Maratón

Tema en 'Otros Fanfiction' iniciado por Dororo, 26 Noviembre 2012.

  1.  
    Dororo

    Dororo Entusiasta

    Aries
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    1 Marzo 2011
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    85
    Pluma de
    Escritora
    Título:
    Maratón
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Acción/Épica
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    3120
    Junto con un abrazo, este fic está dedicado a Fenix Holmes; porque hay muchas clases de héroes, ¿verdad?



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    MARATÓN

    Aquella fue sólo una de tantas noches que jamás pasarán a formar parte de los anales de la historia. Por ello, nunca sabremos si la luna rielaba llena sobre las mansas aguas del mar Mediterráneo o por el contrario, las estrellas brillaban a solas en el firmamento. Quizás era verano y, a pesar de que la temperatura había bajado algo con el ocaso, hacía calor, o puede también que fuera invierno, uno de esos inviernos griegos suaves y húmedos en los que casi cada día luce el sol.

    Ninguno de estos detalles habrían cambiado el mundo y sin embargo, como otras muchas veces a lo largo de los siglos y por razones que escapan a nuestra comprensión, las caprichosas Moiras decidieron que él no seria uno de tantos bebés anónimos que visitaban cada noche.

    Dejaré que la ilusión me guíe hasta una humilde casa ateniense de dos planta donde una rama de olivo adornaba la puerta de entrada, haciendo participes a todos de la buena nueva, e hilvanaré parte de esos detalles perdidos que únicamente pueden existir en la mente de aquellos que nos atrevemos a imaginar.

    Así puedo ver cómo, auspiciadas por la oscuridad, tres figuras encapuchadas atravesaban con paso lento y pesado el patio de la vivienda para colarse, a través de la escalera exterior, en la sencilla habitación de paredes de adobe encaladas. La llama de una lámpara de arcilla que descansaba sobre una mesa baja temblaba, iluminando tenuemente la cuna situada en el centro de la estancia alrededor de la cual, ocultas en la penumbra, las ancianas hilanderas estaban por decidir la suerte del recién nacido.

    Las arrugas de sus rostros no mentían acerca de su edad, pues ellas eran tan viejas como la vida misma. La inmortalidad había blanqueado sus cabellos y encorvado sus cuerpos pero sus manos ajadas aún eran capaces de hilar diestramente el ovillo del destino a voluntad. Con mirada dura e inflexible, en la que titilaba la sabia experiencia de los años, escrutaban al niño que ajeno al trascendental momento se chupaba tranquilo y en sueños el pulgar.

    Llevando su huso en la mano, Cloto, que tres días antes había empezado a devanar aquella nueva madeja, dejó caer atrás la capucha, revelando una solemne expresión, y dio un par de pasos adelante para observar con más detenimiento al pequeño. Sobre sus hombros descansaba la responsabilidad de seleccionar las hebras de la fortuna. La seda y el oro que tejerían la dicha o la lana negra y el cáñamo de la adversidad.

    De repente, el bebé despertó y parpadeó perezosamente varias veces por la luz antes de clavar sus pupilas desenfocadas en las de la anciana que dio un respingo por la sorpresa. El llanto fue inminente cuando su boca se torció en una fea mueca pero, para mayor confusión de Cloto, esbozó una sonrisa y extendió sus bracitos hacia ella, balbuceando alegremente.

    La hilandera alzó su ceja izquierda y angostó la mirada para estudiar con desconfianza al pequeño, que no parecía en absoluto intimidado por su presencia. Despacio, muy despacio, acercó reticente uno de sus dedos largos y huesudos que de inmediato fue atrapado. Sobreponiéndose al sobresalto inicial que aquel hecho le produjo, la diversión centelleó por un instante en sus severos ojos.

    La mano del niño, que no dejaba de revolverse alegremente en la cuna pateando las sábanas que lo cubrían, apenas rodeaba el extremo de su índice, balanceándolo ligeramente al compás de sus torpes movimientos mientras emitía indescifrables gorgoteos.

