gana para ver lo que había hecho. De seguro había salido con cara de estúpida o algo parecido.

    No era así.

    Abra se quedó anonadada al ver la espontanea fotografía que le habían tomado. Miraba hacia arriba en un pequeño ángulo ascendente, como si contemplara algo lejano en las alturas, aunque en realidad lo que sus ojos buscaban en esos momentos era la mano de su fotógrafo. Su rostro en ese momento no era de sorpresa o de enojo, sino más bien parecía reflexivo, soñador. La luz que entraba por el vitral sobre sus cabezas hacía que su piel tomara una tonalidad brillante, y jugaba bien con las sombras de su costado.

    Quizás sólo la estaba viendo a través de una pequeña pantalla cuadrada, pero de inmediato pensó que podría ser la mejor fotografía que se hubiera tomado en su vida.

    —Cielos… —masculló incapaz de salir de su asombro. Miró entonces a Damien, quien desde su silla parecía bastante orgulloso de su obra—. ¿Cómo lo hiciste?

    El joven Thorn se encogió de hombros.

    —Creo que tengo el don de sacar lo mejor y lo peor de las personas… en sus fotografías, claro —se apresuró a aclarar—. Me agradan las fotos porque capturan un momento fijo de las personas. Todo lo que les cruzaba por la cabeza, todo lo que deseaban y querían, puedes interpretarlo en su expresión, en su mirada, o postura. Pequeños detalles que en un video o a simple vista pasan desapercibidos.

    Abra no mostró mucha reacción a sus palabras; parecía estar aun digiriendo la impresión de haber visto tal foto, y no tenía energías suficientes para intentar descifrar por completo lo que trataba de decirle con todo ello.

    Le pasó entonces de regreso su cámara.

    —¿Y qué ves en mi fotografía? —Preguntó curiosa.

    Damien echó un vistazo a la pantalla de la cámara antes de responder algo.

    —Brillas con intensidad —mencionó abruptamente—. Mucha intensidad.

    Un trazo de sorpresa se dibujó en los ojos de la chica rubia, y sus mejillas tomaron una ligera tonalidad rosada, que intentó disimular volteando hacia otro lado. Se aclaró la garganta discretamente, y con un movimiento de sus dedos volvió a colocarse fuera de lugar el mismo mechón que él le había acomodado.

    —Bien —exclamó con aparente más calma, aunque quizás era algo fingida en realidad—, además de rico, fotógrafo aficionado y lector de mentes, ¿qué más puedes hacer?

    —¿Hablas de…? —Damien señaló su propia cabeza con un dedo. Abra no respondió nada, pero su sola mirada le fue suficiente para indicarle que era justo eso.

    El chico sonrió, divertido.

    “En realidad no creo poder leer mentes precisamente. Normalmente sólo soy capaz de sentir lo que le gente siente, o darme una idea de sus preocupaciones, miedos y deseos, y demás emociones fuertes.”

    —Es la primera vez que los pensamientos de alguien llegan a mí como si fueran parte de una conversación —concluyó ya con su propia voz.

    —Para ser tu primera vez lo haces bastante bien —señaló Abra, colocando una mano en su barbilla en una casi sobreactuada expresión reflexiva—. Incluso logras bloquearme por completo, y muy fácil al parecer.

    —¿Bloquearte? —Inquirió Damien, intrigado.

    Abra fue ahora la que sonrió, inclinando un poco su cuerpo hacia el frente.

    “Sí, no soy capaz de entrar en esa cabecilla tuya por mi cuenta, sólo lo que tú quieres que vea. No es tan raro realmente, yo también puedo hacerlo, y mi tío Dan igual. Pero me resulta curioso que tú lo hagas con tanta naturalidad si nunca habías hecho esto antes.”

    Tomó una de sus papas fritas, la sumergió hasta la mitad en su botecito de salsa cátsup, e inmediatamente después se la introdujo completa en la boca. Parecía disfrutarla gratamente.

    —Siempre me han dicho que tengo facilidad para aprender cosas nuevas —contestó Damien, encogiéndose de hombros.

    —Ajá, pero ya enserio —insistió la joven—, ¿puedes hacer algo más?

    —¿Tú puedes?

    —Yo pregunté primero.

    —Dime y yo te digo.

    —Qué maduro —farfulló con un poco de falso fastidio. Dio un sorbo profundo de su refresco, antes de dignarse a responderle—. Tengo un poco de telequinesis. Ya sabes, mover objetos con la mente, o romper cosas. De pequeña me parece que tenía más, pero conforme fui creciendo esa habilidad se fue diluyendo un poco. Ahora sólo me surge cuando estoy alterada, en peligro, enojada o cosas así.

    El rostro de Damien se tornó algo serio al escucharla.

    —Eso es interesante —murmuró con genuino interés, que posiblemente sin querer había sonado un poco sarcástico.

    —Bien, te toca. ¿Qué más puedes hacer?

    Damien se recargó por completo contra su silla, cavilando un poco. Dio un sorbo de su botella de agua, mientras miraba al techo en busca de la mejor respuesta para dar.

    —Puedo… hacer que algunos animales hagan lo que les digo.

    La ceja de Abra se arqueó con bastante incredulidad.

    —No es cierto —musitó, casi ofendida.

    —Es verdad.

    —¿Enserio? ¿Quieres que crea que tienes control mental sobre los animales?

    —En algunos, principalmente perros.

    Abra rio de manera forzada; era evidente que no le creía. Tomó su vaso de bebida, y sorbió hasta que pareció acabarse todo lo poco que le quedaba.

    —Qué conveniente que no haya ningún perro por aquí para que lo demuestres —murmuró, sarcástica—. Tengo un perrillo llamado Brownie. Fue un regalo de mi tío Dan; era de un conocido suyo que falleció. Es una criatura adorable, pero a veces me gustaría poder hacer que me obedeciera cuando le digo que se bajé de los sillones o que no mastique lo que no debe.

    —Yo te puedo ayudar con eso.

    —¿Ah, sí? Podrías ser como el Encantador de Perros, pero en versión Millennial.

    —Creo que en realidad somos Generación Z.

    —Da igual.

    Abra rio entonces, con una risa bastante natural y suave. Todo en ella parecía demasiado… auténtico, transparente, como si no temiera en lo más mínimo decir o hacer lo que le placiera. Eso era algo realmente inusual para el joven Thorn, al menos cuando la gente estaba ante él. Aún aquellos que no conocían su supuesta verdadera naturaleza, por el simple hecho de ser un Thorn, o muchas veces por su mera presencia, tendían a decir y actuar de una forma tal para complacerlo y agradarle. Suena genial a primera instancia, pero lo cierto es que se vuelve un poco aburrido a la larga. Por ello, esa chica le resultaba ciertamente inusual, y por ello interesante.

    Definitivamente más interesante que la pareja de adúlteros de hace un rato.

    —¿Tú puedes hacer algo más? —Preguntó Damien directamente y sin rodeos. Abra se encontraba a mitad de una mordida de su hamburguesa cuando escuchó la pregunta, así que tuvo problemas al inicio para lograr enfocarse y responderle.

    Masticó aprisa, cubriendo su boca con una mano, y tragó lo más rápido que pudo.

    —Déjame ver… Puedo proyectar mi conciencia a otros lugares —declaró con bastante naturalidad, pese a la naturaleza tan inusual de su afirmación—. Puedo ver y escuchar a una persona que esté a kilómetros de mí tan vívidamente como si la tuviera al frente. Pero requiere mucha concentración, y ocupo saber a dónde quiero ir o con quién quiero ir. A veces tocar un objeto o una foto ayudan, o sencillamente me enfoco en una idea o deseo, y me dejo llevar por ella.

    —Creo que yo también puedo hacer algo parecido —comentó Damien, entusiasmado. No sabía si era exactamente lo mismo, pero efectivamente lograba ver y oír a personas que estaban muy lejos de él; a veces, podía incluso hacerles mucho más que sólo verlos y oírlos.

    —No es tan raro —comentó Abra, un poco indiferente—, mi tío Dan también puede.

    —Ese tío Dan del que tanto hablas, ¿te enseñó a hacer todas esas cosas?

    —No precisamente. —Abra dio una mordida más de su hamburguesa; ya sólo le quedaban alrededor de dos bocados más—. Yo podía hacer todo esto desde que era muy pequeña, y la mayoría las fui aprendiendo por mi cuenta. A mi tío lo conocí hasta que cumplí los doce. En general, mis habilidades son más poderosas que las suyas. Pero él tiene bastante más experiencia y control, así que sí, sus consejos y guías me han servido.

    Así que no había sólo una persona más en ese mundo que podía hacer cosas parecidas a las suyas, sino que había al menos dos. Y encima de todo, era alguien con más “experiencia y control”. La idea le provocaba una verdadera mezcla de sentimientos; entre ellos, definitivamente se encontraba el enojo, pero no deseaba pensar en ello de momento.

    Tomó un bocado de su ensalada; un pedazo de pollo y uno de lechuga, para ser exactos. Miró entonces hacia abajo, hacia el resto de la gente, y al mismo tiempo comenzó a captar con más claridad todo el ruido que hacían: sus voces, sus pasos… y sus mentes.

    —Hay algo más que puedo hacer —murmuró de pronto una vez que terminó de masticar, y antes de pasar una servilleta por sus labios para limpiar cualquier rastro de aderezo que le hubiera quedado ahí—. No sólo puedo influir en los animales, también en algunas personas. En las que tienen la mente más débil o vulnerable. Puedo hacer que hagan cosas.

    —¿Cosas cómo qué? —Cuestionó Abra, al parecer también escéptica, pero no tanto como con los animales.

    Damien sonrió complacido.

    Miró entonces de nuevo hacia la multitud.

    —Déjame ver… —susurró despacio mientras recorría su mirada por el tumulto, buscando a alguien que pudiera servirle de ejemplo. El sujeto perfecto se le cruzó sin mucha espera—. ¿Ves a aquel hombre de allá?

    Damien señaló hacia abajo, hacia el área de los stands. Abra miró en la dirección que señalaba. Tardó un poco en identificar de quién hablaba, pero le pareció claro que señalaba a un hombre cuarentón, de traje gris y cabeza calva, que se encontraba de pie frente al stand de alguna marca motocicletas, o eso le parecía. El stand era atendido por hermosas mujeres en vestidos cortos y ajustados color plateado con brillos. Eso era lo único que ella podía percibir desde esa distancia.

    —No le ha quitado los ojos de encima a esa edecán desde hace un buen rato —añadió Damien, señalando ahora hacia una de las chicas, una rubia alta y bastante, bastante curvilínea, que atendía en esos momentos a otro hombre interesado en una de las máquinas que exhibían—. Desde aquí puedo sentir todas las malas emociones que le provocan su figura y su vestido diminuto. Es un hombre casado, y aún así está considerando el invitarla a salir con él esta noche.

    Abra lo miró sorprendida un instante, pero casi de inmediato se volvió a girar hacia aquel hombre, intentando enfocarse en él. Había mucha gente, mucho ruido y movimiento. No logró captar con tanta claridad lo que Damien describía, pero si le llegó una sensación un tanto incómoda y desagradable proveniente de él.

    —Qué asqueroso —masculló, molesta.

    —Los pensamientos indebidos son los más fáciles de percibir para mí —comentó Damien—, y también los que dejan más vulnerable la mente de una persona. ¿Qué te parece si le damos un pequeño empujón para cumplir su deseo?

    Abra no entendió a qué se refería. El chico de negro observó muy concentrado al hombre calvo, como si mirara un acertijo que le resultaba difícil de entender. Aunque, en realidad, ese sujeto podía ser muchas cosas, pero no difícil de entender. Era un sujeto bastante común, bastante… aburrido.

    De la nada, el hombre se estremeció como si le hubiera dado un pequeño escalofrío. Se paró derecho y miró hacia al frente de forma perdida, como si meditara en algo profundo, muy profundo. Abra notó este cambio. Miró a Damien con la intención de preguntarle si él lo estaba haciendo; él seguía con su atención puesta en aquel hombre, y no le pareció que fuera buena idea interrumpirlo.

    De pronto, el hombre calvo comenzó a caminar con paso decidido y firme, en dirección al edecán, que en esos momentos le daba la espalda mientras hablaba con el otro caballero. Sin duda alguna ni vacilación en su acto, se paró justo detrás de la señorita, y acercó de inmediato su mano derecha hacia su glúteo, tomándolo firmemente entre sus dedos.

    Abra contuvo el aliento al ver esto.

    La Edecán dio un salto, asustada, y de inmediato se volteó y retrocedió; el hombre calvo la miraba aún con la expresión ausente, como si no fuera consciente de dónde estaba. Esto poco le importó a la chica, pues con justa razón se lanzó contra él, comenzando a golpearlo con ambas manos en su cabeza pulida y reluciente. No lograban escuchar qué le decía, pero parecía estarle gritando todos los insultos del manual. El hombre, confundido como si lo acabaran de despertar de un sueño, se cubría torpemente con sus brazos. El otro cliente que la señorita atendía, se le acercó de inmediato con actitud desafiante y lo tomó de su traje, zarandeándolo y dándole también su dosis de insultos sin duda. Otras de las chicas se acercaron a la joven afectada para apoyarla; no se veía asustada o triste, sino más bien furiosa. Varias personas más, incluyendo a un guardia de seguridad, se acercaron al sitio. Unos segundos después estaban jalando a aquel hombre a la salida.

    Abra no pudo evitar soltar una pequeña risilla ante la escena; parecía casi sacada de una mala comedia de domingo.

    —Eso fue terrible —exclamó entre risillas.

    —Te estás riendo.

    —No dije que no fuera gracioso.

    Damien no rio, pero sí sonrió. Pero él no lo hacía tanto por lo ocurrido, sino por la reacción que había tenido su acompañante.

    —Eso fue algo pequeño. Puedo hacer que hagan cosas más grandes.

    —¿Cómo qué?

    Se arrepintió de haber dicho eso en cuanto oyó esa pregunta. “¿Cómo qué?”, eso definitivamente no era algo que deseara responder. ¿Quería saber cómo qué era capaz de hacer que las personas hicieran?; no, realidad no quería saberlo.

    Sintió entonces su nombre flotar en el aire, y llegarle desde atrás directo a su nuca. No era un sonido como tal, nunca eran precisamente sonidos, salvo esas conversaciones que había tenido con esa chica que acababa de conocer. Era más como pensamientos o sentimientos, pero eran un tanto más fríos y distantes. Se giró sobre su hombro, y luego miró de nuevo hacia abajo, hacia la multitud. Pudo distinguir con facilidad a dos hombres de trajes negros y gafas, abriéndose paso entre la gente, mientras miraban constantemente a todos lados. Damien los reconoció de inmediato.

    —Son los guardias de mi tía —comentó un poco fastidiado—. Deben estarme buscando.

    —¿Te escapaste de ella acaso?

    —Algo así. —Se puso entonces de pie rápidamente—. Salgamos de este sitio.

    —¿De la Convención?

    —Sí, no te preocupes por tu reporte. Yo te diré todo lo que ocupas saber de Thorn Enterprises, mi tía y sus negocios.

    —¿Cómo rechazar esa oferta? —se encogió Abra de hombros, y de inmediato se paró también y se colocó su mochila al hombro. Damien comenzó a andar con un poco de prisa hacia las escaleras, y ella lo siguió.

    Tiempo después esa misma noche, la joven de rizos rubios se cuestionaría a sí misma cómo era que había hecho todo aquello con tanta facilidad y sin pensarlo ni un poco primero.

    — — — —​

    Era como una pequeña aventura de espías, de ambos abriéndose paso a escondidas entre la gente, intentado pasar desapercibidos. Los supuestos guardias de Ann Thorn no parecieron ser conscientes de su cercanía en ningún momento. Damien guio a su compañera entre los pasillos, hacia el estacionamiento subterráneo. Una vez ahí, todo se sentía mucho más silencioso y callado, como si el barullo sobre sus cabezas sencillamente no existiera.

    —¿Tienes vehículo? —Cuestionó la joven, mientras andaban entre los vehículos estacionados.

    —Llegamos aquí en un par de autos de la empresa. Tomaremos uno prestado.

    El par de autos de la empresa eran en realidad tres camionetas negras del año con el logo de Thorn Enterprises en los costados de las puertas. Había tres choferes ahí esperando, aunque en esos momentos los tres se habían tomado un momento para fumar, charlar y revisar sus celulares. Uno de ellos, alto y fornido, quizás demasiado alto y fornido para ser sólo un chofer, fue el primero en notar que se acercaban. El hombre se sobresaltó casi asustado, y de inmediato tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó con fuerza con la punta de su zapato.

    —Joven Thorn —exclamó con un tono respetuoso y algo cohibido.

    —Me llevaré este auto, Chuck —indicó el joven de negro, señalando con su dedo pulgar hacia una de las camionetas. El chofer miró el vehículo, un tanto perplejo.

    —Pero su tía…

    —Mi tía ya está enterada —interrumpió abruptamente y entonces le extendió su mano—. ¿Las llaves?

    El conductor miró la mano blanca de aquel chico con una expresión tal como si lo hubieran apuntado con una pistola. Al final, sin embargo, lo obedeció sacando las llaves de su bolsillo y entregándoselas. A Abra toda esa escena le pareció extraña. El temor o nerviosismo que aquel hombre, y de paso sus demás compañeros, mostraba, le resultaba un poco más del normal que se esperaría de un empleado a su jefe; o más bien al hijo/sobrino de su jefe.

    Damien tomó gustoso las llaves del vehículo. Luego sacó del bolsillo interno de su saco su billetera, y extrajo de ésta un billete doblado que le extendió al conductor para introducirlo en el bolsillo de su camisa.

    —Por las molestias —le masculló el joven, seguido de un guiño de su ojo derecho. El hombre sólo agradeció con un discreto asentamiento de su cabeza. Abra no vio de cuánto había sido aquel billete, pero hubiera jurado que le pareció ver la cara de Benjamin Franklin por un instante.

    Damien se dirigió sin espera a la puerta del conductor.

    —Sube —le sugirió animoso.

    Abra rodeó el vehículo para ir la puerta del pasajero. Otro de los conductores se apresuró a abrírsela.

    —Gracias —exclamó la joven al tiempo que se subía y se colocaba la mochila sobre las piernas. El conductor cerró la puerta detrás, y ella de inmediato se colocó el cinturón de seguridad.

    Damien encendió el vehículo y con notable destreza lo sacó en un solo movimiento de su cajón, para luego encaminarse apresurado hacia la salida, un poco más rápido de lo necesario. Abra sonrió, divertida por todo lo emocionante y nuevo que todo aquello le resultaba.

    — — — —​

    Salieron casi disparados del centro de convenciones, y luego Damien se abrió paso por las calles de la ciudad con la maestría de un conductor Nascar, pero con relativa menor velocidad. En realidad no sabía a dónde iba o para qué; simplemente se estaba dejando llevar, sin ningún plan o agenda, para variar.

    Aún no estaba seguro de qué hacer con toda la información nueva que acababa de recibir, o incluso qué hacer con la chica que tenía sentada a su lado. Tenía demasiados pensamientos entrecruzados, y demasiadas emociones que no eran propias de él o de su naturaleza. Pero ya tendría mucho tiempo para lidiar con ello. Por ahora, sólo quería seguir conduciendo y disfrutar de ese momento, hasta que ya no pudiera hacerlo más.

    —Creo que nunca me había subido a un auto tan costoso —escuchó que Abra comentaba desde su diestra. Cuando Damien le echó un vistazo rápido de reojo, notó como pasaba su mano por la piel oscura del asiento—. Por sólo estar sentada aquí me siento intimidada.

    Damien sonrió, divertido por esa reacción, que de hecho no le resultaba tan inusual.

    —A la gente le intimida mucho las cosas materiales como éstas —murmuró sarcástico, mirando fijamente al camino—. Pero al final del día, sólo es plástico y metal, acomodado de una forma distinta y por ello le dan más valor.

    Abra soltó una risilla incrédula.

    —¿El chico rico del Top 5 Nacional me va a venir a hablar de no ser materialista?

    Damien se encogió de hombros.

    —Bueno, no mentiré. El dinero tiene su poder, pero existen fuerzas más poderosas que mueven a más personas.

    —¿El amor o alguna cursilería parecida?

    El chico guardó silencio, reflexivo por unos instantes.

    —Sí, alguna parecida…

    Abra no insistió mucho más con el tema; igual sólo fue un comentario sin importancia que se le había salido. Abrazó la mochila contra sí, y se viró hacia la ventana, viendo las tiendas y personas pasar mientras ellos avanzaban. ¿Qué cruzaba exactamente por esa cabecita rubia? Damien intentó enfocarse en descubrirlo, pero no percibió nada. Ella había comentado algo sobre una defensa. No pensaba que hubiera realmente alguien que pudiera “defenderse” por completo de él. De seguro si empujaba e insistía lo suficiente, podría atravesarla y ver del otro lado, pero no le apetecía hacer tal cosa en ese momento; no aún, al menos.

    —Así que —comenzó a pronunciar la joven, sin apartar su mirada de la ventana—, recapitulando, lees mentes o algo parecido, puedes influenciar en los perros y en las personas para que hagan lo que tú quieras, e igual que yo puedes ver otros lugares y personas aunque estén lejos de ti. ¿Algo más que desees compartir?

    Otra pregunta que lo obligó a guardar silencio. Sólo se le ocurría una cosa más que no había mencionado… una que ni él mismo era aún capaz de comprender del todo. Podría haberlo omitido, haber respondido su pregunta con un “no, nada más”, dejar dicho tema por terminado, y ella no sabría que le mentía pues aparentemente él también tenía su propia defensa. Pero de alguna forma su razonamiento concluyó en intentar algo totalmente diferente: ser un poco más honesto, al menos hasta cierto punto.

    —Hay algo, pero… no estoy seguro de cómo describirlo. —Su voz se tornó mucho más seria, tanto que desconcertó un poco a Abra. Ésta se volteó hacia él de nuevo; miraba fijamente al camino, con quizás demasiado ensimismamiento—. A veces, si me concentro lo suficiente, o en ocasiones sin darme cuenta del todo, pueden ocurrir… cosas a mi alrededor.

    Abra arqueó una ceja, intrigada.

    —¿Qué tipo de cosas?

    —No lo sé —respondió un poco más jovial—. Todo tipo de cosas. Olvídalo, no es nada.

    Agitó su mano, intentando restarle importancia al asunto para que así ella lo dejara pasar. No tuvo que leerle la mente, o lo que fuera, para saber que no se había quedado del todo convencida con ello. Pero no pareció con la intención de insistir tampoco. O Abra Stone no era tan curiosa como lo parecía, o sencillamente no deseaba tentar de más a su suerte en esa situación

    De haber querido más información, no estaba del todo seguro de qué haría. Quizás tendría entonces que usar alguna de las habilidades que le había descrito para intentar convencerla por las malas de que lo dejara pasar. Ella quizás se hubiera dado cuenta, o quizás no; desconocía cómo funcionaría ello en alguien como ella. Pero igual lo intentaría, todo con tal de no decirle que esas cosas que ocurrían a su alrededor, eran de hecho puras “cosas malas”

    — — — —​

    Su paseo sin rumbo fijo los llevó hasta una colina a las afueras de la ciudad, un lugar muy conveniente para estacionarse y echar un vistazo a todo el panorama de la ciudad; bueno, para eso y para otras cosas. El lugar estaba totalmente solo. Era relativamente temprano, el sol apenas comenzaba a meterse y el cielo se pintaba poco a poco de anaranjado brillante. Quizás no había cielo estrellado o las luces de la ciudad, pero definitivamente tenían un hermoso atardecer delante de ellos.

    —Éste parece un buen lugar para tomar una foto —comentó Abra, teniendo sus manos y barbilla apoyadas sobre el tablero del vehículo.

    —Es cierto —secundó Damien, recargado por completo hacia atrás en su asiento—. Pero de momento creo que me apetece sólo disfrutarlo directamente.

    Había colocado la costosa cámara en el asiento trasero, posiblemente para que no le estorbara mientras conducía. Efectivamente no parecía tener intención de tomarla. Tenía sus manos cruzadas sobre sus piernas, y sus ojos azules y fríos reflejaban el tono del atardecer, haciendo que de hecho se vieran brillantes y cálidos, como encendidos en fuego.

    Abra lo miró, recostando un poco su cabeza sobre sus manos. Su perfil era casi perfecto, y bañado con esa luz anaranjada se veía aún más atractivo, si es que eso era posible.

    La jovencita rio entrecortadamente, de forma casi embobada.

    —Si mis padres se enteraran de que me escapé de la convención en el auto de un completo extraño, no me dejarían ir a otro viaje en mi vida.

    —Creo que fácilmente se puede ver que sabes cuidarte tú sola —señaló Damien con tono elocuente.

    —Eso digo yo. —Abra se sentó más derecha en su asiento. Su mirada y su tono se tornaron un tanto más astutos y pícaros, haciendo que su aire infantil e inocente que había traído consigo todo el día, se diluyera un poco—. Sí quisieras hacerme algo, definitivamente te iría muy mal, jovencito.

    Damien sonrió, divertido.

    “¿Es una amenaza?”

    Abra se encogió de hombros, un tanto indiferente.

    “Tómalo como quieras”

    Y entonces se hizo el silencio. Ninguno dijo nada, ni con su boca ni con su mente. Sólo se miraron el uno al otro, intentando transmitir con su sola y sencilla mirada todo lo que necesitaban decir. Incluso las personas que no resplandecían en lo absoluto, eran capaces de hacer a veces ese tipo de conexiones inmateriales con otros. De verlo a los ojos y sencillamente “saber” lo que el otro desea. Claro, muchas veces la gente es un tanto insegura al momento de intentar interpretar esto, y lo es aún más cuando se trata de decidir cómo reaccionar, o no reaccionar del todo. Pero Damien Thorn no era inseguro en absolutamente nada; él siempre sabía lo que tenía que hacer, cómo y cuándo hacerlo, y la expresión de Abra se lo dejaba bastante claro.

    El chico se inclinó con cuidado hacia ella, y Abra se lo permitió. El cuerpo de la joven se presionó a sí mismo contra su asiento, sin quitarle la mirada de encima a los profundos ojos azules del muchacho. Damien acercó su rostro al de ella, e hizo lo mismo con su torso a como la separación entre ambos asientos le dejaba posible; y de nuevo, ella se lo permitió. Abra lo miró, bastante tranquila, como si su presencia tan cercana no significara nada para ella, pero él sabía que no era así. Podía sentir su corazón latir cada vez un poco más acelerado, y sus mejillas se iban tornando de un rosado muy coqueto. Avanzó un poco más, teniendo su rostro a una distancia bastante escasa. Los ojos de la joven se cerraron por sí solos, y un ligero suspiro se escapó de sus labios; Damien pudo sentir dicho suspiro cálido sobre su rostro. No cortó la distancia de inmediato; dejó que ella percibiera el olor de su colonia y su champú, y el ardor de su propia piel.

    La mano derecha del chico se posó sobre el muslo derecho de ella, acariciando sutilmente la mezclilla de sus jeans. Ella también lo permitió. Hizo nula la separación de sus rostros, dándole un beso que en un inicio fue lento y delicado, apenas apreciable por el roce de sus labios. Aun así, fue casi como un choque electico que hizo que Abra se estremeciera ligeramente en su asiento, pero sin dudar ni un poco se lo correspondió. No sólo ello, pues fue justamente ella quien decidió aplicar súbitamente un tanto más de empeño en el beso y menos delicadeza. Una de sus manos se colocó detrás de la cabeza del Damien, y recorrió sus cabellos oscuros con sus dedos. Pequeños suspiros se le escapaban entre suspiros, pero él callaba la mayoría con sus labios.

    La mano que había colocado sobre su muslo, siguió en ese sitio por unos segundos más, recorriéndolo de arriba abajo con toda su palma. Sin embargo, se atrevió a subir un poco más, recorriendo su cadera, luego su costado por encima de su suéter, aunque sus dedos inquietos lograron alzar un poco éste en su trayecto y rozar ligeramente su piel con las yemas, pero luego siguieron su camino de forma habitual. Subió por su costado derecho, hasta llegar a la altura de su busto. Su mano se posó ahí, pero no de una forma ruda u obscena; era como una caricia cálida, similar a como si la hubiera puesto sobre su mejilla, pese a que tenía su ropa de por medio.

    Abra lo permitió. Se estremeció ligeramente en el primer segundo, pero se calmó casi de inmediato y ni siquiera abrió los ojos. Ahora tenía sus dos brazos entorno al cuello del muchacho, y lo rodeó como queriendo abrazarlo y atraerlo más hacia él.

    Damien la degustó con satisfacción, saboreando sus labios y la forma de su cuerpo. Era algo delgada para su gusto, y sus pechos se encontraban oscilando entre pequeños y medianos; un 60 sobre 100 en su escala, si debía dar alguna calificación. Pero realmente no pensaba en esos momentos en ello. Había algo en su esencia, su olor, su sabor, o aura entera, que le resultaba demasiado atractivo. Quizás no era nada de eso, y sólo era el saber que realmente no era otra persona común, aburrida y corriente. El saber que debajo de esa apariencia de chica normal sin un atractivo muy sobresaliente, se ocultaba una poderosa y peligrosa fuerza que él desconocía; y las cosas que desconocía de ese mundo realmente eran pocas, y por ello cuando encontraba una deseaba explorarla y conocerla, hasta que le resultara aburrida de nuevo. Y eso hacía en ese instante.

    Y fue entonces, mientras su mente se movía entre todos esos pensamientos y sensaciones, y antes de que intentara alguna otra acción más allá de hasta dónde había llegado, que Abra Stone abruptamente… dejó de permitírselo.

    Los ojos de la chica rubia se abrieron de golpe y por completo. Damien no fue consciente de esto, hasta que las manos de Abra se apartaron un segundo de él, para después colocarse sobre su pecho y empujarlo hacia atrás y lejos de ella con una sorprendente fuerza considerando su complexión. Su beso fue roto, y el cuerpo del muchacho volvió súbitamente al asiento del conductor. Para cuando el chico pudo reaccionar ante el cambio tan repentino, notó como la muchacha se encontraba ahora prácticamente pegada contra la puerta de su lado, y lo miraba fijamente en silencio, con su respiración agitada y sus ojos casi desorbitados.

    —¿Qué? —Cuestionó Damien con un tono juguetón, acompañado de una pequeña risilla—. ¿Qué ocurre?

    Supuso de inmediato que sería el clásico jugueteo de “esto no está bien”, “no puedo hacerlo”, “yo no soy esa clase de chica”, o algo similar. No importaba, en realidad. Después de todo, el hacer que la gente hiciera justo lo que quería era quizás una de sus habilidades más importantes, sea por un efecto sobrenatural y no. Y no había ninguna chica que pudiera decirle un absoluto “no”; siempre tenía únicamente que insistir lo suficiente, y presionar los botones necesarios, en más de un sentido.

    Sin embargo, poco a poco se pudo dar cuenta de cómo aquella chica lo estaba viendo en realidad. Ya no había ese mismo deseo y anhelo en sus ojos como lo había hace sólo unos momentos atrás. Lo que veía ahora no era asombro, ni culpa, ni siquiera miedo; era más bien… horror, un profundo, arraigado y estremecedor horror, que la paralizaba y la hacía pegarse contra la puerta en un intento inconsciente de querer crear más distancia entre ambos; de hecho, si no hubiera estado dicha puerta ahí, era probable que se hubiera alejado arrastrándose por el suelo. Dicho horror no era por lo que estaban haciendo, ni por lo que estaban por hacer luego de ello. No, esa expresión venía influencia directamente por él… y sólo por él.

    Lentamente, la cándida sonrisa de Damien también se desvaneció, pues ya lo había entendido. No ocupó usar ningún tipo de percepción especial, pues su sola cara fue suficientemente clara para él. En ese momento exacto, quizás esa defensa casi perfecta de la que ella había hablado se bajó al fin por un segundo, o quizás la cercanía tan intensa se lo había facilitado. No importaba realmente lo que había sido, sólo importaba que… lo había visto: había visto lo que se ocultaba detrás de dicha barrera, y lo que vio… la había aterrado en cada milímetro de su cuerpo.

    El rostro de Damien se endureció como roca. Rápidamente se le acercó, y antes de que ella pudiera reaccionar la tomó firmemente de su muñeca y la jaló hacia él. Abra se quedó paralizada, incapaz de mover su cuerpo para siquiera apartar su vista de él.

    —¿Qué viste? —Le inquirió de frente, apretando su muñeca tan fuerte que casi la lastimaba—. ¡¿Qué fue lo que viste?! ¡Dímelo!

    Abra siguió sin reaccionar por un rato más, incluso aunque él le gritara y zarandera. Uso todas sus fuerzas y todo su empeño para lograr sobreponerse, para lograr sacarse a sí misma de ese letargo. Su mirada también se volvió dura, o más bien agresiva, casi como la de una fiera.

    —¡¡Suéltame!! —Gritó con fuerza, y abruptamente el cuerpo de Damien fue empujado por sí solo hacia atrás contra la puerta del conductor, como si un caballo le hubiera pateado el pecho. El empujón fue tan fuerte que su cabeza chocó contra el vidrio de la puerta, astillándolo en forma de telaraña, con su centro justo en el lugar del impacto.

    El cuerpo del joven se desplomó sobre el asiento, y Abra no se quedó ni un segundo más para revisar si acaso seguía consciente o no. Abrió lo más rápido que pudo su puerta, batallando un poco pues sus manos se sentían nerviosas y temblorosas. Cayó casi de bruces al suelo sin pavimentar en el que se habían estacionado, interponiendo sus manos y rodillas para no golpearse la cara. Se raspó un poco las palmas, pero no le importó. Se puso de pie con pasos torpes, y comenzó a correr en dirección a la carretera por la que habían subido. No había dado más de cinco pasos, cuando lo escuchó a sus espaldas.

    —¡Abra!, ¡detente ahora mismo! —Gritó la voz de Damien con gran poderío, pero por un instante le pareció que no era la única voz que gritaba; era como si hubiera una más grave, más fuerte y más amenazante acompañándola de fondo.

    Pero no fue el grito lo que la obligó a detenerse, sino dos figuras oscuras que se posaron de pronto delante de ella, como si hubiera salido totalmente de la nada. Eran dos perros, grandes y oscuros, que le ladraron fuertemente, y sus ladridos retumbaron como truenos. Gruñían molestos, y de sus hocicos escurría saliva densa, que caía al suelo debajo de ellos. Sus ojos se encontraban inyectados de sangre, y a pesar de estar en el cuerpo de dos perros, transmitían una gran furia, bastante propia más bien de los humanos.

    “Puedo hacer que algunos animales hagan lo que les digo… principalmente perros.”

    Se giró cautelosa hacia atrás; Damien ya se había bajado del vehículo y lo rodeaba con paso firme y apresurado para ir en su dirección. Abra se sorprendió, o quizás más bien asustó, al darse cuenta de que no había rastro alguno de herida en su cabeza tras el golpe que había recibido. Ni un raspón, ninguna cortada; nada…

    La adrenalina le recorría el cuerpo a mil por hora. Su respiración se volvió mucho más agitada, y su corazón le latió tan fuerte que pensó que terminaría explotándole ahí mismo. Y conforme aquel individuo se le acercaba, con sus ojos encendidos como carbones, su estado no hacía más que acrecentarse.

    Esa era justo la fórmula perfecta…

    —¡Aléjate de mí!, ¡¡no me toqueees!! —Gritó con todas sus fuerzas, casi desgarrándose la garganta.

    Todo el mundo pareció agitarse un poco. Damien sintió de nuevo que era empujado hacia atrás, pero ahora con mucha más intensidad; no era ya la patada de un caballo, sino más bien el choque directo de un camión de pasajeros. Su cuerpo salió volando, directo contra la camioneta, cuyos vidrios, todos ellos, estallaron en pedazos en cuanto su cuerpo tocó la carrocería. Los pedazos de vidrio volaron hacia atrás como arrastrados por el viento. El cuerpo el chico abolló la puerta de lo fuerte del impacto, y luego cayó de sentón al piso, quedándose ahí por unos instantes

    Él no fue el único empujado; los dos perros que le cortaban el camino también salieron volando, aunque en direcciones diferentes. Uno de ellos chocó contra un árbol a un lado del camino, gimiendo de dolor, y luego cayendo al suelo para ahí quedándose. El otro fue más lejos, pasando la barda de seguridad y rodando unos metros colina abajo.

    Una vez que tuvo el camino libre, Abra no lo dudó ni un instante más y comenzó a correr como liebre huyendo de su depredador. Corrió y corrió sin mirar atrás, y no se detuvo hasta que sus piernas ya no pudieron más.

    Damien se alzó como pudo, apoyándose en el magullado vehículo. Desconcertado y confundido, buscó con su mirada a la joven. Distinguió su figura alejándose, ya a varios metros, por el camino aledaño a la carretera. Podría haberla detenido. De haberse concentrado lo suficiente, podría haber usado cientos de medidas diferentes para que se detuviera, se cayera o quizás algo peor. Pero no lo hizo… En lugar de eso, se paró derecho y se acomodó su cabello y su saco. Al querer acomodarse su corbata, se dio cuenta de que no la traía, pero no le dio mayor importancia. Volvió a rodear el vehículo y se subió al asiento del piloto, azotando la puerta detrás de él. Con la misma destreza demostrada antes, salió del pequeño espacio para estacionarse, y tomó la carretera en la dirección contraria a la que Abra se había ido.

    Estaba molesto por ese mal rato, pero lo superaba considerablemente su gratitud. Después de todo, la información que le había dado durante toda su conversación, era mucho más valiosa que cualquier acto “divertido” que pudieran haber tenido en esa camioneta. Ahora tenía que volver a su realidad, y afrontar dicha información.

    FIN DEL CAPÍTULO 29

    Notas del Autor:

    —La descripción que se hace en este capítulo de los poderes de Abra y Damien, son principalmente una interpretación personal de lo que se llegó a mostrar en sus respectivas obras. En el caso de Damien, en las tres películas (cuatro si se cuenta el remake del 2006) y en la serie de Damien (2016), los poderes que éste posee siempre se presentan un tanto ambiguos con respecto a qué puede hacer, cuánto y hasta qué punto con exactitud. La intención aquí fue darle un poco más de base y claridad a dichas habilidades, usando como inspiración, por supuesto, los diferentes momentos en los que se les vio hacer uso de ellas, además de también algunos agregados o ajustes propios. Es por ello que es probable que algunos puedan sentir que no concuerda del todo con lo mostrado en las obras originales. Cabe mencionar también que lo descrito o mostrado en este capítulo no abarca por completo el total de lo que ambos pueden hacer (sobre todo Damien). A lo largo de la historia iremos viendo a ambos a personajes con más detalle.
     
  10.  
    WingzemonX

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    Título:
    Resplandor entre Tinieblas
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    Género:
    Misterio/Suspenso
    Total de capítulos:
    159
     
    Palabras:
    5608
    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 30.
    Yo mismo

    Tras ese encuentro fallido, Damien no regresó al centro de convenciones; en su lugar, se fue directo al hotel. No lo hizo con un motivo o plan en específico, simplemente lo hizo por mero reflejo. Aún faltaba un par de horas para que el dichoso evento terminara de forma oficial, así que no le sorprendió al llegar a la Suite presidencial que habían reservado, ver que no había rastro alguno de Ann o de algún otro de sus ayudantes. Se sentó en uno de los sillones de la pequeña sala y aguardó, dándole la espalda a la puerta. No hizo nada más; no encendió el televisor, no revisó su teléfono (de hecho lo había apagado), no bebió o comió algo. Sólo se quedó ahí sentado, mirando a la absoluta nada mientras intentaba procesar todo lo que había ocurrido. Esperaría que pasado el tiempo se terminaría calmando un poco, pero no fue así. De hecho, conforme más tiempo esperaba, más molesto se sentía. Pero su molestia no era hacia Abra; era quizás la persona con la que menos podía sentirse molesto en esos momentos.

    Pensar en Abra era lo único que lograba distraer un poco su mente de lo demás que lo acomplejaba. Sintió en ocasiones la tentación de mirar más allá, de buscarla y ver si acaso estaba bien. Sin embargo, se obligaba a sí mismo a hacer dicha idea a un lado. En su estado, era muy probable que pudiera perder el control, e hiciera más que sólo “mirarla”, y dicha idea no le apetecía de momento.

    No supo con exactitud cuánto tiempo pasó, pero habían sido menos de dos horas, de eso estaba seguro. La puerta de la suite se abrió, y por ella entraron varios tipos de pisadas diferentes, que se detuvieron unos segundos después, posiblemente al distinguir su cabellera negra y nuca blanca, sobresaliendo por encima de respaldo del sillón. Él no los volteó a ver, pero no necesitó hacerlo para saber quiénes eran.

    —Damien —escuchó exclamar entre sorprendida y molesta la voz de su tía Ann—. ¿Se puede saber en dónde te metiste todo este tiempo? —La mujer caminó apresurada, sacándole la vuelta al sillón; no tardó mucho en ponerse en su rango de visión, justo en el rabillo izquierdo. Lo miraba fijamente con dureza—. ¿Se te olvidó que debías estar conmigo durante la conferencia? E íbamos a cenar con las otras CEO invitadas. —Echó entonces un vistazo rápido a su pequeño reloj de muñeca—. Si nos apuramos aún podríamos alcanzarlas en el restaurante.

    Damien no le respondió nada; ni siquiera se dignó a mirarla del todo.

    En la puerta se encontraban los miembros de su seguridad y los asistentes de Ann, incluyendo a Verónica. Todos estaban ahí parados, mirándolo fijamente con la duda latente de siquiera tener permiso de mover un dedo. El haber aparecido de pronto ahí en la habitación, de seguro los había sorprendido, por no decir que los había asustado. Podía sentir todo su miedo fluir desde ellos e impregnarlo como si fuera un aire viscoso y pegajoso.

    Se sintió asqueado por dicha sensación.

    Un ferviente sentimiento de odio hacia todos ellos le nació abruptamente. Deseaba que todos saltaran por el balcón y estrellaran sus cabezas contra el pavimento, pero eso terminaría llamando demasiado la atención; aún en su enojo, tuvo la suficiente frialdad para procesarlo de esa forma.

    —Déjenos solo —espetó de golpe sin mirarlos aún. Nadie se movió. Se puso entonces de pie abruptamente, y se giró hacia ellos con sus ojos casi encendidos en fuego—. ¡Todos!, ¡váyanse!, ¡¡ahora!!

    Su voz resonó con gran fuerza, retumbando en las paredes de la suite; incluso Ann, que era la única ahí que se había mantenido tranquila y calmada, no pudo evitar sobresaltarse al ver tan abrupta reacción.

    Los guardias y los asistentes se apresuraron de inmediato a obedecer, saliendo uno a uno por la puerta. Verónica, por otro lado, se quedó inmóvil en su lugar, mirando de reojo a los otros.

    —Tú también, perro faldero —Le gritó Damien con desdén—. ¡Lárgate de aquí!

    Verónica se sobrecogió. Por mero instinto, miró hacia Ann en busca de alguna guía. Ella la miró de reojo, y asintió ligeramente con su cabeza, indicándole de esa forma que obedeciera. Verónica agachó su mirada, como si se sintiera avergonzada, y siguió a los otros hacia afuera, siendo la última por lo que cerró la puerta detrás de ella.

    Ahora Damien y Ann se habían quedado solos. Cualquiera sentiría bastante terror de estar en su lugar, pero Ann Thorn se mantenía serena y calmada; al menos, así lo parecía por fuera.

    —¿Ahora qué es lo que te pasa? —Le cuestionó con tono tranquilo—. Te escapas de mí sin decir nada, me dejas en ridículo, ¿y tú eres el molesto? ¿Podría saber cuál es el motivo?

    Damien seguía sin mirarla directamente.

    Se dirigió entonces sin decir nada hacia el pequeño bar de la suite, abriendo la vitrina tras la que se encontraban las botellas de alcohol; tomó sin pensarlo mucho una botella de whisky, color dorado.

    —No puedes tomar eso —exclamó Ann a tono de regaño—. Eres menor de edad.

    Damien soltó una risilla irónica, y a la vez indiferente ante tan absurda advertencia. La ignoró por completo, y sirvió un poco del líquido de la botella en un vaso bajo y ancho de cristal. Sirvió de hecho demasiado, tanto que éste se desbordó del vaso, comenzando a crear un charco a su alrededor sobre la barra del bar. Aun así siguió sirviendo, y sirviendo, haciendo que el charco fuera mayor, e incluso se desbordara por las orillas hasta el suelo. No se detuvo hasta que la botella quedó totalmente vacía.

    Ann presenció tal acto, callada.

    —¿Tienes idea de lo costosa que es esa botella?

    —¿Tienes idea de lo poco que me importa? —Le respondió al fin el muchacho con tono cortante, pero al menos era una respuesta. Tapó de nuevo la botella, la colocó con fuerza contra la barra haciendo un estruendo molesto, y entonces tomó el vaso que estaba lleno hasta reventar, y dio un largo trago de éste; no se manchó ni un poco, y ni siquiera pestañó, como si fuera simple agua. Una vez que dio ese trago, bajó de nuevo el vaso, y al fin la miró directo, con una actitud desafiante en sus ojos azules, que se sentían incluso amenazadores—. ¿Te suena la expresión “El Resplandor”?

    Ann se encogió de hombros.

    —Ni un poco. ¿Es una película o algo así?

    Damien volvió a reír. Se quedó de pie tras la barra, contemplando atentamente el vaso en su mano; ya no estaba tan lleno, pero seguía teniendo bastante del costoso líquido.

    —Conocí a una chica esta tarde —comenzó a explicar—. Una chica que puede hacer cosas inusuales, cosas inexplicables. Cosas como las yo puedo hacer, e inclusos otras que no.

    —¿Qué? —Exclamó Ann, atónita—. ¿Una chica? ¿Qué chica?

    —Que eso te importe un comino. —El tono de amenaza en la voz de Damien se incrementó considerablemente. Dio otro trago, similar al anterior—. Esta chica podía leer mentes, mover cosas sin tocarlas y, según lo que ella misma me dijo, ver lugares y personas aunque estos se encontraran muy lejos. ¿No es eso extraño, tía? Porque Adrian, Lyons, tú, y toda tu maldita Hermandad, se la han pasado toda mi vida diciéndome lo especial y único que soy; que fui bendecido con habilidades más allá de las humanas para cumplir mi destino, y que soy protegido por mi padre, el mismísimo Satanás en persona, para hacerlo. —Se irguió de golpe. Su rostro tomó un semblante de furia casi incontrolable, y señaló furioso hacia las ventanas de la suite, derramando parte del whisky que quedaba en el vaso—. ¡¿Y ahora resulta que existen más personas allá afuera que pueden hacer lo mismo que yo?!

    A pesar de los exabruptos, Ann intentaba permanecer serena. Cuando él alzó la voz, no pudo evitar sufrir un pequeño respingo, pero logró controlarse. Aun así, necesito unos momentos para aclarar sus ideas y poder responderle algo tangible.

    —Las cosas no son así… —susurró despacio.

    —¿Tú lo sabías? —Inquirió Damien con exigencia, saliendo de detrás del bar y dirigiéndose directo hacia ella—. ¿Todos ustedes ya lo sabían y me lo ocultaron todo este tiempo?

    Damien se paró justo delante de ella, y Ann tuvo que contener un segundo la respiración.

    —Sí —respondió la mujer intentando sonar segura—, sabemos que hay personas en este mundo que pueden hacer cosas inusuales, pero ninguno de ellos es cómo tú. Ellos son simples rarezas de la naturaleza, y tú eres un enviado de más allá de este mundo; un elegido de fuerzas mucho más grandes…

    —O quizás no —le interrumpió él de golpe, señalándola acusadoramente con su dedo—. Quizás sólo soy otro chico cualquiera que puede hacer algunos elaborados trucos, y fui el que más encajaba en la imagen que ustedes tres tenían de su supuesto “anticristo”. Y por eso decidieron jalarme a toda esta farsa para tener contentos y fieles a su grupo de adoradores.

    —No, nada de eso —respondió Ann de inmediato y sin duda—. No digas esas cosas. Nuestra fe no es una farsa; nuestra fe en ti nunca ha sido más real y fuerte…

    Por mero reflejo, la mujer alzó sus manos y las colocó en los brazo del chico, pero éste de inmediato la rechazó.

    —¡No me toques! —Le gritó, y la empujó con una mano, haciéndola perder el equilibrio, y caer de sentón al sillón.

    Ann comenzó a respirar agitadamente, presa del miedo y la preocupación, que poco a poco rompían su cascarón siempre cubierto de frialdad y fortaleza.

    —Si acaso te he ocultado algunas cosas, ha sido por tu bien. Todo es parte del plan mayor…

    —¡Me tienes harto con tu puto plan mayor! —Gruñó Damien con gran fuerza, y acto seguido lanzó con todas sus fuerzas el vaso que tenía en su mano hacia la pared. El vaso se volvió añicos por el golpe, y los pedazos de vidrio, junto con los residuos de whisky que quedaban en él, se regaron por todos lados. Ann se sobrecogió en sí misma sin poder evitarlo—. Cada maldito respiro que he dado desde los seis años ha sido planeado, calculado y vigilado. ¿Y para qué? ¡Dime para qué! Mis padres, mi tío Richard, Mark… ¿Para qué han sido todos estos sacrificios realmente? ¡Todo esto no es más que una charada!

    —No es así… —Susurró Ann muy despacio, incapaz de alzar su rostro.

    —O eres una mentirosa que engaña a todos estos tipos, o eres otra incrédula como ellos. No sé qué opción me parece menos patética.

    —No, no…

    Ann se dejó caer abruptamente del sillón y se acercó como pudo, incluso gateando, hacia él con la intención de colocarse a sus pies.

    —Aleja esos pensamientos de ti. No puede haber dudas en tus acciones, mi señor. —Quiso pegar su frente contra los pies del muchacho, pero éste de inmediato se alejó un paso. Ella igual se quedó en el suelo, con su largo cabello oscuro cayendo sobre su rostro—. Tú estás aquí para abrir la puerta a un nuevo mundo, para cumplir un destino tan grande que nosotros ni siquiera seríamos capaces de entender.

    —Cállate… —Masculló Damien, cada vez más molesto.

    —Tú estás por encima de todo y de todos, incluidos esos mundanos patéticos de los que hablas; falsos e ignorantes del verdadero camino. No busques a tus iguales entre ellos, que no los hay. Tú eres nuestro príncipe carmesí, nuestro guía y maestro…

    —¡Qué te calles te dije! —Se agachó de pronto, tomándola del cuello y la alzó sólo un poco, lo necesario para obligarla a levantar su vista y poder verla a los ojos—. ¡Si dices una palabra más…!

    Los ojos de Anna se veían llorosos y cohibidos. Su maquillaje se había corrido un poco, incluso su labial que siempre era rojo y perfecto.

    —Mi vida es tuya, mi señor —comenzó a sollozar despacio, pasando sus manos por encima de su torso, su busto, y su abdomen, subiendo y bajando, tomando sus ropas como si se las quisiera arrancar—. Yo siempre te he pertenecido. Si lo que deseas es mi muerte, sólo tienes que pedirlo y te la daré gustosa…

    Los ojos de Ann Thorn, de su supuesta tía política, se desbordaron de pronto de una ferviente y casi intoxicante lujuria, que a Damien dejó paralizado. No había como tal miedo brotando de ella, sino una devoción casi insana que le traía a Damien imágenes confusas a su mente; imágenes sobre su vida en la casa de su tío Richard, del cuerpo expuesto de una Ann algunos años más joven, de sus manos recorriendo su cuerpo de infante, y de sus labios rojos zurrándole obscenidades a su oído. Pero esas no eran sólo imágenes, sino recuerdos… vividos recuerdos.

    Damien se sintió asqueado y mareado de golpe. La soltó, empujándola hacia un lado y provocando que cayera sobre su costado izquierdo. El muchacho avanzó hacia el bar de nuevo, y se apoyó sobre la barra para evitar caer también. Miró atentamente el espejo del bar delante de él, admirando su propio reflejo, que le era en esos momentos, difícil reconocer. Su cabello se encontraba desalineado, su corbata había desaparecido junto con Abra, y sus ojos parecían los de un completo loco. ¿Cómo podía ese sujeto en el espejo ser él? ¿Cómo podría haber perdido tan fácil el control de la situación?

    Respiró lentamente; inhaló por la nariz, exhaló por la boca. Poco a poco, las ideas se iban acoplando de nuevo.

    —¿Cuántos más hay? —Soltó de pronto sin apartar su vista del espejo—. ¿Cuántos más hay que pueden hacer estas cosas?

    Ann se apoyó en sus manos, alzando un poco su cuerpo del suelo, pero aun permaneciendo la mayor parte en él.

    —No lo sé —le respondió como un pequeño lamento lejano—. Sólo nos hemos cruzado con algunos cuantos a lo largo delos años… pero ninguno es cómo tú.

    Damien dio una última exhalación profunda. Pasó sus dedos por sus cabellos, intentando acomodarlos lo mejor posible.

    —Eso lo veremos —sentenció secamente, y de inmediato caminó hacia una de las habitaciones de la suite—. Descubriré yo mismo la verdad de todo esto, aunque tenga que pasar por encima de ustedes.

    Ingresó al cuarto, azotando fuertemente la puerta detrás de él, y desapareciendo de la vista de su tía.

    Ann se quedó tirada en el suelo, mirando agitada hacia la puerta cerrada del cuarto. En lugar de intentar levantarse, se dejó caer por completo recostada sobre la suave alfombra. Era incapaz de moverse. Sentía todo el cuerpo estremecido, y miles de hormigas recorriéndole la piel. Necesitaba un segundo, sólo un segundo para intentar recuperar su poderío de nuevo. Y luego podría ser la mujer perfecta, firme y dura que siempre mantenía el control de todo; sólo necesitaba un segundo más…

    Ambos se encontraban tan sumidos en esa acalorada conversación, que ninguno se percató que no estaban del todo solos. A pesar de la amenaza latente, Verónica no pudo evitar quedarse lo suficientemente cerca para escuchar desde atrás de la puerta. No pudo oírlo todo, pero sí lo suficiente para sentirse preocupada… y muy perturbada…

    * * * *​

    Alguien llamó a la puerta del estudio, y los dedos de Damien dejaron por sí solos de moverse sobre el teclado de la computadora. Miró pensativo unos momentos la pantalla, sin reconocer por un instante al menos los últimos tres párrafos de su ensayo, como si fuera algo que alguien más hubiera escrito. Se tomó sólo un instante más para dejar por completo su obcecación anterior, y así volver a ese lugar y tiempo.

    —Adelante —exclamó con la suficiente fuerza para que la persona al otro lado lo escuchara.

    Uno de los hombres de seguridad se asomó cuidadoso hacia el interior del estudio, mostrando sólo cerca de la mitad de su cuerpo desde atrás de la puerta blanca.

    —Señor Thorn, su invitado llegó —le informó el hombre con tono estoico y apagado.

    Damien sonrió. Realizó con su cabeza un gesto de consentimiento, y el hombre rápidamente abrió por completo la puerta, haciéndose él también a un lado para dejarle el camino libre a la persona que acababa de llegar.

    Era un hombre alto y de complexión fornida; de tez oscura, cabello negro y largo, sujeto en varias trenzas que caían hacia atrás y sobresalían de atrás de su nuca. Su rostro era adornado por dos ojos cafés, fríos como hielo. Alrededor de su boca llevaba una barba de candado bien cuidada y cortada. Sus ropas, sin embargo, no eran de tan buena apariencia como el resto de él. Encima de todo traía una pesada y gruesa chaqueta entre beige y verde, con un gorro amplio que caía hacia su espalda en esos momentos. Debajo de dicha chaqueta, se asomaba una camiseta de tirantes color blanco, que dejaba a la vista parte de sus pectorales musculosos. En la parte inferior, usaba unos pantalones de mezclilla azul, algo deslavados, y unas botas de trabajo viejas.

    Su apariencia, sobre todo la de su rostro, era todo menos amistosa. Su expresión era dura y agresiva, como la de alguien buscando al tipo adecuado en la calle para armar una pelea, sólo por el placer de hacerlo. Su postura también se notaba muy a la defensiva y a la espera; incluso sus puños se mantenían apretados y colgando a sus costados.

    En cuanto lo divisó sentado detrás de ese escritorio, pareció como si toda esa mordacidad que cargaba se volviera aún más intensa. El muchacho, sin embargo, no se vio para nada intimidado o siquiera interesado en dicha actitud. De hecho, sonrió divertido y se recargó por completo contra su silla de forma relajada.

    —Ah, James —exclamó con tono juguetón, meciéndose un poco en su silla de atrás hacia adelante—. Te estaba esperando. Pasa, por favor.

    El hombre en la puerta arqueó sus labios en gesto de molestia, pero igualmente entró al estudio con pasos pesados. Dos de los hombres de seguridad entraron detrás de él y se posaron frente a la puerta con sus manos juntas al frente.

    —Déjenos solos —les indicó Damien sin embargo, haciendo que ambos hombres se sintieran un poco confundidos. De seguro no se sentían cómodos de dejarlo solo con un extraño como ese, pero a Damien le daba igual su comodidad—. Ahora, ¿no me escucharon?

    Los dos guardias se miraron entre ellos, y poco después salieron del estudio como les habían ordenado. Cerraron la puerta detrás de ellos, y todo el cuarto se cubrió en ese momento de un profundo y absoluto silencio, casi doloroso. El hombre recién llegado se quedó de pie a la mitad del estudio, con sus hombros rígidos, y su mirada intensa posada en el muchacho.

    Damien siguió sonriendo, como si todo ello le pareciera, de alguna forma, “cómico”.

    —Toma asiento —le indicó extendiendo su mano hacia una de las sillas delante del escritorio. El hombre se quedó totalmente quieto en su sitio—. Entiendo… ¿Cómo está Mabel, por cierto? ¿Se ha sentido mejor?

    Esa mención no hizo ningún favor al mal humor que a simple vista su invitado ya traía consigo.

    —¿Qué es lo que quieres? —Exclamó al fin con una voz grave y tono golpeado—. ¿Para qué me llamaste a este… lugar?

    El hombre, posiblemente llamado James, miró a su alrededor con desdén, e incluso algo de asco.

    —Lo dices tan despectivamente —ironizó Damien—. Uno esperaría que te gustara visitar un sitio así para variar; en comparación con esa casa móvil, y ese parque de remolques, en el que te la pasas metido.

    —No soy tu perro, estúpido paleto —masculló James de inmediato—. No voy a venir a ti cada vez que quieras chasquear los dedos.

    Damien soltó una risa, pequeña pero sonora. Se hizo entonces hacia adelante, haciendo que la silla se enderezara. Apoyó los codos sobre el escritorio, e inclinó su cuerpo al frente. Sus ojos contemplaron a su visitante con la cordialidad que uno miraría a un viejo amigo que hacía mucho no se encontraba.

    —Sí, sí lo harás —susurró con absoluta normalidad, sin aparentemente amenaza en su voz; sin aparente—. Porque, por si no te has dado cuenta todavía, tú y tu chica ahora me pertenecen. Siguen con vida sólo porque yo se los permito. Así que, si te digo que te presentes ante mí, lo harás, y de preferencia lo más pronto posible. ¿Está claro?

    Esas palabras hicieron explotar algo en el interior de aquel hombre. Su respiración se agitó pesadamente, y sus puños de apretaron aún más. Pero, aun así, siguió sin moverse de su sitio… como si temiera dar aunque fuera un paso más hacia él.

    —Pero relájate —exclamó Damien, con tono travieso, y entonces hizo su silla hacia atrás un poco, y se agachó como si estuviera buscando algo debajo del escritorio—. Si lo haces, vas a aprender pronto que puedo ser un amo agradable…

    Levantó entonces un maletín grueso de color gris y lo colocó sobre la superficie plana de la mesa, para que así él pudiera verlo. Lo giró de tal forma que el lado por el que se abría quedara hacia su visitante. Abrió los seguros, y levantó la tapa, revelando lo que contenía: tres termos, o lo que parecían ser tres termos. Eran similares a los que se usaban para contener café, grandes y de acabado totalmente metálico y brillante. Estaban colocados en una base de fomi negro, justo con su forma.

    En cuánto los vio, James no pudo evitar que su enojo se esfumara, aunque fuera un poco, y diera paso a una enorme sorpresa.

    —¿Eso es…? —murmuró, casi tartamudeando. Su cuerpo tembló ligeramente, como el de un adicto al que le pasean una dosis gratis frente a su rostro—. ¿Cómo…?

    Damien se encogió de hombros, impasible.

    —Cuando sé lo que tengo que buscar, me resulta sencillo encontrarlo. ¿Ahora sí quieres tomar asiento?

    Poco a poco, James se recuperó de su asombro inicial, y volvió a la vieja postura agresiva de antes.

    —Podría aplastarte la cabeza y llevármelos en un segundo —amenazó tajantemente.

    Damien volvió a reír un poco, ahora con incluso más ironía. Se recargó de nuevo contra su silla, cruzó un poco las piernas, y entrecruzó sus dedos sobre su regazo, en una actitud tan apacible que resultaba incluso exasperante.

    —¿Enserio quieres intentarlo? —Susurró en tono de reto, mirándolo atentamente. Él lo miraba también, directamente a los ojos como si esperara que se doblegara con su sola mirada y se agachara con sumisión. Damien, sin embargo, no hizo tal cosa. Continuó en la misma posición, con el mismo semblante y con la misma actitud; de hecho, era James quien poco a poco se veía más… nervioso. Al final, él fue el incapaz de sostenerle su mirada, y terminó volteándose hacia otro lado, como si se sintiera avergonzado. Damien sonrió, satisfecho—. Toma… asiento…

    Esa última sugerencia, ya no sonaba tan amable como las anteriores; ahora sí parecía existir un poco de amenaza en su tono. James contuvo un segundo la respiración. Avanzó con paso algo apresurado hacia una de las sillas, y se sentó en ella; todo ello sin mirarlo directamente. Incluso estando ya sentado, prefería tener su atención fija en el maletín, y en su muy, muy atrayente contenido.

