Pasillo (Tercera planta)

Tema en 'Tercera planta' iniciado por Yugen, 9 Abril 2020.

  1.  
    Zireael

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    Luego de haberse bajado el bocado había sentido vibrar el móvil en el bolsillo y lo sacó con movimientos casi mecánicos, realmente no estaba demasiado interesado pero más lo fastidiaba dejar una notificación ahí esperando.

    Hey niño de papá, te cuento dentro para un plan hoy en la noche? 13:24.
    Puedes traer a la princesa. 13:24.
    Si no te basta conmigo~ 13:25.

    Jodido Shimizu, ¿no le importaba estar repitiendo tercero al hijo de puta tan siquiera? Soltó un bufido mientras empezaba a escribir con una velocidad que le hubiese dado miedo a cualquiera.

    Vas a repetir tercero tres putas veces a este paso, imbécil. 13:25.
    Qué planeas en cualquier caso? Fingiendo que me interese. No cuentes con que lleve a la chica. 13:25.
    Pero venga, que te como la boca si quieres, pedazo de idiota. Ya ponte serio. 13:26.


    Le apareció el visto del chico casi en el acto, pero no le respondió de inmediato.
    Suspiró con pesadez y dejó el móvil a su lado en el suelo, antes de rascarse las raíces del cabello con cierto dejo de ansiedad en el movimiento, parecido a cuando Jez lo hacía. Si se ponía a pensarlo no le importaba en lo más mínimo salir en días de semana, porque no le interesaba la puta escuela tampoco. Realmente para que terminara como Arata, repitiendo tercero, tenía que ponerle esfuerzo consciente a reprobar.

    El móvil volvió a vibrar, moviéndose unos milímetros de su posición.

    Tengo que cobrar algunas cosas en Shinjuku y Shibuya, necesito una suerte de guardaespaldas. 13:28.
    No se me da eso de agarrar a la gente a hostias, ya sabes. Tengo más control con algo de distancia. 13:28.
    Pero no tengo ese privilegio con los lobos encima. 13:28.

    No se dio cuenta pero había vuelto a pasarse la lengua por los dientes como había hecho al ver Zuko metido en el cuartucho, encorvado por la gracia de Anna de aplastarle un poco las pelotas. Había que ver, parecía un puto perro de Pávlov, bastaba el solo conocimiento de que en cualquiera de los sitios donde fuese a meterse Shimizu, pero particularmente esos dos barrios, podía montarse un desastre de los buenos en cosa de segundos.

    Podemos pasar por Kabukichō de regreso, o a Harajuku, el resto se hace solo. 13:29.

    Estaba comenzando a teclear la respuesta cuando sintió el golpe en el zapato y se vio obligado a levantar la vista para topar con Anna, que había salido del baño mientras él estaba haciendo el imbécil con Arata y planeando seguir cagándose la vida o algo.

    "Das pena".

    Bueno, ¿obviamente?


    No planeaba responder eso, pero de todas formas la chica le dijo que ya regresaba, así que no le quedó más que esperarla porque después de todo ya la había esperado a que se fumara el cigarro. Habría podido responderle al idiota de Shimizu, pero ya lo haría más tarde.

    Cuando Anna volvió, se acuclilló y sacudió otro caramelo frente él. Desvió la mirada del dulce a la chica, sin emoción alguna en los ojos en realidad, y pensó responderle pero mejor cerró la boca y se levantó, para dirigirse a las escaleras que daban a la azotea como ella le había indicado. La miró con el rabillo del ojo, a pesar de que obviamente iba a ir con él porque bueno, había sido su idea.


    Y seguía con la hipocresía, ¿no? Negándose a dejarla sola.
     
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    Gigi Blanche

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    Lo siguió con la mirada en cuanto se incorporó y se devolvió el caramelo al bolsillo, dejando el asunto estar. No tenía mucha energía para molestarlo o bromear a costa de sus pintas, su peste a tabaco o su apatía en general.

    Tampoco le apetecía, ciertamente, pues al parecer Altan la había cagado y eso lo estaba arruinando.

    Pero no tenía mucha energía y el cerebro no le carburaba lo suficiente para sudar de preocupación.

    Era una puta egoísta.

    Lo siguió por las escaleras y se desplomó sobre el suelo, la espalda a la pared y las piernas extendidas. Soltó el aire de golpe y palmeó las baldosas a su lado, en una suerte de invitación silenciosa. No había nadie ahí, claro, con suerte había espacio para unas ¿cuatro personas? La luz se colaba por la ventana junto a la puerta, era grisácea y pálida. Era débil.

    Los sonidos de la vida estudiantil se arrastraban por las escaleras y llegaban hasta ellos en una suerte de eco vacío, lejano.

    Eh, si su plan original había sido deprimirse aún más lo estaba logrando con creces.

    Le echó un vistazo al muchacho y señaló el bento, con cierto aire distraído, mientras sacaba la cartuchera que se había guardado a presión y la abría.

    —¿Está rico? —inquirió, rebuscando hasta sacar una pulsera de macramé a medio hacer.


    Puede que su estado general le impidiera ver las verdaderas intenciones de la gente en acciones tan comunes como, por ejemplo, que su madre se hubiera aparecido el domingo con esa cartuchera entre manos. Que la había encontrado limpiando, que estaba al fondo de un cajón de su habitación. Anna ni siquiera se detuvo a pensar que Ema la había buscado a posta, había prácticamente dado vuelta la casa, para darle a su hija un fragmento de infancia. Con la esperanza, quizá, de traerla de vuelta, porque las cosas tampoco eran fáciles para ella y ya no sabía cómo hablar con Anna.

    No tenía idea.

    Cuando se hundía en sus problemas no sólo se apretaba la garganta, también se vendaba los ojos y taponaba los oídos.

    Y todo discurría a través del filtro grisáceo, silencioso y asqueroso que ella misma forzaba sobre el mundo.
     
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    Zireael

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    La observó tomar asiento con la atención de siempre, como si estudiara cada uno de sus movimientos con una atención que no le ponía a casi nada más, y cuando la vio palmear las baldosas a su lado pues hizo lo que cualquier persona más o menos decente, que no era, hubiera hecho y tomó asiento a su lado. La pared y el suelo estaban fríos, pero no le importó lo suficiente ni para revolverse en su lugar.

    La luz era gris, como había sido toda la vida, y el ruido de la gente llegaba como venido de otro mundo, opacado por la caída de la lluvia. El dolor de cabeza había comenzando disminuir, pero tampoco era que hubiese desaparecido del todo. No tenía esa suerte.
    Echó la cabeza sobre la pared tras ellos y el cabello le hizo cosquillas en el rostro y el cuello.

    Las palabras de la muchacha lo hicieron regresar la vista al bento, del que todavía no había sacado más que una gyoza. Volvió a abrirlo, luego de echarle un vistazo discreto a la pulsera que había sacado Anna de la cartuchera, y asintió con la cabeza como un niño aturdido, o más bien uno ensimismado, retraído, aislado a voluntad.
    Por alguna razón recordó algo que su madre solía soltarle de tanto en tanto, cuando lo veía así de empacado al vacío, por decir algo. Él no recordaba demasiado de su infancia, como si lo hubiese borrado adrede, pero al parecer nunca había sido bueno para hablar y habían días en que se negaba directamente a abrir la boca, aunque se paseaba alrededor de ella y de su padre como un gato.
    No hablaba con profesores, no hablaba con otros niños, nada. Una suerte de mutismo selectivo.

    Se llevó un par de bocados de arroz y carne a la boca, no era que tuviese apetito como tal y la poca hambre que había sentido había desaparecido luego de la gracia de Astaroth, pero no iba a desperdiciar la comida, así tuviera que obligarse a bajarla. Además no era mentira, estaba rico, la tonta de Kurosawa siempre había tenido mano para cocinar.

    Por puro impulso sacó una gyoza y la colocó frente al campo de visión de Anna. De nuevo la actitud de niño retraído que aunque no abre la boca pretende compartir con alguien a quien, como mínimo, le tiene confianza.

    —No me importa compartirlo contigo —murmuró sin mirarla realmente—. Aunque si no quieres comer algo que preparó Kurosawa también se entiende.

    Suspiró, aún con la comida suspendida frente a ella, y con la otra mano dejó la caja a un lado para poder escarbar en el bolsillo del pantalón. Sintió el puñado de cupones perfectamente cortados, sostenido por una liga elástica, e inhaló aire con cierta fuerza antes de sacarlo y dejarlo sobre el regazo de la muchacha.

    Tenía que sacarse esas mierdas de encima o iba a volverse loco, lo sabía.

    Lo que decía cada uno era idéntico a lo que Anna había escrito en los suyos, pero los colores parecían sucios. Les había tirado un subtono gris por pura inercia, porque no le gustaba usar colores con toda la saturación, pero bueno cumplían su función y además no se veían mal.


    Más le valía. Había pasado un buen rato en ellos con tal de desconectarse la cabeza, lo mínimo que esperaba de sí mismo era un trabajo decente.


    Apenas dejó de sentirlos en el bolsillo, también dejó de sentir la presión, la punta del cuchillo que él mismo sostenía apretada en la espalda.

    colores.png
     
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    Gigi Blanche

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    chu chu train of sadness incoming



    I'm wasted, losing time
    I'm a foolish, fragile spine

    I want all that is not mine

    In the darkness I will meet my creators

    And they will all agree, that I'm a suffocator

    [​IMG]

    Lo vio asentir de soslayo, aunque no agregó nada más. Se dispuso a proceder con su pulsera, esa que había iniciado ayer a cualquier hora de la madrugada cuando se rindió a la idea de poder pegar un ojo. Había revuelto los carretes de hilo, de todos los colores, hasta elegir dos que combinaran bonito, cortar, atar y comenzar a anudar.

    Nudos. Era lo que había hecho toda su puta vida, ¿verdad?

    Anudó y anudó, ajustando cada uno con una fuerza estúpida, hasta que los dedos se le sensibilizaron y el más mínimo roce se imprimía sobre la piel. No era dolor, tampoco molestia, sólo eso: sensibilidad. Como un corazón desalojado de su jaula, arrojado al mundo, o como estar desnudo en medio de un páramo congelado.