    —Cloto, no tenemos toda la noche. —Le apremió ceñuda Láquesis, saliendo de entre las sombras, ansiosa ya por empezar a enrollar el hilo en su carrete.

    —Creo que es un bebé muy especial —respondió ésta ensimismada, sin molestarse siquiera en mirar a su hermana, la cual profirió un bufido exasperado mientras avanzaba de mala gana hacia la cuna.

    Sin soltar el dedo que aferraba, el pequeño dejó de moverse para prestar atención a la recién llegada y, aunque pueda parecer imposible, frunció un poco el cejo. Una mueca de maleficencia asomó de inmediato en el rostro de Cloto, que no se esforzó siquiera en disimular su regocijo.

    —¡Vaya! Parece que no le gustas —opinó con cierto retintín. A pesar del tono bajo y exageradamente dulce que había empleado para no asustar al infante, el sarcasmo fue tan evidente en su voz que acabó por irritar a Láquesis.

    —¡A mí tampoco me gusta él! —contestó enfurruñada, cruzando los brazos delante del pecho al tiempo que alzaba orgullosa el mentón.

    Cloto no pudo más que esbozar una burlona sonrisa, que a punto estuvo de convertirse en una sonora carcajada, y su hermana la miró de refilón. Las arrugas se acentuaron en su frente y una fugaz chispa de cólera hizo vibrar sus pupilas.

    —¡¿Te estás riendo de mí?! —demandó, enfrentándola con cara de pocos amigos.

    Un nuevo e ininterrumpido gorgoteo cortó lo que seguro iba a derivar en una absurda discusión y ambas ancianas volvieron a centrar toda su atención en la cuna donde el recién nacido, que parecía haber tomado el dedo de Cloto como el mejor de los sonajeros, extendía resueltamente su bracito libre hacia la contrariada Láquesis. Ésta dejó entrever su turbación e interrogó con la mirada a su hermana que esbozó una abierta sonrisa e hizo un breve gesto de asentimiento con la cabeza. Segundos después, su dedo se encontraba ya en manos del pequeño. Parecía realmente feliz.

    —¡Átropos acércate, tienes que ver esto! —exclamó encantada Láquesis, volviendo por un instante la cabeza a la penumbra. La trémula luz reveló la presencia de una tercera anciana, si cabe, algo más vieja y hosca que las otras dos, que se reunió con ellas junto a la cuna.

    Durante un buen rato, las tres hermanas observaron entretenidas los juegos del pequeño hasta que éste cayó de vuelta en brazos de Morfeo.

    Como cada día, el gallo cantó aquella mañana con las primeras luces del alba mientras en el Hades, una nueva madeja se ovillaba ya en el sombrío taller del destino…

    -0-0-0-
    Con una rama de laurel en su mano derecha, el niño corría resueltamente hacia la puerta donde su padre, que estaba a punto de entrar en la vivienda, se detuvo a esperarlo en cuanto lo vio venir. El infante llegó hasta él y antes de hablar trató de recuperarse. Respiraba agitadamente y pequeñas gotas de sudor perlaban su frente.

    —No deberías dejar atrás a tu pedagogo. —Le recriminó, mirando por encima del hombro de su hijo al viejo esclavo que, cargado con la flauta, las tablillas y demás útiles de la escuela, se acercaba a la carrera.

    Filípides volteó la cabeza atrás y encogió los hombros despreocupadamente, al tiempo que devolvía toda la atención a su padre.

    —¡Volví a ganarles a todos! —clamó, levantando la rama de laurel que sostenía a modo de trofeo. Una eufórica sonrisa adornaba su rostro. Falto de resuello, el esclavo llegó al fin hasta ellos—. Ninguno pudo resistir tanto como yo, ¿verdad Aetos? —preguntó, al darse cuenta por sus sonoros jadeos que éste se encontraba ya a su espalda.

