Explícito Quiero perderme en ti (Mimily) [Pokemon Rol Championship]

Tema en 'Mesa de Fanfics' iniciado por Reual Nathan Onyrian, 24 Diciembre 2018.

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    Reual Nathan Onyrian

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    Escritor
    Título:
    Quiero perderme en ti (Mimily) [Pokemon Rol Championship]
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Romance/Amor
    Total de capítulos:
    2
     
    Palabras:
    7277
    No sé sinceramente de donde saqué las fuerzas para escribir esto. Como mi otro smut, nació como una broma (al parecer, si quieren que escriba algún smut, háganlo como una broma, chicos), y como un desafío. Escribir un Mimily tan extenso como el Jaki que había hecho. Si bien no es tan largo como el otro (+11.000 palabras), estoy mucho más satisfecho con este que con el otro, por la forma en lo cual lo escribí. Además, como había mencionado, no sabía de donde sacar la inspiración y la fuerza para escribir esto. No la encontraba en ningún lado, porque ninguno de los personajes es mío, y no tenía ninguna motivación para hacerlo. Pero luego, se me ocurrió: "hey, ¿y que tal si lo hacemos como regalo de Navidad?" Estilo, un regalo para alguien que de verdad pueda necesitarlo, alguien que necesita tal vez pegarse un levantón de ánimo por estas fechas, y esto le sirva. No sé como, pero esa fue la motivación que encontré para terminarlo. CONTIENE ESCENAS DE SEXO EXPLÍCITO

    Así que aquí tienen, Amane y Kurone, su smut Mimily intenso :D Este es mi obsequio de Navidad para ustedes. ¡Qué lo disfruten!

    P.D: Dos a cero, EliLover :P

    P.D2: Me disculpo por la narración de las escenas del final. Como podrán ver, tengo 0 experiencia en ese ámbito, ya que no tengo amigas lesbianas con la suficiente confianza para preguntarles sobre sus noches románticas, sin que suene a "material de estudio". Así que bueno, eso.

    Quiero Perderme en Ti
    Parte 1

    La puerta se cerró de un estruendo, haciendo que el sonido seco retumbara en la habitación casi vacía. Los únicos habitantes de aquella pieza no se mostraron sobresaltados por la súbita e impetuosa entrada de la joven. Aunque quisieran hacerlo, no podrían. Tan solo eran mobiliario, cubiertos de plástico para evitar que el polvillo los cubriera completamente. Y a pesar de todo, parecían con ánimos de reconfortar a la muchacha rubia que se encontraba hecha un ovillo en el suelo, en una esquina. A duras penas podía contener las lágrimas que se agolpaban en sus penetrantes ojos azules, vidriosos por el esfuerzo. Su cabeza estaba enterrada entre sus piernas, sus brazos rodeando sus tibias, como queriendo protegerse del mundo que había afuera, como si el mero hecho de no mirar fuera suficiente para pretender que ella era invisible, que había desaparecido de aquella realidad. Que al fin había escapado. Pero los golpes en la puerta cerrada le demostraron que sus deseos no se habían cumplido. Eran golpes firmes, golpes que dejaban un intervalo para hacer sonar su nombre. Una cacofonía que taladraba sus oídos, y hacía que la joven se agitara más y más. Ya no podía controlar las lágrimas, que formaban surcos en su rostro, ríos, que caían lentamente al suelo, levantando polvillo. Con intenciones de alejarse del ruido, la muchacha dejó que su mente se dirigiera hacia lugares lejos de allí. Dejó que la llevara de vuelta a tiempos en donde había sido feliz, por primera vez en mucho tiempo. Dejó que la llevara de vuelta a Galeia.

    Mimi abrió los ojos, el sol entrando por la ventana y dándole en plena cara. Se incorporó en la cama, los cabellos despeinados, cayéndole por encima del rostro. Se frotó los ojos, soltando un fuerte bostezo, y miró alrededor, con modorra. Se encontraba en una habitación, bastante sencilla. ¿Dónde estaba? Le dolía mucho la cabeza, sentía como el latir de su corazón hacía eco en su cráneo, el ruido rebotando en cada pared. Se encontraba vestida simplemente con un camisón de satén, muy suave al tacto con su piel desnuda. Sus ojos del color del zafiro intentaron enfocarse en el panorama de la habitación, siendo bastante difícil con el retumbar de su cabeza. Parecía la habitación de un departamento sencillo. Era un poco pequeña, apenas teniendo espacio para la cama, la mesa de luz, un armario, y una cómoda en dónde había un espejo montado. Tal vez sería buena idea observar su rostro, comprobar su estado actual. Tal vez de esa manera pudiera recordar algo de lo que había ocurrido. Apoyó los pies en el suelo, rascándose la espalda, y sus dedos inmediatamente tocaron una superficie suave y fría. Corrió la botella vacía con el pie, dejando la etiqueta a simple vista. Vino blanco, al parecer. Cosecha tardía. Al parecer venido de Johto, aunque el nombre de la bodega se encontraba medio borroso, pues parte del contenido de la botella al parecer había caído sobre ella, borrando un poco la tinta. Johto. El nombre le recordaba a algo. A una persona. ¿Un muchacho? Lo había visto hace poco, creía. Había más botellas en el suelo. Todas vacías. Bien, empezaba a darse una idea de por qué no estaba recordando lo que había pasado anoche. Se frotó la sien y se levantó de la cama. En la mesita de luz había dos copas, con una todavía con un poco de vino en el fondo. ¿Dos? Paseó la mirada por la habitación. No había nadie más. Extrañada, se rascó la cabeza, arremolinando todavía más su dorada cabellera. Se encogió de hombros y se levantó. Tal vez en algún momento estuvo con alguien más en la habitación. Frenó en seco su camino hacia el espejo. ¿Con alguien más en la habitación? Ahora que miraba bien, la cama parecía ser de plaza y media, lo suficientemente grande para que dos personas durmieran allí. Y como la sorpresa había aminorado el estupor inicial del sueño y la resaca que sospechaba que tenía, pudo ver como el lado izquierdo de la cama estaba desordenado de tal forma que dejaba adivinar que alguien había dormido a su lado. Toda la sangre le subió a la cabeza, haciendo que su piel se tiñera del color del tomate. ¡¿HABÍA PASADO LA NOCHE CON ALGUIEN?! Comenzó a respirar nerviosa, y se dirigió con paso apurado al espejo. Su mente era un torbellino, intentaba recordar. ¿Fue con ese chico, el de Johto, que había recordado al mirar el vino? Si lo recordó por mirar el vino, seguro había sido con él. Recordaba que era un idiota, y no muy listo. No podía ser con él. Su reflejo tenía suficientes ojeras como para hacer un disfraz de mapache. Tenía el maquillaje corrido, seguramente se había dormido sin habérselo limpiado. Estaba hecha un desastre. Más le valía pegarse un baño, así podía despejarse y ver de quitarse de encima un poco el estupor del sueño. Primero tenía que asegurarse de que hubiera un baño en dónde estaba. Se acomodó un poco la rebelde cabellera frente al espejo, y salió por la puerta.

    El agua caliente golpeó su cuerpo desnudo, levantando vapor y humedeciendo el ambiente. La joven inspiró largamente, dejando que el vapor le limpiara los poros y la mente, y el agua hiciera correr toda su resaca por el drenaje. La ducha acariciaba su espalda y la relajaba, haciendo que los recuerdos le fueran volviendo de a poco. Había encontrado el baño al final del pasillo. Y había encontrado el pasillo al salir de la habitación. Había una habitación más, que en ese momento estaba siendo ocupada por dos personas, al parecer, ambas durmiendo juntas. La habitación estaba oscura, y apenas se discernían las figuras metidas entre las sábanas. Al parecer eran dos muchachos, ¿durmiendo abrazados?, no podía ver bien en el estado en el que estaba. Decidió dejarlos solos, no tenía sentido molestarlos. Bueno, dos habitaciones, al parecer ambas habían sido ocupadas. ¿Estaba en una especie de hostel, en algún departamento compartido? Tal vez era la casa de aquellos chicos, y eran sus amigos, aunque distinguirlos era complicado. Lo único que pudo vislumbrar antes de cerrar la puerta fue el reflejo del pelo de uno de ellos, aunque no pudo distinguir bien si el reflejo era castaño, colorado o rubio. El pasillo también daba paso a una escalera, a la derecha, pero la joven no tenía muchas ganas de explorar la inmensidad del lugar. Así que se dirigió hacia la última puerta, resultando esta en el baño. La muchacha rubia dejó la mente en blanco, mientras acariciaba su cuerpo con la esponja, cubriéndolo de espuma. Acarició sus piernas, tonificadas de tanto viajar y caminar por la región de Galeia, y subió por ellas, pasando por sus glúteos, su espalda, sus pechos y sus hombros. Había crecido mucho en estos cuatro años, desde que había comenzado su aventura. No solo en cuerpo, que se había estilizado y embellecido por el ejercicio, sino también en mente. Había dejado atrás muchas cosas, había aprendido, había madurado. Aunque algunas cosas nunca terminaban de quitarse. Como al parecer, el pegote que tenía en el cabello. ¿Qué Giratinas era eso? Estuvo peleando un rato con el shampoo, el enjuague y sus dedos, estremeciéndose cada vez que la espuma bajaba por su espalda y se colaba entre sus nalgas. La muchacha arrugó la nariz. Estúpida espuma pervertida, que se metía por todos lados. Terminó de enjuagarse, y se quedó unos segundos más bajo la ducha, disfrutando de cómo el calor le relajaba los músculos, y la hacía recordar de a poco. Recordaba una fiesta, que al parecer había sido bastante fuerte. ¿Una fiesta por qué? ¿Qué habían celebrado? Al parecer había sido bastante salvaje si había terminado con una resaca así. No recordaba la última vez que había tenido una resaca similar. ¿Había tenido una resaca alguna vez? No, esta era la primera. Y vaya que había sido una primera vez.