    La había pensado para Kohaku, realmente, o al menos él apareció en su mente al elegir los colores porque si de ella dependía... no tenía idea.

    Generalmente se empleaba una pinza metálica para mantener la pulsera inmóvil, pero nunca se había dignado a comprarse una y por ello la ataba alrededor de su pierna, flexionada, para asirla. Era bastante rústico pero se lo habían enseñado así desde pequeña, para poder hacerlas donde fuera. Con el paso de las horas aquel hilo también le marcaba la piel alrededor de los muslos, pero no le importaba.

    Sólo era una forma de hacer visible lo que siempre había estado ahí.

    Su tendencia a aferrarse, sofocar, acaparar hasta asfixiar.

    Volvió la vista recién al notar la gyoza apareciendo en su campo de visión. Llevaba el ceño algo fruncido, pero todo su semblante se relajó sin quererlo al reparar en Altan y oír sus palabras. Parecía un niño tímido o algo así, y eso le vino un poquito en gracia tras conocer algunas de sus facetas más... polémicas. Lo sabía, sin embargo. Sabía que podía ser un niño, porque fue un niño el que se echó a llorar en su pecho con el peso del mundo sobre los hombros, en la enfermería.

    Y ahí estaba otra vez, ese maldito niño solitario.

    No me importa compartirlo contigo.

    Aunque si no quieres comer algo que preparó Kurosawa también se entiende.

    Sacudió la cabeza con cierta vehemencia y una sonrisa floja se le escapó por la nariz.

    —No quiero, Al, gracias. Pero no es eso, sólo que no tengo hambre.

    Le daba bastante igual a ese punto si la comida la había preparado Kurosawa, Emily o la reina de Inglaterra. Ni siquiera podía pasar un caramelo, mucho menos una gyoza, pero no iba a entrar en ese terreno. Si debía ser honesta, le avergonzaba reconocer todo lo que le ocurría a veces.

    Como el primer día en el Sakura, cuando no logró mantener el desayuno en el estómago y acabó vomitando en los baños.

    Iba a volver a su pulsera, pero entonces notó que el muchacho rebuscaba algo en su bolsillo y permaneció atenta, no por expectativa sino mera curiosidad. Todo pasó bastante rápido y no llegó a pensar en los cupones, en la posibilidad de que se tratara de eso, antes de que aparecieran frente a ella, sobre su regazo. Pestañeó, como si fuera su forma de procesar la información, y una sensación extraña y sofocante le barrió la templanza. La apatía, si se quiere.

    Fue el vaivén de un bate destrozando su cascarón con un simple golpe.

    Entreabrió los labios porque la nariz ya no le alcanzaba para el aire que necesitaba, y quiso echarse a llorar como una niña asustada, como la niña asustada que era. Pero se sorbió la nariz y echó un vistazo rápido a los alrededores de Altan antes de incorporarse con cierto apuro, dejando la pulsera en el suelo.

    —Te vas a atragantar —murmuró, en tono contenido—. Déjame te busco algo.

    No quería llorar frente a él, no quería romperse.

    Porque él era el que estaba roto y con todo no iba a arrebatarle ese privilegio.

    Se apresuró hasta una máquina expendedora, la primera que encontró en el pasillo, y metió la mano en el bolsillo de la falda para agarrar un puñado de monedas sueltas. Era un desastre organizativo, en general, y siempre llevaba todo por todas partes. Introdujo el dinero en la ranura con dedos temblorosos y aplastó una palma contra el vidrio, seleccionando el botón del té verde. Aguardó en silencio a que la bebida cayera, aunque el aire le silbara entre los labios y las botellas poco a poco fueran empañándose en su campo de visión. Pestañeó una y otra, y otra vez para mantenerlas apartadas. Para barrerlas, tragárselas. Ahuyentarlas.

    No quería llorar.

    Cupones.

    No iba a llorar.

    Altan le había hecho unos jodidos cupones.

    Y sentía que no los merecía, pero ahí estaban.

    Y la habían hecho tan malditamente feliz.

    Se enjugó los ojos con el antebrazo, lo hizo casi desquitándose, y se agachó para recoger la botella. Respiró a consciencia una, dos, tres veces, antes de volver al rellano de la azotea con la máscara de antes y acomodarse en su posición original. Suspiró, depositó la bebida entre ambos y finalmente se dignó a recoger los cupones. Lo hizo entre ambas manos, lentamente, como si fueran de cristal y temiera romperlos ante el simple contacto de su respiración. Los recogió como si sus manos fueran peligrosas, tan habituadas a anudar y sofocar, y pudiera destruirlos por un impulso nacido del más puro vicio.

    Había respetado los colores de los suyos, aunque se notaban más opacos. Los leyó, en verdad decían lo mismo así que no hubo demasiadas sorpresas, pero igual mantuvo su atención sobre los papelitos al sentirse incapaz de enfrentar a Altan, allí, a su lado.

    Sentía que, si lo miraba, iba a romperse.

    Se mordió el labio y soltó el aire de golpe.

    —Perdón —susurró, sin saber muy bien por qué—, y gracias. Por todo.


    No tenía palabras, no las encontraba. Las había perdido todas y aún no sabía cómo recuperarlas.
     
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    Zireael

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    Come shove me over the edge 'cause my head is in overdrive.
    .
    So leave a light on, I'm coming home.
    It's getting darker, but I'll carry on.
    The sun don't shine but it never did
    and when it rains, it fuckin' pours, but I think I like it,
    and you know that I'm in love with the mess, I think I like it.
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    Habían momentos en su vida en que deseaba ser tan imbécil o incluso más de lo que parecía serlo la mayoría de lo gente, lo suficientemente estúpido o ignorante para poder dejar de ver los hilos del mundo, pero sobre todo para dejar de leer a las personas de la forma en que lo hacía. Porque de nada servían las lecturas si no sabía que hacer con ellas y solo seguían archivándose con el montón de mierdas inútiles.

    Se había llevado la comida que le había ofrecido a ella a la boca poco después de la que la rechazara, aunque había tenido que hacer un esfuerzo consciente para bajarla y solo seguir esperando alguna suerte de reacción a la mierda que acababa de hacer, a los cupones que había sentido en el bolsillo, empujándolo hasta que se arrojara al vacío.
    Cuando Anna se levantó y desapareció de su vista para irle a buscar algo de tomar sabía que realmente no era esa la intención del movimiento, como si la conociera como a la propia Jez, pero lo cierto es que Anna no era la persona más difícil de leer a pesar de que se movía sin ton ni son por un montón de emociones y facetas de sí misma. Era evitativa como la mierda, se estaba dando cuenta.

    Y había estado por echarse a llorar allí mismo.

    Se llevó las manos al rostro y se enjuagó los ojos con fuerza, al punto de ver puntos de luz aquí y allá en la oscuridad de sus párpados antes de deslizarlas hasta retirarse el cabello del rostro. De repente estaba allí, casi oculto en la escaleras que daban a la azotea, prácticamente hecho un ovillo.

    Era eso lo que se había buscado, ¿no?

    Levantar todas las murallas, reforzarlas al punto de que no entrara la maldita luz gris sin importa que lo que viese no fuese más que negro. Negro, negro, negro hasta que el mundo no tuviese límites, no tuviese personas y él no tuviese mente con uso de razón, como si fuese un maldito organismo unicelular.
    Fue un instante, pero sintió que el estómago, todavía resentido por la cantidad de alcohol que se había metido el fin de semana, amenazaba con devolver la poca comida que había logrado bajarse.

    El maldito océano embravecido ahora no era más que un montón de agua turbia por las arenas que había revuelto en su arrebato de ira.

    Observó los cupones y la pulsera que Anna había dejado en el suelo como quien ve un fantasma o un monstruo, aún sujetándose el flequillo, y se preguntó si no había sido más egoísta hacer aquellos trozos de papel que haber fingido olvidarlos. Si no había cometido un error al intentar sostener el desastre de Anna en la enfermería o si solo no había sido un error en general acercarse a ella.

    Porque iba a ahogarla.

    Porque estaba allí, acaparándola, cuando no era más que un hipócrita.
    Como un cuervo con sus baratijas.

    Otra arcada. Ya ni siquiera sabía del todo si era por el estómago arruinado o por el asco que sentía consigo mismo, que no había disminuido ni un ápice desde que salió de la casa de la gringa.

    Joder.


    Tuvo el impulso de tomar los cupones, sacar el mechero y prenderles fuego, convertirlos en cenizas, desaparecerlos y desaparecer con ellos. Ojalá prenderse fuego a sí mismo, para desaparecer y dejar de sentir ese frío de mierda que nada tenía que ver con la lluvia de afuera o dejar de ver el mundo gris, lo que pasara primero.
    Una parte de sí deseaba largarse a llorar de nuevo, pero era como si su cuerpo hubiese cerrado el grifo, negándose a liberar la presión como la gente decente y estaba allí, cargándose como una maldita bomba nuclear.

    Pobre del imbécil que la detonara.

    Tan siquiera pudo recuperar algo de control sobre su propio cuerpo cuando la muchacha reapareció. Aflojó sus manos en torno a su cabello para bajarlas y obligarse a seguir comiendo o hacer el intento mientras la veía sentarse de nuevo, dejar la botella en el espacio entre ambos y... levantar los cupones. Los había levantado prácticamente de la misma forma en que él los había estado mirando.

    No.

    Anna, no son porcelana fina ni gas libre. No van romperse o combustionar.


    No le encontró sentido alguno a la disculpa, pero no tenía energía siquiera para decirle que dejara de pedir perdón por vete a saber qué mierdas.
    No fue hasta entonces que notó estaba empujando las palabras fuera de sí de la misma forma que intentaba empujar la comida en su garganta. No era porque pudiera o quisiera, era porque era lo correcto.

    Y si había algo que podía ser era un maldito moralista asqueroso.

    Por eso había levantado a la estúpida de Alisha Welsh.

    Por eso cuando la cagaba luego se daba asco.

    Sabía lo que estaba mal... Pero a veces seguía haciéndolo.
    Soy, de hecho, un cretino y lo disfruto.
    Y una mierda.

