One-shot Piano Girl

Tema en 'Vocaloid' iniciado por Ruki V, 2 Enero 2021.

  1.  
    Ruki V

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    Escritora
    Título:
    Piano Girl
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    2671
    Aloh uvu
    Vengo a dejarles un dato curioso: en el 2015, escribí un micro-songfic basándome en una canción en español cantada por Miku, y cuando decidí que el primero de los doce deseos sobre los que escribiría sería basado en Piano Girl (sin ser realmente un songfic, en este caso) mi mente no pudo evitar volar hacia esa historia.
    Solo quería decir eso. Y dejarles el link de la canción. Saludos y gracias por pasarse a leer este escrito.
    PD: Lamento el género y la clasificación, puede que no sean los más apropiados (?)


    —Miku, solo quedan cinco minutos— dijo Kaito asomándose por la puerta tras tocar.

    —Gracias, estoy lista— le sonreí por el reflejo en el espejo de aquel pequeño camerino.

    Cuando tenía solo ocho años, el piano sin duda se convirtió en mi instrumento favorito.

    Aquella nochebuena, mi padre me llevó a un concierto de caridad en el teatro de la ciudad. Aunque en años anteriores acostumbrábamos cenar con mamá, mis tíos, primos y abuelos, por alguna razón esa vez me quedé sola con papá todo el día. Y esos conciertos eran eventos anuales a los que normalmente papá iba sin nosotras, de 4:30 a 7:30pm, para escuchar a los diferentes músicos que ofrecían su talento, y hacer una generosa donación cada año.

    Esa tarde, mi padre y yo salimos de la casa a las 4:30, como él hacía cada año, y llegamos al teatro a las 4:15, encontrando nuestros asientos y a conocidos de papá justo a tiempo para esperar que empezara el espectáculo a las 5:00 en punto. Recuerdo que había muy pocos otros niños de mi edad por todo el teatro. Papá me había dicho que confiaba en que yo me podía comportar; que me recompensaría si era así, y que esperaba que no me aburriera.

    Yo ya no era una niña pequeña como para hacer berrinches. Supuse que, si había ido a largas reuniones con mi madre antes, o a funciones de cine con mis tíos y primos, no tendría problema para ver un concierto de dos horas. Y así, cuando dio inicio, me senté dispuesta a quedarme callada y escuchar. Durante los primeros diez minutos, se habló de la caridad a la que se donaría ese año, y se explicó el procedimiento para los donativos. Después de ahí, el acto de apertura fue un coro que cantó villancicos por media hora; el siguiente acto fue un flautista, y después vino una cantante de ópera, tomando diez minutos cada uno; a ellos les siguió un dúo de muchachos que tocaban un violín y una trompeta, sin cantar, por veinte minutos; luego un trío de xilófono, tambor y maracas, que cantaban, por veinte minutos. Los últimos diez minutos los ocuparían una pianista y más charla acerca de los donativos.

    Ningún músico me pareció malo, pero la pianista me dejó completamente boquiabierta.

    Jamás en mi vida había escuchado el sonido de un piano de verdad: en casa teníamos uno simplemente como decoración en el comedor, al cual mi madre me había advertido muchas veces no me acercara. No tocaba ella, ni mi padre, ni nadie de la familia, ni amistades de mamá. Fuera de ahí, solo había tocado y escuchado pianos de juguete. No tenía idea de que fuera un sonido tan bonito; jamás me habían gustado tanto otras canciones sin palabras.

    Mi padre y yo estábamos sentados en una de las primeras filas, desde donde pude apreciar mejor incluso a la pianista: usaba un hermoso vestido corto de color magenta oscuro, muñequeras tejidas a juego, al igual que zapatos cerrados del mismo color, y llevaba su largo cabello castaño suelto. No recuerdo realmente el rostro de la chica; en realidad, las muñequeras fueron lo que más llamó mi atención, pues me era inevitable seguir las manos de la chica con la mirada mientras sus dedos bailaban sobre las teclas del enorme piano.

    Había aplaudido al final de cada acto, pero al finalizar la pianista incluso me puse de pie.