    Cerró la canilla con parsimonia, y con la cabeza mucho más despejada, salió de la bañera. Se acercó al espejo y le limpió la condensación que se le había hecho con una mano. Observó la figura que tenía al frente suyo, y disfrutó un poco de la vista, a decir verdad. Su personalidad había cambiado en estos cuatro años, pero seguí teniendo su orgullo bien alto. Contempló su cuerpo y se regordeó en lo que vio. Sus pechos no eran tan grandes como ella tal vez hubiera querido, pero lo compensaba con un cuerpo estilizado y una estrecha cintura, que suavizaba sus curvas a medida que la vista bajaba por el abdomen hasta sus muslos. Se dio la vuelta, para contemplar como su dorado cabello, que siempre lo había mantenido del mismo largo, caía sobre su espalda como una cascada, hasta morir en las dos lagunas que representaban sus nalgas. ¿Dos lagunas? Vaya, se había vuelto poética. Los efectos prolongados del alcohol eran bastante extraños. Suspiró, y con ayuda de una toalla, se secó la enmarañada cabellera, para luego pelear contra ella utilizando un peine como arma. A medida que cada pelo se rendía ante su mano (y los caídos en batalla quedaban enganchados en el peine), se sorprendió por lo tranquila que se encontraba en esos momentos. Es decir, se había despertado con resaca en un lugar que no recordaba, al parecer había dormido con alguien, y en la habitación de al lado, había otros dos muchachos durmiendo. Estaba desnuda en esos momentos frente al espejo, mientras se peinaba, incluso tarareando una canción que había escuchado en una armónica una vez, no recordaba dónde. ¿Acaso había sido un chico rubio? Tal vez. Volvió a concentrar sus pensamientos en lo que estaba ocurriendo en ese momento. Pero por alguna razón, parecía calmada. Demasiado calmada. Como si estuviera en un lugar familiar. Como si estuviera en su hogar. Extrañada, terminó de peinarse, y examinó el tocador. Estaba lleno de productos de cuidado cosmético, cosas que ella solía usar. Cremas, enjuagues, gel, hojas de depilación, cosas así. Bueno, ahora la teoría de que estaba en su hogar se acrecentaba. Aunque podrían pertenecer a alguno de los dos muchachos que estaban en la otra habitación. La joven se encogió de hombros. Encontró una bata de baño de color rosa, así que decidió cubrir su cuerpo con eso, disfrutando del tacto suave en su piel, y salir del cuarto. Bueno, no quedaba mucho por descubrir en ese piso, así que decidió bajar por las escaleras.

    Estas descendían en forma de caracol, de manera estrecha. La muchacha fue revisando el lugar a medida que descendía. Parecía que bajaba a un espacio que funcionaba tanto como cocina, comedor, y salón. Pudo vislumbrar una mesa de madera, redonda, en el centro de la habitación. Cuatro sillas la rodeaban. Parecía puesta ya, esperando diligente a la gente que estuviera durmiendo arriba. En un extremo, había un sillón, que se doblaba en forma de L en una esquina. Parecía estar posicionado de tal forma para disfrutar apaciblemente del televisor que tenía enfrente. Una pequeña mesa ratona tenía encima una pila de revistas, que la joven no podía discernir. Mientras llegaba a los últimos escalones, paseó su mirada por lo que quedaba de la habitación. La cocina tenía claros signos de haber sido usada, seguramente para preparar el desayuno que descansaba en la mesa en ese momento. Tan solo quedaba una cosa en las hornallas, una pava había comenzado a humear y a chillar, anunciando que el agua que adentro tenía ya se había calentado lo suficiente. Una figura, enfundada en pijama, se acercó a buscarla. La muchacha frenó su marcha en las escaleras, observando a la persona que estaba en ese momento tomando la tetera y vertiendo su contenido en una taza. Admiró su cabello negro como la noche, cayendo hasta su cintura, tapando algo que ella tenía bastantes ganas de mirar. Su atuendo, de color azul turquesa, su color favorito, envolvía su cuerpo, dejando adivinar suaves curvas de un cuerpo desarrollado. La joven rubia sabía quién era esa persona. No había resaca en el mundo que la hiciera olvidarse de ella. Se acercó lentamente por detrás, aprovechando que la morocha se encontraba ocupada, preparando al parecer una infusión, por el olor que destilaba la taza. De improviso, la abrazó por detrás, entrelazando sus brazos en la cintura de la otra chica, y apoyando la barbilla en el hombro de esta, disfrutando de la textura del pijama azul en su piel y del olor que soltaba el cabello negro.

    — Muy buenos días, dormilona.—respondió la abrazada, acariciando con una mano los brazos que la envolvían, y con la otra asiendo la taza.- Te excediste un poco anoche, al parecer. Alpha te había advertido que el vino de Johto era bastante fuerte, pero eso no te detuvo.

    — Mmmmhhh.— fue lo único que respondió la rubia, cerrando los ojos azules, disfrutando del contacto.


    — Tuviste suerte de que Nikolah estuviera aquí, y de que le siguiera gustando cargar a la gente después de tanto tiempo. No podría haberte subido yo sola por las escaleras.— respondió la morocha, soltando una pequeña risita.— Aunque el pobre luego tuvo que salir corriendo, obviamente cargando a Talía en sus hombros. Lo detuve antes de que saliera por la puerta, o la pequeña iba a quedar estampada contra el marco.

    Las dos se quedaron en silencio unos minutos, disfrutando de la compañía de la otra. La morocha giró la cabeza, posando sus ojos de un suave color rosa el rostro adormilado de su compañera. Le dedicó una sonrisa tierna, y tomó su rostro con una mano, para plantarle luego un suave beso en la mejilla.

    — Feliz cumpleaños, Mimi.— le susurró en su oreja.

    El recuerdo se fracturó en cientos de grietas, que luego estallaron con fragmentos como si fueran de cristal, cayendo al suelo, destrozándose con cada impacto. La imagen se había hecho añicos con cada golpe en la puerta, y cada grito que resonaba en su nombre. “¡Mimiko, Mimiko!”. Lo único que hacía la joven era contemplar los trozos de cristal que había a sus pies. Podía vislumbrar en ellos retazos del recuerdo de recién. ¿Había sido real? ¿O un sueño? Tal vez se lo había imaginado, intentando escapar de la realidad en donde ahora se encontraba. Cogió uno de los trozos de lo que antes había sido una fina copa de adorno, ahora compuesta simplemente de pedazos rotos y desparramados por el suelo lleno de polvillo. Lo observó atentamente, y por unos segundos, pudo vislumbrar aquellos ojos rosados, mirándola con ternura. Pero la ilusión se acabó, y en su mano no quedaba más que los restos de lo que antes fuera un bello y fino adorno. La mano de la joven tembló, y lo arrojó lejos. Los golpes en la puerta cesaron, y se pudo escuchar un pesado suspiro de cansancio detrás.

    — Tendrás que salir en algún momento.— dijo la voz detrás de la puerta, una voz en la cual se mezclaban muchas voces.— No puedes esconderte allí para siempre.