    —Si no te pasa comida por la garganta al menos toma algo. —Lo había soltado así, sin aviso de nada, con la cara de póker de toda la vida—. Que no sea una bomba de azúcar de ser preferible. No me hagas listar todas las mierdas por las que deberías, sabes que puedo hacerlo y no quieres escucharme monologar con esta cara de muerto.

    Otro bocado de comida a la fuerza. Consiguió meterse al menos un tercio del bento, aunque bueno, ese tercio eran las gyozas, si acaso dos bocados de arroz seccionados como cinco intentos y tres verduras.
    Dejó la caja a un lado de nuevo para tomar la botella que había traído Anna, abrirla y darle un trago. Tan siquiera eso era más fácil, pero mierda, como se le volviera el estómago al revés iba a cagarse en sus muertos.
     
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  6.  
    Gigi Blanche

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    sólo sigue Doomed en loop bien sad

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    Perdón había dicho, ¿no? Sí, sabía muy bien las razones por las que me disculpaba.

    Perdón por ser este desastre.

    Perdón por arrastrarte a mi mierda.
    Perdón por obligarte a ver por una chica a la que apenas conoces.
    No tengo el derecho, ni tú la responsabilidad.
    No tenemos nada.

    No somos nada.

    No reaccionó, tampoco esperaba que lo hiciera. Podía oír los sonidos que provocaba y de ahí imaginar sus movimientos mientras comía o simplemente respiraba. Yo seguía con las piernas extendidas, los cupones al centro de la falda, y mis manos alrededor, sin fuerza. No me quedaba fuerza para nada. Releyendo y releyendo y releyendo las palabras que ya me sabía de memoria, porque habían salido de mi propia y estúpida cabeza.

    Un abrazo.
    Un zumo.
    Una opinión sincera.

    ¿Con qué derecho iba a pedirle alguna de esas cosas? Agradecía los cupones, me hacían feliz, pero eran inútiles.

    De repente soltó esas estupideces que me hicieron observar la botella de soslayo, firme entre nosotros como un mástil, un faro o un pilar. Lo escuché pero no moví un músculo, porque también era esa idiota testaruda y si no quería nada, pues no quería nada y ya. Se lo había dicho, ¿no?

    Ya no quiero nada de esto.

    Seguí adivinando sus acciones según lo que llegaba a mis oídos y jugueteé con el borde de los cupones, raspando apenas la yema de mi dedo. Él al menos estaba comiendo y eso me aliviaba lo suficiente para... no preocuparme por mí.

    Sí, en el fondo siempre sería esa estúpida aunque me negara a verlo.

    Suspiré. Pensé que el bate había destrozado mi cascarón sin remedio alguno, pero el maldito se había reconstruido en cuestión de segundos. Quizá fuera la falta de insistencia, esa que no iría a pedirle a nadie, pero que ciertamente parecía necesitar para dejar de ser una maldita imbécil y espabilar. Quizá necesitaba escupirle en la cara a otro pandillero y estar al borde de recibir una loca encima para salir al mundo real.

    Quizá necesitaba un buen golpe.

    Pero ¿quién mierda iría a dármelo?

    Pestañeé lentamente, estaba jodidamente agotada y sentía la mente densa, pastosa como, no lo sé, dulce de leche. Pensar en comida no fue la mejor idea del mundo y solté una risa floja, vacía, que cuanto menos me envió un sonido propio a los oídos para confirmar que no me había convertido en un fantasma. Deslicé los ojos hacia los movimientos de Altan, sus manos, el bento en su regazo, y dejé caer la cabeza sobre su hombro. No lo sé, sólo lo hice. Su voz resonó en mis oídos embotados.

    Estamos meados por la misma manada de elefantes, ¿o no?

    Cerré los ojos e inhalé su penetrante aroma a tabaco. Me dolió, dolió como si en aquella fracción de segundo hubiera visto pasar frente a mis párpados todos los malditos cigarros que debía haberse tragado para acabar oliendo así. Me dolió porque había olvidado su puta existencia todo el fin de semana cuando él, en algún lugar, estaba pasándola para el culo pero diseñando esos cupones y preparando la bolsa de caramelos.

    Me dolió porque me sentí la estúpida irremediablemente aferrada a ese niño perdido, arruinado, y no creía tener en mis manos el poder para ayudarlo.

    Y eso era lo que más dolía.

    —¿Qué pasó, Al? —susurré, no había tristeza o frustración en mi voz; sólo cansancio—. ¿Por qué estás así?
     
    Última edición: 5 Noviembre 2020
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    Zireael

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    Había dado un trago tan insignificante que ya hubiera deseado yo haberle dado a la puta botella de anoche, pero no. Me la había empinado como un descosido varias veces, hasta que el mundo se empañara y el ruido bajara de volumen, porque a pesar de que lo había intentado nunca se apagaba del todo. Era ruido blanco, insistente, un conjunto de todas las frecuencias, una línea plana sin sentido alguno.

    Incluso así sentí que el estómago volvía a quejarse y cerré los ojos unos segundos, pretendiendo que esa tontería permitiera que volviera a su lugar antes de que fuese a tener otra puta arcada ahí frente a Anna. Bastaba con que me hubiese visto llorar como un crío una vez, solo faltaba que me viese a punto de vomitar las entrañas. Algo de orgullo necesitaba que me quedara al menos.
    Cuando sentí la cabeza de Hiradaira caer sobre mi hombro no había abierto los ojos todavía y se me detuvo la respiración unos sólidos segundos, como si no pudiera procesar la mierda que la tonta acababa de hacer.

    Acababa de desear quemar lo cupones.

    Quemarme a mí mismo.

    Desaparecer en las aguas turbias.

    Y la otra me echaba su cabeza en el hombro, totalmente ignorante de todas esas mierdas, de mi propia dicotomía y el egoísmo que me mantenía a su lado en ese momento. Porque no merecía tener a nadie al lado, porque iba a destrozarlos a todos, porque el mundo gris estaba hablando por mí.

    Para dejarme solo.

    Pero yo no quería estar solo, mierda. No lo quería, por eso había trastabillado con la invitación de Ishikawa, por eso no había rechazado el almuerzo de Kurosawa, por eso nunca le había soltado a Jez la verdad. Porque tenía miedo, el único miedo real que era capaz de sentir era ese, el abandono de la gente que había demostrado que podía preocuparse por mí.
    Era tal que empezaba a acapararlos, a consumirlos tratando de imitar una llama viva cuando no era más que agua sin un dique que la contuviera.

    No me moví, no me tensé, pero volví a respirar.

    Porque era el imbécil que no iba a hacerla a un lado.

    ¿Qué pasó, Al?

    ¿Por qué estás así?

    ¿Qué mierda haces preguntando por mí, maldita estúpida?

    —Tampoco quería comer —murmuré sabiendo que no había necesidad alguna de alzar la voz, no con ella recostada en mi hombro. Me llevé la mano a la garganta—. La comida parece no bajar de aquí, ¿no es cierto? Pero me forcé porque no iba a dejar que la comida se perdiera, al menos no toda.

    Ni el esfuerzo ajeno.

    Inhalé aire con algo de fuerza, de forma que sentí mi propia peste a tabaco que para ese entonces no podría importarme menos.

    —Un bocado, dos, lo que sea cuenta con tal de no dejar que el maldito mundo gris sea el que tome el control completamente. —La miré con el rabillo del ojo—. Para ya de castigarte.

    Tomé la botella y se la coloqué en el regazo a pesar de que había pasado de mí como una campeona, es más, así me soltara un golpe con la puta botella en el centro de la cara iba a hacer eso. No me interesaba.
    Guardé silencio un rato, porque estaba entre soltarle toda la mierda o regresarle la pregunta, porque después de todo ya se lo había preguntado en el pasillo y no recibí una respuesta verdadera.

    —Pasó que soy un estúpido, nada que no sepas —solté sin cambiar de expresión—. E intenté castigarme por ello todo el fin de semana. Tuve un viernes digno de enmarcar, no hay nada como que una maldita gringa intoxicada se lance a comerte la boca cuando tampoco te funcionan los cinco sentidos.

    Castigo.

    Por eso el alcohol.

    El tabaco.

    La hierba que le había pedido a Arata.

    La movida con Kurosawa buscando que Usui me cerrara a hostias.

    ¿Había funcionado alguna?

    No.

    Porque el castigo era inútil.
    —¿Piensas responder la pregunta tú también?
     
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    Gigi Blanche

    Gigi Blanche Equipo administrativo Game Master

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    Era su calor, ¿verdad? Por debajo de la peste a cigarrillo, pero en medio de todo aquel frío helado y de mi propio invierno. Lo había descubierto en la enfermería, lo había disfrutado en la cafetería y ahora... lo había recordado, luego de un fin de semana entero hundida en un océano congelado. Puede que tampoco fuera la respuesta, como no lo había sido besar a Emily. Puede que no lo fuera como no lo habría sido besar a Kakeru.

    Puede que ninguna de esas fuera la solución.

    Lo sabía.

    Mi cabeza subía y bajaba al ritmo de su respiración y en los interludios de silencio, en los instantes donde el mundo parecía detenerse, sentía aquel golpeteo débil, rítmico, arrastrándose por su pecho hasta mi oído. Intenté enfocarme en él, sin saber muy bien por o para qué, pero cerré los ojos con fuerza en busca de reducir el universo entero a esos latidos.

    Puede que no fuera la solución.

    Pero el calor de Altan podía silenciar la mierda y yo,

    yo no iba a pedir más que eso.

    Entreabrí los ojos cuando siguió hablando de la comida, el idiota no iba a dejarlo estar y empezaba a darme cuenta.

    Un bocado, dos, lo que sea cuenta con tal de no dejar que el maldito mundo gris sea el tome el control completamente.

    Para ya de castigarte.

    Me fastidié como una niña siendo regañada; solté el aire en una suerte de bufido y, bastante contradictorio, me acerqué un poco más a él en busca de calor. Mi brazo alcanzó el suyo y reacomodé la mejilla cerca de sus clavículas.

