Exterior Observatorio

Dado que se había encaminado hacia la escalera caracol, estuve a punto de dar por hecho que pasaría su tiempo en la planta superior, y que a mí me correspondería seguir con la revisión de los viejos volúmenes de la estantería, así como de los otros libros que permanecían, durmientes, sobre el escritorio. La perspectiva de convivir con otra persona, en esta hora y espacio, no me suponía una contrariedad en tanto él se comportara; de la misma forma que, por otro lado, tampoco buscaría detenerle si iba en busca de más privacidad.

Algo pareció detenerlo de su intención, luego de darle una mirada a los peldaños. En todo momento lo miré con atención, con mi semblante invariable, tan estoico como el suyo. Dejó escapar una leve exhalación, luego de la cual optó por regresar sobre sus pasos para, esta vez, ocupar un sitio en el escritorio. Fue allí cuando me dio la libertad de asumir que no había problemas que con que estuviese aquí, a lo que respondí con un simple asentimiento de cabeza.

Eso garantizaba una convivencia pacífica.

El muchacho, quien debía ser un senpai de tercero, empezó nuestro diálogo con una pregunta lógica, infaltable. En casi todas las ocasiones, yo sólo concedía mi nombre cuando el interés provenía del otro lado, no me caracterizaba por iniciar una presentación personal. Fue debido a eso que Morgan y yo estuvimos varios días sin saber el nombre de la otra, luego de esa intrigante conversación en la biblioteca.

—Melinda Frenerich —respondí, aún desde la estantería.

En respuesta a la otra pregunta, cerré con suavidad el libro. Las páginas emitieron un quejido, de papel quebradizo y desgastado por el tiempo, mientras que unas pocas motas de polvo se elevaron cuando todas las páginas se reencontraron con un sonido sordo, leve. Repasé el título de la portada, antes de alzar los ojos hacia el chico.

—Tales of Caunterbury, de Geoffrey Chaucer —dije—. Obra que data de la Edad Media, y parte importante de la literatura inglesa. Aunque sólo la saqué por azar, pues estos libros parecen antiguos y captaron mi interés —hice una pausa tras ofrecerle estas respuestas, lo que me permitió hacer la devolución correspondiente— Y tú, ¿cuál es tu nombre?

 

Me dijo su nombre completo, tal como hice yo. Si bien no hubo mayor reacción de mi parte, el mismo quedó bien conservado en mi memoria, sin más ánimo que el registro. No era de tomar la iniciativa con las presentaciones, pero recordaba con precisión cada nombre que me era concedido. Altan me había ofrecido el suyo sin variar la expresión de su rostro, y este estoicismo se mantuvo cuando dio cuenta de otra porción de su almuerzo. Su carácter inexpresivo no alteró mi fuero interno, mucho menos mis gestos corporales, considerando que yo debía verme de la misma forma a ojos de la mayoría de la gente. Al menos, en vistas de este inicial parecido, ambos podíamos dar por sentado que no habría inquietud o cuestionamientos.

Mientras él comía, yo había girado nuevamente hacia la pequeña biblioteca, de modo que su pregunta me alcanzó por la espada.

—Es la idea —respondí con calma, sin voltearme a verlo.

Encajé el Tales of Caunterbury en el hueco de donde lo había sacado. Restos de polvo permanecieron sobre las yemas de mis dedos y parte de los nudillos, los sacudí con movimientos leves, pero firmes, de la mano contraria. Como siempre, casi sin hacer ruido, con el murmullo de la lluvia ahogando el sonido de los roces. Sólo volvió a escuchar la voz de Altan… mencionando a Mefistófeles, Dios y Fausto.

Me volteé para mirarlo, a la luz de las tenues luces amarillentas, y luego me aproximé hasta el escritorio, con esa calma y silencio envolviéndome. En uno de los extremos del escritorio se encontraba una silla extra, que pasaba desapercibida por algunos libros que habían abandonado sobre y bajo ésta.

—Así se puede resumir la introducción del Fausto de Goethe, sí —afirme, a la vez que dejaba en el suelo los libros que había sobre el asiento.

Antes de ocupar la silla ya despejada, tomé el bento del escritorio y lo destapé sobre mi regazo. Mi libro, sin embargo, permaneció sobre el escritorio, todavía frente a la vista de Altan. Lo miré desde mi posición, sin tocar aún la comida.

—¿Lo has leído alguna vez? —pregunté, en vistas que había descrito muy bien los primeros hechos de esta obra— Es un libro al que regreso de vez en cuando.

 

Su conocimiento sobre la introducción de Fausto provenía de un diálogo familiar, sobre el que no pudo especificar si se lo había transmitido su padre o su abuelo. A pesar de que no era entregado a la lectura como podía llegar a serlo yo, Altan terminó conectado en un punto específico de la obra, aquel que se refería a los dos grandes pactos que la fundaban, que habían sido objeto de su atención. A juzgar por cómo se expresó, parecía considerar lo del doctor Fausto como una gran osadía. También me pregunté por su familia, interesada por su conocimiento de esta historia.

Se permitió otro instante para comer, en el cual yo destapé el bento e hice lo propio, sin hacer ruido y sin mirarlo. No me pregunté el por qué de su pesada respiración, que había irrumpido con suavidad entre el sonido de las gotas de lluvia rebotando en las afueras. Sólo volví a centrarme en él cuando preguntó sobre el libro en general, sobre los otros asuntos que tocaba.

—El pacto del que hablas, trata de lo siguiente: El demonio hará todo lo que Fausto quiera mientras esté en la Tierra, y éste le servirá en la otra vida —me detuve para comer un poco de arroz, no tardé en proseguir—. Fausto toma este camino porque está insatisfecho con su vida: es un humano que estudia incansablemente para aprender todo lo que puede ser conocido, pero llega un punto en el que se desespera porque considera insuficiente sus conocimientos —me giré levemente, con los ojos puestos en la estantería— En mi opinión, siempre me resultó incomprensible. ¿Cuál es el sentido de querer saberlo todo? ¿El conocimiento con el sólo objetivo de adquirir conocimiento? Algo así es imposible.

Regresé la atención a Altan.

—Ese pacto, por cierto, incluía algo más: si durante el tiempo que Mefistófeles le sirve, Fausto queda inmensamente complacido con lo que recibe… simplemente morirá. La historia se complica cuando se enamora de Margaret, y todo lo que acontece después de eso no es feliz para nadie… salvo por el propio Mefistófeles.

Contenido oculto

Estaba medio complicado cerrarlo. Al menos, espero que Altan haya disfrutado su clase sobre pactos quilomberos (?)

También podemos asumir que se quedaron comiendo con carita de póker hasta el final del receso. Gracias por aceptar rolearlos uvu