    La joven rubia pudo escuchar como las pisadas se alejaban de la puerta, pesadas, ominosas. Eran pisadas que se mezclaban con otras pisadas, y hacían una cacofonía insoportable. Esperó hasta que el sonido se extinguiera, y se incoporó, quitándose un poco de polvo de su ropa. Paseó su mirada por la habitación, sorbiéndose la nariz, restregándose los ojos, limpiándose las lágrimas. Hacía años que no entraba allí, a ese cuarto. El mero hecho de acercarse hacía que la golpearan un torbellino de sentimientos de forma atroz, dejándola sin aire. Pero en estos momentos, era el único lugar en toda la casa en dónde se sentía segura, ajena a todo lo que ocurría afuera, en esa pequeña burbuja compuesta de viejos muebles, plástico, adornos, y recuerdos. Principalmente recuerdos. Quitó el plástico que protegía uno de los sillones, con delicadeza, casi con reverencia. Observó el asiento, forrado en bello cuero teñido de rojo, la madera que lo sostenía del oscuro color del ébano. Acarició los apoyabrazos con cariño, recordando momentos perdidos de su niñez, momentos que calentaban su interior, evitando que el frío ambiente a su alrededor la afectara. Se hizo un ovillo sobre el asiento, como buscando protegerse de algo. Se apretujó contra su cuero, queriendo escaparse de allí. En esos momentos, dejó de tener dieciocho años, sintió como volvía a transformarse en apenas una niña, una pobre criatura, sintiendo la pérdida de alguien muy querido. Y viajó todavía más allá, cuando ese alguien seguía vivo, cuando todavía podía impartirle su calor. Y la joven se durmió sobre el sillón, sintiendo el calor emanar de él, llenándola de paz y tranquilidad. Como si fueran un par de brazos amorosos, protegiéndola con su abrazo, la joven se dejó hamacar por ellos, dejó que la llevaran hasta un lugar lejano. A un lugar donde pudiera estar protegida y segura. Si alguien entrara a la habitación, podría observar que el sillón, de alguna manera, parecía querer envolver a la joven, como queriendo ampararla frente a todo peligro, frente a todo mal. Tal como harían un par de brazos amorosos. Tal como harían los brazos de una madre.

    La joven abrió los ojos. Sentía la textura del cuero bajo sus manos. Pudo notar que seguía en el sillón, pero no se sentía ella misma. ¿Quién era entonces? Se miró las manos. Eran mucho más pequeñas de lo que recordaba. Estaba vestida con un lindo y delicado vestido, parecido a los que suelen usar las muñecas de trapo. ¿Estaba acaso en un sueño o en un recuerdo? Tal vez en una combinación de ambos.

    — Mimi, Mimi.— pudo escuchar que una voz la llamaba, una voz melodiosa, dulce, cálida. Una voz que la hacía sonreír.— ¿Dónde te escondes, mi pequeña?

    La aludida soltó una risita traviesa, y se bajó del sillón. Vaya, era mucho más difícil con el cuerpo nuevo que tenía. Rápidamente, se escondió detrás del sillón, pispeando por un costado la puerta abierta. Por ella se asomó un hombre ya adulto, con el cabello canoso peinado en ondas, un grueso bigote del mismo color que su cabellera, un monóculo en el ojo izquierdo, y una pose que demostraba diligencia y educación. El hombre pudo captar a la pequeña escondida antes de que esta lograra ocultarse por completo, y levantó simplemente una ceja en señal de pregunta. La niña se llevó el dedo a los labios e chistó, indicando que hiciera silencio. El hombre la miró serio, pero le guiñó el ojo, con un dejo de sonrisa, apenas sobresaliendo detrás de su poblado vello facial. La voz suave volvió a escucharse.

    — ¡Mimi, cariño, es hora de la cena! ¡Mimi! Dónde se habrá escondida esta chica.— preguntó la voz.— Ah, Watari. ¿Cómo te encuentras? Dime, ¿has visto a mi hija? Al parecer se escondió y ya es hora de comer.

    — No la he visto, mi señora. ¿Y ha buscado en su habitación, si se me permite sugerir?

    — Fue el primer lugar en dónde busqué, a decir verdad. No está allí ni en su cuarto de juegos, ni en el salón, junto al piano. Y no creo que esté en el patio tan tarde.

    — Ah, los niños pueden darle muchas sorpresas, mi señora. En especial Mimi.— dijo Watari, con las mano entrelazadas al frente. Y sin que la niña detrás del sillón se diera cuenta, realizó un rápido gesto con un dedo, indicando el sillón.

    — Sí, tienes razón.— dijo la mujer, con una sonrisa, mientras le guiñaba un ojo al hombre.— Pero me siento muy cansada, creo que lo mejor será descansar un poco de la búsqueda. ¿Tú que opinas, Watari?

    — Pienso que es una muy buena idea, mi señora. Si la encuentro, le avisaré sobre la cena. Seguramente debe estar hambrienta.

    — Lo más probable es que ella venga sola. Siempre fue impetuosa, y nunca se detuvo ante nada para conseguir lo que quisiera.— añadió la mujer, sonriendo.

    Watari realizó una reverencia, despidiéndola, con un brillo divertido en los ojos. La mujer lo despidió con una mano, y fue a sentarse al sillón, dando un exagerado suspiro teatral, como si estuviera cansada.

    — Me pregunto a dónde se habrá escabullido Mimi.— exclamó, pensativa.— Se ha escondido muy bien. Es una lástima que no esté, porque tengo que darle un regalo muy importante y muy genial.

    La chica contuvo la respiración. ¿Un regalo? Eso cambiaba mucho las cosas. Pero resistió el impulso de salir. Su broma tenía que salir bien.

    — Que pena, tendré que devolverlo a la tienda. Más vale que le pida a Watari que me ayude a cargarlo. ¡Porque es muy grandote! No podría llevar todo eso yo sola.— la mujer esperó unos segundos, para ver el efecto de sus palabras.- Bueno, no tiene sentido seguir esperando. ¡Watari!

    — ¡No!

    La niña de improviso se tapó las manos, asustada. ¡Había develado su escondite! ¿Cómo podía ser tan tonta? Decidió quedarse quieta, tal vez no la había escuchado. De improviso, unas manos la tomaron y la alzaron en el aire.

    — ¡Te encontré!— exclamó con la mujer, riendo.

    Tomó a la niña en brazos, y la depositó sobre su regazo. Esta estaba haciendo pucheros. ¡Su escondite había sido arruinado! La mujer soltó otra risa melodiosa, mientras acomodaba un par de mechones rebeldes de la cabeza de la pequeña. Se la quedó observando unos segundos, mientras esta le mantenía una mirada enojada.

    — Al parecer no tienes demasiadas ganas de ir a comer, ¿no es así?— la niña agitó la cabeza, de forma negativa.— Oh, ese es un problema. Si no comes, nunca podrás crecer grande y fuerte. ¿Acaso no quieres ser grande y fuerte, como Raito?

    La pequeña volvió a agitar su cabeza. ¡Obviamente que no, no quería ser un pokémon! La mujer volvió a soltar una risita cristalina, que llenó la habitación en la cual estaban, cada espacio y esquina, debajo de la cama, de la cómoda, entre los adornos. Y todo el cuarto parecía iluminarse con esa risa. Y la niña, contagiada, también comenzó a reír, compartiendo la alegría de la mujer que la tenía sobre su regazo. Estuvieron así unos momentos, simplemente riendo, disfrutando la presencia de la otra. Al final, la mujer suspiró, y le dio un golpecito en la nariz a la niña con un dedo, en un gesto cariñoso.

    — Bueno, qué remedio. Esta bien, se me ocurrió algo. ¿Qué te parece si vamos a tocar el piano? Total estamos las dos solas. Papá no está...otra vez.— dijo la mujer, con un suspiro, y su cara se transformó. Pero duró solo unos segundos, pues se recompuso de inmediato, y volvió a ofrecerle a la niña otra de sus radiantes sonrisas.-— ¡Watari, podrías venir!

    Como si hubiera estado escondido detrás del marco de la puerta todo este tiempo, el mayordomo apareció apenas la mujer había terminado de llamarlo.

    — ¿En qué puedo ayudarla, mi señora?— preguntó solícito.

    — ¿Quiéres llevarnos la cena al salón del piano? Me apetece comer allí.

    — Como desee, mi señora.- dijo el hombre, y haciendo una reverencia, se fue a cumplir con su tarea.

    La niña miró a la mujer preocupada.

    — Pero mami, a Papi no le gusta que comamos allí. Dice que se termina arruinando todo.

    — Papi no está aquí, tesoro. Además, esta es nuestra casa, podemos hacer lo que queramos.— respondió la mujer, agitando el pelo de la niña.— Apurémonos, si llegamos antes que Watari, podremos practicar un poco de piano antes de cenar, ¿qué dices?

    — Pero si Watari es viejo, seguro llegamos antes que él.— replicó la niña, soltando una risita traviesa.

    — Menos más que no te ha escuchado, sino se enojaría mucho, pobre Watari.— rió la madre, y bajó a la niña de su regazo.

    Ambas se dirigieron fuera de la habitación, tomadas de la mano, la niña emocionada y alegre, la mujer sonriendo y riendo. Eran una estampa maravillosa y tierna. Una estampa que tan solo perduraría en la memoria. Una hermosa estampa de madre e hija.

    La luz del recuerdo se desvaneció de pronto cuando la joven volvió a escuchar golpes en la puerta, esta vez un poco más suaves, pero acompañados de una voz más grave que al anterior. Esta voz podía reconocerse un poco mejor, pero era una voz que la muchacha no quería escuchar. Siguió acurrucada en el sillón, aquel viejo sillón que hacía mucho no tenía ningún tipo de uso, que había sido olvidado en el tiempo, dejado en aquel lugar, como si de un pedazo de basura sin importancia se tratase. Pero era un sillón importante, al menos para la joven. Y por eso se hacía un ovillo sobre él, buscando de que la proteja de la voz que salía del otro lado. Una voz que había odiado desde el principio, una voz pedante, manipuladora, cínica. Pero en ese momento no sonaba así. En ese momento sonaba solemne, distante, seria. No tenía el mismo dejo burlón que siempre solía contaminar cada palabra que decía. Y por primera vez, la joven le prestó atención.