    —No comeré nada acá —susurré, arrugando el ceño—. No tengo ganas de volver a vomitar en la escuela.

    Ah, ahí iban. Los fragmentos de verdad colándose por las grietas.

    No solo en el Sakura, ¿cuántas veces había acabado en el baño en mi escuela anterior? Al principio, antes de que Kakeru me rescatara, y después, cuando todas mis anclas desaparecieron de un segundo al otro. Los rumores habían empezado a correr porque la gente no tenía nada mejor que hacer, al parecer, y ya no sólo era el fenómeno, o la gangster, o la perra de Kakeru. La puta bulímica.

    ¿Era eso? ¿Un castigo? No tenía la menor idea, no sabía cómo averiguarlo o si me interesaba hacerlo. Volví a bufar y rodé los ojos, dudando antes de agregar:

    —Pero comeré algo en casa. Te lo prometo.

    El frescor de la botella alcanzó la piel desnuda de mis piernas, era una idiota y me negaba a ponerme mallas aunque hiciera un frío de cagarse. Di un leve respingo y la sostuve con una mano, detallando su etiqueta sin separarme de Altan mientras respondía a mi pregunta.

    ¿Una maldita gringa intoxicada?

    No podía armar ningún rompecabezas así, no era Sherlock Holmes ni tenía su maldito cerebro de archivo. Ni en sueños iría a acordarme de Alisha o lograría conectarla con Konoe.

    ¿Piensas responder la pregunta tú también?

    Volví a fruncir el ceño, no me había dado tiempo ni a opinar respecto a su mierda y, en definitiva, puede que por primera vez en el día su tono vacío, ligeramente hosco, hubiera apenas alcanzado a tocarme los cojones. No tenía nada que ver con él, lo sabía, era la simple obligación moral de corresponderle el gesto; aunque eso me forzara a escarbar en mi mierda, sabía que no podría negárselo.

    Me llené los pulmones de aire y lo solté de golpe. Deslicé mis ojos alrededor y despejé la zona, la botella de mi regazo y el bento del suyo, para girarme y apoyar la cabeza sobre sus piernas. Lo vi desde ahí abajo, balanceando una pierna sobre mi otra rodilla en un vaivén algo ansioso. Estaba disponiendo como me daba la gana, ¿eh?

    En el fondo era esa descarada, también.

    —Pues yo me comí a Emily —solté sin más, desviando mi vista al techo—, y estuve a medio pelo de comerme a mi ex novio, así que supongo que los dos tomamos malas decisiones sin parar.

    Lo sabía, lo sabía de sobra.

    Ni de coña abriría la boca sobre la mierda de Tomoya.

    Podía ser una egoísta de mierda y arrastrarlo al lodo, pero nunca al ojo del huracán.

    —Bajarme toda la hierba que Kohaku me vendió el viernes tampoco fue muy inteligente de mi parte, ni arrastrar a Emily a los agujeros más oscuros de Kabukicho. —Arrugué el ceño, como si me diera asco la simple idea, y chasqueé la lengua—. No sé qué puta mierda tenía en la cabeza.

    Había estado jugueteando entre mis dedos con el lazo que mamá me había obligado a usar esa mañana, cuando descubrió que el uniforme de hecho lo incluía, y me arrastré las manos por la cara hasta correrme el flequillo y dejar caer los brazos por encima de mi cabeza, hacia el otro lado de Altan. Suspiré pesadamente.

    —¿Y bien? ¿Comerte a una gringa intoxicada fue tan malo como para dejarte así? —Se me escapó una risa nasal, sin la menor gracia, y no sé de dónde saqué las putas ganas de dibujarme aquella sonrisa burlona en la cara—. ¿Tan fea era?
     
    Última edición: 5 Noviembre 2020
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    Zireael

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    So I ask myself,
    when will I learn? 
    I’d set myself on fire to feel the burn.
    I’m scared that I’m never going to be repaired. 
    .
     Sabotaged myself again.
    Got a brain like a hurricane.
    Me and that bitch, no, we can’t be friends .
    altan c2-1.png
    Ante su respuesta fui yo el que bufó por lo bajo, en gran parte porque no le estaba tampoco pidiendo que se pusiera a comer, era un trago de té lo único que quería que le bajara por la maldita garganta y le llegara al estómago, que con ese comentario ahora imaginaba que tenía vacío desde quién sabe cuándo.
    En todo caso, de nuevo no la aparté cuando la sentí buscar más calor en mí y cuando la sentí acomodar la cabeza estuve por perder lo que sea que me quedara de cordura para echarle el brazo encima de los hombros y ocultarla del mundo, el desgraciado mundo acromático, contra mi pecho. Me detuvieron sus siguientes palabras, la promesa de que iba a comer cuando llegara a casa.

    Otro movimiento de su parte, para quitar las cosas que estaban en el camino y finalmente recostar la cabeza en mis piernas. ¿Qué mierda pasaba con esas confianzas? El chispazo, bastante débil, fue el que respondió la pregunta. Habíamos vuelto a danzar en el territorio ambiguo, donde la luz gris llegaba pero también las sombras amenazaban con tragarlo todo.
    Lo había ignorado todo el rato, no sé cómo, pero Anna no había apagado la música y seguía saliendo, ahogada, desde los cascos. Sonaba como una mierda que yo escucharía, pero no lograba reconocer la melodía y mucho menos las palabras.

    Pues yo me comí a Emily.

    Campeona de las cagadas también, qué lindo.

    Y estuve a medio pelo de comerme a mi ex novio.
    Joder, si es que hasta parecíamos tener el mismo cerebro en cuanto estupideces se refería.

    Y allí estaba también, lo que había detrás de la cara de ángel de Ishikawa.

    —Recuérdame hacernos una medalla o algo, porque qué manera de cagarla.

    Encima había metido a Hodges a puto Shinjuku, justamente a Kabukichō. No si es que esa mierda parecía competencia ya, no era ni medio normal, la cosa es que yo sabía, podía intuirlo, que esas dos cosas habían ocurrido por una primera, que era la que no estaba diciéndome, pero tampoco iba a sacarle las palabras con cuchara de la boca. Si no comía, menos iba a escupir eso.


    Pero por mis putos cojones podía averiguarlo.

    —Ya que estamos añade esa misma cagada a mi lista también, intenté comerme a mi ex como si eso me fuese dar el castigo que estaba buscando.

    Estiré la mano entonces y deslicé los dedos por su cabello, la cascada de carbón mezclada con el rosa chicle, desde las raíces hasta las puntas; estaba hecho un confianzudo también.
    Cuando escuché su pregunta caí en cuenta de que no le había dado la información suficiente, no podía siquiera picarme por la sonrisa burlona que tenía en el rostro

    —Alisha Welsh.

    Separé un mechón de su cabello y con aire distraído lo dividí para empezar a trenzarlo. Había visto a Jez hacerlo con su propio cabello una cantidad incontable veces, así que había memorizado los movimientos que requería al menos la trenza sencilla de toda la vida.

    ¿Qué demonios estaba haciendo? Ni idea, mantener las manos ocupadas en algo.
     
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    Gigi Blanche

    Gigi Blanche Equipo administrativo Game Master

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    Solté otra risa floja a su comentario de las medallas, me las imaginé y todo porque, honestamente, parecíamos programados o algo así para no sólo cagarla al mismo tiempo, sino de las mismas maneras.

    Me siguió soltando información poco a poco, no esperaba nada al detalle porque tampoco nos conocíamos de toda la vida o similar. Las coincidencias seguían dándome la gracia suficiente para aplacar un poco el disgusto y cerré los ojos al sentir las caricias en mi cabello; siempre me habían gustado.

    ¿Cómo habría reaccionado si hubiera sabido que Kurosawa era esa ex? Ni puta idea.

    No terminaba de entender cómo se relacionaba eso con recibir un castigo, pero no me apetecía indagar tanto y, de la forma que fuera, estaba bien con lo que él mismo decidiera contarme.

    Se me escapó una sonrisa bastante más relajada, él seguía cepillando mi cabello y no me apetecía detenerlo o preguntarme sobre qué límites estábamos oscilando. Una parte de mí sabía que éramos los únicos bastiones que nos quedaban mutuamente en pie, o algo así, para evitar cagarla por completo.

    Y por eso no íbamos a hacerlo.

    Aunque, de tanto en tanto, ganas no me faltaran.

    Alisha Welsh.

    Arrugué el ceño cuando me soltó ese nombre, pensativa, y me tomó unos sólidos segundos caer en cuenta de... sí, del desastre que se había montado. Abrí los ojos de golpe y lo miré, mientras él se distraía trenzándome el cabello. Lo miré y se me escapó una risa incrédula.

    —No —dije, sin salir de la sorpresa, y me mordí el labio—. Joder, Al, no.

    Por fin conecté los putos cables. Alisha, la rubia de la fiesta, la misma de la enfermería, cuando tuve el ataque de asma y Konoe me acompañó. La rubia que Suzu se había llevado aparte, la rubia de la cual...

    —Hombre, no —insistí, todavía riéndome, y me tapé la boca con una mano—. Mierda.

    Bueno, tampoco quería que se me enfadara, así que me calmé y solté el aire de golpe. La sorpresa seguía impresa en toda mi cara, sin embargo, y poco a poco fui atando los últimos hilos de esa jodida telaraña.

    Altan y Konoe eran amigos, más o menos desde que habían ido juntos al aula, en la fiesta.

    Altan estaba enamorado de Jez... suponía, no lo sé, ¿ahora resulta que tenía una ex? Mierda, era todo muy confuso.

    Konoe, enamorada de Alisha.

    Konoe y Altan discutieron el viernes, se pelearon y luego... Altan fue y se comió a la rubia.

    Fruncí el ceño al darme cuenta de la gravedad de esa mierda y busqué sus ojos, con las manos relajadas sobre mi pecho.

    —Oye —lo llamé, casi en un susurro—, no has hablado con Konoe-senpai, ¿verdad?


    El viernes, en la cafetería, le había dicho que lo mejor sería disculparse con ella, pero si ni siquiera eso había hecho... mierda.
     
