Mi bienamada Inés

Tema en 'Relatos' iniciado por Lionflute, 7 Abril 2016.

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    Lionflute

    Lionflute Usuario popular Comentarista empedernido

    Aries
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    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Mi bienamada Inés
    Clasificación:
    Para niños. 9 años y mayores
    Género:
    Romance/Amor
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    2916
    Los recuerdos son siempre confusos cuando se piensa en el pasado: Un par de eventos sin aparente principio ni final y unos cuantos acontecimientos, importantes, sin duda alguna, pero que si queremos precisar, seguramente perderíamos varios detalles. Sin embargo, a través de esta historia llamada vida, hay gente que nos va acompañando. Gente que va y que viene, que pasa por el lado y cuyas caras son borrosas en nuestras memorias, pero hay otros que se quedan en todo momento y que se vuelven trascendentales, gente cuya sola existencia ha marcado tanto nuestras vidas que el solo pronunciar su nombre trae un montón de recuerdos. Así entonces les quiero presentar a mi bienamada abuelita Inés, mi tan querido ángel.

    Cuando era pequeño, me quedaba muchas veces a dormir en casa de mi abuela, y ojo que aquí quiero detenerme, puesto que mi abuela no es mi abuelita y esta salvedad es importante. Como bien es sabido, los niños suelen tener nomenclaturas simples para los familiares más cercanos de la familia, siendo estos mamá y papá por lo general, sin embargo, como mi madre debía terminar su carrera, gran parte de mi infancia la pasé con mi abuela que, quizás por símil con la palabra abuelita, terminó por llamarse Pita-pita (probablemente abuelita-abuelita dentro de mi jerga de infante). Nunca traté de buscarle mayor explicación a esto, ni yo ni nadie, pero todos mis hermanos y el resto de los nietos siguieron mi ejemplo (por ser el mayor, marqué pauta) y poco a poco derivó simplemente a Pita. Por su lado, quien era mi bisabuela, pasó a ser mi abuelita Inés. Jamás abuela, puesto que el diminutivo era inherente a su persona, casi un rasgo de su forma de ser, siempre abuelita, siempre querida. En estos días de infancia que solía pasar en casa de mi abuela, recuerdo muy bien que su presencia me suscitaba un poco de temor. Cuando llegaba me obligaba a bañarme, y no hablo de meterme a la ducha, sino de restregarme ella cada centímetro de mi cuerpo.

    —Vas a quedar blanco-rosado —solía decirme antes de comenzar a lavarme.

    Nunca entendí de donde sacaba tanta fuerza de sus manos, porque sentía que me restregaba la piel con tanta intensidad que efectivamente me la dejaba rosada al final del baño. Hecho esto, me vestía y yo salía a jugar al patio o al negocio que tenía mi abuelo, pero eso no era ni de cerca lo que más me atemorizaba, sino la hora de almuerzo. Quizás en el mundo de hoy lo que ella hacía sería considerado nocivo para la educación de un niño, pero yo no vengo a discutir lo ético de su mentalidad de campo. Tenía siempre con ella una varilla que sacaba de alguno de los árboles de la casa de mis abuelos y que ella misma la llamaba “el psicólogo”. Luego de sentarnos a la mesa, ella misma se ponía al lado mío y de mi tío (que tiene, por cierto, dos años más que yo) y nos vigilaba pacientemente mientras comíamos. A la primera muestra de insurrección, varillazo en las manos. No había termino medio. O se comía o se comía. Tampoco era tan estricta como creíamos en esa época. Recuerdo una escena muy clara en la que había preparado una sopa de campo de la que estaba orgullosa. Como Miguel, mi tío, y yo eramos mañosos, inmediatamente hicimos muecas al ver los platos servidos. Las muecas nunca duraban mucho, pues sabíamos que el psicólogo nos esperaba, por lo que no tardamos en sentarnos y miramos el plato por un rato. Por mi parte, miré el mío por largo rato antes de la primera cucharada que me supo desabrida en ese momento, pero al cabo de unos segundos subí la vista y vi lo que ha de ser la cara de sorpresa y horror más demostrativa que no he vuelto a ver en mi vida. Miguel tenía su vista fija en el plato y con los ojos como huevos fritos y la boca en una evidente expresión de asco. Al mirar detenidamente su plato, pude notar que de este emergía flotante una pata de gallina, como si dentro de la sopa se hubiese ahogado una. Cuando mi abuelita se da cuenta de su expresión, prepara con cautela el psicólogo, pero al mirar su plato lo suelta y toma con sus manos la pata de gallina.