    —Mucho mejor —exclamó Damien con orgullo. Tomó entonces el maletín y lo deslizó hacia un lado para que no estuviera entre ambos; James lo siguió con la mirada mientras se movía—. Necesito que hagas un trabajo por mí. Hay una mujer a la que le pedí otro trabajo; se está encargando de buscar y traerme a dos personas. Es eficiente, pero algo emocional y tiende a meterse en algunos problemas. Necesito que la vigiles y le des una mano. Pero sólo si lo ves necesario, pues es importante para mí que cumpla con su labor ella misma.

    —¿Y por qué me lo estás pidiendo a mí? —Cuestionó James, casi como si le hubieran soltado un insulto en la cara—. ¿Por qué no se lo pides a algunos de los tipos de allá afuera? ¿O a alguno de los miles de tus seguidores?

    —No son mis seguidores —expresó el chico con algo de desinterés—. Son sólo seguidores de una idea. Pero no me malinterpretes, son bastante útiles cuando se les requiere. Pero esto quiero que tú lo hagas. —Lo señaló entonces directamente con su dedo índice—. No eres como ellos, y en estos momentos quiero rodearme de más personas como tú. Además, creo que te agradará conocer a esta mujer de la que te hablo. Sólo espero que tu chica no se ponga celosa.

    Damien rio un poco, pero James ni siquiera pestañó.

    —Pero, para que veas que mis intenciones son buenas y justas… —Estiró su mano derecha hacia el maletín, y tomó uno de los termos de su interior. Luego, lo extendió a James, colocándoselo justo al frente. Por mero aparente reflejo, el hombre de piel oscura se hizo un poco hacia atrás, casi como si aquel objeto le diera miedo, pero al mismo tiempo lo miraba con ferviente admiración—. Puedes llevarte uno, y los otros cuando cumplas con tu deber. Anda, sabes que lo quieres…

    James miró el termo en silencio. ¿Lo quería?, por supuesto que sí. Pero sabía muy bien lo que significaría tomarlo: le estaría vendiendo su alma al demonio… sino fuera porque posiblemente ya lo había hecho, hace mucho, mucho tiempo atrás. Alzó su mano temblorosa y tomó firmemente el termo metálico; la superficie se sentía fría.

    De debajo de la manga de su chaqueta, se asomó parte de su antebrazo, del que sobresalían ligeramente algunos pequeños puntos claros sobre su piel más oscura. James de inmediato jaló su brazo de regreso, y se cubrió de nuevo con su manga, con notable aprehensión.

    —Buen chico —murmuró Damien con tono burlesco, que a James en realidad no le dio gracia—. Anímate, que de aquí en adelante nos vamos a divertir mucho…

    James no respondió nada; no era que realmente tuviera algo que decir u objetar.

    Él mismo lo había dicho: ahora le pertenecían.

    — — — —​

    Una vez más, Eleven se encontró en ese espacio oscuro, silencioso e infinito. Una vez más se sintió rodeada por esa inmensa soledad, a la cual no había logrado acostumbrarse del todo a pesar del paso de los años. En ese sitio, en ese rincón oculto de su mente, era capaz de ver y escucharlo todo, si acaso sabía en qué dirección mirar. Casi siempre tenía a su disposición alguna guía que le señalara el camino; una fotografía, un lugar, un rostro, o una idea. En esa ocasión, sin embargo, su única guía era un nombre: Abra.

    Estuvo demasiado tiempo rondando en esos rincones oscuros sin encontrarse con nada. Por un momento pensó que si se quedaba más de lo debido, perdería de la razón, y quizás sería incapaz de volver a salir. Aun así, siguió andando, persiguiendo cualquier eco lejano que la llamara, cualquier figura que se moviera entre las sombras, guiándose por cualquier sensación que le recorriera la piel.

    Se sintió expuesta en más de una ocasión. Había aprendido de mala forma que el estar ahí, era también como abrir una puerta, o encender una brillante luz que podría terminar atrayendo a alguien… o a algo. Pero en esa ocasión no les temía a los monstruos que rondaban por las esquinas del mundo, esperando un momento de descuido para abrirse paso hacia su plano. No temía a los monstruos come humanos, a las criaturas que poseían tu cuerpo o consumían tu alma. No temía a los demonios, fantasmas o monstruos. Su único temor era aquel individuo, aquel sujeto que había aparecido de la nada, y había zarandeado su cabeza y movido todo en su interior como si fuera una bolsa de canicas. Temía al misterioso chico que tan insufrible impresión había dejado en Matilda y en ella. Temía a un enemigo desconocido, con la fuerza suficiente para hacerles mucho daño.

    No sabía si estar tanto tiempo en ese plano la dejaba igualmente expuesta a él, pero la ignorancia de ello tampoco ayudaba a brindarle seguridad, sino todo lo contrario.

    “Abra, Abra, ¿dónde te encuentras? ¿Quién eres? ¿Qué relación tienes con él?”

    El desconocimiento total de quién buscaba también era fuente de temor. ¿Qué pasaba si se estaba metiendo intencionalmente a la boca del lobo? ¿Qué pasaba si esa persona, fuera quien fuera, era como ese individuo… o incluso peor?

    “Abra, Abra, ¿dónde te encuentras? ¿Quién eres? ¿Por qué siento que necesito conocerte? ¿Por qué siento que te necesitamos…?”

    —¡Brownie! —Escuchó de pronto una voz resonar como un fuerte estruendo a sus espaldas, que la hizo desbalancearse y casi caer—. ¡Mamá te va a matar si te ve de nuevo en los sillones!

    Era la voz de una joven, o al menos eso le pareció a primera vista. Lentamente se comenzó a girar sobre sus pies, casi temerosa y dudosa de lo que vería en cuanto se girara. Sin embargo, no vio monstruos ni amenazas: sólo una joven, de cuclillas dándole la espalda, hablándole a una pequeña y adorable criatura café de cuatro patas sobre un sillón de tapiz verde. Ambos brillaban como si tuvieran luz propia entre toda esa negrura.

    El pequeño animal saltó del sillón hacia los bazos de la joven, y ésta lo recibió con gusto.

    —Ven pequeño, qué buen chico —Murmuró con un tono mucho más amoroso y suave que su grito inicial. Se paró con el animal sujeto con un brazo, mientras con su otra mano acariciaba sutilmente su cabecita. Se giró entonces un poco en su dirección.

    Ya era algo mayor, pero tenía un rostro inocente, con mejillas sonrosadas y rizos rubios y discretos cayendo sobre él. Le recordó por un instante a su propia hija, a su Terry; la más pequeña e inocente de los tres, con sus ojos iluminados como soles y todas las maravillas que el mundo puede ofrecer reflejadas en ellos. Eleven no pudo evitar sonreír ante su imagen y presencia; le transmitía una singular sensación de tranquilidad, una que realmente le hacía falta sentir en esos momentos.

    Pero eso sólo duró un pequeño instante.

    Abruptamente, y sin ninguna señal previa que advirtiera de esto, aquella muchacha giró su rostro directo y tajantemente hacia ella, clavándole sus ojos azules, que ahora habían tomado un sentimiento bastante más agresivo. Eleven se sobresaltó un poco; no estaba mirando algo más a través o detrás de ella; la estaba mirando, no le cupo la menor duda de ello.

    —¿Quién eres? —Murmuró la joven con exigencia, pero también con cierto rastro de miedo—. ¡Aléjate de mí!

    Antes de que pudiera decir algo, o siquiera pensarlo, sintió como le faltaba el aire, y una sensación similar a ser empujada con fuerza hacia atrás. Ya la había sentido antes con otros resplandecientes, pero no con esa intensidad. De haber querido, quizás podría haber resistido, pero en realidad no opuso mucha resistencia. Permitió que ella la alejara, y simplemente se dejó llevar por la marea del pensamiento.

    La imagen de esa joven y su perro se fue alejando, o quizás ella era la que se alejaba; en ese espacio, realmente la diferencia no importaba.

    Sus ojos se abrieron de pronto, estando de regreso en su estudio; de regreso a su casa. Inhaló con fuerza, y luego comenzó a exhalar lentamente. Se retiró rápidamente sus audiófonos contra el sonido, apoyó sus manos contra su escritorio, y poco a poco le permitió a su mente relajarse.

    ¿Ella era Abra? Si no lo era, igual debía ser alguien con un Resplandor bastante impresionante; la tomó totalmente con la guardia baja. Pero, aun así, no era como el de aquel individuo. Pero no tanto por su potencia o capacidad, sino más bien por la sensación que le transmitía. Aún entre toda esa agresividad que sintió al final, pudo sentir una brillante y cálida luz...

    Sintió entonces un ligero dolor de cabeza… y una molestia en la nariz.

    Extendió su mano y encendió la lámpara de su escritorio. Lo primero que vio, la dejó prácticamente paralizada por un buen rato. Sobre el escritorio continuaba el papel en el que había escrito el nombre de ABRA. Sin embargo, además del nombre había algo más decorando el papel: dos círculos imperfectos de color rojo.

    Llevó sus dedos a su nariz, más por requisito que otra cosa, pues ya sabía lo que tocaría desde antes de hacerlo. En efecto, su nariz volvió a sangrar.

    Mientras se colocaba un pañuelo para detener la hemorragia, intentó no pensar realmente en ello, pero fue prácticamente imposible. Había ocurrido otra vez; ya eran dos veces en dos días, después de no haber ocurrido en años. ¿Esa chica se lo había causado? Lo dudaba; el empujón que le había dado no había sido realmente tan intenso. ¿Acaso su encuentro del día anterior la había dejado agotada?; quizás no debía haberse excedido tanto luego de tan desagradable experiencia.

    Debía ser eso. Sólo necesitaba descansar un poco, no usar sus poderes por un par de días y todo estaría bien.

    Debía ser eso, pues las demás opciones… eran simplemente impensables.

    Miró de nuevo el pedazo de papel. Una de las gotas de sangre había caído justo en el nombre, justo entre la “B” y la “R”, como un horrible presagio.

    FIN DEL CAPÍTULO 30

    Notas del Autor:

    —El personaje de James es un personaje original de mi creación, pero se encuentra basado en el contexto de una de las obras involucradas en esta historia. Algunos quizás ya adivinaron de cuál, pero si no, más adelante se explicará con más detalle.
     
  11.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    Palabras:
    8461
    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 31.
    El Monstruo

    Aquella tarde, la Dra. Matilda Honey se sentó en una pequeña cafetería de Chamberlain, que se ubicaba sólo a un par de cuadras de la preparatoria local. Era un poco más del mediodía, pero a pesar de la cercanía a la escuela y de la hora, no le pareció ver entrar a ningún estudiante en el rato que estuvo esperando. El sitio parecía más frecuentado por personas adultas, trabajadores que iban ahí a su hora del almuerzo, y gente mayor que se reunía a tomar un café con viejos amigos. Supuso que en ese pueblo tan pequeño, los jóvenes de seguro no contaban con muchos lugares para reunirse, y evidentemente ese no era uno de ellos. Era mejor así; no era que le agradara mucho la idea de que algún conocido de Carrie White las viera juntas y le fuera a contar al respecto a su madre. Los jóvenes eran más propensos a abrir la boca sin pensarlo. En el caso de los adultos, si alguno de los ahí presentes la reconocía… esperaba que todo lo que había oído sobre la opinión que tenía la gente sobre Margaret White, fuera cierto y nadie sintiera la necesidad de ir y contarle algo al respecto.

    Había muchas cosas incorrectas en lo que estaba haciendo, por no llamarlas falta de profesionalismo. Estaba por reunirse con una menor de edad sin el consentimiento de su madre, y eso por sí solo era suficiente para que no pudiera tratarla como una paciente. Pero, esperaba poder hacerlo como una amiga.

    Había pasado un poco más de una semana desde su primera visita a ese pueblo. Desde entonces, sólo se había podido comunicar de vez en cuando con Carrie por medio del celular que le había dado, pero la comunicación no lograba ser tan constante; lo más seguro era que la joven sólo podía responder a escondidas de su madre y profesores. El día anterior, Matilda había sentido que en los mensajes de la chica que había algo diferente, algo que quizás la incomodaba o molestaba, pero no le decía directamente. La doctora sugirió verse en persona para platicar, y aunque Carrie pareció un poco renuente al inicio, al final aceptó. De hecho, en ese mismo momento pareció mucho más emocionada con la idea, como si todo su humor hubiera dado un giro completo.

    Matilda había terminado de comer mientras aguardaba, y tras otros quince minutos más de espera, se atrevió a pedirle un postre a la mesera. Carrie entró por la puerta principal dos minutos después de eso, con sus cabellos rubios y enredados cayendo sobre su rostro, y sus libros aferrados contra su torso de manera aprensiva. Se quedó en la entrada, recorriendo el local con sus ojos tímidos. Matilda agitó una mano en el aire para que la viera, y al hacerlo sus labios rosados dibujaron una pequeña sonrisa. La joven se aproximó cautelosa a su mesa.

    —Hola, lamento haberla hecho esperar —se disculpó apenada, estando ya de pie a lado de ella.

    —Descuida —le respondió Matilda, y de inmediato extendió su mano hacia el asiento delante de ella para invitarla a sentarse, invitación que ella aceptó de inmediato—. ¿Cómo te fue en la escuela?

    —Bien… igual que siempre, supongo —respondió encogiéndose de hombros—. Mi madre llegará un poco más tarde. Creo que tenemos un par de horas antes de que tenga que irme.

    —Creo que será suficiente. ¿Gustas algo de comer? Yo invito.

    —No, gracias…

    Carrie hablaba bajo, como si temiera que alguien más la escuchara, y frecuentemente miraba hacia la ventana que daba a la calle como si esperara ver a alguien pasar en cualquier momento; ¿o era a ella a quien no quería ver directamente? Seguía abrazando sus libros contra ella, pero cuando se dio cuenta de esto los colocó con cuidado a un lado sobre la mesa, y luego colocó sus manos ocultas debajo de ésta, reposadas sobre sus piernas.

    —No estés nerviosa, todo está bien —masculló Matilda con tono animado—. Piensa que en comparación con escaparte a Boston tú sola, esto es sólo un juego. Además, no estás haciendo nada malo.

    —Lo siento…

    Carrie respiró lentamente, intentando tranquilizarse. Matilda sabía muy bien que el origen de ese terror era su madre. ¿Qué cosas horribles le habría hecho esa mujer a lo largo de su vida para haberla forzado a ser de esa forma?

    —¿Qué haremos exactamente? —Cuestionó Carrie, un poco más tranquila.

    —Sólo hablar.

    —¿Sólo hablar? —Respondió la joven, aparentemente casi decepcionada por su respuesta. Matilda se preguntó qué esperaba exactamente que hicieran, o si acaso le había dado a entender alguna otra cosa en sus mensajes sin querer.

    —Sé que apenas te conozco —comentó la psiquiatra con tono suave—, pero creo que has de tener muchos temas en tu vida de los que no puedas hablar con nadie. ¿O no?

    —No lo sé… no lo creo —respondió Carrie, insegura—. Creí que sólo me ayudaría a controlar mis… poderes…

    Así que era eso; al parecer Carrie se había hecho la idea de que quizás irían por ahí haciendo levitar cosas juntas, o le enseñaría algunos trucos para su telequinesis. Matilda sonrió, un poco divertida por esto. En realidad no podía culparla, y de hecho la comprendía. Cuando conoció a Eleven y se enteró de que ella también podía hacer lo mismo, le entusiasmo demasiado la idea de que le enseñara a hacer cosas que ella no se había imaginado, o le explicara más sobre cómo funcionaba todo ello que podía hacer. Quería ser esa misma persona para Carrie, de eso no tenía duda. Pero no aún, o no del todo.

    Aunque igual, si tenían algo de tiempo, quizás podrían hacer un poco de eso para saciar su necesidad y no decepcionarla.

    —Yo prefiero llamarlas habilidades especiales —le explicó—. Y lo creas o no, el cómo te sientes en tu vida en general, influye mucho en el cómo las utilizas.

    —¿Y de qué quiere hablar?

    Matilda se encogió de hombros.

    —¿Tú tienes algún tema del que te interesaría platicar?

    —No se me ocurre algo en específico…

    —Bueno, empecemos por algo sencillo. ¿Qué te gusta hacer? —Carrie la miró un poco extrañada—. Hemos hablado de vez en cuando por mensaje, pero extrañamente casi no me hablas de ti, de lo que haces o de lo que te gusta.

    —Creo que no me gusta nada en especial.

    —Vamos, debe haber algo que te guste hacer para divertirte o distraerte.

    Carrie negó lentamente con su cabeza.

    —Mi madre dice que ese tipo de cosas son distracciones del Oscuro, para tentarnos y distraernos de la contemplación a Dios.

    Los labios de Matilda se arquearon en una pequeña mueca, que intentó disimular lo más posible.

    —¿Y tú también lo crees?

    —No siento que tenga opción de creer algo diferente.

    —¿Y si la tuvieras?

    De nuevo Carrie la miró confundida, como si intentara entender las palabras de algún idioma desconocido.

    En ese momento la mesera se acercó a la mesa, y colocó delante de Matilda un pay de manzana con una esfera de nieve encima.

    —Gracias —le murmuró Matilda a la mesera, que se retiró casi de inmediato. Lo había pedido casi por mero aburrimiento mientras esperaba, pero ahora que lo tenía enfrente realmente se veía delicioso—. ¿Quieres probar, Carrie?

    La joven rubia se quedó viendo el pay unos momentos en un profundo silencio contemplativo, pero al final negó rápidamente.

    —No, gracias… me provoca acné.

    Matilda no respondió nada directamente. Eso podía ser una preocupación normal de cualquier adolescente, pero viniendo justamente de ella era difícil decir si no era derivado de algo más. Se permitió entonces tomar la pequeña cuchara y tomar un bocado de pay y nieve. Justo como le parecía, estaba delicioso.

    —Yo… —murmuró Carrie de pronto, haciendo que la Psiquiatra rápidamente la mirara de nuevo, olvidándose un poco del pay—. A veces no entiendo si Dios es amor, o es severidad y fuego… o todo eso… o nada. Mi madre dice que Dios castiga a todos los injustos y malvados, y protege a sus fieles. Yo he intentado ser fiel a él desde siempre, pero nunca me he sentido protegida por él, ni por nadie. Y nunca he sentido tampoco que castigue a los que me hacen daño.

    Las palabras de Carrie venían cargadas de un fuerte sentimiento de melancolía, pero también de algo más, algo que se ocultaba por debajo de la superficie pero cuyos ecos Matilda fue capaz de captar ligeramente: ira y resentimiento…

    —¿Lo dices por el incidente de las duchas?

    Carrie bufó de forma irónica.

    —Eso sólo fue lo más reciente. Toda mi vida me han hecho sufrir, me han molestado, y me han hecho sentir como si fuera una basura que no merece vivir… incluso mi madre. —Se volteó entonces a mirar de nuevo hacia la ventana, hacia la calle, y hacia toda la gente que por ahí pasaba—. Y por más que le he rezado a Dios para que ejerza justicia para mí, que haga caer toda su furia sobre ellos, nada pasa… O, quizás sí. —Se volteó abruptamente hacia ella con interés—. ¿Serán estos poderes acaso la respuesta de Dios a mis plegarias? ¿Para que haga la justicia en su nombre?

    Matilda permaneció estoica, escuchando todo aquello que decía, pero principalmente la forma en la que lo hacía. Había emociones bastante negativas acompañándola en cada frase, y también muy peligrosas.

    La castaña respiró lentamente, inclinó su cuerpo ligeramente hacia adelante, y entonces miró fijamente a los ojos a la joven sentada delante de ella; no de una forma acusadora o amenazante, sino intentando parecer comprensiva y abierta.

    —Carrie, ¿acaso has pensado en usar tus habilidades en contra de las personas que mencionas? —Le cuestionó directamente y sin rodeos.

    Carrie vaciló.

    —No, claro que no… —Respondió un poco apresurada, aunque luego tuvo que desviar su mirada hacia otro lado instintivamente—. Quizás… Pero, ¿qué tendría eso de malo? Me han tratado tan mal toda mi vida. ¿No sería justo por una vez regresárselos?

    —Eso no es justicia, Carrie. Es sólo venganza.

    —Pues no veo la diferencia.

    Parecía estar casi convencida de ello. En un inicio Matilda no se había percatado de que existía tal cantidad de rencor y agresividad en su interior, pero tampoco le sorprendió. No era la primera vez que conocía a un niño que resplandecía, cargando además un peso similar a ese encima. Estaba convencida desde antes de que todo lo que había visto de Carrie White hasta ese momento, era sólo la pequeña punta del iceberg. Necesitaba mucha ayuda para poder profundizar más en ello, y enseñarle cómo lidiar con todos esos sentimientos de manera adecuada. Sin embargo, no había forma de lograr tal cosa sin la terapia correcta y las sesiones continúas, que era imposible tener por teléfono y con reuniones a escondidas. Pero no habría forma de lograr ello hasta que ella fuera mayor de edad, y estuviera lista para rebelarse contra su madre y tomar sus propias decisiones. Mientras tanto, era una bomba de tiempo, que sólo podría apaciguar lo más posible dentro de lo que sus facultades actuales le permitieran… que no era mucho.

    —Carrie, quiero que me prometas una cosa —susurró despacio la psiquiatra, y extendió entonces su mano por encima de la mesa hacia ella, ofreciéndosela. Carrie la miró de reojo, extrañada—. Si en cualquier momento te sientes tan atrapada que no encuentras ninguna salida, quiero que antes de que tomes una decisión de la que te puedas arrepentir, me llames para hablar. Yo de ayudaré, e iré a dónde estés lo más pronto posible; siempre estaré ahí para ti. ¿De acuerdo?

    Terminó su frase con la más cándida sonrisa que le fue posible. Carrie, sin embargo, permaneció callada, contemplando la mano de aquella mujer sobre la mesa, como si fuera algún animal extraño que le provocaba incomodidad. De pronto, alzó lentamente su mano derecha, y la acercó cautelosa a la de ella. Ese tipo de contactos definitivamente no eran algo conocido para ella, y el esfuerzo que requirió para completarlo fue mayor… Pero al final sus dedos se posaron sobre los de la psiquiatra, y ésta los tomó en un gesto gentil.

    Carrie sólo fue capaz de mantenerse así unos segundos, y luego apartó su mano rápidamente, notándosele bastante nerviosa. Se abrazó a su misma, y se volteó a la ventana en silencio.

    —Cocer —soltó de pronto, confundido un poco a Matilda al inicio—. Sobre qué me gusta hacer… Creo que me gusta cocer. Empecé a hacerlo por el trabajo de mi madre, pero creo que lo disfruto un poco el hacer mi propia ropa con mis propias manos. Me despeja un poco…

    * * * *​

    El Dr. Scott apenas y había volteado a ver a Matilda desde que entró en su oficina. No era la primera vez que en las reuniones que ahí tenían, el buen doctor se enfocaba sólo en la pantalla de su computadora, como si estuviera totalmente concentrado en algo que estaba haciendo con urgencia. Sin embargo, esa vez se sentía un poco diferente. No parecía estar fingiendo; realmente parecía concentrado, contemplando lo que escribía con rapidez sobre el teclado. Fuera lo que fuera eso, la psiquiatra no era capaz de verlo desde su perspectiva, como si apropósito él hubiera movido el monitor en ese ángulo exacto.

    —¿Un detective de homicidios? —Cuestionó el Dr. Scott, con un curioso tono animado—, eso sí es curioso.

    —Sí, lo es —respondió Matilda, un poco insegura por su reacción. Apenas y había podido dormir esa noche, y no tanto por las incómodas sillas de la sala de espera (que tampoco ayudaron mucho), sino porque su mente estaba demasiado al pendiente de prácticamente todo. El día anterior había sido agotador física y mentalmente y se quedó largo rato pensando en ello durante la noche. Aun así, tuvo que ponerse de pie con sólo un par horas no consecutivas de sueño, llenarse el cuerpo lo más posible del horrible café del comedor y del no mucho mejor desayuno que ahí servían para los empleados, e intentar simular estar lo más consciente y alerta posible durante esa pequeña reunión—. Pero tiene experiencia tratando a niños que han pasado por cosas similares a las de Samara, y mi superior en la Fundación realmente cree que su perspectiva podría ser de ayuda si le permitimos hablar con ella.

    —¿Tiene experiencia en su trabajo como detective tratando con niños?

    Matilda vaciló un poco; no precisamente por su trabajo como detective, pero no podía permitirse entrar en muchos detalles al respecto.

    —Se podría decir —respondió con simpleza.

    Scott siguió tecleando y no dijo nada por un largo rato, que a Matilda desconcertó un poco.

    —¿Y usted que cree? —Preguntó de golpe sin previo aviso.

    —¿Disculpe?

    —Dijo que su superior cree que podría ser de ayuda. ¿Usted qué cree?

    Matilda se sorprendió por esa pregunta. ¿Desde cuándo le importaba lo que ella creía o no?, aunque en comparación era bastante probable que le importara un poco más de lo que le importaría lo que opinara su superior, a quien él de seguro ni siquiera conocía. Sin embargo, si tuviera que dar una respuesta honesta, tendría que decirle que le parecía una locura todo lo que Eleven y este detective de homicidios querían hacer, y si ella estuviera en su lugar lo impediría a toda costa… Pero no había forma de que esa pudiera ser una respuesta aceptable para ella, especialmente cuando ya se había comprometido a hacerlo.

    Con ese pensamiento en mente, tuvo que dar la respuesta más cercana a la verdad que pudo procesar en ese momento.

    —Creo que… el caso de Samara es un tanto inusual, y a veces los casos inusuales ameritan intentar algunas medidas inusuales.

    Scott sólo respondió con un pequeño quejido reflexivo, y siguió mirando hacia la pantalla.

    —Yo estaría con ella todo el tiempo, y si algo no me pareciera…

    —De acuerdo —respondió el doctor abruptamente—. Me parece bien, adelante.

    Eso dejo a Matilda tan atónita, que se le dificultó poder armar una respuesta rápida.

    —¿Enserio… le parece bien?

    —Claro, si usted lo cree útil, yo también.

    Matilda lo miró incrédula, esperando alguna clase de sorpresa o condición escondida, pero ésta no apareció.

    —Y sobre mi otro colega que vendría el sábado…

    —También está bien para mí —le respondió rápidamente sin pensar—. Confío en que usará los métodos que mejor le convengan a la paciente, doctora.

    No sabía qué era lo que más le sorprendía: que dijera que confiaba en ella, o que se había referido a Samara como paciente y no como “sujeto”.

    —Gracias… —murmuró despacio la castaña, y se quedó entonces un rato en silencio, observándolo. Su comportamiento estaba ya lejos de ser sólo inusual, y Matilda lamentablemente tenía una idea de cuál podría ser el origen de esto—. Dr. Scott… ¿Se siente usted bien?

    —Mejor que nunca —le respondió con una amplia sonrisa animosa—. ¿Por qué lo pregunta?

    —Bueno, el Dr. Jonhson me contó que ayer se retiró antes y no le avisó a nadie.

    —Me sentía indispuesto, pero ya estoy mejor.

    Matilda bajó un poco su mirada hacia sus grandes manos sobre el teclado, especialmente la izquierda que se encontraba envuelta en una venda blanca que le abarcaba casi toda la palma.

    —¿Qué le pasó en la mano? —Inquirió Matilda con seriedad.

    Scott dejó en ese momento de escribir al fin, y volteó a ver su propia mano con sorpresa, como si fuera la primera vez que la viera, y se fascinara por su forma, su tamaño, y por la venda que la envolvía.

    —Sólo una pequeña cortada, nada importante —le respondió con voz apagada, aunque por el vendaje era fácil intuir que no había sido sólo una “pequeña” cortada—. ¿Tiene sed? —Preguntó de pronto, y justo después tomó su taza y se dirigió a su dispensador de agua para servirse.

    —No, gracias.

    Matilda miró atentamente como se servía una taza entera de agua y se la bebía de una sola vez, de seguro sin siquiera respirar. Soltó un suspiro de satisfacción una vez que terminó, se quedó unos momentos mirando fijamente a la pared, y luego se sirvió más.

    —El Dr. Jonhson también me contó lo que pasó con Samara…

    —Un malentendido de doctor y paciente —contestó Scott rápidamente, interrumpiéndola—. Nada de qué preocuparse.

    Quizás él así lo creía, pero seguramente no era así. Samara le había hecho algo, quizás a propósito o quizás no, y ello le había dejado una marca en su mente… igual que había ocurrido con su madre. La reacción de Scott, sin embargo, parecía ser bastante diferente a la de Anna Morgan, y era difícil de momento determinar si eso era buena o mala señal…

    “Estas imágenes no son temporales. Perduran, se quedan en el mundo físico, aunque su usuario ya no esté siquiera presente. Y si esto ocurre con las imágenes en el acetato, debe ser igual con las mentes de las personas. En otras palabras, las imágenes que implante en sus mentes, nunca desaparecen. Si le hizo esto a su madre, el daño que le haya hecho…”

    Sería permanente, o al menos esa era la conclusión a la que habían llegado Cody y ella hace semanas, aunque todo ello era sólo una hipótesis. Si el comportamiento del Dr. Scott seguía volviéndose más errático, podría ser peligroso para alguien o para sí mismo. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Decirles que lo internaran?, aún no sabía siquiera qué era lo que Samara le había hecho con exactitud. Y si había un daño psíquico real en él de la magnitud que teorizaban, no estaba segura de que pudieran hacer algo por él si lo internaban. Pero… ¿y ella podría? Quizás no ella directamente, pero quizás sí alguien más de la Fundación.

    El Dr. Scott seguía llenando su taza y bebiendo de ella con insistencia.

    Matilda pasó su mano por su rostro, tallándolo un poco. Se sentía tan cansada, y tenía tantas cosas en la cabeza. Sería irresponsable de su parte no hacer algo referente al buen Doctor en esos momentos, pero debía aceptar que no tenía las fuerzas suficientes para lidiar con dos problemas a la vez; no ese día. Lo platicaría con el Dr. Johnson luego de la sesión con Samara, y esperaría que él se ocupara del resto.

    Se giró entonces de nuevo al frente, notando el monitor de la computadora. Algo curiosa, intentó inclinarse un poco al frente para poder ver qué era lo que estaba escribiendo con exactitud y que lo tenía tan concentrado. Sin embargo, antes de que pudiera ver cualquier cosa, sintió la pesada mano del Doctor sobre su hombro, empujándola contra la silla para que volviera a estar sentada derecha en ella. Matilda miró la mano de reojo; era la mano izquierda, la que tenía vendada. Al alzar su vista hacia su rostro, notó como la miraba desde arriba de una forma un tanto intimídate, a través de sus gruesos anteojos.

    —Si no se le ofrece nada más doctora, tengo mucho trabajo —le indicó con voz monótona y tranquila, y acto seguido retiró su mano de ella, y comenzó a caminar de regreso a su silla.

    —De acuerdo —respondió Matilda, intentando sonar lo más tranquila posible. Se puso de pie con cuidado, colocándose su bolso al hombro—. Le pasaré un informe de la sesión más tarde.

    —Si lo considera necesario… —Le respondió él a su vez con indiferencia. Se sentó entonces en su silla y se puso a escribir de manera concentrada de nuevo, sin siquiera voltearla a ver mientras salía de su oficina.

    — — — —​

    Una vez que salió de la oficina de Scott, Matilda se dirigió a la sala de espera, en donde, vaya la redundancia, quien sería su compañero ese día la esperaba. El detective Sear había llegado hace poco más de una hora, mucho más descansado que ella evidentemente, y fresco para comenzar lo antes posible. Matilda se tomó el tener que hablar al respecto con Scott como un motivo para poner un poco de distancia entre ambos, aunque fuera sólo por unos minutos. Sabía que su actitud era infantil, y a cualquier paciente suyo que se comportara de esa forma lo terminaría reprendiendo severamente… pero sencillamente no podía evitarlo; parecía un comportamiento primario que la dominaba por encima del raciocinio, algo que nunca le pasaba a ella, o al menos eso creía.

    Al entrar a la sala de espera, lo vio sentado en una silla revisando con desinterés su teléfono. Al escucharla acercarse, alzó su mirada hacia ella y le sonrió gentilmente; algo en esa sonrisa hizo que el descontento de Matilda aumentara ligeramente más, pero lo ahogó con una inhalación lenta por su nariz.

    —¿Cómo le fue? —Cuestionó el oficial, guardando su teléfono en el bolsillo de su saco—. ¿Aceptó?

    —Eso creo… —Respondió Matilda, no muy segura—. Obviamente tuve que omitir la parte de intentar hablar con un demonio. Pero presiento que, aunque se lo hubiera dicho, igual no le hubiera importado.

    Cole la miró intrigado por su afirmación.

    —¿A qué se refiere?

    Matilda miró hacia atrás, como si temiera que el Dr. Scott estuviera repentinamente parada detrás de él, pero no había nadie ahí además de ellos.

    —No estoy segura. El Dr. Johnson cree que Samara le hizo algo ayer cuando intentó confrontarla. Y sea lo que sea, parece haberlo puesto algo más cooperativo, por no decir que su comportamiento es bastante extraño y ausente.

    —¿Qué cree que le hizo?

    Matilda negó con su cabeza, indicándole con ese acto que no lo sabía con seguridad.

    —Depende de cómo se haya sentido en ese momento y de lo que deseaba, supongo. No he podido hablar con ella directamente de lo ocurrido, pero supongo que tendrá que ser luego de esto; lo que menos quiero es alterarla más de lo debido.

    —Entonces —Exclamó el detective, parándose rápidamente de su silla—. Pongámonos manos a la obra, ¿le parece? Yo la sigo.

    El rostro de Matilda se puso especialmente serio en ese momento, sin ningún motivo aparente; al parecer le disgustaba que tuviera tanta disposición. Sin decir nada, comenzó a caminar hacia afuera de la sala y Cole la siguió, andando a su lado.

    Mientras avanzaban por los pasillos, Matilda fue la primera en romper el silencio, con una pregunta directa.

    —Si quiere hablar con el demonio, ente o lo que sea que cree que está en ella, ¿por qué necesita exactamente que use la hipnosis?

    Esa había sido una de las indicaciones que le había dado justo a su llegada, cuando le explicó cómo harían la sesión. Según le dijo, ocupaba que primero ella la hipnotizara, dando por hecho que sabía hacerlo; obviamente sí lo sabía, pero igualmente le molesto que lo supusiera de esa forma… realmente, todo le molestaba viniendo de él en ese momento. Una vez que lo hiciera, él tomaría las riendas e intentaría conversar con Samara, o más bien con la criatura que él estaba seguro que la estaba acosando, teniéndola a ella cerca como guía en caso de que algo saliera mal.

    “Bastante simple”, había dicho al final de su descripción. Sí, bastante simple, para ser las instrucciones de cómo tener una línea directa con el infierno, según entendía.

    Por su parte, Cole sonrió divertido al oír su pregunta.

    —¿Y cómo pensó que lo iba a hacer? —Le regresó con ironía—. ¿Con algún baile chamán o algo así? ¿Sacrificando una gallina? ¿Una ouija, quizás?

    —Usted lo dijo, no yo —murmuró Matilda, quizás más sarcástica de lo previsto—. Sólo me da curiosidad, ya que Eleven estaba tan segura de que usted podía encargarse de este caso sin mi ayuda.

    Cole sonrió aún más; quizás le parecía divertida esa hostilidad que en parte intentaba disfrazarse de apatía. Como fuera, él prosiguió a responder su cuestionamiento lo mejor posible.

    —No es tan importante la hipnosis, como el hecho de que sea usted quien lo haga. Ella confía en usted profundamente. Se relajará y abrirá su mente si así usted se lo pide, y de esa forma dejará una ventana abierta para que lo que sea que la esté rondando, nos oiga y nos hable con mucha más facilidad. O bueno, eso espero.

    —¿Eso espera? —Espetó Matilda con incredulidad, deteniéndose en seco a medio pasillo—. ¿Cuántas veces ha hecho esto exactamente?

    —Un par… o algo parecido —le respondió tranquilo, sin detenerse—. Pero descuide, está a salvo mientras esté conmigo.

    —Me siento aliviada —murmuró sardónica la psiquiatra, y tras un resoplido silencioso reanudó el paso.

    — — — —​

    Debido a la naturaleza inusual de la sesión que tendrían, no sería posible realizarla en una de las salas más agradables en las que había estado hablando con Samara últimamente. Era necesario algo más de privacidad y de aislamiento, para que nadie viera lo que estaba por pasar; y, principalmente, que nadie estuviera cerca si algo salía mal. Lo último quizás no sería tanto problema, pues para esos momentos todo el hospital le tenía un terror enorme a la pequeña Samara. Sin embargo, siempre podía haber algún curioso cuyo destino pudiera terminar como el del gato del dicho.

    En ese hospital, el lugar que más se ajustaba a sus requerimientos era, para bien o para mal, algunas de las salas de observación blancas, como aquella en la que Matilda se había reunido con Samara en su llegada a Eola. Tenían cerradura electrónica y estaban aisladas casi por completo; sin las cámaras o micrófonos encendidos, nadie podía oír o ver lo que pasaba ahí dentro. Por supuesto, tuvieron que asegurarse de que no hubiera nadie en la habitación contigua tras el espejo doble, y en efecto era así; incluso las computadoras se encontraban apagadas.

    Samara estaba en una posición bastante similar a la que se encontraba el primer día, sentada en una silla en el centro del cuarto, con su cabeza agachada, sus largos cabellos oscuros cayendo sobre su rostro, y sus manos entrelazadas sobre sus piernas. Esto le trajo a Matilda un singular Déjà vu, y una sensación de haber vuelto al inicio de su terapia con esa pequeña. Realmente esperaba que no fuera así.

    Cuando entraron, la niña alzó apenas lo necesario su rostro, asomando sus ojos cansados y ausentes entre sus cabellos para mirarlos. Al menos esos ojos no eran los mismos que aquel primer día. No se veían fríos y hasta casi agresivos como aquella ocasión, sino más bien… tristes, y cargados de angustia.

    —Hola, Samara —le saludó Matilda con actitud animosa, bastante diferente a cómo se encontraba hace un minuto atrás en el pasillo, y Cole lo notó—. ¿Cómo estás?

    —Bien —le respondió la pequeña con voz apagada.

    Matilda se acercó hacia ella mientras Cole aguardó en la puerta. La psiquiatra se paró delante de la niña, y se puso de cuclillas para tener sus rostros a la misma altura.

    —Lamento que hayamos tenido que volver a una de estas salas —le comentó, sonriéndole—. Te prometo que será sólo por esta sesión, ¿estás bien?

    —Descuida, entiendo —murmuró con pesar, bajando de nuevo su mirada. Lo ocurrido la noche anterior claramente la tiene aún afectada.

    Matilda se incorporó de nuevo, y se giró hacia la persona que la venía acompañando.

    —Samara, él es mi colega el Detective Cole Sear. Quizás lo viste anoche, fue conmigo para ayudarte cuando estabas atrapada.

    La niña se viró levemente hacia él.

    —Hola Samara, ¿dormiste bien? —Le preguntó con voz amistosa, alzando su mano derecha a forma de saludo.

    —Algo… ¿Es policía?

    —Sí, sí lo soy. —Se acercó entonces con cuidado, mientras introducía su mano en el bolsillo de su pantalón. Sacó de ahí su placa, se agachó delante de ella justo como Matilda lo estaba un momento atrás, y se la enseñó para que la pudiera ver de cerca—. ¿Ves? No le dan una de éstas cualquiera.

    Samara miró la placa con expresión ausente por unos segundos, y luego se desvió lentamente hacia el rostro del detective. Cole no lo expresó directamente, pero el sentir directamente esos ojos profundos y oscuros provocó en él una pequeña punzada de dolor en su pecho, que de momento no supo explicar.

    —¿Estoy en problemas por lo que hice? —Inquirió la niña de pronto, tomando por sorpresa a los dos adultos.

    —No, no, claro que no —se apresuró Matilda a responder, antes de que Cole pudiera siquiera pensar en una respuesta él mismo—. Él está aquí para apoyarme. ¿Recuerdas lo que te dije en la mañana que necesitábamos hacer?

    Samara guardó silencio. Miró pensativa hacia una esquina del cuarto totalmente blanco, como si ahí hubiera algo interesante, mas no había absolutamente nada digno de llamar tanto su atención.

    —Quieres hablar con el monstruo —susurró despacio, como si se lo estuviera diciendo a sí misma—. Pero no debes hacerlo… Te puede hacer daño, y no quiero que eso pase…

    —Hey, descuida, pequeña —intervino Cole, notándosele una actitud bastante confiada—. Para eso estoy aquí, para proteger a la buena doctora de lo que te está acosando. —Se acercó entonces un poco más a ella, como si fuera a decirle algún secreto que no quisiera que Matilda escuchara—. Verás, yo también tengo habilidades, como la doctora y como tú. Y he lidiado con monstruos como éste antes, así que sé qué hacer para mantenerlos a raya.

    Samara lo miró desconfiada.

    —¿De verdad?

    —Claro. Yo me encargaré de que nada le pase a ella. Tienes mi promesa, ¿de acuerdo?

    Le extendió entonces su mano a forma de saludo. Samara la miró con cierto recelo. Miró de reojo a Matilda, como si buscara su aprobación. Su estado mental no era precisamente el más objetivo, pero igual le asintió, indicándole que estaba bien. La niña alzó su propia mano y tomó la del detective en un amistoso saludo.

    —Eso es, eres muy valiente —le indicó mientras subía y bajaba sus manos. A Matilda le preció percibir un ligero rubor asomándose en las blancas mejillas de la niña, aunque el resto de su rostro se veía apacible.

    Cole se incorporó de nuevo, y se hizo a un lado con la intención de dejarle el paso libre a la psiquiatra. Cuando estuvo cerca de ella, Matilda le susurró despacio:

    —Al parecer sí es bueno con los niños.

    —Se lo dije, no es la primera vez que hago esto para la Fundación —le respondió él de la misma forma.

    No era que lo dudara precisamente, pero el que dijera que ayudaba sólo a niños que podía ver fantasmas y que ninguno más podía ayudar, lo ponía un poco en tela de duda.

    Matilda tomó una silla, quizás la misma de aquel primer día, y la colocó delante de Samara para que estuvieran frente a frente. Se sentó acomodándose su falda, y miró a la pequeña con rostro tranquilo; Samara desvió casi de inmediato su mirada con vergüenza.

    —No tengas miedo, Samara —le indicó la castaña con voz suave—. Ambos estamos aquí contigo para protegerte. Ahora… —Introdujo en ese momento su mano a su bolso, buscando algo en su interior. Tras un rato, sacó de éste una brillante moneda color dorado, de tamaño relativamente más grande que una moneda normal. No parecía ser una moneda real, aunque era difícil determinar de dónde era con exactitud—. Quiero que mires atentamente esta moneda. Es bonita, ¿verdad?

    Samara asintió.

    —Brilla mucho.

    —Sí, así es. —Matilda colocó la moneda en su mano derecha, y luego colocó entre ambas con el dorso hacia arriba, y con un movimiento de sus dedos la moneda comenzó a desplazarse entre ellos con suma fluidez. Giraba entre los dedos hacia un lado y luego hacia el otro, de una forma que parecía casi imposible que no se cayera desde la perspectiva de Samara; casi como si fuera algún truco de magia—. Quiero que la mires todo el tiempo; no la pierdas de vista.

    Samara obedeció. Se quedó quieta en su silla, mientras sus ojos se movían junto con la moneda; hacia un lado, luego hacia el otro, y de regreso, de una forma constante y rítmica. Lo que más le llamaba era el brillo que brotaba de ella cada vez que las luces el techo llegaban a tocarla en cierto ángulo.

    —Relájate, deja que tu cuerpo se afloje. —Le susurró Matilda con voz lenta y calmada. La niña la escuchaba, pero como un eco lejano, pues su atención estaba sólo puesta en la moneda—. No olvides respirar, así como te enseñé ayer. Estás en un sitio seguro; mientras estemos aquí contigo, nada ni nadie te puede tocar o dañar…

    Samara no procesaba del todo esas palabras en su cabeza, pero igual de alguna forma creaban una sensación de alivio en su pecho. Tras unos segundos más, la moneda dejó de moverse, y Matilda a atrapó entre sus dedos, ocultándola de la vista de su paciente. Sin embargo, ésta apenas y reaccionó a ese cambio. Sus ojos siguieron mirando hacia la mano de Matilda totalmente ida, sin pronunciar ninguna palabra ni mover ni un dedo.

    —Samara, ¿me escuchas? —Le susurró la psiquiatra con cautela.

    La niña tardó en responder, pero luego dijo sin mucho esfuerzo:

    —Sí…

    Estaba hecho.

    Matilda se retiró lentamente de la silla, pero Samara siguió mirando en esa misma dirección, como si su mano siguiera suspendida en el aire entre ambas.

    —Bien hecho, doctora —comentó Cole con cierta admiración—. Curiosa forma de hipnotizar.

    —¿Creyó que usaría un péndulo o algo así? —Le respondió de forma cortante. Cole no pudo evitar sonreír al darse cuenta de que le había regresado su chiste, aunque ambos sabían en el fondo que el suyo había sido mejor—. Escuche, tenga mucho cuidado. Hable claramente, y no la altere de más.

    —Lo último no lo puedo prometer —le respondió el oficial con tono neutro, y se acercó entonces a la misma silla en la que ella se había sentado sólo un segundo atrás.

    Cole se retiró su saco y lo colocó sobre el respaldo de la silla. Luego se remangó su camisa color salmón, dejando a la vista parte de sus gruesos antebrazos. Matilda se quedó de pie a un lado, observando todo en silencio. No estaba segura de qué creía que haría, pero definitivamente le resultaba exagerado.

    El detective se sentó en la silla con sus piernas separadas, y apoyó sus codos sobre sus muslos para inclinar su torso hacia el frente y extender su rostro hacia el de la niña. Ella seguía mirando a la nada, como si no fuera en lo absoluto consciente de su presencia.

    —Samara, ¿me escuchas? —le susurró un despacio, y al igual con Matilda, la respuesta a esa pregunta salió de los labios de la pequeña con cierta retraso.

    —Sí.

    Cole asintió. La miró fijamente, muy fijamente sin siquiera parpadear. Matilda pensó que debía ser parecido a cuando se sienta frente a un sospechoso para interrogarlo y sacarle toda la verdad; incluso con la camisa remangada y todo.

    —¿Está el monstruo aquí contigo en este momento? —Le cuestionó con un tono serio.

    —Siempre está conmigo… Yo soy el monstruo…

    —¿Crees que quiera hablar con nosotros? ¿Ahora?

    La niña permaneció callada.

    —¿Samara?

    —No… —Respondió tras un rato. Su respiración entonces comenzó a agitarse un poco—. No quieren hablar con ella… Tengo miedo…

    —Recuerda lo que te dije, Samara. Nosotros podemos lidiar con ella y te protegeremos. Yo las protegeré a las dos.

    Miró entonces en ese momento a Matilda y le sonrió de forma provocativa. La psiquiatra se desvió a otro lado, indiferente por su gesto.

    Samara no pronunció nada más en ese momento. Sólo respiraba de manera constante y profunda, en efecto como si el miedo comenzara a apoderarse de ella.

    Cole se inclinó aún más.

    —Escucha, criatura —soltó de pronto con un tono más agresivo—. Sé que estás ahí y sé que me escuchas.

    —Oiga, espere… —Intervino Matilda, alarmada por el tono que había comenzado a usar. Cole le indicó sin embargo, alzando una mano hacia ella y sin dejar de mirar a Samara, que aguardara.

    —Si eres tan valiente, muéstrate ante mí. Te lo ordeno.

    Samara respiró mucho más agitada, y sus respiraciones vinieron acompañadas de pequeños sollozos. Bajó su cabeza, y sus cabellos cayeron por completo sobe su rostro. Aun así, Matilda y Cole podían escuchar los ruidos provenientes de su garganta y nariz.

    Matilda tuvo el instinto de intervenir, dar un paso al frente y despertarla. Pero, de pronto, las luces del techo comenzaron a parpadear. Esto provocó una reacción adversa en la psiquiatra, que la hizo retroceder unos pasos en alerta, y luego quedarse petrificada en su lugar. Irremediablemente relacionó esto con lo ocurrido en el hospital de Portland, y temió por un segundo que aquel individuo estuviera ahí. Por suerte, nada parecido a aquello pasó.

    Las luces siguieron parpadeando un poco, y el sonido de los sollozos de Samara fue acompañado entonces por el ruido de electricidad estática proveniente de las luces fluorescentes que se prendían y apagaban. Hasta que, repentinamente, dichos sollozos se cortaron de golpe, tan abrupto que parecieron haber dejado alguno sin terminar.

    Todas las luces del cuarto se apagaron al mismo tiempo, y así permanecieron por varios segundos, para luego volver a la aparente normalidad. Samara se encontraba en ese punto sentada en su silla, pero con su cabeza aún agachada y sus cabellos ocultando por completo su expresión. Se encontraba en absoluto silencio, e inmóvil como estatua.

    Una vez que todo se tranquilizó, Matilda se atrevió a acercarse cautelosa hacia ellos de nuevo.

    —¿Samara? —Susurró preocupada.

    A medio camino, Samara alzó de golpe su cabeza en dirección a Cole. Éste se estremeció ligeramente al notar esto, e incluso la propia Matilda sintió un sobrecogimiento en su pecho. La frialdad casi violenta que había visto en su rostro el primer día, había vuelto pero mucho más marcada. Pero lo más preocupante eran sus ojos… o más bien su ojo derecho en concreto, pues el izquierdo estaba oculto por su largo cabello, mismo que dejaba realmente muy poco de su rostro a la vista de ambos. Pero ese ojo en cuestión… ya no era el ojo de Samara. Se había nublado, como si una capa grisácea se hubiera formado sobre él, y no reflejaba luz alguna; y estaba viendo fijamente a Cole…

    Matilda lo sintió de inmediato; algo había cambiado en el aire de esa habitación. Todo se comenzó a sentir pesado, un poco más frío y húmedo. Toda la vibra que brotaba de la niña en la silla también había cambiado, como si se tratara de una persona totalmente diferente.

    El detective recuperó la calma de inmediato y la observó un rato en silencio, sosteniéndole la mirada. Ella igualmente lo hacía, sin mover ni un sólo músculo de su rostro o de cualquier parte de su cuerpo. Cole lo sintió desde el momento en el que vio sus ojos; todos sus instintos se habían puesto en alerta y se lo gritaban: estaba ante el ser que había ido a enfrentar.

    —Dime, cuál es tu nombre —murmuró el hombre rubio con tono de exigencia.

    La niña se quedó inmutable por unos segundos, antes de responder.

    —Soy Samara —murmuró despacio. En parte era su misma voz, pero se escuchaba un poco diferente; más rasposa, como si estuviera agotada o enferma.

    Matilda miraba todo en silencio, sin poder creer lo que veía. Estaba claramente hipnotizada, de eso se había encargado ella misma, y sabía muy bien que en ese estado la mente podía hacer muchas cosas, especialmente alguien con habilidades tan inusuales como las suyas. Pero… ¿era realmente sólo eso? Algo en su pecho la tenía intranquila… muy intranquila…

    —No, dime cuál es tu verdadero nombre —volvió a repetir Cole de la misma forma que antes.

    —Soy Samara Morgan… ese siempre ha sido mi único nombre.

    —Si tú eres Samara Morgan, ¿quién es la niña con la que hemos estado hablando hasta ahora?

    Samara, o el ser que hablaba a través de ella, no respondió nada. Se quedó totalmente quieta, mirando a Cole de forma un poco ausente. Ninguna palabra surgió de su boca.

    —Respóndeme —murmuró Cole, casi agresivo.

    La niña inclinó de pronto lentamente su cabeza hacia su izquierda. Su cabello se meció sutilmente a ese lado, revelando parte de su ojo izquierdo, y mostrando que se encontraba en igual condición que el derecho. El aire se estaba poniendo más frío, y las luces cada veinte o treinta segundos parpadeaban un poco.

    —¿A qué le tienes miedo? —Cuestionó de pronto la niña, tomando un poco por sorpresa a Cole.

    —Yo no tengo miedo…

    —No es cierto —sentenció Samara tajantemente—. Tienes miedo todo el tiempo, a todo. A cualquier rincón oscuro en la habitación, a cualquier brisa helada que toca tu piel, y a cualquier sonido repentino detrás de ti. Por qué conoces los horrores que se ocultan en ellos, que te persiguen y siempre están ahí acechándote. No puedes huir de ellos, ni dejar de verlos. Eres su alimento y su diversión, como un ratón miedoso entre las garras de un gato —inclinó un poco el rostro hacia él, sin quitarle ni un instante los ojos de encima—. Eres patético…

    Cole permaneció serio e inalterable en su silla. Quizás, desde la perspectiva de Matilda, demasiado inalterable.

    —Samara, basta… —murmulló la Psiquiatra y dio un paso al frente.

    —Espere —le indicó Cole, extendiendo una mano hacia ella de nuevo para indicarle que se detuviera—. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué quieres con esta niña?

    —Quiero protegerla —respondió Samara sin pensarlo mucho.

    —¿De quién?

    —De ti… —murmuró despacio y lento, y luego se giró lentamente hacia Matilda; sentir esos ojos grises directamente sobre ella la puso nerviosa, y no fue capaz de ocultarlo—. De ella… De su madre… de sus doctores… y de todo este mundo, que lo único que hará es querer destruirla, sólo porque es un poco… diferente.

    Matilda se sorprendió bastante al oírla decir eso. ¿Era Samara quién realmente estaba diciendo esas cosas?

    —¿Cómo lo sabes? —Inquirió Cole—. ¿Cómo sabes que le harán daño si no la proteges?

    De nuevo, un largo silencio antes de una respuesta.

    —Por qué es lo que hicieron conmigo…

    Las luces parpadearon en ese momento con más rapidez y se quedaron así por largo rato.

    —¿Quién?, ¿quién te lo hizo? —Exigió el detective, pero sólo recibió una vez más sólo silencio—. ¿Quién eres en realidad? —Sólo silencio—. Dime quién eres. Te ordeno que…

    —¡Tú no me das ordenes! —Gritó la niña de golpe con su voz resonando con la fuerza de un inmenso trueno. Se paró a su vez de un salto de la silla y se lanzó contra Cole antes de que éste pudiera reaccionar. Tomó el rostro del policía con fuerza entre sus manos, y lo sostuvo firmemente cerca de ella. Todo el cuerpo de Cole se congeló en ese instante. Nada le respondía, ni siquiera alguno de los dedos de su mano, o podía girar sus ojos en otra dirección; estaban fijos y perdidos en los dos lagos grises y profundos que eran los ojos de esa criatura.

    La silla en la que Samara estaba sentada salió volando contra la pared detrás de ella y se hizo añicos con el golpe. Las luces parpadearon, y dos de las lámparas fluorescentes explotaron acompañadas de algunas chispas.

    —¡Samara! —Espetó Matilda, y de inmediato quiso acercase. Pero antes de avanzar más de tres pasos, su cuerpo entero se separó del suelo y fue lanzada también contra la pared. Su espalda chocó contra ésta, y luego se desplomó al piso sorbe su costado, golpeándose.

    Mientras Matilda estuvo en el suelo, pudo notar que éste se encontraba… húmedo. Miró como pudo en dirección a Samara, y pudo ver que desde sus pies, parecía comenzar a formarse lentamente un charco de agua estancada, y el suelo empezaba a corroerse y agrietarse un poco, empezando justo en la parte en la que la planta de sus pies lo tocaban.

    Cole estaba totalmente quieto, ni siquiera parpadeaba. No podía sentir nada, salvo las manos de Samara sobre su rostro… un par de manos frías, sin ningún tipo de calor humano en ellas.

    —Todos ustedes creen que el Infierno está hecho de fuego y azufre —murmuró aquella voz rasposa de niña—. Pero el verdadero infierno es un mar oscuro, frío e infinito, que penetra en tu cuerpo como miles de agujas, y consume poco a poco tu carne hasta no dejar más que un remedo de piel y huesos carcomidos. Ahí nadie escucha tus gritos, y nadie va a salvarte. Y cada uno de ustedes lo sentirá y vivirá en carne propia, porque yo los arrastraré hasta a él. Y luego de siete días, desearán una muerte que jamás llegará… sólo más sufrimiento y más dolor...

    Los dedo de Samara se presionaron más contra el rostro de Cole, y éste incluso sintió que sus uñas lo herían.

    —Crees que conoces la verdadera oscuridad de este mundo, pero no has visto nada… Yo te la mostraré…

    De pronto, la mano derecha de Cole logró moverse, y rápidamente y sin aviso, casi como si se hubiera movido ella sola, se colocó contra la frente de Samara, y la empujó hacia atrás, pero sin soltarla.

    —Déjame verte… cómo eres en realidad… —murmuró el detective entre jadeos, como se encontrara totalmente agotado tras una larga carrera.

    De la boca de la niña surgieron varios gruñidos y sonidos que no parecían ser hechos por la voz de un humano, mucho menos de una niña. Sus dos manos se aferraron a la muñeca de Cole pronto, pero éste se dio cuenta de que no eran las manos de antes. Éstas eran grises, arrugadas, carcomidas, con llagas y horribles protuberancias en ellas. Rápidamente apartó su mano de ella, y dejó al descubierto una parte de su rostro, aunque la mayoría volvió a estar oculto tras su cabello oscuro. Ya no eran sólo sus ojos. Su rostro se veía demacrado, igual con piel grisácea y maltratada, contraída en una mueca de odio y enojo puro.

    La podía ver, su sexto sentido se lo había mostrado. Ese era su rostro… ese era el monstruo.

    Pero, algo no estaba bien. Ese rostro, aún a pesar de sus deformidades, aún a pesar de sus cambios… seguía siendo el de esa niña, de eso no le cupo la menor duda.

    “Soy Samara Morgan… ese siempre ha sido mi único nombre.”

    Matilda no veía lo mismo que Cole, pero no lo necesitó para reaccionar. Como pudo se levantó rápidamente. Sus ropas estaban empapadas y su costado le dolía, pero se las arregló para acercarse hacia ellos lo más pronto posible y colocarse en medio.

    —¡Samara!, ¡despierta, ahora! —Le gritó con intensidad, y chasqueó en ese momento los dedos justo frente al rostro de la niña. Samara se estremeció, y retrocedió torpemente. Matilda la sostuvo rápidamente de los hombros para evitar que cayera—. Voy a contar hasta tres, y lentamente volverás a la superficie; ven hacia donde escuchas mi voz… uno… dos… tres…

    En cuanto pronunció el número tres, la niña dio una fuera inhalación de aire y jaló su cabeza hacia atrás; pareció similar a como si acabara de salir del agua e intentaba recobrar rápidamente el aliento. Para cuando se viró de nuevo hacia Matilda, bastante desconcertada, sus ojos habían vuelto a la normalidad.

    Las luces, o al menos las que quedaban, se calmaron. Pero el agua y las marcas en el suelo, se habían quedado. Agitada y confundida, la pequeña miró a su alrededor, alarmada principalmente al sentir el charco en sus pies.

    —No… yo no… yo no quería… —comenzó a balbucear entre sollozos, y sus piernas se sintieron débiles de pronto y se dejó caer sobre sus rodillas en el suelo húmedo.

    —Ya, todo está bien, pequeña —le susurró Matilda con suavidad, bajando al suelo junto con ella sin soltarla ni un segundo. Cuando ambas quedaron de rodillas en el piso, la abrazó dulcemente, y pasó su mano por su cabello de forma reconfortante—. Ya pasó, ya pasó. Hiciste todo bien, y fuiste muy valiente.

    Samara alzó sus brazos y también la abrazó, aunque no con mucha fuerza. Ocultó su rostro contra el hombro de la psiquiatra, y comenzó a sollozar despacio, más no a llorar propiamente.

    Cole miró todo ello en silencio desde su silla. Parecía estar calmado, aunque pensativo. Alzó su mano hacia su sien derecha; las uñas de Samara se habían quedado marcadas en donde se presionaron, dañando un poco su piel. Pero eso no le importaba mucho, pues lo que más ocupaba su mente era esa imagen que había visto hace unos instantes. Sin embargo, aún no sabía cómo debía interpretarla.

    Miró disimuladamente la espalda de Matilda, y parte de la caballera de la niña que sobresalía por encima de su hombro mientras se abrazaban.

    “Yo soy el monstruo… yo soy el monstruo…”, había exclamado la noche anterior luego de liberarla. Y en ese momento, Cole comenzaba a cuestionarse qué tanto de verdad había en aquella afirmación…

    FIN DEL CAPÍTULO 31
     
  12.  
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    Resplandor entre Tinieblas
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
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    Capítulo 32.
    Mi Niño Valiente

    El pequeño departamento del joven oficial Sear se llenó rápidamente de humo, interrumpiendo de forma repentina la amena conversación que se encontraba sosteniendo. Alarmado, el policía se dirigió rápidamente al horno, giró por completo la perilla del gas para apagarlo, y luego abrió la puerta. Al hacer esto último, una nube de humo más oscuro y denso surgió del interior del horno, prácticamente golpeándolo en la cara.

    Cole tosió con fuerza, sintiendo el ardor del humo penetrándole por los ojos y la nariz. Le tomó un par de segundo el lograr recuperarse.

    —Oh, Cole —escuchó que pronunciaba con un tono burlón su madre desde la pequeña mesa circular en el centro de la cocina, haciendo que sus mejillas se ruborizaran.