    Cuando me volví a sentar, noté que mi padre me vio de reojo y me sonrojé un poco.

    —El piano es bonito, ¿verdad?— se acercó a decirme, sonriendo.

    —O-oh… ¡sí!— respondí alegre.

    Una vez que el concierto oficialmente acabó, mi padre se aseguró de ser uno de los primeros en ir a entregar el cheque con su donativo para tener tiempo de hablar un poco con otro par de personas antes de finalmente volver a casa. Subimos al auto a las 7:15 para irnos; y una vez que arrancó el auto, papá se aclaró la garganta como hacía a veces antes de hablar.

    —Entonces, ¿te divertiste hoy, Miku?

    —Sí, papá— contesté sonriendo.

    —Creo que fácilmente podría adivinar cuál fue tu parte favorita de todo el concierto.

    —¡El piano!— aseguré. —¿Así de bonito se escucha también el que tenemos en casa?

    —Probablemente no ahora mismo: necesita afinación, ya que no se ha tocado en años.

    —¿Alguna vez alguien lo tocó?— pregunté ladeando la cabeza confundida.

    —Una persona, una vez…— dijo y suspiró.

    —Oh…

    No dije nada más: decidí dejarlo pasar porque no era la primera vez que me daba cuenta de que mi padre me respondía con cierta tristeza. Nada me gustaba menos que verlo triste.

    Llegamos a la casa a las 7:30 en punto. Mi madre seguramente nos estaría esperando para pasar a casa de mis abuelos para cenar con toda la familia. O al menos, eso era lo que creía.

    —La cena está lista, señor— se acercó a decirle una de las sirvientas a mi padre.

    —Muchas gracias, pronto nos sentaremos— contestó papá quitándome el abrigo.

    —¿Aquí?— pregunté asomándome a la sala y al comedor, buscando a la familia.

    —Hoy cenaremos solo nosotros dos, Miku— dijo papá tomando mi mano.

    —¿Solos?— seguía confundida. —¿No iremos con los abuelos?

    —No, no este año.

    —Pero, ¿qué hay de mamá?

    —Ella sí se fue a casa de los abuelos.

    —Pero, ¿por qué? ¿Sin nosotros?

    Mi padre no contestó y en su lugar me llevó al comedor, haciendo que me sentara en mi silla y colocándome una servilleta en el regazo antes de tomar su asiento en la cabecera de la mesa. Aunque me estaba molestando más a cada segundo que no quisiera responderme, me quedé callada cuando otra de las sirvientas se acercó a servirnos nuestra entrada: era crema de puerro y papa, mi favorita, y había una canasta de pan al centro de la mesa.

    No pude evitar sonreír, distraída, y hambrienta; normalmente estaríamos cenando al menos media hora después, pero no había comido nada a media tarde por haber ido al concierto.

    Una vez que empezamos a comer, papá me empezó a sacar plática acerca de los otros actos del concierto. Hablábamos entre bocados, e igual cuando nos trajeron el plato principal (pollo a la plancha y spaghetti blanco, que también me gusta mucho) y el postre (brownie con nieve de vainilla, también de mis favoritos). Me contó historias sobre los conciertos de caridad a los que había asistido en años anteriores (de los que casi nunca hablaba), y después estuvimos hablando de las películas navideñas que nos gustaban y no habíamos visto juntos en mucho tiempo, ya que solía estar muy ocupado trabajando en esas fechas.

    —Creo que podríamos ver algunas películas en lo que da medianoche— sugirió papá.

    —¡¿De verdad?!— exclamé emocionada antes de terminarme mi postre.

    —Bueno, apenas son las 8:30 así que podemos ver… dos películas, creo.

    —¡Yay! ¡Películas!

    Me levanté del comedor y mi padre me mandó lavar mis manos en lo que él preparaba la primera película. Cuando terminé y fui a la estancia, papá ya estaba sentado en el gran sofá, moviéndole a la televisión con el control remoto, con una cobija en su regazo. Sonreí y me senté al lado de él. Al finalmente poner la película, dejó el control sobre la mesa de centro y extendió la cobija para cubrirnos ambos con ella mientras la veíamos. Nuestra casa no era muy fría pero no por eso no era agradable estar así, cómodamente uno pegado al otro.

