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    Andy Lightkiller

    Andy Lightkiller Un sucio soñador

    Géminis
    Miembro desde:
    12 Febrero 2015
    Mensajes:
    60
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Nosferia
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    13
     
    Palabras:
    2264
    Capítulo XIII:
    “Adanto en crisis”.

    El Cementerio de los Ángeles era, en términos claros y concisos, un templo. Un templo con sus pilares y techos cuidadosamente moldeados y trabajados. Un templo que tenía toda la madera de ser un templo religioso, de piedra en su totalidad. Piedra que con el pasar de los años se estaba convirtiendo gradualmente en polvo e iba siendo corrompido por la falta de cuidados que supondrían razas civilizadas de estar ahí. Sin embargo, había una cantidad de elementos fabricados a base de piedra que no sufrieron el daño del pasar de los años, sino que estaban tal cual como vinieron al mundo. Eran estatuas.

    Estatuas de criaturas demoníacas con alas de murciélagos pero con el cuerpo de un hombre y de colmillos semejantes a los de los nosferianos. Sus cuerpos eran robustos y sus rasgos faciales estaban tan bien trabajados que todos tenían expresiones diferentes y hasta podía sentir esas emociones embargar el pico del Monte Pétreo.

    Venancio Escobar podía sentirlas. ¿Sentirlas? Él ya lo sabía, él sabía más que cualquiera en cuanto debía saberse sobre las estatuas en aquellas habitaciones. Eran los cuerpos petrificados de las gárgolas que alguna vez sirvieron al Padre y vigilaron con fiereza no sólo la tierra de Evanelia, sino más allá, donde los ojos humanos aún no han llegado.

    El último hijo vivo de Natalio Escobar paseaba por los alrededores del Cementerio de los Ángeles bañado en sangre ajena, saboreando sangre ajena y buscando aquello que debía hallar para complacer al Padre.

    No tardó mucho en hallarlo, había caminado desde que terminó de subir Monte Pétreo en línea recta hasta las puertas que conducían al interior del templo que estaba rodeado de muchas más estatuas que afuera y dos antorchas flameantes a cada lado de cada una de ellas; Venancio las iba apagando todas a medida se iba acercando a la estatua más grande que se hallaba al final de la sala con una gran antorcha que apagar.

    Lo hizo, se arrodilló desenvainando su sable dorado y sujetó el mango con ambas manos presionando el filo contra el piso, su cabeza quedó agachada y la habitación que recientemente quedó a oscuras por la ausencia de antorchas que la iluminasen, ahora era iluminada por los ojos totalmente vacíos de las estatuas, ahora esos ojos emitían un brillo color blanco. Y cuando esos ojos comenzaron a brillar las gárgolas se levantaron.

    Fue un suceso plenamente sublime, los brazos petrificados de las gárgolas se movían lentamente y con dificultad deshaciéndose de su pasado de estatua como si fuera una fina capa de arena mojada puesta cuidadosamente alrededor de la piel y que al mover los músculos por poco apenas, éstas fueran decayendo convirtiéndose en polvo.

    Las gárgolas fueron tímidas en levantarse, lo hicieron despacio y con cuidado, fueron agitando sus alas ligeramente y moviendo sus dedos de a poco, sus ojos no dejaban de brillar tan intensamente, que pareciera que ésa fuera su naturaleza. Tenían unas uñas negras, largas y afiladas, tenían melenas negras aunque alguno que otro tenía algunas canas o el cabello enteramente blanco.

    Aquel que estaba al final de todo el trayecto en el templo fue el último en levantarse y aunque no era diferente a sus hermanos, ciertamente tenía algo que lo diferenciaba y hacía creer inmediatamente a una gran mayoría que lo viera que él era el líder. Hizo lo que sus hermanos al despertar lentamente, puso uno a uno sus pies en el frío suelo de piedra, una vez se enderezó, miró fijamente a Venancio Escobar con enfado.

    —¿Quién eres tú, mortal, para levantar a las gárgolas de su sueño de piedra que ha de ser milenario? —pronunció con una voz elegante, pero peligrosa y potente a la vez.

    —He venido en nombre de nuestro señor, traje su voluntad como prueba—dijo sin alterar su posición hasta que le extendió el sable dorado y cuando la estatua viva la recogió, él puso su mano derecha en su rodilla derecha y la otra la dejó suelta.

    —La Hoja de los Ancestros... —citó la gárgola admirando el sable y sintiendo su filo con los dedos—. Aquella que sólo sería levantada por quien tuviera consigo la voluntad de Seurr... ¿Qué desea el Padre que requiera nuestra voluntad? —dijo la gárgola devolviendo semejante sable a Venancio que se enderezó y miró a los ojos al ente con el que hablaba.

    —Requiere de su potencia destructiva, para mi ejército, ejército que erradicará a...