    — Mii-ch...— dijo la voz, e hizo una pausa. Se escuchó un suspiro pesado detrás de la puerta.— Mimiko. Nos iremos con Madre al funeral. Tu puedes hacer lo que sé te dé la gana. Luego tendrás que salir, pues necesitamos conversar aquello otro. Esto no acabó todavía.

    La voz luego se marchó, acompañada de pasos que parecían resonar como taladros en sus oídos. Las palabras que había dicho no la habían tranquilizado, ni la habían hecho sentir mejor. Habían sido más como el golpe de un martillo, dándole el último clavo al ataúd, destruyendo toda esperanza que la joven pudiera albergar dentro suyo, y sepultándola debajo de pilas y pilas de tierra y desolación. El tono de su voz era distinto, pero sus palabras nunca lo habían hecho. Seguía pudiendo sentir el mismo desprecio y sorna usual, la misma burla en ellas. Lo había intentado, le daba puntos por eso. Pero había fallado miserablemente. La joven esperó a que el sonido de los pasos se extinguieran a su alrededor, y se quedó en el sillón, acurrucada. Pasó un minuto, dos, diez, cinco, veinte, ¿acaso fueron cuarenta? Estaba casi segura de que en realidad habían sido treinta. Aunque no le importaba. Había escuchado como el auto aceleraba y se alejaba del lugar, dejándola sola. Sola, tan solo con ella misma, y los recuerdos que parecían asaltarla de forma constante. Ella dejaba que los invadieran, que llenaran su mente, que envolvieran todo su ser. Parecía ser la única forma en la cual sentía que tenía alguien a su lado. Ahora que había perdido a todos.

    Salió de la habitación, asomándose primero por la puerta apenas abierta, espiando por la rendija, con miedo a que alguien estuviera esperándola. Miró para todos lados. El pasillo estaba desierto. La enorme mansión estaba desierta, como un nido vacío de Staravia, resonando en cada paso que daba, brillando con adornos navideños. Sin embargo, la alegría que estos intentaban transmitir era engullida por la soledad que reinaba en el lugar. Era aterrador el sentimiento de soledad que la embargaba. Anduvo vagando por las habitaciones, sin rumbo, arrastrando los pies, con la mirada perdida. No sabía qué hacer. ¿Debía ir acaso al funeral? No, no debía. No quería ver todo ese espectáculo. No tenía ningún sentido ir allí, en especial en el estado en el cual se encontraba en esos momentos. No sabía que sentir en esos momentos, su interior no era más que un tornado, un huracán de emociones que la golpeaba con cada trozo de sí misma que era arrancado por su torbellino interno. Deambuló por las habitaciones, hasta que llegó a una, que por alguna razón, sentía que la llamaba. Era una habitación como cualquier otra, o al menos, como cualquier otra de la mansión. Ella dudaba que ese tipo de cuartos existieran en las casa de la gente corriente. Sin embargo, la pieza no resultaba nada especial, tan solo era la habitación de su hermana más chica, todo atiborrado de juguetes y muñecos, todo lo que una niña rica podría desear. Todo lo que en algún momento, ella deseó. Entró de forma silenciosa al cuarto, acariciando el marco tallado de la puerta a medida que lo atravesaba. Pero antes de entrar, se detuvo. Por alguna razón, la joven sentía que ya había vivido algo allí, a pesar de que nunca le prestó atención a ese cuarto, especialmente porque su hermana menor había nacido cuando ella había decidido irse de su casa, a explorar el mundo, a desembarazarse de su realidad. No podía comprender que la llamaba tanto de allí. Tragó saliva y dio un paso al frente. La habitación la recibió igual que el resto de la mansión: silenciosa, callada, como ignorando su presencia. Sin embargo, la muchacha podía sentir algo extraño allí. La realidad comenzaba a distorsionarse, aunque no lograba comprender si era fruto del cansancio, de las emociones, o si de verdad el fino hilo que separaba lo que era cierto y de lo que no se estaba rompiendo en esos instantes. Pues ella sentía como había decrecido en tamaño, como su cuerpo y su ropa cambiaban, como ahora parecía tener diez años. Podía sentir un paquete en sus manos, pero cuando se examinaba, no llevaba nada, ella volvía a ser la misma. Sin embargo, en cuanto alzaba su mirada, volvía a sentir como todo alrededor cambiaba, como se escabullía dentro de la habitación, sigilosamente, para evitar despertar al bulto que se hallaba durmiendo en la cama. Pero en la cama no había nadie, ni nada. Pero el bulto parecía tan real. Una niña pequeña, de la misma edad que ella, cubierta completamente por las sábanas, con los peluches sobresaliendo por aquí y allá. Podía sentir como dos ojos, como si fueran feroces orbes brillantes, la observaban desde la puerta, pero cada vez que se volteaba, lo único que podía hallar era el silencio. Comenzó a respirar nerviosa, tragando cada vez más saliva, acercándose cada vez más al bulto que aparecía y desaparecía de la cama, llevando un regalo, un obsequio que se desvanecía en pleno aire y volvía a materializarse en sus manos, cada vez que levantaba la vista. Sentía la presión de los ojos detrás suyo, quemándole la espalda con esa mirada firme y acusatoria. Esos ojos significaban que estaba cometiendo una travesura, que estaba rompiendo reglas. ¿Pero qué reglas estaba rompiendo en ese momento? La cabeza le daba vueltas, se mareaba, todo giraba como un torbellino a su alrededor. Se sentó en la cama, exhausta, la cama que ahora tenía un bulto debajo de las sábanas. La joven se quedó viendo el bulto que no tenía forma, se lo quedó mirando con miedo, con curiosidad, con extrañeza. Estiró unos dedos temblorosos, y agarró de forma lenta las sábanas. Sentía su corazón latir de forma precipitada, expectante ante lo que fuera a revelarse bajo aquella suave cobertura. Inspiró de forma profunda, y de un tirón, liberó a aquel bulto de lo que lo tapaba. Lo que encontró la dejó perpleja. Un peluche de Eevee, con claros signos de uso y vejez, descansando sobre la cama. Ella nunca había visto ese peluche en toda su vida, pero sentía un cosquilleo detrás de la cabeza, que la instaba a recordar, a decirle que ella conocía ese muñeco, que ella misma lo había comprado. Estiró la mano, queriendo tocarlo, pero en un pestañeo, el muñeco desapareció, como si nunca hubiera estado allí. La muchacha agitó la cabeza, completamente confundida. ¿En qué estado se hallaba en esos momentos que confundía recuerdos con sueños, ilusiones con realidad? Necesitaba despejar su cabeza de todo esto. No servía para nada dejar que todas sus emociones se mezclaran en una mezcolanza insípida y completamente aborrecible.

    Salió de la habitación y se dirigió hacia las escaleras, bajando por ellas de forma lenta, parsimoniosa, sin apurarse. Tenía miedo de que otra de esas visiones ocurrieran y le hicieran perder el foco de la realidad, seguramente causando una terrible caída. Y no quería tener que sufrir eso, en especial estando sola en casa. Sola. Cada paso que daba le recordaba que se encontraba sola, cada eco que rebotaba en las columnas de mármol y los adornos de porcelana le taladraban el alma con esa palabra. Sola. Se encontraba sola. No solo su casa estaba vacía. Su vida también lo estaba. Imágenes comenzaron a llegar a su mente, pero las ahuyentó con un movimiento de su mano, como si espantara un par de molestas moscas que se habían acercado a una descuidada torta recién horneada. No sabía lo que aquellas imágenes podían significar, y no quería arriesgarse. Así que simplemente se dedicó a dejar la mente en blanco, a dejar de que sus pies la llevaran a donde ellos quisieran, a deambular sin rumbo por la mansión. De nuevo. Con aires ausentes, entró a un salón muy particular, uno que tenía cerca de su corazón. En el centro de aquel salón, descansaba una reliquia, un recuerdo en forma de piano, cubriéndose del polvo del olvido, esperando pacíficamente a que alguien se acercara y volviera a darle vida. La muchacha se quedó mirando el instrumento durante unos momentos, indecisa, sin saber qué hacer. De forma inconsciente, se acercó al taburete y se sentó en él. Levantó la tapa que cubría al piano, lentamente, casi con timidez, como con miedo a que lo que fuera que allí estuviera fuera a saltar sobre ella, fuera a atacarla. Las teclas se decubrieron, de un bello marfil, que destellaba en lo oscuro de la habitación. La tarde pintaba el cielo de naranja, azul y violeta, y el sol se volvía simplemente un cansado disco de colores apagados, que parecía despedirse del mundo, para volver otro día. La luz que entraba por las ventanas llenaba el salón de un extraño color ámbar, casi melancólico, que le infundió a la joven una energía que hace tiempo no tenía, y con suspiro, posó sus dedos sobre las teclas. Se quedó tiesa unos segundos, sin saber cómo avanzar, sin saber qué hacer. Nada le venía a la cabeza. Así que simplemente acarició las teclas, y dejó que fueran sus dedos, no su cerebro, los que guiaran la composición. Y la música comenzó a surgir, alimentada por sus ansias, por sus sentimientos y su melancolía. Al principio, les costó a ambos. El piano tosió y escupió, hasta que pudo sacarse todo el polvo de encima. A la joven se le acalambraban los dedos, la falta de costumbre pasando factura ante la tenacidad de la muchacha. Cerró los ojos, dejando que la melodía no solo invadiera la habitación y la iluminara, sino que resonara en su interior y calmara sus ánimos, que tocara las fibras justas para hacer que estas vibraran y la limpiasen, la dejaran libre de toda pesadez que en ese momento albergara. Y volvió a abrir los ojos, y pudo ver que no eran sus manos las que tocaban, sino las de alguien que se encontraba detrás de ella. Ella tan solo era una espectadora, con la altura apenas suficiente para sentarse en el taburete y mirar las teclas. Podía sentir el cálido regazo en el cual se hallaba sentada, el fresco perfume que siempre la acompañaba, la sonrisa detrás suyo, mientras los gráciles dedos le arrancaban al instrumento las notas más conmovedoras. Y ella era una simple espectadora, disfrutando del espectáculo gratuito. Pero ella quería más. La habían educado de esa manera. Así que, estirándose como pudo, puso sus manitos sobre las teclas, queriendo también ella ser capaz de soltar tan hermosos acordes con el simple tacto de sus dedos.