    —¡Uy, se me pasó sacarles esto! —dijo entre carcajadas y, acto seguido, comenzó a devorarla entre risas mientras nosotros observábamos atónitos.

    Con sus risas nos fuimos calmando y terminamos de comer un tanto asqueados, pero libres de varillazos.

    Ahora bien, todos esos episodios de miedo se compensaban con su gran cariño. Así como pasaba las noches y mañanas en casa de mi Pita, pasé varias tardes en casa de mi abuelita, los dos a solas o con Miguel también. Recuerdo muy bien su casa, como salida de una película antigua, como si nunca hubiese cambiado nada. Recuerdo que siempre nos servía gaseosa en los vasos con dibujitos, porque eran los que más nos gustaban. También nos daba manzana rallada o plátano molido con miel, que a veces le pedíamos cuando se preparaba para su siesta y aún así se paraba para prepararlo. Recuerdo las tardes con música de su época sonando en la radio y las siestas con el sol entrando por la ventana. ¿Cómo olvidar esa casa? Ver la familia reunida en el salón todos los días, ella y las tías fumando, el pancito con mantequilla o lo que hubiera, junto con el infaltable té. Nunca se nos negó nada en esa casa, ni a mí ni a todos los bisnietos que me siguieron. Recuerdo que a veces se ponía a escuchar tango y sus ojitos cambiaban, se ponía más tranquila y suspirona. Decía que le recordaban a su esposo, muerto hacía ya tantos años, cuando ella apenas tenía treinta y ocho años. Arrastraba una enfermedad que lo mantuvo mal por largo tiempo, pero finalmente murió de un paro cardíaco, dejándola a ella sola con seis bocas que alimentar. Nunca se volvió a casar o siquiera volvió a pensar en otro hombre. Cuando escuchaba tangos, parecía que dentro de su cabeza repasaba todos los momentos con él y así mantenía vivo su amor. Era tanto así, que cuando se hablaba de la muerte ella misma decía que no quería morirse.

    —No quiero que me vea así vieja, imagínate ¿Y si ya no me quiere así?

    Con su dolor y todo, sacó adelante a su familia. Todas estas cosas yo las vine a asimilar tiempo después, porque uno conoce así a la familia: Primero los quieres o no, luego te vas enterando de sus vidas. Recuerdo que al conocer la historia de su vida, muchas cosas de ella se me hicieron mucho más claras, como el que no había tiempo para el llanto para ella. Recuerdo que cuando nos hacíamos heridas ella era de las primeras en ayudarnos y siempre tenía curitas a mano, pero su verdadero placer consistía en retirarlas. Pasados algunos días después de hecha la herida, ella misma se ofrecía para la tarea de retirarnos la curita, pues a nosotros no nos gustaba debido a que, dependiendo del lugar, solía tirar vellos que nos hacían doler la piel y terminábamos sacándola al cabo de media hora entre histeriqueos varios. Su método, en cambio era bastante simple. Tomaba delicadamente una de las orillas y nos decía que a la cuenta de tres, la retiraría. Nunca llegaba al tres. Nos pillaba desprevenidos y nunca teníamos tiempo ni para gritar ni para llorar. Debo decir que era un método efectivo al fin y al cabo, que con el tiempo comenzamos a preferir y nosotros mismos terminábamos pidiéndoselo.