    La película terminó antes de que me diera cuenta y me estaba sintiendo algo adormilada.

    —¿Cansada?— preguntó mi padre y me di cuenta que estaba tallando mis ojos.

    —N-no…— eran poco más de las 10:00 apenas.

    —Oh, ya sé: ¿y si tomamos algo de chocolate caliente y unas pocas galletas?

    —¡¿Podemos?!— de la emoción incluso me levanté del sofá.

    En lugar de ir a la cocina, mi padre llamó a una sirvienta para que nos prepara y llevara el chocolate. Mientras tanto, él se puso a contestar unos mensajes en su teléfono y yo hice una pausa para el baño. Cuando volví ya estaban el chocolate y las galletas en la mesa, así que me volví a sentar junto a papá, bajo la cobija, tomando con cuidado mi taza, dándole un sorbo al ver que no estaba demasiado caliente; y así, papá puso la segunda película.

    En un parpadeo, esa película también llegó a su fin y de pronto eran las 11:45 ya.

    A esas alturas de la noche, a fin de cuentas siendo una niña, no podía evitar bostezar.

    —Hey— mi padre me rodeó con un brazo. —Vamos por tus regalos.

    —¿Huh? Pero, aún no es medianoche.

    —Casi casi lo es— dijo quitando la cobija y poniéndose de pie.

    —De… ¿de verdad está bien?

    Mi madre y mis tías todos los años eran muy estrictas respecto a esperar hasta medianoche para abrir nuestros regalos. Una vez más fui consciente de lo extraña que era ese 24 de diciembre: sin mamá, sin el resto de la familia, en casa, con mi padre, viendo películas.

    Sin embargo, fue fácil volver a distraerme cuando bajé y noté todos los regalos que había debajo de nuestro árbol. Eran como ocho cajas y algunos de ellos eran bastante grandes.

    —¿Todos esos son para mí?— pregunté.

    —Así es— papá sonrió. —Feliz Navidad, Miku.

    Absolutamente emocionada, pero pensativa, decidí abrir la caja más pequeña primero. Era una pequeña mascota virtual, como las que les habían comprado a varias de mis amigas de la escuela; le había hablado de ellas a mis padres semanas atrás y me hacía muy feliz finalmente tener una. Lo siguiente que abrí era un paquete de bloques ensamblables, y también me gustó mucho porque adoraba hacer cosas con las manos. El tercer regalo era una adorable jirafa de peluche, que era sumamente suave además. Después, desenvolví un juego de bata, estetoscopio, jeringa y demás accesorios de juguete como para jugar a ser doctora (lo que, en ese entonces, quería ser de grande). Luego, los regalos más grandes eran una mochila, un saco de dormir, una cocina de juguete y finalmente una bicicleta.

    —¡Wow! ¿Me enseñarás tú mismo a andar en bici, papá?

    —Con mucho gusto, Miku— dijo y besó mi frente. —Harán falta caso, rodilleras y coderas.

    —¿De verdad? ¿Ocupo tantas cosas?

    —Bueno, creo que es especialmente bueno mientras aprendes. Principalmente el casco.

    —…Gracias, papá— sonreí. —Me encantaron todos mis regalos.

    —Me alegro que así sea, cielo.

    —Aunque… ¿por qué son tantos, este año?

    —Porque fuiste una niña extra buena— dijo sonriendo. —¿Tienes ganas de jugar con algo?

    —…En realidad, tengo sueño.

    Entonces, mi padre me acompañó a mi habitación, prometiendo que en la mañana me ayudaría a sacar de la caja la cocina de juguete y ayudarme a entenderle a la mascota virtual si hacía falta (la bicicleta probablemente tendría que esperar a que hiciera menos frío). Ir a la cama fue un alivio: cuando íbamos a casa de los abuelos, solíamos quedarnos hasta casi las 2:00am y para entonces yo ya estaba más que exhausta, pues por mucho que quisiera jugar con alguno de mis regalos nunca he tenido tanta energía como la tenían mis primos.