    El pobre viejo, demasiado ocupado en recobrar el aliento, no pudo responder y se limitó a asentir enérgicamente con la cabeza. Por suerte, eso fue más que suficiente para el niño que, satisfecho, volvió a encarar a su progenitor.

    —¡Cuando sea mayor seré hemeródromo*! —exclamó con orgullo, agitando de nuevo el laurel—. ¡El mejor hemeródromo* de todo el ejército ateniense!

    —Estoy seguro de qué lo lograrás —dijo su padre, correspondiendo su feliz sonrisa al tiempo que abrazaba su hombro—. Eres afortunado desde que naciste, es como si las Moiras reservaran siempre una de sus mejores hebras para ti.

    En el Hades, Cloto observaba la escena y sonrió abiertamente mientras tendía un hermoso hilo de seda a Láquesis, ignorando conscientemente la reprobatoria mirada que Átropos le dedicaba. Ésta emitió un exasperado bufido de descontento ante la despreocupada actitud de su hermana pequeña.

    —Lo estás mal acostumbrando —le reprochó—. Deberías ovillar de vez en cuando algo de lana negra en ese ovillo. —Parecía francamente molesta.

    Cloto la miró por un instante y, sin disimular su hastío, suspiró sonoramente.

    —Tú sabes que él es especial —contestó, guiñándole un ojo cómplice a Láquesis, que rió por lo bajo frente al ceño fruncido de Átropos y se apresuró a enrollar en la madeja de Filípides aquel nuevo y afortunado hilo.

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    Hacía muchos kilómetros ya que había dejado de sentir las piernas y un intenso dolor punzaba su abdomen como si cientos de afiladas e hirientes agujas se le clavaran en las entrañas, rasgando la carne a cada nueva zancada. Aunque se esforzaba por respirar rítmicamente, apenas lograba insuflar aire a sus pulmones, le ardía la garganta, la cabeza parecía a punto de reventar y, en sus oídos, el corazón latía apresuradamente con un enloquecedor martilleo.

    Sin embargo, seguía corriendo.

    A lo lejos, Atenas era una mancha borrosa que iba dibujándose a medida que se aproximaba. Por un momento tuvo miedo de no llegar, miedo de estar contemplando un espejismo, de haberse derrumbado hacía rato y no estar viviendo más que un sueño. Sintió la repentina necesidad de detenerse y comprobar que, efectivamente, la ciudad era real pero no dejó de correr, no podía dejar de correr.

    En el Hades, dos viejas hilanderas eran testigo de su carrera mientras sus manos trabajaban el hilo diestramente. Cloto seleccionaba las mejores hebras para él y Láquesis no dejaba de medirlas y enrollarlas en su carrete. Sus rostros tenían la misma sobria y dura expresión de siempre pero un halo de preocupación animaba sus ojos, haciéndolos casi humanos.

    Las murallas eran cada vez más nítidas y cercanas. Calculó la distancia que lo separaba, apenas tres kilómetros, pero podían ser más, muchos más. El sol, como un globo de fuego que incendiaba las azules aguas del Mediterráneo se ponía lenta, pero implacablemente, en el horizonte. Se encomendó mentalmente a todos los dioses e intentó avivar la marcha. Ya ni recordaba las horas que llevaba en pie y tampoco le importaba, nada le importaba salvo el llegar a tiempo.

    Unos días antes había corrido a Esparta para pedir ayuda. En su cabeza, podía revivir aquella angustiosa marcha de dos días y en su corazón palpitaba todavía la negativa de los espartanos a ayudarlos en su inminente batalla contra los persas, alegando la celebración de las Carneas. Aún tratándose de una festividad en su honor, el propio Apolo hubiera sido más benevolente que sus compatriotas. ¿Acaso no comprendía el dios de las artes y la medicina que los atenienses no podían esperar al plenilunio? ¿Era la voluntad de los dioses que Atenas sucumbiera a sus enemigos?