    Otra de las cosas que a temprana edad me llamó la atención sobre ella era que no le gustaba que sentaran bebés en la mesa, eso simplemente no lo permitía. En un principio no le hallé mayor explicación, pero con el tiempo pude saber exactamente el por qué. Antiguamente, y como tradición de campo, cuando un bebé moría, éste era sentado en una mesa y velado en traje de angelito. Resulta pues que mi abuelita es de campo y gran parte de su vida la vivió ahí, pero no solo eso era el motivo, sino que también estaba Pedrito Antonio, uno de sus hijos que no alcanzó a vivir fuera de su vientre, su propio angelito que se le fue antes de ver la luz. Así y otra seguidilla de historias que fui aprendiendo de boca de ella y de mi madre mientras fui creciendo y que me hicieron quererla aún más.

    Yo recuerdo verla envejecer. Recuerdo cuando su espalda se fue corvando poco a poco. Recuerdo cuando la piel de los antebrazos comenzó a caerle flácida y yo, con la falta de respeto y curiosidad de un niño, se la tomaba y jugaba con ella, a lo que nunca se opuso sin una sonrisa en sus labios. Recuerdo el haber visto sus manos afectadas por la artritis y sorprenderme, porque nunca le había puesto atención a sus manos antes, y se las tomé entre las mías y las recorrí cada centímetro con mis dedos. Recuerdo verla arrugadita y acurrucada en su sillón, pero con la sonrisa que siempre llevaba en el rostro nunca pude verla como vieja, siempre fue como una niña en un cuerpo de señora, una niña que nunca me privó de besos ni abrazos, ni escatimó jamás en cariño para con nadie. Tan niña era que se ofuscaba si no le daban lo que quería, que jugaba con nosotros si se lo pedíamos, que hasta cuando ya necesitaba un bastón para caminar tranquila retó a una carrera hacia el río a mi tía Paty (que por motivos distintos también necesitaba de apoyo para caminar), que terminó con ambas en el piso y la familia corriendo detrás mientras ellas se reían.

    Ya cuando fui creciendo, las cosas cambiaron radicalmente. Cuando era pequeño y por unos años viví en una ciudad muy alejada, a la que debí partir siguiendo a mis padres y por la que tuve que dejar de verla por largo tiempo. Dejé olvidado en su casa un oso de peluche blanco con un traje de militar. Ella lo tuvo siempre con ella hasta mi regreso y se volvió, para nosotros, en una suerte de conexión. A mis diez años, partí nuevamente a aquella ciudad y ella se servía de aquel peluche para recordarme. Nunca faltó para mí un lugar en su mesa cuando íbamos de vacaciones, y siempre nos recibía a mí y a mis hermanos con abrazos y besos por montón. A los siete años de vivir lejos, volvimos a la ciudad, pero yo perdí la costumbre de ir a diario e incluso a veces lo hacía más por complacencia que por gusto. Siempre un espacio en la mesa y en su corazón; siempre el peluche sobre el televisor que me recordaba que ella me seguía queriendo. Al tiempo me mudé a otra ciudad, no tan lejos esta vez, para estudiar en la universidad. Yo quería volverme músico y, por lo mismo, mis padres me ayudaron en la adquisición de instrumentos, entre ellos mi flauta traversa, un saxofón y un acordeón. El acordeón se volvió en nuestro nuevo punto de conexión, puesto que por su sonoridad parecida a la de su primo el bandoneón, instrumento rey en los tangos, ella me pedía siempre que aprendiera a tocar alguno. Cada vez que llegaba con el acordeón a su casa me pedía medio en broma un tango en específico.

    —¡Tócame “La Cumparsita”! —me decía entre risas, sabiendo que estaba aprendiendo a tocar.

    Pese a mis esfuerzos por aprender, nunca pude llegar a tocar el tango de manera presentable para ella y el acordeón terminó adornando la casa más que nada. La flauta, que yo estudiaba en el conservatorio, me tomaba mucho tiempo y el saxofón sufrió la misma suerte. A pesar de esto, ella me seguía diciendo lo mismo a modo ya de broma, y yo, gracias a mis estudios, me fui alejando poco a poco de San Antonio, mi ciudad, para centrarme más en Valparaíso, donde vivía por aquella época. Las pocas veces que iba a ver a mi familia, las pasaba en casa y rara vez pasaba a verla. Su cariño nunca fue menos por eso, nunca hubo menos abrazos o menos besos, de hecho nos poníamos al día cuando nos veíamos. Yo la atacaba con besos por toda la cara y ella me respondía igualmente cuando me pillaba desprevenido, pero mes a mes se le veía decaer poquito a poco.