    Pero al momento en el cual sus yemas hicieron contacto con el marfil, dejó de sentir a aquella persona a sus espaldas, dejó de ver aquellas finas manos tocando, dejó de sentir el cálido regazo debajo suyo. En cambio, las manos que ahora tocaban eran las suyas, pero parecían más jóvenes, más delicadas. Y a su lado, se encontraba otra persona, una muchacha, de su edad, con el cabello negro como la noche que afuera caía, como un río de oscuridad en el cual las estrellas brillaban. Con unos ojos del suave color rosa de los amaneceres, e igual de cálidos. Con una sonrisa que podría iluminar la habitación más oscura, y podría calmar cualquier tormenta. En especial la que la muchacha rubia sentía en esos momentos dentro suyo. Lo único que quería hacer en esos momentos era abalanzarse contra aquella chica, abrazarla, no dejar que se fuera. No de vuelta. Quería que esa sonrisa volviera a iluminar su vida, que esos ojos volvieran a calmar su ansiedad, que sus palabras susurradas al oído le erizaran la piel y la hicieran sentir paz y tranquilidad. Quería sentir sus manos sobre las suyas, sobre su piel desnuda, aunque sea una vez más. No se volteaba a ver la ilusión, pues sabía que no era real. Se contentaba con tocar de forma cada vez más intensa el piano, con transmitir sus sentimientos mediante la música que resonaba en cada cuerda, tañida por los martillos de las teclas, dejando escapar todos los anhelos que en ese momento albergaba dentro suyo. Las lágrimas volvieron a salir por sus ojos, como pequeñas motas brillantes, como pequeñas estrellas robadas del cielo. Ella no se preocupó por intentar detenerlas, dejo que corrieran libres por su rostro, que cayeran sobre el taburete, sobre las teclas, sobre el suelo. Lo único que importaba en esos momentos era la música que escapaba de sus ser y era transmitida al instrumento mediante sus dedos, y la imagen luminosa que tenía a su lado, la imagen de aquella muchacha que siempre había amado. Esa imagen que llenaba de luz toda la habitación oscura, en medio de la noche, un resplandor que era acompañado por las teclas del piano, las únicas que había tocado la joven en toda la canción. Teclas blancas, teclas de luz.

    La muchacha terminó de tocar las últimas notas, dejando que la melodía muriera en el eco de la habitación. El silencio volvió a invadir, y devoró todo lo que la joven había construido hasta ese entonces. Devoró la melodía, devoró la luz, devoró los sentimientos. Devoró la ilusión de aquella otra niña, la de los largos cabellos oscuros y ojos rosados de caramelo. Lo único que dejó fue a la muchacha rubia, con sus ojos de zafiro, vidriosos, mientras contemplaba la habitación vacía a su alrededor. Se levantó del taburete, y se dirigió hacia una de las ventanas, que daba al enorme parque de la mansión. Las lucecillas propias de aquellas épocas titilaban, intentando pintar la nieve que se acumulaba en el suelo, los postizos y el marco de la ventana. En las farolas, los árboles, las estatuas. El estanque. Podría haber sido un paisaje hermoso, de ensueño, pero el estado en el cual estaba la joven le impedía ver aquellos colores brillantes, le impedía ver la alegría y felicidad que transmitían. Tan solo veía a la nieve caer, como una pesada fuerza que lo cubría todo. No veía los copos de nieve, tan delicados y exquisitos en sus formas, siendo iluminados como un caleidoscopio por aquellas luces que intentaban animarla, pero fallaban miserablemente. No sabía qué hacer. No sabía cómo continuar. ¿Qué le quedaba en la vida? Nada. De a poco, lo que había ocurrido en aquél último año comenzó a resurgir. Ella se abandonó a los recuerdos, ya no tenía sentido seguir peleando contra ellos. Si iban a abrumarla, más valía abrir las compuertas de golpe, dejar que todo saliera. Tal vez así, después de que la inundación se secara, podría limpiarse por dentro, comenzar de nuevo. Cerró los ojos y dejó que la invadieran, apoyando la cabeza en el frío vidrio de la ventana. A su mente acudieron miles de imágenes. Pudo ver como había decidido no volver nunca más a su casa, a esa mansión en la cual ahora se encontraba. Como, en vez de eso, había decidido irse a vivir a un simple departamento, con aquella otra joven, para compartir sus vidas. En cómo había presenciado como aquél chico que antes amaba, se iba, se alejaba de ella, de la mano de alguien más. Pudo sentir de vuelta el dolor en el corazón, pero esa vez fue mucho más leve que en ese momento, pues tenía al lado a alguien que la acompañaba. Pero ahora no había nadie a su lado. Tan sólo el frío de la nieve de afuera, y la soledad de adentro. Recordó también aquél mensaje, que le había llegado un día. Como ese mensaje resultó un motivo de pelea con aquella chica. Como las relaciones se pusieron tensas a partir de ese momento. Como ella volvió a ponerse cada vez más arisca, más cerrada en sí misma, a medida que el tiempo pasaba. Como la otra chica se fue alejando, pues no podía ayudarla. Como se fue concentrando más en sus estudios, como ya no se hablaban. En cómo la vio partir en aquel entonces, un día como este, subida a un avión, hacia otras regiones. Lejos de ella. Recordó también cómo seguían llegándole mensajes, de esos mensajes que tanto odiaba, que lo único que hacían era hundirla cada vez más. Como se fue alejando cada vez más del resto, como se fue cubriendo en un duro caparazón que nada podía penetrar. Como todo el avance que había tenido durante estos años se había retraído, como se había perdido. Y sobre cómo todo se había caído a pedazos con el último mensaje. “Falleció”. Fue todo lo que decía. O al menos, todo lo que le importaba. El mensaje también mencionaba que debía volver, que había cosas que había que discutir. Pero lo que le importaba era aquella palabra, aquella simple palabra. Al leerla, había sentido que era el clavo que terminaba de cerrar el ataúd, aquello que terminó de golpearla, y dejarla tirada. Y como ya no tenía nada, ella había vuelto, a aquél lugar que había decidido nunca más volver, tal vez con la vana esperanza de encontrar algo que la volviera a llenar. Pero no lo había hecho. Lo único que pudo encontrar allí fue soledad, vacío, y recuerdos. Y todo por un mensaje.
     
    Última edición: 24 Diciembre 2018
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    Reual Nathan Onyrian

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    Romance/Amor
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    2
     
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    Quiero Perderme en Ti
    Parte 2

    Y fue un mensaje lo que hizo que su cadera vibrara y la sacara de su ensoñamiento. Contempló extrañada la pantalla del dispositivo, en dónde se mostraba un pequeño ícono con la forma de una carta, indicando que tenía un mensaje no leído. Tenía ganas de ignorarlo, de olvidarse del mundo exterior, pero por un impulso, lo abrió. No decía quien era el remitente, simplemente aparecía como anónimo. El mensaje decía que se dirigiera a un pequeño manantial que se encontraba cerca de la mansión, en el bosque. La joven se lo quedó mirando, confusa. Decía que fuera sola, que iba a encontrarse con alguien. Vaya, uno no solía enviar mensajes así, a la gente, de forma aleatoria. Aunque tal vez no haya sido tan aleatorio. Miró alrededor, a la habitación vacía, a la oscuridad, a la soledad. Tal vez en otro momento hubiera simplemente ignorado el mensaje o lo hubiera borrado, molesta porque la hayan elegido para lo que seguramente era una especie de broma. Tal vez… Pero ella no estaba dentro de sus cabales en esos momentos. Se encontraba abrumada por todo lo que había pasado. Ya lo había perdido todo. ¿Qué más daba? Así que suspiró, y se dispuso a seguir las instrucciones del mensaje.