    Tomó un trapo a tientas sobre la encimera y con él logró retirar el refractario del horno. Lo que se suponía debía ser un delicioso estofado con papas y queso, ahora parecía un enorme pedazo de carbón negro. Avergonzado, colocó el refractario sobre la cocina y lo contempló en silencio. Usando el mismo trapo que había tomado antes, se comenzó a limpiar su cara y manos; incluso la camisa azul grisáceo de su uniforme había terminado sufriendo parte de dicho estrago, y eso que la acababa de recoger esa mañana de la tintorería. En su cabeza ya estaba escuchando a su teniente reprendiéndolo al día siguiente por no presentarse lo suficientemente impecable a sus labores.

    Llevaba apenas un año y medio como oficial de policía, y la mitad de ese tiempo había sido trabajo de oficina y dar vueltas en su patrulla durante las noches. La otra mitad la usaba para otras actividades, relacionadas directa e indirectamente con su trabajo, pero en las que podía hacer mejor uso de sus habilidades únicas. Esperaba que ello lo ayudara a progresar rápidamente, y le diera oportunidad de hacer un mejor uso de dichas habilidades. Y, al menos de momento, todo parecía ir bien encaminado en esa dirección.

    Pero esa noche, su única meta era hacer una cena lo suficientemente decente para poder jactarse de ella… pero esa meta se veía ahora bastante lejana.

    —Creo que esto no debería de salir tan tostado, ¿cierto? —comentó con tono de broma, volteando a ver a su madre por encima de su hombro.

    Lynn Sear se encontraba sentada en una silla, volteada hacia él con una amplia sonrisa divertida. Sus labios se encontraban brillando de un hermoso rosado, y sus mejillas rebosaban con un discreto rubor. Su rizado cabello castaño oscuro se encontraba recogido en una pequeña cola hacia atrás. Sus ojos azules lo miraban con una combinación de burla y compasión, ambos inspirados por su más que evidente fracaso. Usaba un vestido ligero color anaranjado claro sobre su esbelto cuerpo, de cuello alto pero con sus brazos descubiertos.

    —¿Tanto tiempo viviendo solo y aún no has aprendido cómo usar bien un horno? —Le cuestionó la mujer de apenas treinta y seis años, esbozando una alegre sonrisa.

    —Soy policía, usar un horno no es parte de mis obligaciones —se justició Cole con ironía. Se colocó entonces el trapo sobre su hombro, y pasó a tirar el estofado sin mucha más ceremonia al bote de basura.

    —Por eso debes conseguirte pronto una buena esposa que cocine por ti.

    —¿En qué año crees que vivimos? —Le respondió entre un par de risas.

    Cole se dirigió entonces a su nevera, buscando fugazmente cualquier sobra de alguna comida pasada que pudiera verse lo suficientemente apetitosa para remplazar la imagen que ya se había hecho en su cabeza del estofado; no encontró tal cosa. Optó, al menos en un inicio, por tomar una cerveza.

    —¿Qué te hace pensar que si consigo una esposa ella sabrá cocinar mejor que yo? —inquirió el oficial, justo después de destapar su botella y dar un primer trago.

    —La sola compañía te vendría bien —declaró la mujer con voz apagada. Giró entonces lentamente su mirada, contemplando fugazmente el pequeño departamento de su hijo, que consistía básicamente en la cocina, la sala, la habitación (que no era de hecho más grande que esa cocina) y un baño—. Es muy triste volver a una casa sola cada noche, ¿no lo crees? El silencio puede ser enloquecedor.

    Cole no respondió nada por unos segundos, y entonces volvió a abrir el refrigerador una vez más.

    —No estoy solo —señaló con tranquilidad—. Te tengo a ti, mamá.

    La mujer en la mesa se viró lentamente hacia él. Su mirada se notaba algo disipada.

    Luego de unos segundos de deliberación, Cole sacó un recipiente desechable cuadrado de la nevera. En su interior se encontraban las sobras de un plato de comida china de hace… en realidad no recordaba de hace cuantas noches era. Era un poco de arroz, unos pedazos de carne y pollo, unos tres o cuatro arboles de brócoli, y unas cuantas verduras más. Su apariencia no era la mejor, pero al menos nada se veía ennegrecido o descompuesto. Lo olió para una segunda validación, y… tampoco olía del todo bien.

    —Bueno, esto no se ve tan mal —señaló, no del todo convencido en realidad.

    —No irás a comerte eso realmente, ¿o sí? —le reprendió su madre con cierta alarma.

    Cole se encogió de hombros.

    —Supongo que no —respondió con simpleza, y se dirigió de nuevo al bote de basura, tirando también el plato desechable con todo lo que guardaba en su interior—. Siempre se puede pedir una pizza, ¿cierto?

    Se dirigió entonces a la mesa en la que estaba sentada su madre; sobre la misma, él había dejado su teléfono celular, y lo tomó para realizar dicha llamada.

    —Cole… —Susurró la mujer delante de él, despacio… muy despacio—. No puedes seguir haciendo esto.

    —Descuida, no me pasaré con la comida grasosa —respondió el oficial mientras buscaba entre sus números frecuentes el de la pizzería que se ubicaba a dos calles de su apartamento—. Algún día tengo que aprender a cocinar bien, después de todo.

    —No… —Musitó de nuevo Lynn Sear, igualmente con una voz apagada, pero ahora se había tornado más débil y carrasposa—. No puedes seguir trayéndome aquí, cariño…

    El dedo de Cole dejó de moverse sobre la pantalla táctil de su teléfono. Su mirada se encontraba fija en el dispositivo, a pesar de que sólo mostraba una serie de contactos, y ninguno era el que buscaba. No quería apartar su mirada de él, no quería alzarla hacia el frente y mirarla de nuevo… pero al final tuvo que hacerlo.

    Sus ojos claros se enfocaron en la figura de aquella mujer, sentada del otro lado de la mesa; esa persona, que se suponía en alguna ocasión había sido su madre pero que aún entonces le resultaba difícil reconocer. Su piel se había tornado pálida y enfermiza, sin nada de color en ningún tramo de ella. Su complexión, antes esbelta y hermosa, ahora era esquelética, apenas un remedo de lo que antes fue. Su pellejo se encontraba pegado casi por completo a sus huesos, enmarcando la forma de su cráneo, con sus ojos y mejillas hundidas. Su hermoso cabello castaño ya había casi desaparecido por completo, dejando sólo algunas escasas hebras grisáceas que caían alrededor de su cabeza. Y sus ojos, sus hermosos ojos, ahora se habían opacado, cubierto de una capa nebulosa, y aunque lo miraban a él parecían mirar hacia la absoluta nada.

    Cole tuvo que desviar su mirada hacia otro lado casi de inmediato. Durante todos esos años había visto imágenes horribles prácticamente todos los días de su vida; mutilaciones, asesinatos, suicidios, sangre y viseras… Pero ninguna le causaba tanta ansiedad, tanta repulsión y tanto sobrecogimiento como esa: la apariencia final de su amada madre, que para bien o para mal se había quedado grabada en su mente, por más que quisiera recordarla de la otra forma con esa jovial sonrisa, esa cálida mirada, y esa belleza única que a sus ojos sólo ella podía poseer.

    —Tienes que dejarme ir, Cole —escuchó de nuevo esa voz ronca y casi ausente pronunciar, y fue tan desgarrador como verla directamente—. No te estás haciendo ningún bien con esto… ni a mí tampoco…

    —Lo sé… —Pronunció el policía con firmeza. Apoyó sus puños cerrados sobre la mesa, aun teniendo su mirada agachada para evitar mirarla—. Pero no puedo evitarlo… No es justo. Aún te necesito…

    —Siempre estaré para ti, mi pequeño… —Una mano de dedos huesudos se extendió sobre la superficie lisa de la mesa hacia él, quedando en su rango de visión sin que él pudiera evitarlo. Su piel carente de color, dejaba a la vista las delgadas fibras de sus venas superficiales—. Pero no puedes seguir aferrándote a mí. Debes seguir adelante…

    —No quiero… no… —Murmuró el muchacho, ahogando un quejido similar a dolor. Pequeños rastros de lágrimas comenzaban a formarse en sus ojos, amenazando con brotar—. ¿De qué me sirve tener estos malditos poderes si no puedo usarlos para verte…?

    —No menosprecies el bien que haces, ni el que harás de aquí en adelante. Tienes un futuro hermoso ante de ti, Cole… pero lo pasarás por alto si sigues mirando hacia atrás…

    Cole respiró lentamente, intentando opacar los sollozos que se apoderaban de él. Usando toda su fuerza de voluntad, alzó de nuevo su mirada hacia ella; seguía viéndose igual. Se le notaba tan cansada, tan llena de sufrimiento y sin fuerza alguna. Ella lo miró también, con sus ojos llenos de tristeza.

    —Por favor, Cole… —Soltó como un apenas audible suspiro—. Es muy doloroso estar aquí…

    La respiración del chico se aceleró un poco más, pero intentó normalizarla lo más posible y mantenerse calmado. Acercó tímidamente su mano a la que ella le extendía y la estrechó entre sus dedos con fuerza. A pesar de su apariencia escuálida y demacrada, ella también lo apretó a él con considerable ímpetu.

    Esas lágrimas y esos sollozos ya no se pudieron contener más.

    —Te amo, mamá… —murmuró Cole a como el nudo en su garganta le permitió.

    Lynn le sonrió, lo mejor que le fue posible con sus labios delgados y resecos.

    —Y yo a ti, mi niño valiente…

    Usando de nuevo todo lo que tenía de fuerza de voluntad, Cole cerró sus ojos con fuerza, y no los abrió hasta que dejó de percibir los dedos de su madre entre los suyos, hasta que la sensación fría se había desvanecido, y hasta que sintió por completo que estaba una vez más solo. Y al abrirlos de nuevo, en efecto así era: Lynn Sear se había ido, y sólo quedaba él, solo en ese pequeño departamento.

    Se dejó caer de sentón en una de las sillas y pasó sus manos por su rostro. No hubo estofado, ni comida china, ni pizza esa noche; prefirió irse a la cama sin cenar.

    Hizo cumplir el deseo de su madre, y no la volvió a llamar otra vez después de esa noche. Y ella no se volvió a aparecer ante él… al menos, no en un largo tiempo, y no hasta que la necesitó.

    * * * *​

    Tras el final de su sesión, Matilda llevó a Samara a descansar a su habitación. La niña no se quedó dormida, pero cuando la dejó parecía estar más tranquila. La psiquiatra prometió ir a verla más tarde, y eso pareció alegrarle un poco. Su plan original era hablarle sobre lo ocurrido con el Dr. Scott, pero tras lo ocurrido no sabía si quizás sería correcto alterarla con ese tema; si lo hacía, tendría que hacerlo con mucho cuidado.

    Mientras tanto, tenía que reunirse de nuevo con Cole para discutir lo acontecido y decidir qué hacer a continuación. Ella ya tenía en mente dicha decisión, pero debido a las órdenes de Eleven tenía que hablarla con ese hombre que acababa de conocer, y convencerlo de que la apoyase. El oficial de policía había salido al patio del hospital para despejarse un poco y fumar un cigarrillo. Cuando Matilda salió a su encuentro, lo vio sentado en la misma banca en la que la noche anterior Cody y ellos dos habían hablado con Eleven.

    Desde que dejaron la sala, Matilda había sentido una actitud un tanto distante y pensativa en su compañero forzado. En un inicio consideró que era natural, pues la situación que acababan de experimentar no era precisamente para estar de buen humor y salir brincando; a ella misma le tomó un momento el poder reponerse del todo. Sin embargo, al verlo ahí sentado con la misma actitud, o incluso más marcada que antes, le preocupó por unos momentos la posibilidad de que Samara le hubiera hecho algo… al igual que lo había hecho con el Dr. Scott. Cole se encontraba mirando al frente, con el cuerpo ligeramente inclinado, y con su cigarrillo humeante entre los dedos. Su rostro estaba paralizado en una expresión fría, y no pareció percatarse de inmediato en su presencia hasta que Matilda carraspeó un poco. Él no se mostró sorprendido o algo así; simplemente la volteó a ver lentamente, y le sonrió de una forma amable, aunque le pareció mucho menos sincera que de costumbre.

    —¿Cómo está Samara? —Le preguntó con tono neutro.

    —Tranquila, o al menos lo más tranquila que puede estar en una situación así.

    Matilda caminó hacia el extremo contrario de la banca, y se sentó ahí, como si quisiera mantener la mayor distancia entre ambos.

    —¿Le molesta el olor a cigarro? —Le cuestionó Cole acusativo, y de inmediato apagó lo poco que le quedaba del cigarrillo contra la suela de su zapato.

    —No particularmente —respondió la psiquiatra con apatía—, aunque tampoco me encanta. Pero puede seguir, si así lo desea.

    —Descuide, ya había terminado. Además, hay cosas de qué hablar, ¿no le parece?

    Y vaya que las había. Matilda debía aceptar que la sesión que acababan de tener había sido a lo menos, bastante extraña. Ella estaba lista para que ocurriera alguna eventualidad tratándose de las habilidades tan singulares de Samara, pero no esperaba que ocurriese algo como lo que habían visto.

    Ambos comenzaron a discutir sus conclusiones sobre la experiencia, aunque la de Matilda fue bastante directa y tajante.

    —¿Desorden de personalidad múltiple? —cuestionó Cole inseguro, como si temiera haberlo pronunciado mal aunque no fue así.

    —Es bastante común en niños que resplandecen, en realidad —señaló Matilda, cruzándose de piernas—. No logran explicar o controlar lo que hacen, y crean otra personalidad que sí pueda; una más fuerte e inteligente, que los defienda y guíe. A veces no son conscientes del todo de su existencia, pero en otras la ven como un amigo imaginario, o un hermano mayor que los cuida.

    —¿Eso cree que es con lo que hablamos?

    —Es una explicación bastante razonable. Su personalidad primaria se muestra bastante pasiva, mientras que ésta otra es más dominante y asertiva; además que explícitamente estableció que desea protegerla, algo muy común en este tipo de episodios.

    Cole se recargó por completo contra el respaldo de la banca y pasó sus dedos lentamente por sus cabellos cortos. Se veía bastante pensativo; se podría decir que incluso preocupado.

    —Si se trata de eso —comenzó a decir sin mirarla—, ¿por qué usted no se había dado cuenta antes? ¿O algún otro de sus doctores?

    El rostro de Matilda se torció un poco en un mueca reflexiva. La pregunta no le sorprendía ni molestaba; ella misma se la había estado haciendo.

    —No siempre es tan sencillo de diagnosticar como la gente cree —le indicó con tono serio—, especialmente porque no había mostrado señales notorias de ello antes, ni lagunas mentales, ni amnesia. Sus padres nunca mencionaron algún incidente parecido, ni ella durante nuestras sesiones anteriores.

    —¿No podría ser eso indicativo de que es otra cosa?

    —No por sí solo. Puede ser simplemente que ni Samara ni sus padres eran conscientes hasta ahora de esto, o el estrés al que ha estado sometida últimamente, alimentada también por la idea que se auto implantó del monstruo, hizo que los episodios se volvieran más notorios y drásticos. Como lo de ayer, o como lo que acabamos de ver.

    Cole se paró abruptamente de la banca y se alejó unos pasos. Matilda lo siguió con la mirada. Con una mano se tallaba su barbilla, en la que al parecer ya comenzaban a crecer los primeros rastros de una barba que ocuparía ser rasurada en un par de días más. Llevó luego de un rato sus manos a su cintura mientras le daba la espalda, y alzó su mirada al cielo de una forma un tanto dramática para el gusto de Matilda.

    —¿Qué hay del hecho de que se llame a sí misma Samara Morgan? —Soltó de pronto, tomando a Matilda un poco mal parada.

    —¿Qué con eso?

    —Bueno —murmuró dudoso, mientras se giraba de nuevo hacia ella—, en todas las películas que he visto, esa otra personalidad tiene otro nombre, forma de comportarse y no miente diciendo que es la persona verdadera, ¿no? Como Charlie y Hank de Irene, Yo y mi otro Yo.

    La ceja derecha de Matilda se arqueó en un gesto de incertidumbre, y también de incredulidad por lo que acababa de escuchar.

    —¿Está objetando mi diagnóstico basándose en lo que vio en una película? —Le cuestionó de manera acusadora. Cole sólo sonrió un poco con gesto burlón y se encogió de hombros—. Pues bien, yo también he visto y leído historias de posesiones, y en ellas el demonio también tiene otro nombre y personalidad, ¿no? O yo no recuerdo al demonio del Exorcista diciendo que se llamaba Regan MacNeil.

    Notó en ese momento como el detective la miraba fijamente con marcada sorpresa por unos instantes, y luego soltaba una leve risa, como si hubiera recordado un chiste, aunque no del todo bueno.

    —¿Qué? —le cuestionó un tanto a la defensiva.

    —No, nada —le respondió el oficial con tranquilidad—. Es sólo que no creí que fuera del tipo que ve películas de terror.

    Las mejillas de Matilda se ruborizaron ligeramente, e instintivamente se desvió a otro lado como si quisiera disimularlo.

    —Quizás leí el libro —musitó despacio y con serenidad.

    —¿Tiene libro?

    Matilda suspiró, y luego inhaló lentamente, intentando recuperar la compostura y recobrar el rumbo original de la conversación.

    —Escuche, no es tan extraño que la personalidad secundaria intente convencer a las personas externas que es la primaria. Internamente ambas saben diferenciarse, pero si es necesario para su fin último, que en este caso es proteger a la personalidad primaria, puede recurrir a fingir que es ella. —Hizo una pausa, en la que se acomodó un poco su cabello, agitado por la pequeña brisa que soplaba en ese patio—. Aunque acepto que en la situación en la que estábamos, fue un poco extraño que hiciera eso pues era bastante evidente que no intentaba convencernos, y además se refirió a Samara en tercera persona cuando dijo que quería protegerla. E igualmente, si es que esta otra personalidad es la culpable de los hechos ocurridos antes, con los caballos de su granja y con su madre, es también extraño que Samara sí los recuerde como hechos por ella misma y no culpe directamente a esta otra personalidad. Es un caso un poco inusual, eso se lo reconozco, pero no imposible de ocurrir; prácticamente cada caso de TID es diferente entre sí. Y sobre todo, es mucho más creíble a concluir que se trata de una posesión demoníaca, que vayamos de paso por mucho tiempo fue el primer diagnóstico que la gente le daba a este tipo de padecimientos.

    Cole no decía nada, pero no era necesario que lo hiciera: era bastante evidente que no estaba para nada convencido de lo que Matilda le decía. Eso no le sorprendía; de hecho, le extrañaba que no estuviera defendido con más energía su postura original, considerando que desde el día anterior se mostraba bastante convencido de ella. ¿Habría quizás visto algo que lo hiciera dudar?

    Matilda se puso de pie y se le aproximó un poco para hablarle cara a cara, aunque Cole no parecía tener interés en sostenerle su mirada ni nada similar.

    —Mire —comenzó a pronunciar con un tono significativamente más calmado y abierto—, su método quizás fue poco ortodoxo, y claramente no estuve de acuerdo. Pero reconozco que funcionó, y quizás fue la única forma de realmente darnos cuenta de su verdadero problema. Si el paciente está convencido de que esta otra identidad es algo sobrenatural, a veces hay que tratarlo de esa forma en un inicio para que reaccione. Éste no es ni cerca el escenario ideal, pero lo que le ocurre se puede tratar y controlar. Requerirá tal vez de años de terapia y medicamentos, pero puede seguir adelante y tener una vida normal. Lo crea o no, hicimos un progreso importante hoy, y eso fue gracias a usted.

    De pronto, extendió su mano derecha hacia él y la colocó sobe su brazo. Este gesto sorprendió bastante a Cole, pero incluso también a la propia Matilda luego de unos segundos. Lo había hecho prácticamente sin pensar, guiada por la costumbre de en situaciones similares establecer un poco de contacto físico para romper el hielo o tranquilizar a una persona. Se le olvidó por completo por un instante quién era esa persona a la que intentaba tranquilizar.

    Tardó unos momentos en reaccionar, o más bien en decidirse por qué hacer. Al final retiró lentamente su mano de su brazo y la pegó contra sí. Estaba avergonzada por dentro, aunque por fuera no lo demostró. Se aclaró su garganta discretamente, y se paró derecha.

    —Hay algo más que le molesta, ¿cierto? —murmuró de pronto con voz reflexiva. Cole la miró con seriedad, pero sin mutarse—. ¿Fue lo que la otra Samara le dijo? ¿Quiere hablar al respecto?

    —¿Acaso quiere darme terapia? —Le cuestionó, ligeramente a la defensiva.

    —No lo llamaría así. Pero si cree que lo necesita…

    Matilda se quedó callada, mirándolo fijamente en espera de su respuesta.

    El día anterior, durante ese exabrupto en la cafetería, Matilda se había dejado llevar por sus emociones, y además de empujarlo de manera violenta con su telequinesis le había dicho algunas cosas un tanto duras. Aunque se había disculpado, o algo parecido, la verdad era que no sentía que lo hubiera logrado del todo. No lo exteriorizaba alimentada por su propio orgullo, pero internamente se sentía un poco responsable. Dicha responsabilidad vino un poco en aumento tras estar presente y escuchar todo lo que esa otra Samara le acababa de decir…

    “Tienes miedo todo el tiempo, a todo. A cualquier rincón oscuro en la habitación, a cualquier brisa helada que toca tu piel, y a cualquier sonido repentino detrás de ti. Por qué conoces los horrores que se ocultan en ellos, que te persiguen y siempre están ahí acechándote. No puedes huir de ellos, ni dejar de verlos. Eres su alimento y su diversión, como un ratón miedoso entre las garras de un gato.”

    Era algo que ella misma había detectado desde el día anterior: cómo debajo de toda esa capa de aparente exceso de confianza, actitud extrovertida y bromista, se ocultaba una persona con miedos, muchos miedos, con los que lidiaba en silencio. La manera en la que había tocado dicho punto la noche anterior no había sido la correcta, y mucho menos la más profesional; incluso dentro de su aparente poco agrado que sentía por él, podía tener la cabeza lo suficientemente fría para darse cuenta de ello. Había tocado una fibra sensible al señalárselo, y eso lo había empujado a responderle de la misma forma. Por ello, temía que pudiera haber pasado lo mismo con ese último incidente.

    Como fuera, tras unos segundos Cole volvió a sonreír abruptamente de manera despreocupada y tranquila. Retrocedió un paso hacia atrás y alzó sus manos al frente, como indicándole que ella se quedara justo en dónde estaba. A Matilda eso le pareció actitud defensiva, aunque intentara disimularlo.

    —No, estoy bien —le respondió de inmediato el detective, encogiéndose de hombros—. Es sólo que las cosas no salieron cómo lo esperaba. Pero aun así… no lo sé. —Suspiró pesadamente, y pasó su mano entera por sus cabellos, de adelante hacia atrás—. Usted no vio o sintió lo mismo que yo.

    —Eso es definitivo.

    Cole se tomó un segundo y sacó de su saco su cajetilla y extrajo de ésta otro cigarrillo. Al parecer ya no le importaba si a Matilda le molestaba o no el humo, aunque ella le había concedido permiso si no mal recordaba. La castaña se sintió tentada a señalarle lo malo que era fumar tanto, pero decidió contenerse pues quizás no era ni el sitio ni el momento adecuado para eso.

    El policía colocó el cigarrillo entre sus labios, lo encendió y se tomó un rato más para dar una inhalación de él y aparentemente permitirse sentir los efectos que causaba el humo al pasar por su cuerpo. Se veía bastante ansioso, y al parecer esa era su forma de intentar relajarse un poco. Para ser alguien con más “experiencia” en ese tipo de cosas, no esperaba verlo tan alterado después de todo.

    —Escuche… —comenzó a decir cuando fue capaz de recuperar por completo la compostura—. Por un instante pude ver el verdadero rostro de ese ser, el que usted piensa que es sólo otra personalidad de esa niña. Pude sentirlo, tan vívidamente como he sentido a muchas otras criaturas similares a ella. Y lo que sentí, fue algo muy conocido para mí… pero también diferente.

    —¿Cómo diferente? —Cuestionó Matilda, genuinamente intrigada.

    —Lo que sentí, la energía que recorrió mi cuerpo cuando me tomó de esa forma, era claramente algo no humano, algo que sólo puedo nombrar como demoníaco. —Matilda bufó agotada, o al menos lo hizo en su mente. Estaba por responderle algo, aunque no tenía del todo claro qué con exactitud, cuando él de pronto prosiguió, con una emoción mucho más sombría en su voz—. Sin embargo, ese sentimiento que vi en sus ojos, ese odio y rencor… Sólo he sentido un resentimiento así en espíritus; en espíritus humanos quiero decir, especialmente en aquellos que tuvieron una horrible muerte, y dejaron este mundo con un solo pensamiento final en sus cabezas: venganza…

    Matilda no sabía cómo reaccionar con exactitud a lo que escuchaba. Más allá de lo difícil de digerir el significado de sus palabras, le inquietaba más el tono con el que las había pronunciado; tan serio y preocupado; o incluso… asustado.

    —Eso es un poco contradictorio —señaló Matilda, intentando no sonar asertiva—, incluso intentando ver las cosas desde su perspectiva. Usted dijo que se trataba de un demonio, ¿ahora dice que es un fantasma o algo parecido? ¿Cuál de las dos es, entonces?

    Cole se viró hacia un lado, y volvió a inhalar de su cigarrillo. Soltó todo el humo lentamente por su boca, mientras miraba fijamente hacia una dirección sin motivo específico.

    —Puede que haya una tercera posibilidad —musitó de pronto, justo antes de colocar una vez más su cigarrillo en su boca—. Eleven me mencionó que encontró a la madre biológica.

    Matilda se sintió un poco confundida por tan repentina mención.

    —Algo así.

    —¿Identificó al padre?

    —No realmente. Ella les dijo a las monjas que la cuidaban que éste no existía.

    —¿Les dijo que no existía? —Exclamó sorprendido, virándose de nuevo hacia ella—. ¿Cómo es eso?

    —No lo sé —respondió Matilda, encogiéndose de hombros—. La madre superiora no fue clara al respecto. Al parecer les contó que su padre era algo que le susurraba desde el mar, algo no huma…

    La psiquiatra calló de golpe, dejando cortadas sus palabras y lo que fuera que pensara decir luego de ellas. En cuanto estaba pronunciando esa última frase, su cabeza ató algunos cabos, y la idea fugaz que se le vino a la cabeza la dejó paralizada unos momentos… por lo asombrosamente ridícula que le parecía. Y al mirar cómo su acompañante la miraba expectante, se dio cuenta de que muy posiblemente era la misma idea que le estaba cruzando a él, y que también ya se había dado cuenta de que ella le había comprendido.

    —Oh no, claro que no —murmuró Matilda, algo agresiva—. ¡Por favor! eso era sólo el desvarío de una mujer de seguro traumatizada.

    —¿Está segura? —Inquirió Cole, notablemente interesado—. ¿Habló con ella?

    —No, sólo sé que fue internada en un centro psiquiátrico, luego de que intentó ahogar a Samara cuando era apenas una recién nacida. Ni siquiera sé si sigue ahí, o si sigue viva.

    —Pero sabe cuál es ese centro, ¿no?

    —Sí, pero… ¿acaso quiere que vayamos a hablar con ella? —Murmuró Matilda, escéptica.

    —Podría ser la clave para resolver este misterio.

    —¿Cuál misterio?, ¡no hay misterio aquí! —Espetó con algo de fuerza—. Sólo una niña que ha pasado por mucho, con habilidades que no puede entender ni controlar, y su mente se encuentra destrozada por ello. Necesita que le demos un tratamiento adecuado, no ir a cazar demonios.

    —Escuche —musitó Cole despacio, acercándose más a ella y encarándola de frente; Matilda ni siquiera pestañó—, usted aceptó hacer las cosas a mi modo. Le dijo a Eleven que me ayudaría y aceptaría mi punto de vista, ¿o no?

    —Acepté abrir mi mente hasta cierto punto, sí. Pero no seguiré con esto si es que considero que pone en riesgo el tratamiento y mejora de mi paciente.

    Cole suspiró con cansancio y se alejó unos pasos de ella. Le dio la espalda y tomó un par de bocanadas más de su cigarrillo. Matilda se preguntó en qué tanto estaría pensando. Si era que su respuesta lo estresaba o enojaba, pues ni modo; no pensaba dar su brazo a torcer tan fácil. Tras unos momentos, él se viró de nuevo hacia ella, ahora con una actitud no tan desafiante, pero igual ella no bajó la guardia.

    —Bien, escuche, sólo hagamos esto, esta única cosa más. Hablemos con la madre lo antes posible. Vayamos juntos, veamos qué tiene que decir, y si no sacamos nada de provecho de ello, haremos las cosas a su modo. ¿De acuerdo?

    Matilda lo observó en silencio, un tanto aprensiva.

    —¿Enserio?

    —Totalmente.

    —¿Y si ya no está ahí? ¿O si falleció?

    —Ya veremos qué hacer entonces si es así. ¿Qué dice?

    Le volvió a sonreír ampliamente y de manera cándida, de esa forma tan molesta como lo había hecho casi todo el día anterior. Pero fuera como fuera, Matilda sintió que de nuevo sus mejillas se calentaban, así que se volteó rápidamente hacia otro lado. ¿Qué forma de reaccionar era esa?

    Respiró hondo un par de veces para tranquilizarse.

    —Tendré quizás que hacer algunas llamadas —le respondió con voz baja sin mirarlo—. No sé cuándo podamos hacerlo…

    —Debe ser cuánto antes —señaló Cole con determinación—. Mientras más esperemos, más riesgo corremos que algo como lo de anoche vuelva a pasar.

    —Bien, entonces veré qué puedo hacer —señaló Matilda por último, y pasó de inmediato a buscar su teléfono en el interior de su bolso.

    —Gracias, no se arrepentirá —comentó Cole con un extraño entusiasmo, alzando además sus dos pulgares hacia ella. Esto, por algún motivo, le resultó un poco gracioso a Matilda, y una ligera sonrisa se dibujó en sus labios, aunque al tener el rostro inclinado sobre su bolso esperaba poder ocultarlo.

    Justo cuando logró sacar su teléfono, notó como el oficial sin decir nada se daba media vuelta y comenzaba a caminar hacia la puerta del hospital.

    —¿A dónde va?

    —Enfrentar a un ser cómo éste me abre el apetito —le respondió con simpleza, alzando una mano al aire mientras alejaba—. Voy a buscar algo de la máquina expendedora, ¿usted quiere algo?

    —No, gracias —le respondió insegura, pero él ni siquiera parecía dispuesto a esperar que le respondiera realmente. Siguió su camino hasta ingresar el edificio y perderse de su vista.

    Matilda se preguntó si acaso ese último comentario había sido enserio, o sólo estaba jugando. Hasta ayer, creía poder identificar algo como eso fácilmente cuando el tema involucraba fantasmas y demonios; ahora no estaba del todo segura.

    — — — —​

    Cole no mintió sobre ir a la máquina expendedora, aunque lo de su apetito no era precisamente del todo correcto. Lo que menos tenía en esos momentos era hambre, pero sí una gran ansiedad que ni siquiera un cigarrillo le quitaba.

    Lo cierto era que no le había dicho toda la verdad a Matilda, pues no había forma sencilla de expresar con palabras todo lo que le cruzaba en mente en esos momentos. Entendía que era su trabajo el ver todo desde su perspectiva de psiquiatra, y de la mejor forma para ayudar a su paciente. Pero Cole temía que eso, sumado a su obstinación por negarse a aceptar que pudiera haber fuerzas desconocidas para ella involucradas en todo eso, le impidiera ver el verdadero tamaño y la gravedad de a lo que se enfrentaban. Ni siquiera él estaba aún del todo seguro de ello, pero todo su interior se lo decía a gritos, y era una voz demasiado insistente que le era imposible callar.

    La máquina más cercana se encontraba en el centro de un largo pasillo, que en esos momentos estaba totalmente desierto; ningún enfermero, doctor o paciente se veía o escuchaba a la redonda. Revisó sin mucho interés los productos expuestos tras el cristal protector. Nada le llamaba particularmente la atención, aunque al final se inclinó más por una bolsa de cacahuates salados colocados en el número 27. Introdujo las monedas necesarios en la máquina, y presionó la opción. El mecanismo comenzó a girar, pero a bolsa de cacahuates se quedó sujeta de apenas un esquina del paquete, y hasta ahí llegó.

    Cole miró esto con decepción y algo de molestia. Quizás eso era otro indicativo más de que no era su día, y de que en efecto fuerzas más grandes que él, se encontraban jugando a los dados con su destino en esos momentos.

    —El número 27 siempre se atora —escuchó que alguien pronunciaba a su diestra, tomándolo por sorpresa.

    El oficial se sobresaltó asustado, y se giró rápidamente hacia dicha dirección. Una mujer castaña envuelta en una bata rosada, y debajo de ésta una bata blanca de hospital, lo miraba con una amplia sonrisa divertida que asomaba sus dientes blancos y perfectos. Era una mujer de quizás unos cuarenta años, de cabello castaño claro, rizado y algo alborotado. Sus ojos eran azules y serenos, y su rostro blanco mostraba sólo unas cuantas arrugas y marcas de la edad. No usaba nada de maquillaje, pero aun así sus labios se veían de un muy natural y atractivo rojo. Sus manos se ocultaban en el interior de las bolsas de su bata rosada, en una postura bastante relajada.

    —Creo que es algún tipo de trampa para bobos —le indicó divertida, viendo hacia el paquete de cacahuates atorado—. Sólo dale un par de golpes del lado izquierdo a la máquina, y se caerá.

    Cole la miró con algo de duda, y luego miró también a su añorado paquete; aunque, en realidad no era tan añorado.

    —No creo que eso sea digno de un oficial de la ley.

    —Yo no le diré a nadie si tú no lo haces —Le comentó la mujer, encogiéndose de hombros.

    Lo dudó un poco más, pero al final le hizo caso. Hizo justo lo que le indicó, dándole un par de golpes fuertes a un costado de la máquina. El paquete de cacahuates se soltó y cayó al área de despacho de productos. Cole se agachó y lo retiró sin mayor problema.

    Mientras estaba agachado, escuchó un sonido, pero tan despacio y lejano que difícilmente podía decir si lo había escuchado en realidad.

    Se incorporó de nuevo, ya con los cacahuates en su mano, y miró agradecido a la misteriosa mujer.

    —Gracias —le murmuró, mientras abría la bolsa.

    —Gema —comentó la mujer de pronto—. Por si te lo preguntabas, me llamo Gema.

    —Bueno, gracias Gema. Yo me llamo Cole.

    —Un placer —asintió la mujer—. Eres muy guapo, ¿sabes?

    —En realidad no —le respondió con sorna.

    Cole ladeó el paquete sobre su mano y vertió tres cacahuates sobre su palma, introduciéndolos después de una sola vez a su boca. Estaban demasiado salados, pero no podía ponerse demasiado exigente.

    De nuevo percibió ese sonido lejano, como un molesto zumbido en su oído.

    —Dime, Gema —comentó el hombre entre masticadas—, ¿deberías estar fuera de tu habitación en estos momentos?

    Gema sonrió, y se encogió de nuevo de hombros.

    —Nadie me detuvo de salir.

    —Por supuesto. —Cole tomó algunos cacahuates más, sin quitarle la mirada de encima a esa mujer—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí exactamente?

    El rostro apacible de Gema no se mutó, pero si tardó un rato en responderle.

    —Mucho, mucho tiempo… —susurró despacio y un poco apagada—. Pero esa no es tu verdadera pregunta, ¿o sí? Lo que quieres preguntarme… es cómo morí…

    Cole se mantuvo tranquilo tras esas palabras; de hecho, incluso tomó más de sus cacahuates con total tranquilidad. En cuanto la vio, se percató de que no era sólo una paciente que pasaba por ahí, sino algo mucho más complicado; llevaba demasiado tiempo haciendo lo que hacía para no notarlo.

    —No es una gran historia —murmuró Gema, mientras se acomodaba su fleco—. Solamente un día me fui a dormir, y a la mañana siguiente… bueno, digamos que todo se volvió mucho más frío.

    Eso le sonaba bastante conocido.

    Una vez más creyó escuchar algo, pero ahora con más claridad. ¿Acaso era su nombre? ¿Alguien había dicho “Cole”?

    —Las que son como tú, tan conscientes de su verdadero estado, no son usuales, ¿lo sabías?

    —Si es tu manera de decirme que soy especial, te lo agradezco, guapo.

    —¿Hay algo que te retenga aquí, Gema?

    —No que yo sepa. Sólo me gusta pasear por aquí de vez en cuando. Me divierte ver a las personas de este sitio, cuerdos y no. Las personas… siempre han sido muy interesantes para mí…

    —Me imagino que sí…

    —¡Cole! —Escuchó ahora vívidamente, justo detrás de él; un grito agudo y fuerte que casi lo hizo saltar.

    Se giró rápidamente, alarmado, y entonces la vio. Se encontraba a menos de un metro de él, mirándolo con sus ojos azules llenos de horror, y él la reconoció al primer segundo. Era su madre, su difunta madre, con su apariencia sana antes de que su enfermedad la acabara y la dejara en ese estado final.

    Cole se paralizó por el asombro, incapaz de pronunciar palabra alguna. Pero igual, no hubiera tenido tiempo de decir cualquier cosa, pues de inmediato ella le gritó con tanta fuerza que su reconocible voz le retumbó profundamente en sus oídos.

    —¡No la escuches! ¡No es lo que parece!

    Cole no comprendió; su mente se sentía demasiado difusa para comprender. Se giró por instinto de nuevo hacia Gema, y sólo entonces la advertencia de su madre cobró un poco de sentido. La apariencia de aquella otra mujer había cambiado drásticamente en sólo un segundo. Sus cabellos se habían convertido en una maraña de hebras color ceniza que señalaban en todas direcciones. Su piel se había tornado pálida y grisácea, y su rostro estaba cubierto de llagas abiertas color carne viva. Sus ojos eran más grandes, parecían casi sobresalir de sus cuencas, y eran totalmente negros. Pero lo más impresionante era su boca, que se habría largado casi de oreja a oreja como si la hubieran abierto cortando las mejillas con un cuchillo, y formaba una horrorosa mueca que quizás intentaba simular ser una sonrisa; dejaba a la vista una hilera completa de afilados y delgados colmillos amarillentos y sucios, como si fueran cientos de clavos oxidados.

    Antes de que Cole pudiera recuperarse de su impresión, la mujer extendió sus manos largas y viscosas hacia él, tomándolo del rostro con fuerza.

    —Te metiste en el agujero equivocado —murmuró con una voz gruesa y carrasposa, y una larga lengua verdosa se asomó de su boca repleta de afilados colmillos—. Ven y dame un beso…

    Lo jaló con fuerza hacia ella, pero Cole se resistió. Colocó sus manos contra su cuello, empujándose hacia atrás. Su lengua se agitaba como si fuera una serpiente al ataque, manchando su cara de una sustancia espesa que le quemaba un poco la piel. Cole alzó entonces su pierna derecha y la pateó con fuerza con el pecho, empujándola hacia atrás. El cuerpo delgado de aquella criatura se impulsó por el pasillo, cayendo al suelo apoyada en sus manos y pies, como si fuera un reptil. De la misma forma, similar a un animal al acecho, se le lanzó encima mientras emitía horribles gruñidos.

    Cole no estaba en servicio por lo que no llevaba su arma encima, además de que no estaba seguro si funcionaría con esa criatura, fuera lo que fuera. Pero tenía otras formas de enfrentar a monstruos así. Se mantuvo de pie, calmado en su puesto mientras se le acercaba. Respiró hondo, se relajó, soltó sus manos, y justo cuando la criatura saltó hacia él, jaló de golpe su puño derecho hacia el frente, clavándolo en el centro de su cara. Su cabeza fue empujada por completo hacia atrás, con un sonido tajante como si algo se hubiera roto dentro de ella. La criatura cayó de espaldas al suelo, azotándose.

    Cole se puso de inmediato sobre ella y la tomó fuertemente de su cuello con ambas manos, apretándolo.

    —¡¿Quién eres?! ¡¿Cuál es tu nombre?! —Le exigió con rigor, pero el monstruo sólo respondió con gruñidos, y con su escurridiza lengua agitándose hacia él. Tomó sus brazos con sus dedos, encajando sus afiladas garras en su piel. Eso le provocó un gran dolor, pero Cole se mantuvo firme—. ¡Obedéceme! ¡¿Quién eres?!, ¡¿qué es lo que quieres?!

    Los gruñidos de la criatura cesaron poco a poco, y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa en la que dejó a la vista una vez más sus colmillos con una mueca astuta.

    —Nos veremos de nuevo, guapo…

    Los ojos negros del monstruo se prendieron en dos intensas llamaradas, y el fuego comenzó rápidamente a extenderse al resto de su cara, y después por su cuerpo. Cole se apartó rápidamente de ella, retrocediendo. Vio desde la distancia como el cuerpo de Gema se retorcía en el suelo y gritaba de dolor, mientras las llamas la consumían hasta dejar en su lugar solo una figura oscura y carbonizada.

    Cole retrocedió, respirando con agitación hasta que su espalda se pegó contra la máquina expendedora. Miró en silencio aquella figura humanoide totalmente negra, petrificada con sus brazos y piernas torcidas. Poco a poco se fue deshaciendo, quedando como cenizas en el suelo.

    —Cole, Cole —escuchó murmurar la voz de su madre a su lado, y sintió como colocaba su mano gentilmente sobre su brazo para llamar su atención.

    Él la miró, y aunque al inicio dudó de que realmente se tratara de ella, al final estuvo seguro. No por su apariencia, no por sus ojos azules o el sonido de su voz, sino por la sensación cálida que le provocaba su sola presencia. Luego de tantos años, se volvía a presentar ante él aunque no la hubiera llamado.

    —Eso... ¿cómo logró engañarme? —Cuestionó alarmado, señalando hacia el montón de cenizas—. ¿Qué fue eso…?

    —Escúchame, Cole —señaló su madre, tomándolo del rostro para obligarlo a mirarla fijamente. Su voz se sonaba aprensiva—. No tengo mucho tiempo, tengo que advertirte. Corres un grave peligro.

    —¿Peligro? —Murmuró despacio, aún perdido entre sus pensamientos.

    —Esto en lo que te involucraste es más peligroso de lo que crees. Tienes que irte lo más pronto posible, alejarte de todo este asunto. O si no… tú morirás… y ella también…

    Cole la miró confundido.

    —¿Quién? —Cuestionó perdido, y entonces miró sutilmente sobre su hombro por el pasillo, hacia donde se encontraba la salida al patio—. ¿Hablas de Matilda?

    —No puedo decirte más… Y no puedo quedarme más tiempo. —Volvió a tomar su rostro para poder verlo a los ojos—. Te amo, mi niño valiente… Por favor, cuídate…

    —No, mamá, ¡espera!

    En un parpadeo, la mujer se desvaneció por completo, dejándolo totalmente solo en ese pasillo, tal y como lo había dejado en su departamento hace seis años. Miró entonces hacia dónde Gema había perecido, pero las cenizas tampoco se encontraban ahí, ni ningún otro rastro de la extraña criatura, salvo las heridas que le había hecho en los brazos. En verdad se encontraba solo…

    Recargó por completo su espalda contra la máquina, y pasó nervioso sus dedos por su cabello. Su respiración se encontraba agitada, y su corazón le latía intensamente. Ese encuentro inesperado con esa criatura, esa advertencia repentina por parte de su propia madre… todo eso no hizo más que recalcar lo que había concluido tras esa sesión con Samara, y todo lo que había visto y sentido en ella; aquello que no le había dicho a Matilda porque no había forma sencilla de explicarlo.

    Lo que le ocurría a Samara Morgan era algo mucho más peligroso de lo que la psiquiatra se había dado cuenta, algo que la sobrepasaba a ella, a él, o incluso a Eleven… Algo que en efecto, podría llevarlos a todos directo hacia sus muertes…

    FIN DEL CAPÍTULO 32

    Notas del Autor:

    —El personaje de Lynn Sear está basado en el personaje del mismo nombre de la película Sixth Sense o Sexto Sentido de 1999, respetando los acontecimientos de la película original hasta el momento final de ésta.
     
  13.  
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    Título:
    Resplandor entre Tinieblas
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    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Misterio/Suspenso
    Total de capítulos:
    159
     
    Palabras:
    7111
    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 33.
    Has despertado mi curiosidad

    Tras dos días de reposo encerrada en esa pequeña y extraña habitación, Lily Sullivan fue capaz de levantarse de la cama y salir de ahí. Sin embargo, requirió de muletas para poder andar, pues aún le dolía demasiado al apoyar su pierna derecha; por suerte su secuestradora se las consiguió sospechosamente rápido. Le consiguió también ropa nueva, además de una peluca castaña corta y unos feos anteojos de armazón negro y grueso. Ella también se había comprado una peluca rubia, lentes algo más discretos, y un sombrero más grande que su cabeza. Se veían ridículas, al menos desde su punto de vista. Y encima de eso, Lily necesitó además de algo de maquillaje para ocultar el feo moretón de su cara, que para ese momento ya se había bajado pero seguía siendo lo suficientemente visible. Por suerte, Esther tenía bastante maquillaje para su uso personal.

    Resultó que no estaban a mitad del bosque o frente a una jefatura de policía, ni en ningún otro sitio extraño. De hecho, se encontraban en un modesto y viejo hotel, en un pueblo igual de modesto y viejo algunos kilómetros al norte de Portland. Lily nunca supo el nombre de aquel sitio, y tampoco le importó. Esther les compró dos boletos para un autobús hacia Olympia, el cual abordaron bastante temprano en la mañana. El viaje duró cerca de tres horas, en las cuales al menos dos personas les preguntaron preocupados lo mismo: “¿Qué hacen dos niñas tan lindas viajando solas?” y “¿Qué te pasó en tu pierna, pequeña?”, eso en cuanto notaban las muletas de Lily, y el vendaje grueso entorno a su muslo que se notaba discretamente debajo de la falda amarilla de su atuendo. Para ambas preguntas, Esther siempre se adelantaba a responder primero, y con asombrosa tranquilidad y desenvoltura.

    —Vamos a visitar a nuestra tía en Port Townsend, nuestro papá ya nos espera en Olympia —respondía a lo primero, con una amplia sonrisa amistosa e inocente, que junto con su rostro totalmente falso y maquillado la hacían ver como la criatura más adorable e inofensiva del mundo. Y sobre su pierna, sólo contestaba—: La atacó un perro, muy grande… Pero fue su culpa, ella lo molestó y se portó mal. Pero estoy segura de que aprendió su lección, ¿cierto, sis?

    En esos momentos Lily prefería sólo guardar silencio, sonreír discretamente y asentir. Curiosamente nadie les cuestionó mucho más después de ello. Debía darle crédito a su captora. Podría estar loca y ser totalmente falsa de los pies a la cabeza, pero sabía cómo manipular y controlar a las personas; y lo hacía incluso sin poderes.

    Se bajaron en Olympia y desaparecieron antes de que alguien les hiciera más preguntas, incluyendo el paradero de su supuesto padre que las debería estar esperando ahí. No habían mentido al decir que se dirigían a Port Townsend, aunque ese no era en realidad su destino final. Debían esperar a la salida del siguiente autobús dentro de dos horas, así que optaron por ir a comer algo. Del otro lado de la avenida frente a la estación, se encontraba una plaza comercial. A Lily le pareció que era un poco absurdo ir a un lugar tan concurrido y arriesgarse a que alguien les reconociera. Esther, por su parte, afirmó que era mejor estar precisamente en un sitio lleno de gente en el que pudieran confundirse con la multitud; había dicho algo sobre cómo mientras más personas había a su alrededor, la gente miraba menos. No le pareció coherente, pero ella era la psicópata profesional, así que algo debía de saber al respecto.

    Entraron a la dichosa plaza sin mucho problema; en efecto, había bastante personas, pero todas demasiado ocupadas en sus propios asuntos como para preocuparse por las dos niñas que andaban solas por ahí. Con respecto a la comida, no se complicaron mucho: fueron directo a un McDonalds que se encontraba ahí dentro de la plaza. Habría muchos niños con sus padres, por lo que esperaban que dos niñas más no llamaran mucho la atención.

    Lily se sentó en una mesa, dejando sus muletas sobra ésta, mientras Esther ordenaba. La mayor parte del día se la había pasado sentada en el autobús, y aún así lo poco que había usado las muletas había bastado para que la cansara. Y a pesar de en teoría casi no estar apoyando la pierna, igualmente le seguía doliendo. Y aún así, estaba segura que no era ni remotamente cercano a cómo le dolería si se le hubiera infectado, gangrenado y muerto. Se había estado tomando los antibióticos y antiinflamatorios como su desquiciada enfermera le había indicado, y eso sumado al reposo al parecer había ayudado. Pero temía que todo el ajetreo de ese viaje le volviera a abrir la herida, o le complicara su recuperación.

    Colocó su mano sobre el vendaje, apretándose un poco y sintiendo vívidamente el ardor que este contacto le generaba. No entendía ese gusto de la gente por hacer ese tipo de cosas, pero al parecer ella también lo hacía inconscientemente. Luego de estar un rato metida en eso, sintió un curioso consquilleó en la parte izquierda de su cabeza… una sensación conocida. Alzó su mirada cautelosa y alcanzó a ver como una mujer en otra mesa desviaba su mirada hacia otro lado, apresurada y fingiendo que no la veía. Pero, ¿sí lo había hecho?, ¿o había sido sólo su imaginación? La mujer estaba acompañada de dos niños pequeños, tan rubios y pálidos como ella, pero estaban sentados de tal forma que le daban la espalda a Lily. La contempló en silencio, viendo si lograba detectar algo proveniente de su cabeza. Lo único que percibió fue una ansiedad molesta, pero no identificó la causa. Sin darse cuenta, se quedó bastante más tiempo mirándola fijamente, el tiempo suficiente para notar como ella intentaba sutilmente virarse de nuevo en su dirección, pero al darse cuenta de la estaba viendo, bajó rápidamente su mirada de regreso a su charola y a su grasosa hamburguesa. La ansiedad que sentía provenir de ella, aumentó relativamente.

    La abrupta aparición de Esther a su lado, cargando en sus manos una charola con sus comidas, sacó a la niña abruptamente de su concentración, sobresaltándola un poco.

    —Aquí tienes, una Bic Mac —murmuró la mujer de peluca rubia con voz astuta, al tiempo que colocaba la charola en la mesa delante de ella—. ¿Segura que no preferirías una Cajita Feliz?

    —No —respondió la niña de peluca castaña, mientras tomaba la pequeña caja que contenía su hamburguesa—. ¿Y tú?

    Esther sólo sonrió, y tomó ella misma su respectiva comida, incluyendo las papas y la soda.

    Lily miró de reojo a aquella mujer en la otra mesa, que para ese momento parecía estar preocupada por limpiarle la cara sucia a unos de sus hijos, mientras les decía algo despacio. ¿Debería contarle a Esther al respecto? Lo consideró, pero decidió mejor ver hacia dónde llegaba todo primero.

    —¿Cómo sigue tu pierna? —Le cuestionó su captora.

    —¿Enserio te importa? —Le respondió ella justo después con tono cortante.

    Esther se encogió de hombros.

    —Como tengo que entregarte con vida, pues sí.

    Lily la observó un rato en silencio, notando como comenzaba a retirarle el pan a la pequeña hamburguesa, y extrañamente comenzaba a separar sus partes. Usando las dos partes de la cajita en la que venía, puso de un lado la carne y el queso, y del otro las pocas verduras que tenía. Además, usando un cuchillo de plástico, intentó retirarle lo más posible el aderezo al pan y a la carne. Lily sólo preguntarse a sí misma quién demonios comía así una hamburguesa.

    —Está mejor —le respondió tras un rato a su pregunta—. O al menos lo mejor que puede estar tras recibir un maldito disparo.

    —¿Por qué no lo dices más alto? —Murmuró Esther con aparente tranquilidad, mientras seguía en su labor de retirarle el aderezo a su comida—. No creo que te hayan escuchado en las cajas.

    Lily resopló despacio, y entonces tomó su hamburguesa y le dio una mordida grande, como una persona “normal”. Al hacerlo, sin embargo, terminó manchándose los lentes grandes que traía consigo, por lo que tuvo que retirárselos rápidamente y colocarlos sobre la mesa.

    —Ya es suficientemente incómodo tener que ir cargando estas muletas. ¿En verdad son necesarios estos estúpidos disfraces?

    Esther ya había empezado a comer, o algo así. Usando un tenedor y un cuchillo de plástico, comenzó a cortar la carne de la hamburguesa en pedazos pequeños, y a meter uno a uno a su boca, masticándolos además con sumo cuidado.

    Luego de tragar su bocado, comentó:

    —¿Crees que la policía se olvidaría tan rápido de una extraña asesina con apariencia infantil, que mató a uno de los suyos y escapó con una inocente e inofensiva niña de diez años? —Culminó su comentario con una pequeña risilla irónica—. Si supieran lo que eres en verdad, se preocuparían más por mí.

    —No seas habladora. Ni siquiera tú sabes lo que soy en verdad.

    Esther siguió comiendo, aunque mientras lo hacía la contempló con una expresión divertida, que incluso a Lily le pareció engreída.

    —Lo sé mejor de lo que crees. De hecho, tú y yo somos bastante parecidas, ¿qué no te has dado cuenta?

    —Para nada.

    —¿Enserio? Bueno, es cierto que la manera en la que ambas llegamos a este mundo es distinta, pero a pesar de todo terminamos recorriendo caminos bastante parecidos, hasta incluso cruzarnos justo aquí y ahora. Ambas al parecer asesinamos a nuestros padres, y a unos cuantos más en el camino, por ejemplo.

    —Yo nunca he matado a nadie —declaró Lily tajantemente. En efecto, ella nunca había directamente disparado o acuchillado a alguien, sólo había jugado con sus mentes y miedos, haciendo que ellos mismos lo hicieran. Incluso su padre, e incluso Emily.

    Como fuera, su respuesta provocó que Esther soltara una carcajada, discreta pero aun así bastante notoria.

    —Sí, claro. Eres el tipo de persona que empujaría a alguien de la cornisa de un edificio, y alegaría que lo mató el pavimento y no tú, ¿no?

    —No sería mentira. Las personas son tan… frágiles.

    —¿Es por eso que lo haces? —Inquirió la mujer, mirándola con ferviente curiosidad—. ¿Por eso… empujaste por la cornisa del edificio a todas esas personas? ¿Por qué te molesta su debilidad? ¿Por qué te pareció divertido? ¿O por qué lo disfrutas?

    Lily se quedó callada, en un pequeño silencio reflexivo. ¿Si lo disfrutaba? Sí… era probable que hubiera un poco de ello. Desde pequeña había tenido esa fascinación, casi morbosa dirían algunos, por la tragedia, por el dolor y el sufrimiento, como si éste le provocara cierta satisfacción. Su padre, en su imagen que tenía de ella como un demonio salido del mismísimo infierno, decía que se alimentaba de ello. ¿Era así? En realidad no lo sabía, y… en realidad tampoco le importaba.

    —¿Tú lo disfrutas, acaso? —Murmuró un poco a la defensiva, mientras disfrutaba de algunas de sus papas—. ¿Disfrutaste matar a todos esos hombres fantaseando que eran tu padre? ¿Qué te gustó más? ¿Acostarte con ellos o matarlos?

    La sonrisa se esfumó de los labios de Esther rápidamente, y eso sí que le causó gozo a la pequeña de diez años. Su captora se giró de nuevo a su comida, y siguió probando los pedazos de carne de uno por uno.

    —Mejor come tu hamburguesa —le respondió con voz seca.

    —Tú empezaste.

    Luego de eso, comieron en silencio por un rato. Lily, por mera curiosidad, intentó captar un poco de lo que su acompañante pensaba en esos momentos, pero no percibió gran cosa más allá de una sensación fría y oscura. Durante esos días que había pasado con ella luego de despertar, le había parecido complicado indagar en su cabeza. Se preguntaba si acaso las medicinas que tenía que tomar tendrían algo que ver con ello, o quizás una parte de ella se resistía a entrar de más en sus pensamientos tras haber escuchado la extensa historia de su deplorable, pero aun así interesante vida.

    De pronto, notó que Esther miraba al frente disimuladamente, mientras seguía comiendo su carne. Lily se viró en la misma dirección. La mujer que había sorprendido mirándola, ya no se encontraba en la mesa ni tampoco sus hijos; de hecho, estaba ahora justo afuera del McDonalds, conversando con… un policía. O al menos eso parecía ser, por su uniforme azul oscuro. Era un hombre alto y algo delgado, de cabellera rojiza. Ambos conversaban en silencio, mientras la señora sostenía a los dos niños contra sus piernas. Y en un determinado momento, ella volteó en su dirección y el supuesto oficial hizo lo mismo. En ese mismo momento, Lily logró captar un pensamiento claro viniendo de la mujer; los pensamientos que eran alimentados por el miedo, siempre eran mucho más sencillos de captar para ella: “creo que es la niña de las noticias, la que secuestraron en Portland”.

    Lily miró de reojo a Esther; ésta quizás no leía mentes, pero fue bastante obvio que no lo necesitó para darse cuenta de lo que ocurría.

    —Toma tus muletas y vámonos —Le indicó tajantemente, dejando rápidamente los cubiertos de plástico en la mesa.

    —Aún no termino —le indicó la pequeña con tranquilidad, aunque en realidad sólo la estaba provocando. Incluso le dio una pequeña mordida más a su hamburguesa en ese momento.

    —Que nos vamos, dije —soltó la asesina con más brusquedad, poniéndose de pie y colocándose de nuevo su amplia maleta al hombro.

    Lily dio otra mordida más, de nuevo más que nada para molestarla, y luego se tomó su tiempo para tomar sus muletas y seguirla a como éstas le permitían.

    El local tenía dos entradas, por lo que rápidamente salieron por una, mientras el oficial ingresaba por la otra. Éste al parecer se movía cauteloso mientras las seguía; lo más probable era que no estuviera del todo seguro en su accionar. Por un lado, si no eran quienes él creía, estaría persiguiendo a dos inocentes niñas sin razón. Por el otro, si en efecto lo eran, le habrían advertido que esta loca asesina era peligrosa, y que ya había matado a un oficial en Portland, y herido a otro. Además estaban en un lugar público, no podía sencillamente asustar a la gente si no tenía aún un motivo claro para hacerlo. Esther esperaba poder usar eso como ventaja y perderlo entre la multitud.

    Ambas empezaron a moverse entre la gente que andaba por los pasillos, o entraba y salía de la tiendas. Esther frecuentemente miraba sobre su hombro para asegurarse de que aún las seguían, y en efecto ahí estaba; cada vez un paso más atrás, pero aun esforzándose por no perderlas de vista.

    Lily percibió en ese momento una palabra en ruso, o algo parecido, resonando en la mente de su captora. Eso sí lo había percibido claramente, así que sus poderes no se estaban atrofiando tanto. No era precisamente miedo lo que estaba percibiendo de ella, pero sí era muy parecido. Pero no al ser atrapada en sí, sino más bien a ser… ¿encerrada?

    La jaló entonces en dirección a un pasillo, que según la señalización llevaba a los baños. Dicho pasillo se veía solo en esos momentos, y al entrar al baño de mujeres éste igualmente lo estaba; no había nadie en los lavabos, y todos los cubículos se veían vacíos. De hecho, en cuanto la puerta con regreso automático se cerró, se sintió un silencio bastante profundo, y hasta cierto punto agradable pues contrastaba mucho con el ajetreo de afuera.

    —Parece que tus disfraces no funcionaron del todo bien —comentó Lily con ironía.

    —Silencio —le respondió Esther con marcado estrés en su voz. Abrió entonces esa enorme maleta que traía consigo, donde además de ropa y varios billetes en efectivo, llevaba algunas armas de fuego. Sacó en efecto una pistola, revisó el cartucho para ver cuantas balas tenía, y luego lo volvió a colocar, todo en sólo un par de segundos—. Entra al cubículo.

    Señaló con el arma al primero de los cubículos. Si su idea era esconderse ahí, sonaba bastante desesperado, pero igualmente Lily hizo lo que dijo y entró en él. Esther le siguió, y cerró la puerta detrás de ella; sin embargo, Lily notó que no le puso seguro, y eso le pareció curioso.

    La niña se sentó sobre la taza cerrada del baño y dejó sus muletas apoyadas a un lado. Esther, por su lado, se paró justo enfrente de ella, volteada hacia la puerta con su arma sostenida con ambas manos y apuntando hacia arriba con firmeza.

    —¿Piensas dispararle aquí mismo? —Murmuró Lily, escéptica—. Vaya asesina profesional que eres. ¿Por qué no mejor gritas a todo pulmón para que todos sepan que estás aquí? ¿Cuánto tiempo crees que pase antes de que bloqueen todas las salidas y rodeen el sitio de patrullas? Y después de que eso suceda, ¿qué? ¿Piensas tomar a toda la gente de allá afuera como rehén? Sí, eso de seguro terminará muy bien…

    —¡Cállate! —Espetó la extranjera, volteándola a ver molesta sobre su hombro—. ¿Tienes una mejor idea?

    —A decir verdad, sí —le respondió con seriedad, y entonces extendió una mano al frente y la colocó justo sobre el hombro derecho de Esther—. No hagas nada… déjamelo a mí.

    Esther la miró de reojo con cara de total confusión. Escuchó entonces como la puerta del baño se abría abruptamente. Eso la puso totalmente el alerta, y apretó con más fuerza su arma entre sus dedos.