    —Buenas noches, Miku— dijo papá arropándome una vez que me puse mi pijama.

    —Buenas noches, papá.

    A la mañana siguiente, mis padres se prepararon para el desayuno como cualquier otra mañana de Navidad, excepto que no se habló de la noche anterior; ni de cómo la pasó mamá o cómo la pasamos papá y yo. Mamá no preguntó por mis regalos, y yo decidí no preguntar por mis primos o tíos. Aunque mis padres se comportaban como siempre, tenía la extraña sensación de que algo andaba mal, o algo así, y que yo no debía de intentar averiguarlo.

    No fue sino hasta los 14 años que papá me explicó por qué aquella nochebuena pasó así.

    Un par de semanas antes de aquella Navidad, mi padre descubrió que mi madre llevaba años viéndose con otros hombres cerca de esas fechas. Ella argumentó que lo hacía porque él siempre estaba trabajando en aquellas temporadas; a pesar de que él trabajaba mucho para poder darnos todas las comodidades de las que estábamos rodeadas constantemente.

    Sin embargo, ella también argumentó que la verdad era que mi padre nunca quería pasar demasiado tiempo con nosotras en esas fechas porque la temporada lo hacía pensar en mi verdadera madre.

    Fue entonces que papá me explicó también que mi verdadera madre falleció a causa de una enfermedad muy grave poco antes de nuestra segunda Navidad como familia. Que se volvió a casar para darme una mamá, pero que no por eso no amaba a su esposa. Aun así, parecía que a la mujer que me crio no le bastaba el cariño sincero de mi padre y los lujos que nos proveía: a pesar de que aceptó casarse con un viudo y volverse una madrastra, siempre la atormentaba saber lo mucho que la muerte de mi verdadera madre aun le seguía doliendo a papá.

    Siempre la atormentaba el piano que adornaba el comedor, pues pertenecía a un fantasma.

    Me causó mucha tristeza enterarme de la verdad por muchas razones: porque papá guardó el secreto de mi verdadera madre, porque no se divorció de una mujer que lo engañaba creyendo que yo necesitaba de ella, porque ella no se divorció de él a pesar de que no lo amaba más de lo que odiaba a una mujer difunta.

    En ese entonces, le dije a mi padre que no tenía que seguir casado si lo hacía solo por mi bien; y finalmente decidió divorciarse, pero ella no quiso firmarle los papeles, incluso si él estaba dispuesto a darle una muy buena pensión.

    No quiso irse de la casa tampoco, y a mí no me parecía del todo justo que mi padre y yo tuviéramos que irnos. Así que, por años, los tres vivimos en la misma casa, aunque dejamos de ser una familia. Alcancé a estudiar un año en la universidad de medicina todavía viviendo con mi padre bajo el mismo techo con una mujer que solamente se quedaba a dormir.

    Después, cuando yo tenía 18 años, en un fatal accidente de auto, mi padre falleció.

    Afortunadamente, yo había cumplido la mayoría de edad y no había ningún problema en que se cumpliera la voluntad de mi padre escrita en su testamento: la casa quedó a mi nombre, al igual que su fortuna. Corrí a mi madrastra de la casa, finalmente, y con el tiempo también tuve que despedir a la servidumbre. Terminé viviendo sola en aquella enorme casa, y me di cuenta de que no podía hacerlo por mucho más tiempo. Esperando que mi padre pudiera perdonarme, la vendí y me compré un apartamento, mucho más adecuado para alguien que vivía sola; además me conseguí un trabajo de medio tiempo, seguí estudiando, un año después después conocí al que sería mi novio, y empecé a tomar clases de piano. Deseaba, un día, poder tocar como aquella pianista que me dejó marcada a los ocho años.

    Hasta el día de hoy, ya con 21 años, que asisto al concierto navideño de caridad anual.

    Como contribuyente, siguiendo los pasos de mi padre, siendo mi turno de donar.

    Y como pianista, habiendo traído el piano de mi madre al teatro de la ciudad.

    —Solo queda un minuto, Miku— volvió a decirme Kaito, y finalmente salí del camerino.


     

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