    La muchacha se congeló en el lugar, oculta en las sombras del foliaje. Apenas podía contener la respiración, intentado permanecer oculta. Había caminado hasta el manantial que le habían indicado, un pequeño claro en el bosque que rodeaba a la Ciudad Jubileo. El trayecto no era largo, pero la nieve y la pesadumbre de la joven hicieron que tomara mucho más tiempo del necesitado. Había caminado casi de forma automática, sin esperanzas de nada, pero la visión que la recibió, sentada sobre una piedra, al lado del pequeño estanque borboteante que se había formado, iluminada con la pálida luz de la luna, reflejada en su piel, la había dejado completamente atónita. Tanto, que había decidido ocultarse entre los árboles, para comprobar que lo que estaba viendo era real, que sus ojos, el cansancio, y sus anhelos no le estaban jugando una broma. Pues allí se encontraba la muchacha del cabello de noche y ojos de dulce, de piel de luna y sonrisa de luciérnagas. Era la chica de sus recuerdos y de sus ilusiones, aquella que le robaba el sueño, y había hecho de su vida una fantasía, hasta que había decidido irse lejos de ella. Las lágrimas volvieron a brotar, y la joven contuvo el impulso de salir corriendo hacia ella. No podía, después de lo que le había dicho. ¿Cómo iba a perdonarla, después de todo lo que había pasado? No, no podía acercarse a ella. No podía hacerlo. Ya no quedaba nada allí. Quien fuera el que le había enviado el mensaje la iba a pagar luego. La otra chica también parecía estar esperando a alguien, mirando con curiosidad alrededor. Seguramente ella no había enviado el mensaje. ¿O sí lo había hecho? Bueno, no lo sabría. Porque daría media vuelta y se iría. Se alejaría de allí. Eso haría. Ya se había decidido. Tenía toda su voluntad puesta en ello. Entonces…¿por qué sus pies no se movían? ¿Por qué su cuerpo no respondía a sus demandas? Se había quedado allí, varada, congelada en el lugar. Tenía que irse, no podía seguir allí. No podía… De improviso, algo se rompió dentro suyo. Fue en el momento en el cual la chica del claro había volteado la cabeza, y la luna había iluminado sus ojos, que brillaban como dos cuarzos rosados. Y volver a ver esos ojos, tan cerca, hizo que toda la disposición que la joven había reunido hasta recién se cayera en pedazos. Y dominada por un impulso, comenzó a correr hacia la chica de cabellos oscuros, que se había quedado paralizada, viéndola acercarse tan de repente. No alcanzó a reaccionar que la rubia ya la tenía agarrada en un fuerte abrazo, que le impedía moverse. Esta había enterrado su rostro en su pecho, y parecía estar sollozando, susurrando palabras apenas audibles.

    — Lo siento, lo siento, lo siento…— era todo lo que la muchacha de ojos de zafiro podía soltar, ahogada con sus propias lágrimas.

    Los ojos rosas de la joven azabache también comenzaron a resquebrajarse, dejando que el llanto la fuera embriagando de a poco. Le acarició el cabello dorado con ternura, mientras la rubia la apretujaba contra ella, para evitar que volviera a irse alguna vez. Las piernas de ambas fallaron, haciendo que caigan de rodillas en la nieve, todavía abrazadas. Ninguna podía soltar palabra alguna, con el aliento escarchándose en el frío viento navideño.

    — Lo siento, Emily. Por favor, nunca vuelvas a irte de esa manera. Por favor.— pudo articular la rubia, con apenas un susurro, siendo interrumpida por sus sollozos.

    La aludida le levantó el rostro con una mano. Le dedicó una de sus luminosas sonrisas, y la rubia pudo sentir como todo dentro suyo se derretía, calentándola por dentro.

    — Oh, Mimi. Al fin vuelvo a encontrarte después de tanto tiempo. Y puedes estar segura de que voy a hacer todo lo posible para nunca más soltarte.— dijo, y le besó la frente, mientras secaba las lágrimas de los ojos de la rubia.— Porque nunca, en ningún momento, me cansé de amarte Mimi.

    El corazón de la rubia se saltó un par de latidos ante esas palabras. Más lágrimas se agolparon en sus ojos, contra las cuales tuvo una intensa pelea.

    — Disculpa que tuve que irme de esa manera, Mimi. Cargo con la misma herida que cargas tú, en el momento en el cual me subí a ese avión. Estuve pensando todo este tiempo en que decirte si nos volvíamos a ver, pero ahora que te vuelvo a ver...apenas puedo hablar.— la morocha le tomó las manos a la otra joven, mientras la miraba con intensidad.— Sabes que yo nunca juré algo en vano, Mimi, y en estos momentos, juro nunca más volver a soltar tus manos, no importa lo que pase. Y si es necesario, pondría las mías en el fuego para proteger a las tuyas. Ya no llores, Mimi. Ya estoy aquí.

    La rubia no podía soltar ningún tipo de palabra, su voz completamente enmudecida por las palabras que la otra joven se encontraba soltando.

    — Emily…

    Sin embargo, no pudo continuar la frase, pues un par de húmedos y cálidos labios la interrumpieron. Las bocas de ambas se habían unido. Emily la apretaba contra su cuerpo, le daba calor y seguridad. Ella se abandonó al beso, disfrutando del sabor de los labios de la morocha, ambas unidas en un puro lazo de amor. Se mantuvieron así por varios minutos, unidas tanto en cuerpo como en alma, por su abrazo y sus labios, sus palabras y sus deseos. Se soltaron, ambas gimiendo lentamente, debido a la cantidad de emociones que circulaban por sus cuerpos en esos momentos. Se quedaron contemplando la una a la otra, con una sensación cálida en el pecho, que era más que suficiente para ignorar el frío de la nieve alrededor. Los copos caían perezosamente desde el cielo, cubriéndolas lentamente con aquel manto blanco todo el paisaje, ellas incluidas. Se contemplaron la una la otra, directamente a los ojos. Volvieron a unirse en otro beso, este mucho más pasional, aunque duró poco, pues ambas sentían el tiritar de la otra en aquel paraje nevado.

    — ¿Quiéres ir a tu casa, Mimi? Está bastante frío aquí afuera.— dijo Emily, soltando una risita cristalina.

    La rubia agitó la cabeza. No, no quería ir allí. No de vuelta.

    — Esa no es mi casa, Emily. Ya no. Pero podemos irnos a otro lado, si prefieres. Incluso al Centro Pokémon de la ciudad, no creo que a nadie le moleste. Y teniendo en cuenta que es Navidad…

    — No me importa que fecha sea, ni en dónde sea, mientras sea contigo, Mimi, será perfecto.— contestó la morocha, dándole un beso en la nariz.

    La rubia se sonrojó por aquellas palabras, lo que hizo que Emily soltara una pequeña risita burlona. Mimi se incorporó rápidamente y le arrojó un poco de nieve con la punta del pie, molesta. La morocha se limitó simplemente a sonreírle, mientras se levantaba y se quitaba la nieve de encima. Tomó la mano de la rubia entre la suya, y ambas comenzaron a caminar lejos de allí, sin rumbo. Sin embargo, otra vez, sus caderas vibraron, anunciando que habían recibido otro mensaje. Ambas se miraron extrañadas, y tomaron sus Dex, para hallar de vuelta aquel número desconocido, con un mensaje idéntico para ambas. Una dirección dentro de la ciudad. Mimi se sonrojó lentamente, reconociendo el lugar dónde le indicaban. Era un pequeño hostel, en una de las callejuelas cercanas al centro, que era utilizado principalmente por mochileros y parejas jóvenes de viaje. Ambas compartieron una mirada, luego se encogieron de hombros y continuaron camino. Esa persona, quien quiera que fuese, las había reunido de vuelta. Así que al menos, algo bueno tenía que salir de aquella dirección, ¿no?

    Luego de estar un rato caminando, y con Mimi guiando a la morocha a través del bosquecillo y de la ciudad, llegaron al frente de aquel edificio, una construcción un poco antigua, con la pintura algo descascarada y un par de molduras menos. Ambas parecían reacias a continuar, sin saber qué hacer. Se miraron con curiosidad, como esperando a que la otra diera el primer paso. Al final, decidieron entrar las dos juntas. Habían llegado hasta allí, ya no tenía mucho sentido dar vuelta atrás. Así que ambas ingresaron por la estrecha puerta, haciendo sonar un llamador de ángeles, que tintineó con un sonido extrañamente puro y melódico, en contraposición con la fachada de afuera. Y el interior correspondía con esa dicotomía, estando bellamente iluminado por luces de colores cálidos, con un amigable ambiente creado por la disposición de los muebles y la tranquila música del lugar. Las recibió una dependiente, acompañanda de lo que parecía un coqueto Persian, que simplemente se dedicó a levantar un poco la vista cuando las chicas entraron, para luego volver a acicalarse al lado de un sillón. La mujer detrás del mostrador las recibió con una sonrisa.