    —Que no hagas nada, te dije —le murmuró la niña despacio, y entonces miró fijamente a la puerta.

    Se escucharon pasos cautelosos de aquel que ingresaba al baño, y se acercaba hacia el cubículo. Era él, de eso Esther estaba segura. Sin importar lo que esa mocosa le dijera, ella estaba tensa, con sus dedo listo para accionarse en cuanto lo tuviera en la mira. Sin embargo, mientras más cerca oía sus pasos, más los dedos de Lily se apretaba en torno a su hombro.

    La puerta del cubículo se abrió rápidamente hacia afuera, y ahí lo vio de pie: el oficial alto y de cabello rojizo, sujetando su arma al frente con una mano, mientras con la otra jalaba la puerta. En cuanto vio al arma, Esther estuvo a punto de disparar sin el menor pudor, pero Lily la jaló hacia atrás con un poco de fuerza, de tal forma que su oído estuviera a la altura de su labios.

    —No lo hagas —le susurró muy despacio.

    Esther la miró sobre su hombro sólo un instante, y luego se viró de nuevo al frente. Fue en ese momento en el que lo notó: el policía miraba al interior del cubículo… pero no precisamente las miraba a ellas. Miraba de un lado a otro, arriba abajo, pero no decía nada, ni hacía algún ademán de que fuera consciente siquiera de sus presencia; no las miraba…

    Esther miró a Lily de nuevo, algo confundida; ésta miraba con seriedad al hombre. ¿Ella lo estaba haciendo? ¿Ella estaba haciendo que no las viera? ¿Podía hacer tal cosa?

    Luego de un rato, el oficial se retiró y pasó al siguiente cubículo, abriéndolo al parecer de forma similar e inspeccionándolo. Esther sólo se quedó quieta en su sitio, algo tensa mientras escuchaba como el policía se movía por el baño. Al llegar al último cubículo, el hombre se apartó confundido, rascándose la cabeza. Guardó de nuevo su arma en su funda, y en ese momento la radio que traía consigo pegada a su hombro sonó.

    Owlman, ¿estás ahí? —Cuestionó la voz de una mujer, con un tono un tanto molesto—. ¿Dónde te metiste?

    El oficial tomó la pequeña radio y la accionó para poder hablar.

    —Aquí Owlman. Estaba siguiendo a dos niñas sospechosas, pero las perdí de vista. Seguiré andando un rato por aquí para ver si las veo.

    Enterado. ¿Necesitas apoyo?

    El oficial Owlman pareció dudar sobre cómo responder esa pregunta. Realmente no le constaba del todo que a quienes seguía eran en efecto quienes él pensaba. Y aunque lo fueran, esas historias que decía la prensa sobre una asesina y secuestradora con apariencia de niña… parecía algo sacado de alguna película, ¿cómo podía ser eso cierto? Pero igual había una alerta al respecto. ¿Qué era lo correcto?, ¿alertar a sus compañeros o esperar a estar seguro? Al final se inclinó más por la segunda opción.

    —No, descuiden. Quizás no es nada…

    —Muy bien. Te esperamos afuera.

    Owlman se dirigió a los lavabos y se mojó un poco las manos para luego humedecerse la cara. Se le había pasado por alto por un momento que se encontraba en el baño de mujeres, pero esperaba que no hubiera problema; era un oficial, después de todo. Luego de lavarse la cara, se apoyó en el lavabo y se miró con cuidado el rostro, aún con gotas de agua, en el espejo.

    Escuchó entonces un siseo, un sonido peculiar del que no identificó su origen en un inicio, pero cada vez se hizo más notable. Bajó su mirada; parecía provenir de la coladera del lavabo en el que estaba apoyado. Se quedó mirando fijamente ese agujero redondo y oscuro por quizás varios minutos; el siseo se hacía más notable, como si algo estuviera subiendo por él. Luego de un rato, la cabeza de una larga serpiente, completamente negra y de ojos grandes y amarillos, se asomó del agujero y se arrastró por la porcelana blanca hacia la orilla del lavabo. Owlman reaccionó con espanto, dando un salto hacia atrás y luego retrocediendo más, hasta casi tocar los cubículos con su espalda. Desde su perspectiva ya no podía ver la coladera, pero sí pudo ver como la serpiente negra se asomaba por la orilla y luego se dejaba caer al suelo. Pero no fue la única; a ésta le siguiendo después dos, cinco, diez más parecidas, todas dejándose caer al suelo desde el lavabo como una cascada.

    Las serpientes se arrastraron velozmente por el suelo, justo en su dirección. Owlman estuvo petrificado ante la horrible escena, y para cuando logró reaccionar e intentó dirigirse a la puerta, ya era tarde. Las serpientes comenzaron a subir por sus piernas, tanto fuera de su pantalón como por dentro. El policía empezó a gritar con desesperación agitando sus piernas y manos, intentando quitárselas de encima, pero simplemente parecía ser imposible de lograr. Los animales subieron por su torso, hasta incluso llegar a su cuello. Los gritos del hombre se volviendo más intensos, y sus movimientos más erráticos.

    Pero las serpientes no existían en realidad. No había ningún reptil, de ningún tipo, subiendo por su cuerpo. Todo estaba en su mente, causado por la misma niña que él pensaba que estaba ayudando… Pero ésta, así como su captora, eran bastantes reales.

    Esther se le aproximó cautelosa por su espalda mientras el hombre gritaba desesperado. Con rapidez, le pateó con gran fuerza la parte trasera de su rodilla izquierda, causando que ésta se doblara y le provocara un gran dolor. El oficial cayó de rodillas al suelo, y justo un segundo después la asesina a sus espaldas le rodeó el cuello con las agujetas de sus propios zapatos, ambas amarradas fuertemente a sus manos. Las apretó entorno al cuello del oficial, mientras hacía todo su pequeño cuerpo hacía atrás, aplicando todo su peso y así comenzar a asfixiarlo.

    El oficial fue incapaz de seguir gritando. La sensación de las agujetas en su cuello no hizo más que empeorar su desesperación. Llevó sus dedos instintivamente a su cuello, intentando quitárselas de encima, pero le fue imposible. Esther había colocado sus pies contra su espalda, y dejado caer su cuerpo por completo hacia atrás. Eso, sumado a su posición de rodillas, le hacía difícil poder levantarse. Y además estaban las serpientes, cientos de ellas arrastrándose por todo su cuerpo. En su mente, en realidad estaba pensando que eso que le oprimía el cuello era de hecho una de ellas, aprisionándolo y apretándolo.

    El rostro de Esther se había puesto totalmente rojo por todo el esfuerzo que estaba haciendo. Sus manos además le ardían, e incluso al parecer le estaban comenzando a sangrar.

    Owlman hizo el intentó de levantarse, pero cuando aún no lograba mantener por completo el equilibrio, Esther saltó, jalando aún más fuerte su cuerpo hacia abajo, y provocando que el policía terminara cayendo de espaldas al piso. El cuerpo pesado del oficial cayó sobre Esther, lastimándola, pero no le importó. Su peluca además salió volando y cayó lejos de ella, pero a eso tampoco le dio importancia. Cruzó sus brazos para rodear por completo el cuello del oficial con los cordones, y apretarlo con todas sus fuerzas. El hombre gemía débilmente carente de aire y su cuerpo se retorcía sin control.

    Lily en ese momento salió tranquilamente del cubículo, parándose un segundo justo a un lado de tan impactante escena. Sin embargo, ella se mantuvo apacible.

    —Siempre tan ruidosa —suspiró con seriedad, y entonces se encaminó tranquilamente hacia la puerta del baño apoyada en sus muletas, y le puso seguro. Luego volvió con la misma calma, pero en esta ocasión hacia los lavabos. Se miró en el espejo e intentó acomodarse su peluca. Se quitó además sus anteojos y se revisó si acaso su horrible moretón aún permanecía oculto; aún se veía bien, pero quizás ocuparía un retoque de maquillaje. Todo eso, mientras un hombre estaba siendo asesinado en el suelo a unos centímetros de ella.

    Esther siguió apretando sin ceder ni un poco, hasta que el cuerpo del oficial Owlman comenzó a dejar moverse y sacudirse. Los gruñidos dejaron de salir de su boca, sus manos dejaron de intentar apartarse la enorme serpiente imaginaria que lo aprisionaba, y entonces todo se quedó callado… El oficial pelirrojo se quedó totalmente quieto, con sus ojos abiertos y casi desorbitados, con algo de sangre inyectada, y su boca abierta en una horrenda mueca. Todo el sufrimiento, todo el miedo y confusión, esculpidos en su cara como una grotesca obra de arte.

    Aún después de que se quedara quieto, Esther mantuvo la presión de sus manos por casi un minuto más, antes de ceder, soltar los cordones y quedar totalmente rendida en el suelo. Respiraba agitadamente, mirando al techo. Su cuerpo le temblaba un poco, similar a como si acabara de tener un intenso orgasmo, y realmente la sensación no era tan diferente.

    —¿Ya acabaste? —Le cuestionó Lily con tranquilidad desde el lavabo, y sólo entonces se obligó a reaccionar.

    A duras penas logró alzar el cuerpo del oficial lo suficiente para salirse de debajo de él. El cuello de Owlman había quedado amoratado, con la marca de los cordones en torno a él. Sentada en el piso a su lado, contempló en silencio unos momentos sus propias manos. La carne de sus palmas se había abierto por la fuerza con la que tomó los cordones. Sin embargo, poco a poco dichas heridas comenzaban a cerrarse de nuevo, y mientras lo hacían Esther sintió como la energía regresaba a su cuerpo; de hecho, comenzaba a sentirse mejor, incluso más fuerte que antes.

    Cuando sus manos estuvieron por completo cerradas, se puso de pie rápidamente, tomó el cuerpo de Owlman de las axilas y empezó a jalarlo hacia el cubículo en el que se habían escondido al entrar. El cuerpo estaba pesado y ocupaba de mucho esfuerzo para lograr jalarlo, pero lo hacía aun así.

    —¿Por qué hiciste eso? —Le cuestionó a Lily en voz baja mientras seguía con su labor.

    —Para que no entrara alguien y te sorprendiera, obviamente —Le respondió la niña desde el lavabo, refiriéndose al hecho de que había cerrado la puerta con seguro.

    Esther logró llevar a Owlman hasta el cubículo, y ejercer aún más fuerza para poder sentarlo sobre la taza con su cabeza cayendo hacia atrás. Lo acomodó como pudo para que, desde la perspectiva de alguien que viera de afuera, lo interpretara sólo como una persona usando el inodoro. Cerró la puerta con seguro desde adentro, y luego de arrastró por la parte de debajo de ésta para salir.

    —Me refiero a por qué me ayudaste —se explicó Esther, mientras se ponía de pie y se arreglaba sus ropas—. Pudiste haber fingido que te tenía secuestrada, hacer que me mataran y volver como una víctima inocente de todo esto.

    Desde el reflejo del espejo, Lily la miró y le sonrió divertida por su pregunta.

    —¿Enserio crees que si quisiera irme, no lo hubiera hecho en cuanto pude levantarme de la cama? —Le respondió con tono astuto, y luego se giró hacia ella, ya con su disfraz completo—. Para bien o para mal, has despertado mi curiosidad. Quiero conocer a quién te envió por mí, y saber qué quiere conmigo. Hasta entonces, te soportaré. Luego de eso ya veremos…

    Esther la miró atentamente en silencio, quizás algo desconfiada. Quizás le mentía, quizás no. Pero como fuera, todo era mejor si acaso había ya decidido cooperar con ella. Lo que habían logrado juntas en ese momento, usando sus extraños poderes como asistencia, era algo digno de tener en cuenta, y que podría serle muy provechoso de ahí en adelante. Pero igualmente no le quitaría los ojos de encima.

    —Me parece bien —murmuró con voz neutra, y se dedicó justo después a recoger su peluca y arreglar su propio disfraz. Por último tomó la maleta con dinero y se dirigió a la puerta—. Tendremos sólo unos minutos antes de que a sus compañeros les extrañe su ausencia. Démonos prisa y volvamos a la estación de autobús.

    —Voy detrás de ti —Le respondió Lily con simpleza, siguiéndola mientras se apoyaba en sus muletas.

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    Sorprendentemente, el siguiente tramo de su viaje resultó mucho más calmado. Para cuando tomaron el autobús, el cuerpo del oficial Owlman aún no había sido descubierto; o al menos, no parecía haberse hecho nada de movimiento aún en la plaza.

    El viaje hasta Port Townsend les tomó unas cuatro horas y media más. Tuvieron que hacer alrededor de tres paradas, pero todo les salió bien. Mientras viajaban en los autobuses, Lily pasó la mayor parte del tiempo durmiendo; Esther no pudo hacerlo ni un poco. Quizás era la adrenalina que todavía no se le calmaba, pero se sentía bastante acelerada y alerta.

    Ya en Port Townsend, lo siguiente en su itinerario era tomar el ferry hacia la Isla Moesko. Tuvieron que esperar media hora antes de poder subirse, y lidiar con cuestionamientos similares a los de más temprano; sobre si estaban viajando solas, sobre qué le había pasado a Lily en su pierna, etc., etc… Esther mantuvo íntegramente su pantalla y su actitud, como si lo ocurrido horas antes jamás hubiera pasado. Como fuera, eso les ayudó a pasar bien libradas de todo aquello.

    Para cuando desembarcaron en Moesko, el día se había puesto realmente nublado y húmedo, pero no cayó ni una gota de agua. Pidiendo algunas indicaciones a las buenas personas del lugar, dieron con la Granja de Caballos de los Morgan. Desde la colina en la que ambas se posicionaron para revisar el lugar, éste se veía amplio; incluso alcanzaron a ver un corral en el que precisamente se encontraban algunos caballos andando de un lado a otro. Detrás de la granja, podía verse un risco y luego de éste el inmenso mar; Esther pensó que por ahí debieron de haber saltado los caballos de la noticia.

    —Al parecer es ahí —señaló Esther con seguridad—. Una granja de caballos; de niña me hubiera gustado vivir en un sitio así.

    —¿Existían hace cien años? —Comentó Lily con tono sarcástico, provocando que la mujer a su lado la mirara de reojo con molestia; sin embargo, esto no le importó mucho—. ¿Y cuál es tu plan? ¿Tocar la puerta y convencerlos de dejarte entrar sólo por tu linda carita, y luego amordazarlos y torturarlos a todos?

    —Te sorprendería las veces que ha bastado con eso —respondió Esther con normalidad—. Pero no; pensaba más bien en que usaras de nuevo esa magia tuya.

    Lily la miró un tanto confundida, aunque Esther no tardó mucho en explicarle a qué se refería.

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    Esa tarde, Richard Morgan y dos de sus empleados se encontraba arreglando una cerca, en la parte este de la casa, mientras el resto se encargaba de los caballos y de algunas reparaciones en el establo. Estaba a mitad de una negociación para comprar cinco potrillos de raza, criarlos y de alguna forma remplazar a aquellos que se habían perdido en aquel trágico… “accidente”. Esperaba que cuando su esposa volviera, eso la pudiera tener distraída. Pero para ello, había que hacer algunas adecuaciones, pero principalmente reparar los destrozos que aquellos caballos habían hecho al huir y ver la forma de que no pasara de nuevo.

    El señor Morgan y sus empleados se encontraban clavado los tablones de la barda, cada quien en su propio lado, cuando el dueño de la granja pudo ver de reojo que alguien se le acercaba por su diestra. Al inicio pensó que era uno de sus peones, al que había encargado traerles más clavos. En su lugar, sin embargo, vio a dos pequeñas acercándose desde el portón principal de la propiedad con amplias sonrisas juguetonas en sus caras; una traía una paleta color rojo cereza en su mano, que al parecer le había pintado casi por completos sus labios de rojo, y la otra se le acercaba desde atrás apoyada en unas muletas, que le dificultaban un tanto avanzar en la tierra y la maleza.

    —Hola —saludó la niña de la paleta una vez que estuvo lo suficientemente cerca, sonriéndole ampliamente. Su rostro era realmente adorable y delicado, adornado con unas lindas pecas, un par de hermosos ojos oscuros. La otra también tenía un rostro encantador, aunque no sonreía tanto como la otra.

    —Hey, hola pequeñas —saludó Richard, un tanto sorprendido—. ¿De dónde salieron?

    —Vinimos a visitar a mi tía, y salimos a pasear —señaló la niña de la paleta, acompañada de un par de risillas.

    El señor Morgan por mero reflejo rio también, aunque no supo bien el por qué. Su atención se enfocó entonces en la niña de las muletas, y en el vendaje de su pierna.

    —¿Y a ti qué te pasó, dulzura? —le cuestionó con curiosidad. La pequeña vaciló un poco, pero luego le respondió con un tono un poco tímido:

    —Me atacó un perro… muy grande.

    —Entiendo…

    —El letrero de afuera dice que aquí hay caballos —intervino en ese momento la niña de la paleta, teniendo de hecho ésta en el interior de su boca—. ¿Podemos verlos?

    —Lo siento, en estos momentos estamos todos muy ocupados. Vuelvan mañana temprano, si quieren.

    Dicho eso, Richard pensó que ya se había dado por terminada la plática y tomó de nuevo su martillo con la intención de seguir martillando. Sin embargo, la misma niña le hizo una pregunta más, que volvió imposible para él volver a su labor tan fácilmente:

    —¿Hay algún otro niño aquí con el que podamos jugar? —Murmuró de pronto, algo incauta. Richard bajó lentamente su martillo, y se viro de nuevo hacia ellas—. Mi tía mencionó que aquí vivía una niña.

    El hombre miró a ambas con expresión seria, casi severa, como si estuviera ante dos inesperados cobradores.

    —¿Quién dijiste que era tu tía? —Inquirió, intentando no sonar a la defensiva.

    Ambas niñas se quedaron calladas unos momentos, pero repentinamente la de las muletas soltó la respuesta.

    —Se llama Marie —masculló rápidamente—. Vive cruzando la colina.

    —Ah, sí… Bueno, tu tía se equivocó, aquí no hay ninguna niña.

    —¿Dónde está? —Murmuró la niña de la paleta, con algo de decepción en su tono.

    —Está con su madre, ambas se fueron de viaje.

    —¿Volverán para mañana?

    Richard respiró profundamente. Esa conversación lo estaba poniendo incómodo, y aunque fueran dos niñas la verdad era que no tenía deseo alguno de continuar mucho más hablando de ellas; especialmente no quería hablar de Samara, o de dónde se encontraba en esos momentos.

    —No, no lo creo —respondió secamente—. Necesito volver al trabajo. Vuelvan mañana y les ensillaré un par de caballos para que paseen, ¿sí? Mientras tanto, no anden rondando por aquí solas; puede ser muy peligroso.

    —Está bien, muchas gracias señor —Se despidió la pequeña, haciendo una curiosa reverencia tomando los pliegues de la falta de su anticuado vestido e inclinando un poco su cuerpo hacia abajo. Ese acto le resultó un tanto extraño, aunque simpático.

    Por un momento le cruzó por la cabeza el pensamiento de que le hubiera gustado que su hija fuera igual de linda y educada que esa niña… y no el monstruo que terminó siendo Samara. Pensó que debía sentirse culpable por pensar tal cosa, pero en realidad no se sentía como tal.

    Las dos niña se alejaron caminando una a lado de la otra hacia la salida; la de la paleta aparentemente caminaba al ritmo de la otra, para no dejarla atrás con sus muletas. Una vez que las vio cerca de la puerta, volvió a su labor como si nada hubiera pasado.

    — — — —​

    —¿Y entonces? —cuestionó Esther con severidad, pero despacio, mientras se alejaban—. ¿Captaste algo?

    Lily se tomó su tiempo para responder, como si temiera que alguien la fuera a escuchar. Cuando ya estuvieron lo suficientemente lejos habló al fin, aunque con su mirada puesta fijamente al frente.

    —Me es mucho más fácil percibir lo que a las personas le tienen miedo —susurró despacio—. Y ese hombre le tenía mucho miedo a esa tal Samara, por no decir que además la odia.

    —¿Un padre que odia a su hija?, ¿dónde he oído eso antes? —Ironizó Esther, aunque también cargada de cierta irritación.

    Cruzaron el portón abierto de la barda que rodeaba la granja, y llegaron a la calle principal que pasaba justo al frente. Cruzaron dicha calle, y avanzaron bajando a un costado de ella mientras conversaban.

    Lily prosiguió con lo que había captado de la mente de aquel hombre mientras hablaba con Esther.

    —Al parecer no está en la casa, ni en la isla.

    —¿Y en dónde está? ¿Realmente se fue de viaje con su madre?

    —No sé si sea eso, pero capté un lugar: un hospital llamado Eola. Fue el primer nombre que se le vino a la mente cuando le preguntaste en dónde estaba, y al parecer ella está ahí en estos momentos. Es todo lo que logré percibir al respecto.

    —¿Eola? —Masculló Esther, algo perdida.

    Ambas siguieron avanzando por unos minutos más, hasta llegar a un árbol hueco en el que habían ocultado su maleta. Lily aprovechó que estaban ahí para descansar. Se sentó con mucho cuidado en la hierba y extendió su pierna herida lo más que el dolor le permitía. Era hora de tomar sus medicamentos, así que también aprovechó ese pequeño descanso para hacerlo.

    Mientras tanto, Esther extrajo la maleta del árbol, y de adentro de ésta sacó un Smartphone. Rápidamente buscó en internet algún hospital llamado Eola que estuviera cerca de ahí. El más cercano, y que se ajustaba a la descripción, era el Hospital Psiquiátrico de Eola, que se ubicaba en una comunidad del mismo nombre… en Oregón. Aparentemente, se encontraba a unos kilómetros de Salem; es decir, se ubicaba totalmente en la dirección contraria a la que habían estado yendo todo ese día. Y aún peor, se encontraba justamente en la dirección que ella esperaba evitar a toda costa, luego de ese ruidoso incidente en Portland del que tuvieron suerte de salir sin ser descubiertas.

    Esther se giró entonces hacia el árbol, y pegó con algo de fuerza su frente contra la corteza de éste como señal de frustración.

    —Debes estar bromeando… —murmuró despacio como un pensamiento en voz alta.

    Lily la miró confundida por esa reacción. Su brazo con el teléfono le colgaba de un lado, por lo que extendió su mano y lo tomó para ver de qué se trataba; no tardó mucho en darse cuenta.

    —Vaya, así que hay que volver a Oregón —murmuró con un tono burlón; bastante burlón—. Y la mitad de la policía del estado de seguro debe estarte buscando. Es bueno saber que yo aún tengo la opción de fingir que soy la víctima como dijiste antes. Pero tú… —soltó una pequeña risa irónica—. ¿Cuánto te darán por cada cadáver? ¿Crees que te extraditen a Rusia?

    —Ya cállate, ¿quieres? —Espetó con molestia, volteándola a ver de reojo. Luego se giró y se dejó caer de sentón en la hierba también.

    Fuera como fuera, ya había llegado bastante lejos para retroceder en ese momento. Tendrían que viajar hasta allá sin ser descubiertas, ingresar a ese sitio y sacar a la tal Samara de ahí, y tenía el presentimiento de que ello sería mucho más complicado que lo de Portland. Y todo tenía que hacerse lo más rápido posible…

    Esther cerró los ojos y se talló un poco la frente con sus dedos; quizás, con más fuerza de la requerida.

    —Odio los hospitales psiquiátricos… —musitó despacio para sí misma.

    — — — —​

    Ni Esther ni Lily eran consciente de que en ese momento, un hombre estacionado en una camioneta algo vieja más adelante por el camino, se encontraba viéndolas a la distancia con un par de binoculares. De hecho, había llegado en el ferry con ellas; él y su camioneta. Las estuvo igualmente observando todo ese tiempo que estuvieron esperando a que el ferry llegara. Se las había arreglado para mantener su distancia, no llamar la atención y mezclarse con la gente; era algo en lo que realmente era bueno, pues era necesario en muchas ocasiones para el tipo de vida que había estado llevando por mucho, mucho tiempo; incluso cuando se trataba de ocultarse de personas como esas dos.

    El hombre afroamericano con peinado sujeto en varias trenzas hacia atrás, tuvo que bajar unos momentos los binoculares para toser dos veces con fuerza moderada. Respiró profundamente para poder calmarse, antes de recuperar por completo la compostura.

    Le habían dicho que sólo las vigilara y no interviniera al menos que lo considerara necesario; que sólo se percatara de que una de ellas cumpliera con su labor. Odiaba tener que cumplir ese tipo de encargos, especialmente para… ese sujeto. Pero ahí estaba, siguiendo a dos mocosas paletas a la distancia, esperando que ninguna de ellas pudiera notar su presencia. No sabía a dónde más lo llevaría el viaje de esas dos, pero inevitablemente tendría que ir también.

    FIN DEL CAPÍTULO 33

    Notas del Autor:

    —El Oficial Owlman fue un personaje origina, sin ninguna relación con algún otro de los personajes o de las películas o series involucradas en esta historia.
     
  14.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 34.
    Tenerte miedo a ti mismo

    Lisa Mathews había tenido unos días bastante estresantes, tras una aparentemente insignificante pelea que había tenido con su novio unas noches atrás. Sin embargo, al parecer no había sido tan insignificante como ella pensaba, pues aún no lo había resuelto. De hecho, su novio parecía estársele escondiendo. No respondía sus mensajes, a pesar de haberlos visto, ni tampoco le llamaba o se ponía en contacto con ella de algún otro modo. Ella bien podría haberle intentado llamar, pero su orgullo podía un poco más que eso. Esperaría un par de días más, antes de optar por esa opción, en espera de ver si él daba el primer paso.

    Como fuera, tenía bastante trabajo con el cual distraerse. De hecho, al día siguiente tenía una reunión con un cliente muy importante de la empresa farmacéutica en la que trabaja. Aunque, más que una reunión, era prácticamente una entrevista para ver si se involucraba en uno de los proyectos más importantes en los que trabajan en ese momento. Lisa estaba convencida de que sería elegida. De todos en ese sitio, ella era la más responsable y capacitada; nunca lo diría en voz alta, pero sabía que era así.

    Esa tarde se encontraba en su laboratorio, realizando unas pruebas con algunos de sus compañeros. Tenía puesta su bata blanca, guantes, un cubre bocas y gafas protectoras. Estaba colocando con sumo cuidado un químico de color azulado en una placa de Petri, milímetro por milímetro. Una vez que colocó la cantidad suficiente, colocó el recipiente bajo el microscopio y lo examinó detenidamente. Aunque, quizás no del todo detenidamente. Intentaba que ese absurdo problema con su novio no la distrajera, pero lo cierto era que había tenido problemas para concentrarse ese día, pues su cabeza inevitablemente divagaba demasiado en sus problemas personales.

    Estaba bastante furiosa con Cody Hobson en esos momentos. S acaso ese incidente la hacía quedar mal en su entrevista de mañana, se prometió a sí misma que se las pagaría todas…

    —Mathews —escuchó que repentinamente uno de sus compañeros le llamaba, y eso la hizo sobresaltarse un poco, como si hubiera sido sorprendida a mitad de un examen haciendo trampa—, tienes una visita.

    El compañero que la había llamado señaló con su cabeza en dirección a la gran ventana de vidrio grueso que daba al pasillo. Ahí parado, con un gafete de visitante colgando de su camisa, y una sonrisa sumisa en el rostro, se encontraba precisamente Cody Hobson… casi como si lo hubiera invocado con su pensamiento. Al notar que lo había volteado a ver, el profesor de biología alzó una mano a forma de saluda, un poco tímido. Lisa lo miró unos instantes, con cierta dureza pero también duda.

    —¿Ese es tu novio? —Comentó su compañero que se encontraba sentado a su lado, un chico alto de piel blanca y cabello rubio—. Es lindo, aunque algo escuálido para mi gusto.

    Lisa no necesitaba escuchar algo parecido en esos momentos. Se puso de pie de inmediato y comenzó a retirarse los guantes de látex con algo de esfuerzo.

    —Vuelvo en cinco minutos —le respondió mientras caminaba hacia la puerta—. Encárgate de esto, ¿sí?

    Su compañero obedeció e hizo rodar rápidamente su silla hacia el microscopio. Lisa se retiró los guantes, pero también su bata, colgándola en uno de los percheros que se encontraban a un lado de la puerta. Antes de salir respiró hondo, como si ocupara tomar valor, y entones abrió la puerta de cristal templado con su pase.

    En cuanto la vio, Cody le sonrió, aunque quizás un poco forzado. Ella avanzó hacia él en silencio con cierta desconfianza en sus pasos. A Cody esto le hizo pensar en un gato que se acerca cauteloso a otro por primera vez, temiendo en cualquier momento ser atacado; intentó hacer a un lado ese pensamiento lo más pronto posible.

    —Espero no importunarte.

    —No demasiado —respondió Lisa un poco cortante. Se retiró entonces su cubre bocas, y se subió sus anteojos protectores hacia la cabeza—. ¿Dónde te has metido? Te he estado mandando mensajes.

    —Lo sé —murmuró Cody, algo avergonzado—, es sólo que el otro día fue una locura. ¿Escuchaste de la niña que secuestraron en Portland de un hospital?

    Lisa lo miró confundida.

    —Algo me comentó un compañero, pero no supe mucho más. ¿Por qué?

    —Bueno, yo estuve ahí, en ese hospital cuando todo ocurrió.

    Los ojos de Lisa se abrieron por completo, presas del asombro.

    —Santo Dios.

    —Sí, y la policía nos retuvo por unas horas…

    —¿Nos? —Interrumpió Lisa abruptamente.

    —A Matilda y a mí, mi amiga que llamó el otro día.

    —Matilda —repitió Lisa con tono seco, y algo acusador.

    —No es lo que piensas.

    —¿Qué es lo que pienso? —Espetó la bioquímica, un tanto a la defensiva—. ¿Qué estaban haciendo ahí exactamente?

    —Te lo dije, ¿recuerdas? Matilda es psiquiatra, y estaba ayudándola con un caso, ahí mismo en ese hospital. Pero las cosas se salieron de control.

    Lisa guardó silencio, visiblemente molesta. Luego de un rato, sin embargo, relajó un poco la mirada y suspiró pesadamente, quizás en un intento de tranquilizarse. Se retiró del todo sus anteojos protectores de la cabeza, y se talló un poco su frente con sus dedos, como si quisiera calmar una pequeña jaqueca

    —¿Estás bien? —le preguntó con voz más suave—. Dicen que hubo un tiroteo, ¿por qué no me dijiste nada?

    —Lo siento, pero estoy bien —le respondió apresurado—. Y sí, lo hubo, pero yo no estuve involucrado ni cerca de lo sucedido.

    Eso era una verdad a medias. Si bien no había estado relativamente cerca cuando un arma se disparó, decir que no estuvo involucrado podría estar abierto a interpretación, considerando que a quien acompañaba enfrentó a la tiradora, y luego incluso él corrió detrás de ella en un tardío intento de detenerla.

    —Me alivia —susurró Lisa despacio—. Pero eso fue hace dos días. ¿Dónde estuviste desde entonces?

    Cody enmudeció unos momentos, dudoso de cómo responderle.

    —Yo… Luego de lo ocurrido la otra noche, necesitaba algo de tiempo para pensar.

    —¿Pensar en qué?

    —Bueno, como en tu mensaje dijiste que necesitábamos hablar, pensé que quizás querrías…

    —¿Qué cosa? —Le interrumpió con algo de agresividad—. ¿Terminar?

    Cody se encogió de hombros.

    —Si lo dices, es porque cruzó por tu cabeza, ¿o no?

    Creyó que eso era una defensa aceptable, pero definitivamente ella no pensó lo mismo, pues de nuevo su mirada se endureció con enojo.

    —Fue una pequeña discusión, solamente —espetó, alzando un poco la voz—. No voy a terminar por algo como eso. ¿Qué clase de persona crees que soy?

    —Lo siento…

    Cody bajó su mirada un poco avergonzado. Suspiró con algo de resignación, y se retiró cuidadosamente sus propios anteojos.

    —Escucha, eres una mujer increíble…

    —Oh, eso no empezó bien —soltó Lisa con un nudo en la garganta, comenzando a retroceder como si se sintiera mareada. Fue evidente que le cruzaron muchas ideas por la cabeza en un segundo.

    —No, espera, déjame terminar —intentó decirle Cody.

    —No creo querer…

    Lisa se dejó caer de sentón en una silla de visitas, y ocultó su rostro detrás de sus manos. Lo que había pensado, aparentemente era más grande de lo que Cody pensó. Él se atrevió aun así a sentarse en la silla a su lado.

    —Digo que eres una mujer increíble y mereces que sea sincero contigo. —Tomó en ese momento su mano entre las suyas; Lisa ni siquiera lo volteaba a ver—. Sí hay un motivo por el que me rehúso a pasar la noche contigo. Pero, no es nada de lo que crees.

    —No creo nada, Cody. Ese es el problema, no entiendo qué problema tienes con eso. —Se soltó entonces de tu agarre, pero ahora fue ella quien tomó su rostro entre sus manos—. ¿Cuál es tu motivo secreto? ¿Qué es? Dime.

    Cody la contempló a los ojos fijamente. Sin sus anteojos, ella se veía diferente; no más o menos atractiva, sólo diferente. Su mirada reflejaba bastante sinceridad y anhelo, tanto por él como por la verdad. No pudo evitar sonreír, pese a lo realmente tenso de la situación. Pese a todo, nunca antes le había parecido tan hermosa.

    Tomó con delicadeza sus manos entre sus dedos y las bajó, apartándolas de sus mejillas; ella no opuso mucha resistencia a dicho cambio.

    —No es algo sencillo de explicar, en especial aquí y con tan poco tiempo.

    —¿Y para qué viniste entonces sino es para hablar de eso? —Se notó algo de agresividad en su tono, pero no más de lo esperado.

    Cody volvió a suspirar, y apretó un poco más fuerte sus manos entre sus dedos. Había pensado bastante en ese momento, desde esa noche en la que discutieron, desde que llegó ese primer mensaje preocupante, y especialmente desde la conversación que había tenido con Cole en el taxi. Meditó mucho sobre lo que debía de hacer, y lo que quería hacer. Consideró muchas veces consultarlo con Matilda, o incluso con Eleven. Pero todo ese asunto era su problema, y era un adulto que debía resolverlo de frente.

    Sus únicas opciones eran aquellas que había discutido con Cole: contarle la verdad, o cortar por las buenas mientras aún podía. Ambas eran muy difíciles, y ambas involucraban consecuencias igual de difíciles. Pero al final, era una decisión que debía ser tomada.

    Volvió a verla a los ojos, ahora con una intensidad tan profunda que Lisa incluso se sintió un poco intimidada.

    —Sufro de pesadillas, desde que era niño —comenzó a contarle con voz calmada—. No siempre, pero sí con frecuencia. Pero mis pesadillas no son normales… yo no soy normal. Tengo ciertas habilidades, que cuando estoy despierto son buenas, y me permiten ayudar a otras personas. Pero cuando duermo… puedo perder el control de ellas, y llegar a lastimar a todos a mi alrededor. Incluyendo a aquellos que amo…

    Lisa lo miró fijamente, intrigada, pero especialmente muy confundida.

    —¿De qué me estás hablando? No lo entiendo…

    —Has visto películas como X-Men, Harry Potter, o Star Wars, ¿no? —Lisa asintió, dudosa—. Películas de personas con poderes especiales, a veces casi mágicos, que otras personas ni siquiera son capaces de imaginar. Yo puedo hacer que mis pensamientos se materialicen. Puedo pensar en algo, concentrarme en ello, y aparece ante mí. No como una simple ilusión, sino que se vuelve real mientras yo se lo permito. Despierto puedo controlarlo, pero dormido… dormido mis sueños y mis pesadillas escapan de mi cabeza e inundan todo a mí alrededor. Y no lo puedo detener hasta que me despierto. He lastimado a personas antes, cuando se encuentran cerca de mí en ese momento. He aprendido a controlarlo más con el paso de los años, pero aún no logró… hacerlo por completo…

    Lisa no respondió nada de inmediato; se quedó callada, observándolo fijamente como si esperara que dijera algo más. Pasados unos segundos, se volvió claro que no lo haría.

    —¿Se supone que debo reírme o algo así? —Le cuestionó con dureza, apartando al mismo tiempo sus manos de las suyas.

    —No es una broma —exclamó Cody, algo desesperado—. Por eso me niego siempre a dormir contigo, por eso vivo en una casa a las afueras, alejado de cualquier vecino. —Metió entonces su mano en un bolsillo de su saco, sacando de éste un frasco pequeño color naranja para medicamento —. Por eso tengo conmigo siempre estas pastillas para prevenir, si siento que voy a tener una pesadilla esa noche.

    Lisa miró sorprendida el frasco, y sin preguntar primero lo tomó y lo examinó. Sin sus lentes, tuvo que alejarlo un poco de su rostro para poder ver la etiqueta en la parte frontal, y achicar un poco los ojos.

    —¿De dónde sacaste esto? —Inquirió acusativa—. Es un medicamento experimental en fase de pruebas, ni siquiera está a la venta. ¿Acaso lo robaste?

    —Claro que no. Sólo tengo mis fuentes…

    —¿Tienes idea de los efectos secundarios que esto podría tener a la larga?

    —Lisa, no me estás escuchando…

    —¿Y qué quieres que escuche? —La bioquímica se paró rápidamente de la banca, y caminó molesta unos pasos, dándole la espalda—. ¿Qué crees que eres Harry Potter o algo así? Por Dios, Cody. ¿Te estás burlando de mí? ¿Es la mejor mentira que se te ocurrió para terminar conmigo? Un “no eres tú, soy yo” hubiera sido más decente.

    —¡No me estoy burlando! —Le respondió él con fuerza, parándose también—. Y no quiero terminar contigo. Si te lo estoy contando es por exactamente lo contrario: quiero confiarte a ti esto. ¿Por qué me inventaría un cuento así? ¿Qué ganaría con eso?

    —No tengo idea… Y no quiero saberlo. —Murmuró Lisa despacio. Respiró entonces profundamente por su nariz, y lo sacó como un fuerte resoplido—. Debo volver al trabajo.

    Sin más, se dirigió de nuevo en dirección a la misma puerta por la que había salido, dejando de su parte la conversación terminada.

    —Espera, Lisa… —Cody se le aproximó rápidamente y la tomó con un poco de fuerza del brazo para detenerla.

    —¡No me toques! —Le gritó con algo de intensidad, sacudiendo su brazo para soltarse de él. Cody, sin embargo, no quiso soltarla, e incluso la tomó de ambos brazos para poder detenerla.

    —¡Espera!, por favor… —le susurró casi como una súplica, pero ella no lo escuchaba. Algunos de sus compañeros vieron tal escena desde el otro lado del cristal, y evidentemente esto los inquietó.

    Quizás sólo le quedaba una alternativa.

    En ese momento, una hermosa y brillante mariposa pasó justo frente al rostro de Lisa, tomándola por sorpresa. La mujer detuvo su forcejeó y siguió al curioso animal en su vuelo, mientras dejaba rastros detrás de él como pequeñas chispas de luz. La mariposa se dirigió justo hacia Cody, posándose sobre su hombro derecho. Lisa no pudo evitar mirar a su rostro justo en ese momento y notar que la miraba con suma seriedad, pero nada de confusión por el ser parado repentinamente en su hombro.

    El profesor la soltó una vez que la sintió más tranquila, y sin decir nada colocó sus dos manos delante de ambos, con sus palmas hacia arriba. Ante los ojos incrédulos de Lisa, pequeñas mariposas azules, verdes y rojas, comenzaron a surgir abruptamente sobre sus palmas; de un parpadeó a otro, había más. Algunas volaban no muy alto en el espacio entre ambos, mientras otras se quedaban moviéndose por las manos de Cody.

    —¿Qué? —Murmuró Lisa, asombrada—. ¿Cómo…? ¿Me estás diciendo que tú...? ¿Tú estás haciendo esto?

    Cody asintió lentamente. La mariposa que estaba sobre su hombro se elevó de nuevo, y se unió a las demás. Una a una, las mariposas pequeñas se le acercaron, y a su contacto sencillamente desaparecían, pero la mariposa azul se volvía un poco más grande. Al final, la mariposa azul absorbió a todas las demás, convirtiéndose en una grande y brillante como si poseyera su propia luz, volando en círculos entre ambos. Lisa no pudo evitar sonreír un poco, maravillada por la hermosa imagen. Cody se sintió mucho más confiado al ver está reacción.

    —Desde niño me han gustado las mariposas —le indicó con naturalidad. Lisa quiso acercar su mano a la mariposa, y ésta se posó sobre su dedo; ella pudo sentir las pequeñas cosquillas que el contacto con sus patas le provocaba. Era real; estaba ahí de verdad—. Su vuelo, su gracia, su fisionomía, su importancia en el mundo natural. Pero lo más importante es que siempre logran relajarme. Así tengo menos pesadillas…

    Lisa lo escuchaba, pero gran parte de su atención se encontraba puesta en el curioso animal, que ahora se movía por sus dedos, palma, y dorso. La fascinación que sentía sólo pudo ser cortada por el beep de la puerta al reconocer una tarjeta de acceso, y luego por el sonido pesado de los seguros abriéndose.

    Cody se sobresaltó un poco al notar también esto, y la mariposa se esfumó abruptamente ante los ojos de Lisa como vapor.

    Uno de los compañeros de Lisa, el chico rubio sentado a en la estación a un lado de ella, se asomó hacia el exterior, viéndolos con desconfianza, aunque principalmente miraba de esta forma a Cody.

    —Mathews, ¿todo está bien? —murmuró con voz seria, más que su mirada. Al parecer su forcejeo de hace un momento los había molestado más de lo debido.

    —Sí, sí… —se apresuró la bioquímica a responder, aunque no sonaba del todo convincente—. Ya voy para allá.

    Aquel hombre le proporcionó a Cody una última mirada furtiva, ahora más cargada de un sentimiento de advertencia. Era un hombre bastante alto y fornido, así que si quisiera sacarlo a la fuerza definitivamente podría hacerlo; claro, al menos que Cody usará sus habilidades únicas, lo cual no era muy probable. Como fuera, el hombre volvió a entrar al laboratorio con reservas, y los dejó solos una vez más. Sin embargo, al parecer no sería por mucho, pues Lisa poco después se giró hacia la puerta y dio un paso hacia ella sin decir nada.

    —Lisa… —murmuró Cody con aprehensión. Intentó acercarse y detenerla de nuevo, pero la mujer se hizo a un lado rápidamente para impedirlo.

    —No, no te me acerques… —murmuró casi asustada—. Es un truco, ¿cierto? ¿Cómo lo hiciste?

    —Ya te lo dije, es lo que puedo hacer. Y puedo hacer más, mucho más, pero no aquí. Te puedo mostrar…

    —No, no gracias —negó Lisa rápidamente con su cabeza y sus manos—. No entiendo qué está ocurriendo aquí…

    A Cody se le vino a la mente aquel día en la sala de espera del hospital, y como aquel oficial había reaccionado tras haber visto a Matilda detener una bala. ¿Negación?, ¿confusión?, ¿enojo?; era difícil describirlo, quizás ni ellos mismos lo entendían. Realmente esperaba que Lisa lo tomara de mejor forma, especialmente porque ni siquiera había visto aún la parte mala; aún no conocía a los demonios que lo atormentaban desde niño.

    —Sé que es demasiado —señalo el profesor con tono calmado—, y te solté mucho de golpe. Pero podemos hablar con más calma de esto si quieres…

    La miró fijamente en espera de una respuesta, que al parecer le resultaba difícil abrirse camino al exterior. Lisa ni siquiera lo miraba, en su lugar tenía la mirada puesta en el piso, y movía sus dedos de forma nerviosa. Parecía asustada; ¿tanto miedo le había provocado esa demostración? ¿Se había pasado acaso?

    —Sí, claro… —le respondió despacio tras unos segundos de meditación—. Pero no ahora; después… Debo volver al trabajo…

    Se viró de nuevo a la puerta del laboratorio, y esta vez caminó mucho más rápido que antes. Cody ahora no la siguió.

    —De acuerdo, te llamaré —le dijo con la suficiente fuerza para que lo escuchara, pero si acaso lo hizo no lo volteó a ver en ningún momento, y en su lugar se metió rápidamente al laboratorio.

    — — — —​

    Cody salió molesto del edificio. No gritó o golpeó algo, o siquiera se notaba la molestia en su andar. Sin embargo, su postura y el ritmo de sus pasos eran claramente de asertividad, de deseos de exteriorizar algo que no podía. Una vez afuera, se detuvo unos momentos a respirar hondo, intentando tranquilizarse. Quería quitarse de la cabeza la idea de que Lisa había exagerado demasiado, que podría haber tomado todo de mejor manera, de que no era la mujer que él creía que era. En su lugar, intentaba ponerse en sus zapatos, intentaba comprenderla y darle una oportunidad. Intentaba convencerse de que en cuanto lo pensara con más calma, ella misma se daría cuenta de que su accionar no fue el correcto, lo llamaría, hablarían y todo saldría bien. Quería aferrarse a esa idea, pero no podía hacerlo del todo.

    Estaba enojado, esa era la innegable verdad. Estaba enojado con Lisa, con él mismo, y en estos momentos hasta con el guardia de seguridad que acababa hace unos minutos de regresarle su identificación. No era propio de él sentirse de esa forma, pero era humano después de todo. Pero lo que más temía era que todos esos pensamientos negativos que lo inundaba, se terminaran desbocando en una horrible pesadilla.

    Su teléfono sonó en ese momento; bastante oportuno, tanto que pensó por un momento que podría tratarse de Eleven. Al mirar la pantalla el nombre que mostraba, se dio cuenta de no estaba tan alejado en su predicción. Contestó la llamada y se acercó el teléfono al oído.

    —Hola, Matilda —saludó intentando sonar lo más calmado posible.

    —Hola, Cody —resonó la reconocible voz de su antigua amiga en la línea—. ¿Estás ocupado?

    —No, para nada. Supongo que me hablas para lo de mañana, ¿cierto?

    Al día siguiente sería sábado, el día en que había prometido ir a Eola a hablar con Samara. Había estado pensando mucho en ello esos días, y se había estado preparándose también. Y ahora, luego de esa incómoda conversación que acababa de tener, deseaba más que antes que llegara el día. Al principio todo había sido sólo para hacerle un favor a Matilda y a Eleven, pero ahora sentía que podía ser algo provechoso; para Samara, pero también para él.

    —En verdad necesito distraerme en otra cosa —le comentó, un poco irónico—. ¿A qué horas nos vemos?

    —Sí, sobre eso… —masculló Matilda, algo insegura—. Te llamo para avisarte que es posible que tengamos que moverlo para después. —Cody se sobresaltó al escuchar eso. Había comenzado a caminar hacia la avenida, pero se detuvo en seco a mitad del estacionamiento—. Lamento hablarte a última hora…

    —Espera, ¿por qué es eso? —le cuestionó confundido—. ¿Ocurrió algo malo?

    —No… —Matilda guardó silencio unos momentos, como si meditara en la veracidad de su propia afirmación—. Bueno, más o menos, pero en general todo está bien. Lo que ocurre es que mañana el Detective Sear y yo iremos a Silverdale, a hablar con la madre de Samara.

    —¿Con su madre?

    —Sí, al parecer sigue con vida, y está internada en un psiquiátrico de ahí. El detective creé que sería provechoso hablar con ella, aunque no entiendo cómo aún.

    —Entiendo… —susurró Cody, aunque no del todo convencido—. Pero si no lo hacemos mañana, no podré hacerlo hasta la otra semana, Matilda. Yo me puedo encargar de hablar con Samara mientras ustedes van a Silverdale.

    —¿Qué? —Escuchó como exclamaba abruptamente, casi con pánico—. No, nada de eso. No es nada recomendable que hables con ella sin mi apoyo…

    —Quizás no soy un psiquiatra como tú —comentó abruptamente, interrumpiéndola—, pero te olvidas de que ya he ayudado a otros niños antes en la Fundación también.

    Matilda balbuceó un segundo, insegura. Quizás le confundía un poco la forma en la que se estaba expresando, un tanto más asertivo que de costumbre. No era su intención comportarse de esa forma con Matilda; ella no tenía nada que ver con el motivo de su enojo, después de todo. Pero a veces resultaba difícil desconectar una situación con otra.

    Luego un rato de aparente vacilación, Matilda logró recuperar la compostura suficiente para responderle.

    —Lo sé, pero Samara es un caso especial. Tú mismo lo dijiste y lo viste; sus habilidades son muy peligrosas.

    —Sí, bueno… —calló un segundo, antes de concluir—. Creo que por ello tenemos mucho más en común en realidad.

    Sintió, sin necesidad de mirarla, que Matilda se sobresaltaba al escucharlo decir eso.

    —No quise…

    —Necesito hacerlo, Matilda —le aclaró tajantemente de golpe—. Necesito… hacerlo. Si no te sientes convencida y necesitas que hable con Eleven para que lo autorice…

    —No, no… está bien —le respondió con un poco de apuro; Cody se sintió de inmediato culpable de usar la carta de Eleven especialmente considerando cómo se encontraba ella con ese tema hace unos días—. Mira, reunámonos mañana temprano y lo decidimos, ¿de acuerdo?

    —Está bien.

    Luego de ponerse de acuerdo sobre dónde verse, ambos se despidieron y colgaron. Cody caminó hacia la avenida, y luego se alejó caminando con paso calmado hacia su casa. La caminata le sirvió para despejar un poco la mente, pero seguía hecha un lío, eso era claro. Esperaba realmente que distraerse en ese otro asunto le ayudara.

    — — — —​

    Su punto de encuentro acordado fue en Olympia, un punto intermedio entre Salem y Seattle para que le quedara bien a todos. El lugar elegido fue de hecho el mismo Denny’s en el que Matilda se había detenido a comer el primer día que fue a Seattle para ver a Cody. Los tres acordaron verse ahí para desayunar y afinar detalles. Cody pensó que quizás Matilda intentaría de nuevo convencerlo de no hacerlo, pero procuraba no llegar con actitud desafiante. En la conversación del día anterior quizás se había pasado un poco, y lo que menos quería era enemistarse con Matilda. Así era Cody Hobson, después de todo. Siempre cuidando estar bien con todos, siempre miedoso de decir abiertamente lo que pensaba, de dejar que los demonios que rondaban por sus adentros se expusieran al exterior y a la vista de todos; siempre miedoso de que algo de ello le causara una horrible pesadilla.

    Quizás ya había sido rehén de sus pesadillas por demasiado tiempo…

    El coche que había pedido lo dejó justo enfrente del establecimiento. Para cuando llegó, Matilda y Cole ya se encontraban ahí, sentados en una mesa. Le sorprendió un poco al mirarlos de lejos, y parecerle que ambos estaban conversando, hasta cierto punto de manera amena. No era que se estuvieran contando chistes y riendo; de hecho miraban cada uno su menú, y al parecer comentaban un poco sobre las opciones. Pero al menos Matilda le pareció un poco más relajada. Quizás era su imaginación, pero esperaba que fuera una buena señal.

    Se les aproximó con paso decidido. Cargaba consigo un amplio maletín, con varias cosas que pensaba usar ese día con Samara. Ambos lo miraron acercarse, e interrumpieron abruptamente lo que fuera que estuvieran hablando.

    —Hola, chicos —los saludó con naturalidad, dejando su maletín sobre una de las sillas.

    —Hey, Cody —saludó Cole, parándose de su asiento para acercársele y darle un fuerte apretón de manos—. ¿Cómo estás, viejo? —Cody sólo sonrió levemente y se encogió de hombros—. Vaya, ¿así de mal?

    Al parecer el detective era perceptivo; de seguro él ya se daba una idea de lo que sucedía, tras la conversación que habían tenido la otra noche. Matilda, sin embargo, no tenía idea aún.

    —¿Pasa algo? —cuestionó la psiquiatra, algo preocupada.

    Cody suspiró, y pasó a tomar asiento; Cole hizo lo mismo, de regreso a su silla.

    —Le dije a Lisa sobre mi Resplandor —declaró el profesor sin muchos rodeos.

    —Y supongo que no lo tomó bien —le respondió Cole con un tono que no era del todo serio, pero que procuraba no sonar del todo impertinente.

    Matilda miró a ambos con confusión.

    —¿Quién es Lisa?

    —Es… mi novia —le respondió Cody, incierto—. O algo así…

    —Oh —exclamó Matilda, visiblemente menos sorprendida de lo que realmente se sentía por dentro—. ¿Estás seguro que fue buena idea?

    —Me lo estoy cuestionando.

    —Descuida, quizás sólo necesita tiempo para pensarlo un poco —añadió Cole con un tono más animado, y entonces le dio un par de palmadas en su brazo.

    Cody lo miró de reojo y le sonrió. Esperaba que fuera así, y una parte de él aún tenía confianza en ello. Pero otra no tanto…

    —¿Estarás bien, Cody? —Le cuestionó Matilda, con una mirada algo inquisitiva—. Este asunto con Samara ocupará de tu total concentración. Si algo te distrae…

    —Sé cómo hacer esto, Matilda —le respondió de golpe, y algo más cortante de lo debido; de nuevo Matilda pareció no saber cómo reaccionar—. Estaré bien. Así como Cole se especializa en ayudar a niños que pueden ver fantasmas, creo que yo podría estar especializado en otro tipo también…

    Matilda y Cole se miraron el uno al otro en silencio, y ese acto le pareció un poco de complicidad entre ambos. Era evidente que Matilda quería preguntarle más al respecto, pero en ese momento la mesera se acercó para tomarles su orden. Cody ni siquiera había tenido tiempo de revisar el menú, así que sólo pidió café y dos panques integrales. Matilda ordenó unos huevos, y Cole un omelette.

    —¿Por qué irán a ver a la madre de Samara con tanta urgencia? —Les cuestionó Cody curioso, una vez que la mesera se fue; y además, intentaba cambiar un poco el tema.

    Matilda resopló un poco con ironía, y entonces volteó a ver a Cole con una incómoda mirada de acusación.

    —¿Por qué no se lo dice usted, Detective? —Le comentó con un tono desafiante, extendiendo una mano al frente como si le cediera el paso.

    Más que molestarse, Cole sonrió divertido; al parecer ya se había acostumbrado a ese trato por parte de Matilda, y de hecho ésta también se le veía un tanto más abierta, incluso en su sarcasmo.

    Cole carraspeó un poco y se sentó derecho en su silla.

    —Creemos…

    —¿Creemos? —Interrumpió Matilda, disparándole una mirada suspicaz desde su asiento.

    —Bueno, corrijo… Yo creo que podría darnos información importante sobre el verdadero origen de los poderes de Samara. Algo que quizás pudiera tener que ver con su padre.

    —¿Crees que también pudiera haber sido resplandeciente? —preguntó Cody, ahora sí con genuino interés.

    Cole soltó una pequeña risilla y miró de reojo a Matilda, como si esperara que ella le dijera qué decir. Ella sólo apoyó su rostro contra su mano y se encogió de hombros.

    —Sí… algo parecido —respondió el policía dudoso, lo que a Cody le confundió un poco.

    —Como sea, si conseguimos algo ya te lo compartiremos —intervino Matilda, un poco al rescate de esa conversación—. El Dr. Johnson ya está enterado de que irás a ver a Samara. Ten mucho cuidado con ella, por favor. Enserio, si prefieres que vaya contigo…

    —Estaré bien, Matilda —repitió Cody con seguridad—. ¿Estás preocupado por mí o por ella?

    —¿Eh? —Exclamó Matilda, algo perdida por esa pregunta. Cody sonrió divertido.

    —Le has tomado un cariño especial, ¿verdad?

    —No más del usual —le respondió a la defensiva, casi como si el comentario le ofendiera. Cole no pudo evitar reír divertido, no tanto por el comentario de Cody, sino por la reacción que Matilda había tenido. Las mejillas de la psiquiatra se ruborizaron un poco.

    Cody prosiguió.

    —Estaremos bien. Creo que a los dos nos servirá platicar. Y espero que ustedes encuentren lo que están buscando.

    —Yo no apostaría en eso —respondió Matilda de mala gana, cruzándose de brazos.

    — — — —​

    Luego de su desayuno, el grupo se dividió en dos y se dirigió a su respectivo destino. Cole y Matilda subieron al carro alquilado de esta última, y partieron al norte rumbo a Silverdale. Cody pidió otro vehículo, y se dirigió al sur a Eola. Tres horas después, ya se encontraba estacionado delante el Hospital Psiquiátrico, el mismo que había visitado hace unas noches atrás de manera repentina. De día el sitio se veía menos aterrador, y definitivamente el ambiente a su alrededor también se sentía distinto.

    Se reportó con la enfermera en el área de recepción, y está se encargó de contactar al Dr. Jonhson. El primer día que Matilda arribó a ese sitio, la tuvieron deliberadamente esperando varios minutos; Cody, sin embargo, fue atendido relativamente pronto. Apenas y tuvo oportunidad de revisar si acaso Lisa le había mandado algún mensaje; no lo había hecho aún.

    El joven doctor se acercó por el pasillo, y de inmediato visualizó al visitante en una de las sillas.

    —¿Dr. Hobson? —Saludó con elocuencia, delante de él.

    —Es profesor Hobson.

    —Lo siento. —Le indicó con su mano el camino, por lo que Cody se puso de pie y comenzó a andar junto con él—. La Dra. Honey dijo que vendría. Samara ya está en la sala de observación.

    Cody sólo asintió como respuesta. Luego de andar en silencio por un rato, notó que Jonhson lo miraba de reojo con cierto interés.

    —Usted vino con la Dra. Honey la otra noche, ¿cierto? —le preguntó de pronto, exteriorizando al fin la pregunta que seguramente le rondaba la cabeza—. Ella dijo que era su colega, si mal no recuerdo.

    —Supongo que lo soy —le respondió con tono neutro.

    —¿Es parte de esa Fundación de la que viene ella? —Cody sólo asintió—. Sólo por curiosidad, si no es psiquiatra, ¿qué hará exactamente con Samara? ¿Sabe lo peligrosa que es?

    —Lo he oído. Pero descuide, sé lo que hago, aunque no lo crea.

    —Si usted lo dice. Supongo que querrá también verla a solas, ¿cierto?

    —De preferencia. ¿Cree que eso sea un problema?

    Un ligero quejido de sorna se escapó de los labios de Jonhson, quizás con toda intención de que él lo notara.

    —Para nada. No hay nadie en este edificio que desee estar más de lo necesario cerca de esa niña. Para ser honesto, no sé por qué sigue aquí. Lo de la otra noche volvió bastante obvio que éste no es el sitio adecuado para ella. El único que sigue renuente a la idea de que se vaya, es el Dr. Scott, que no ha estado del todo bien estos días. Ella le hizo algo, aunque él lo niegue. He intentando convencerlo de que se analice, pero…

    Guardó silencio abruptamente, quizás al darse cuenta de que estaba hablando de más. Cody no lo lamentó, pues en realidad no deseaba escuchar más sobre ese tema.

    Avanzaron un rato más por el pasillo, hasta que llegaron a las dos puertas que llevaban a las salas de observación. Johnson paró en seco, quedándose a algunos metros de la puerta.

    —Es ahí —le indicó, señalando a la puerta.

    Cody dio tres pasos hacia ella, antes de darse cuenta de que Johnson se había quedado de pie en aquel sitio, y miraba a la puerta con nervios. Aparentemente no quería acercarse más.

    —Estaré bien desde aquí, gracias —le indicó despacio, y el doctor pareció sentirse aliviado al escucharlo.

    —Claro. Buena suerte.

    Se giró entonces sobre sus pies, y se alejó apresurado por el pasillo; bastante apresurado, de hecho. En efecto todos ahí parecían tenerle miedo a Samara Morgan, un miedo bastante intenso. De hecho, haciendo un poco de memoria, Cody pensó que su propia reacción la otra noche, tras ver lo que había ocurrido en su habitación, no había sido mucho mejor. Debía ser horrible la sensación de que todos a tu alrededor te tengan miedo. A pesar de todo, Cody siempre había sabido guardar su secreto de la mayoría de las personas, y por eso no había vivido aquello tan activamente. Aunque, con una sola persona importante que te viera de esa forma, ya era demasiado… como Lisa.

    Además, había algo peor que el hecho de que la gente tuviera miedo, y eso era algo que estaba seguro de que tanto Samara como él sentían por igual.

    Ingresó sin mucha más espera por la pesada puerta. Era la misma habitación en la que Matilda se había reunido con Samara en dos ocasiones, la segunda en compañía de Cole; incluso aún seguían algunos rastros visibles de lo que había ocurrido ahí mismo hace unos días, aunque Cody en ese momento desconocía al respecto. A diferencia de esas dos veces anteriores, Samara no se encontraba sentada en su silla esperando; en realidad se encontraba de pie frente al espejo doble, mirando fijamente su propio reflejo en él, o quizás incluso mirando más allá de él. Cuando Cody entró, lo primero que notó fue su larga cabellera negra y lacia, que casi cubría por completo su figura al mirarla de espalda. La joven, al sentir su presencia, se giró lentamente hacia su dirección; uno de sus ojos oscuros se asomó entre la cascada negra de su cabello, y se clavó directo en él. Por un segundo, Cody sintió algo extraño recorriéndole el cuerpo en cuanto ella lo vio; un dolor, como si le acabaran de golpear en el pecho.

    No era precisamente la primera vez que la veía, pues eso había sido hace unas noches, cuando Matilda, Cole y él fueron hasta su habitación para ayudarla. Aunque en aquel momento no cruzaron palabras, ni estaba seguro si ella lo había notado siquiera. Pero como fuera, el estar de pie en esa habitación, prácticamente encerrados, le producía una cierta ansiedad que no entendía del todo. ¿Era su Resplandor reaccionando de mala forma? O quizás simplemente la niña tenía una cierta presencia densa y pesada, que se impregnaba a su alrededor sin notarlo.