    Última edición: 6 Noviembre 2020
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    Zireael

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    I need to know where your loyalties lie, 
    tell me are you gonna bark or bite?  
    Do you really want to twist the knife 
    in the belly of the monster?
    .
    We're going down the rabbit hole. 
    Are you ready? 
    I can't feel you. 
    Is this what you want? 
    This is what you'll fucking get. 
    altan c2-1.png
    No podía juzgarla tampoco por haber tardado tantísimo en unir los hilos ni por cagarse de risa, porque visto desde fuera esa mierda tenía que ser una jodida comedia romántica de bajo presupuesto, de esas que ni llegaban al cine. Una maldita película de televisión con un montón de actores mal pagados y que no saben una mierda de actuación realmente.
    Detuve la vista en sus ojos unos segundos, antes de regresar a su cabello, tomar otro mechón y seguir ocupándome las manos.

    —Fui un estúpido y pensé que prefería hablar con ella hoy —admití de nuevo en un susurro—. Claro que no contaba con encontrarme a la idiota de Welsh intoxicada en un parque el viernes en la noche y que la jodida se me lanzara encima cuando la ayudé a subir a su habitación porque, en otro caso, iba a partirse el puto cuello. Tampoco contaba con que me activara los interruptores, la maldita tonta.

    La hubiese dejado matarse, qué sé yo.

    Volví a callarme mientras continuaba con la segunda trenza, aunque luego de terminarla deshice ambas y me limité a seguir pasando la mano por su cabello.
    Fue como si lo hubiese tenido putamente calculado, una de esas mierdas que veía porque parecía tener el don de la desgracia o algo, porque cuando me atreví a levantar la vista y dirigirla hacia el pasillo vi el reflejo en la ventana frente a las clases.

    Welsh y Wickham.

    Vamos, los mismos idiotas de toda la puta vida.


    Y la ira burbujeó entre mi propio asco, lanzando una capa traslucida de rojo sobre el mundo acromático.

    A la misma mierda que ya debía estar acostumbrada, en la medida de lo posible, a ver Suzumiya me había sumado yo como el puto incordio que había sido toda la vida, se había sumado Tolvaj y se iban a sumar quién sabe qué otro montón de idiotas. Porque no había que ser ningún avispado para saber que Welsh no iba a parar el puto carro hasta que pasara una de tres cosas, milagrosamente encontrara a alguien que realmente le diera ganas de hacerlo, la cerraran a hostias o acabara descompuesta por las pastillas de Tolvaj en una cama de hospital. La primera era un sueño de opio.

    ¿Qué habría hecho de saber que la jodida gringa ya se había comido a Konoe aunque hubiese sido por su propia petición?

    Intoxicarme también, posiblemente.

    Regresé la vista a mi mano deslizándose por el cabello de Anna, como si realmente no hubiese visto nada, pero ya me había salido del cauce. Y si algo había demostrado que podía era un egoísta, un cabrón de mierda, sobre todo con el puto cerebro hecho puré.
    Mi mano, sin permiso aparente del lado racional de mi personalidad, viajó por uno de los mechones que no se habían esparcido por mi regazo y seguía enmarcando su rostro. El movimiento me permitió entonces posar la mano en su mejilla, sin que el movimiento pareciera salido de la puta nada completamente, y mis dedos siguieron la línea de su mandíbula.

    Apenas un roce que envió otro chispazo atenuado.

    —Bueno, princesa, te presento mi propia versión del Infierno. —De nuevo el ronroneo de la cafetería, antes de los cupones. Encima la cabrona se me había echado en el regazo, donde podía mirarla desde arriba; eso era una receta para el desastre—. Puedes ponerte cómoda.

    Había perdido la cabeza ya.

    Era oficial.


    Deslicé el pulgar por sus labios y le dediqué apenas un atisbo de la sonrisa jodida, la que medio había salido como reflejo de la de Astaroth. Podía parecer que la bomba nuclear había detonado, pero no, ni de cerca. Era solo una pequeña fuga de gas, el océano algo picado por un poco de viento.

    Tensaba la cuerda pero no la cortaba.
     
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  12.  
    Gigi Blanche

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    Arrugué el ceño en una mueca de preocupación cuando Altan me confirmó que no había hablado aún con Konoe. ¿Qué se suponía le dijera ahora, si de casualidad juntaba el coraje o la vanidad suficientes para encararla? ¿"Sé que tuvimos un mal momento y fui grosero, pero también quiero que sepas que me comí a la idiota de la que estás enamorada"?

    Venga.

    Lo peor era que esa seguía siendo la mejor opción. Imposible negar lo cagado de la situación.

    Suspiré, volviendo a cerrar los ojos para disfrutar de sus caricias, mientras yo entretenía mis propias manos en el lazo de mi uniforme. Acabaría comiéndome las uñas de otra forma, y al pensarlo decidí reducir las posibilidades casi a cero y rebusqué en mi bolsillo para llevarme un caramelo a la boca. No iría a tragarlo pero podía saborearlo, ¿no? Un poco sentía que se lo debía también, por haberse tomado la molestia de intentar hacerme entrar en razón.

    Era de menta.

    Ignoré todo, así. La música se colaba entre nosotros, liviana y distante, pero seguía siendo mi playlist y sabía qué mierdas caían. Me puse a golpetear el suelo con la punta del zapato por pura inercia rítmica, esa que llevaba impresa en el cuerpo, e ignoré todo. Lo que Altan había visto, lo que eso había activado en su cerebro chamuscado. Lo ignoré hasta que sentí su mano alcanzando mi mejilla; los anillos se presionaron contra mi piel y busqué sus pozos oscuros.

    Estaban fríos, los anillos.

    Pero en sus ojos, por sobre el profundo vacío, creí identificar una especie de llamarada, de chispazo eléctrico, lo que fuera, que recorrió el espacio entre nosotros y me alcanzó el cuerpo.

    Bueno, princesa, te presento mi propia versión del Infierno.
    Fue como reiniciar la secuencia de la cafetería, cuando se nos fue la pinza frente a media escuela. Mis dedos entre su corbata, su voz contra mi oído, el calor, si querías desvestirme sólo tenías que pedirlo.

    El jodido calor.

    Puedes ponerte cómoda.
    Cabrón hijo de puta.

    ¿Qué mierda le había picado, de un momento a otro? Parecía la volatilidad de mi propio carácter, de mi propia fuga de gas, que de tanto en tanto se escapaba por las grietas y asumía la forma que mejor le viniera en gracia.

    ¿Tantas ganas tienes de cagarla, imbécil?

    ¿De apagarte?

    Bueno, yo también.
    Mantuve mis ojos en los suyos, no sabía qué había en los míos pero puede que lucieran ligeramente opacos bajo la luz grisácea de la tormenta ahí fuera. Opacos, sucios, cuarzos empañados en apatía, monocromía o...

    Alcanzó mis labios con su pulgar, el muy hijo de puta, y el aire se me congeló en la garganta.

    ¿Qué acababa de pensar? Que éramos nuestros últimos bastiones. Que eso iba a detenernos.

    Imbécil.

    ¿No había tenido ya suficiente para saber que éramos los putos rey y reina de la desgracia?

    Y todo dolía como la mierda por debajo del entumecimiento, dolía y quemaba con la crueldad del hielo. Y lo había pensado. Mierda, lo había pensado en ese puto pasillo.

    Que Altan podía apagarme.

    Esbocé una sonrisa cargada de mofa y me erguí lentamente, con movimientos calculados. El carbón se deslizó sobre sus piernas y giré medio cuerpo hacia él, para enfrentarlo. Sostuve mi peso con una mano al otro lado de su cuerpo y recogí apenas las rodillas, una sobre la otra.

    ¿Cómo mierda se suponía que íbamos a evitar cagarla, con todo ese maldito calor encima?

    Acerqué la mano libre a su mejilla, fue apenas un roce antes de bajar por su cuello, enganchar el cuello de la camisa, tantear sus clavículas y, finalmente, aferrarme a su corbata.

    Arrojé el caramelo de lado a lado con la lengua y sonreí.

    Lo sabía.

    —Acogedor —susurré, estúpidamente cerca de sus labios—. Pero ¿no vas a darme la bienvenida, Hades~?

    El cerebro se me había fundido y sólo tenía las putas ganas de conducirme por mis jodidos impulsos. Como siempre, vaya. Nada importaba lo suficiente, nada contaba con el peso suficiente, y es que, en definitiva, ¿qué mierda se suponía que perdería?

    Ese idiota no se apartaría de mi lado, por mucho que le comiera la boca.

    Lo sabía. Era el poder de sisear al oído de las personas, susurrarles sus mayores deseos, concedérselos.

    Compañía y cariño, para Kakeru.

    Libertad, para Emily.
    Calor y contención, para Altan.
    Brindar sin aparente restricción, hasta relajar sus murallas y enroscarme en torno a sus cuerpos.

    Y ejercer mi poder.

    Como una maldita serpiente,

    o la encantadora de ellas.
     
    Última edición: 6 Noviembre 2020
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  13.  
    Zireael

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    Se me había ido la puta cabeza.

    No. La había perdido desde el momento en que la zorra rubia me metió la lengua en la boca y luego mi jodido cuerpo hormonal no hizo más que lo único que ha sabido hacer toda la vida: avanzar, recuperar el poder, dominar. Desde ese momento todo solo había seguido el flujo de los rápidos de un río maldito y todo lo que se acercara iba a terminar revuelto entre el agua, los sedimentos que se se levantaban del fondo y las rocas.

    Hades, Grecia.

    El imbécil se había sacado la lotería y cuando sortearon los reinos le quedó el maldito dominio de los muertos, el Inframundo. Había recibido de los titanes un casco con la capacidad de hacer invisible a su portador.
    Altruista en realidad, lo cierto es que podía ser un dictador despiadado, quería obediencia, sumisión, y que los que pertenecían a sus dominios se quedaran en ellos y los que no, que no pusiera un pie dentro.
    Había raptado a Perséfone, pero luego la convenció de que sería... Reina. Deméter castigó a la Tierra por las decisiones de su hija, lanzó la hambruna, y cuando pudo recuperarla se dio cuenta de que había comido en el Inframundo. La sentenciaron a pasar la mitad del año con Hades, la que correspondía al invierno. Algunas versiones decían que la muy tonta se había terminado enamorando de su captor, como un caso de Síndrome de Estocolmo.