    Las noticias en la familia nunca llegan de repente. Siempre se van anunciando poco a poco y así mismo me fueron llegando las noticias de ella, que estaba enferma, que se iba desgastando de a poquito. Las pocas veces que la fui a ver en esa época no me prepararon para lo que se venía. Era septiembre y en los meses anteriores hubo mucho trabajo por las orquestas en las que tocaba y por la universidad misma. Mi madre fue muy franca conmigo.

    —Está mal, está en el hospital —me contaba—. Se nos va a ir pronto y parece que no quiere partir sin despedirse de todos.

    Esa frase me partió ya el corazón. Ya era difícil asumir que se estaba yendo, ya era complicado saberla enferma, pero jamás olvidaré lo que fue esa visita en el hospital.

    —Solo faltan tú y el Cristian —me dice mi mamá—. Son los únicos que faltan que la vean.

    Me dijo y me dispuse a entrar. No sabía si sería capaz de hacer eso sin llorar, como me lo había pedido mi madre antes de llegar al hospital. Caminé por los pasillos como si fueran interminables y la deplorable iluminación del recinto no ayudaba a mi ánimo. Por fin entré y la vi tras una puerta: estaba acostada y conectada a unos tubos. Con la boca media abierta, me miraba con unos ojitos tristes que jamás le vi en otra ocasión. Le hablé de lo mucho que la quería, le dije que la esperábamos de vuelta, que la queríamos de vuelta en casa para festejar con ella, pues se venían las fiestas patrias y que habría un gran trozo de carne para ella, como siempre. Intentó levantar la cabeza y decirme algo, pero no podía. Yo, por mi parte, intentaba no llorar y sonreírle, decirle que no se esforzara tanto y que todo estaría bien. Bastaron sus ojos para decirme que me quería y entonces la despedí con un beso. Ni bien crucé la puerta, avancé por el pasillo incrédulo de lo antes visto. A mitad del corredor no pude más con el llanto y salí del hospital a abrazar a mi madre. Jamás esperé verla así, pues siempre la deseé eterna. Pensaba que llegado a adulto podría contarle de mi vida con la confianza que siempre hablamos, contarle de mis logros y mis fracasos, de mis amores y desencantos, porque ella no me conoció más que niño, pero de repente la realidad se impuso ante mis ojos y la vi tan frágil en aquella habitación que no pude sino confirmar las sospechas de todos: Se estaba despidiendo. Al día siguiente recibí la noticia y no hubo tiempo para llorar. No podía quedarme de brazos cruzados ante su muerte, de algún modo tenía que quitarme esa sensación de mi interior. A mano hice esa misma tarde un arreglo para flauta, violonchelo y contrabajo de su querida “Cumparsita”. Pasé horas escribiendo sobre un pentagrama y llamé a dos amigos que no dudaron en acompañarme. Lo tocamos en la misa, frente a todos los asistentes y ante el agravio del cura que decía que “no era una sala de conciertos, pero que si no era muy largo, por qué no”. Recuerdo ver las caras de todos y comenzar a tocar como nunca antes lo había hecho. La partitura era simple, pero cuantas emociones se pueden esconder bajo unos acordes bien puestos. La energía se transmitió a todos quienes sabían de su amor por el tango y, aunque no era precisamente su tango favorito, era una deuda que yo tenía con ella, por que no la podía dejar sin su “Cumparsita”, que nunca pude tocar en acordeón, pero que pude sacar a flote en la flauta. Y llegaron las notas finales, aplausos mezclados con llanto. Recuerdo terminar de tocar, mirar a mi familia, voltear hacia el ataúd y entonces desplomarme de llanto, porque ese tango fue nuestro adiós definitivo, la última deuda saldada para llorar en paz.