    A su alrededor, la luz de la tarde se iba apagando, fue consciente del avance del ocaso y sus zancadas se volvieron más frenéticas…

    Átropos apartó su mirada de Maratón y se entretuvo unos segundos en observar la impetuosa carrera de Filípides mientras en sus manos, las tijeras no dejaban de cortar los hilos del destino. Devolvió la vista una vez más a los cientos de cadáveres que regaban la playa. Ni tan siquiera la arena era capaz de drenar la sangre y las olas rompían suavemente en la orilla para volver al mar ribeteadas de una macabra espuma color carmesí. Había sesgado muchas vidas en el trascurso de la batalla y los gemidos y lamentos de dolor que ahogaban el sonido de la brisa, le indicaban que aún quedaban demasiadas hebras que cortar. Sin duda, Caronte tendría mucho trabajo aquella noche.

    Avanzaba casi a ciegas, guiado sólo por el instinto, apenas era capaz de contener las nauseas que le revolvían el estómago y podía saborear el regusto salado de su propia sangre en la boca.

    Corría tras haber sobrevivido en un combate donde los persas, comandados por Datis, les triplicaban en número. Pero a su regreso al campamento, Miliciades, su general, supo que tras la negativa de Esparta a ayudarlos la única esperanza que les quedaba era atacar. Y así lo había ordenado. Aquella mañana, junto a diez mil atenienses, se había lanzado a la carrera para entrar en una lucha desesperada por la supervivencia de su pueblo.

    Aún podía oír el violento estrépito del primer choque, las atroces y cortas espadas persas contra los escudos griegos, los gritos y maldiciones de los alcanzados por las lanzas, el jaleo, la pelea, el sonido de la muerte y el mortal silencio que sobrevino a la batalla. Porque a pesar de todo, a pesar de haber obtenido una aplastante victoria, el enemigo continuaba siendo una seria amenaza y el más terrible de los destinos se cernía sobre la polis.

    Con la llegada de la luna, las madres acabarían con la vida de sus hijos antes de entregar la suya y los ancianos recibirían a la muerte brindando con cicuta antes de perecer aplastados por la tiranía. Ningún ateniense contemplaría la destrucción y el saqueo del templo de Atenea, ni sería testigo del exterminio de su ciudad.

    Trastabilló, sus piernas ya no respondían. Escasos cincuenta metros lo separaban de las puertas cuando sintió como su corazón se paraba por el esfuerzo.

    —Nenikékamen, nenikékamen… —logró gritar mientras traspasaba el umbral—. ¡Hemos vencido...! —Y ésas fueron sus últimas palabras.

    El tiempo se detuvo en aquel taller sombrío cuando el hilo cortado cayó al suelo. Con las tijeras en la mano, Átropos miró a sus dos hermanas y arrugó el ceño ante el mudo reproche que podía leer en sus ojos. Ninguna dijo nada. Cloto tomó una nueva hebra y la tendió a Láquesis que enseguida la enrolló diligentemente en su carrete. Y así, en silencio, las tres hilanderas continuaron como siempre tejiendo la suerte de los hombres.

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    Un expectante y tenso rumor acompañaba las imágenes que de los corredores ofrecían cuatro grandes pantallas situadas en el centro del estadio. El primer atleta entró en la pista y, tras unos segundos de hondo silencio, la gradería entera estalló al unísono en aplausos y gritos de júbilo.
    En medio de tanta emoción, nadie parecía reparar en el extraño cuadro que, desde una de las gradas altas, conformaban tres ancianas hilando tranquilamente en tanto los corredores de la prueba reina del olimpismo recorrían el último de cuarenta y dos kilómetros, conmemorando así la hazaña de aquel héroe legendario que con su sacrificio logró salvar Atenas.

    Ajenas a la enardecida multitud, sus hermanas devanaban, hilo a hilo, nuevas madejas al tiempo que, concentrada en sí misma, Átropos contemplaba el trascurso de la carrera. Por su ansiosa expresión, algo parecía preocuparla.

    —Sé que aún estás resentida conmigo por haber cortado aquella hebra… —dijo de pronto, volviendo la cabeza hacia las gradas.