    Para llegar al Inframundo tenía que cruzarse el Aqueronte, un cuerpo de agua. Y una vez en la tierra de los muertos, estaba el Lete, otro cuerpo de agua, donde las almas mortales borraban sus recuerdos, y otro lago que ahora no interesaba.

    Luego estaban las jodidas ninfas, las que Perséfone había transformado en menta y álamo blanco respectivamente. Se suponía que Mente había estado enredada con Hades antes de que este raptara a Perséfone, pero otras versiones decían lo contrario, Leuce era la que sí había arrastrado al Inframundo después.

    Leuce. La Isla de las Serpientes.

    Plutón, Roma.

    Como buena adaptación de la mitología Griega al maldito esperpento que había terminado siendo la Romana, Plutón también había raptado a su futura esposa: Proserpina. Ceres, su madre y una suerte de Deméter romana en ese caso, que no encontró pista de su hija detuvo el crecimiento de los frutos. Al final Proserpina terminó condenada igual que Perséfone, claramente, a pasar una parte del año en el Inframundo.
    Ambos mitos compartían que lo que había comido Perséfone-Proserpina habían sido semillas de granada, lazadas a la lealtad del matrimonio.

    Se suponía que de los tres soberanos, era Plutón el que no debía tener miedo a la insubordinación. Su autoridad era reconocida universalmente, sobre todo teniendo en cuenta que todo lo que cedía ante Mors en la tierra, pasaba a su dominio.
    Inflexible y terrible, Plutón era temido por todos a pesar de que luego pasara a ser considerado también un dios benefactor, asociado a las riquezas.

    Aita. Etruria.

    La cultura y el arte etrusco habían sido, en buena teoría, predecesores de Roma. Aita, otro dios del submundo y los muertos, se igualaba a Hades y Plutón. También tenía a su propia Perséfone, porque después de todo ambas figuras eran traducciones del griego: Phersipnei.
    La cosa con Aita y Phersipnei era su representación... No muy lejos de los demonios-lobo etruscos y las gorgonas griegas. Él llevaba una piel de lobo encima, ella recordaba a Medusa directamente, con serpientes en el cabello.

    Las víboras de carbón que ya había tenido yo en mis dedos en algún momento.

    Aunque en realidad también se consideraba a Alpan el equivalente etrusco de Perséfone, pero teniendo en cuenta que entre Etruria, Grecia y Roma debían haberse robado tantas cosas entre sí que ya ni valía la pena ponerse a revisar las inconsistencias no importaba demasiado.

    Deseaba apagarme pero la mente, incluso cuando tenía el cerebro chamuscado, se había puesto en marcha en cosa de segundos y había arrojado todos los datos archivados que tuvieran la mínima relación con los simbolismos que había establecido quién sabe cuándo y si no me detenía a consciencia era posible que mi pensamiento hubiese seguido el flujo de la desgracia hasta unir cada pieza, hasta llegar a las gorgonas, hasta las demás ninfas, hasta volver a Hestia y pasar por los otros dos hermanos de Hades y completar el círculo.

    ¿Tanto deseaba cagarla? ¿Castigarme? ¿Apagar el fuego? ¿Conseguir algo de silencio?

    Sí. Joder, sí.


    Ella tenía la fuga de gas. Yo sostenía al cerilla.

    Mierda. Para de una vez, Altan.

    Controla el puto culo del desastre.

    No la toques más, Al.

    No te acerques.

    Oh vamos.

    A tomar por culo de una vez.


    Acogedor.

    Joder, hacía un frío del carajo pero su mano en mi mejilla, en mi cuello, encima de mis clavículas, quemaba como un maldito incendio, como el primer cigarrillo que había fumado en mi vida. Raspaba la garganta, pero cuando el humo te llegaba a los pulmones... Adormecía.

    De nuevo la puta corbata de los cojones.

    Cuando dejé salir el aire contenido mi respiración rebotó en su rostro.

    Pero ¿no vas a darme la bienvenida, Hades?

    Se me escapó una risa ronca, quizás genuinamente divertida, al ver que a pesar de todo estábamos decididos a coronarnos, oficialmente, como reyes de la desgracia sin ningún tipo de miramientos. Quería pensar que de no haber tenido el cerebro hecho puré, que de no haber caído en la mierda de Welsh, de no haber visto a las dos cabezas de Cerbero, de no haber intentado comerme a Kurosawa, quizás habría podido detenerme a mí mismo.

    Pero era mentira.

    Era una jodida mentira.


    Mis dedos recorrieron la línea de su mandíbula una vez más, regresaron a su mejilla y finalmente anclé la mano en su nuca. Debió sentir la plata de los anillos fría contra la piel de nuevo.

    —¿Ansiosa, Pandora? —murmuré luego de haberme inclinado un poco más hacia ella, lo suficiente para alcanzar a hablarle y soltarle mi aliento contra el oído. La sonrisa maldita volvió a bailarme en los labios.

    El bello mal.

    ¿Le había regresado los bienes a los dioses del Olimpo o había desatado el mal sobre la Tierra?

    Qué ganas de averiguarlo.


    El siguiente movimiento aunque predecible por la naturaleza de la situación ocurrió sin aviso como cuando me lanzaba sobre algún estúpido buscando aflojarle los dientes. Redireccioné mi rostro, sin retirar la mano de su nuca, y estampé mis labios contra los suyos por fin. La cabrona tenía el caramelo en la boca, pero no podía importarme menos.

    ¿Cómo había pasado de querer brindarle sostén a eso?

    Ni puta idea, pero ya no interesaba, no cuando acababa de colar la lengua entre sus labios, cuando podía saborear la menta de una boca que no era la mía.

    Felicidades, campeón.

    No hay manera de retroceder ahora.

    Puto imbécil.
     
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  14.  
    Gigi Blanche

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    Entrecerré los ojos al recibir su tacto encima y ladeé la cabeza sobre mi hombro para mirarlo así, casi como un gatito ronroneando. Mi propio cabello me hizo cosquillas en la mejilla y respiré por la boca, relamiéndome los labios, al oír su voz justo contra mi oído. No era ningún maldito principiante, menos un bebé de pecho, y no reparaba en hacerlo saber.

    ¿Ansiosa, Pandora?
    ¿A qué mierda venía lo de Pandora? Ni puta idea, tampoco me interesaba averiguarlo. Me limité a soltar una risa que fue más bien aire contenido y de repente, como si nada, chispazo.

    No.

    Llamarada.

    La jodida combustión espontánea.

    Recibí su boca teniendo que echarme ligeramente hacia atrás y lo besé recuperando mi posición original. Sabía a tabaco como muy pocos imbéciles lo habían hecho, pero no podía importarme menos. Saqué la mano de su corbata y la estampé sobre su pecho, presioné apenas y la arrastré hasta la curvatura entre su cuello y su hombro. Ladeé el rostro, recibí su maldita lengua dentro de mi boca y lo utilicé de soporte para incorporarme y clavar una rodilla a cada lado de su cuerpo.

    ¿Había silencio? No, en verdad no. Me rodeaba un ruido insoportable, asfixiante, como hundirte en un auténtico círculo de fuego.

    Quemaba.

    Y me gustaba.

    Tomé su rostro entre ambas manos y lo obligué a alzarlo para besarlo de nueva cuenta. Me hundí en él, en su boca húmeda, en sus plumas oscuras y desordenadas, y seguí jugando con su lengua hasta pasarle el caramelo, prácticamente disuelto. Sonreí contra sus labios al lograrlo y me relamí, una risa baja vibró en mi pecho, contra el suyo. La cascada de carbón caía hacia ambos lados, bloqueando todo rastro de luz grisácea que pretendiera colarse en aquel pequeño y desastroso incendio.

    Boca de lobo.

    —¿Está bueno~? —susurré sedosa, aunque la agitación era evidente. Recién entonces entreabrí los ojos para buscar los suyos.

    Joder, me faltaba el aire.

    Y me importaba un carajo.
     
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    Zireael

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    We hurt ourselves for fun.
    Force-feed our fear until our hearts go numb.
    Addicted to a lonely kind of love,
    what I wanna know.
    .
    Oh, God, everything is so fucked, but I can't feel a thing.
    .
    Suicidal, violent, tragic state of mind.
    Lost my halo, now I'm my own anti-christ.
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    Silencio.

    Uno, dos, quizás tres segundos en que el mundo gris, mi mente maldita, la lluvia y la música saliendo de los cascos se Anna se silenciaron por completo. Total y absoluto silencio, el tipo de ausencia de ruido que casi tenía la capacidad de hacer que la gente perdiera la puta cabeza y comenzara, no mucho después, a escuchar los propios sonidos de su cuerpo hasta que no poder más.

    Pero yo ya no tenía cabeza que perder.

    Me había colocado en la guillotina por voluntad y luego había soltado la cuchilla sobre mi nuca.

    Y lo había descubierto, mierda.

    Anna podía apagarme así fuese dos malditos segundos.

    Porque luego el ruido regresó, abrumador, y me arrolló como un maldito camión de seis ejes. Lo que antes no era más que un océano apenas picado por una brisa tomó la fuerza de las aguas descontroladas por un huracán, el petróleo salido de vete a saber dónde se encendió cuando solté la cerilla y las llamas palpitaron sobre el agua.
    Era un hijo de puta, ¿no es cierto? Un doble moral de cuidado, porque lo sentí de nuevo, el chispazo que se esparció por todas partes, que viajó por las grietas que se habían formado en mi cuerpo luego del viernes del desastre, y mi cuerpo reaccionó solo cuando ella colocó las rodillas a los lados. Mis manos se enterraron en su cintura, la pegaron a mi cuerpo, se colaron bajo su ropa.

    Mierda.

    Mierda.

    Mierda.

    Bastaba con que un imbécil se asomara y nos viera en nuestro puto desastre, pero de repente no importaba, no importaba nada. Aunque la pregunta era, ¿algo había importado alguna vez? De repente no lo sabía.
    El ruido blanco había aumentado de volumen, no era capaz de distinguir ya nada más, no era silencio pero al menos era lo suficientemente incomprensible para que no escuchara el resto.