    —¿Erradicar? ¿Por qué el Padre desea erradicar?

    —Erradicar al gobierno corrupto de Adanto y a más tardar... —decía—. Al padre de todos los males.

    —No necesitas de las gárgolas para tomar un pueblo.

    —Pero las necesito para destruir uno, en especial si uno de sus habitantes equivale a cien de los míos.

    La gárgola cerró sus ojos y dio media vuelta, reflexionando al parecer. Volvió a mirar a Venancio, libre de sus pensamientos.

    —¿Sabes qué no todas las gárgolas están en Cementerio de los Ángeles?

    —No hay problema con eso, de hecho, yo mismo me dirigía a Araghia a cumplir otra misión pero necesito a un guerrero con madera de líder que se encargué de mi ejército durante mi ausencia.

    —Ya veo... El Purgatorio se acerca más temprano de lo anticipado. Está bien, mortal, mis hermanos y yo te pertenecemos si así dicta la voluntad del Padre.

    Bien... —pensó Escobar con una voz sádica tras una sonrisa de gratitud.

    En otro rincón de la tierra de Evanelia, en una zona desértica y arenosa, se encontraba la reina nosferiana y su vasallo, el enloquecido Ión Saragad y, con su reciente aparición, Jeremías Cervantes, quien aún no estaba presente frente a los ojos de dichos hombres pero sí había dejado en claro su aparición al dejar inmovilizada a la reina nosferiana, Adalía Macbás.

    —¡SUÉLTAME! ¡SUÉLTAME! ¡SUÉLTAME, MALDITA SEA!

    —Puedes rogarle a Ión que te suelte todo lo que quieras, estás en tu derecho, después de todo, eres su reina. Sin embargo, yo no tengo porque obedecerle, así que no me culpe por lo que vaya a hacer—aclaró el capitán saliendo de la arena como si nada para atacar a Adalía pero fue interceptado por Alord con un puñetazo, inmediatamente Cervantes fue cayendo hecho granos de arena. Acto seguido, apareció otra figura de Cervantes en la arena, sólo que cuando apareció ésta le sucedió otra detrás de Alord. Logró esquivar ambas figuras haciendo que choquen contra el suelo arenoso y desaparezcan en el acto.

    Mantiene apresada a Adalía y combate conmigo usando ataques a base de estrategias simples. ¿Qué clase de espíritu familiar posee este hombre? —pensó Alord.

    De repente, aparecieron tres figuras con el rostro de Cervantes y se abalanzaron sobre Alord, quien se encargaba nada más de la evasión, caso contrario, Ión se libraría de su opresión y no duraría en revelarse o escapar. Sin lugar a dudas estaba en problemas y ni siquiera sabía bien donde estaba Cervantes pues ya era lo bastante sensato para intuir que los reciente ejemplos eran imitaciones.

    Aparecieron nuevamente dos para atacar a Alord con sus espadas. El primero falló y recibió un puñetazo por parte de Alord, el segundo resbaló y cayó al suelo. Alord se apartó y miró hacia sus lados. Apareció otra imitación detrás de él que esquivó pero Cervantes apareció frente suyo clavándole su espada en la rodilla. Al parecer, el clon que cayó minutos antes era el auténtico Cervantes y sólo quería acercarle lo suficiente a él para propinarle un golpe seguro pero no mortal. Igualmente, el dolor hizo que Alord perdiera la concentración e Ión se vio liberado de su prisión psíquica. En vano, porque Cervantes volvió a apresarlo de la misma manera que hizo con Adalía.

    —Haremos un trato... —susurró Cervantes—. Yo me llevaré a Ión y tú no pondrás objeción alguna, de esa forma, yo liberaré a Adalía. Un cambio justo, ¿no es así?

    —Llévatelo—accedió Alord.

    Cervantes caminó lentamente hacia a Ión y mientras más se acercaba a él más se deterioraba la prisión de Adalía.

    —Vaya, un cambio de carcelero... Al menos tú me caes bien, capi.

    —Cierra la boca—ordenó Cervantes.

    Adalía, indignada, corrió hacia Cervantes a toda velocidad. Fue detenida, no por Cervantes, sino por Alord y sus poderes psíquicos. Ella quedó suspendida en el aire y, mierda, no era fácil contenerla.

    —Váyase, no podré contener a un nosferiano tanto tiempo.

    —Me alegra saber que alguien por aquí es de palabra—comentó Cervantes esbozando una sonrisa, liberó a Ión y empezaron a caminar a lo lejos perdiéndose de la vista de Adalía y su vasallo.

    —No pensé mal, capitán. Sabía que regresaría por mí—comentó Ión.

    —No lo hice por ti, sangre inmunda. Lo hice por Adanto.