    La niña inclinó sutilmente su cabeza hacia un lado, como si lo analizara. Cody se forzó a reaccionar rápidamente, intentando sonreír calmado, y esperando que si lo fingía el suficiente tiempo, esto se volviera real; un poco parecido a cuando daba clases.

    —Hola, Samara —le saludó con tono amistoso, avanzando un poco hacia ella—. ¿Cómo estás? —Samara sólo lo miró, sin responderle nada—. Me llamó Cody; nos conocimos la otra noche, ¿me recuerdas?

    Samara inclinó su cabeza ahora en la otra dirección, sin apartar sus ojos de él ni un segundo.

    —Creo que sí —respondió con voz apagada—. Matilda me dijo que debía hablar contigo. ¿Eres policía también?

    —No, soy profesor de Biología. ¿Estudias biología en la escuela, Samara?

    La pequeña desvió su mirada hacia otro lado, como si sintiera vergüenza. Agachó un poco su cabeza, provocando que sus largos cabellos le cubrieran casi por completo el rostro, y comenzó a avanzar hacia la silla en el centro del cuarto.

    —No he ido a la escuela desde los ocho años —le respondió secamente—. Estudio en casa.

    Cody no tenía conocimiento de ello; de seguro Matilda lo sabía, pero no se lo había mencionado. Si tuviera que adivinar, diría que de seguro fue en aquella época cuando sus habilidades comenzaron a salirse de control.

    —Entiendo —asintió el profesor. Samara entonces se sentó en la silla, acomodándose su bata blanca en el proceso—. ¿Matilda te dijo porque quería hablar contigo?

    —No con exactitud… Dijo que me ayudaría, pero no sé cómo. —Lo miró de nuevo, con reserva—. ¿Tú también lo tienes? ¿El Resplandor?

    —Sí, así es. —Se acercó entonces a una silla colocada delante de ella y se sentó, con su maletín sobre las piernas—. Pero el mío no es como el de Matilda o como el de Cole. Tampoco es exactamente como el tuyo. —Guardó silencio unos momentos, e inclinó sutilmente un poco su cuerpo al frente—. Pero si me permites contarte un secreto, tú y yo tenemos algunas cosas en común. Por ejemplo, yo sé lo que se siente… tenerte miedo a ti mismo.

    Esa afirmación logró llamar por completo la intención de la niña, quien de inmediato lo volteó a ver, expectante. Cody entonces, esperanzado de que realmente estuvieran solos como Matilda y el propio Johnson le habían dicho, le hizo una demostración. Se enfocó en su entorno, en esa habitación blanca que bien podía funcionar como un perfecto lienzo en blanco. Las paredes abruptamente comenzaron a pintarse de verde de lado a lado, hasta que toda la habitación tomó abruptamente otro color.

    Samara miró esto con sorpresa, una reacción bastante notable sobresaliendo de su rostro frío y sereno.

    Del suelo comenzaron a surgir enredaderas que subían por las paredes, y luego de éstas aparecieron pequeñas flores rosadas que adornaron todo el lugar. Y las mariposas, no podían faltar las mariposas. De diferentes colores y tamaños, comenzaron a revolotear sobre sus cabezas; Samara les miraba desde abajo, maravillada.

    Cody se puso de pie, comenzando a caminar entre las mariposas y las flores, mientras Samara lo seguía con la mirada.

    —Mi Resplandor también es difícil de controlar —le comentó con la misma claridad con la que impartía una clase—. Y por ello sé lo que es temer que tus poderes lastimen a otros; especialmente a aquellos que quieres. —Alzó en ese momento su mano, y una de las mariposas, la más grande, se posó sobre ella—. Esto es algo que no cualquiera puede comprender, ¿cierto? Sólo aquellos que han pasado por lo que hemos pasado nosotros…

    Agitó de pronto su mano, y la mariposa sobre ésta se esfumó en el aire. Todo a su alrededor también lo hizo, esfumándose como neblina, dejando en su lugar de nuevo el mismo cuarto blanco. Samara miró este cambio también con sorpresa, aunque igualmente con algo de decepción. Cody se giró de nuevo hacia ella y extendió su mano al frente. Una de las flores rosadas que habían aparecido hace unos momentos, surgió de su mano como si germinara de la tierra. Se le aproximó para que ella pudiera verla de cerca.

    —Matilda y los otros describen estas habilidades como un don —indicó, mientras la niña alzaba tímidamente una de sus manos, y pasaba sus dedos por los pétalos de la flor; se sentía real, muy real—. Pero para algunos, como nosotros, se siente más como una maldición en ocasiones, ¿verdad?

    La flor se marchitó abruptamente ante los ojos de Samara. Sus pétalos rosas se volvieron cafés, y se arrugaron como pasas. Cayeron uno a uno sobre la palma de Cody, y luego se hicieron polvo, para después desaparecer por completo. Samara miró éste último cambio sin mutarse demasiado, más allá de apartar con cautela su mano.

    —Sí… sí lo es —le respondió en voz baja.

    Y ese era el tipo de cosas que Cody podía comprender, más que la mayoría de los miembros de la Fundación. Personas que le temían a sus poderes y a lo que podían hacer, por no comprenderlos o controlarlos, había bastantes. Pero entre ese grupo, existía uno muy especial: aquellos que le temían a su poder con justa razón… porque realmente representaba un peligro para las personas. Porqué era inestable, porque era demasiado poderoso, o porque sencillamente su propia naturaleza ya era peligrosa.

    Cody se sentó de nuevo en su silla, se acomodó sus anteojos y miró con seguridad a la pequeña delante de él.

    —Pero lo que vengo a decirte es que no tiene porqué ser así. Que hay formas de poder enfocar lo que puedes hacer de buena manera, y de que no le tengas tanto miedo. Por qué el tuyo, Samara, es realmente un don muy especial. —Le sonrió gentilmente—. Puedes llegar a hacer grandes cosas con él, como ayudar a las personas, y aliviarlos de sus problemas y males. ¿Eso te gustaría?

    Samara desvió su rostro hacia un lado, como si dudara de cómo responder a esa pregunta.

    —Tal vez… ¿Acaso tú puedes ayudarme con eso?

    —Lo puedo intentar. ¿Me lo permitirías? —Samara asintió lentamente, sin mirarlo—. Bueno, primero quiero intentar algunos ejercicios, si te parece bien. —Comenzó entonces sacar algunas cosas de su maletín, incluyendo algunos lienzos, libretas y cuadernos—. Algunos quizás se parezcan a algo que hayas hecho con Matilda antes, pero son para que yo pueda ver todo lo que puedes hacer, ¿de acuerdo?

    —De acuerdo —repitió ella, no precisamente muy animada, pero a Cody eso no le importó.

    —Muy bien. Empecemos…

    — — — —​

    Lisa sólo iba al laboratorio en sábado cuando tenía que adelantar trabajo, o cuando le tocaba guardia una vez al mes. Pero ese día no era ni lo uno ni lo otro; ese era el día de su importante reunión. A media mañana le informaron que el cliente con el que la tendría había llegado, por lo que rápidamente caminó nerviosa hacia la oficina en la que éste lo esperaba. Era una oficina que no se usaba en esos momentos, pero la persona que vería había pedido un sitio así para más privacidad. El largo pasillo se encontraba vacío mientras avanzaba, y la puerta de madera de la oficina se encontraba semiabierta. Se quedó afuera unos momentos, intentando tomar valor, y entonces se animó a tocar discretamente y asomarse al interior. La oficina se encontraba alumbrada únicamente por la luz natural que entraba por la ventana abierta de la derecha. Era un cuarto cuadrado, con sólo un escritorio y algunos archiveros. Sentado en el escritorio, se encontraba un hombre.

    —Adelante, señorita… —murmuró el hombre del escritorio, mientras tenía sus ojos puestos en un expediente abierto sobre la mesa—. Mathews, ¿cierto?

    —Sí, señor —le respondió con timidez, ingresando al cuarto y acercándose al escritorio con cautela.

    —Por favor, llámame Russel —le comentó con cierto humor el hombre sentado, sonriéndole ampliamente y mostrándole casi por completo su dentadura blanca y recta.

    Era un hombre de piel oscura y cabeza totalmente rapada, rostro rasurado y unos lentes redondos de armazón delgado. Era de hombros anchos, y de complexión un poco fornida. Usaba un traje y corbata negra, y sobre éste una bata blanca con un gafete de Visitante colgaba de ésta. En su mano izquierda sostenía un pequeño yogurt comercial abierto, y con la otra sostenía una cuchara transparente de plástico, con la que hurgaba entre el yogurt. A lisa le pareció curioso, pues parecía una presentación para niños; de esos que eran muy coloridos y dulces.

    —¿Te molesta si como mientras conversamos? —Le cuestionó con cierta naturalidad, mientras Lisa se sentaba—. Sé que estos yogurts son pura grasa y azúcar, pero vaya que me gustan. Ahora están de moda todos esos yogurts griegos, y bajos en grasa, y bla, bla. Tú eres bioquímica, ¿qué dices? ¿Son malos para mí?

    —No es mi especialidad… —Le respondió insegura.

    —Claro, claro, disculpa. —Rio con cierto humor en su voz, y acto seguido tomó algo del yogurt con la cuchara y lo metió en su boca. No parecía definitivamente el tipo de persona que Lisa esperaba ver—. Supongo que ya te informaron para qué es esta entrevista, ¿verdad?

    —Algo así. Es para el proyecto secreto… que estamos haciendo para una rama del gobierno.

    La voz de Lisa se escuchaba apagada, algo retraída como si temiera decir algo indebido que la pudiera meter en problemas. Era una entrevista importante después de todo, pero su temor iba un poco más allá de eso…

    El hombre que se había presentado como Russel, rio un poco al oír su comentario. Se recargó por completo contra el respaldo de la silla, que se hizo casi por completo hacia atrás, mientras siguió probando un poco de su yogurt.

    —Proyecto Secreto, haces que suene más interesante de lo que es —ironizó Russel—. Proyecto Secreto, qué miedo. Pero sí, es una forma sencilla de decirlo. El caso es que, debido a algunos cambios internos que realizaremos en este “Proyecto Secreto”, ocuparemos a otro recurso asignado de tu perfil, en carácter de urgente —puso especial énfasis en esa última palabra—. Y debido al buen trabajo que ha hecho tu compañía con nosotros, nos gustaría que ese recurso fuera de aquí mismo, y tus supervisores te han recomendado. Dicen que eres trabajadora, inteligente, y sobre todo muy discreta. —La miró fijamente con cierta intensidad al decir eso último, poniéndola un poco nerviosa—. Me dijeron también que has trabajado antes en algunos proyectos delicados, y que no tienes miedo de hacer lo que te piden… sin cuestionar de más.

    Había algo extraño en la manera en la que había dicho eso, algo que no supo identificar pero que casi parecía ser similar a amenaza. Fuera lo que fuera, puso a Lisa algo incómoda.

    —Supongo que es una descripción adecuada, señor… —El hombre la señaló acusador abruptamente—. Russel —se corrigió a sí misma, haciendo que el hombre volviera a sonreír animado—. Pero si me permite cuestionar sólo un poco… he escuchado algunos rumores entre mis colegas, sobre de qué se trata este proyecto.

    —¿Enserio? —Murmuró Russel con un interés tan marcado que casi parecía fingido—. ¿Y qué has escuchado con exactitud?

    Lisa suspiró despacio. Quizás se la estaba jugando más de la cuenta. Nunca había hecho caso a esos rumores más de la cuenta, o los había creído siquiera. Y aunque fueran ciertos, poco le hubiera importado; pues, como bien el señor Russel había señalado, ella acostumbraba obedecer órdenes sin cuestionar demasiado. Su padre había sido militar, y uno muy leal a su patria; mucho de su manera de ser y de pensar, se lo había transmitido con el paso de los años. Por ello, no tenía problema con ingresar a un proyecto secreto, si era uno que pudiera darle buenas referencias y contacto para subir en su profesión, y además quizás ayudar un poco a su país. Sin embargo, tras lo que había visto el día anterior, necesitaba exteriorizar esa duda antes de poder proseguir…

    —Algunos dicen que el proyecto… secreto… es para el Departamento de Inteligencia Científica. —La ceja derecha de Russel se arqueó con intriga al oír eso—. Pero se supone dicha agencia ya no existe desde los ochentas, ¿no? —Russel no dijo nada; sólo se le quedó viendo, con un semblante que se sentía algo más serio y duro que el que había tenido desde el inicio de su conversación. Aun así, Lisa prosiguió—. No sé si eso haya tenido que ver con su desaparición, pero leí que en aquel entones surgieron varios artículos que afirmaban su participación en algunos experimentos poco éticos en humanos para hacer… personas con poderes. Poderes psíquicos, para ser exactos.

    Russel siguió callado por un rato más. Sin quitarle los ojos de encima, y aún en silencio, metió la pequeña cucharita en el yogurt, y tomó un pequeño bocado de éste. Abruptamente, soltó un quejido de satisfacción.

    —No sé si sea bueno o malo, pero sabe bien —murmuró de pronto, señalando el recipiente del yogurt con la cucharita—. ¿Gustas un poco?

    —No, gracias… —le respondió Lisa, un tanto extrañada por tan repentino ofrecimiento.

    —Tú te lo pierdes —señaló burlón, antes de tomar otra porción más—. Vaya, el poder de los chismes de oficina; no hay poder psíquico más grande que eso, ¿no crees? —Soltó entonces una pequeña carcajada despreocupada—. Poderes psíquicos, vaya imaginación… ¿crees que algo así pudiera existir?

    Al hacer esa pregunta, se le quedó viendo de nuevo, como si realmente deseara escuchar la respuesta que le daría.

    —Yo… no lo sé —respondió intentando sonar tranquila; incluso sonrió y se encogió de hombros—. Supongo que es posible, pero poco probable.

    —Una respuesta muy científica de tu parte —asintió Russel, y entonces se viró hacia su yogurt, comenzando a raspar las paredes con la cuchara para retirar cualquier rastro que quedara—. ¿Tú has conocido acaso a alguien que pueda hacer algo parecido a eso?

    Lisa se estremeció al escuchar esa pregunta tan repentina. Russel seguía concentrado en su yogurt, pero estaba segura de que no se lo había preguntado sólo por curiosidad; ¿acaso… sabía algo? No, era imposible, ella había sido notificada de esa entrevista mucho antes de que pasara lo que pasó. Pero, ¿quizás ellos sabían de antemano de Cody? ¿Sabían de él y de su relación y por eso le cuestionaba? ¿O fue sencillamente por su culpa?, ¿por haber tocado ese tema y abierto la puerta a la posibilidad?

    Se forzó a mantener la compostura, a calmarse y responderle lo más pronto que le fue posible.

    —No… claro que no —respondió apresurada, con un tono burlón—. Ese tipo de cosas sería difícil mantenerlos en secreto, ¿no cree?

    —Claro, es verdad —respondió Russel con un tono un tanto ausente. Lamió entonces de su cuchara lo último que quedaba, y luego la tiró con todo y el recipiente al cesto de basura a un lado del escritorio—. Me agradas, Mathews. Creo que eres la indicada para el puesto que necesitamos ocupar.

    Lisa lo miró, incrédula.

    —Pero si aún no hemos hablado de nada importante…

    —Llámalo un presentimiento —le respondió abruptamente, casi violento. Se inclinó entonces sobre el escritorio en su dirección. La miró fijamente a través de sus anteojos, y le volvió a sonreír, con toda esa dentadura blanca y perfecta—. Yo siempre tengo… buenos presentimientos.

    De nuevo esa sensación de amenaza latente en sus palabras. ¿Se suponía que eso debía significarle algo? ¿Debía intimidarla o animarla? Lisa no lo sabía… realmente no entendía casi nada a su alrededor desde el día anterior.

    Russel se inclinó hacia atrás, recargado por completo contra el respaldo de nuevo. Tomó el expediente abierto, el expediente de Lisa precisamente, y lo colocó delante de él para revisarlo mientras hablaba.

    —Pero, hablemos de cosas importantes, si te parece mejor así —le indicó con un tono un poco burlón. Lisa suspiró aliviada. Russel entonces la miró de reojo por encima del armazón de sus anteojos, y de nuevo la tensó un poco—. Pero no estés nerviosa; no tienes nada que esconder, ¿cierto?

    Lisa vaciló, rozando por poco el punto de lo sospechoso. Pero al final le sonrió despreocupada, y se sentó derecha y segura en su silla.

    —No… claro que no…

    FIN DEL CAPÍTULO 34

    Notas del Autor:

    —El personaje de Russel que aparece al final del capítulo, es un personaje original de mi creación, pero se encuentra basado en el contexto de una de las obras involucradas en esta historia. Más adelante se explicará más sobre este personaje.
     
  15.  
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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 35.
    Él aún la busca

    Un día, quedándoles aún dos horas antes de que la madre de Carrie llegara a su casa del trabajo, Matilda y ella se subieron al carro de la psiquiatra y emprendieron un pequeño viaje a las afueras de Chamberlain, en concreto a un viejo depósito de chatarra abandonado en la carretera, a cinco minutos de la última casa. Durante todo el trayecto, Carrie miró asustada por la ventana del pasajero ante la idea de dirigirse a otro sitio que no fuera su casa, aunque quizás también acompañada de cierta emoción casi infantil.

    Estacionaron el vehículo justo afuera de a la propiedad y simplemente entraron caminando. No había un portón, ni perros, ni tampoco algún vigilante; de hecho, no había ninguna persona cercana en un par de kilómetros. Era el sitio adecuado para lo que Matilda planeaba; Lucy, la rastreadora de la Fundación, le había hecho el favor de encontrarlo.

    El sitio estaba lleno de carrocerías de vehículos viejos en su mayoría, apilados hacia arriba como si fueran los ladrillos de algún muro. Mientras avanzaban por aquel sitio, Carrie miraba a su alrededor un tanto confundida y curiosa.

    —¿Qué hacemos aquí? —cuestionó tras unos segundos. Matilda sonrió divertida ante la idea de que apenas se le hubiera ocurrido preguntárselo.

    —Sólo quiero que practiquemos un poco tus habilidades —le respondió con un pequeño tono de complicidad—. Aquí no hay nadie que nos moleste, así que podremos explayarnos con más libertad. Eso te gustaría, ¿no?

    Carrie la miró un tanto perpleja, pero ciertamente muy interesada.

    —¿Practicar cómo?

    —Por ejemplo, ¿qué es lo más pesado que has levantado con tu telequinesis?

    La chica meditó unos momentos antes de responder.

    —El escritorio de su oficina, creo… o quizás un sillón.

    Siguieron avanzando por un rato más, hasta que Matilda se detuvo en seco, al ver justo ante ellas el objetivo ideal. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios.

    —¿Te gustaría intentar con algo más grande? —Le preguntó con un tono casi pícaro, y señaló al frente con su mirada.

    Carrie miró en esa dirección, y detectó de inmediato a lo que se refería. Frente a ellas, se encontraba un viejo camión escolar del que aún se distinguía vagamente el amarillo de su pintura original entre todo el óxido de su carrocería. Pero fuera de eso, el camión realmente se veía entero. Tenía sus cuatro llantas, sus puertas, aparentemente casi todos los asiento, y sólo dos de sus ventanas estaban rotas.

    —¿Un camión? —exclamó Carrie, sorprendida—. Es demasiado grande, ¿no?

    —Cuando tus habilidades afloran en su máximo, el peso físico de los objetos se vuelve irrelevante —señaló Matilda con voz solemne.

    La castaña colocó entonces su bolso en el suelo, y dio un par de pasos al frente. Enfocó su mirada fijamente en aquel gran vehículo, y tensó un poco sus manos a los lados de su cuerpo. Respiró lentamente, inhalando por la nariz y exhalando por la boca. En su mente se dibujó aquella imagen que Eleven le había enseñado a proyectar hace muchos años: la estufa de su cocina, con una de sus hornillas a llama baja, y su mano abriendo lentamente la perilla para que la flama aumentara sólo lo suficiente. Cuando estuvo lista, se enfocó por completo en su objetivo y el camión comenzó a alzarse lentamente del suelo y con suma facilidad, como si fuera una simple pluma empujada por el viento. Carrie miró esto estupefacta.

    —Con la concentración adecuada, no hay límite ante lo que puedes hacer —murmuró Matilda mientras seguía alzando el camión hasta ponerlo varios metros sobre ellas. Lo dejó ahí unos segundos, y luego lo volvió a bajar con el mismo cuidado, colocándolo en el mismo sitio en el que se encontraba originalmente. Suspiró intentando aliviar el esfuerzo y dejó que su cuerpo se soltara un poco—. ¿Quieres intentarlo?

    —¿Cree que puedo? —cuestionó la jovencita, algo insegura.

    —Habrá que probar.

    Matilda retrocedió y le cedió el escenario a su acompañante. Carrie se retiró su mochila y la dejó también en el suelo. Avanzó unos pasos, mirando con algo de temor el camión delante de ella. Le daba un poco de miedo, sí… pero también le emocionaba la idea de averiguar hasta dónde podía llegar; eso era bastante evidente con tan sólo ver sus ojos.

    —Míralo, enfócate en él —le susurraba Matilda a sus espaldas—. Respira lentamente. —Carrie comenzó a hacer justo lo que le decía, sin quitar su mirada del camión—. Inhala, exhala… despacio… Siente el aire fluir por tu cuerpo… Ahora, enfócate, intenta alzarlo…

    Carrie instintivamente extendió sus dos manos al frente, señalando con ellas al camión. Los primeros segundos no ocurrió nada, pero poco después el vehículo tembló levemente, provocando un sonido de metal chocando contra metal, y luego comenzó a elevarse despacio. Las llantas se separaron de la tierra, y toda la estructura comenzó a flotar como si de un globo se tratase.

    La joven rubia sonrió ampliamente, iluminando su rostro con un ferviente gozo al ver lo que estaba haciendo.

    —Muy bien, lo estás haciendo bien —comentó Matilda con orgullo.

    —No puedo creerlo… —fue lo único que Carrie pudo responder, pues se encontraba maravillada ante lo que estaba logrando.

    El camión se quedó levitando en el aire sobre ellas, y ahí permaneció unos momentos. Carrie había alzado sus manos hacia él, al mismo tiempo que éste subía. Lo había hecho bien para su primer intento; mejor que Luke Skywalker, pensó Matilda por un segundo, sintiéndose un poco abochornada por haber hecho esa referencia en su cabeza, aunque de cierta forma quizás era inevitable.

    Un fuerte crujido la sacó abruptamente de sus pensamientos. Matilda miró extrañada el camión. Al inicio no lo vio, pero cuando más de esos crujidos siguieron apareciendo, se dio cuenta de qué los originaba. Era la carrocería del camión, doblándose hacia adentro pues toda la estructura del vehículo parecía comenzar a contraerse en sí misma, como si fuera goma y alguien comenzara a aplastarla poco a poco entre sus dedos.

    Matilda bajó rápidamente su mirada a Carrie. Sus dedos estaban tensos y le temblaban ligeramente. Miraba fijamente al camión, pero la expresión de su rostro había cambiado por completo. Ya no se veía ni maravillada ni sorprendida; en su lugar se veía casi… excitada y emocionada, pero no de una forma que le transmitiera tranquilidad.

    —¿Carrie? —murmuró despacio, pero la chica no le respondió. Las ventanas del camión comenzaron a romperse por la presión y pedazo de cristal cayeron como nieve hacia ellas, por lo que Matilda tuvo que retroceder un poco; Carrie, ni siquiera se movió—. Carrie, ya bájalo…

    —No, aún no —le respondió con voz ausente, y abruptamente el camión comenzó a contraerse más, a doblarse y rasgarse.

    El sentimiento que acompañaba a ese acto no era de curiosidad o de exploración, sino de absoluta violencia… Era como si Carrie estuviera disfrutando el destruirlo, el apretarlo como si lo hiciera entre sus propios dedos y ver como el metal se retorcía. Matilda se sintió abruptamente algo asustada. No era capaz de saber qué le cruzaba por la mente mientras realizaba aquello, pero se le venían algunas ideas…

    Mi madre dice que Dios castiga a todos los injustos y malvados, y protege a sus fieles. Yo he intentado ser fiel a él desde siempre, pero nunca me he sentido protegida por él, ni por nadie. Y nunca he sentido tampoco que castigue a los que me hacen daño. Y por más que le he rezado a Dios para que ejerza justicia para mí, que haga caer toda su furia sobre ellos, nada pasa… Me han tratado tan mal toda mi vida. ¿No sería justo por una vez regresárselos?

    —Carrie —exclamó con fuerza, tomándola de los hombros y sacudiéndola un poco, pero ella no le respondía; parecía totalmente ida en la destrucción que estaba provocando sobre sus cabezas—. ¡Carrie!, ¡ya!

    Matilda misma alzó si mirada hacia el camión, y usando su propia telequinesis lo jaló con fuerza al suelo abruptamente. La gran estructura de acero cayó como roca delante de ellas, creando un fuerte estruendo y levantando una ligera capa de polvo.

    Carrie se sobresaltó, sorprendida por tan repentino cambio, y ambas retrocedieron como reflejo. Una vez que la impresión pasó, la joven rubia se giró hacia Matilda, notablemente furiosa.

    —¡¿Por qué hizo eso?! —Le gritó colérica, como nunca la había visto antes—. Lo estaba logrando… lo estaba sintiendo… ¡Nunca se había sentido tan bien!

    Hasta ese momento, Matilda nunca la había visto así. Su personalidad tímida e introvertida parecía haberse apagado por unos momentos, y ahora parecía totalmente fuera de sí, embriagada por un sinnúmero de sensaciones que le invadían todo el cuerpo como adrenalina.

    —No debes usar tus habilidades de esa forma —le contestó Matilda, casi como una reprimenda.

    —¡¿Y por qué no?! —Le volvió a gritar de la misma forma que antes—. ¡¿Por qué no debo hacer todo lo que me dé la gana con mis poderes?!

    Al exclamar eso último, Matilda pudo sentir como varios de los vehículos apilados a su alrededor se agitaban, como si un muy fuerte viento los hubiera golpeado, pero Matilda sabía que no había sido tal cosa. La miró fijamente en silencio. Ese rostro iracundo, ese resentimiento y esa cólera… eso era lo que Carrie ocultaba debajo de su aire sumiso y callado: una ira latente a punto de explotar…

    Matilda había visto algo de ello desde aquella tarde en el café, pero no había podido percibir lo realmente intensa que era… pero debió de haberlo visto antes.

    —Fue un error venir aquí —fue su respuesta contundente, y de inmediato tomó su bolso y sin decir nada comenzó a caminar al a salida. Carrie se sobresaltó confundida, viendo cómo se alejaba.

    —¿Qué? —Exclamó la jovencita—. ¿A dónde va? Lo siento, espere…

    Carrie recogió su bolso y se apresuró a alcanzarla.

    * * * *​

    Luego de terminar su desayuno en Denny’s, y de que vinieran a recoger a Cody, Matilda y Cole se dirigieron al vehículo rentado para ponerse ellos mismos en camino a Silverdale. Les esperaba alrededor de dos horas de carretera, así que era mejor que se pusieran en marcha lo antes posible. Matilda, sin embargo, se veía un tanto intranquila, y no precisamente por el viaje que tenían que hacer. Cuando estaban a medio camino hacia su vehículo, miró sobre su hombro, esperando aún ver el de Cody alejándose, pero ya no había rastro de éste.

    —Nunca lo había visto así —murmuró de pronto, casi sin proponérselo.

    —¿Así cómo? —Le preguntó Cole, curioso.

    —No lo sé, tan… molesto. Todo el tiempo que lo he trato siempre lo había visto bastante calmado.

    —Bueno, hasta los más tranquilos podemos tener malos días. O varios… —ambos llegaron al vehículo, y cada uno se paró en una de las puertas; Matilda en la del conductor, y Cole en la del pasajero. Antes de entrar, Cole, la miró intrigado sobre el techo del carro—. ¿No sabía que tenía novia?

    Matilda desvió la mirada, un poco apenada.

    —Hacía tiempo que no hablábamos. Además, no somos precisamente ese tipo de amigos…

    —¿Qué tipo de amigos son entonces?

    Matilda apretó un poco los labios con molestia, aunque no tanto por la pregunta sino por su posible respuesta. La incómoda verdad era que su relación con Cody, y con prácticamente todos en la Fundación, era básicamente profesional. La ayudaban en sus labores, los ayudaba en las suyas, y poco más que eso. No conocía mucho de la vida privada de ninguno, incluido Cody. La única excepción podría ser Eleven, ya que conocía en persona a su familia, su esposo y sus hijos, aunque en realidad tampoco es que supiera mucho de ellos.

    Quizás la palabra “amigos” no aplicaba del todo en esa situación. ¿En qué momento sus estudios y su trabajo se volvieron tan absorbentes como para llegar a esa situación? De niña tenía varios amigos con los que jugaba y se divertía… ¿qué pasó con todos ellos? ¿Los había hecho poco a poco a un lado con tal de poder concentrarse en otras cosas? ¿O cada uno había terminado diciéndole algo que no le agradó como Eleven, y se había enojado con todos?

    Pensar en todo ello le afectaba, pero no podía ni debía dejarse llevar por eso ahora. Tenía que enfocarse en lo que tendría que hacer justo en ese momento.

    —Eso no importa —respondió con seriedad, abriendo la puerta del auto—. Vamos, se nos hará tarde.

    —Yo la sigo, jefa.

    Ambos subieron al vehículo y se sentaron. Matilda colocó las llaves en el encendido, pero no la giró. En su lugar, se volteó a ver a Cole directamente con algo de severidad.

    —Debemos poner claras las reglas —declaró con firmeza—. El doctor con el que hablé me dijo que Evelyn está lucida, se expresa claramente y puede responder preguntas. Pero suele divagar, y muchas veces disocia sobre dónde o cuándo se encuentra. Tendremos que avanzar con mucho cuidado en nuestra conversación, así que déjeme dirigir a mí. ¿De acuerdo?

    —Lo que usted diga, je… —Matilda lo miró aún más duramente, previendo que iba a llamarla una vez más “jefa”—. Es decir, lo que usted diga, Dra. Honey.

    Matilda suspiró pesadamente, y encendió justo después el vehículo. El motor resonó con fuerza al arrancar.

    —Espero que realmente obtengamos algo de esto.

    —Parece bastante renuente a querer hablar con esta mujer —señaló Cole como una observación—. ¿Tiene miedo de lo que pudiera decir?

    Matilda sólo lo miró de reojo en silencio, y comenzó a conducir fuera del estacionamiento, y poco después hacia la carretera.

    — — — —​

    Ese parecía ser un buen día para Evelyn, la misteriosa paciente del Hospital Psiquiátrico de Silverdale. La chica casi siempre se la pasaba en su cuarto, un tanto aislada y concentrada en sus proyectos personales. Esa mañana, sin embargo, pidió salir unos momentos al jardín, sentarse en una banca y mirar los árboles y el cielo. No hizo mucho más que eso; no habló con nadie, ni caminó por ahí. Sólo se quedó ahí sentada, sola y en silencio, con una inusual sonrisa alegre en su rostro.

    Cerca del mediodía, pidió volver a su cuarto, y ahí estuvo las siguientes horas entretenida en su proyecto. Dicho proyecto, básicamente se trataba de recortar artículos y fotos de periódicos, actuales y viejos, y pegarlos en alguno de los tantos álbumes que coleccionaba. Su cuarto estaba repleto de periódicos apilados en las esquinas, muchos de diferentes ciudades de Washington, pero algunos incluso de otros estados. Cada vez que algún enfermero ponía sus manos en algún periódico inusual, antes de tirarlo pensaban en Evelyn, y se lo llevaban para ver si le interesaba; rara vez decía que no. Pasaba los días revisando periódico por periódico, artículo por artículo, eligiendo los que más le interesaban, recortándolo y pegándolo en su álbum. Los pegaba además en un orden inusual; no parecía ser cronológico o por tema. Parecía ser algo que sólo tenía sentido para ella.

    Muchos de los pacientes en esa institución tenían sus manías y obsesiones. Lo de Evelyn, cabía más en el terreno de un pasatiempo, uno muy importante para ella pero sin caer en alguna de las otras dos categorías. Parecía relajarla y la mantenía tranquila, y sus doctores no creían que le pudiera hacer algún mal, así que se lo permitían.

    No se sabía mucho de ella, salvo algunos datos menores. Llevaba internada doce años en ese hospital, había dado a luz a una niña a la que intentó ahogar, y antes de eso prácticamente nada. No había hablado mucho de quién era o de dónde venía en todo el tiempo que llevaba ahí, salvo algunas pequeñas pistas que los doctores no habían sabido interpretar del todo. Todo esto, no era en realidad tan inusual; había a lo menos otros dos casos en ese sitio del que se desconocía gran parte de su identidad, pero el estado se ocupaba de su cuidado.

    Lo más inusual o lo que más llamaba la atención de Evelyn, dejando de lado su curioso pasatiempo, era algunos comentarios que soltaba a veces, sobre acontecimientos ocurrido hace mucho tiempo ahí mismo en el hospital o en el albergue para mujeres del que venía, o que no ocurrieron como ella lo recordaba, o a veces mencionaba cosas que estaban por ocurrir y de los que sólo acertaba la mitad de las veces. Era como si su mente estuviera divagando entre varias ideas al mismo tiempo. Pero no era una paciente agresiva, sino todo lo contrario. Siempre estaba calmada y cooperativa, y por ello era de las favoritas del personal. Tanto así que era una de las pocas que tenían ciertas comodidades especiales. Además de todos los periódicos y los álbumes, era de las pocas que tenía permitido tener tijeras en su cuarto para sus recortes, además de una pequeña televisión ya algo vieja.

    Poco antes de las dos de la tarde, mientras estaba sentada en su pequeño escritorio recortando y tarareando, la puerta del cuarto se abrió y un enfermero grande y de cabeza rapada entró cargando una bandeja con comida.

    —Buenas tardes, Evelyn —le saludó el enfermero—. Te traje tu almuerzo.

    El hombre entró y colocó la bandeja en una pequeña mesita que tenía a un lado de su cama.

    —Gracias, Sully —le agradeció la joven, sin quitar los ojos del artículo que estaba recortando.

    El enfermero Sully se aceró con cuidado a su escritorio, y se asomó a ver sobre el hombro de la joven para echar un vistazo a lo que hacía.

    Evelyn era una chica bonita, aunque los años que llevaba ahí internada ciertamente la habían hecho decaer un poco. Era delgada, con dos grandes ojos azul claro, cabello castaño pajoso, largo y rizado, algo desalineado; muchas veces dejaba que le cayera sobre el rostro, y esto parecía no importarle. Como su demás información personal, se desconocía su edad, pero posiblemente no fuera de más de treinta años, pues cuando llegó a aquel refugio hace doce años, era apenas una jovencita que no aparentaba tener más de dieciséis o diecisiete.

    —Se ve que estás muy activa hoy —señaló Sully—. Es bueno que tengas un pasatiempo.

    Evelyn no le respondió nada. Terminó de cortar su artículo y rápidamente pasó a colocarlo en su álbum, dejando tres páginas vacías antes de encontrar el sitio correcto; todo esto mientras seguía susurrando despacio esa canción tan extraña, pero que al parecer a ella le gustaba tanto. Sully se dispuso a retirarse y seguir con sus labores. Se encaminó a la puerta, cuando Evelyn le volvió a hablar.

    —Hoy recibiré visitas —comentó de manera repentina. El enfermero se detuvo y la volteó a ver un poco extrañado.

    —¿Enserio? ¿Cómo lo sabes?

    Evelyn se tomó unos segundo para terminar de acomodar de manera perfecta el recorte en el álbum, antes de responder.

    —Sólo lo presiento —murmuró despacio—. ¿Puedes pasarlos para acá en cuanto lleguen?

    Sully bufó un poco con ironía, aunque intentó ser discreto.

    —Seguro, yo lo haré —le respondió intentando no sonar muy sarcástico.

    —Gracias…

    Sully se retiró, cerrando la puerta detrás de él. No quería ser condescendiente con ella; no era esa clase de persona. Pero la verdad es que era poco probable que recibiera alguna visita, ni ese día ni nunca. Nadie sabía quién era, y por lo tanto nadie sabía si tenía familia o amigos fuera de ese sitio. Pero era agradable verla tener ese tipo de esperanzas; esperaba que no se decepcionara demasiado si las cosas no terminaban ocurriendo como ella esperaba.

    Cuando Sully terminó de hacer sus rondas, se dirigió al área de recepción a saludar a María, una de las guardias de seguridad cuyo turno comenzaba a las dos.

    —Hola, Sully —le saludó la mujer desde atrás de la barra de registro de visitantes.

    —¿Qué hay, María? —Le saludó el enfermero con entusiasmo, apoyándose sobre la barra—. Adivina quién acaba de hacer otra predicción.

    María lo volteó a ver con curiosidad.

    —¿Evelyn? —Preguntó insegura, a lo que Sully asintió lentamente. María soltó una pequeña risa divertida—. ¿Ahora qué dijo?

    —Nada muy grande esta vez. Sólo dijo que hoy recibirá visitas.

    —¿Enserio? —Inquirió la guardia, arqueando su ceja izquierda con incredulidad—. Si nadie ha venido a verla en… ¿cuántos años?

    —No lo sé. Pero bueno, de todos los pacientes de aquí…

    Sully no tuvo oportunidad de terminar lo que iba a decir, pues en ese momento dos personas, un hombre y una mujer, se acercaron al área de registro, por lo que el enfermero se hizo a un lado para dejarles el espacio libre. Los dos se pararon frente a María, que los miró con atención en espera de que anunciaran qué era lo que querían. La mujer visitante fue la que dio un paso al frente para hablar primero.

    —Buenas tardes —saludó la mujer castaña y de cabello corto—. Soy la Dra. Matilda Honey, él es mi colega el Detective Cole Sear. Vinimos a ver a una paciente internada aquí de nombre Evelyn, sin apellido según tengo entendido.

    Tanto Sully como María se sobresaltaron impactados al oír eso, y no pudieron evitar mirarse entre ellos, como si se preguntaran mutuamente con sus miradas si acaso habían escuchado lo mismo; en efecto, así parecía. Los dos visitantes miraron esto con extrañeza.

    —¿Todo está bien? —cuestionó el hombre, obligándolos a reaccionar.

    —No, nada —respondió María apresurada—. ¿Dijo Evelyn…?

    —Sí —respondió la mujer castaña—, hablé hace dos días con el Doctor… —buscó en ese momento en el interior de su bolsa un pedazo de papel en el que había anotado el nombre—, Horton, y me confirmó que ella sigue aquí internada. Fue ingresada hace doce años, si sirve de algo para identificarla.

    De nuevo, ambos empleados del lugar se miraron entre sí. ¿Era eso acaso una coincidencia?

    —Sí, aquí está —respondió Sully, intentando parecer calmado—. Y de hecho, creo que los está esperando…

    Esa afirmación pareció sorprender a los visitantes, quienes ahora fueron a los que les tocó mirarse entre sí.

    — — — —​

    Luego de registrarse y dejar dos identificaciones en recepción, el enfermero encaminó a Matilda y a Cole hacia el cuarto de Evelyn. Ellos caminaban unos pasos detrás, mientras el hombre de blanco caminaba delante por el largo pasillo. Lo que habían comentado hace unos minutos dejó pensando un poco a ambos. Aprovechando que su guía no los veía, Cole se acercó un poco más a Matilda y le susurró despacio:

    —¿Cree que ella…? —murmuró, y luego con su mano hizo el ademán de querer imitar una luz que parpadeaba. Una forma un tanto burda, pero Matilda entendió lo que quería preguntarle, pues ella también lo estaba pensando: ¿podría Evelyn resplandecer?

    Si lo que el enfermero había dicho era cierto, y en efecto ella sabía que vendrían a verla sin que nadie le avisara con anticipación, era bastante probable que fuera así. Además, no podía pasar por alto las singulares habilidades que poseía su hija biológica. Ese pensamiento la hizo recordar aquella conversación que había tenido con la madre superiora del refugio para mujer.

    Si se trata de alguna enfermedad mental lo que está sufriendo la pequeña, me temo que quizás podría haberla heredado de su madre. Eso funciona así, ¿no?

    No era una enfermedad mental de lo que hablaban, pero sí podía ser heredado. Aunque era cierto que la mayoría de los casos que había visto no eran así, o en su defecto solían heredarse de abuelos a nietos. Pero sí había algunos casos en los que efectivamente un niño con el Resplandor lo había heredado de uno o dos padres que también lo poseían. ¿Sería ese uno de ellos?

    —Lo sabremos en un segundo —señaló la psiquiatra con simplicidad.

    Cuando ya se encontraban cerca del cuarto, se comenzó a percibir la voz de Evelyn tarareando la melodía que había repetido durante toda esa tarde. Matilda se detuvo unos momentos, intentando percibirla con más cuidado. Cada palabra o tonada que oía le confirmaba el pensamiento que le había surgido en un inicio: ya había escuchado esa canción antes, y recientemente.

    —¿Ocurre algo? —le preguntó Cole, al ver que se había detenido sin aviso.

    —No, nada. Es sólo esa canción… —señaló entonces hacia arriba con su dedo—. He oído a Samara tarareándola a veces.

    Cole la miró fijamente, y entonces miró hacia Sully, que ya los aguardaba frente al a puerta a la que se dirigían. Fue obvio que la persona que cantaba, estaba ahí adentro. Y si era así, entonces es persona debía ser justo Evelyn.

    —Qué extraño —comentó el oficial—. ¿No se supone que fue adoptada siendo apenas un bebé?

    En efecto así era. No tendría sentido que recodara una canción que le cantara su madre biológica, pues a lo mucho había estado con ellas unas cuantas semanas antes de que las separaran. Podría no significar nada.

    —Quizás es una canción conocida por aquí —señaló Matilda, intentando restarle importancia y rápidamente reanudó la marcha.

    Sully abrió la puerta del cuarto con su pase de acceso. Una vez que la puerta se abrió, el sonido de la canción se volvió más notorio, y eso sólo confundió incluso más a Matilda.

    —Hola de nuevo, Evelyn —saludó Sully, entrando primero—. Tenías razón, tienes visitas.

    Matilda y Cole entraron con precaución detrás del enfermero, y cada uno echó un vistazo rápido al cuarto. Todo se veía bastante normal, aunque no tenían tampoco motivo para pensar que no sería así. La mujer a la que iban a ver estaba sentada en un escritorio al fondo del cuarto, iluminada por la luz natural que entraba por una ventana justo sobre ella. Evelyn seguía recortando artículos, y su atención se encontraba fija en esa labor, a pesar de la repentina llegada de sus visitantes.

    —Gracias, Sully —fue lo único que se escapó de sus labios, apenas como un susurró.

    Matilda avanzó lentamente hacia el centro del cuarto, contemplando fijamente la espalda de Evelyn, cubierta por su abundante cabellera castaña. No sintió nada en particular al estar en ese cuarto y en presencia de aquella mujer. Su Resplandor no la alertaba de nada, ni para bien ni para mal. Era una sensación realmente extraña; era como si no hubiera en realidad nadie ahí sentado. Pero ahí estaba, la madre biológica de Samara, la personificación del secreto que le había estado guardando a su más reciente paciente desde que se enteró hace unas semanas. La mujer que le dio la vida, e intentó ahogarla a los días de nacida. Sólo hasta ese momento meditó en el hecho de que realmente no estaban tan lejos de la Isla Moesko en esos momentos; ambas estuvieron relativamente tan cerca, posiblemente sin saberlo.

    —¿Puede dejarnos solos unos minutos? —escuchó a sus espaldas que Cole le pedía al enfermero.

    —Claro. Estaré cerca por si necesitas algo, Evelyn.

    —Estaré bien, Sully —respondió Evelyn con voz apagada, sin voltear a verlo.

    Sully salió del cuarto, cerrando la puerta detrás de ellos. En cuanto escuchó el sonido del seguro de la puerta, Matilda se animó a seguir avanzando en dirección al escritorio, con la cautela propia de un cazador intentando no asustar a su presa. Cole, por su lado, se mantuvo a un metro de la puerta, aguardando en silencio. Le había dicho a Matilda que la dejaría guiar, y así lo haría. Aun así, pondría mucha atención a cada palabra que se dijera; era muy, muy importante que escuchara todo…

    Matilda se paró justo detrás de la silla de Evelyn, a una distancia adecuada para no ser invasiva.

    —Hola, Evelyn —le murmuró con voz suave y amable—. Me llamo Matilda, y él es Cole. —La chica no le respondió ni la miró—. ¿Sabías que vendríamos a verte?

    Evelyn se quedó callada varios segundos, y parecía que de nuevo no diría nada. Sin embargo, al final respondió:

    —No exactamente. Sólo a veces… tengo presentimientos.

    La psiquiatra miró discretamente sobre su hombro a su acompañante. Éste se encogió de hombros, sin saber qué más agregar. Sonaba a una posible percepción, pero quizás no tanto como para que ameritara catalogara como resplandeciente.

    Matilda se asomó sutilmente sobre el hombro de Evelyn, viendo como cortaba con mucho cuidado un periódico, en concreto la foto de un tren que acompañaba a un artículo.

    —¿Coleccionas recortes de periódicos?

    —Sólo los que considero interesantes —le respondió Evelyn, ahora mucho más rápido que antes—. Me ayudan a tener mi mente en orden, y ubicarme en dónde estoy.

    Tomó la foto del tren perfectamente recortada, y entonces retrocedió al menos cinco páginas en su álbum, para colocarlo en una página que apenas y le quedaba un pequeño espacio libre, mucho más pequeño que el tamaño de la foto.

    —Lo hacías desde antes de entrar aquí, ¿cierto? —señaló Matilda, y en ese momento buscó algo dentro de su bolso. Sacó entonces un pequeño libro y se lo extendió por su izquierda. Evelyn lentamente separó sus ojos profundos y claros de su álbum, y volteó a ver el libro con confusión… pero también con fascinación—. Esto te pertenece, ¿cierto? Estaba en tu maleta, con la que llegaste al refugio para mujeres, hace doce años. ¿Lo recuerdas?

    Evelyn contempló el pequeño diario en silencio por un rato, antes de al fin reaccionar y tomarlo entre sus dedos con suma delicadeza, casi como si temiera romperlo. Pasó sus yemas levemente por su pasta, sintiendo su textura, dibujando con ellas las líneas que formaban el dibujo impreso en ella. Mientras tanto, Matilda observaba todas sus reacciones. En general su expresión era ausente e ida, pero en el fondo se lograba percibir pequeños destellos de emoción, pero era difícil decir si era emoción buena o mala.

    —Las monjas fueron muy amables —susurró de pronto, pero no parecía que se lo estuviera diciendo a ella—, conmigo y con…

    Guardó silencio abruptamente, y sus ojos se abrieron por completo en una expresión de asombro, o incluso de miedo. Matilda se inclinó un poco hacia ella.

    —¿Con Samara? —le susurró despacio—. ¿Recuerdas a tu hija, Samara?

    De la boca de Evelyn surgió un pequeño murmullo, como un quejido. Alzó entonces su rostro alarmado hacia ella, y en cuanto sus miradas se cruzaron Evelyn saltó de su silla y retrocedió.

    —¿Quiénes son ustedes?, ¿qué es lo que quieren? —cuestionó alterada, alzando sus brazos frente a ella en posición defensiva.

    —Evelyn, tranquila —murmuró Matilda, alzando sus manos delante de ella—. Soy psiquiatra, estoy en estos momentos tratando a Samara. ¿Te acuerdas de ella?

    —¿Samara? —Evelyn comenzó a negar insistentemente con su cabeza—. No, no, no… no es posible… ella murió…

    —No, no es así. Ella está viva…

    —Estás equivocada —le interrumpió la paciente tajantemente—. Ella murió, yo lo sentí… y lo vi…

    Matilda no comprendió a qué se refería con esa afirmación. ¿Se refería a cuando intentó ahogarla en la fuente? ¿Creía que en aquel entonces la había logrado ahogar? Sería algo un poco extraño, ya que normalmente los pacientes que cometían ese tipo de actos, solían entrar en negación y bloqueaban por completo todo lo referente a ese acto, no ocurría al revés. Además, sería bastante extraño que en doce años sus doctores nunca hubieran tratado ese asunto, e intentado convencerla de que no fue así. ¿O acaso se trataba de algo más?

    —No, Evelyn, ella está con vida. Creció grande y fuerte, y ahora es una niña preciosa…

    No sabía que tan buena idea sería enfrentarla de frente con la realidad, especialmente sin la supervisión y consejo de sus doctores actuales. Pero decidió arriesgarse un poco. Buscó de nuevo en el interior de su bolso, y sacó de éste una fotografía cuadrada, tomada del expediente de Samara que le habían dado en un inicio. Era una foto de la niña, de antes de ser internada. Usaba un vestido azul, y miraba a la cámara con expresión fría, y apenas con una muy diminuta sonrisa asomándose en sus delgados labios.

    Matilda le extendió la foto a Evelyn, y ésta la vio confundida, como si fuera algo a lo que no le pudiera reconocer su forma a simple vista. Se aproximó con cuidado hacia ella, y la tomó entre sus dedos con la misma delicadeza con la que había tomado la libreta. La acercó a ella, y la miró atentamente, analizando cada rasgo apreciable de la niña.

    —¿Samara…? —susurró despacio con incredulidad. Avanzó entonces con cuidado hacia la ventana, haciendo que la luz que entraba por ella alumbrara la foto, quizás para poder verla con más claridad—. No puede ser… Si ella está viva, entonces… —Bajó la foto y miró por la ventana hacia ningún punto en especial—. ¿Qué fue lo que vi? ¿A quién vi morir en ese pozo?

    —¿Pozo? —Exclamó Cole confundido, aunque ese sentimiento era también compartido por Matilda. ¿De qué pozo estaba hablando? ¿Se estaría refiriendo a la fuente del refugio de mujeres? ¿Ella creía que había sido un pozo?

    —No, no, no… —repitió de nuevo la paciente, comenzando entonces a andar de un lado a otro por la habitación, abrazándose a sí misma como si intentara calmar el frío—. Si ella está viva, entonces Él aún la busca… Él la encontrará…

    —¿Él…? —Murmuró Matilda, pero antes de que pudiera preguntar algo más, Cole intervino abruptamente.

    —¿Quién es él? —le preguntó con algo de apuro, acercándose hacia ella—. ¿Quién está buscando a Samara?

    —Detective… —exclamó Matilda a tono de regaño, pero Cole alzó una mano hacia ella, indicándole que aguardara un poco.

    La mujer seguía andando de un lado a otro sin control. Cole se atrevió a acercársele lo suficiente, y la tomó de los brazos para detenerla, aunque sin mucha fuerza.

    —Evelyn, mírame —le pidió casi suplicando; la joven lo volteó a ver apenas un poco, sin poder sostenerle por completo la mirada—. ¿Quién busca a Samara? ¿De quién intentabas esconderla? Puedes confiar en mí.

    Evelyn balbuceó unos segundos muy despacio, aparentemente palabras sin ningún sentido.

    —El Padre Burke me dijo que Él nos había elegido —murmuró de pronto, mucho más entendible—. Me dijo que a través de nosotros, Él le daría vida a quien vendría a transformar al mundo. Él se lo mostró todo en visiones… lo obligó a hacerlo… Yo no pude evitarlo… no pude evitarlo…

    Su voz había tomado abruptamente un sentimiento de desesperación. Su respiración se agitó, y su cuerpo entero le tembló ligeramente.

    —Evelyn, tranquila —exclamó Matilda con alarma, y rápidamente se le aproximó. Cole se hizo a un lado para abrirle espacio, y ahora fue ella quien la tomó con suavidad de sus hombros—. Respira, tranquilízate… todo está bien…

    La joven comenzó a respirar cada vez con más calma, pero seguía balbuceando sin control.

    —Intenté detenerlo… Intenté hacerlo cuando Samara aún era un bebé, pero me detuvieron. Creí que alguien más lo había hecho, lo vi y lo sentí, pero no fue así… ella sigue aquí, y Él viene por ella…

    —¿Quién es él, Evelyn? —Insistió Cole desde atrás de Matilda—. ¿Quién es? Dímelo, por favor.

    Su respiración se fue regulando poco a poco, hasta que pareció de nuevo tan calmada como cuando entraron por primera vez. Giró entonces su rostro de regreso a la ventana, de nuevo no mirando nada en especial… o, quizás mirando algo mucho más allá de lo que se veía realmente por esa ventana.

    —Hace mucho que dejé de escuchar su voz desde el Mar —susurró de pronto como si fuera el verso perdido de alguna vieja canción—. Creí que se había ido… pero ahora creo que sólo se olvidó de mí. —Se giró de nuevo hacia Matilda, ahora contemplándola más directamente que antes—. Usted… usted debe hacerlo. Debe terminar lo que yo no pude.

    —¿A qué se refiere? ¿Habla de Samara? ¿Por eso quiso ahogarla?

    —Lo hice porque ella me lo pidió… Era la única forma de salvarla de Él… —Dejó caer en ese momento la libreta y la foto de Samara, y en su lugar tomó ella ahora a Matilda de sus brazos, con más fuerza de la que su pequeño cuerpo pudiera hacer parecer que poseía—. Sólo el agua puede hacerlo, sólo el agua puede liberarla. Tienes que hacerlo, antes de que lastime a otros… Porque ya lo ha hecho, ¿cierto?

    Matilda enmudeció, atónita ante todo lo que oía. ¿Estaba pidiéndole acaso lo que ella creía? ¿Le estaba pidiendo que matara a Samara?, ¿ella también? Todo se volvió abruptamente un deja vu de su conversación con Anna Morgan, y eso la paralizó por unos instantes. No sólo su madre adoptiva, ¿también su madre biológica la quería muerta? No, debía tranquilizarse y no dejarse llevar por las emociones. Era obvio que todo ello era un delirio, algo que la había estado acompañando desde hace doce años; no podía tener idea de lo que estaba diciendo.

    —Evelyn, estás confundida —le respondió con voz calmada—. Es obvio que has pasado todos estos años obsesionada con estas ideas. Pero necesitas dejar ir todo esto, sino jamás podrás recuperarte…

    —¡No me estás escuchando! —Gritó con fuerza de golpe, y sacudió sus brazos violentamente para soltarse de su agarra. Retrocedió de nuevo hacia la ventana, y se asomó por ella, casi pegando su rostro por completo contra ésta—. Tal vez ya es muy tarde… tal vez Él ya la tiene…

    Antes de que Matilda o Cole pudieran decir o hacer algo más, la puerta se abrió y el enfermero Sully volvió, apartemente alertado por su último grito. Se aproximó hacia Evelyn, y la tomó delicadamente para intentar guiarla hacia su cama.

    —Evelyn, ¿estás bien? —le susurró despacio, pero la joven no le respondió nada, aunque sí permitió sin resistencia que él la encaminara—. Lo siento, creo que es mejor que salgan.

    Matilda parecía renuente a irse; eso apenas había comenzado. Pero sintió como Cole colocaba una mano sobre su hombro para llamar su atención.

    —Venga, Doctora —le indicó, y luego señaló con su cabeza hacia la puerta—. Dejemos que se tranquilice…

    Matilda no dijo nada, pero por dentro no estaba feliz con la idea. Pero igual se permitió seguirlo hacia la puerta sin muchas más opciones, no sin antes recoger de nuevo la libreta y la foto de Samara.

    Mil… vueltas… damos… El mundo… está… girando… —escucharon a Evelyn tararear muy despacio, pero aun así audible gracias a la acústica del cuarto. Matilda se detuvo y volteó a ver como el enfermero la recostaba en su cama, mientras ella entonaba esa misma melodía otra vez—. Y al detenerse… Sólo… estará empezando… El… sol… saldrá… Vivimos… y lloramos… El… sol… caerá… —Evelyn volteó a ver a la doctora directamente, justo antes de entonar el último verso—. Y todos… morimos

    Una sensación al fin le recorrió el cuerpo entero en ese momento, como una sacudida fría y preocupante. Ya antes había sentido algo parecido, cuando tocó la manta blanca que venía en la maleta del refugio por primera vez; una de las posesiones de Evelyn.

    Cole la volvió a tocar para despertarla, y entonces ambos lograron salir del cuarto para dejarla reposar unos momentos.

    FIN DEL CAPÍTULO 35

    Notas del Autor:

    Evelyn está completamente basada en el respectivo personaje de la película The Ring 2 del 2005, tomando en cuenta además algunos aspectos que fueron mostrados en la película de Rings del 2017. El mayor cambió a considerar es con respecto a su edad, ya que aquí se le vio relativamente más joven debido al cambio de época que se aplicó en los personajes de esta franquicia. Su apariencia descrita se encuentra un poco más basada en su apariencia en Rings que es donde se le vio más joven en recuerdos y visiones.
     
  16.  
    WingzemonX

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    Misterio/Suspenso
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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 36.
    Un poco de aire

    Carrie llegó al parque público en el que quedaron de verse alrededor de las tres. Se le aproximó por el camino cementado con paso cuidadoso, o incluso parecía algo avergonzada. Matilda no llevaba mucho tiempo esperándola en aquella banca de madera ya algo vieja. Se había sentado ahí, y había usado su tiempo de espera para simplemente mirar a las demás personas que pasaban el tiempo ahí, además de tomar un poco de aire y pensar. Pese a todo, Chamberlain parecía un lugar bastante tranquilo y agradable, propio de las pequeñas ciudades como esa; muy diferente a Boston, sin duda. Pero se había acostumbrado rápidamente a la vida de ciudad, así que no se imaginaba de momento cómo sería vivir en un sitio como ese.

    Pero ni Chamberlain ni Boston eran lo que ocupaba su mente en esos momentos, sino la jovencita que poco a poco se le acercaba, o en específico el incidente que habían tenido el otro día en el depósito de chatarra. No sólo le preocupaba lo que había visto en Carrie, sino también la manera en la que ella misma había reaccionado a aquello. Podría ser muy brillante, pero no dejaba de ser una chica que apenas había terminado de estudiar y de cierta forma era un poco novata en esa labor. Ya había ayudado a la Fundación con otros niños Resplandecientes antes, pero ninguno como Carrie; ella definitivamente era un caso que ameritaba mucho de su atención, más de lo que pensó en un inicio. Si eso le hubiera ocurrido a la Matilda Honey de cuatro años después, quizás hubiera encontrado una mejor forma de tranquilizar las cosas. Igualmente, hubiera sabido qué decir aquella misma tarde en ese parque…

    —Hola, Dra. Honey —saludó Carrie despacio cuando ya se encontraba delante de ella. Matilda sólo respondió asintiendo levemente con su cabeza; ni siquiera pensó en corregirle y decirle que la llamara sólo Matilda—. ¿Sigue molesta por lo del otro día?

    Matilda percibió bastante miedo en la forma en la que Carrie había hecho aquella pregunta. Al parecer lo ocurrido le afectaba igual o más que a ella, pero era difícil saber qué era lo que le molestaba con exactitud: lo que había hecho, o sólo la posibilidad de haberla molestado. Era probable que fuera lo segundo, pero como fuera, una actitud vengativa no ayudaría en nada.

    Suspiró levemente, y entonces se hizo hacia un lado en la banca para dejarle espacio. Palpó justo después con una mano dicho espacio para indicarle que se sentara.

    —No estoy molesta, descuida —le respondió esbozando una media sonrisa—. Fue mi culpa por no ir preparada.

    Carrie asintió. Se retiró su mochila y se sentó en la banca a su lado, colocando la mochila sobre sus piernas y abrazándola un poco contra sí.

    —¿Cómo te sientes? —le preguntó Matilda con voz blanda.

    —Bien… pero hoy pasó algo… —susurró Carrie, bajado su mirada sonrosada como si le avergonzara que la viera.

    —¿Con tu madre?

    —No, no —se apresuró rápidamente a responder. Volvió a bajar su rostro, ahora con sus mejillas enrojecidas—. El Baile de Graduación será en dos semanas, y un chico me invitó a que fuera con él.

    Matilda se sobresaltó ligeramente con sorpresa al oírla relatar aquello. Se contuvo unos segundos para no reaccionar de una forma exagerada sin proponérselo.

    —¿De verdad? Esa es genial, Carrie —murmuró con moderada alegría, aunque Carrie seguía con su rostro agachado, y se veía aprehensiva—. ¿O no lo es?

    Carrie exclamó un ligero quejido similar a dolor, aunque quizás representaba algo más cercano a angustia.

    —No sé… Es un chico lindo, y siempre ha sido muy amable… a diferencia de otras personas. Pero, yo pensé que ya tenía novia, y aunque no fuera así… ¿por qué invitarme a mí? Yo no soy muy bonita, y nunca he ido a un evento como ese. Además, mi madre de seguro enloquecería si acaso se lo insinuara…

    Esos últimos datos no sorprendieron a Matilda, aunque sí la entristeció un poco. Ella misma tampoco acostumbraba ir a bailes, juegos o eventos similares cuando estudiaba. Sin embargo, esa había sido por su propia decisión, y ella sabía muy bien lo frustrante que era que alguien te negara el hacer algo que tanto añorabas; especialmente si lo hacían tus padres.

    —Pero, ¿tú quieres ir? —le cuestionó con tono reflexivo.

    Carrie dudó un poco al momento de responder, pero entonces asintió levemente con su cabeza.

    —No sabía qué tanto hasta que se presentó la posibilidad. Pero… tengo miedo… ¿Qué tal si todo es una mala broma?

    —¿Crees que ese chico podría ser capaz de eso?

    —No… o no creo. Él es un chico bueno. Pero su novia, o quien pensé que era su novia… fue parte de…

    Calló, incapaz de terminar su frase, pero con eso Matilda pudo hacerse una idea de lo que intentaba decir.

