Primavera

El colibrí miró la rosa. El olor a almizcle lo atrajo y su vibrante color rojo lo sedujo… Inevitablemente, de ella había quedado prendado.


La noche no era tan oscura. El viento mecía suavemente las hojas secas que adornaban las casi descubiertas ramas de los árboles. Como cada ciclo, el otoño llegaba a su fin. Y el crudo invierno ansiaba recibir a los desprevenidos transeúntes que, distraídos, habían desperdiciado sus primaveras y veranos en amores pasajeros e insípidos. Él, al igual que muchos otros, tuvo su cuota de emociones vacías y huecas. Estaba tan acostumbrado a aquellas sensaciones mínimamente placenteras y efímeras que, el ver a esa jovencita risueña, y sentirse de golpe vivo, provocó que el suelo bajo sus pies se estremeciera.


Sintió un extraño cosquilleo en el estomago y se encontró sonriendo como un adolescente ingenuamente enamorado. Cerró los ojos y disfrutó de la electrizante corriente que le recorría el cuerpo. Al parpadear lo primero que entró en su campo de visión fue el sensual color rojo del vestido que se adhería al cuerpo de la joven. Parecía una segunda piel. Sus manos punzaron y la ansiedad mordió sus entrañas. Era presa de unas terribles ansias de acariciarla.


Rondo la rosa. La acarició… Fue encantado por la inocencia, la belleza perversa de esa figura que invitaba a pecar.


Sin meditarlo se acercó. Quiso hablar… Pero su intención murió en el momento en el que ella giró el rostro y sus ojos se encontraron con los suyos. Fue un choque entre azul y verde. Sabiduría y vejez frente al reverdecimiento primaveral de la ingenuidad. Sonrió y a su vez ella correspondió. No hicieron falta palabras, no fue necesario usar la voz. No requirió preguntarle su profesión. Ella se acercó, con la seguridad que se cabe esperar de una diosa pública, y de la mano lo tomó. Al tenerla cerca notó que debajo del vestido no llevaba ropa interior. Y de inmediato, aquel descubrimiento hizo que algo le brincara dentro del pantalón.


Preparó el pico y a la rosa desfloró. Se deleitó con la dulce miel que brotaba de su interior. Estocada a estocada el paraíso alcanzó.


Ella lo arrastró a su habitación. A media luz la ropa desapareció. Estuvieron piel contra piel y el contraste lo sorprendió. La flacidez contra la firmeza y la rugues contra la suavidad. Esa mano arrugada se poso en un exuberante monte y la frescura de la carne hizo despertar su olvidada virilidad. Y al mirar esos orbes esmeraldas sintió moverse esa lujuria primitiva que, hasta ahora, el consideraba desaparecida. Al tomar conciencia de esa poderosa sensación, transmutó, dejó de ser un viejo acabado y se convirtió en el arcángel que le brindó el éxtasis a Santa Teresa.


Con su espada de fuego la penetró, sobre ella se movió y se deleitó ante la lujuria de los movimientos. La vio morderse el labio, la escuchó gemir y sentir su interior contraerse. Y al saberla indefensa quiso asesinarla. Llenó su cuerpo una y otra vez hasta que esa sonrisa cansada le regaló el último espasmo antes de explotar. Fue su turno de convertirse en mortal y adorar a la diosa-mujer-pública que lo convirtió en su corcel. Lo cabalgó y sobre el proclamó su supremacía al lograr que él le entregara su voluntad. Él ansiaba morir bajo las estrellas, bajo esa firme suavidad…


La lujuria fue el móvil, el instrumento un hombre pájaro y una diosa pública. El resultado, alcanzar el paraíso mediante la explosión del placer total.


Y sólo entonces el colibrí se alejó. Después de alimentarse ya no necesitaba de la flor.