    —Deja de mentirte a ti mismo. Tú y yo sabemos que no podías vivir con el hecho de que te salvé la vida—declaró Ión haciendo una prolongación chistosa de la palabra “vida”.

    —Tal vez. El caso es que hay cierta información que me gustaría saber sobre tu “mascota”.

    Ión se echó a reír.

    —Sí, te diré lo que necesites saber—dijo con sinceridad.

    Allá, en las praderas que ocupaban lugar dentro del territorio adanés. Juan De La Rosa se paseaba en dicho escenario magnificado por las rosas y demás especímenes que ocupaban lugar en ese terreno. Le ayudaba a despejar su mente, a hacer las reflexiones menos pesadas, más claras e incluso lo incentivaban a tomar mejores decisiones.

    Aquel hombre había renunciado al consejo hace no mucho debido a una declaración que Nicolás Merlín le hizo. Ésta enunciaba que el consejo estaba tramando una conspiración contra el gobierno adanés y, por lo tanto, estaban buscando alguien más capaz para el cargo de rey y señor de Adanto que no fuera el actual, Ricardo De La Colina.

    Juan De La Rosa no era un hombre de honor y mucho menos patriótico. Nada le importaba lo que pasara con el reino mientras la gente esté sana y salva, pero su corazón estaba en Adanto y en ningún otro lugar y sólo la razón estaba en su pasado, mucho antes de que las cosas entre Adanto y Nosferia fueran a tomar un giro tan decadente y alarmante.

    Año 298 de la tierra de Evanelia.

    Mayra era una tribu de hombres de raza negra que eran temidos por ser un conjunto de temibles guerreros que no contaban con los recursos de los adaneses pero eran mucho mejores luchadores y se movían muchísimo mejor que las tropas de Adanto. Pero al igual que los ciudadanos adaneses, éstos eran humanos y como todos los humanos, ellos nacían, crecían y morían. En medio de este proceso está la niñez, y como todo niño, eres indefenso e incapaz de defenderte, estás a tu suerte.

    Juan De La Rosa no siempre fue Juan De La Rosa, una vez fue un niño mayrense que caminaba en un conjunto de mayrenses. Él tenía una familia, hablaba un vulgar y básico adanés y apenas tenía prendas. Pero era feliz por lo primero y nada ni nadie podían irrumpir en su felicidad, al menos no hasta que alcanzó los diez años que fue cuando despertó un día sin nada que hacer. Abandonado por los suyos y en medio de la miseria.

    Era un niño y estaba perdido porque hasta él lo podía sentir...

    —¡Avancen, mis soldados! ¡Sus compañeros necesitan asistencia! —gritó con fuerzas la voz del Coronel García, el pequeño mayrense se escondió en un árbol ante esa manada de caballos cabalgando. Ante ellos pasó un carruaje, un carruaje en el que iba un niño de cabellos negros, ambos compartieron miradas un instante hasta que el carruaje se perdió de vista.

    El niño se quedó observando ese carruaje hasta el momento en que salió de su rango de visión, como si hubiera algo en él que lo cambiaría, como si su instinto, única cualidad en medio de esa indiscutible ignorancia sobre su entorno y todo su contenido, lo supiera y se dejara convencer por él, porque en ese entonces estaba convencido de que su instinto sabía qué hacer y sólo debía esperar a que haga frutos.

    El niño mayrense quedó recostado en el árbol en el que estaba desde que vio pasar a la caravana de adaneses armados y peligrosos. Así pasó, acurrucado y tapado en las sabanas de su soledad hasta que la luna tomó el turno del sol y el cielo fue cubierto por un manto negro con manchas blancas de luz. Ahí se asomaba un caballo donde desapareció el carruaje y se acercaba a sus alrededores. Pudo escuchar voces, la del hombre y una voz infantil pero bien formada por la cultura.

    —Debe estar por aquí, Eugenio, juro haberle visto—prometió la última voz—. Te diría fácilmente que es un mayrense, pero a comparación, tenía la piel demasiado clara.

    —Príncipe Ricardo, ¿está seguro de querer seguir con esta búsqueda?

    —Si no puedo salvar a un niño indefenso... ¿Cómo esperas que pueda salvar a mi reino?

    La contestación de García fue un silencio que dejaba en claro que no había respuesta digna de esa pregunta. Ricardo era un niño inteligente.

    Asustado e impacto, el niño que algún día sería Juan De La Rosa dejó verse poco a poco desde su lado derecho.

    —Loa... Aloa... —dijo torpemente el niño mayrense intentando saludar en adanés.

    —Hola—replicó y al mismo tiempo saludó el príncipe con una sonrisa mientras se acercaba al infante—. Mi nombre es Ricardo—dijo extendiendo su mano provocando que el mayrense se asusté ligeramente—. Oh, no tengas miedo, yo...

    Año 321 de la tierra de Evanelia.

    —... Te protegeré.
     

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