    Los años han ido pasando y las cosas han cambiado mucho. Su casa es indudablemente un abismo sin ella ahí y la familia ya no se reúne como antes. Los tangos suenan distinto para mí, sobre todo “La Cumparsita”, que ha adquirido un significado muy especial en mi vida. El peluche que dejé alguna vez en su casa, volvió a mis manos, reparado, con una tremenda carga emocional y me mira desde la cómoda de mi habitación. Cada vez que pienso en ella, es inevitable que mi mente se llene de recuerdos, de tantos besos, de tantas tardes, de tantas risas, tanto amor y entonces las lágrimas corren por mi rostro, pero no son de pena, porque sus recuerdos son solo dicha, haciéndome sentir que tengo la suerte de haberme cruzado en esta vida con ella. Siempre la quise infinita y hoy, sin duda, infinita la tengo en mi corazón.
     
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    Bugs Bunny

    Bugs Bunny Die Hexe Usuario VIP

    Piscis
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    Felicidades, estoy llorando como Magdalena.

    Ni siquiera sé exactamente que quiero decirte sobre tu escrito porque tengo un remolino de emociones encontradas en estos momentos. Desde los primeros escritos que comencé a leer de ti, me acostumbré tanto de repente a leer más micros y nanos, que casi me olvidaba de esta forma de narrar tan bella que tienes. Será que este tipo de temas me mueven muy fácil la fibra, pero de cualquier manera me ha parecido muy bello. Vas a tener que enviarme por correo pañuelos cada vez que escribas este tipo de cosas, ten consideración con mi frágil corazón de pollo.

    En fin, se me caen los mocos.

    Saludos.
     
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    RedDelphox

    RedDelphox Entusiasta

    Leo
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    Escritor
    Me esta tomando tiempo escribir esto, no es broma, siento unos pequeños temblores y eso significa que tocaste un punto muy delicado para mi.

    Cuando te dije:"Creo que debería pasarme mas seguido por tus fics" y tu me recomendaste este relato tuyo no me espere 1.-Que no supiera como buscar fics hasta ahora y 2.- Que me iba a emocionar tanto con un escrito. Es como si leyeras mi vida y la de otras personas para plasmarla en un muy emotivo relato del cual me siento inmensamente identificado. Esa manera en que lo narras es...wow, simplemente wow. Acabas de traerme no solo unos extraños sentimientos en mi persona, si no ademas me trajiste unos bellos y tristes recuerdos que atesoro con nostalgia , alegría y tristeza ¿Te gusta jugar con las emociones eh?.

    Bueno, me hiciste llorar y no de cólera ¡Felicidades! Si antes tu extraña y "sensualona" voz se me hacia interesante este escrito me da mas razones por la cual joderte en los relatos . Buen trabajo flauta de león, buena recomendación desgraciado y muchas gracias amigo. Nos vemos :v
     
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  4.  
    Ichiinou

    Ichiinou Amo de FFL Comentarista destacado

    Sagitario
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    ¿Exactamente dónde está el rating de "quiero asesinarte por lo mucho que me has hecho llorar con este relato pero en realidad te amo"?, porque madre mía, de principio a fin es hermoso y el final es, sin duda, doloroso. Has relatado todo con tal soltura y belleza, que me fascina. Me ha gustado mucho y adoro a la abuelita Inés. Me ha parecido muy tierna la parte en la que les obliga a comer la sopa y aparece una pata de pollo, he de decir que yo misma pondría esa cara de asco. XD Ains, me ha gustado, el final ha sido simplemente doloroso y bueno, me quedo con la eternidad de Inés, porque yo siempre he pensado, que mientras una sola persona nos recuerde, seguiremos vivos. Porque nuestra vida va más allá de lo terrenal, nuestra vida abarca eso y la huella que dejamos en el mundo, en las otras personas.
    Es un trabajo excelente, me ha encantado y solamente puedo felicitarte por ello. Espero seguir leyendo cosas tuyas, porque son maravillosas y sinceramente, siempre me encanta leerlas.
    ¡Un saludo! :)
     
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