    — Buenas noches, ¿de casualidad alguna de ustedes es Mimi? ¿Mimi Honda?— ambas se mostraron sorprendidas, con la aludida asintiendo lentamente con la cabeza y acercándose. La empleada demostró una clara sensación de alivio.— Menos mal. El que pagó por sus habitación no me dio ninguna descripción, sino que dijo que debía preguntar a cada pareja que entrara. Menos mal que se fue hace poco, ya tenía miedo que debía estar preguntando toda la noche.

    Se dio la vuelta, y buscó en la pared con ganchitos una llave en específico, entre las decenas que allí había. Les extendió luego la mano, en donde pudieron ver una pequeña llavecita, con el número siete adosado a ella.

    — Bien, pueden dirigirse ahora, se encuentra completamente preparado. El cuarto ya se encuentra pagado completamente, así que no deben preocuparse por eso. Incluso dejó un poco de dinero extra, por si gastaban de más o sacaban algo del minibar. Se encuentra en el primer piso. ¡Que disfruten su estancia!

    Las jóvenes recogieron la llave, bastante extrañadas por la situación, y se dirigieron hacia las escaleras. Se dedicaron un par de miradas interrogativas entre ellas, pero como ninguna entendía lo que ocurría, dejaron que la preocupación se derritiera junto con la nieve en sus abrigos. Subieron abrazadas las escaleras, silenciosamente, pues no hacía falta decir ninguna palabra en esos momentos. Llegaron hasta la puerta de su cuarto, y utilizaron la llave para entrar. Estaba un poco trabada, e hizo falta un poco de fuerza para abrirla, de parte de ambas. Vaya, no era un lugar súper elegante, pero a ambas poco le importaba en esos momentos. En el interior pudieron hallar una habitación principalmente sobria, compuesta por un armario, una cama, una cómoda y dos mesitas de luz. Había una ventana que daba a la calle, y un cuarto de baño. No tenía televisor, y solo una de las mesitas de luz tenía lámpara. Se quitaron sus abrigos, tirándolos sobre la cama, y se quedaron mirando un rato, sin saber exactamente qué hacer. Había un pequeño calefactor, que acondicionaba la habitación levemente, haciendo que habitarla sea un poco más agradable que el frío de afuera. Mimi miró nerviosa hacia todos lados, hasta que sus ojos se posaron en la puerta del baño.

    — Emily, si no te molesta, quiero darme un baño. Despejarme un poco de todo lo que ocurrió, y entrar un poco en calor.— se excusó, y se dirigió rápido al cuarto de baño, mientras Emily la miraba curiosa.

    Apenas se puso al resguardo, detrás de la puerta, la rubia pudo respirar tranquila. ¿En qué estaba pensando? No era la primera vez que estaba en un apartamento sola con Emily, maldición, incluso ellas habían vivido juntas un tiempo. Pero todo se sentía...distinto. Ese beso en el bosque había despertado muchas cosas dentro suyo. Cosas que hacía que se sonrojara cada vez que pensaba en ella, que sintiera un calor en el pecho al sentir su voz, que se emocionara cada vez que veía sus ojos posarse en ella. Otra vez volvía a sentir el torbellino de sensaciones, pero esta vez eran distintas. No se sentía pesada ni arrastrada por ese remolino, sino que lo disfrutaba, le hacía sentir mariposas en el estómago, cosquilleos en su corazón. Decidida a despejarse, se desnudó frente al espejo, quitándose la ropa rápidamente. Abrió la ducha y dejó que el agua cayera a la bañera, esperando que se calentara un poco. No tardó mucho en soltar vapor, inundando el cuarto, que la joven aprovechó para inspirar y relajarse, permitiendo que sus poros y sus fosas se abrieran. Ingresó a la ducha y dejó que el agua golpease su cuerpo desnudo, llenándola de calor. Tan relajada y ajena a la realidad se encontraba en ese momento, que cuando sintió como alguien le tocaba la espalda, casi salta contra la pared, como un Delcatty asustado. La risa de Emily hizo que su rostro se tiñera de rojo, por motivos varios, entre los que se encontraban enojo, vergüenza, sorpresa y timidez. El segundo y el último se acrecentaron al ver que la otra joven también se encontraba desnuda, metida en la bañera con ella.

    — ¡Emily, que Giratinas estás haciendo…!— otra vez fue interrumpida con la misma técnica, un par de labios sobre los suyos.

    — Lo que debí haber hecho hace mucho tiempo.— contestó la morocha, con una leve pausa, para luego seguir besando a la otra chica.

    Emily tomó a la rubia por la cintura, apretando su cuerpo con el suyo, mientras Mimi entrelazaba sus brazos en el cuello de la morocha. Sus senos desnudos se acariciaban, haciendo que cada una soltara leves gemidos entre cada beso. Emily comenzó a deslizar su mano por el perfil de los muslos de la otra joven, acariciando su piel bañada por el agua. Mimi dejaba que ella fuera la que guiara todo el recorrido, mientras ella se ocupaba de acariciar el pelo de Emily y apretar su espalda, para acercarla cada vez más a sí misma. De improviso, la morocha tomó una de las piernas de Mimi, y la subió hasta su cadera, empujándola levemente contra la pared, apoyándose en ella, sus besos aumentando de intensidad, la fricción de ambos cuerpos dándole pequeños espasmos a Mimi. Emily se volvió un poco más atrevida, dejando los labios de Mimi para bajar hasta su cuello, en dónde comenzó a besarla con pasión, arrancando leves gemidos por parte de la rubia. Esta solo atinaba a agarrarse de la espalda de su compañera, mientras sentía el roce del muslo de Emily contra su entrepierna, como la agarraba el muslo que tenía en el aire, como sus senos se presionaban y se acariciaban entre sí. La estaba haciendo sentir sensaciones que nunca había sentido antes, estaba generando un remolino de colores a su alrededor, estrellas titilando frente a sus ojos. Atinó a poner la mano detrás suyo, para cerrar la ducha. Entre el vapor del agua y el calor que desprendían sus cuerpos, el ambiente se hacía insoportable. El brazo libre de Emily comenzó a bajar por la espalda de Mimi, hasta que llegó a su cintura, rodéandola, haciendo que se estrujara más contra ella. La morocha la estaba dominando completamente, pero la rubia seguía teniendo orgullo. Disfrutaba de todo lo que Emily estaba haciendo, pero ella no se iba a quedar atrás. Así que, con un leve empujón, la separó de su cuerpo, y aprovechando la leve confusión que se había generado en la morocha, se lanzó al ataque. Una de sus manos se dirigió hacia su cintura, acariciándola suavemente, mientras con la otra se ocupaba de sus senos, masajéandolos, arrancando gemidos de placer de la morocha, que acallaba con húmedos y apasionados besos, cada vez más atrevidos. Ambas podían sentir impulsos eléctricos en sus cuerpos, que bajaban por la columna hasta terminar en la cerviz, en dónde comenzaban a arder con un hogar en un día de invierno. La mano de Mimi fue acercándose cada vez más hacia aquel lugar prohibido, alejándose de forma burlona con cada dedo que se acercaba, excitando cada vez más a su compañera. Esta, de improviso, y con una mano rápida, la tomó por la retaguardia de sorpresa, haciendo que la rubia diera un respingo. Miró de forma acusatoria a su compañera, mientras esta simplemente se dedicaba a sonreírle burlonamente y apretarle los cachetes. Pero antes de que Mimi pudiera continuar, Emily se le acercó al oído, para decirle en forma de susurro, que hizo que a la rubia se el erizaran los cabellos de la nuca.

    — No quiero arruinarte la diversión, pero tenemos una cama para nosotros solas. ¿Por qué no la aprovechamos? Creo que sería más cómodo y menos sofocante que el baño.