    Mi mente racional.

    Mi archivo.

    La repugnancia hacia mí mismo.


    Todo en segundo plano. No dejaba de existir, pero de dejaba de importar.

    La cabrona me había pasado el caramelo en medio de aquel infierno desatado, entre la humedad de nuestras bocas, y justo como había pasado con el idiota de Astaroth mis labios replicaron la sonrisa que había sentido en los suyos. Los pozos insondables chispearon.


    Rojo.

    Negro.

    Quizás azul en algún rincón.

    Reflejaron el magenta de los cuarzos sucios de Anna.


    Solté otra risa, bastante más baja que las anteriores, pero pegados como estábamos obviamente iba a sentirla más que escucharla. Con todo la idiota estaba agitada, si no ponía cuidado iba a darle algo.
    Separé una mano de su cintura para volver a deslizarla por la cascada de carbón y pasarle un mechón detrás de la oreja, con un tacto que no correspondía al peligro que cargaban el resto de mis acciones. La forma en que la miraba, la sonrisa desgraciada, la risa baja como el ronroneo de felino, y el brazo enrollado alrededor de su cuerpo.

    ¿Qué?

    No era que fuese a escapar ni nada.

    Pero se me antojaba sentirla. Punto.

    No respondí su pregunta realmente, me bajé el caramelo y aproveché que había quitado algo de su cabello del camino para echarle el aliento contra la piel del cuello, antes de dejar una línea de besos húmedos. Cuando volví a alcanzar su oído fue que hablé.

    —Cuidado, An. —La voz me salió bastante más ronca, contra mi voluntad—. Tampoco pretendo que te dé algo.

    Todavía.
     
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    Gigi Blanche

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    ¿Así se habría sentido? Si hubiera tenido la cabeza dos pelos más nublada, si hubiera estado apenas más cagada, y me hubiera lanzado encima de Kakeru en cuanto me dio maldita vía libre. Eso también lo sabía, ¿no? Ese jodido idiota era, por alguna razón, ridículamente débil a mí, y sólo necesitaba mover una o dos piezas para tenerlo haciendo lo que se me diera la puta gana.

    Pero tenía un mínimo rastro de moral, y manipular así a alguien que empujé al borde de la muerte me daba un asco absoluto.

    Tan sólo esperaba no caer nunca tan bajo.

    Altan, mientras tanto, se encontraba unos peldaños más arriba y por eso estaba ahí, al fin y al cabo.

    ¿Podría haberle comido la boca si sintiera al menos una cuarta parte de la repugnancia que él sentía hacia sí mismo? Probablemente no, aunque quién sabe. Ya estaba más que claro que la cabeza no me funcionaba bien hecha papilla. Estaba agotada, asustada, furiosa, y sólo quería que todo desapareciera de una puta vez.

    Y sí.

    Altan me había apagado, al menos un momento.

    Había algo ciertamente inquietante en su expresión, logré distinguirlo entre la bruma de mi mente y la oscuridad del rellano; lo cagado es que no me importaba en lo más mínimo, como si al fin y al cabo estuviera diseñada para dejarme arrastrar por putos pandilleros y jodidos mentales hasta el azufre del infierno. Renegaba de ello, la sangre y el sudor en el rostro de Kakeru me habían asustado o eso me repetía una y otra vez, pero... ¿no seguía ahí? ¿Juntándome con ellos? ¿Mezclándome entre las sombras? No era idiota y tenía piezas sueltas.

    El chispazo rojo en la mirada de Altan.

    Su sonrisa insana.

    "Sólo soy bueno para cagar a palos a la gente".

    Era, con todo, un desastre andante, uno que se arrepentía de sus mierdas a dos pasos de cometerlas y probablemente... fuera desesperante, ¿verdad? Su mundo gris. Como un maldito círculo vicioso, un loop autoimpuesto del cual se había dejado las instrucciones en el maletero.

    Era un imbécil.

    Y yo una estúpida.

    Sus dedos contra mi piel ardían, lo hacían de una forma deliciosa y siquiera me esforcé por contener el suspiro que brotó al sentir sus labios en mi cuello. Le dejé espacio, cerré los ojos y empuñé su plumaje oscuro casi sin notarlo. El pecho me subía y bajaba, chocaba contra el suyo, y a pesar de estar jodidamente pegados quería más.

    Más.

    Más.

    Y más.

    Cuidado, An.

    Tampoco pretendo que te dé algo.

    Solté una risa nasal, sin fuerza, y apreté las rodillas en torno a su cuerpo. Estábamos a la puta vista de cualquier cotilla con el oído lo suficientemente agudo para oír, al menos, el ritmo de mi respiración, y es que, en definitiva, estábamos en la escuela. Por Dios. Entreabrí los ojos y los deslicé de aquí para allá, descartando posibilidades a toda velocidad. ¿Quedarnos allí? ¿Unos baños?

    ¿El cuartucho ese de mierda?

    ¿Qué era, exactamente, lo que pretendía conseguir de Altan?

    No tenía idea hasta qué punto ese cabrón sería capaz de seguir erizándome la piel, pero se me antojaba averiguarlo. Una parte de mí no planeaba soltarlo hasta descubrirlo.

    No planeaba dejarlo ir y punto.

    —Nada de qué preocuparse —susurré, recogiendo su rostro entre mis manos para volver a buscar sus ojos; eran oscuros, inquietantes, y me seducían como el simple placer inexplicable de colgar sobre el vacío—. Sabe comportarse cuando debe.

    El monstruo nunca aparecía cuando el mundo se pintaba de gris, el muy cabrón, como si fuera absolutamente devoto a cagarme los momentos de felicidad.

    Acaricié sus labios con el pulgar, cálidos y resbaladizos, y le eché mi aliento encima antes de volver a besarlo con una clara nota de impaciencia. Apágame, parecía decirle. Apágame de una vez, la puta madre.

    Tócame.

    Bésame.

    Haz lo que te dé la puta gana.

    Pero apágame.
     
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    Zireael

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    Ella también lo estaba pidiendo a gritos, ¿no? Podía sentirlo, todo me lo decía, y era de hecho la única palabra más o menos coherente que se dejaba oír sobre el ruido blanco.

    Apágame.

    Si me paraba a ponerle atención real, era como si su voz se revolviera con la mía, allí en algún rincón de mi cabeza ahora fragmentada. Los dos estábamos haciendo la misma jodida exigencia, sin siquiera tener que sacarla de nuestro sistema como tal. Tácita pero violenta, necesitaba, urgida, estaba allí. Había estado allí desde quién sabe qué momento, como la electricidad estática.

    Y ahora la cuerda se había roto.

    ¿Qué cojones hacía comiéndome a la amiga de Jez?

    ¿Qué mierda importaba si sabía apagarme?

    Si era un desgraciado sin esperanzas.

    Ya deja de jugar de moralista, Al.

    Amas el desastre, ¿no es así? Lo has amado desde que tienes uso de razón.

    Maldito mocoso retraído.

    Estúpido prepotente.

    Deja que la chica te apague por fin.

    Apágala como te está pidiendo.

    Sus palabras se colaron en medio del desastre mientras buscaba mis ojos de nuevo, a pesar de lo que debía haber visto en ellos, a pesar de que la idiota debía poder oler el maldito azufre desde kilómetros de distancia. Era contradictorio como toda ella, como yo mismo, y es que parecía que más que repelerla la peste la atraía como un imán.
    Buscaba mirar el vacío directamente y se balanceaba sobre la boca del pozo sin fondo como una maldita trapecista, para observar al monstruo directo a los ojos.

    Y en ese momento la bestia era yo.

    Recibí su boca de nuevo, porque vamos, ¿iba a ser otra otra cosa? Ya había soltado la cuchilla de la guillotina, ya todo importaba una mierda, y no iba a soltarla como sabía que ella no iba a soltarme a mí.

    La mano que mantenía en torno a su cuerpo se negaba a dejarla ir, de hecho solo busqué presionarla todavía más contra mí, que se le aflojaran las piernas y desapareciera toda distancia existente. La mano con que le había corrido el cabello había vuelto a anclarse a su nuca mientras reajustaba mis movimientos para volver a colarme en su boca.
    Sin tacto, brusco, casi agresivo.

    Como toda la puta vida.

    Subí la mano hasta sentir la cascada de carbón de nuevo y la enredé entre mis dedos, ¿qué si había usado más fuerza de la que planeaba? No tenía idea, no con el cerebro más descompuesto que nunca, con otro tono de rojo palpitando sobre el mundo gris.

    Dámelo.

    El rojo.

    Hasta que pierda la última cordura que me queda.

    Cuando por fin fui capaz de zafar el brazo con el que la rodeaba fue solo para llevar la mano al lazo del uniforme, al subir rocé la curvatura de sus pechos con toda la intención, pero sin tocarla realmente. Porque joder, seguíamos ahí, en la puta escuela, a vista de cualquier cotilla.
    Si es que de haber sabido me hubiera molestado en buscar un lugar tan siquiera donde no se corriera ese riesgo.

    ¿Qué cojones estaba pensando?
    Vamos, lo sabes, ¿no?

    El puto cuartucho servía.

    Joder.


    El lazo del uniforme se deshizo con facilidad irrisoria, fue a dar en algún lugar entre su regazo y el mío, y seguí perdiendo la maldita cabeza. Un botón, otro, lo suficiente para poder ver un tramo más de su piel. Dejé ir su boca, para volver a deslizarme por su cuello, echarle mi aliento, deslizar la lengua.

    Morderla.

    No.

    Maldito cerdo, ten algo de decencia.


    Corrí apenas la camisa del uniforme para alcanzar a dejarle un reguero de besos en la clavícula, antes de regresar y volver a devorarle la boca, con la necesidad que ella misma había impreso cuando volvió a buscarme. Ahogué un suspiro en su boca antes de separarme de nuevo, al pegar mi mejilla a la suya me di cuenta que estaba respirando como si fuese ahogarme. El aire fue parar a su oído antes de que dejara caer la cabeza en el hueco entre su cuello y su hombro.