    —¿Fue una de las chicas que te molestaron en las duchas? —Carrie de nuevo asintió—. ¿Fue quien grabó el video?

    —No lo sé… Pero ella también siempre había sido amable antes de eso.

    Se viró entonces hacia Matilda, mirándola con cierta suplica en sus ojos.

    —¿Qué debo hacer?

    —No puedo decidir por ti, Carrie —le respondió Matilda con firmeza—. Tú debes de elegir si quieres o no aceptar esa invitación. —Carrie agachó su mirada de nuevo; ahora parecía decepcionada de escuchar esa respuesta—. Sólo puedo decirte que no debes tenerle miedo a tomar riesgos. La vida está llena de ellos, y si te quebrantas ante todos, puedes perderte de ver muchas cosas hermosas.

    Carrie la volteó a ver de nuevo tímidamente, aunque también intrigada por todo lo que le decía. Matilda le sonrió gentilmente.

    —Y, sobre todo, debes dejar de permitir que tu madre te impida poder disfrutar de dichas cosas. Te lo dije antes, pero tarde o temprano tendrás que aprender a volar sin ella. Será todo mejor para ti cuando logres hacerlo.

    Por supuesto, Matilda estaba hablando desde su propia experiencia y quizás por ello no podía considerarse del todo objetiva en su opinión. Sin embargo, en el caso de Carrie estaba convencida de que todo sería mejor si se apartaba de ese hogar tan agobiante y tóxico para ella. Ir a un baile no sería equivalente a realizar dicho cambio, pero sería un buen primer paso.

    Carrie meditó un poco. Sus dedos se frotaban nerviosos entre sí sobre su falda, y sus cabellos le caían sobre el rostro, ocultándoselo. Tras un rato de silencio, una leve sonrisa de alegría se dibujó en sus labios, y la volteó a ver de nuevo, transmitiéndole ese mismo sentimiento a ella.

    —Creo que… aceptaré… —susurró despacio, algo dudosa, aunque casi de inmediato tomó una postura mucho más segura—. Creo que iré al baile…

    Matilda le sonrió y asintió en señal de apoyo. Adicional a ello, se permitió colocar una mano sobre su hombro, dándole un par de palmadas reconfortantes; a Carrie esto pareció no molestarle.

    Durante los años que seguirían después de aquel día, Matilda se arrepentiría siempre de haberla animado a ir a ese maldito baile…

    * * * *​

    Luego de que se fueran de la habitación de Evelyn, Matilda se tomó un segundo para calmarse ella misma y pensar en lo que había ocurrido. Se sentó en una silla, en un pasillo desde el cual se podía ver por las ventanas el jardín interior del psiquiátrico, y de hecho no había muy lejos de su posición una puerta por la que se podía salir a él. El jardín era mucho más amplio y hermoso que el de Eola. Ese lugar, según había leído, era costoso y sólo recibía casos de pacientes en un estado de bueno a moderado, y quizás por ello se podían dar el lujo de tener instalaciones un tanto más flexibles; quizás también por eso Samara y su madre fueron llevadas a Eola y no ahí, a pesar de que Silverdale se encontraba más cerca.

    Suponía de antemano que la plática con Evelyn no sería del todo fructífera, pero no estaba preparada para el giro que había tomado tan repentinamente. Y una vez más, le vino el mismo pensamiento que tuvo luego de haber hablado con Anna Morgan: pareciera que todas las personas cercanas a Samara, todos los que se suponía debían amarla y cuidarla, le daban irremediablemente la espalda… o algo mucho peor.

    —¿Un café? —Escuchó de pronto entonar a su lado, haciéndola sobresaltarse con algo de sorpresa. Al virarse, vio a Cole, extendiéndole un vaso de café con una mano, mientras sostenía otro más para él. ¿Le había dicho que iría por café? Si lo hizo, Matilda no recordaba haberlo escuchado—. Creo que está mejor que el del otro hospital.

    Por extraño que pareciera, no le apetecía del todo un café en esos momentos, pero de todas formas lo aceptó.

    —Gracias.

    Cole se sentó en la silla a un lado de ella, y tomó poco después un pequeño sorbo de su propio vaso. No pareció ni contento ni molesto por su sabor, así que el café al menos no debía estar malo. Matilda bebió también un poco de él, y en efecto no estaba mal, pero tampoco excelente.

    —¿Se encuentra bien? —le cuestionó Cole con algo de curiosidad.

    —Sí… —respondió la castaña con voz apagada—. Es sólo que hace unos días hablé con la señora Morgan, la madre adoptiva de Samara, y ella también me dijo que debía matarla. —Se le escapó en ese momento un pequeño gesto de ironía, quizás involuntario—. Y su padre, no lo diría con esas palabras, pero sospecho que no lamentaría demasiado si eso ocurriera.

    —Vaya… —Fue la expresión de asombro más sincera que Cole fue capaz de expresar.

    —Usted lo ha dicho. —Matida bebió un poco más de café antes de proseguir; el segundo sorbo era un poco mejor—. Lo que más me preocupa es que no sé qué será de esa niña de aquí en adelante. Debo admitir que tenía una muy ligera esperanza de que Evelyn estuviera bien, o al menos lo suficiente para recibir y cuidar de Samara en un corto o mediano plazo. Pero eso obviamente no será posible de ninguna forma. Y volver con sus padres adoptivos parece ya no ser una opción muy viable; es probable que ya no la quieran recibir siquiera. Y aunque lo hagan, no sé qué clase de vida puedan darle. Siento que siempre estará en peligro de que le hagan daño.

    Resopló un poco, y agachó en ese momento su cabeza de forma reflexiva.

    —Entonces —comenzó a pronunciar Cole—, si algún día logra salir de ese psiquiátrico, ¿qué le espera? ¿Volver al sistema? ¿Ir a un orfanato hasta que sea adoptada de nuevo?

    —Eso si acaso logra digerir la verdad de que en realidad es adoptada, y los que fueron sus padres por doce años ya no la quieren ni ver. Y claro, si no se entera además que su madre adoptiva está viva, mentalmente inestable, y también la quiere muerta.

    —Eso sí que está jodido —murmuró el oficial con total naturalidad.

    —Todo eso la destrozará, y potencialmente provocará un tremendo retroceso en su tratamiento. Además, es una niña demasiado grande; ¿sabe cuáles son las posibilidades de que alguien la quiera adoptar? Especialmente con su historial.

    —No muy buenas.

    —Exacto. Y como cereza del pastel, aunque lográramos encontrar a una familia que la aceptara y adoptara, su habilidad es tan inestable y peligrosa que no cualquiera podría darle los cuidados que requiere. En conclusión, sí, todo esta jodido; muy, muy jodido…

    Cole pareció sorprenderse al oírla a ella, tan correcta y pulcra, hablar de esa forma. Eso sólo podía ser una muestra relativa de la gran frustración que sentía en esos momentos.

    Matilda hizo su cabeza hacia atrás hasta pegarla por completo a la pared detrás de ellos. Cerró los ojos, y comenzó a pasar su mano por su rostro, tallándolo como intentando aliviar algún dolor. El qué sería de Samara a futuro ya había sido tema de consideración para ella, desde aquella nada agradable conversación con la señora Morgan. Pero al parecer se había obligado a sí misma a dejar dicho tema de lado, y no prestarle hasta ese momento la importancia debida. Sólo hasta después de hablar con Evelyn, se volvió consciente de lo realmente sola que se encontraba esa pequeña.

    —¿Qué voy a hacer ahora? —Murmuró despacio—. Enserio, no tengo idea. Aceptaría cualquier sugerencia…

    Cole suspiró un poco, y bebió de su vaso mientras miraba por las ventanas hacia el patio. Casi no había personas afuera, sólo dos o tres pacientes caminando, cada uno escoltado y vigilado por algún enfermero o enfermera. En el centro de aquella área verde, se encontraban cuatro bancas de acero, cada una dándola la espalda a las otras formando un cuadrado, y teniendo en el centro un pequeño árbol de naranjas aún en crecimiento. Las cuatro bancas se encontraban vacías en esos momentos.

    —Quizás usted podría adoptarla —sugirió de pronto, tomando totalmente desprevenida a su acompañante. Matilda abrió de nuevo los ojos, y lo volteó a ver con sorpresa.

    —¿Qué?

    —Sí, ¿por qué no? —murmuró el detective, encogiéndose de hombros—. Cómo Cody también lo dijo, es obvio que se ha encariñado con ella, se preocupa por ella, y usted misma pasó por algo parecido cuando era niña, ¿o no? Su madre adoptiva la recibió cuando más lo necesitaba.

    La sorpresa en los ojos de Matilda se hizo aún más grande, rayando en la incomodidad. Toda su expresión le cuestionaba, sin necesidad de usar palabras: “¿cómo es que sabe de eso también?” Cole se dio cuenta de ello y le sonrió un poco nervioso.

    —Lo siento, es parte de lo que investigué de usted antes de venir. Pero supongo que no era un secreto, ¿no? Todos saben que fue adoptada… aunque quizás no precisamente bajo qué circunstancias sucedió.

    Matilda no podía decir ciertamente que aquello fuera un secreto, pero le sorprendía un poco que alguien que acabara de conocer supiera ese pedazo de su historia. Pero era cierto, Jennifer Honey la había recibido con los brazos abiertos en el momento justo en el que la necesitaba. A pesar de lo repentino de la petición, sin dejarle siquiera mucho tiempo para cuestionarse a sí misma si acaso era una buena idea. Si no lo hubiera hecho, si no la hubiera aceptado en aquel entonces… ¿qué habría sido de ella? De haber seguido con sus padres, y de haber huido con ellos aquella tarde, definitivamente no sería ni cerca la persona que era en esos momentos.

    Sabía de antemano que todo lo que había logrado en su vida a partir de los seis años y medio, se lo debía indudablemente a Jennifer Honey, aunque no muchas veces había meditado en lo complicado que debió haber sido para ella tomar esa decisión de un momento para otro.

    Pero ella no era su madre. Y su situación en aquel entonces, aunque similar en algunos aspectos, era totalmente diferente a la que vivía Samara.

    —¿Yo adoptarla? —Susurró despacio, como esperando que pronunciar la idea con palabras le diera algún tipo de claridad, mas no fue así. Comenzó a negar rápidamente con su cabeza, tensándose un poco—. No, no, eso no tendría sentido. Yo no sirvo para ser madre, no estoy lista para eso.

    —¿Y su madre sí lo estaba en aquel entonces? —Cuestionó Cole, casi acusativo—. Además, usted misma lo dijo, es una niña ya grande y con un Resplandor bastante difícil de controlar. No habrá forma de que encuentre otra familia que pueda cuidar de ella como es debido.

    —Tal vez, pero… decir que sería poco profesional sería quedarme corta. Es absurdo.

    Matilda se cruzó de brazos de forma aprensiva y se viró hacia otro lado, casi como si se sintiera ofendida…. Pero en realidad no lo estaba tanto.

    —Correcto, era sólo una idea —señaló Cole, encogiéndose de hombros—. Haga de cuenta que no dije nada.

    Ambos guardaron silencio, y casi al mismo tiempo cada uno dio un sorbo de su respectivo vaso de café. Matilda miró también hacia las ventas que daban al jardín, reflexionando profunda y rápidamente en las posibilidades.

    —Aunque es verdad —murmuró de pronto tras varios segundos de silencio, casi tomando a Cole por sorpresa. Hablaba mirando al frente fijamente, como si en realidad no le estuviera hablando a él—. Será imposible encontrar a alguien que pueda cuidar de ella como yo. Es a lo que me dedico después de todo, y tengo a toda la Fundación para apoyarme. Y le agrado, ¿no?

    Se volteó rápidamente hacia Cole en busca de reafirmación, aunque el oficial en realidad no había convivido tanto con Samara como para responder esa pregunta con absoluta confianza.

    —Eso creo —fue lo único que se permitió decir, pero para Matilda fue suficiente.

    Un curioso rastro de emoción, casi inocente, se vislumbró brillar en los ojos de la psiquiatra.

    —Podría funcionar. Sé todo lo más reciente sobre crianza infantil, gano bastante bien, y tengo una biblioteca enorme de libros que cualquier niño disfrutaría.

    —No cualquier niño —susurró Cole despacio, casi entre dientes, aunque Matilda igual no lo escuchó.

    La emoción de la castaña se apaciguó un poco, y pudo pasar a revisar otros aspectos.

    —Aunque casi no estoy en mi departamento en realidad. Me la pasó trabajando en mi consultorio, o viajando por asuntos de la Fundación, así que no podría cuidarla siempre. —Inclinó su cabeza hacia su lado izquierdo, en busca de que el lado lógico de su cerbero le diera alguna idea—. Supongo que podría mudarme de regreso a Arcadia con mi madre; ella y su pareja podrían echarme una mano cuando no esté. Ella siempre ha sido muy buena con los niños, y siempre ha querido que regrese allá. —De nuevo la ilusión volvió a subir, pero abruptamente bajó de nuevo como si de una montaña rusa se tratase—. Pero, ¿qué pasará si ocurre algo mientras no esté y termina lastimada?

    —¿Samara o su madre? —cuestiono Cole, curioso.

    —Ambas…

    Matilda inclinó un poco su cuerpo al frente, y meditó con un poco más de frialdad. Las habilidades de Samara eran demasiado poderosas, y demasiado incontrolables. En esos momentos era difícil poder darle la independencia que una niña de su edad requiere y se merece. Al menos los primeros años quizás ocuparía cuidado y vigilancia constante, antes de poder poco a poco irla soltando al mundo. Eso, si acaso algún día pudieran realmente aspirar a ello… ¿Estaba ella capacitada para darle ese cuidado y atención que requería? Y si ella no lo estaba… ¿quién lo estaba realmente?

    Suspiró pesadamente, y cerró sus ojos dibujando una expresión en su rostro similar a la que haría si sintiera un dolor punzante en el estómago; y en parte, así era.

    —No, es demasiada responsabilidad —susurró en voz baja—. Eleven me dijo que debo dejar de tomarme personal todos estos casos o creer que es mi deber solucionarlos todos, como con…

    Guardó silencio de golpe al darse cuenta de lo que estaba por decir. No había nada realmente malo en ello, pero el sentir ese pensamiento llegando a ella, y justo en ese momento… hizo más agudo su dolor punzante.

    Cole la miró curioso, como si esperara que terminara su frase. Ella no lo hizo, pero Cole no lo necesitó para comprenderla.

    —¿Cómo con Carrie White? —le preguntó con voz seria.

    Matilda permaneció callada unos segundos, y luego asintió levemente con su cabeza.

    —Cómo con Carrie White… —repitió con voz ausente, casi en automático.

    Ambos se quedaron callados de nuevo; ninguno parecía querer decir algo más. Habían vuelto al inicio del problema, y eso sólo hacía sentir aún más frustrada a la Dra. Honey.

    Cole la miró de reojo; se veía aún más seria y preocupada que antes, y miraba al suelo de forma distraída. De cierta forma se veía hasta algo vulnerable en esos momentos, quizás incluso asustada y confundida; como una persona real, y menos como la chica perfecta y de hielo que todos en la Fundación describían.

    El oficial se terminó su café, y justo después de dar el último trago se permitió el atrevimiento de extender una mano hacia ella, y pasarla por su cabello con algo de rapidez, despeinándola un poco. Matilda se sobresaltó confundida ante ese acto casi infantil, y rápidamente agitó sus manos para alejar la de él. Cole lo hizo, y rio divertido, mientras ella lo miraba con una mirada dura y molesta. La respuesta del oficial fue sencillamente encogerse de hombros, con cierto gesto burlón. Matilda lo miró aún más molesta por un rato, y luego se giró ligeramente hacia otro lado. Sin embargo, aunque intentó disimularlo de esa forma, Cole pudo notar que estaba conteniéndose para no reír también. Eso fue más que suficiente para él.

    Era algo que su madre hacía en ocasiones para animarlo si lo veía demasiado serio: hacer algo espontaneo y al azar, como despeinarlo, gritar y conducir velozmente el carrito del supermercado por el estacionamiento.

    —Descuide, Doctora —murmuró el oficial, dándole una pequeña palmada en su brazo—. Veremos la mejor forma de ayudar a esta niña, se lo prometo. Yo aún no me he rendido, ¿y usted?

    Matilda sonrió levemente, y entonces negó con su cabeza.

    —Matilda —murmuró de pronto, tomando un poco por sorpresa al Detective. Ella lo volteó a ver de nuevo, y para su sorpresa se veía mucho más animada—. Puedes llamarme Matilda, Cole —pareció serle un poco difícil pronunciar su nombre, pero al final lo hizo—. Lamento cómo me he comportado estos días. Pero no eres tan idiota como pareces —eso último incluso lo había mencionado con tono de broma.

    Cole se sintió un poco desconcertado ante ese repentino cambio, y no pudo reaccionar rápidamente. Cuando logró hacerlo, le regresó la misma sonrisa afectiva.

    —Tú tampoco, Matilda —respondió irónico.

    La psiquiatra se dio unas cuantas palmadas en sus mejillas con ambas manos, como si intentara despertarse a sí misma, y entonces se sentó derecha en su asiento. Se le veía, aparentemente, mucho más tranquila.

    —Lamento que no hayas podido obtener lo que buscabas de Evelyn —le comentó—. Quizás cuando se calme podríamos intentar hablar de nuevo con ella.

    —No, descuida —le respondió el Detective rápidamente—. Creo que ya la perturbamos lo suficiente. Además tenías razón, creo que no es consciente de lo que sabe o no sabe. No parece que podamos obtener algo útil de ella.

    Matilda lo miró fijamente algo escéptica. ¿Lo estaba diciendo en broma? ¿Luego de todo lo que insistió en que fueran hasta allá especialmente a hablar con ella? Cole percibió ese sentimiento emanar de su mirada acusadora, pero su única reacción fue encogerse de hombros, quizás de nuevo un poco nervioso.

    —¿Estás seguro? —le preguntó desconfiada.

    —Completamente.

    Matilda se encogió de hombros, algo resignada.

    —Está bien. ¿Entonces cumplirás con tu palabra y ahora me apoyarás para que hagamos las cosas a mi modo?

    —Un trato es un trato.

    —Te lo recordaré, no lo dudes —señaló Matilda, de nuevo con un poco de humor. Comenzó entonces a revisar su bolso para sacar su teléfono y revisas la hora—. Podemos ir a comer algo antes de ponernos en camino a Salem. ¿Qué dices?

    —Suena bien —le respondió con ánimo.

    En ese momento, desvió su mirada de nuevo hacia la ventana. A través de ésta, volvió a mirar hacia el patio, hacia el centro de éste, y a las cuatro bancas que se encontraban alrededor de aquel naranjo joven. Hace un momento, las cuatro se encontraban vacías. Sin embargo, ahora había una persona sentada en la banca que daba hacia el edificio. Era un hombre mayor, de poco cabello castaño oscuro y rostro duro, vestido con un abrigo café largo. Se encontraba sentado con un brazo sobre el respaldo de la banca, y miraba directo a la ventana con una sonrisa modesta. Pero al parecer no sólo miraba hacia la ventana: lo estaba viendo directamente a él. El hombre asintió con su cabeza y alzó una mano a modo de saludo, demostrando que se había dado cuenta de que también lo había mirado.

    Esto no confundió ni asustó a Cole, ya que de hecho lo reconoció casi de inmediato. Sabía exactamente quién era esa persona… si aún se le podía llamar como tal.

    —Pero antes de irnos, ¿me das un minuto? —le comentó a Matilda, intentando sonar lo más natural posible.

    —¿Para qué? —le preguntó ella un poco extrañada.

    —No tardo.

    Antes de que Matilda le pudiera cuestionarle más, se puso de pie, caminó hacia la puerta que daba al patio y salió por ella.

    Se aproximó con paso tranquilo hacia la banca en cuestión. El hombre sentado en ella lo miraba, esperando pacientemente a que se le aproximara lo suficiente. El detective se paró justo delante él, y lo observó con la alegría con la que se vería a un viejo amigo, pero con la aprensión que se sentiría ante la inminente llegada de las malas noticias que de seguro lo acompañaban.

    —Dr. Crowe —murmuró a modo de saludo.

    —Detective Sear —le respondió el hombre sentado, saludándolo con un gesto de su cabeza—. Te ves ben.

    —Usted también, para estar muerto —comentó con un tono burlón, que al hombre sentado pareció no provocarle molestia, sino también cierto grado de humor.

    El Dr. Malcolm Crowe, psicólogo infantil, era un viejo amigo de su infancia. Lo conoció en un momento en el que se encontraba más que nunca atormentado por los fantasmas, literales, que lo perseguían. En aquel entonces fue su principal motivación para perderles el miedo y comenzar a usar sus habilidades para ayudarlo a los vivos y a los muertos. Le ayudó bastante su guía y sus consejos, a pesar de que cuando lo conoció ya era un fantasma. Aunque, como muchos que había conocido hasta ese momento, no era consciente de su estado. Desde entonces, de vez en cuando volvía a presentarse ante él, aunque nunca era sólo para saludar.

    Cole se sentó en la banca a su lado, y miró pensativo hacia el edificio. No lograba ver a Matilda desde su posición, pero se preguntó si acaso ella lo podía ver a él. Y si lo hacía, ¿qué estaría pensando que hacía?

    —Hace unos días vi a mi madre —susurró pensativo—. No la había visto en seis años, y se me apareció de repente para darme una advertencia. ¿Usted también vino para eso?

    —¿Ocupas que lo haga? —le respondió Malcolm enigmático. Él también miraba hacia el edificio—. Es una linda chica.

    Cole no tuvo que preguntarle de quién hablaba; supuso de inmediato que se refería a Matilda.

    —Eso creo.

    El Doctor se apoyó por completo contra la banca, y se cruzó de piernas.

    —Te gusta, ¿no es cierto?

    —No empiece —murmuró el detective, acompañado con una diminuta risa nerviosa—. Apenas la conozco, y ni siquiera le agradó mucho.

    —Creo que eso está cambiando. Yo tampoco le agradaba mucho a Anna cuando nos conocimos. Pero cambió de opinión.

    —Creo que usted le agradaría.

    —Quizás.

    Hubo una pequeña pausa en la que ambos guardaron silencio, sólo mirando al frente, perdidos en sus propios pensamientos.

    —No has sido sincero con ella —señaló Malcolm de pronto, casi como un regaño—. Incluso hace un momento. Dijiste que no obtendrías nada de esa chica. Pero no sólo sí obtuviste algo: estás aún más seguro de tu sospecha, ¿no es así? Si no es que ya la confirmaste.

    Cole no respondió nada de inmediato. En efecto, todo era tal y cómo él había dicho. Esa conversación con Evelyn le reveló mucho más de lo que Matilda pensaba. Pero no podía compartírselo, o al menos no todavía.

    —Ella ya cree que estoy loco por contarle que hablo con los muertos. Si le dijera lo que pienso que está ocurriendo realmente con esa niña… —guardó silencio, como si temiera pronunciar sus ideas en voz alta—. Además de que la quiere mucho; no tomará a bien nada que le intente decir en contra de ella.

    —Aun así, le prometiste que encontrarías la mejor forma de ayudarla, cuando en realidad no sientes que exista tal forma, ¿no?

    —Creo que me dejé llevar por el momento —comentó Cole, apenado—. Sólo quería animarla… Pero quizás no debí hacerlo…

    Cole suspiró agotado, y ciertamente preocupado. Actuaba bastante tranquilo y confiado desde que llegó a ese lado del país, pero la verdad era que se la había pasado casi aterrado conforme se metía más y más a ese caso. Y en esos momentos, Matilda no era la única sin idea de qué hacer a continuación. Quizás lo mejor sería hablar con Eleven al respecto, pero sería hasta que Matilda no estuviera cerca para escucharlo.

    —Mi madre dijo que, si seguía en este caso, mi vida y la de Matilda estarían en peligro. —Se viró hacia Malcolm, en busca de un poco de clarificación—. ¿Es cierto?

    —No lo sé —le respondió con voz seria—. No funciona de esa forma, tú lo sabes. Pero creo que efectivamente te hasta involucrado en algo realmente peligroso, Cole. Y no hay forma de que te convenza de retroceder, ¿cierto?

    —Puede intentarlo —ironizó, provocando que el doctor sonriera divertido—. Pero creo que no. He aprendido a comprometerme con mis casos hasta el final.

    —Eso te hace un gran policía. Estaré cerca, por si necesitas ayuda con algo.

    —Gracias. Pero espero que no lleguemos a eso.

    Cole notó en ese momento que Matilda salía, y ahora caminaba hacia ellos. Pensó que de seguro se había sentido extrañada de verlo ahí sentado, aparentemente solo. Y en efecto, cuando ya estuvo lo suficientemente cerca, pudo notar que lo miraba con cierta confusión.

    —¿Qué estás haciendo aquí exactamente? —le preguntó suspicaz.

    —Sólo salí a tomar un poco de aire y pensar.

    Matilda lo miró fijamente, algo incrédula.

    —¿Y ocupas más aire?, ¿o podemos ir a comer ya?

    —¿Tú invitas?

    —No presiones. Vamos.

    La psiquiatra se giró sobre sus pies y se disponía a volver al interior. Cole se paró e igualmente estaba listo para seguirla.

    —Cole —le llamó el Dr. Crowe desde la banca. Se detuvo entonces un segundo hacia él—. Buena suerte.

    La manera en la que lo había dicho no le agradó demasiado. No sonaba muy optimista o con buenos deseos; sonaba, en efecto, más como una sombría advertencia. Cole sólo asintió con su cabeza como respuesta, y sin decir nada más se apresuró a alcanzar a su acompañante.

    Cuando virara hacia la banca una última vez estando ya en la puerta, el Dr. Crowe ya no estaría ahí. Pero no sería la última vez que viera durante esa pequeña aventura en la que se había metido.

    — — — —​

    John Scott llegó al hospital algo tarde esa mañana. No saludó a nadie, sólo se dirigió directo a su oficina con paso bastante calmado. Su gran tamaño y mirada perdida, parecían casi asemejar al paso del monstruo de Frankenstein avanzando por los corredores del hospital, o al menos más de uno de aquellos con los que se cruzó lo pensaron. Esos días se la había pasado yendo al hospital prácticamente cuando le daba la gana, y cuando lo hacía se encerraba en su oficina y casi no hablaba con nadie.

    No estaba bien, y todos lo sabían excepto él… o quizás él también lo sabía de cierta forma.

    Esa mañana, tras cerrar la puerta de su oficina detrás de sí, toda esa espectral calma que lo acompañaba en el pasillo se fue diluyendo poco a poco. No se sentó en su escritorio; en su lugar, caminaba de un lado a otro, rodeaba el escritorio, se paraba frente a la ventana sin mirar nada en especial, y también pasaba sus ojos por los libros del librero, sin tomar alguno pues en realidad no los necesitaba. La herida de su mano le dolía, y aun así no podía evitar el reflejo involuntario de tocarla, apretarla entre sus dedos, y picarla sobre el vendaje, hasta que se ponía poco a poco rojizo. Era como si esperara que ese dolor de alguna forma lo hiciera despertar de ese letargo en el que se había sumido. Porque en efecto, así se sentía: como si estuviera dormido, o al menos a punto de despertar pero sin conseguirlo.

    Y la sed… la endemoniada sed que no se calmaba. Tomaba agua todo el día sin parar, y ésta simplemente no se iba. Y encima de todo, parecían venir acompañada de imágenes turbulentas, e incluso asquerosas, sobre los medio a los que podría recurrir para saciarla. Preocupantemente, la de él encajándole un pedazo de porcelana en el cuello a uno de sus pacientes para beber de su sangre como si de una fuente se tratase, no era la peor de todas.

    Su semblante estoico poco a poco se ibas desmoronando, y los pasos que daba por el reducido espacio de la oficina se volvían más desesperados, como si fuera un león enjaulado en busca de alguna salida. Cada vez que pasaba a un lado del escritorio, lo golpeaba con su puño, el de su mano herida, cada vez con más fuerza. Hasta que uno de esos fue tan fuerte que sintió un tremendo dolor en sus dedos, que subió luego por todo su brazo. Gimió con fuerza, y se tomó el brazo adolorido. Miró su mano y se dio cuenta de que el vendaje estaba empapado, y sus nudillos se habían raspado considerablemente.

    Su respiración se agitó, y todo su rostro se enrojeció. Su boca hizo una mueca grotesca de desesperación, y acompañado de un quejido doloroso, comenzó a chocar su mano repetidas veces contra el escritorio. Una y otra vez, estrelló su puño contra la superficie dura, abriéndose los nudillos y rompiendo los huesos. Cuando su mano ya no le respondía, se tomó de la muñeca con la otra, sólo para seguirla estrellando más y más. El escritorio se había abollado, y se encontraba rojo por completo por la sangre. Su mano igualmente se encontraba bañada de rojo, y sus dedos ya en esos momentos se estaban torcidos y sin forma.

    Se detuvo y cayó de rodillas del suelo, y luego se desplomó del todo en éste. No había sido el insoportable dolor el que lo había hecho detenerse, sino el mero cansancio. Se quedó ahí tirado sobre su costado izquierdo, respirando como si cada inhalación lo hiciera sufrir. Estaba totalmente perdido… ya no se sentía en lo absoluto como él mismo…

    Sintió entonces los pasos ligeros de alguien a su alrededor… pero, eso era imposible; la puerta ni siquiera se había abierto. Intentó mirar, pero estaba tan agotado que apenas y lograba mover los ojos. Lo único que fue capaz de ver al inicio, fue la tela blanca de un largo vestido, que se arrastraba por la alfombra de la oficina mientras avanzaba a su alrededor; lento, muy lento. Aquella figura blanca parecía casi brillar, lo que desde su perspectiva borrosa le parecía algo hermoso.

    Se paró justo delante de él, y se colocó de cuclillas. Scott logró alzar apenas un poco su rostro, y entonces entre toda esa blancura que la envolvía, vio una muy larga cabellera negra como la noche, que caía como una cascada, cubriéndola por completo. Era la figura pequeña… de una niña… y entre todos esos largos cabellos negros, él sintió que lo estaba viendo.

    —¿Sa… mara…? —Murmuró con debilidad, aunque quizás en realidad no había tenido la fuerza suficiente y sólo creyó haberlo dicho.

    Aquel ser inclinó su rostro ligeramente hacia un lado, y sus cabellos cayeron en esa dirección. Y fue entonces como parte de su rostro quedó al descubierto, incluido su ojo derecho… su ojo completamente gris y ausente de cualquier rastro de vida, adornando un rostro horrendo, desencajado… y muerto.

    Scott respiró con más agitación, e intentó gritar. Sin embargo, no tenía fuerzas ni siquiera para eso. La sed se había vuelto inmovilizadora…

    FIN DEL CAPÍTULO 36

    Notas del Autor:

    —El personaje de Malcolm Crowe está basado en el personaje del mismo nombre de la película Sixth Sense o Sexto Sentido de 1999, respetando los acontecimientos de la película original hasta el momento final de ésta.
     
  17.  
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    Resplandor entre Tinieblas
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    Misterio/Suspenso
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    5991
    Resplandor entre Tinieblas

    Por
    WingzemonX


    Capítulo 37.
    Algo está pasando

    Aquel 25 de mayo de hace cuatro años, fue un día ocupado para Matilda Honey. Desde temprano tenía citas programadas con sus pacientes en su consultorio. Algunos eran niños resplandecientes, mientras que otros necesitaban de ayuda un tanto más convencional. Había un niño de siete años que recientemente había comenzado a escuchar los pensamientos de sus compañeros a modo de palabras sin sentido en su cabeza. Otro más comenzaba a tener presentimientos sobre cosas que ocurrirían, y estos le provocaban cierta obsesión durante todo el día. Y había también una niña que necesitaba usar guantes constantemente, pues en cuanto tenía contacto, aunque fuera mínimo, con alguna persona lograba percibir sentimientos y pensamientos de ésta que la agobiaban intensamente como si fueran propios. Cada uno ocupaba un cuidado particular, mismo que Matilda estaba poco a poco aprendiendo a llevar a cabo.

    Un poco antes de que dieran las siete de la tarde, Matilda se encontraba en sesión con Roberta, la niña que lidiaba con su psicometría. Aunque en un inicio la actitud de ésta había sido algo cerrada, con el tiempo había comenzado a abrirse, aunque fuera un poco.

    —Los niños me molestan por mis guantes —murmuraba la pequeña de complexión robusta y de cabellos rizados, estando sentada en el sillón del consultorio de Matilda; ésta se encontraba sentada en un sillón más pequeño, delante de ella—. No entienden porque siempre los llevo a clases… creen que mis manos están deformes y me avergüenzo de ellas.

    —Los niños a esa edad se les dificulta entender que sus acciones lastiman a otros —murmuró Matilda cautelosa—. Pero no debes permitir que ello te afecte demasiado, especialmente cuando no es cierto.

    —Para usted es fácil decirlo —le respondió secamente—. Usted de seguro era muy popular en la escuela.

    —Oh, créeme que no —murmuró con ironía la psiquiatra—. Yo era la niña rara que se la pasaba leyendo libros y no hablaba con nadie. Me molestaban bastante, y también eso me hacía enojar como a ti.

    Roberta alzó levemente su rostro, para mirarla con algo de escepticismo.

    —¿De verdad?

    —¿Crees que mentiría con eso?

    —No… ¿y qué hacía cuando eso pasaba?

    —Bueno… —Matilda miró un poco al techo, pensando un poco sobre cómo responder.

    No sabía si era el enfoque correcto, pero en la poca experiencia que tenía se había dado cuenta de que a muchos niños les gustaba escuchar experiencias reales de otros que eran como ellos. Los hacía sentir menos solos, y les ayudaba a pensar que todo podía mejorar.

    —Al principio intenté ignorarlo, pero…

    De repente, el sonido característico de su teléfono recibiendo un mensaje sonó abruptamente, interrumpiendo sus palabras. Matida se sintió un poco apenada. Había ido a almorzar un poco tarde, y se le había olvidado ponerlo en silencio después; eran ese tipo de errores de novata que aún en ese entonces cometía.

    —Un segundo, Roberta —se disculpó la psiquiatra, y entonces extendió su mano hacia su bolso, que había colocado en el suelo a un lado de su sillón. La intención era ponerlo directamente en silencio como debió haber hecho en un inicio. Sin embargo, dudó en su accionar al ver que el mensaje recibido era precisamente de Carrie White, o más bien del teléfono que ella misma le había dado en los días cuando se conocieron por primera vez.

    Hizo memoria rápida, intentando recordar qué fecha era con exactitud, y ésta se le vino a la mente casi de inmediato. Fue eso lo que la convenció de darse unos segundos adicionales y echarle un vistazo al mensaje. Éste era de hecho una foto, de la propia Carrie y tomada por ella misma frente a un espejo. Pero por poco y no la reconocía; se veía totalmente diferente. Su cabello se encontraba peinado y arreglado, su rostro discretamente maquillado, incluso con un sutil brillo labial. Y lo más impresionante fue lo que usaba: un vestido rosa salmón de tirantes, que dejaba sus brazos y sus hombros al descubierto, y que además tenía un lindo escote. Se veía sencillamente hermosa, e incluso sonreía con satisfacción, algo que no había visto en el corto tiempo que llevaba de conocerla. Acompañando a la imagen, venía el texto:

    Mi vestido y yo estamos listos

    Matilda no pudo evitar sonreír. Nunca había usado un teléfono celular antes, y ahora se estaba tomando una selfie frente a un espejo y mandándola por mensaje; cómo había cambiado en sólo un par de semanas. Esa era la noche del baile del que le había hablado, y realmente se le veía contenta. No tenía ni idea de cómo habría convencido a su madre de que le permitiera asistir, y especialmente con tal vestido. Pero fuera como fuera, en aquel momento a Matilda le pareció que aquello tenía que ser considerado como un gran logro.

    Se tomó sólo un momento más para responderle con un mensaje de ánimo final.

    ¡Te ves hermosa!
    Diviértete mucho

    Una vez que envió aquello, entonces sí lo colocó de inmediato en silencio y lo volvió a guardar en el interior de su bolso.

    —Lo siento, Roberta —se volvió a disculpar, y entonces se sentó de nuevo derecha en su sillón, cruzándose de piernas; la niña la miraba expectante—. Ya no habrá más interrupciones. ¿Qué te estaba diciendo…? Ah, sí… Cuando entré en secundaria…

    * * * *​

    Ya había atardecido en Indiana, prácticamente en un simple parpadeo. Todo ese día Jane Wheeler había estado bastante intranquila, aunque no estaba muy segura de por qué. No era que no tuviera en realidad motivo para estarlo, pues en sólo en un par de días habían ocurrido demasiadas cosas que eran dignas de alterarla. Pero en ese momento en específico, no sabía con exactitud cuál de todas era la causante de su estado. Posiblemente era una combinación de todas ellas.

    Acababa de colgar cerca de una hora atrás con Matilda y Cole, quienes se encontraban de camino a Eola, y posiblemente para esos momentos ya se encontraban cerca de aquel sitio o quizás ya habían llegado. Le habían contado de manera rápida lo poco que habían sacado de su conversación con la madre biológica de Samara Morgan. También le resumieron lo acontecido cuando ambos hablaron con Samara días atrás, y las conclusiones que ambos habían sacado de aquello, teniendo más fuerza la de Matilda, pues al parecer Cole y ella habían acordado seguir dicha ruta de ahí en adelante. Eleven se sentía escéptica por tal afirmación, pero su mente tan divagante no le permitió objetarlo de alguna forma; prefirió dejar que ambos se pusieran de acuerdo con ello, y luego hablar con Cole al respecto a solas. Estaba convencida que el detective había obtenido más de esos dos encuentros de lo que había compartido con su acompañante.

    Pero aunque el caso de Samara Morgan era importante, y quizás sólo Cole y ella sabían qué tanto, no era lo único que le causaba incomodidad.

    Mientras meditaba en todo aquello, miraba de pie por las puertas de cristal de su estudio, que daban hacia su patio. En éste, podía ver a su hija menor, a su pequeña Terry, jugando inocentemente con Babilón, su enorme perro husky blanco y negro. Lo perseguía, o hacía que éste la persiguiera. Se lanzaban ambos al suelo, se revolcaban y rodaban como si fueran dos hermanos jugando. Terry reía como si fuera una niña de ocho años, en lugar de una jovencita de ya dieciséis. Había heredado el cabello rizado y abundante de su madre, y de hecho le recordaba bastante a sí misma, a excepción de su personalidad tan inocente y feliz; tan pura y resplandeciente, en más de un sentido. A ella no se le permitió nunca ser de esa forma, pero el ver a su hija jugueteando tan tranquila le llenaba su pecho de una gran alegría que la hacía sentirse un poco más reconfortante, pero no lo suficiente para olvidarse de sus preocupaciones.

    Se encontraba tan sumida contemplando a su hija, que no sintió cuando su esposo Mike entró en el estudio, cargando en cada mano un plato. Eleven, quien era capaz de ver, oír e incluso interactuar con lo que ocurría a kilómetros de distancia de ella, terminó sobresaltándose un poco sorprendida cuando captó por el rabillo del ojo la figura de Mike a su lado. Esta reacción causó un pequeño gesto de satisfacción en el rostro del hombre, e irremediablemente un ligero rubor en las mejillas de ella.

    —¿Unos waffles a cambio de tus pensamientos? —le murmuró Mike, extendiéndole uno de los platos. Efectivamente, éste, tenía tres waffles Eggo, de un apetitoso amarillo dorado, bañados con una discreta cantidad de maple.

    —Estas cosas —murmuró Eleven con tono irónico, tomando el plato con ambas manos—. Recuerdo cuándo sólo comía esto.

    —Yo igual —respondió Mike, con un sentimiento bastante similar.

    Eleven tomó uno de los waffles, dándole una mordida por un costado. Lo degustó un rato en su boca, antes de tragarlo. Su expresión se mantuvo bastante neutral.

    —¿Es mi imaginación o sabían mejor en nuestra época? —comentó quizás más seria de lo que deseaba, justo antes de dar una mordida más.

    Mike se encogió de hombros.

    —Todo era mejor en nuestra época.

    Eleven sólo rio un poco, sin muchos deseos de debatir su aseveración.

    Ambos rodearon la mesa de centro y se sentaron lado a lado en el sillón, volteados hacia las puertas por las que ambos podían ver aún sin problema a Terry y Babilón jugando. Siguieron comiendo cada uno su respectivo waffle, en un silencio pacífico que con los años que llevaban juntos se había vuelto de hecho bastante relajante para ambos. Eleven deseaba que pudieran quedarse más tiempo sólo así, uno a lado del otro, sin tener que pensar o hablar de nada. Pero ella sabía que era un deseo bastante ambicioso.

    —¿Y bien? —Cuestionó Mike tras unos momentos, virándose discretamente hacia ella—. ¿Qué es lo que pasa?

    Eleven suspiró en silencio. Se terminó el waffle que tenía en su mano, e incluso se permitió limpiarse un poco el jarabe de los dedos con su lengua. Todo ello sin dejar de mirar al frente, al patio, a su hija… y quizás un poco más allá.

    —¿Crees que me he vuelto una cobarde? —murmuró de pronto, haciendo que Mike se sintiera inseguro de si en verdad le había hablado a él o no.

    —¿Cómo dices?

    —Es este asunto con el que estamos lidiando… o los dos asuntos, más bien. El misterioso chico que nos atacó hace unos días, y el caso de la niña que le asigné a Matilda y a Cole. Hubo una época en la que hubiera enfrentado ambos de frente y sin pestañear. Ahora, los dos me tienen inquieta. Siento que me inmovilizan, y dudo de qué debo o no debo de hacer a cada paso. Yo no solía ser tan insegura y temerosa… al menos hasta donde recuerdo.

    [​IMG]

    —No creo que sea inseguridad o temor. Sólo eres vieja.

    Eleven casi brincó de su asiento, y entonces se giró hacia su marido con sus ojos totalmente abiertos, e incrédulos.

    —¿Disculpa? —le cuestionó casi ofendida. Mike rio, aparentemente divertido por su reacción.

    —Me refiero a que ya no eres una niña, ninguno lo es. Y la edad viene acompañada de experiencias, y las experiencias de sabiduría. No eres una cobarde, simplemente has aprendido a diferenciar qué batallas enfrentar de frente, golpeando antes de preguntar, y cuales requieren un poco más de delicadeza.

    —No ha sido el mejor de tus halagos —susurró Eleven, con un ligero rastro de molestia en su voz.

    —Era más querer aclarar un punto que un halago. —La expresión de Mike se volvió un poco más seria—. Pero si lo quieres ver de otra de forma, se podría decir que hemos aprendido por las malas las consecuencias que pueden venir de actuar sin pensar en este tipo de cosas.

    Esas palabras tan ambiguas, resultaron ser bastante claras para la líder de la Fundación, y dicha seriedad se le contagió… e incluso se intensificó. Ya habían pasado tantos años en esa lucha, y habían perdido tanto… y a tantos. Eso definitivamente era mucho más que sólo haber “aprendido por las malas”. ¿Era eso lo que le provocaba tanta inseguridad? Quizás… pero no dejaba de pensar que había bastante de miedo involucrado.

    Tomó un segundo waffle de su plato, y luego colocó éste junto con el último de los waffles en la mesa de centro. Se sentó pegada contra el respaldo del sillón y se cruzó de piernas, al tiempo que comía lo más tranquila posible su aperitivo.

    —También me inquieta otra cosa —murmuró, sin disminuir la severidad de su voz—. Siempre supe que habría otros más poderosos que yo allá afuera. Siempre supe que tarde o temprano, varios chicos de la Fundación como Matilda o Cody, llegarían a hacer cosas que yo ni siquiera imagino. —Hizo una pequeña pausa reflexiva antes de continuar. Volvieron a ella las sensaciones que había sentido durante ese encuentro fortuito de hace días con aquel extraño individuo—. Pero este… hombre, muchacho, o lo que sea con el que me enfrenté… es algo totalmente lejos de mi comprensión. Y está relacionado además con otra chica que también podría ser bastante poderosa… demasiado, diría yo.

    —¿Cuál chica? —cuestionó Mike, curioso pero a la vez preocupado.

    —Sólo sé que su nombre es Abra. Logré encontrarla por un momento, pero logró darse cuenta de mi presencia y repelerme. Estoy esperando que Mónica me pueda dar más información. Y luego está Samara Morgan, que cada día que pasa me temo que será algo mucho más complicado con lo cual lidiar. —Un suspiro pesado, y casi agotador, se escapó de sus labios en esos momentos—. Muchos chicos con Resplandores demasiados poderosos surgiendo de la nada. Y me hace preguntarme cuantos más habrá…

    —Quizás no todos terminen siendo tus enemigos —señaló Mike, un tanto más optimista—. Has sabido hacerte de muchos amigos valiosos en estos años, ¿lo olvidas? Y aunque lo fueran, vamos, eres Eleven —comentó esbozando una amplia sonrisa animada—. Eres la persona más extraordinaria y fuerte que conozco, y mira que en los últimos años he visto tantas cosas que ya casi nada logra sorprenderme; y aun así, tú eres lo más increíble que he conocido. Nadie se atrevería a meterse contigo por segunda vez, ni monstruo ni humano. No sé quiénes sean estas personas que han decidido importunarte tanto, pero sólo puedo sentir lastima por ellas; no saben aún el gran error que cometieron.

    De nuevo las mejillas de la mujer se ruborizaron, pero no de la misma forma que antes. Se volteó apenada hacia un lado, como si se tratara de alguna chiquilla de quince años. A pesar de todo el tiempo que había pasado, aún seguía siendo la heroína de Mike, quien era capaz de lograrlo todo, cuya sola presencia garantizaba que todo saldría bien. Y no era Mike el único que la veía de esa forma; sus viejos y nuevos amigos, siempre la volteaban a ver en busca de la mejor solución, cuando todo lo demás parecía perdido. Era un peso sobre los hombros, pero uno que ella no despreciaba… al menos, no normalmente. Pero en esa ocasión, no se sentía del todo segura de poder cumplir con las expectativas...

    Se terminó su waffle en silencio mientras reflexionaba en todo lo que su esposo le acababa de decir. Una vez que su mano estuvo libre de nuevo, incluyendo de rastros de jarabe en los dedos, la extendió al frente para tomar el último waffle del plato. Logró tomarlo con sus dedos y acércaselo al rostro, pero no logró introducirlo en su boca. Su cuerpo se paralizó abruptamente, de los pies a la cabeza. Sus ojos se abrieron hasta casi desorbitarse, y sus dedos irremediablemente soltaron el bocadillo y éste cayó directo a la alfombra.

    Por un instante su mente divagó y se alejó de ese lugar y momento. Abruptamente se encontraba muy, muy lejos de ahí. Vio rápidos flashazos de pasillos blancos y largos, personas con uniformes o batas blancas, y habitaciones acolchonadas. Su mente se movió por todos esos espacios como una rata escurridiza entre los pies de los ignorantes peatones. No comprendió en un inicio porque estaba viendo todo eso, hasta que fue directo a una puerta con la palaba “seguridad” en ella. La puerta se abrió, y del otro lado pudo ver a tres hombres con atuendos de seguridad. Los tres, en diferentes tiempos, se voltearon hacia la puerta, y justo después se suscitó un gran estruendo que hizo que la cabeza de Eleven se sintiera como si rebotara.

    Soltó un alarido de asombro y dolor, e hizo por completo el cuerpo hacia atrás hundiéndose en el respaldo del sillón, con sus ojos perdidos en el techo sobre ella.

    —¡Jane!, ¿estás bien? —exclamó Mike, presa de la preocupación. Rápidamente se le aproximó, y la tocó con mucho cuidado, como si temiera de alguna forma lastimarla—. El, ¿me escuchas? ¿Qué pasa?

    Eleven no respondía, ni siquiera era seguro que lo hubiera escuchado en realidad. Se quedó contemplando el techo por un largo rato, mientras su mente poco a poco intentaba volver a ese lugar por completo.

    —No… no… —fue lo primero que se escapó de sus labios, como pequeños quejidos—. Algo está pasando… o está por suceder…

    Mike la miró sin entender, y realmente Jane tampoco entendía del todo. Los detalles se le escapaban, pero lo importante estaba claro: Matilda estaba en peligro; y no sólo ella…

    — — — —​

    El sol comenzaba a meterse cuando Matilda y Cole llegaron a Salem. Habían pasado más tiempo de ese día conduciendo de lo que habían estado en Silverdale. Esos largos paseos por carretera se estaban volviendo demasiado agotadores. Matilda esperaba que ya no tuviera que hacer más de esos, y que al menos en lo que restaba de su caso pudiera quedarse en Eola tranquilamente.

    Se detuvieron sólo unos minutos en su hotel en Salem, para estirar las piernas, recoger algunas cosas, y quizás asearse un poco. Luego de ello se dirigieron de nuevo juntos en dirección al hospital psiquiátrico. Matilda le había sugerido a Cole que se quedara en Hotel, pero él insistió en acompañarla hasta el final de ese día. No entendió a qué venía esa obstinación, pero tampoco hizo mucho esfuerzo para rechazarlo. De hecho, estaba tan cansada que posiblemente no podría hacer mucho esfuerzo para nada en realidad. Pero debía ir a ver a Samara, aunque fuera por poco tiempo. Desde su plática con Cody había estado bastante intranquila, y lo estuvo aún más luego de su nada agradable encuentro con Evelyn. Sólo quería echarle un vistazo, hablar con ella un segundo y verificar que estuviera bien.

    ¿Era normal que se sintiera así de sobreprotectora con una paciente, como Cody le había mencionado? Quizás no tanto… quizás, Cody y Cole tenían razón al decir que le había tomado un cariño especial a Samara. Pero… ¿era eso tan malo?

    —Aún es un poco temprano —señaló Matilda justo cuando estaban ingresando al estacionamiento del hospital—. Quizás Cody aún se encuentre aquí.

    —Te mueres por ir y ver que todo esté bien, ¿cierto? —comentó Cole con tono burlón, haciendo que la psiquiatra se ruborizara apenada.

    —No me molestes, Samara es mi responsabilidad después de todo.

    Aparcaron cerca de la entrada. Ambos bajaron tranquilamente del vehículo, pero no podrían ingresar al hospital en ese momento. Cuando ambos ya habían cerrado sus respectivas puertas, vieron cómo se abrió abruptamente la puerta del conductor de un automóvil que se encontraba a dos lugares del suyo. De éste, comenzó a bajarse con algo de dificultad un hombre de piel morena y cabello oscuro, que luchaba para salir tanto él como las dos muletas que traía consigo. Matilda y Cole permanecieron de pie a unos metros de las puertas del hospital, viendo aquella escena con total incredulidad.

    —Oh, no puede ser… —exclamó Cole con una nada discreta molestia. Él reconoció de inmediato a aquel individuo, y Matilda igual. De hecho, era bastante probable que hubiera estado sentado, esperándolos especialmente a ellos dos.

    El hombre se aproximó con actitud desafiante hacia ellos, a pesar de que se acercaba apoyado en dos muletas; al parecer había aprendido a manejarlas mejor desde la última vez que lo vieron.

    —Detective Vázquez, buenas noches… —le saludó Matilda, un tanto impresionada aún.

    Era el Detective de Portland que había sido herido durante en el tiroteo del Providence Medical Center hace sólo unos días atrás, y al que definitivamente no le habían dejado para nada una buena primera impresión. Matilda tenía la esperanza de no tener que volver a cruzarse con él de nuevo, pero ahí estaba; y por su rostro, podía adivinar que se encontraba de igual o incluso peor humor que la última vez. ¿Cómo supo dónde encontrarlos? Evidentemente era mucho mejor detective de lo que pensó.

    —Me dijeron que no estaba —murmuró Vázquez con voz seca, clavando su mirada directo en la psiquiatra—, pero sabía que si esperaba lo suficiente la sorprendería. —Lo decía como si acaso hubiera querido hacerle una emboscada… y quizás esa era la idea—. ¿Dónde está Lily Sullivan? ¿Dónde está la niña, mujer o lo que sea que me disparó? Dígamelo ahora mismo.

    En su voz se escuchó un gran tono de exigencia que no dejaba lugar para la vacilación.

    Antes de que Matilda pudiera responderle, Cole dio un paso al frente para interponerse entre ambos.

    —¿Enserio sigue con eso? —Le cuestionó el oficial de Filadelfia, con actitud defensiva—. Ya le dijimos que no tenemos ni idea.

    —¿Ah no? Quizás les refresque la memoria saber que esa mujer mató a otro oficial ayer en Olympia.

    Esa información sorprendió tanto a ambos, que se quedaron mudos por unos instantes.

    —Santo Dios —murmuró Matilda, pero no con horror, sino más bien con frustración al recordar lo ocurrido en ese hospital, y como podría haberla detenido si no fuera por esa… oscura intervención.

    Sin embargo, poco a poco logró sobreponerse, dejar los sentimientos a un lado por un segundo, y razonar un poco más lo que acababa de escuchar. Especialmente, se concentró en el lugar que había mencionado…

    Vázquez, por su parte, prosiguió.

    —Era un chico decente que sólo cumplía con su deber. Lo ahorcó en un baño y dejó su cuerpo ahí como si fuera basura.

    —¿Eso pasó en Olympia? —murmuró Matilda, casi sin proponérselo.

    —Sí, en Olympia —le respondió el policía con agresividad—. ¿Quiere que le dibuje un mapa?

    Matilda no hizo mucho caso a esa respuesta, y en su lugar se alejó un par de pasos, cediéndole por completo el control de esa plática a Cole. No entró al hospital, ni tampoco era esa su intención. Sólo quería pensar un poco a solas… o lo más a solas posible.

    Olympia… acababa de desayunar ahí esa misma mañana. Claro, Vázquez dijo que pasó el día anterior, pero aun así enterarse de ello la puso demasiado nerviosa de golpe.

    —¿Y cómo saben que fue Leena Klammer? —Inquirió Cole, escéptico.

    —No les tengo porque explicar nada —respondió Vázquez, encarando de frente al chico de Filadelfi, con actitud demás amenazante—. Si ustedes tienen la menor idea de dónde están, tienen que decírmelo, ¡ahora mismo!

    —Vaya que usted es terco; qué no tenemos ni idea de dónde esté esa mujer. Si lo supiera se lo diría, de policía a policía.

    —¿De policía a policía? —Vázquez soltó de golpe una sonora risa sarcástica—. ¿Crees que no te investigué? La policía de Filadelfia tiene muchas historias divertidas que contar sobre el loco Detective de los Muertos.

    —¿Ah sí? —Musitó Cole; su expresión se endureció gravemente al escuchar tal mofa a sus expensas—, ¿Y una de esas historias es mi taza de casos de homicidios resueltos?

    La tensión entre Vázquez y Cole iba en aumento, y su discusión parecía estarse volviendo más acalorada. Pero Matilda no era del todo consciente de lo que ocurría a sólo unos pasos de ella. Seguía pensando en su propio tema.

    Esa mujer con apariencia de niña, aquella que había secuestrado a Lily Sullivan, sin lugar a duda trabajaba para su misterioso atacante; no por nada había aparecido precisamente para defenderla y permitirle escapar. Y ahora se dirigió de Portland a Olympia. Eso implicaría que se dirigía al norte… pero, ¿qué había en el norte? Muchas cosas, de seguro. Quizás se dirigía a Seattle, o intentaba cruzar la frontera a Canadá… o quizás algo más alarmante.

    “Sólo soy una mensajera”, era lo único que le había respondido cuando le preguntó quién era. Si se permitía adivinar, diría que tenía que ser una mensajera de aquel individuo… pero, ¿con qué fin? ¿Para qué quería a Lily Sullivan? ¿Qué había al norte…? Seattle estaba al norte, pero también Silverdale, justo de donde ellos venían. Pero más al norte estaba…

    —¿Es cómo ellos, no? —Prorrumpió Vázquez como ferviente acusación—. Usa trucos para hacer creer a todos que puede hacer cosas que no son reales. Pero sus jueguitos ya no me hacen gracia. Podemos hacer esto por las buenas o por las malas.

    —¿Me está amenazando? —Le contestó Cole con ímpetu—. Porque en cuanto deje esas muletas, le doy gusto dónde quiera.

    —Te patearé tu linda cara con todo y muletas, muchacho irrespetuoso.

    —Gracias por lo de linda cara, favor que usted me hace…

    Matilda se preguntaba por qué su mente iba en esa dirección, como atraída por un imán. Más al norte de Silverdale se podía llegar a Port Townsend. Una vez ahí, se podía tomar el ferri y llegar a…

    Y entonces la idea le bombardeó la cabeza, y detonó con una tremenda explosión. No tenía nada en específico para llegar a esa conclusión, nada que pudiera comprobarle que de todos los sitios posibles al norte de Olympia, ese fuera en efecto el correcto. Pero no le cabía la menor duda, no había ni una pequeña parte en ella que quisiera detenerse a cuestionárselo. Por algún motivo, ya fuera por su Resplandor o por intuición convención, lo sabía con seguridad: se dirigía a la Isla Moesko.

    —Samara… —Susurró despacio, con un profundo sentimiento de aprehensión.

    Cuando logró reaccionar, se encontraba tan cerca de la puerta automática que éstas se abrieron abruptamente, sacándola de sus pensamientos. Se giró entonces de nuevo hacia Cole y Vázquez que seguían discutiendo. Pero no fueron los dos policías lo que cautivo su atención, sino una extraña sensación sobre su cabeza. Caminó lentamente alejándose de las puertas, y éstas se cerraron de la misma forma que se habían abierto. A medio camino, se detuvo en seco, alzó su mirada hacia el cielo ya casi estrellado por completo, y logró ver, o más bien sentir, algo de gran tamaño que se desplomaba hacia ellos desde el tejado el hospital. Esto la puso totalmente en alerta.

    —¡Cuidado! —Exclamó de golpe y por mero reflejó alzó su mano hacia el frente. Tanto Cole como Vázquez fueron empujados abruptamente hacia un lado su telequinesis, cayendo en el pavimento del estacionamiento a varios metros de donde se encontraban. Todo esto, antes de que aquello que Matilda había visto se estrellara contra el suelo justo delante de ella.

    Matilda lo sintió pasar a sólo unos centímetros de ella, y tras el impacto sintió como su cara era salpicada, y por mero reflejo cerró sus ojos. El choque de aquello contra el cemento fue duro, como de algo rompiéndose, pero acompañado de un grotesco sonido húmedo como si fuera una plasta de puré o salsa.

    Cole y Vázquez, aturdidos por el cambio tan repentino, comenzaron a reponerse poco a poco, siendo el Detective de Portland al que más trabajo esto le resultaba debido a su condición. Ambos viraron al mismo tiempo en dirección a Matilda, sólo para ver aquello de lo que los había protegido. La expresión de ambos se llenó de una gran confusión… pero también de horror.

    —¿Qué demonios….? —Escuchó Matilda que Cole externaba, incapaz al parecer de terminar su frase.

    La castaña se obligó a sí misma a abrir sus ojos y enfrentar aquello. No tuvo que mirar por mucho antes de que el mismo sentimiento que había albergado a los dos oficiales se le contagiara. Una bata blanca cubría el cuerpo de gran tamaño, que ahora reposaba en un charco de sangre y tejidos. El cuello se le había torcido en un ángulo obsceno, y sus piernas y brazos se encontraban desparramados sin ningún sentido. El rostro, o lo que quedaba de éste pues cerca de la mitad de su costado derecho se había deformado de una forma casi irreconocible tras el impacto, se encontraba volteado justo hacia Matilda. Y aquel único ojo oscuro que le quedaba intacto, parecía aún estarla mirando a través del cristal roto de sus anteojos, como si sólo estuviera ahí recostado.

    Llevó una mano a su boca para contenerse de gritar. Respiró agitadamente, intentando calmarse. Le era imposible quitarle los ojos de encima, como si esperara que mientras más lo viera más sentido le encontraría a esa figura abstracta y horrenda que hace sólo unos segundos era una persona.

    —Oh, por Dios —exclamó con un nudo atorándosele en la garganta—. Dr. Scott…

    Apenas y lograba reconocerlo, pero era él. Había saltado desde el tejado, era la única forma en la que podría haberse hecho tal daño. Pero, ¿por qué? ¿Y por qué justo en ese momento?

    Se quedó paralizada en su sitio, tan desconectada que no sintió vívidamente cuando Cole se le aproximó, la tomó en sus brazos y la giró para que dejara de verlo. Ella no se resistió, y de hecho una parte de sí le agradeció en silencio. Ni siquiera hizo el intentó de apartarse de él, y permaneció con su mejilla apoyada contra su pecho, en un infantil intento de sentirse segura.

    Vázquez se aproximó cauteloso, parándose a un lado del cuerpo y mirándolo con absoluta perplejidad. Justo en ese momento, y como si fuera una consecuencia de lo que acababan de ver, los tres escucharon abruptamente como las alarmas de incendio del hospital comenzaron a sonar con fuerza estridente, como campanas resonando una tras otra, destruyendo por completo ese frágil silencio que los envolvía. Los tres se viraron al mismo tiempo hacia las puertas del hospital. Desde el interior sólo se lograban escuchar las alarmas… y nada más…

    —¿Qué está pasando? —Cuestionó Vázquez, pero ninguno de ellos tenía una respuesta que darle.

    * * * *​

    La madre de Roberta pasó por ella apenas unos minutos antes de que su sesión terminara. Había sido una buena charla, y para el final la niña se había soltado bastante; de hecho, ni siquiera parecía tener ganas de irse.

    —Hasta la próxima semana, Roberta —se despidió Matilda en la puerta.

    —Muchas gracias, Matilda —le saludó la pequeña mucho más entusiasmada, agitando una de sus manos enguantadas.