    Por toda respuesta, Mimi le dio un rápido beso y le sonrió. Tomándola de la mano, la llevó fuera del cuarto de baño y el vapor, y húmedas como estaban, se dirigieron hacia la cama. De improviso, Mimi empujó a Emily, haciendo que cayera sobre las sábanas, y lentamente comenzó a subirse a la cama, acercándose hacia ella, con los ojos zafiro completamente encendidos, como un Luxray acechando a su presa, lista para saltar en cualquier momento. O al menos, de esa manera Emily la estaba viendo en ese instante. Podía sentir un cosquilleo en su nuca, como si miles de impulsos eléctricos estuvieran estallando en su cerebro, ante la visión que tenía al frente. Mimi acercó sus labios de forma sensual a los de Emily, sientiendo el aliento de ella, haciéndola desear, para luego ir bajando de a poco, con ese fiero fuego en la mirada. Fue besando de a poco sus cachetes, su cuello, sus hombros, sus pechos, hasta que llegó al abdomen. Allí, le dedicó una mirada pícara, y descendió hasta llegar a su entrepierna. Lentamente, acercó su boca a aquel lugar. Emily pudo sentir una descarga, como si cientos de pequeños Joltik le recorrieran la piel, erizándole los cabellos y haciendo que su corazón se acelerara a mil. El tipo eléctrico le quedaba muy bien a Mimi. La morocha agarraba las sábanas con fuerza, mientras se mordía la otra mano, en un vano intento de aprisionar los gemidos que en ese momento estaba soltando, gemidos que volvían mucho más impetuosa a Mimi allí abajo, mientras acariciaba sus muslos, sus caderas, mientras su boca le brindaba placer a su compañera. A veces, Emily apretaba sus piernas contra la cabeza de la joven, pero esta las volvía a separar gentilmente, para tener espacio. Cada tanto, la rubia frenaba para besar los muslos de su compañera, y darle también un respiro. Pero siempre volvía a la carga, cada vez con más ímpetu que antes. En un momento, comenzó a utilizar tanto su lengua como sus dedos, enviándole un torbellino de sensaciones a Emily por su columna, que explotaba en su cerebro y la hacía ver miles de colores a su alrededor.

    De improviso, la morocha tomó a Mimi por los hombros, y la acercó hacia sí, para besarla de forma apasionada. La rubia terminó encima de ella, ambas unidas todavía por ese beso, sus cuerpos hechos uno solo en un abrazo. Emily coló una mano por entre ellas, y comenzó a masajear la entrepierna de Mimi, en un movimiento rítmico, mientras esta se ocupaba de los senos de la morocha. La rubia sintió como su interior vibró al momento en el cual Emily se volvió mucho más atrevido, penetrándola con el dedo corazón, como acariciaba sus interiores, aquellos que eran explorados por primera vez. Su respiración comenzó a entrecortarse, en especial cuando la mano libre de la morocha se dirigió a su cintura, para luego desviarse por sus muslos, hasta volver a aterrizar en sus nalgas, esta vez en forma de pequeña bofetada, que le hizo sacar un pequeño gritito de sorpresa. Emily soltó una pequeña risa, encendida por la ternura de aquella reacción y por la cara de sorpresa de la rubia. Le dedicó una mirada atrevida, y mordiéndose los labios, volvió a palmear aquella suave parte de su cuerpo, esta vez con un poco más de fuerza, mientras seguía con la faena en su otra mano. Mimi la veía un poco confusa, pero sus ojos denotaban que comenzaba a disfrutar de aquello, lo mismo que su mordida de labios cada vez que la morocha se atrevía a cachetearla. Emily se puso mucho más vigorosa en sus movimientos, haciendo que la rubia agarrara las sábanas tenazmente, de la misma manera en la cual ella las había agarrado anteriormente. Mimi colapsó sobre el cuerpo de Emily, que dejó de nalguearla y apretó su rostro contra el suyo, agarrándola fuertemente de la nuca, estrujando sus labios contra los suyos. Mimi también hizo lo propio, mientras comenzaba a restregar una pierna contra la vulva de su compañera. Ambas podían sentirse cerca de aquel momento, en el cual se liberarían tantos sentimientos, tantas cosas que tenían guardadas dentro. Sin embargo, Mimi se detuvo.

    Emily la miró extrañada, sin saber qué había pasado, pero Mimi simplemente se acercó a su boca, dándole un apasionado beso, y mordiendo levemente el labio inferior. Emily temblaba sutilmente, y podía sentir como su respiración comenzaba a transformarse en un jadeo intenso. La rubia pasó una pierna por encima de la de su compañera, y la otra debajo, haciendo que ambas entrepiernas quedaran unidas. Mimi comenzó a mover sus caderas, de forma lenta primero, haciendo que ambas partes se rozaran, sientiendo una oleada de placer con cada frote. Emily comenzó a seguirla, ambas compartiendo la pasión de estar juntas, estar unidas, después de tanto tiempo. Ambas podían sentir lo cerca que estaban, así que decidieron tomarse de las manos, agarrándose firmemente, mirándose a los ojos de forma intensa. Y el momento llegó como una explosión en el vientre bajo de ambas chicas, una liberación de tensión. Mimi pudo sentir como todas las preocupaciones que en ese momento había albergado dentro suyo se esfumaban, y eran reemplazadas por un hermoso sentimiento de liberación, una sensación de júbilo por estar al fin con aquella persona que amaba. Como al fin era libre.

    Ambas se encontraban todavía desnudas, acostadas en la cama, completamente desordenada. Mimi se encontraba con la cabeza apoyada en sus manos, sobre el pecho de Emily, mientras esta le acariciaba el cabello. Ambas sonrieron, y volvieron a besarse.

    — Bien, ¿y ahora qué quieres hacer?— le preguntó la morocha a su compañera, mientras le acomodaba un cabello rebelde detrás de la oreja.

    — Lo único que quiero hacer, ahora y siempre, es perderme en ti, Emily. Quedarme perdida en ti, como un barco en la noche. Y nunca dejar de hacerlo.- hizo una pausa, mientras la miraba a los ojos.— Te tengo a ti y a tu amor. No necesito nada más. Y ya no le tengo miedo a nada más.

    Emily le dedicó una sonrisa, y volvió a unir sus labios en otro beso.

    — Feliz Navidad, Mimi. Eres el mejor regalo que alguna vez pude tener.

    *******

    Fuera del edificio, oculto entre un par de arbustos, se encontraba un muchacho, que había visto entrar a la joven pareja al hostel, con una sonrisa en los labios. Vestía un sobretodo ajado rojo, pantalones que seguramente eran de otro color pero estaban teñidos de rojo también, una barba hecha de lana del un sweater viejo, y un gorro al estilo navideño, que había visto mejores días. Iba descalzo. Se quedó allí un rato, esperando a ver si alguna de las dos salía del lugar. Como ninguna lo hizo, sonrió satisfecho, y se incorporó de su escondite.

    — Muy bien, eso las quita de la lista. Otro regalo exitosamente entregado. Vamos, mi asistente, todavía tenemos que continuar con nuestra misión.— dijo el muchacho, de un brillante cabello rubio, y refulgentes ojos azul eléctrico, mientras tomaba a otra figura que se hallaba en los arbustos y la izaba hasta sus hombros.

    — Nikolah, ya tengo quince años, no tienes porqué seguir haciendo esto.— protestó al izada, una jovenzuela rubia, con dos enormes coletas.- Además, ¿por qué tengo que ir vestida de elfo?

    — Porque soy San Nikolah, y tengo que tener elfos de asistentes. Elfa, en mi caso.

    — ¿Y por qué Mimo no está vestido de duende? Él se parece más a uno que yo.

    — Porque Mimo tiene que ser el Krampus. ¿Acaso tú quieres ser el Krampus?

    La rubia suspiró, rendida, y apoyó los codos en la cabeza cubierta por el gorro maltrecho.

    — Y dime, ¿no podías haber conseguido ropa mejor? Esto parece que lo sacaste de la basura.

    — Es que lo saqué de la basura.— contestó el joven, con un ligero tono de ‘dah’.— Me gasté todo el dinero en aquella habitación.

    Hubo una ligera pausa, en la cual ninguno de los dos habló.

    — Y, hablando de dinero, puedes…— comenzó a tantear el muchacho alto y flaco. Parecía más una caricatura de San Nicolás que una representación fidedigna.

    — Sí, puedes venir a mi casa a comer.— respondió la niña, con un suspiro. Y luego, sonrió y le sacó el gorro al chico, para agitarle el pelo.— Yo te cocinaré algo, descuida.

    — ¡Sí!— exclamó el muchacho, haciendo un movimiento tan imprevisto que casi tira a la pobre niña que tenía encima.— Ups, lo siento Tali.

    Continuaron caminando un rato más en silencio, hasta que la rubia fue la encargada de romperlo.

    — Oye, Niko, una pregunta. ¿Cómo sabías de...todo esto?— dijo, señalando el edificio que se alejaba a la distancia.— Digo, tendrías que haberlas estado espiando o algo.

    — Te había dicho, mi vocación es resolver misterios y hacer que la gente sea feliz. No soy muy bueno en el primero, pero tengo ciertos instintos para el segundo. Era obvio que ninguna de las dos estaba feliz, ¡y ahora lo están! O al menos, eso quiero creer.

    — Pero cómo sabías dónde estaban, lo que había pasado, ¡cómo sabías su números!

    — Magia de la Navidad, Tali.- respondió el muchacho, guiñándole un ojo.

    La chica se resignó y volvió a apoyar sus codos en la cabeza del chico, suspirando derrotada. Sin embargo, a medida que el muchacho tarareaba un villancico, una sonrisa creció en su rostro. Magia de la Navidad, ¿eh? Sí. Podía creer en eso.
     
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