    —Bienvenida oficialmente entonces —murmuré con la eterna prepotencia y diversión en la voz.


    i regret nothing
     
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  18.  
    Gigi Blanche

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    Puede que ya no me quedara cerebro para nada coherente, racional o con sentido común. Las pocas neuronas que estaban ahí al comienzo de la mañana, bueno, Altan ya se había encargado de quemarlas todas, una a una, con cada maldito beso, cada maldito centímetro de piel que su lengua recorrió. Cada momento que me echó su aliento encima, que lo sentí suspirar, que lo sentí contra mí.

    Me presionó casi ansioso y finalmente cedí, no estoy segura si sólo fue mi cuerpo o mi voluntad, pero cedí y aflojé las piernas. Me dejé caer sobre su regazo, extinguiendo el más ínfimo rastro de distancia existente, y en vez de comprimir los muslos, si se quiere, los separé lo que hizo falta.

    Arrugué el ceño, su boca devorando la mía, y en un instante que aproveché para respirar el aire se coló en mis pulmones de una forma casi dolorosa; silbó contra mi puta voluntad, se ahogó en sus labios y ¿qué más daba? Ya había perdido la cabeza por completo. Él me jaló del cabello, arrancándome un quejido directo del pecho, y presioné las caderas contra las suyas.

    Fricción.

    Con suerte las malditas faldas dejaban algo librado a la imaginación, y en esa posición su tela siquiera representaba un obstáculo.

    Joder, Anna.

    Puta loca de mierda.

    ¿Qué carajo quieres? ¿Que pierda la cabeza contigo?

    ¿Eso quieres?


    Me despegué de él al adivinar sus intenciones, lo suficiente para permitirle colar el brazo entre nosotros y alcanzar mi lazo. Reparé entonces en lo jodidamente acelerada que iba mi respiración, y detallar sus movimientos me envió una imagen oscurecida de mi propio pecho subiendo y bajando, la piel de su cuello, sus labios enrojecidos. Las putas ciénagas. ¿Qué mierda tenían que me prendaban así?

    No había chance de que mi respiración se calmara, aún menos con el vigor de la expectativa revolviéndome la sangre; así y todo tragué saliva una, dos veces, buscando al menos hacer menos ruido que un inhalador descompuesto. Pestañeé lentamente, lo recibí sin quejas y suspiré profundo al sentirlo en mi cuello. Arrojé mi visión empañada al techo, aferrada a su cabello, y tiré suavemente cuando coló los dedos y jaló de la camisa.

    Quemaba.

    Sus manos dejaban líneas de pólvora y su boca era el puto mechero.


    Sentía la cabeza liviana, mareada incluso, como si me hubiera bajado una botella de vodka o tres porros al hilo. Era la ligereza que me anulaba cualquier pensamiento racional, como si mi cuerpo flotara de repente en un espacio inerte, uniforme, y nada hubiera en el pasado, el futuro, o más allá de estas paredes. Nada que no fuera nosotros, ese instante y nuestro maldito desastre.

    Alcanzó mis clavículas y se me escapó un gemido suave, ahogado, fue casi el efecto del aire arrastrándose por mi garganta.

    Quería que me tocara por razones estúpidamente egoístas, dementes, incluso.

    Porque le estaba dando permiso de hacerlo.

    Para borrar cualquier rastro de todos esos hijos de puta de mi piel.


    Dios, volvió a besarme y sentí que acabaría por derretirme o algo. El calor me asolaba cada centímetro del cuerpo, me cosquilleaba en la punta de los dedos, y el ruido de su respiración contra mi oído sólo contribuía a rayarme el cerebro chamuscado. Pestañeé con fuerza, intentando enfocar la pared frente a mí, y tragué saliva.

    Puta insaciable.

    ¿En serio quería más?


    Lo detallé de soslayo, escondido en mi hombro. Acaricié su cabello con movimientos extrañamente suaves, observé la mota de pelo desarreglada, el cuello de la camisa desaliñada, su piel pálida bajo las luces grisáceas. Lo observé, me relamí los labios y froté mi mejilla contra sus plumas negras como un gato mimoso.

    —Muchas gracias~ —ronroneé, una sutil nota de picardía que reveló mis intenciones se coló en mi voz—. Oye, Al, ¿qué dices? ¿Deberíamos parar?

    Loca, loca de mierda.

    Me incliné junto a su oído y besé el lóbulo, tentando mi aliento húmedo cerca de su cuello. Dios, qué ganas de comérmelo.

    —¿O deberíamos irnos de aquí?
     
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  19.  
    Zireael

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    Think I'm losing my fucking mind.
    Don't know where to turn, now I'm blind.
    Destroy yourself, it feels so good to fade away.
    Why do you wanna hurt yourself?
    .
    Bite me first, I'll bite you back, melodramatic laughter.
    .
    Think I'm out my fucking mind.
    Brainwashed and I'm feeling fine.
    Destroy yourself, it feels too good to fade away.
    Why do I wanna hurt myself?
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    No pude contenerlo, era malditamente imposible para cualquier ser humano, cuando sus piernas por fin cedieron y su cuerpo cayó sobre mi regazo un gruñido bajo me surgió del pecho, ronco, ahogado en su boca. Porque no le había bastado con eso, ni siquiera apretó los muslos por reflejo, la loca de mierda separó más las piernas y el puto cuerpo me envió una ola de calor que arrasó con las pocas neuronas racionales que me quedaban.

    Eso.

    Dios.

    Arroja más gasolina sobre el océano.

    Tuve que contener el siguiente, cuando se apretó contra mí, porque seguíamos allí a ojos de todo dios al que se le ocurriera, no sé, quizás la misma mierda que a nosotros. Buscar un jodido hueco donde comerse, donde cagarla, donde apagarse.
    De repente caí en que era plenamente consciente de que la persona a la que le estaba devorando la boca, a la que había presionado hasta que chocara las caderas con las mías, era Anna. En ningún puto momento su cuerpo se solapó con otros, a pesar de que sabía que lo que estábamos haciendo era una cagada de proporciones astronómicas.

    Me estaba comiendo a Anna Hiradaira porque me había salido del culo.

    ¿Me arrepentía? Ahora mismo no.

    ¿Más tarde? Vete a saber.

    Mi cerebro maldito tenía una capacidad desgraciada para volver a funcionar solo para joderme la vida y no para detenerme, pero ahora mismo con la onda de calor que ella me había soltado encima, con sus dedos aferrados a mi cabello, no me estaba dando tiempo de que el archivo se pusiera en marcha por más esfuerzo que hiciera.

    Y eso era lo que había buscado.

    ¿Si hubiese sabido que el hijo de puta de Tomoya ya la había cagado hasta las patas habría hecho algo distinto? Posiblemente no, quizás solo lo habría buscado para partirle un par de huesos, movido todavía por el rojo que se paseaba sobre mis grises. Unos cuantos huesos rotos, algo de violencia desatada y otra comida de boca.

    Estaba hecho un cerdo.

    Pero había logrado llegar al punto en que no me importaba.

    Sus caricias en mi cabello contrastaron con fuerza con el resto del desastre, con las llamas que seguían danzando al ritmo del océano embravecido, lo mismo cuando la sentí frotar la mejilla contra mi cabello, como si fuese un gato.

    Oye, Al, ¿qué dices? ¿Deberíamos parar?

    Puta salida de mierda.

    ¿No vas a parar el carro?

    Porque yo tampoco.


    ¿O deberíamos irnos de aquí?

    Otro gruñido me surgió del pecho entonces, cuando me besó el lóbulo de la oreja y me echó el aliento encima, tentando, balanceándose sobre el vacío como solo a ella se le ocurría hacer. Volví a colar las manos bajo su ropa, hundiendo los dedos en su piel, y enderecé la cabeza entonces para alcanzar a hablarle al oído de nuevo.

    —¿Con quién cojones crees que estás hablando? —ronroneé y luego se me escapó una risa extraña, sedosa—. ¿Tengo cara de saber detenerme?

    Y entonces la palabra apareció, me rasgó la mente como un relámpago a mitad de la noche, enviada por un chispazo del archivo agonizante.

    Kingslayer.
    La cabrona tenía el poder de aplastar los reyes de todos los tableros.

    Venga.

    Hazlo.

    Hazlo de una puta vez.

    De nuevo usé parte del reflejo de la ventana que podía ver a mi favor, o quizás el reflejo solo me encontró y conectó con mi cerebro sobrecalentado, porque esta vez lo primero que vi fue la puerta del club de fotografía. Si el Sakura era una escuela de niños pijos que se respetara debía tener un cuarto oscuro y daba por hecho que así era.
     
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  20.  
    Hygge

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    Cerré la puerta del club de un portazo, el calor de mis mejillas avivado ahora por la molestia y la vergüenza. Había alcanzado a escucharlo a tiempo. Las voces de aquellas personas al otro lado de la puerta, alzando la voz lo suficiente como para ser escuchadas. El tono prepotente y aquel timbre burlón me estaquearon en el sitio de repente, irritada. Retrocedí lo suficiente como para recoger los dangos de un manotazo y salir detrás de Dante sin volver la vista atrás.

    ¿De verdad había querido disculparme con ese tipo de personas? Ahora me hubiese venido en gracia haber abierto la puerta por error, aunque dudaba que no tuviese pestillo de por sí.

    Ambos nos alejamos de aquel cuartucho lo suficiente como para intentar poner en orden nuestras ideas. Me dejé caer sobre los escalones y fue entonces cuando noté que había ejercido demasiada fuerza en donde guardaba los dos dangos, ahora aplastados dentro de mi mano.

    Solté una exclamación ahogada, quejumbrosa.

    —Tienes que estar bromeando. De verdad, ¿qué posibilidades hay de entrar en el lugar adecuado en el momento adecuado para pillar algo así? —comenté al aire casi en un gruñido, buscando como podía un pañuelo de papel mientras mi otra mano sostenía el palillo restante—. O tenemos muy mala suerte, o en esta academia es el pan de cada día.

    Y, conociendo el historial de algunos, estaba más que segura de la respuesta.

     
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