    Cerró la puerta con llave una vez que se fueron, y se tomó un segundo para estirar un poco los brazos e intentar relajarse. Eran las ocho, o quizás un poco más. No tenía ninguna otra cita para ese día, así que se retiraría a su departamento a descansar. Mientras caminaba de regreso a su oficina para tomar sus cosas y apagar todo, repasaba en su cabeza todo lo que tendría que hacer a continuación: comprar algo de cenar, trabajar en las notas de las sesiones que había tenido ese día, quizás hablar con su madre…

    A medio camino hacia su escritorio, sintió de golpe un extraño dolor punzante en el estómago, que la hizo paralizarse y doblarse un poco sobre sí misma. Llevó sus manos al centro de su abdomen, y lo presionó con algo de fuerza. Fue bastante extraño, pues había surgido de la nada, y así como vino se esfumó, dejando en su lugar sólo un molesto ardor. ¿Qué había sido eso?

    Separó lentamente sus manos de su abdomen, y al hacerlo notó algo extraño: sus manos se veían manchadas. Las giró para contemplar mejor sus palmas, y se quedó atónita ante lo que vio: estaban manchadas de sangre… completamente manchadas de sangre. ¿Acaso estaba herida? Miró hacia sus ropas, y no era su abdomen: todo ella estaba cubierta de sangre rojiza y brillante, de pies a cabeza, formando incluso un charco en el suelo a sus pies, y pequeñas gotas se escurrían por sus dedos y caían como lluvia sobre su alfombra.

    —¿Qué es esto…? —Exclamó horrorizada, retrocediendo con pasos torpes, cayendo de sentón al suelo al tropezarse con sus propios pies.

    En cuanto tocó la alfombra, al parpadeo siguiente ya no se encontraba en su oficina. El mundo a su alrededor se volvió confuso, lleno de luces, y risas… muchas risas estrepitosas, rebotando en su cabeza. Sintió abruptamente una gran ansiedad, tanta que sintió que su corazón se aceleraba y rebotaba en su pecho, hasta casi provocarle dolor.

    Tuvo la suficiente cabeza fría para cerrar sus ojos, respirar lentamente y comenzar a tranquilizarse poco a poco. Las risas se fueron disipando, hasta que se esfumaron por completo. Cuando logro abrir sus ojos de nuevo, se encontraba otra vez sentada en la alfombra de su oficina. La sangre también se había ido; sus manos y sus ropas se encontraban totalmente impecables… como si nada hubiera ocurrido.

    —¿Qué fue…? —murmuró en voz baja, pero calló abruptamente. Un pensamiento inundó su mente de manera invasiva—. Carrie…

    Se paró a toda velocidad y se dirigió a su bolso, que seguía sobre la mesa de centro justo donde la había dejado. Buscó desesperada su teléfono y revisó rápidamente la pantalla; no había ningún mensaje o llamada perdida, pero eso no la tranquilizó. Sin esperar mucho lo desbloqueó y se fue directo a la conversación con Carrie. El último mensaje era el suyo, y estaba marcado como leído, pero ya no había ninguna respuesta. De hecho, marcaba que la última conexión había sido aproximadamente al mismo tiempo que había enviado los mensajes.

    Le escribió rápidamente:

    Hola Carrie, ¿cómo estás?

    Lo envió, y se quedó mirando la pantalla en silencio, mientras caminaba de un lado a otro por la oficina. Pasaron, dos, tres, cinco minutos, y Carrie ni siquiera se conectaba. Los nervios la invadían cada vez más. No pudo resistirse y mandó de inmediato un mensaje más.

    Carrie, ¿estás ahí?

    El resultado fue el mismo: ninguna respuesta, ni siquiera una señal de vida.

    Se tomó un segundo para dejarse caer en su sillón y meditar un segundo. No tenía motivo alguno para suponer que algo malo había pasado. Quizás sencillamente se estaba divirtiendo mucho en el baile, y en lo que menos pensaba era en ver el teléfono. Pero… ¿Qué había sido esa visión? ¿Qué significaba?

    Se talló su rostro con una mano, pensando intensamente en qué hacer. Aunque, en realidad, todo su cuerpo le gritaba exactamente lo que debía de hacer, y lo que buscaba era alguna excusa que la convenciera de no hacerlo. Pero no la consiguió…

    Tomó de inmediato su teléfono, su bolso y las llaves de su auto. Se fue casi en estampida de su consultorio, sin siquiera preocuparse por apagar las luces. Tenía su camino bien decidido: Chamberlain, Maine

    FIN DEL CAPÍTULO 37

    Notas del Autor:

    Las cosas habían estado relativamente tranquilas, pero en este capítulo se prendieron abruptamente. En los siguientes dos capítulos veremos la conclusión del que se podría decir es el “arco” de Carrie, y lo que sucedió aquella noche en Chamberlain entre Matilda y ésta. Algunos hechos serán más que conocidos, pero otros serán nuevos. Luego de ello, veremos lo que podríamos considerar casi como el Final de Temporada de lo que ha sido esta historia hasta ahora, y eso no sé qué tantos capítulos durará pero será realmente muy emocionante (espero).

    Gracias por seguir esta historia hasta este punto, y espero que los próximos capítulos sean de su agrado. Nos vemos dentro de muy poco con más.
     
    Última edición: 25 Marzo 2019
  18.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas

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    Capítulo 38.
    Ya no puedes detenerme

    El mismo día que Carrie se encontró con Matilda en aquel parque, y le diera ánimos para aceptar la invitación de Tommy Ross, precisamente éste se apareció delante de su casa. Tommy la interceptó en la acera mientras ella se dirigía para allá desde el parque, justo a la hora en la que ella sabía que su madre regresaría. Carrie se sorprendió bastante por ese encuentro tan repentino, pero también se puso bastante nerviosa por la idea de que cualquier vehículo que doblara en la esquina, fuera precisamente el de su madre.

    Tommy dejó muy clara su intención rápidamente: quería volver a invitarla al baile, dejando en entredicho que su primera respuesta no le había sido favorable. Esto de cierta forma alegró a la joven White, pero su insistencia también le agregaba algo más de incomodidad a la situación. De manera normal sería ya bastante difícil convencer a su madre de aceptar toda esa idea del baile; sería sin lugar a duda imposible si de entrada tenía que verla parada a lado de un chico justo delante de la casa. Se imaginaba las mil y una cosas que le diría y haría; y el tema del baile quedaría totalmente hecho de lado para siempre. Un poco por los nervios de que eso ocurriera, pero principalmente animada por la charla que acababa de tener con Matilda, decidió aceptar rápidamente la invitación, esperando que Tommy se fuera lo más pronto posible.

    El chico se veía feliz por su respuesta; más feliz de lo que ella esperaba. Quedó de pasar por ella el sábado a las 7, y entonces se retiró. Y fue entonces, justo cuando estuvo de nuevo sola, que toda la realidad de lo que estaba pasando le cayó encima. Pero… no fue algo desagradable, en realidad. De hecho, por primera vez en mucho tiempo sintió una tremenda emoción y alegría recorriéndole el cuerpo entero. Iría al baile, con un chico guapo… como una adolescente normal. Eso era real, en verdad estaba pasando.

    Esa noche no tocó en lo más mínimo el tema con su madre. Tenía que ver la forma y el momento adecuado. Pero no podía dejar pasar mucho tiempo; el día del baile llegaría en un abrir y cerrar de ojos, después de todo.

    Al día siguiente, luego de la escuela, no quedó de verse con Matilda, pero tampoco se dirigió caminando directo a su casa como solía hacer si no se reunía con la psiquiatra. En cambio, se dirigió a la parada de autobús y tomó el que la llevaba al centro de Westover, un pueblo aledaño a Chamberlain. Su intención era dirigirse directo a Main Street, en donde se encontraban todas las grandes tiendas; el tipo de sitios al que sabía que las chicas iban con sus amigas a comprar todo aquello que no conseguían en los comercios más modestos de Chamberlain, o a veces sólo a pasear y comer algo. Luego de haberse aventurado a tomar en esa misma parada el camión a Boston, ir sola a Westover parecía una cosa de niños. Era increíble todo lo que se estaba aventurando a hacer en tan poco tiempo; su yo de un par de meses atrás, de seguro ni siquiera la reconocería.

    Caminó por un rato viendo los aparadores de las tiendas, admirando los vestidos que en ellos exhibían, delineando las delgadas figuras de los maniquís. En algunas ocasiones ya se había imaginado a sí misma usando algo así, pero la idea de realmente hacerlo se sentía bastante lejana, como una fantasía imposible. Pero ahí se encontraba ahora, a punto de hacerlo realidad. Los vestidos de los aparadores eran hermosos, pero ella tenía en su mente una idea específica de cómo debía de verse, y ninguno de ellos le satisfacía. Al final, la idea de hacerlo ella misma, justo y como se lo imaginaba, la tentó más que cualquier otra. Si existía algo bueno entre toda las cosas que su madre le había enseñado, eso era en definitiva la costura; ¿por qué no aprovecharlo?

    Usó casi todo el dinero que había ahorrado de los trabajos ocasionales que hacía con su madre, en comprar un largo trozo de tela color rosa salmón; justo el tono que quería, eso tenía que ser el destino. No había forma de que lo hubiera conseguido en las tiendas de Chamberlain en donde su madre acostumbraba comprar las telas. En ninguna de ellas podía existir algo tan hermoso.

    Para cuando terminó de realizar su compra y tomó el camión de regreso a Chamberlain, estaba ya anocheciendo. Su madre de seguro había llegado hacía horas a casa, y no había encontrado ni rastro de ella. En cualquier otro momento esa sola posibilidad la hubiera matado del miedo, pero no ese día. Tenía que comenzar a trabajar en el vestido lo antes posible, y no podría hacerlo a escondidas de su madre. Por ello, había tomado la resolución de decirle esa misma noche sus planes, y que pasara lo que tenía que pasar.

    “Sé que de momento lo parece así. Pero tarde o temprano, tendrás que tomar tus propias decisiones, y decidir tu propio camino. Aunque para ello tengas que ir contra los deseos de tu madre.”

    Aquellas palabras que Matilda le había dicho le daban fuerza para hacerlo. Sólo esperaba que fuera la suficiente.

    Se bajó en la misma parada en la que se había subido, y de ahí caminó calle abajo en dirección a su casa, con el pedazo de tela oculto en su mochila. El cielo relampagueaba y una brisa húmeda soplaba y agitaba los árboles. Estaba por caer la lluvia, y definitivamente sería fuerte. Cuando estaba ya cerca de la casa, la luz centellante de un relámpago iluminó la silueta de su madre, con su largo vestido oscuro y su cabello suelto, de pie en el pórtico mientras miraba en su dirección. Aquella aterradora imagen la detuvo en seco, y por unos instantes sintió que el aire se le escapaba. La mujer no hizo ademán alguno de querer acercársele; sólo se quedó quieta observándola, sin siquiera pestañear.

    Carrie suspiró, y se empujó a sí misma a seguir avanzando.

    —¡¿Dónde estabas?! —Le gritó furiosa la mujer de negro, mientras Carrie subía los dos escalones que llevaban al pórtico—. ¡Me tenías tan angustiada!

    —Perdón por la hora… —le respondió cabizbaja mientras pasaba a su lado.

    —No hables, sólo entra.

    La mujer prácticamente la empujó hacia el interior de la casa, y Carrie no opuso mucha resistencia.

    Una vez que ambas entraron, la señora White cerró la puerta con brusquedad detrás de ellas, haciendo que las ventanas retumbaran un poco. Todo el interior de la casa era alumbrado sólo por velas. Su madre había ya asegurado las ventanas como preparación a la inminente lluvia. Carrie bajó su mochila y la colocó lentamente en el suelo del recibidor, como si temiera romper lo que ahí traía oculto.

    —Tu cena se enfrió —le recriminó su madre mujer con algo de hastío en su tono—. Ahora voy a tener que calentarla.

    La señora White caminó hacia la cocina, armada con una vela que había tomado de la encimera del comedor para ver mejor. Carrie caminó detrás de ella, con cierta sumisión en su paso. Creyó enserio estar lista, pero la sola presencia de su madre la doblegaba más de lo que esperaba

    —¿Dónde te metiste? —Le cuestionó de nuevo, mientras habría el horno e introducía en este el recipiente con los restos de la cena.

    —Lo siento, mamá —se disculpó la jovencita con la mirada agachada—. Tomé un autobús a Westover, y compré tela para un vestido…

    —¿Westover? —Le interrumpió abruptamente con severidad, alzando sus penetrantes ojos azules directo hacia ella como dos navajas—. ¿Qué hacías allá?

    —Te lo dije, compré tela…

    —No tienes que ir a ningún sitio más que a la escuela y aquí, y lo sabes —sentenció tajantemente, marcando punto final a cualquier otra explicación que pensara darle. Carrie sólo logró asentir en silencio.

    La mujer se giró de nuevo al horno de leña, murmurando despacio palabras que Carrie no fue capaz de entender. Comenzó a intentar encender un cerillo. Los primeros dos intentos fueron en vano, y el tercero lo rompió. Respiró hondo por su nariz intentando apaciguar su enojo, y entonces lo volvió a intentar.

    —Mamá, antes de que sigas, tengo que decirte algo —murmuró Carrie con más seguridad que antes—. Alguien me invitó al baile.

    La señora White se quedó paralizada, sin mirarla ni reaccionar. Tenía sus ojos fijos en el interior del horno, que asemejaba a una oscura y profunda caverna.

    —Mamá, me invitaron al baile... —repitió, como si creyera que no la había oído bien.

    —¿Qué baile? —masculló la mujer, girando su rostro lentamente hacia ella. Su mirada era fría y dura.

    —El baile de graduación. Es el sábado, y todo el mundo irá.

    —Oh, mi Dios, mi Dios… —Masculló la señora White, tomándose su cabeza con ambas manos y comenzando a temblar—. ¿Por qué?, ¿por qué…?

    Carrie no le dio mayor importancia a la reacción de su madre, y siguió hablando pese a ésta.

    —Se llama Tommy, y es un buen muchacho. Te lo voy a presentar, y prometió traerme a las 10:30.

    —No, no, no... —repitió varias veces la mujer, como un pensamiento en voz alta que se le escapaba. Se puso de pie, alejándose de Carrie unos pasos. Agitaba su cabeza y su cuerpo entero de un lado a otro. Carrie se le aproximó para evitar que se alejara por completo de ella y dejara por lo tanto de escuchar todo lo que tenía decirle. Ya había dado el primer paso, no podía retroceder ahora o quizás ya no sería capaz de volverlo a hacer.

    —Mamá, ya acepté... —en cuánto escuchó aquello, su madre la volteó a ver incrédula, con sus ojos totalmente abiertos y llenos de asombro—. Sé que esto te asusta mucho, y a mí también. Pero entiende que no soy como tú. Los demás chicos de la escuela... todos creen que soy rara. Y yo no quiero ser así, quiero ser normal. Quiero intentar llevarme mejor con la gente, antes de que sea demasiado tarde...

    Su madre calló abruptamente sus palabras con tremenda bofetada perpetuada por su pesada mano. Ésta fue tan fuerte, que casi hizo que todo el cuerpo de Carrie girara sobre sí mismo y se desplomara. Sin embargo, en lugar de eso, la joven fue prácticamente lanzada contra la mesa de la cocina, y logró apoyarse firmemente a ésta para evitar caer irremediablemente al suelo. Un quejido de dolor se le escapó de los labios, acompañado de algunos sollozos. Su rostro se enrojeció rápidamente en donde la había golpeado.

    —¡Zorra indecente! —le murmuró con la ira acumulada en su garganta, inclinando su cuerpo hacia ella hasta casi pegar su rostro contra su oído izquierdo—. Con todo lo que te he enseñado, con todo lo que te he cuidado, ¡¿cómo pudiste caer tan fácil en sus garras?!

    —No fue así… no fue así… —gimoteó Carrie, respirando profundamente para intentar no perder el aplomo con el que había comenzado esa proeza. Se incorporó lentamente, tomándose su mejilla enrojecida con una mano—. Las cosas no son como tú dices, mamá. Hay personas malas allá afuera, pero no Tommy; él es lindo. Te agradará, es un buen muchacho…

    —Muchachos, muchachos… —Murmuró Margaret White con tono irónico—. Claro que sí. Después de la sangre, vienen los muchachos, olfateando y babeando cual perros.

    —Ya basta, no sigas...

    Cuando comenzaba a hablar de esa forma, era imposible hacerla entrar en razón. Por mero reflejo, Carrie salió temerosa de la cocina con la cabeza agachada hacia la sala. Su madre fue ahora la que fue detrás de ella, hostigándola insensatamente, casi susurrando en su nuca sus palabras.

    —Te olfateará hasta descubrir de donde viene el olor de la sangre, y cuando lo descubra te tomará, Carrie. En su auto, entre los árboles, afuera en el frío, en donde están las cantinas, los albergues de carreteras, y el whiskey.

    —Detén toda esta locura —murmuró la joven, intentando sacarle la vuelta, alejarse de ella. Pero la mujer la seguía, la agobiaba con su presencia, con su sola voz…

    —He visto lo que hacen con las otras chicas, y tú no serás una de ellas. Dile a ese muchacho que no irás.

    —No lo haré.

    —Si no lo haces nos mudaremos. ¡Nos mudaremos y no dejaremos de mudarnos nunca!

    —No...

    —Vas a entrar a tu closet de inmediato, vas a entrar ahí y pedirás misericordia. ¡Implorarás perdón!

    —¡No lo haré!

    —¡Ve a tu closet, ahora!

    —¡No!, ¡nunca más haré tal cosa!

    Su gritó retumbó con un fuerte estruendo, más intenso que cualquier relámpago que resonara en el exterior. Abruptamente, y como respuesta a su propio grito, los sillones y las mesas de la sala se elevaron hasta chocar contra el techo, como si un ser invisible los hubiera tomado con sus manos y alzado sobre su cabeza. Los cuadros de las paredes también saltaron, incluyendo el enorme tapiz de la última cena, del comedor. Los pocos objetos de decoración que ahí había, e incluso las velas; todo lo que las rodeaba en ese preciso momento dio un salto en el aire por sí solo.

    Margaret White vio todo aquello estupefacta, y cayó al suelo de rodillas, presa del pánico. Soltó un alarido de terror, sin poder creerlo. Agachó su cabeza suplicante unos segundos, y luego alzó de nuevo su mirada lentamente, sólo para comprobar que todo aquello seguía flotando a su alrededor, como si la casa entera se hubiera volteado. Ella no entendía qué había pasado… pero Carrie sí.

    La joven también estaba sorprendida. Eso no era parte de lo que tenía planeado hacer; aquello había ocurrido de la nada, sin que se lo propusiera conscientemente… pero, no tenía arrepentimiento alguno de ello. Su madre seguía de rodillas, con sus manos juntas al frente en posición de plegaria, y miraba hacia ella con sus ojos desorbitados y perdidos. Carrie sintió que se cuestionaba a sí misma si era ella quien lo estaba haciendo o no, y sintió de inmediato el deseo de aclararle su duda. Soltó todo de golpe, quizás con más brusquedad de la necesaria, teniendo sólo principal cuidado con las velas. Dejó todo de nuevo en su lugar, y su madre soltó otro alarido de terror, más discreto que el anterior, pero aun así bastante intenso. Ocultó su rostro detrás de sus manos entrelazadas, y comenzó a susurrar.

    Carrie la miró con cierto asombro. Eso era algo que no había presenciado antes. Al ver a su madre ahí, sumida y temblorosa en el suelo, por primera vez le pareció tan pequeña; tan… patética e insignificante…

    —Mamá, levántate —le pidió con serenidad, pero la mujer siguió en el suelo, murmurando plegarias—. Levántate por favor —le volvió a pedir de la misma forma, recibiendo el mismo resultado—. ¡Qué te levantes!

    Extendió entonces su mano hacia ella y la mujer se alzó en el aire de un jalón repentino, hasta que sus pies se apartaron del suelo y quedó flotando a mitad de la habitación. Soltó un alarido más de pánico, mismo que Carrie debía aceptar que disfrutó un poco.

    —Bruja... —espetó la mujer con voz seca—. Eres una impía hija del demonio...

    —No me digas así —le respondió Carrie, verdaderamente dolida de escucharla llamarle de esa forma tan despectiva—. No existen las brujas.

    —El diablo está en ti… el diablo está en ti…

    —No es el diablo, mamá, soy yo. Hay otras personas que hacen esto mismo que yo hago, o incluso más.

    —Mi pobre niña, no entiendes, no entiendes lo que sucede... No te deja ver que trabajas para Él...

    —No, tú eres quien no entiende —señaló la jovencita con ferviente convicción—. La Dra. Honey me ha explicado todo...

    —¿Doctora? —Interrumpió su madre cortantemente—. ¿Esa mujer? ¿Ella es la que te ha inculcado todo esto? ¿No te das cuenta que es un sirviente del Oscuro? Sólo vino a llamar a nuestra puerta para alejarte del camino verdadero...

    —¡No! —Gritó Carrie, y toda la casa se agitó ligeramente como si fuera presa de un pequeño temblor. Marget White aulló asustada de nuevo—. Ella ha sido más una madre para mí en estos días de lo que tú lo has sido en toda mi vida. Ella me dijo que debo empezar a imponerme ante a ti, a tomar mis propias decisiones; que todo será mejor cuando lo haga... y tiene razón.

    La soltó de golpe y la dejó caer por su propia cuenta al suelo. La mujer se desplomó de nuevo, y ahí se quedó gimiendo y orando, pidiendo perdón y fuerzas. En realidad Carrie no le entendía bien lo que decía, pero tampoco le importó.

    —Voy a ir al baile, mamá —declaró tajantemente, indiferente a si la estaba escuchando o no—. Y ya no puedes detenerme…

    Se aproximó a su mochila, la alzó del suelo y se encaminó a su habitación, pasando justo al lado de la mujer. Ésta siguió en lo suyo.

    —Así que ya no volvamos a hablar de esto otra vez. Tengo un vestido de hacer…

    Orgullosa de lo que había logrado esa noche, Carrie se dirigió a su cuarto, y comenzó esa misma noche la elaboración de su vestido soñado.

    La emoción que le inundaba era tan grande, que le aceleraba el corazón como no sabía que era posible. Siempre pensó que estaba destinada a agachar la cabeza ante su madre, ante sus compañeros, sus maestros, y ante todo el mundo que la quisiera pisotear. Pero ese momento le había demostrado que no tenía que ser así, ya no más.

    “En verdad creo que eres una persona muy especial, Carrie… aunque tengas en estos momentos a una madre y unos compañeros que no lo sepan apreciar. Pero un día, todo será diferente…”

    Se sentía tan bien y tan fuerte. La Dra. Honey tenía razón en todo lo que le había dicho. Ahora todo sería diferente…

    — — — —​

    La semana pasó rápido, y Carrie se esforzó de sobremanera cada noche para terminar el vestido a tiempo. Mientras ella se encontraba en su cuarto con la máquina de coser andando a marcha forzada, de vez en cuando le llegaban las lejanas oraciones de su madre desde la sala. Intentó ignorarlas lo mejor posible y enfocarse en su trabajo.

    Los detalles finales los terminó justo la mañana del sábado. La quietud de la casa tras la partida de su madre a trabajar, le sirvió para concentrarse en ese último tramo. Se lo había puesto repetidas veces durante el proceso para revisar que todo estuviera quedando bien, pero una vez que estuvo terminado y listo, por alguna razón le dio miedo ponérselo. O, quizás miedo no era la palabra correcta.

    Se dio un baño en la tina, aseándose como nunca lo había hecho. Principalmente se lavó muy bien su cabello para que no se le notara en lo absoluto grasoso. Durante la semana se había comprado un acondicionador para rizos y algo de maquillaje. Nunca se había maquillado, y definitivamente su madre no la ayudaría con eso, pero esperaba hacerlo bien. Luego de bañarse se secó bien el cabello y se lo peinó como mejor pudo. No sabía con seguridad si lo estaba haciendo bien, pero le agradaba lo que veía en el espejo. Su cabello brillaba, y su forma era definida y hermosa.

    Pasó entonces a colocarse el vestido. Respiró profundamente para armarse de valor, se retiró la bata de baño, se colocó la ropa interior y un sujetador acorde para el tipo de vestido que usaría, que igualmente había adquirido durante la semana, y justo después deslizó la suave tela del vestido por su cuerpo desde su cabeza hasta los pies. La caída era perfecta, la sensación del género contra su piel le resultaba reconfortante, pero pecaminosa a la vez. Lo último de sus pocos ahorros se había ido en un par de zapatos de tacón mediano color beige, que se colocó antes de atreverse a ver hacia el espejo.

    Su propio reflejo le resultó abrumadoramente desconocido. La forma en que caía su cabello, como el vestido entornaba la figura de su torso, como dejaba al descubierto sus brazos, su cuello, y principalmente la parte superior de su busto en ese bonito escote al que tanto tiempo le había dedicado para que quedara perfecto. Sintió por un momento el instinto de alzar sus brazos y cubrirse, pero se contuvo y en su lugar bajó los brazos abruptamente hacia los lados. No tenía nada de qué avergonzarse; el vestido era hermoso, discreto y formal. Se había basado en varios de los vestidos que había visto en los aparadores de Westover, y era justo y como lo había imaginado.

    Faltaba poco para las siete. Comenzó entonces a maquillarse lo mejor posible: una base para cubrir sus imperfecciones, un poco de rímel, un ligero rubor, y un discreto brillo de labios. No quería nada exagerado, pues nunca usaba ese tipo de cosas, y lo que menos quería era verse ridícula. Y viendo el resultado final, para ser su primera vez… en realidad no lo hizo tan mal. Se veía tan bonita como cualquier otra chica de la escuela, o incluso un poco más.

    Estaba encantada con cómo se veía. Sintió de inmediato el deseo de que alguien la viera, ¿y quién mejor que la persona a la que debía agradecerle todo ello?

    Buscó debajo del colchón de su cama el teléfono celular que Matilda le había regalado; ahí lo ocultaba de su madre, pues de seguro su primer instinto si lo veía sería tirarlo contra la pared hasta que se rompiera. Se colocó de inmediato frente al espejo y se tomó una foto con la cámara del dispositivo. Aún en ese momento le maravillaba todo lo que se podía hacer con uno de esos. Le envió entonces la fotografía a la Dra. Honey, acompañada de un texto:

    Mi vestido y yo estamos listos

    Colocó el teléfono sobre el buró y siguió con su arreglo. Se intentó imaginar la reacción que tendría Matilda al ver su foto. De seguro tampoco sería capaz de reconocerla. Uno o dos minutos después, escuchó que llegaba la respuesta, por lo que se apresuró a revisar. Sus labios se curvaron una pequeña sonrisa al leer su mensaje:

    ¡Te ves hermosa!
    Diviértete mucho

    Divertirse, si acaso eso era posible para variar, definitivamente lo haría.

    Escuchó entonces que la puerta principal se abría; su madre había vuelto. Por mero reflejo se aproximó al colchón y volvió a esconder el teléfono debajo de éste. Cuando su madre apareció en la puerta del cuarto, Carrie estaba de nuevo frente al espejo, retocándose el brillo de los labios. Fingió no notarla en el reflejo del espejo, pero era bastante difícil no hacerlo. Estaba ahí de pie, mirándola intensamente con tanta severidad, hastío y hasta horror, que casi sentía que esos profundos ojos azules le perforaban la nuca.

    Intentó disimular y llevar las cosas en paz. Se giró lentamente hacia ella para encararla de frente, y le sonrió de la forma más sincera que le fue posible.

    —Bienvenida, ¿cómo te fue? —le preguntó con ánimo, pero no le respondió nada; sólo la siguió mirando lentamente de arriba a abajo, de seguro escudriñando su vestido. Tomó entonces el corsage compuesto de una sola rosa rosada, y se lo extendió—. ¿Quieres ayudarme con esto, mamá?

    —Rojo… —fue lo primero que surgió de sus labios, pronunciándolo como si la sola palabra le provocara asco—. Debí haberme imaginado que sería rojo.

    —Es rosa, rosa salmón.

    —Se notan tus sucios bultos. Todos los verán. La Biblia dice...

    —Senos mamá, se llaman senos —le interrumpió molesta, y se giró entonces de regresó al espejo para ponerse ella misma el adorno del lado derecho de su vestido—. Tú también los tienes, como todas las mujeres.

    Se terminó de colocar el adorno; realmente le sentaba bien.

    —Quítate ese vestido, Carrie —espetó sus madre con dureza a sus espaldas.

    —No voy a hacer eso.

    —Quítatelo, y lo quemaremos juntas, pidiendo perdón. Aún no es tarde.

    Sintió un extraño sentimiento de súplica en su voz que no recordaba haberle escuchado antes. ¿Se lo estaba pidiendo? Margaret White nunca pedía, ella exigía y su voluntad siempre había sido la ley. Cómo había caído tan rápido… le resultaba triste, aunque mayormente satisfactorio.

    —Mamá, ya deja eso.

    —Llama a ese muchacho y dile que no irás. No quiero que te hagan daño.

    Carrie resopló despacio, ya un poco fastidiada por su actitud.

    —¿Podrías al menos intentar ponerte un poco feliz por mí? —La miró fijamente en busca de alguna respuesta, pero ella sólo se quedó callada, observándola con su expresión dura y fría—. Supongo que no…

    Se escuchó entonces el sonido de la bocina de un auto sonando en la calle, y esto las puso a ambas en alerta. Carrie sintió que su corazón se alteraba. En teoría ya estaba vestida, peinada y maquillada, pero abruptamente no se sintió para nada lista, como si aún se encontrara desnuda. Se acercó apresurada a la ventana y se asomó por ella, esperando ver a Tommy, estacionado en su vehículo justo delante de la casa. No era él; al parecer sólo era un vehículo que pasaba por la calle y luego se alejaba.

    Carrie suspiró, un poco aliviada… pero también decepcionada.

    —Quizás ni siquiera venga —masculló Margaret White—. Te habrá engañado, jugado contigo como siempre.

    —Mamá, ya basta —le respondió la joven con dureza—. Estoy bastante nerviosa como para lidiar con tus palabras.

    Margaret White soltó un intenso alarido similar a dolor. Repentinamente, alzó su mano derecha y comenzó a golpearse a sí misma en su cabeza con el dorso, aparentemente con bastante fuerza. Mientras lo hacía, susurraba con voz seca y severa.

    —Lávense en la sangre del Cordero. Ten seguridad de que tu pecado te descubrirá, Carrie. ¡Arranca de tu cuerpo el color del demonio y quémalo!

    —No te golpees así, no harás que me quede con eso —fue lo único que Carrie le respondió, mientras la miraba de reojo sobre su hombro.

    Que transparentes y evidentes se volvían en ese momento sus manipulaciones y trucos. Carrie se preguntó cómo no se dio cuenta de ello antes. Sólo tuvo que imponerse ante ella una vez, sólo tuvo que colocarse por encima de ella y verla hacia abajo, para darse cuenta de la desquiciada y pobre mujer que era.

    Ambas se viraron de nuevo hacia la ventana cuando sintieron como un vehículo se estacionaba a un lado de la acera. Carrie miró maravillada una larga limosina blanca, elegante y brillante, y casi inmediatamente después vio a Tommy Ross, bajando de la parte trasera, luciendo un fino traje de saco blanco y pantalón negro. Carrie sintió que se le escapaba todo el aire de su cuerpo, y su corazón de aceleró por la emoción.

    Había llegado el momento.

    —Si vas a ese sitio, sólo se reirán, se burlarán y te lastimarán —escuchó a su madre pronunciar prácticamente en su oído, sacándola abruptamente de sus pensamientos felices—. Iré a recibirlo a la puerta y le diré que estás enferma. Puedes quedarte conmigo, rezaremos juntas.

    Carrie respiró hondo, intentando mantener la calma.

    —Buenas noches, mamá —le respondió cortante, sacándole la vuelta para dirigirse tranquilamente a la puerta del cuarto—. Vuelvo temprano.

    Como bien lo predijo, la mujer no dejó las cosas así e irremediablemente salió del cuarto detrás de ella, y luego la siguió escaleras abajo.

    —Arrepiéntete, aún no es tarde —le murmuraba con insistencia, pero Carie bajaba intentando no ponerle atención—. Cómo Jezabel cayó de la torre, así sucederá contigo. Y vinieron los perros y lamieron la sangre. ¡Lo dice la Biblia! No permitirás que ningún practicante de la brujería viva.

    Carrie guardó silencio. Terminó de bajar las escaleras y cruzó el recibidor hacia la puerta.

    —¡Si insistes en desobedecerme, tendré que decirle a ese chico sobre tus poderes del demonio! —Le gritó con fuerza de golpe, y eso sí provocó que Carrie se detuviera en seco.

    La joven se giró lentamente hacia ella de nuevo, pero su expresión ya no tenía absolutamente nada de tranquila. Ésta era agresiva, llena de una ira bastante tangible y profunda.

    —No te atrevas —le respondió con un tono de clara amenaza.

    Ambas se quedaron de pie en sus respectivos lugares, mirando a la otra con intensidad como si estuvieran a mitad de un duelo de miradas. Sólo el sonido de los nudillos de Tommy llamando a la puerta las hizo salir de ese estado. Margaret White hizo de pronto el ademán de querer ir a la puerta. Dio dos pasos hacia un lado para sacarle la vuelta a su hija, pero todo su cuerpo se paralizó de golpe, y fue incapaz de mover ni un solo dedo. Al mirar de reojo a Carrie, vio que ésta la miraba con aún más intensidad que antes.

    —Te lo advierto, mamá —le susurró con voz ronca, como si el enojo acumulado le cerrara la garganta y le dificultara hablar. Y por supuesto, tenía bastante enojo. Mucho de él acumulado por años, guardado en lo más profundo de su pecho. Pero ya no tenía por qué esconderlo más.

    —El diablo te controla, el diablo está en ti... —susurró la mujer con la notable presencia de aprensión en su voz.

    —Ya me tienes harta con eso...

    Carrie agitó violentamente su mano derecha a un lado, y el cuerpo entero de Margaret White fue lanzado en dicha dirección, cruzando el recibidor hacia dónde se encontraban las escaleras. Sin embargo, no era a las escaleras a las que se dirigía, sino a la puerta del closet que se encontraba justo debajo de éstas: su closet de oración, en dónde su madre la encerraba a pedir misericordia cada vez que, según ella, cometía algún pecado que lo ameritaba; que de hecho era bastante seguido.

    La puerta del closet se abrió de golpe, y el cuerpo de Margaret penetró en éste hasta quedar tirada en su suelo. Para cuando la mujer logró reaccionar y alzar su mirada, la puerta se volvió a cerrar ante ella, y poco después se colocaron los seguros; todo ello, sin que Carrie se moviera de su sitio.

    Margaret comenzó a intentar abrir la puerta con desesperación, aferrándose al picaporte y empujándola con todo su cuerpo. Pero la puerta no cedía. Carrie miró la puerta del closet agitándose con cada golpe que ella le daba. Una parte de ella se sentía mal; era su madre, después de todo. Pero… ¿cuántas veces ella la había encerrado ahí por horas?, sin importarle si tenía que ir al baño, comer, hacer tarea o lo que fuera. En comparación, un par de horas ahí apenas y podía considerarse justo.

    —Ya no digas nada hasta que me vaya —le ordenó tajantemente—. Llego a las 10:30. Espera ahí... y reza...

    Avanzó con paso más firme hacia la puerta, pero antes de abrirla se detuvo, se giró de nuevo hacia el armario y susurró muy despacio:

    —Te quiero…

    Salió por la puerta inmediatamente después. Esperándola de pie en el pórtico, se encontró con Tommy. Siempre había sido un chico apuesto, pero ese día le parecía casi irreal. La luz anaranjada del inminente atardecer lo alumbraba. Su cabello castaño oscuro se encontraba perfectamente peinado, y lucía espectacular en su traje de smoking blanco y negro que dibujaba su figura firme. En cuanto la vio, el chico le sonrió gentilmente, y ella no pudo evitar hacer lo mismo.

    —Hola —murmuró nerviosa.

    —Hola —le respondió él, aparentemente mucho más tranquilo.

    —¿Te gusta cómo me veo?

    Tommy le miró por unos segundos, en los cuales Carrie sintió bastantes nervios, aunque también emoción.

    —Estás hermosa —le respondió de pronto, haciendo que las mejillas de la jovencita se ruborizaran aún más de lo que ya estaban. Le extendió entonces su brazo izquierdo, ofreciéndoselo—. ¿Nos vamos?

    Carrie asintió tímidamente, y tomó el brazo de Tommy. Éste comenzó a guiarla para bajar las escaleras del pórtico, y luego ambos anduvieron juntos en dirección a la reluciente limosina.

    FIN DEL CAPÍTULO 38

    Notas del Autor:

    La mayor parte de este capítulo se encuentra basado en los sucesos de la película Carrie del 2013, aunque también se tomaron en cuenta algunos aspectos mostrados en la película de 1976, y otros más narrados en la novela original. Adicional a ello, hay algunos agregados propios en lo que respecta a las personalidades y reacciones de algunos personajes. El siguiente capítulo será similar en este aspecto, recreando sólo los hechos importantes desde la perspectiva de Carrie White.
     
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    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas

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    Capítulo 39.
    El Baile Negro

    La limosina alquilada los llevó justo a las puertas de la escuela. Desde la mera entrada, el lugar ya se encontraba decorado casi de ensueño. Había luces en todos los árboles, y desde la banqueta hacia la puerta habían extendido una larga alfombra azul, como si fuera la entrada de alguna premiación. Habían colgado lunas y estrellas alumbradas, asemejando de seguro un cielo estrellado. Desde su ventana, Carrie pudo ver que un número significativo de invitados iban arribando, todos con hermosos trajes y vestidos de colores primaverales. Todos reían y hablaban entre ellos, notándoseles una gran alegría y entusiasmo.

    Por un momento, la joven se sintió agobiada y muy asustada. Tommy hizo el ademán de querer abrir su puerta, pero ella por mero reflejo extendió su mano hacia él para detenerlo.

    —¿Podemos esperar un momento? —le murmuró despacio, casi como una súplica.

    Tommy la miró un poco desconcertado.

    —Sí, claro. Todo el tiempo que quieras.

    Carrie asintió con gratitud, y entonces se quedó contemplando un rato por su ventana al resto de las personas que pasaban cerca de su limosina, y se dirigían al interior de la escuela.

    —¿Estás asustada?

    —Me temo que todo esto pudiera haber sido un error —susurró la joven en voz baja.

    —No son tan malos, enserio —añadió Tommy con un tono burlón—. Además, te necesito allá. Estar bailando yo solo de seguro se vería muy tonto.

    Una pequeña risilla se escapó de los labios de la muchacha sin que ésta se lo propusiera realmente. Ese sólo comentario de alguna forma logró aligerarle un poco la pesada carga que traía consigo; quizás no toda, pero sí parte de ella.

    —Está bien, vamos.

    Tommy bajó primero y le dio la vuelta por detrás al vehículo para abrirle su puerta. Ambos caminaron uno a lado del otro por la alfombra azul hacia la entrada, y cada paso Carrie lo sintió acompañado de los intensos latidos de su corazón. Pero más importante aún que ir tomada del brazo de Tommy Ross, era la sensación de ir entrando a aquel sitio junto con todos los demás asistentes, como una más de ellos. Todo estaban ahí por el mismo motivo: disfrutar esa noche y divertirse como nunca. Y ella era ahora parte de eso, no más y no menos.

    El golpe inicial de la música fuerte y las luces, fue al principio algo aturdidor para Carrie. El sitio estaba casi a oscuras, excepto por los grandes reflectores en los techos que reflejaban luces de diferentes colores y formas por todos lados, y la música del DJ resonaba con gran fuerza en el eco natural del gimnasio, retumbando un poco sus sensibles oídos más acostumbrados al silencio y la calma de su hogar.

    Pasada la primera impresión, y una vez que sus oídos y ojos se acostumbraron, logró apreciar de nuevo todo aquello mejor. Durante los días normales de escuela, siempre veía a los chicos de su escuela como seres tan ajenos a ella, pero en ese momento todos lucían tan hermosos, casi etéreos. Pero Carrie no se sentía intimidada, sino más bien fascinada. Era como entrar en un mundo de fantasía, con brillos, colores y sonidos que no podían existir de dónde ella venía. Y todos los otros eran personajes de ese curioso cuento.

    Mientras ingresaban, Tommy le presentó a su amigo George y a su novia Frieda, ambos bastante simpáticos. Por un momento Tommy se concentró en saludar a George, bastante efusivamente, y Frieda se encargó de platicar con ella mientras se dirigían a su mesa; a ella incluso le impresionó su vestido, y se le dificultó creer que ella lo había hecho.

    Los cuatro se sentaron en la mesa; incluso la decoración de ésta, con sus manteles blancos y centros, le parecieron a Carrie hermosos. Tommy platicaba animosamente con sus dos conocidos, y Carrie en general se limitaba a sólo oír y sonreír. No había mucho que pudiera agregar a su conversación, y eso le avergonzaba. Estaba tan poco acostumbrada a convivir con la gente, que no tenía realmente temas de conversación normales, más allá de interpretaciones bíblicas, la costura, y recientemente poderes psíquicos. Pero estaba segura que ninguno de esos temas sería del interés de personas como Tommy y sus amigos.

    Su mayor deleite, o quizás sufrimiento, era mirar alrededor para apreciar a los demás. Todos se veían tan felices con sus amigos, tomándose fotos y bailando. Había ya varias personas bailando una canción de lo más movida, moviéndose con bastante gracia y ritmo. Carrie se vio a sí misma de pronto casi hipnotizada por los movimientos que realizaban, y varios de ellos le parecieron que rosaban en lo obsceno. Las mujeres agitando sus traseros en sus ajustados vestidos, deleitándose con el hecho de que las vieran. Los hombres pegando sus cuerpos contra sus parejas, restregando sus entrepiernas contra éstas. Carrie se sintió horrorizada por unos momentos por todo aquello, pero intentó no dejarse dominar por ese sentimiento. Así era cómo reaccionaría su madre (o en realidad mucho peor), pero no ella. A ella todo aquello le tenía que parecer lo más normal posible… tenía qué.

    George y Frieda se levantaron justo cuando otra canción empezó y se dirigieron apresurados a la pista de baile. Carrie los siguió con la mirada, acompañada de una sincera sonrisa.

    —George y Frieda son simpáticos —señaló despacio.

    —Sí que lo son—le respondió Tommy—. Son buenas personas; hay muchas buenas personas aquí —Carrie no lo dudaba—. ¿Quieres bailar?

    La repentina propuesta creó un sobresalto en la joven, que una vez más miró en dirección a la pista de baile, observando y escudriñando todos los movimientos y pasos que los ahí presentes realizaban. Dejando de lado lo pecaminoso de sus bailes, lo cierto era que no sabía en lo más mínimo como hacer lo que ellos hacían, o al menos aproximarse a algo medianamente normal o parecido a ello.

    —¿Podemos seguir platicando? —le pidió apenada.

    —Sí, cómo tú quieras. Podemos esperar una canción más lenta si quieres.

    —Sí, será mejor...

    Había dicho eso, pero en realidad dudaba si con una canción lenta le fuera a ir diferente.

    Unos minutos después, pudo ver entre la multitud que bailaba a una mujer adulta que se acercaba directo hacia ellos. Era de cabello castaño oscuro y corto, y usaba un vestido azul marino de brazos descubierto. Ella se veía especialmente maravillada y feliz al verla, y Carrie respondió a su emoción con una pequeña sonrisa.

    —Carrie —Murmuró la señorita Desjardin, la maestra de educación física; casi no la había reconocido hasta que estuvo lo suficientemente cerca, y creía que de seguro había sido lo mismo en su caso.

    —Maestra Desjardin —le saludó Carrie con ligera efusividad—. Se ve muy bonita.

    —¿Yo? Mírate. Estás bellísima.

    —Gracias... no creo que sea así, pero gracias.

    Miró de reojo que Tommy se paraba de su silla en esos momentos.

    —¿Las dejó un momento para que hablen? —Comentó el chico, y entonces le sacó la vuelta a la mesa—. ¿Le traigo un poco de ponche, maestra? Escuché que le pusieron Brandy.

    Tommy rio un poco justo después de haber hecho aquel comentario, pero la mirada dura de Rita Desjardin le indicó que no compartía el mismo sentimiento.

    —¿Enserio?

    —No, claro que no —le respondió rápidamente, desvaneciendo su sonrisa—. Sólo bromeaba…

    Incluso a Carrie aquello le pareció un poco gracioso. Tommy se alejó en dirección a la mesa de ponche, y la señorita Desjardin se sentó en la silla justo a un lado de ella.

    —Me alegro que hayas decidido venir después de todo.

    —Tenía mis dudas, pero hablé con alguien que me terminó de convencer de aceptar la invitación.

    —¿Con quién? ¿Alguna amiga?

    Carrie meditó unos momentos. ¿Una amiga?, ¿así podía llamarla? No estaba segura de ello en realidad, pero… le gustaba la sola posibilidad de que pudiera ser así.

    —¿Te está yendo bien? —Le preguntó la señorita Desjardin de pronto, sacándola de sus pensamientos. Carrie sólo le sonrió y asintió levemente.

    La presencia de la maestra no le molestaba, pero sí le causaba un poco de incomodidad. No era que hubieran hablado mucho con anterioridad. Había sido ella la que intervino para ayudarla en aquel incidente de las duchas y la había llevado a la oficina del director, aunque había tenido que abofetearla para lograrlo. No le recriminaba ello, y se sentía agradecida… pero el verla le hacía recordar de cierta forma aquel incidente, y era en lo que menos deseaba pensar en esos momentos.

    Por supuesto, Carrie no tenía el conocimiento de todo lo que había hecho la señorita Desjardin, además de sacarla de las duchas y llevarla con el director Grayle. No sabía de cómo había reprendido a las involucradas, ni la presión que había puesto en el señor Grayle para imponerles sus fuertes castigos, o incluso cómo se había impuesto ante el señor Hargensen cuando deseaba revertir la suspensión de su hija. De haberlo sabido, quizás entonces hubiera entendido porque estaba tan feliz de verla ahí… o, quizás “aliviada” era la mejor palabra.

    —Recuerdo mi baile de graduación —comentó la señorita Desjardin, mirando hacia el resto de los chicos en la pista. Carrie la miró con curiosidad—. Fui con el capitán del equipo de basquetbol. Medía dos metros de estatura, así que fui y me compré unos zapatos con diez centímetros de tacón; para que cuando bailáramos me viera menos rara a su lado. Pasó por mí en su camioneta, pero se descompuso de camino, ¿puedes creerlo? —Soltó una pequeña risa—. Y tuvimos que caminar el último kilómetro hasta la escuela. Y para cuando llegamos, esos malditos tacones me habían destrozado los pies. Imaginarás que no pude bailar ni una sola pieza, y nos tuvimos que quedar toda la noche sentados.

    Su expresión cambio abruptamente a ser coronada con una mirada nostálgica.

    —Pero, aun así, fue algo maravilloso. —Se giró entonces abruptamente hacia ella, haciendo que Carrie se intimidara un poco al sentir su mirada de golpe—. ¿Así te sientes tú?

    —Bueno... —masculló Carrie, nerviosa—. Todo es lindo.

    —¿Sólo lindo?

    —No, no... Es como estar en otro sitio, muy lejos de mi casa. No sabría cómo explicárselo, a nadie, creo. Es una sensación tan… nueva.

    —¿Crees que lo olvidarás?

    De nuevo, Carrie meditó un poco antes de responder.

    —No... Espero que no.

    La señorita Desjardin sonrió complacida. Extendió una mano hacia ella, y la colocó con algo de firmeza sobre su hombro.

    —Enfócate en guardar esos recuerdos —le murmuró solemne—. Los bonitos, los que luego de muchos años aún te hagan sonreír. No los malos...

    Carrie la miró con seriedad. Sabía exactamente a qué se refería… y de nuevo trajo a su memoria aquel incidente.

    —Qué te diviertas.

    —Gracias —le respondió un poco más fría de lo que se proponía.

    La maestra le sonrió una última vez y entonces se paró y volvió a la pista. Carrie objetivamente sabía que estaba intentando darle un consejo y ayudarla… pero no podía evitar sentir algo de resentimiento, aun así.

    Tommy volvió un poco después con dos vasos de ponche. Como la señorita Desjardin ya se había ido, Carrie aceptó el vaso que era para ella, aunque el sabor no le resultó del todo agradable. Esperaba que realmente no tuviera brandy.

    —Carrie, ¿enserio tienes que llegar tan temprano? —le preguntó el chico de pronto. Carrie asintió levemente.

    —Lo prometí.

    —Sí, claro, lo entiendo. Es sólo que varios de los chicos y yo iremos dónde Kelly después del baile, y...

    —Sí, entiendo... —respondió Carrie de pronto con algo de pesar, antes de que terminara lo que iba a decir—. No te preocupes por mí, ve con tus amigos. Yo puedo volver sola a casa, no está tan lejos. Siempre me voy caminando entre semana.

    —¿Qué? No, no… Yo en realidad esperaba que fueras con nosotros.

    Carrie se viró por completo hacia él con sus ojos totalmente abiertos en expresión de asombro.

    —¿A… dónde Kelly? Creo que no la conozco… —Tommy no pudo evitar reír un poco al oírla—. ¿Qué? ¿Qué pasa?

    —No es una ella, es un él. Digo, en realidad es un lugar… algo así como una cafetería. ¿Nunca has estado ahí? —Carrie negó tímidamente con su cabeza—. Bueno, es un motivo más para que vayas y lo conozcas, ¿no?

    No fue capaz de responderle nada. Permaneció con la mirada agachada y con sus manos frotándose entre sí nerviosa. No podía quitarse de la cabeza que había dejado a su madre encerrada. Pese a todo, tenía que llegar a casa a tiempo y liberarla. Además, de seguro Tommy preferiría ir solo, y así poder hablar más tranquilamente con sus amigos sin tener que cargar con ella.

    El ambiente en el gimnasio cambió abruptamente. La música movida y algo estridente cesó, y cambió a una mucho más suave.

    —Escucha, es una canción lenta —señaló Tommy con complicidad.

    —No, no puedo... —murmuró Carrie nerviosa, negando con su cabeza.

    —Sí, sí puedes. Vamos.

    Tommy la tomó de la mano y se puso de pie. Carrie dudó, pero no pudo evitar que su cuerpo reaccionara y se levantara junto con él.

    —No, Tommy. Yo nunca he bailado.

    —Si ya llegaste hasta aquí, deberías al menos bailar una pieza, ¿no crees?

    Su voz era tan dulce y tan convincente. Era como si lograra penetrar en lo hondo de su mente y hacer que actuara por mera reacción, sin pensarlo mucho en realidad. Cuando menos lo pensó, ya se encontraban ingresando a la pista, abriéndose paso entre todas las otras parejas que ahora se mecían abrazados al ritmo de aquella dulce melodía.

    —Es fácil, yo te guio —le indicó Tommy, tomándola entonces de ambas manos y colocándolas en posición—. Pon esta mano aquí, y ésta en mi hombro. Pondré mi mano en tu cadera, no te asustes.

    Con suma facilidad, logró hacer que ambos adoptaran la posición de baile. Sus cuerpos se encontraban tan cerca que Carrie se sintió en extremo avergonzada. La mano de Tommy sobre su cadera le provocaba un nudo en la garganta. Si eso no era pecado… estaba bastante cerca de serlo.

    Tommy comenzó a mecerse levemente como lo hacían los demás, y Carrie irremediablemente lo siguió. Poco a poco, comenzó a sentirse un poco más relajada… un poco más normal.

    —¿Ves?, es fácil —señaló Tommy con confianza—. Es divertido, ¿no?

    Carrie no respondió, pero no podía negar que en efecto lo era, aunque fuera un poco. Sin proponérselo conscientemente, inclinó su cabeza al frente, apoyando su rostro contra el pecho del chico. La firmeza de su pecho, así como el calor que éste emanaba, terminó de dejar ir las preocupaciones que tanto le invadían.

    O, quizás no todas…

    —¿Por qué estoy aquí? —susurró despacio la joven de pronto, teniendo aún su rostro contra su pecho.

    —¿Por qué? —Respondió Tommy con tono risueño—. Es tu graduación, y yo te invité, ¿recuerdas?

    —Sí... pero, ¿por qué?

    —¿Te sigues cuestionando eso? Ya estás aquí, y en verdad lo estoy disfrutando.

    —¿Enserio? —masculló Carrie, sorprendida.

    —Claro que sí. Y espero que tú también lo estés haciendo.

    Carrie quería decirle muchas cosas. Quería decirle lo mucho que lo estaba disfrutando en realidad, todo lo agradecida que se sentía con él por haberle dado esa hermosa noche, todas las maravillosas sensaciones que le recorrían el cuerpo entero y que hasta ese momento habían sido desconocidas para ella. Quería decirle todo eso, y muchas cosas más. Pero nada surgió de sus labios. Se sentía tan ensimismada en sus pensamientos, pero estos no lograban acoplarse lo suficiente para convertirse en palabras. Así que sólo guardo silencio y se limitó a disfrutar.

    —Entonces, ¿qué dices? —Murmuró la dulce voz de Tommy repentinamente, trayéndola un poco a la realidad—. ¿Me acompañarás a Kelly? Nos vamos después de que coronen a algún par de tontos como Rey y Reina, y te llevó a tu casa a las 10:30. ¿De acuerdo?

    Repentinamente, esa auto imposición de hora de llegada le pareció absurda.

    —Sí... O a las 11, tal vez…

    Bailaron una pieza más, y entonces volvieron a la mesa, justo a tiempo para la votación de Rey y Reina. Carrie recordó que Tommy había mencionado algo de eso mientras bailaban, pero en realidad no entendía muy bien de qué se trataba. En cada mesa, frente a cada silla, habían colocado un sobre y un lápiz, ambos recuerdos del baile con el nombre de éste y su fecha. En el interior del sobre venía una papeleta con opciones de parejas para señalar. Al verla, Carrie se quedó atónita. Una de dichas opciones decía claramente:

    Thomas Ross y Carrie White

    Ni siquiera decía el nombre de Sue Snell, sino directamente la nombraba a ella.

    —¿Estamos en las opciones? —cuestionó extrañada, virándose hacia Tommy en busca de alguna explicación. Sin embargo, él se veía tan intrigado como ella.

    —Sí, ya vi —murmuró mientras miraba la papeleta—. ¿Te molesta?

    —¿A ti no?

    —No es la gran cosa —le respondió encogiéndose de hombros, con bastante despreocupación. Se giró entonces en dirección al escenario principal, en donde dos hombres se encontraban colocando lo que parecían ser dos tronos brillantes—. Si ganamos, sólo subimos al escenario, nos ponemos en esos tronos, nos toman una foto, todos nos aplauden, y luego bailamos un poco para hacer el ridículo frente a todos.

    Carrie miró hacia los tronos, y en su mente visualizó lo mejor que pudo todo lo que Tommy le describía. Rey y Reina del baile… sería una forma magnifica de coronar esa noche perfecta.

    —Sería lindo —se le escapó de pronto sin que se lo propusiera del todo. Agitó un poco sus pensamientos, intentando concentrarse en lo que estaban haciendo justo en esos momentos—. Entonces... ¿por quién votamos? Realmente no creo conocer muy bien a alguna de estas personas.

    —Entonces votemos por nosotros —señaló Tommy con normalidad—. Nos conoces, y somos grandiosos, ¿no crees?

    —No, no —repitió Carrie varias veces, casi asustada por la idea—. Digo… sé que dije que sería lindo, pero no... No podría lidiar con eso.

    —Vamos, tranquila. Igual, es poco probable que ganemos en realidad… —Tommy guardó silencio, como si repentinamente se arrepintiera de sus palabras—. Digo, no porque no tengas material de reina, obviamente eres la chica más linda de aquí, pero...

    —No, está bien, tienes razón —señaló Carrie con una pequeña sonrisa. Miró de nuevo la papeleta, tomó su lápiz, y sin pensarlo mucho marcó con una “X” sus nombres—. ¿Qué daño puede hacer?

    —Así se habla, al diablo la falsa modestia.

    Los ojos de Carrie se abrieron con terror al escucharlo decir tal cosa.

    —¿Al diablo? —murmuró despacio con espanto, pero poco a poco comenzó a relajarse. De nuevo, esa sería la reacción de su madre, y no podía dejarse llevar por eso—. Sí... al diablo.

    Pasaron poco después a recoger las papeletas para guardarlas en la urna. Durante los minutos que siguieron mientras recogían y contaban los votos, Carrie se entretuvo intentando conversar con Tommy, George y Frieda. Un par de chicos pasaron con cámaras grabando mensajes de despedida, aunque ella en realidad no supo qué decir. Hasta hace unos días, la idea de dejar para siempre esa escuela le resultaba bastante indiferente. Por un lado se apartaría de todas esas personas que tanto daño le habían hecho durante tantos años. Pero, por otro, quedaría prácticamente todo el día a merced de su madre, para hacer y deshacer sólo lo que ella dijera.

    Pero las cosas habían cambiado. Ya no tenía por qué resignarse a vivir bajo el techo de su madre, o bajo su cuidado y sumisión. Tenía otras opciones, opciones mejores. Como la propuesta de la Dra. Honey de ir con ella a Boston en cuanto se graduara. En septiembre sería mayor de edad, y podría hacer lo que quisiera entonces. Sólo tendría que soportar unos meses más, que en realidad quizás no serían tan malos ahora que su madre había aprendido que no le convenía meterse con ella por la fuerza. Y luego de eso, se iría de ese sitio, hacia una nueva y mejor vida que la estaba esperando.

    Así que no había nostalgia o tristeza, más que por Tommy si acaso. Pero, en su mayoría, sólo había alegría y emoción por lo que vendría de ahí adelante. Porque ahora sí, todo sería diferente…

    El programa del baile decía que la coronación sería a las 10:00. Pasados unos diez minutos de dicha hora, Vic Mooney, presidente de los graduados, apareció en el escenario con bastante entusiasmo en su rostro, sosteniendo firmemente el micrófono con una mano y un pedazo de papel en la otra. La música calló a su señal, y la atención de todos se centró en él, pues supieron que era el momento. Para la mayoría todo ese asunto del Rey y la Reina de baile era insignificante, pero para otros era lo más importante de la noche.

    —Ya tenemos los resultados —comunicó Vic, y su voz resonó en las bocinas—, y fueron en verdad, en verdad cerrados. —Alzó el pedazo de papel en el que traía anotado el nombre de los ganadores. Aquello era más espectáculo que otra cosa, pues era obvio que ya lo sabía—. ¡Un redoble, por favor! —El DJ se encargó de colocar el sonido de redoble de tambores por las bocinas—. Por un voto, los ganadores son... ¡Tommy Ross y Carrie White!

    Hubo una avalancha de gritos y aplausos en ese momento, que retumbaron con fuerza por todo el gimnasio. Sin embargo, para Carrie todo se volvió silencio… sentía como si su cerebro se hubiera apagado, o usaba toda su capacidad para procesar lo que acababa de escuchar, y todo lo demás lo había dejado de lado. ¿Habían dicho su nombre? ¿Habían dicho que ella ganó como Reina del Baile? Pero… no… eso no tenía sentido…

    Su mente se dividía entre aceptar la alegría del momento, y el negarlo rotundamente. ¿Qué debía hacer? ¿Debía pararse ahí enfrente de todos? ¿Realmente debía? ¿Realmente podía…?

    —Ven, vamos —escuchó que Tommy le decía, y entonces la tomó de la mano. Así como la había llevado a la pista, la joven reaccionó por sí sola y se alzó. Sus pies prácticamente se movieron solos para seguir a su acompañante.

    Poco a poco su mente se fue aclarando de nuevo, y fue consciente de todo lo que los rodeaba. Pudo apreciar la luz de los reflectores alumbrándolos mientras avanzaban al ritmo del himno de la escuela. Miró su propia imagen reluciente, proyectándose en las grandes pantallas a los lados del escenario. Notó a las personas que se hacían a un lado para abrirles el paso, sin dejar de aplaudirles de forma armoniosa, con brillantes sonrisas iluminando sus rostros. Todos la miraban, pero dichas miradas no le causaban incomodidad, ni tampoco miedo. Porque no la miraban con burla o con repulsión, sino con una gran admiración y respeto… como si fuera una verdadera reina.

    Sus pasos eran tan ligeros que casi sentía que flotaba en su andar. Todo parecía tan irreal, una imagen que ni en sus más alocados sueños pudiera haber imaginado. Las mariposas que le recorrían el cuerpo entero debían ser producto de pecaminosas e indebidas sensaciones, de seguro; sensaciones que definitivamente Dios no vería con buenos ojos en una de sus leales siervas. Pero, ya en esos momentos, no le importaba. Si a Dios no le gustaba verla así, que se volteara a otro lado. Nunca, en tantos años de rezarle y suplicarle, había sentido tanto gozo como en esos momentos. Esa noche no era para Dios, ni para su madre: esa noche era de ella y de nadie más.

    —¡Les presento a los recién coronados rey y reina del baile! Tommy Ross y Carrie White —enunció Vic Mooney con intensidad, justo cuando ambos comenzaron a subir los escalones frontales hacia el escenario. Y entonces la lluvia de aplausos de hizo aún más intensa.

    Una vez arriba, ambos se giraron hacia la multitud, y Carrie los encaró. De nuevo sus aplausos y sus miradas de felicidad y orgullo eran sólo por ella. Una señorita se le acercó y le entregó un hermoso ramo de rosas rosas, mismo que Carrie aceptó con gusto. Una más le colocó en la cabeza una corona de diadema con brillos que asemejaban a diamantes; bastantes falsos, pero en esos momentos para ella valían oro.

    Se paró a lado de Tommy, muy cerca de él en busca de sentir su cercanía y su apoyo. Éste no la rechazó, y de hecho acercó su mano a la suya y la tomó dulcemente. Ya en ese punto era incapaz de pensar con claridad en cualquier cosa. Todo era mucho más hermoso y perfecto de lo que podría haber esperado; no se le ocurría nada que pudiera haberlo hecho mejor. Esa lluvia de aplausos era la forma ideal de despedirse de la antigua ella, de la miedosa y sumisa, de la que era invisible para todos. Y ahora era recibida con los brazos abiertos a ese nuevo mundo lleno de posibilidades.

    Ahora, realmente, todo sería diferente.

    Y entonces, todo se pintó de rojo…

    Lo primero que Carrie sintió fue un golpe en la cabeza que la sacudió, acompañada de una sensación fría que le heló el cuerpo. Su cabeza fue empujada al frente y su corona de plástico salió volando. La sensación fría le bajó por la cabeza hasta sus hombros, le recorrió la espalda y el torso entero, y luego bajó por sus piernas hasta sus pies. Aunque al principio no lo entendió, tras unos segundos entendió que había sido una sensación similar a como si le hubieran echado agua fría encima. Pero aquello no era agua.

    Por mero reflejo cerró los ojos, y mientras no veía pudo percibir que Tommy saltaba a un lado con impresión, y los aplausos y los gritos poco a poco se apagaron hasta quedar en absoluto silencio. Carrie abrió lentamente de nuevo sus ojos, y vio todo como si hubiera sido pintado de rojo. La gente la seguía mirando, pero el orgullo y la emoción se había extinguido; ahora sólo había confusión, mucha confusión en sus rostros.

    La joven viró su rostro lentamente hacia Tommy; él también la miraba de la misma forma, o incluso aún más. Pero más allá de su mirada, lo que la dejó atónita fue el ver su saco blanco, empapado de rojo por un costado; su rostro también tenía varias manchas del mismo tono en él. Eso no era pintura, y no olía como tal. Era un olor metálico y a la vez asqueroso… y estaba totalmente impregnado en ella.

    Se miró entonces a sí misma, y lo que vio fue tan perturbador, tan repulsivo y tan extraño, que sencillamente no pudo comprender de inmediato que fuera real. Su vestido, todo su hermoso vestido rosa salmón, se encontraba teñido de rojo de arriba abajo. Sus brazos, sus manos, todo se encontraba manchado de la misma sustancia. Algunos de sus mechones de cabello caían sobre su rostro y se encontraban también humedecidos y pegados contra su piel. Y en el suelo, justo debajo de ella, se había formado un amplio charco deforme, rojo y brillante, reflejando la luz de los reflectores.

    Alzó entonces su mirada. Sobre su cabeza, atado a una cuerda, se encontraba un cubo, del que aún en esos momentos seguían goteando pequeños rastros de aquella sustancia, e incluso una de esas gotas le cayó directo en el ojo derecho.

    Carrie sintió un terror intenso, pero fue incapaz de gritar. Soltó el ramo de flores por mero instinto, dejándolo caer sobre el charco a sus pies: un charco de sangre…

    “Y Eva fue débil, y soltó el cuervo por el mundo. El nombre del cuervo era Pecado, y el primer pecado fue el coito. Y el Señor castigó a Eva con una maldición, y ésta fue la maldición de la sangre…”

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    —Tommy... —fue lo único que logró escapar de su garganta, como un gemido doloroso. Lo miró de nuevo, en busca de algún tipo de explicación, de que le dijera que era un error, o un sueño o su imaginación. Algo que le evitara pensar en la idea que le invadía violentamente su mente en esos momentos.

    —Carrie, yo no... —Murmuró Tommy, tan desconcertado que le era difícil armar una oración completa. ¿Intentaba decirle que él no había tenido que ver con eso? La Carrie de hace unos segundo atrás le hubiera creído cualquier cosa, lo que fuera que la dijera. Pero la de ese momento… no lograba ni siquiera pensar…

    Tommy se giró entonces hacia la multitud, espetando con furia.

    —¡¿Qué hicieron?! ¡¿Quién hizo esto...?!

    Algunos se miraron entre ellos con confusión, al parecer dudosos sobre cómo reaccionar.

    “¡Qué lo tape!”, se escuchó de pronto resonar con fuerza en las bocinas del equipo de audio, y Carrie inevitablemente alzó su mirada al frente. “¡Que lo tape!, ¡que lo tape!, ¡que lo tape!”

    Esos gritos en coro… Oh, Dios, Carrie los reconoció de inmediato. Viró su vista sólo un poco hacia un lado, y entonces lo vio. Proyectándose en una de aquellas grandes pantallas, se encontraba el video, el video de lo que había ocurrido en las duchas, el video de ella retorciéndose en el suelo, desnuda e indefensa, mientras todas la rodeaban, le gritaban y le arrojaban cosas. Ahí estaba, su momento de humillación, en grande para que todos lo vieran.

    Y entonces llegaron, tan esperadas y predecibles: las risas, al principio pocas, pero rápidamente convirtiéndose en millones de ellas resonando al mismo tiempo. En un solo segundo, todo ese gimnasio se llenó de risas y miradas de burla, y todas dirigidas directamente hacia ella.

    Y ahí estaba una vez más; de estar en lo más alto, a restregarse de nuevo en el lodo más sucio y hediondo. O, quizás nunca había salido de él realmente… quizás todo había sido sólo una mala ilusión.

    Sentía la angustia, la ira, la tristeza, todo acumulándose en su pecho, dificultándole respirar. Tenía que salir de ahí, tenía que irse de inmediato. Comenzó entonces a andar al frente con algo de desesperación.

    —Carrie, espera... —le murmuró Tommy Ross, pero ella no le hizo caso. No quería verlo, no quería oírlo. Si acaso lo volvía a escuchar, se temía que quizás…

    Su pie derecho pisó mal sobre el charco de sangre, y se deslizó violentamente hacia un lado sobre la superficie húmeda y resbaladiza. El cuerpo entero de Carrie se desplomó al frente tras ese resbalón, cayendo sobre su muslo derecho, y sólo no cayó de narices porque tuvo el reflejo de detenerse de con las manos antes de que fuera tarde.

    Al caer, pudo escuchar como las risas aumentaron exponencialmente. Aquello, acompañado de ese coro infernal de “¡Que lo tape!, ¡que lo tape!, ¡que lo tape!”, retumbó violentamente en su cabeza, revolviendo sus ideas, revolviendo cualquier lógica o sentido común. Poco a poco, ya no fue capaz de razonar, ni de escuchar, ni siquiera de ver: sólo veía rojo… todo era rojo.

    “Ayuda a esta mujer pecadora que está junto a mí para que vea el pecado en su vida y sus obras. Muéstrale que, si se hubiese mantenido pura, la maldición de la sangre no habría caído sobre ella.”

    —Carrie —pronunció la voz de la señorita Desjardin, abriéndose paso entre la multitud y dirigiéndose al escenario. Subió los escalones hacia ella y extendió una mano, ofreciéndosela—. Déjame ayuda...

    La maestra ni siquiera fue capaz de terminar su ofrecimiento, pues abruptamente su cuerpo entero fue lanzado hacia atrás como si hubiera sido tacleada de frente por un fornido jugador de futbol. Chocó contra un grupo de alumnos en la primera fila, y tanto ella como estos cayeron al suelo, aturdidos.

    Las risas cesaron paulatinamente tras esto, pero el video seguía sonando de fondo. Los ojos atónitos y confundidos de todos se posaron una vez más sobre Carrie White, quien comenzó a alzarse lentamente. Su respiración se encontraba tan agitada que parecía que sus pulmones fueran a explotar. Sus ojos se encontraban desorbitados y perdidos, y sus pupilas se habían agrandado hasta lo máximo posible. Las venas de sus cienes se marcaban y latían intensamente. Sus dedos se doblaban y contraían entre sí tan violentamente que sus huesos parecían estar a punto de romperse. Y la sangre… la sangre del charco, la sangre que aún quedaba líquida y no se había pegado por completo a la piel de sus brazos y cara, comenzó a elevarse lentamente a su alrededor, como pequeñas gotas de rocío.

    Todos dieron un paso atrás, incluso Tommy.

    —Carrie... —pronunció el chico con voz temblorosa, pero ella ni siquiera era consciente de que él seguía a un lado suyo.

    Así era como quería que la vieran todos ellos: asustados y confundidos, ignorantes de lo que se presentaba ante ellos. Lo había intentado, enserio lo había hecho. Quiso ser una de ellos, quiso ser buena, quiso ser normal… Pero era un privilegio que todos esos cerdos impíos no estaban dispuestos a cederle. Todos eran un montón de pecadores, imbéciles, bastardos sin ningún rastro de compasión en sus frágiles y patéticos cuerpos. Todos en ese sitio habían hecho de su vida un calvario con sus burlas, nos bromas, sus maltratos, y su indiferencia. Y si Dios no bajaba del cielo a imponer su justicia, ella desataría el infierno mismo sobre ellos, ¡y sobre toda esa decadente ciudad!

    —¡¡AAAAAAAAAAAAAH!! —Gritó intensamente y con todas sus fuerzas, resonando con una tremenda explosión. Y en abrir y cerrar de ojos, todos, y todo lo que estaba a su alrededor, fueron empujados en todas direcciones como si una tremenda ráfaga de viento los hubiera golpeado.

    Cuerpos volaron por los aires hacia todos lados, estrellándose contra las mesas, las paredes, las puertas, o entre ellos. Las bocinas, las pantallas en las paredes, los arreglos, las propias mesas y sillas, todo fue arrancado de su lugar y desplegado por los aires como proyectiles.

    Incluso Tommy Ross, que se encontraba a sus espaldas, salió volando hacia atrás tan fuerte como si un tremendo camión se le hubiera estrellado de frente. Quizás por haber sido el más cercano a la fuente de todo ese despliegue de energía, el choque fue mucho más intenso. Su cuerpo se estrelló de cabeza contra el muro del fondo del gimnasio, y su cuello se torció como una vara. Pero aquello no importaba, pues él ni siquiera lo sintió. El primer golpe que había recibido de frente había sido tan tremendo, que le había prácticamente destrozado el corazón, muriendo casi al instante y sin dolor; sin saber siquiera qué había sido lo que había pasado. Y aun así, de cierta forma fue el más afortunado de esa noche. El único que tuvo quizás, la muerte más tranquila y piadosa posible…

    FIN DEL CAPÍTULO 39

    Notas del Autor:

    Originalmente mi intención era que el Capítulo 38 y éste fueran uno sólo, pero la extensión final resultó ser demasiado larga así que decidí mejor dividirlo en dos.

    Como les mencioné anteriormente, este capítulo también está basado mayormente en los sucesos de la película Carrie del 2013, tomando también en cuenta la película de 1976, y la novela original. Pero principalmente mi intención fue dar mi propia interpretación personal de dichos sucesos, y principalmente del personaje de Carrie, sus introspecciones y pensamientos mientras todo esto acontecía.

    Como pudieron notar, no se narró todo lo acontecido, sino más bien aquello que podía se descrito desde el punto de vista de Carrie, intentando plasmar su confusión y sus cambios de pensamiento. También cómo ven me tomé algunas libertades con varios puntos, algunos por simple gusto personal y otros más para acoplarlos al tono y estilo que la historia ha tenido hasta estos momentos. Tanto éste como el capítulo anterior, son casi como un tributo personal a Carrie White, tanto a su novela como a sus dos versiones cinematográficas más importantes (y que son de hecho de mis películas de terror favoritas).

    El siguiente capítulo será la conclusión de la historia de Carrie, pero ahora desde la perspectiva de Matilda, y por lo tanto se apartará más de lo visto en las versiones ya antes mencionadas, pero igual se basará bastante en ellas.

    Nos leemos pronto.
     
  20.  
    WingzemonX

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    Resplandor entre Tinieblas

    Por
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    Capítulo 40.
    Usted me lo prometió

    El viaje de tres horas de Boston a Chamberlain le resultó eterno a Matilda. Cruzó la línea estatal de New Hampshire un poco después de las 9:00, y veinte minutos después ya estaba entrando a Maine. De ahí en adelante condujo por la carretera 95 como una desquiciada, a una velocidad que definitivamente no estaba para nada acostumbrada a utilizar. De hecho, un rápido auto diagnostico le hubiera revelado sin lugar a duda que estaba fuera de control, pero sólo se volvió ligeramente consciente de ello la segunda vez que su vehículo casi se salió del camino al tomar demasiado a rápido una curva. Sólo entonces se cuestionó a sí misma si acaso no debía mejor dar la vuelta y volver, pues en realidad no tenía nada concreto que pudiera indicarle que pasaba algo malo en aquel sitio; o al menos no algo tan malo que ameritara ese viaje tan repentino.

    Sin embargo, esa visión había sido tan horrible, y la sensación que la acompañó tan agobiante, que no podía sacársela de la cabeza. Ni siquiera sabía qué significaba o si era algo que había ocurrido o estaba por ocurrir. Pero fuera lo que fuera, la empujaba a seguir conduciendo. Sentía que debía ir y asegurarse de que Carrie estuviera bien; sólo así podría estar tranquila.

    En algún punto alrededor de las 11:00, el vehículo de la psiquiatra pasó volando a un lado del letrero que mostraba en letras grandes y coloridas: “Bienvenido a Chamberlain”. Poco después de aquel punto, se forzó a sí misma a reducir la velocidad pues ya se encontraba entrando a zona urbana, y lo que menos necesitaba en ese momento es que alguna patrulla la detuviera. Pero no tardaría en darse cuenta de que nadie la hubiera multado, aunque hubiera ido a cien kilómetros por hora.

    Cuando ingresó a la avenida principal del pueblo, tuvo que frenar en seco al ver una estampida de gente que corría despavorida por la calle. Detrás de ellos, se distinguían un fulgor anaranjado que sobresalía sobre los edificios, además de un denso humo que comenzaba a cubrir el cielo. Los gritos y aullidos de las personas, eran acompañados por el sonar de las sirenas. Una ambulancia pasó abruptamente a un costado de su vehículo, tan cerca que casi se llevaba el espejo retrovisor. El vehículo de emergencia tuvo que reducir la velocidad un poco más adelante, y comenzó a sonar su bocina con insistencia para hacer que la gente se hiciera un lado y la dejara pasar.

    Todo fue demasiado repentino. Matilda había pasado del silencio y la quietud casi adormecedora de la carretera, a entrar de lleno en una confusión en la locura. Bajó rápidamente de su vehículo. La gente corría a su alrededor, pasándola de largo como si ni siquiera la vieran. Todos parecían asustados, o a lo menos bastante confundidos. ¿Qué era lo que estaba causando tal histeria?

    Comenzó a avanzar en la dirección contraria a la que se dirigía la marea de gente. Al doblar en una esquina sobre otra de las avenidas principales, miró atónita el escenario casi irreal que se cernía ante ella: edificios de ambos lados de la calle se encontraban en llamas, posters de luz se estaban caídos, a los menos tres autos se encontraban volcados. El pavimento se había desquebrajado, creando largos surcos en él. Pedazos de piedra, vidrio y metal se encontraban esparcidos por todos lados. Y entre todos esos escombros, logró ver además a varias personas tiradas; algunos se movían y retorcían del dolor… otros no.

    La policía intentaba alejar a la gente de aquel sitio, y algunos paramédicos hacían lo posible para acercarse y ayudar a los heridos. Había tres camiones de bomberos intentando apagar los incendios, pero a simple vista se veía que no se daban abasto.

    Era como la escena de desastre de alguna película, pero era algo totalmente real.

    Matilda se forzó a avanzar un poco más, acercándose cómo pudo a un policía que ayudaba a avanzar a una mujer; ésta tenía un tremendo golpe en la frente, y la sangre que brotaba de la herida le bañaba la cara.

    —Permítame, soy doctora —le indicó con ímpetu para que la escuchara. El oficial se detuvo y entonces Matilda tomó el rostro de la mujer y revisó el golpe, así como sus pupilas para verificar su estado—. ¿Puede escucharme? Siga mi dedo… —Extendió su dedo índice y comenzó a moverlo de un lado a otro frente al rostro de la mujer; ésta lo siguió únicamente moviendo los ojos a su mismo ritmo. Estaba aturdida y el shock, pero parecía relativamente bien; aunque sólo un radiografía podría confirmarlo—. Que le vendan ese golpe y la lleven al hospital.

    —Si es que aún queda un hospital al cuál llevar a toda esa gente —respondió el policía con tono de frustración, aunque aquello era quizás un comentario más para sí mismo.

    Al apartar sus manos de la mujer, Matilda se dio cuenta de que éstas se habían manchado de sangre. Tuvo el impulso involuntario de limpiarlas contra su pantalón, acto del que se arrepintió un segundo después.

    —Oficial, ¿qué pasó?, dígame —le preguntó al policía.

    —No lo sabemos con seguridad —le respondió éste, justo antes de volver a avanzar junto con la mujer—. Dicen que hubo una explosión en la preparatoria, y ahora todo el pueblo es un maldito infierno.

    —¿En la preparatoria? —El baile de Carrie se le vino a la mente de inmediato, y a éste pensamiento le siguieron varios mucho peores—. ¿Fue un accidente? ¿Una fuga de gas?

    —No, fue… fue… —Parecía por un momento que el oficial quería decir algo, pero abruptamente vaciló, como si se le dificultara darle forma a sus ideas.

    —¿Qué? ¿Qué fue?

    El oficial balbuceó dudoso. Se volteó hacia otro lado como si buscara la respuesta entre la multitud a su alrededor.

    —Carrie White —soltó de pronto la mujer a la que llevaba, tomando desprevenida a la psiquiatra. La mujer miraba ausente hacia el suelo—. Fue ella… fue Carrie White…

    Matilda sintió un nudo en su estómago al oír eso.

    —¿De qué habla? ¿Está segura de eso? ¿Dónde está Carrie?

    —Yo… no lo sé… —murmuró dudosa, volteándola ver lentamente—. Ni siquiera sé quién es Carrie White…

    Matilda se quedó estupefacta al oír eso. Miró al oficial, y éste no dijo nada pero parecía convencido de secundar tan afirmación.

    —Aléjese de aquí, señorita —le indicó el policía, comenzando a alejarse—. ¡Puede haber más explosiones!

    La castaña se quedó unos segundos en su sitio, extraviada en sus propios pensamientos. Luego de unos momentos, logró moverse y comenzó a avanzar con rapidez de regreso a su auto.

    La reacción de esa mujer y de ese policía no era algo normal. ¿Qué habían visto u oído para estar en esa condición?, ¿y qué tenía que ver Carrie con eso? ¿Realmente ese escenario tan horrible podría haber sido causado por ella cómo esos dos individuos parecían suponer? Comprendió al menos uno de esos puntos justo cuando se sentó de regreso en el asiento del conductor de su vehículo: estaban teniendo pensamientos implantados.

    No había tratado lo suficiente a Carrie para saber si poseía o no habilidades telepáticas, pero sabía que era algo bastante posible. Y si sus habilidades se habían salido por completo de control, podría estar implantando sus pensamientos en la gente a su alrededor sin que se diera cuenta. Pero, ¿a esa magnitud? ¿A toda esa gente al mismo tiempo? ¿Qué era lo que había pasado para alterarla tanto? ¿Y toda esa destrucción?

    Una parte de ella aún se rehusaba a creer que Carrie pudiera ser responsable de tal desastre. Pero… ¿acaso no lo había visto ella misma?, ¿no había sido testigo de la cantidad de violencia de la que era capaz? Si algo lo suficientemente malo había ocurrido en el baile, no podría asegurar seguridad qué podría ocurrir y qué no. Lo cierto era que si la telequinesis de Carrie era tan fuerte como ella suponía, potencialmente podría ser capaz de hacer todo eso… y más…

    No, no podía dejarse llevar por ese pensamiento. Tuviera o no que ver con todo eso, debía primero encontrar a Carrie y ver que estuviera bien. Luego la ayudaría a superar todo eso.

    Apretó sus manos con cuidado contra el volante, cerró los ojos y respiró hondo. Ser rastreadora no era lo suyo, pero si Carrie se encontraba transmitiendo sus emociones y pensamientos con esa intensidad, quizás incluso ella podría detectar en dónde se encontraba. Después de todo, aquella visión le había llegado por un motivo; debía haber algún canal abierto por el que pudiera dar con ella. Tardó un poco, pero al final pudo ver algo: la imagen tambaleante de una casa, que poco a poco se acercaba hacia ella.

    Abrió sus ojos abruptamente, y se dio cuenta en esos momentos que un par de lágrimas se le habían escapado y resbalado por sus mejillas. Esa reacción… supuso que no era suya en realidad. Pero no tuvo tiempo de pensar en ello demasiado. Había reconocido la casa, y era el lugar obvio para comenzar a buscar.

    Encendió el motor, metió reversa mirando hacia atrás para cuidar que no estuviera nadie en su camino, y entonces se metió entre las calles para dirigirse al sitio que había visto.

    — — — —​

    Luego de conducir por unos minutos, se dio cuenta de que se había alejado casi por completo del caos que reinaba en el centro. A diferencia de la avenida principal, la calle en la que se encontraba la casa de Carrie y su madre estaba en silencio, y totalmente sola. Aun así, los destrozos no estaban del todo ausentes. Mientras avanzaba, se encontró con otros dos autos volcados y algunos posters caídos. No había luz en ninguna farola o en alguna casa, por lo que su única guía entre toda esa penumbra eran las luces frontales de su auto, y un poco de lo que lograban alumbrar las estrellas y la luna.

    A lo lejos, sin embargo, logró distinguir un pequeño punto iluminado. Era luz de velas, que se filtraba a través de las ventanas de una casa en particular. Matilda se estacionó justo delante de la casa, sin preocuparse en absoluto en hacerlo de la manera correcta pues incluso terminó arriba de la acera. En cuanto apagó el motor, escuchó un fuerte alarido surgir de adentro de la casa, el cual la hizo estremecerse del asombro, seguido después por un agudo llanto.

    —Carrie…

    Se bajó apresurada del vehículo, sin siquiera preocuparse por cerrar la puerta detrás de ella. Corrió desde la banqueta directo hacia la puerta de la casa, que evidentemente se encontraba abierta. A medio camino se detuvo al notar algo que era visible gracias a que tampoco se había percatado de apagar las luces del auto. En el suelo de concreto que llevaba de la acerca a la casa, se habían pintado huellas de pies descalzos que apenas y se notaban; huellas rojas.

    Siguió avanzando, subiendo con apuro los escalones del pórtico y luego abriendo la puerta de par en par. El aire en el interior le pareció abrumadoramente pesado. Todo el sitio estaba alumbrado por velas colocadas en diferentes puntos de la casa. Volvió a escuchar el llanto; parecía venir de la sala. Tuvo que avanzar sólo unos pasos en dicha dirección para ver la que sería hasta ese momento la imagen más horrenda que había visto esa noche… o quizás en toda su vida.

    El cuerpo sde Margaret White yacía en los brazos de su hija. Su camisón blanco se encontraba totalmente impregnado de sangre, hasta volverse casi por completo rojo en el área del torso. Tenía al menos cinco objetos encajados en su pecho y abdomen, entre los que distinguió cuchillos y algunas tijeras; había más objetos similares con sus filos manchados de rojo en el suelo. Los ojos de la mujer estaban cerrados, y su rostro en general se veía tranquilo y en paz. Estaba muerta; lo supo en cuanto la vio. Los agudos y desconsolados sollozos que había escuchado brotaban de Carrie, que la abrazaba contra sí con fuerza. Simplemente supo que era ella, quizás un poco debido a los pensamientos implantados que aún le llegaban, ya que en realidad se encontraba prácticamente irreconocible en esos momentos.

    Todo su cuerpo se encontraba pintado de marrón y rojo, desde su cabello hasta los pies. La sangre se había comenzado a coagular, pegándose a su piel hasta el punto de que era difícil distinguir cuando estos dos se dividían. Su vestido estaba sucio y hecho girones. Sus pies estaban descalzos; eran de seguro de ella las huellas que había visto afuera. Su cabello enmarañado y endurecido por la sangre, le caía sobre el rostro. Y en su hombro derecho, tenía incrustado por completo un grueso cuchillo de carnicero, y sangre fresca y roja surgía de ésta horrible herida, empapándole su brazo y pecho, y manchando aún más el camisón de su madre.

    Era una escena totalmente vomitiva para Matilda, que la dejó prácticamente petrificada en el umbral de la sala e incapaz de pronunciar absolutamente nada. Carrie al parecer se dio cuenta al final de su presencia, y lentamente alzó su rostro demacrado hacia ella. Éste también estaba cubierto de sangre, grasa, rastros de hollín y, claro, lágrimas que habían dibujado su recorrido en las manchas marrón de su rostro. Sus ojos se encontraban irritados, pero… no lucían particularmente tristes.

    —Oh Dios, Carrie… —pronunció Matilda despacio, ocupando demasiado esfuerzo para poder siquiera decir eso.

    Carrie la miró en silencio unos segundos. No parecía ni sorprendida, ni aliviada, ni molesta de verla; era como si en realidad no la viera. Miró entonces de nuevo a su madre entre sus brazos.

    —Quería su consuelo, quería que me dijera que todo estaría bien —comenzó a susurrar algo divagante—. Quería que me protegiera como una madre de verdad lo haría. Pero en su lugar… me lastimó… —La soltó abruptamente, dejando que el cuerpo se desplomara al suelo y se golpeara la cabeza contra éste. Aferró entonces su mano izquierda contra su hombro herido, apretándolo como si de esa forma pudiera aliviar un poco el tremendo dolor que le causaba—. ¡Me lastimó como siempre lo hizo! Yo no quería hacerlo… o quizás sí… pero todo fue su culpa, de ella y de todos ellos… ¡Ellos me hicieron así! ¡¿Por qué no pudieron dejarme en paz?! ¡Mire en lo que me han convertido!

    Se viró de nuevo hacia Matilda, soltando más alaridos pero no de tristeza, sino más bien de desesperación, enojo y frustración que tenían que salir de alguna forma. Matilda sintió entonces como las ventanas temblaban y las paredes crujían.

    —Carrie, cálmate, por favor —susurró despacio, aproximándose lentamente a ella—. Ya estoy aquí, y voy a ayudarte…

    —No necesito más ayuda… —susurró tajantemente, clavando sus fríos ojos azules en ella—. ¡Y menos de usted!

    El cuerpo de Matilda fue abruptamente empujado hacia atrás con fuerza. Su espalda se estrelló contra la pared, rebotando en ésta para luego caer al suelo bocabajo.

    —Carrie… —Murmuró aturdida. Sintió un agudo dolor recorriéndole el cuerpo, aunque se calmó poco después.

    Carrie intentó levantarse mientras aún sujetaba su horrible herida. Se tambaleó a medio proceso, volviendo a caer de rodillas.

    —Usted me lo prometió —comenzó a decir de pronto—. ¡Me prometió que me ayudaría!, ¡me prometió que todo estaría bien! ¡¿Le parece que algo de esto está bien?!

    Extendió su mano hacia un lado con fuerza, y parte de la sangre que se había acumulado en su palma se separó de ella, dibujando una curva en el suelo.

    —Carrie, tranquilízate, por favor —susurró Matilda calmada mientras intentaba levantarse de nuevo—. No dejes que tus emociones descontrolen tus habilidades. Tú puedes controlar esto, el poder es tuyo…

    Carrie respiraba con agitación. Se veía mareada y débil, posiblemente por todo el exceso que había cometido en el uso de sus habilidades y por la herida de su hombro que a simple vista podía ser potencialmente mortal. Aun así, volvió a intentar ponerse de pie y en esta ocasión lo hizo. Se paró sobre sus pies descalzos, tambaleándose un poco pero logrando permanecer de pie.

    —Sí, es verdad… Yo puedo controlarme… Pero no quiero hacerlo…

    La joven jaló de pronto su mano hacia un lado, y el cuerpo de Matilda se elevó y voló por lo aires, atravesando la sala hasta llegar al comedor, y entonces cayó bocarriba justo sobre la mesa. Los platos u adornos que ahí se encontraban fueron derribados. La patas de la silla crujieron, pero ésta se mantuvo erguida.

    Matilda se sintió bastante aturdida por ese movimiento tan brusco. Alzó su mirada como pudo hacia la puerta del comedor. Pudo ver como la figura oscura, casi espectral, de Carrie avanzaba hacia ella con pasos lentos. Se seguía sujetando su hombro herido con fuerza.

    —Usted es como todos —espetó Carrie con voz carrasposa—. Presionando y presionando hasta que todos hagan lo que usted dice… Me dijo que me impusiera a mi madre, me dijo que fuera a ese estúpido baile. ¿Y todo para qué? ¿Para esto? Quizás era lo que quería que pasara, ¿o no?

    —Carrie, no sabes lo que estás diciendo —murmuró Matilda adolorida, intentando levantarse de la mesa—. No estás pensando con claridad…

    Matilda volvió elevarse abruptamente, ahora en línea recta hacia arriba hasta casi tocar el techo. Luego volvió bajar con gran fuerza hasta estrellarse contra la mesa. Ahora sí las patas cedieron, y la tabla de madera y ella se desplomaron al piso. La psiquiatra soltó un agudo gemido de dolor por el golpe. Se giró, recostándose sobre su costado derecho y ahí se quedó por unos segundos en los que intentaba recuperarse. Sintió como Carrie se le aproximaba hasta pararse justo delante de ella.

    —Las niñas buenas leales a Dios no piensan —declaró la joven con dureza. Los pedazos de madera sueltos de la mesa y las sillas se elevaron lentamente, colocándose por encima de Matilda y señalándola como si fueran estacas—. Hacen y dicen lo que su voluntad les dicta. Y su voluntad me dice que tengo que destruir este pueblo lleno de pecadores y paganos, de albergues de carretera y alcohol, ¡en donde ser buena y pura es maldito delito!

    Las estacas se dirigieron como proyectiles directo al cuerpo de Matilda tirado en el suelo. Sin embargo, éstas se detuvieron abruptamente y quedaron suspendidas a sólo unos centímetros de su cuerpo. La castaña comenzó a alzarse lentamente, y aquellos palos lo hicieron con ella. Se giró rápidamente directo hacia Carrie, y en el mismo movimiento las estacas con las que la había amenazado volaron hacia un lado, y el cuerpo de Carrie fue empujado hacia atrás; sus pies se arrastraron por el suelo, y su espalda quedó contra la pared. Su cuerpo quedó paralizado, y miraba a la doctora con sus ojos totalmente abiertos y desorbitados; no parecían ojos de una persona consciente en realidad.

    Matilda estaba desarreglado, y algo de su ropa se había rasgado además y tenía algunos raspones menores. Pero su mirada era firme y dura, y la tenía clavada justo en su repentina atacante.

    —Por favor, Carrie —comenzó a susurrarle intentando sonar lo más calmada posible—. No me obligues a lastimarte… No quiero hacerlo…

    Carrie la miraba en silencio. Aspiraba pesadamente por la nariz, y sus labios se apretaban con fuerza entre sí. De nuevo, las paredes y las ventanas comenzaron a temblar.

    —Debió haberse apartado de mí cuando se lo pedí la primera vez, Dra. Honey…

    El estruendo de todas las ventanas de la casa estallando resonó con gran intensidad. Pedazos de vidrio comenzaron a surcar el aire como langostas voraces en busca de su presa. Matilda tuvo que soltar a Carrie y agacharse para esquivar las letales dagas. Un vidrio rasgó su chaqueta en el hombro derecho y le hizo una herida superficial; casi inmediatamente uno más hizo algo similar en su pierna. Se agachó detrás de uno de los muebles del comedor en un intento de refugiarse, pero igualmente estos la alcanzaban; incluso uno pequeño se incrustó en el dorso de su mano.

    Miró de reojo a Carrie. Ésta había caído al suelo una vez que la soltó y ahora la miraba desde su sitio con una ira tan incomprensible para ella. Toda esta horrible situación no era culpa de la joven, pero si no hacía algo ambas terminaría como su madre.

    Matilda cerró sus ojos unos segundos, respiró lentamente y en su mente dibujó una imagen bastante similar a la que Eleven le había enseñado la primera vez que se conocieron. Vio la estufa de la cocina de su casa de la infancia y la llama azulada de la hornilla apenas un poco visible. Estiró su mano hacia la perilla y lentamente la fue girando, poco a poco mientras su respiración se iba acelerando al mismo tiempo. La siguió abriendo hasta que la llama de la hornilla se elevó con fuerza como una ardiente llamarada azul.

    Abrió de nuevo sus ojos abruptamente. Sus pupilas se habían ensanchado, su mandíbula se tensó y las venas de sus sienes palpitaron. Los pedazos de vidrio se fueron deteniendo uno a uno justo en su lugar, hasta quedar suspendidos a su alrededor como copos de nieve congelados en el tiempo. Matilda se alzó lentamente de su sitio apoyándose en el mueble tras el que se escondía. Pasó su vista pasivamente por su alrededor, y uno a uno los pedazos de vidrio fueron estallando, dejando sólo pequeños rastros de polvo brillante que cayó al piso como un pequeño rocío.

    Carrie miró todo aquello con cierta fascinación, pero la ira que la consumía no se apaciguó ni un poco. Se apoyó en su brazo sano lo suficiente para sentarse, y entonces la mesa salió volando estrepitosamente contra Matilda. Ésta alzó sus manos hacia ella y la mesa, no sólo se detuvo de golpearla, sino que se partió en dos, cayendo cada mitad a un lado de ella. Carrie comenzó a arrojarle con su telequinesis lo que fuera: tazas, platos, pedazos de madera, las sillas que seguían intactas, los cuchillos que le había sacado a su madre, todo lo que pudiera se lo arrojaba como un mortal proyectil. Estos, sin embargo, no tocaban a su objetivo. Matilda avanzaba lentamente hacia ella, y todo lo que le arrojaba le sacaba la vuelta y se encajaba en las paredes o en el piso sin rozarla; a excepción de unas tijeras, que si le hicieron una cortada horizontal en su mejilla izquierda, pero ni siquiera pareció sentirla.

    Todo esto sólo hacía que Carrie se enfureciera más y más. Soltó un fuerte grito que exteriorizaba toda la frustración y coraje que tenía dentro. Este acto fue acompañado de una fuerza explosión de energía que empujó todo lo que tenía cerca en todas direcciones: los muebles, los cuadros, los fragmentos, todo voló, incluso Matilda no pudo evitar ser víctima de ello. Fue arrastrada hacia atrás por ese golpe, pero logró mantenerse firme y no caer. Alzó su mano hacia Carrie en un intento de inmovilizarla con telequinesis antes de que intentara algo más. Sin embargo, la rubia logró hacer exactamente lo mismo, alzando su único brazo sano hacia ella.

    Ambas se quedaron quietas, sintiendo como la energía que brotaba de la otra las envolvía, pero al mismo tiempo la propia intentaba repelerla. A su alrededor, y especialmente en el espacio entre ellas, comenzó a percibirse una pesada presión. Las paredes de la habitación comenzaron a desquebrajarse al mismo tiempo que el suelo. Los objetos pequeños y pedazos de papel comenzaron a agitarse como si un pequeño tornado se hubiera formado entorno a ellas. Ambas sentían como eran empujadas hacia atrás, pero se resistían a ceder. Matilda nunca había experimentado algo así. La energía que las envolvía era tan intensa que sentía que si daba un paso en falso, su cuerpo quedaría hecho polvo.

    Las dos gritaron al mismo tiempo en el que intentaron aplicar todas las fuerzas que le quedaba, y aquel choque provocó lo similar a una explosión lo suficientemente intensa para volar en pedazos el comedor y empujar a ambas hacia atrás. Carrie voló de regresó hacia la sala, cayendo no muy lejos de su madre y soltando un agudo alarido al sentir como un dolor punzante le recorría el cuerpo entero desde su hombro. Matilda por su lado, salió despedida hacia la cocina, chocando contra la nevera y luego cayendo de boca al suelo, partiéndose su labio en el proceso; se quedó tan aturdida tras el golpe que permaneció ahí tirada por largo rato.

    Carrie fue la primera en intentar levantarse, pero el estado en el que se encontraba se lo impedía. El dolor ya era demasiado intenso, y ese último golpe le había arrebatado todas las fuerzas que le quedaban. Quizás así era como todo debía de terminar; desfallecer ahí, tirada a un lado de su madre y dejar que todo simplemente desapareciera. Su única lamentación, por raro que fuera, era no poder morir mirando las estrellas… Nunca había pensado que esa sería la forma en la que le hubiera gustado hacerlo, hasta ese momento.

    —¿Carrie? —escuchó que alguien pronunciaba cerca de ella, pero no era la voz de la Dra. Honey.

    Carrie alzó su rostro con debilidad. Parada en el umbral de la sala se encontraba la figura borrosa de una persona. Había entrado por la puerta abierta de la casa, y ahora estaba ahí de pie, mirándola con desasosiego y espanto. La vista de la joven se fue aclarando y entonces logró distinguir el hermoso rostro de Sue Snell, con su cabello rubio brillante cayendo sobre sus hombros. La preciosa Sue, la chica de los ojos de Tommy, la amiga inseparable de Chris Hargensen; quien debía de seguro haber sido la verdadera reina de ese baile de inmundicias. Se veía tan impecable y limpia… mientras ella de seguro se veía como un absoluto desastre. Pero… ¿no había sido siempre de esa forma?

    —Tú… —susurró Carrie con voz ronca, y de pronto obtuvo fuerzas de la nada, o al menos las suficientes para sentarse y mirarla con más detenimiento.

    Sue soltó un pequeño alarido y se cubrió su boca con sus manos; sus ojos parecían estar al borde de las lágrimas.

    —Carrie… lo siento tanto —pronunció Sue con voz entrecortada, y se atrevió entonces a acercársele con cautela—. Yo… no sé…

    —¿Lo sientes? —espetó Carrie de golpe con demasiada agresividad en su voz. El cuerpo de Sue se detuvo, y de un momento a otro fue incapaz de mover siquiera un dedo—. ¿Qué sientes? ¿No haberte reído lo suficiente de mí? ¡¿No haberme arrojado tampones en el baile también?!

    Sue sintió un miedo tan grande como nunca había sentido antes. Apenas y podía respirar, sentía como si se fuera a asfixiar en cualquier momento.

    —No, Carrie —intentó decirle como le fue posible—. Yo no tuve nada que ver con eso. Chris, ella sola…

    —Ya vi a Chris esta noche —Interrumpió Carrie abruptamente, y entonces alzó su mano hacia ella. El cuerpo de Sue comenzó a deslizarse por el suelo hacia ella sin que pudiera hacer algo para evitarlo—. Ya no se está riendo mucho… Y tú tampoco lo harás…

    Sue supo de inmediato lo que esas horrendas palabras significaban.

    —Por favor, Carrie… no me lastimes… —susurró suplicante entre llantos, mientras se seguía aproximando hacia esa fantasmal figura cubierta de sangre.

    —¿Por qué no? Todos ustedes me lastimaron toda mi vida…

    Matilda ingresó tambaleante en esos momentos a la sala, aturdida y adolorida pero aún de pie.

    —Carrie, no… —murmuró alarmada en cuanto vio a Sue. Intentó reaccionar para alejarla de ella con sus poderes, pero un instante antes de que pudiera hacer algo Carrie giró su mirada directo hacia ella y el cuerpo de Matilda volvió a volar, ahora hacia las escaleras que daban al segundo piso, chocando contra el barandal con tanta fuerza que éste se rompió.

    Matilda quedó contra los escalones, con su mano derecha aferrada a su brazo izquierdo. Había chocado justo con él contra el barandal, y al parecer se lo hubiera lastimado, o incluso roto.

    Con Matilda inmovilizada, Carrie volvió a poner su atención en Sue. Al girarse de nuevo hacia ella, la joven se encontraba tan cerca que sus dedos tocaron ligeramente su abdomen.

    Y entonces lo sintió; en cuanto sus dedos tocaron el cuerpo de Sue, logró sentirlo por todo su ser. No era un latido, no era un pensamiento, no era una voz. No podía ponerle un nombre, pero lo sintió. Miró sorprendida, e incluso un poco espantada, el vientre de su antigua compañera.

    —¿Qué es esto…? —susurró despacio, sin lograr aún procesar del todo aquello. Alzó entonces levemente su rostro hacia Sue, que seguía presa del horror. No supo que fue con exactitud lo que le dio la pista que le hacía falta, pero en cuanto vio el rostro de Sue lo supo de inmediato—. ¿Es… Es de Tommy…?

    —¿Qué? —Cuestionó Sue, confundida.

    Carrie volvió a mirar hacia su vientre y ahora se atrevió a colocar por completo su palma contra éste. Al hacer eso, lo vio con mucha más claridad.

    —Es una niña —susurró muy despacio, pero lo suficiente para que Sue la escuchara.

    Aquello provocó que el cuerpo de Sue se tensara aún más, y su mente prácticamente se puso en blanco; incluso su miedo se había esfumado un poco. Bajó su mirada atónita hasta su propia barriga. Aunque ella no lo sentía como Carrie, supo a qué se refería…

    —Oh, por Dios… —murmuró estupefacta ante la revelación.

    Aquello tuvo un efecto en Carrie, un efecto casi destructivo. Y por primera vez fue capaz de pensar con claridad en algo esa noche: Tommy… Tommy estaba muerto. Iba a tener un bebé con la chica de sus sueños, una niña... y ahora no tendría nada; estaba muerto, al igual que todos los demás, al igual que su madre…

    Dejó caer su brazo de golpe, soltando al mismo tiempo a Sue, quien al ya no ser sostenida por Carrie cayó de sentón al suelo pues sus piernas le fallaron. Carrie se giró levemente hacia un lado, contemplando el rostro dormido y apacible de su madre. Su mente se fue aclarando poco a poco, sus pupilas y los latidos de su corazón se fueron normalizando, y toda la ira que la inundaba y cegaba se fue diluyendo. Pero eso no resultó ser nada bueno, pues poco a poco la horrible realidad en la que se encontraba se volvió más y más tangible, así como el dolor de sus heridas se volvió más intenso.

    —¿Qué he hecho? —Susurró despacio para sí misma—. ¿Qué he hecho…?

    Sue dejó de sentir miedo hacia Carrie. Quizás la impresión tan grande que acababa de sentir lo había causado, o quizás los pensamientos volátiles de Carrie la estaban afectando también. Intentó aproximarse hacia ella, sin saber en realidad qué haría. ¿La consolaría?, ¿le diría algo para hacerla sentir “mejor”? ¿Qué podría hacer o decir en un momento así? Se detuvo sin embargo al escuchar la casa crujir. Alzó su mirada y notó que largas fisuras comenzaban a dibujarse en las paredes y el techo como venas expuestas.

    Sue intentó decir algo, pero su cuerpo se elevó en ese momento unos centímetros y comenzó a flotar suavemente hacia la puerta de la entrada. Su primer pensamiento era que lo estaba haciendo Carrie, pero antes de cruzar el umbral pudo ver a aquella otra mujer de cabello castaño, cuyo brazo izquierdo colgaba sin fuerza a su costado, pero su otra mano se alzaba firme en su dirección. Sue cruzó la puerta y luego quedó sentada en el jardín frontal de la casa. Desde afuera, pudo ver que el estado de la casa era aún peor. El crujido era aún más fuerte, y todo el piso superior parecía doblarse y a punto de desmoronarse contra la planta baja.

    Una vez que Sue estuvo afuera, en el interior de la casa Matilda intentó acercarse a donde yacía Carrie. Su brazo le dolía mucho, tenía varios raspones por la cara y las rodillas, además de que las heridas que los vidrios le habían hecho antes comenzaban a arderle y a sangrar más. Carrie, por su lado, se había sentado a un lado del cuerpo de su madre, y lo abrazó con debilidad contra sí misma. Pequeños sollozos de dolor y tristeza salían de su boca, acompañados del crujir de la casa. Una viga se desprendió del techo de pronto, cayendo justo delante de Matilda y cortándole el paso para llegar hasta donde Carrie se encontraba.

    —Debemos salir de aquí, Carrie —le murmuró con fuerza la psiquiatra, extendiendo su mano hacia ella—. Por favor, déjame ayudarte.

    —No quiero más ayuda… —susurró la joven muy despacio, girándose levemente hacia ella. Su mirada estaba apagada; ya no le quedaba casi nada de vida en su cuerpo. Lo último de sus fuerzas físicas se estaba aplicando en la destrucción inminente de esa casa—. Váyase aquí…

    —No lo haré, no te voy a abandonar…

    —¡Váyase!, ¡váyase y déjenos solas!

    Matilda fue empujada abruptamente hacia atrás como si hubiera sido golpeada por un caballo. Su cuerpo se dirigió directo contra la ventana de la sala, atravesando lo que quedaba del marco de madera de ésta, y raspándose además con algunos pedazos de vidrio que habían quedado pegados a éste. Cayó de espaldas contra la tierra, resintiendo aún más el dolor de su brazo al prácticamente caer sobre él; dicho dolor la dejó inmovilizada.

    —¿Se encuentra bien? —escuchó que le cuestionaba Sue mientras se le aproximaba, pero Matilda fue incapaz de responderle algo.

    La casa comenzaba a derrumbarse sobre sí misma, acompañada del chirriar de la madera, el metal y la piedra rompiéndose. Y entre toda aquella sinfonía de destrucción, se escondía sutilmente la voz de Carrie susurrando dese el adentro, abrazada de su madre a como las pocas fuerzas de su cuerpo se lo permitían. Las velas se habían caído de su sitio, y parte de la planta baja ya se encontraba en llamas.

    —El Señor es mi pastor, nada me faltará. En verdes pastos me hace descansar, y junto a aguas de reposo me conduce. Él restaura mi alma y me guía por senderos de justicia por amor a su nombre. Aunque pase por valles de sombra y muerte, no temeré mal alguno porque tú estás conmigo…

    Otra viga más se desprendió del techo, cayendo abruptamente hacia ellas. Carrie no hizo intento alguno de detenerla. Sólo cerró los ojos y dejó que todo terminara de una buena vez.

    —Tu vara y tu cayado me infunden aliento… Tú preparas mesa delante de mí en presencia de mis enemigos…

    Y entonces, su voz calló.

    La casa se contrajo en sí misma. Todo el piso superior se desmoronó, causando un gran estruendo y una nube de polvo.

    —¡No!, ¡Carrie! —Exclamó Matilda horrorizada. Su primer instinto fue ponerse de pie, pero el dolor y su desequilibrio casi la hicieron caer de nuevo hasta que Sue se encargó de sostenerla.

    Matilda miró atónita lo poco que quedaba de las paredes de la planta baja, lo único que quedaba en pie, y como algo de fuego comenzaba a extenderse por las ruinas. Sus oídos le zumbaban, incapaz de escuchar nada con claridad; ni la voz de Sue, ni el sonido de las sirenas de policía y bomberos aproximándose por la calle, ni siquiera sus propios pensamientos. Por unos momentos, su cerebro se quedó totalmente en sonido blanco.

    — — — —​

    Nadie durmió esa noche en Chamberlian. El incendio del centro se propagó durante toda la madrugada, alcanzando incluso a zonas residenciales. De la escuela no quedaron más que ruinas. Para cuando salió el sol, las víctimas fatales en total ya se encontraban en los cientos, y seguían subiendo; los heridos eran muchos más. Los daños materiales eran simplemente incalculables. Era como si un tremendo tornado los hubiera azotado de pronto, y nadie se hubiera preparado en lo más mínimo para ello. Y en parte, quizás era así: una fuerza incontrolable de la naturaleza los había azotado. Y mientras los incendios se apagaban, los heridos eran tratados y los muertos identificados, lo único que quedaban eran preguntas, siendo la más importante: ¿por qué?

    Matilda también se lo preguntaba, y al menos en ese momento no tendría una respuesta clara. Se encontraba sentada en su vehículo, aún estacionado frente a lo que alguna vez fue la casa de Carrie y su madre. Los paramédicos la habían tratado; no tenía el brazo roto, pero sí lo suficientemente lastimado para tener que llevarlo venado y colgando de un cabestrillo. También tenía algunas gazas cubriéndole las cortadas de su cara. A excepción de su brazo y algunos otros golpes, todo lo demás era superficial.

    No hacía nada en particular en esos momentos, más que mirar fijamente a la policía yendo y viniendo. La calle se había llenado de camionetas oscuras y agentes uniformados, hasta casi volverse un caos. Algunos ya habían comenzado a revisar los escombros, pero Matilda no deseaba ver lo que sacarían de ahí.

    La habían dejado sentarse en su auto a descansar luego de curarle sus heridas. Sin embargo, un detective le pidió que no se fuera ya que en cuanto estuviera lista iría a tomarle su declaración. Quería saber quién era y qué hacía ahí exactamente; preguntas bastante justas. Debería de haber aprovechado ese tiempo para pensar bien en qué diría, y en armar una declaración que no la comprometiera ni a ella ni a la Fundación. Pero sencillamente no podía pensar en otra cosa que no fuera la imagen de Carrie White totalmente cubierta de sangre, mirándola llena de odio y gritándole:

    Usted me lo prometió. ¡Me prometió que me ayudaría!, ¡me prometió que todo estaría bien! ¡¿Le parece que algo de esto está bien?!

    Sí, ella se lo había prometido. Le dijo que aunque en esos momentos todo estuviera tan mal, tarde o temprano todo sería diferente, sería mejor. Así fue con ella, y estaba convencida de que así sería con Carrie. Pero no lo fue, y nunca lo será; Carrie White ya nunca más estará mejor ni peor.

    Había fracasado estrepitosamente y cómo nunca lo había hecho. Todo ese desastre, todas esas muertes, incluyendo la de Carrie, eran debido a que era una absoluta fracasada…

    —Nada de esto es tu culpa —escuchó de pronto que una voz pronunciaba justo a su lado, provocando que se sobresaltara asustada en su asiento.

    Se giró atónita hacia un lado, vislumbrando de pronto la imagen de una mujer de cabello café y rizado, anteojos gruesos y un traje azul, sentada justo en el asiento del pasajero. Ésta la miraba con una casi abrumadora seriedad en los ojos.

    —Eleven… —Susurró despacio una vez que pudo salir de su asombro inicial—. ¿Cómo…? —Iba a preguntarle cómo era que había llegado ahí tan pronto, pero en cuanto dicha pregunta se terminó de formular en su cabeza, la respuesta lo hizo igual—. No estás aquí realmente, ¿cierto?

    Aquella mujer, o más bien la proyección de sí misma que le estaba enviando de seguro desde su casa en Indiana, asintió levemente.

    —Esto no sería necesario si contestaras tu teléfono.

    Una risa nerviosa se le escapó a la psiquiatra.

    —Ni siquiera sé dónde quedó… —Dejó caer en ese momento su cabeza hacia delante, golpeándose la frente contra el volante—. No puedo creer que esto esté pasando…

    Eleven suspiró con pesadez.

    —Me hubiera gustado que nunca pasaras por una experiencia como ésta. Pero era inevitable si te ibas involucrando más en este tipo de asuntos. Y me temo que podría no ser lo peor por lo que pases.

    —Gracias, eso ayuda —le respondió Matilda notablemente a la defensiva.

    —No intento desanimarte, sino mostrarte la verdad. Todo en este mundo tiene un lado oscuro: el amor, la amistad, la familia… y el Resplandor también. No todos la pasan tan bien cuando descubren lo que pueden hacer. Muchos sufrimos como no puedes imaginarte, y necesitamos más que palabras de aliento para seguir adelante. Eso es con lo que debes quedarte de todo esto. Lo demás, déjalo ir.

    —¿Qué lo deje ir…? —inquirió Matilda incrédula, separando su rostro del volante para mirarla.

    —No debes de lamentarte de esto. No había nada que pudieras hacer en tan corto tiempo para prevenirlo. Nada de esto fue tu culpa, ¿me oíste? Nada.

    —¿Cómo puedes decir eso? —Espetó la psiquiatra, casi como si el comentario le ofendiera—. Yo vi esa ira en ella, vi de lo que podría ser capaz. Pero no hice nada, no quise reaccionar porque… —vaciló unos segundos—. No sé por qué… Sólo fui demasiado cobarde. De haber hecho algo antes, de haberme decidido…

    —Nada hubiera cambiado —le interrumpió Eleven con cierta dureza—. Esto estaba destinado a ocurrir, con o sin ti. Es obvio que la chica tenía problemas mucho más serios de los que tú creías, y el daño que había sufrido tras todos estos años era mucho más profundo. Llegamos tarde, eso es todo. Hiciste todo lo que pudiste.

    Matilda respiraba con algo de agitación. Parecía usar toda su fuerza de voluntad para no soltarse llorando; lo había estado haciendo prácticamente toda la noche, pero en ese punto se volvió casi insostenible.

    —No puedo decirme eso a mí misma… no puedo…

    —Deberás hacerlo. Si no lo haces, esta culpa te acompañará por el resto de tu vida. Y lo único que provocarás será afectar a todos los casos que te lleguen de ahora en adelante. Déjalo ir. No ahora, no mañana, pero cuando estés lista.

    —¿Eso es lo que tú haces cuando te pasa algo así? —Cuestionó con voz apagada, mirando con desasosiego a su antigua mentora—. ¿Sólo… lo dejas ir…?

    Esa pregunta pareció dejar a Eleven indefensa. Desvió su mirada hacia un lado con gesto reflexivo, como si mirara por la ventanilla aunque era difícil decir si era capaz de hacer tal cosa siendo sólo una proyección.

    —Yo más que nadie en este mundo sé que es más fácil decirlo que hacerlo. Pero es necesario.

    Una respuesta bastante práctica, incluso algo fría, inspirada de seguro en todo lo que había vivido en sus años encargándose de ese tipo de asuntos. Y quizás si ella hubiera visto y vivido lo mismo que ella, hubiera podido hacer tal cosa. Pero no en ese momento, no después de lo había visto esa noche. No después de haberle fallado de tal forma a Carrie.

    Pasó sus manos por su rostro, y principalmente por sus ojos, limpiando cualquier pequeño rastro de lágrimas que pudo haber brotado de ella.

    —No puedo hacer tal cosa, no puedo ignorar lo que ocurrió —murmuró con más decisión, centrando su mirada fija al frente—. Jamás dejaré que esto le pase de nuevo a otro niño. Nunca más…

    * * * *

    El helicóptero oscuro sobrevolaba sobre aquel bosque del oeste de Washington, perdido entre las sombras de la noche sin luna. Su destino no era visible a simple vista, pero en el tablero GPS de la cabina el punto estaba claramente marcado al frente de su ubicación actual. Construido sobre el costado menos visible de una montaña, se ubicaba el helipuerto en el que aterrizarían. Al rodear la montaña, la pista se volvió visibles para el piloto, así como las indicaciones que el personal en ésta le transmitía con sus luces de señalamiento. El helicóptero descendió lentamente hacia la superficie, agitando el viento con sus astas rotatorias.

    Una vez que la máquina estuvo estable en tierra, uno de los trabajadores de la pista se apresuró hacia la puerta de ésta para que el único pasajero que iba en ella se bajara. Un hombre afroamericano, de cabeza rapada y bata blanca, bajó del helicóptero prácticamente de un salto. Las hélices aún en movimiento agitaban su bata, pero esto se fue calmando poco a poco luego de que el piloto apagara el motor.

    El recién llegado caminó tranquilamente hacia un hombre joven que lo aguardaba a un lado de la pista. Era delgado y alto, con cabello rubio oscuro rapado de los lados, y apenas apreciable su presencia en la parte superior. Vestía un traje azul oscuro de estilo militar con botas negras, y se encontraba parado firmemente en su sitio con sus manos colocadas detrás de su espalda.

    —Bienvenido, doctor Shepherd —le saludó el hombre con voz firme y estoica.

    —¿Cómo te va, Frankie? —Le saludó con mucho más entusiasmo el hombre de bata, aquel que horas antes se había presentado a Lisa Mathews con el nombre de “Russel”—. ¿Cómo está todo por aquí?

    Ambos comenzaron a caminar uno a lado del otro hacia lo que parecía ser la puerta de un elevador, colocada prácticamente sobre la pared de la montaña como si fuera un objeto totalmente fuera del lugar; había otras cinco iguales a ella, alineadas a su lado.

    Una vez cerca, el hombre rubio pasó su gafete sobe un lector electrónico ubicado a un lado de la puerta, y ésta abrió automáticamente revelando el interior de un ascensor amplio, limpio y con una casi enceguecedora luz blanca.

    —Recibimos noticias de que sigue el despliegue de agentes en Portland por lo ocurrido en el hospital —le comentó Frankie como respuesta un poco tardía a su última pregunta.

    —Ah, eso —murmuró Russel sin demostrar en realidad mucho interés en dicho comentario. Ambos ingresaron al elevador, y en el interior Frankie volvió a pasar su gafete por otro lector, y luego entre las opciones del tablero presionó el botón del Nivel -5, y el elevador comenzó a recorrer un largo trayecto hacia abajo—. Ese no es nuestro asunto; que nuestros guapos amigos armados se encarguen de eso. A nosotros sólo nos interesa la ciencia.

    —Lo que usted diga —contestó Frankie sin mucho entusiasmo, a lo que Russel solamente resopló resignado.

    No hablaron mucho hasta que el elevador llegó a su destino, principalmente porque Frankie no era en lo más mínimo un interlocutor muy adecuado. Al llegar al Nivel -5, las puertas se abrieron y ambos hombres ingresaron a un largo pasillo alumbrado con luz blanca, con puertas numeradas a cada lado, cada una con su respectivo lector electrónico a un lado. Avanzaron por el pasillo silencioso; el sonido de las pesadas botas de Frankie contra el suelo brilloso recién lustrado, resonaba con fuerza. Se detuvieron en una puerta ubicada un poco antes de la mitad del pasillo, con números grandes y negros en ella: 5016. Frankie pasó una vez más su gafete por el lector y se escuchó como el seguro de la puerta se abría.

    Russel Shepherd ingresó primero. El cuarto era amplio, cuadrado, alumbrado con más luz blanca fluorescente en el techo. En general parecía ser un simple cuarto de hospital, con su moderna camilla, su atril con sud bolsas de suero y medicamento colgando, y sus aparatos electrónicos para medir los signos vitales del paciente que yacía en la camilla. Había algunos sillones y un par de silla, e incluso un televisor que en esos momentos transmitía un juego de béisbol.

    Sin embargo, los aparatos que había alrededor de la camilla eran mucho más sofisticados que los de un cuarto de hospital convencional. En las diferentes pantallas se podía monitorear prácticamente todo: ritmo cardiaco, actividad cerebral, niveles de oxigenación, y todo parecía estar estable. Había además un espejo en la pared del lado izquierdo, claramente doble para que el cuarto pudiera ser observado desde la habitación contigua; además de cuatro cámaras, una en cada esquina del cuarto.

    El juego de béisbol en la televisión no era para el paciente, pues éste yacía totalmente inconsciente y así lo había estado por un muy largo tiempo. Quien lo veía en esos momentos era un hombre de rasgos asiáticos, sentado en una de las sillas a un lado de la camilla. Usaba una bata blanca y unos anteojos de armazón negro y grueso. Sobre sus piernas sostenía una tabla de apoyó, con algunos papeles enganchados a ella. En cuanto escuchó la puerta abrirse, giró su vista levemente hacia ella, reconoció a los dos hombres que ingresaban, y casi en automático volvió a mirar hacia la televisión.

    —Buenas noches, Dr. Takashiro —le saludó Russel con el mismo entusiasmo que había saludado a Frankie, pero a cambió recibió una respuesta bastante similar.

    —Buenas noches, señor —murmuró el hombre en la silla con voz apagada.

    Russel se aproximó a la camilla mientras Frankie se quedó de pie delante de la puerta, de nuevo parándose firme y con sus brazos atrás de su espalda.

    —¿Y cómo está mi chica consentida? —Preguntó Russel, contemplando al paciente con una amplia sonrisa.

    Takashiro se encogió de hombros sin dejar de ver el partido.

    —Igual que siempre, sin novedad.

    —Era una pregunta retórica… o eso reo —comentó Russel con ligera molestia, y entonces miró tanto a el hombre en la silla como a Frankie de manera acusadora—. ¿Ustedes dos comparten el sentido del humor o qué?

    Ninguno le respondió nada.

    —Cómo sea…

    Se inclinó un poco hacia el frente para ver mejor a la persona que ahí descansaba, bocarriba, totalmente quieta, con sus ojos cerrados y con su respiración apenas perceptible. Usaba una bata de hospital color verdoso que cubría su delgado cuerpo. Sus labios se veían algo resecos, y su cabello rubio rojizo se veía algo enmarañado y grasoso. Sus rostro se veía pálido, pero tranquilo, como si solamente estuviera durmiendo una siesta; una larga siesta de más de cuatro años.

    Russel sonrió.

    —Buenas noches, Carrietta —susurró despacio, como si temiera despertarla si levantaba de más la voz—. Te tengo buenas noticias: creo que te acabo de conseguir una nueva amiga. Espero que ambas se lleven muy bien…

    La chica en la camilla no reaccionó de ninguna forma. Se quedó tan inmóvil como lo había estado, desde que fue sacada de aquellos escombros de lo que alguna vez fue su casa en Chamberlain, Maine.

    FIN DEL CAPÍTULO 40

    Notas del Autor:

    Al igual que los capítulos anteriores, éste capítulo se basó bastante en las tres versiones cinematográficas de Carrie (principalmente la del 2013), tomando también algunos aspectos de la novela original. La última escena como pueden adivinar es un agregado de mi pate, acompañada de una sorpresa que iremos desarrollando y explorando más en capítulos posteriores, incluyendo los nuevos personajes que en ésta se presentaron. Pero de momento, dejaremos a Carrie White descansar.

    En el siguiente capítulo volveremos al presente (aunque la última escena ocurre ya en éste), y continuaremos con Matilda, Cole y Cody justo donde los dejamos.
     
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