    Por un instante, el huso del destino se detuvo. Cloto alzó la vista para enfrentarla, ambas sabían a qué se refería y su mano se cerró con fuerza en torno al hilo dorado que estaba a punto de tender a Láquesis. Ésta lo tomó de entre sus dedos y continuó su trabajo impasible.

    El estadio entero pareció enloquecer cuando el ganador de la prueba levantó los brazos en señal de victoria al traspasar la meta.

    Los ojos de Átropos sostuvieron la mirada de su hermana en la que todavía, a pesar de los siglos trascurridos, podía leerse un reproche amargo. Una emoción indescriptible asomó en sus pupilas y, al momento, consciente de su vulnerabilidad, devolvió la atención al frente, susurrando:

    —Pero esa era la única manera que tenía de regalarle la inmortalidad


    (*) Hemeródromo: nombre que daban los griegos a quienes ejercían el oficio de correos en el ejército.


    ¿No les recuerda esas tres viejas Moiras a las hadas de un cuento muy popular? ^^

    Bien, en principio esto iba a ser un fic sobre las Normas pero, por esos azares del destino (o quizás porque ellas lo decidieron así), la banda sonora de la película “Carros de fuego” sonó en mi móvil y en seguida pensé en Filípides (no pregunten) y por ende en la historia que quería regalar a Fenix. De todas formas, me debía a mí misma y a esta sección otro fic de mitología griega. Como siempre, existen innumerables versiones de las Moiras que también están muy presentes en otras mitologías.

    Gracias por leer.

    ¡Ah! Se me olvidaba, soy consciente de que los bebés de tres días no ríen, ni balbucean, ni nada por el estilo, pero ya avisé de que había que dejar volar la imaginación…
     
    Última edición: 23 Noviembre 2013
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  2.  
    Fénix Kazeblade

    Fénix Kazeblade Creador de mundos Comentarista destacado

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    Primero que nada muchas gracias Nee-san, una historia muy bonita, me parece maravillosa. Tu narrativa siempre a sido envolvente, elegante y plausible. La historia me gusto mucho es mítica y contiene muchos elementos muy completos apegados a lo que es la mitología en si pero se complementan para dar lugar a una historia muy concreta. La argumentación es muy buena fácil de entender y entretenida. En la ortografía observe "vittoria". Por lo demás todo perfecto y gracias de nuevo ^^.
     
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    Lamu yatsura

    Lamu yatsura Iniciado

    Sagitario
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    Gracias por esta fabula helénica Dororo.
    Me has recordado sin querer a la `Dama del Alba´, cuando la Peregrina le da las gracias a uno de los personajes al llamarla `mujer´. ¿Puede tener sentiemientos la Muerte?
    ¿Pueden permitirse el sentir cariño por quienes tarde o temprano van a segar?

    Las Moiras que has retratado, me han demostrado que si, ella pueden encariñarse casi como dulces abuelitas con el nieto recien llegado, al borde de la cuna celebrando los gorgeos del recien llegado. Aunque Átropos refunfuñe un poco, quizas por que no puede, ni debe olvidar para que estan allí, para decidir lo que será en vida y muerte.

    Creció como niño mimado del destino, cuidado por sus `madrinas´, sobreviviendo a la terrible batalla y empezando su viaje a la eternidad.

    Gran descripción la batalla evocadora la imagen de las olas, ¿Que queda sino devastación, sangre y silencio?
    Pero mi favorito el viaje, él ya ha roto su `límite humano´, la sensación de correr hasta que se te sale el alma por la boca, acuciado con todo en contra y tanta tantisima responsabilidad sobre sus espaldas. De no llegar a tiempo Atenas seria un tumba a cielo abierto. Agónico.

    La entrada en la ciudad, en su destino y en la inmortalidad.

    Hasta la imagen de las dulces viejecitas recordandole camufladas entre las gradas del estadio, con esa última frase.

    "—Pero esa era la única manera que tenía de regalarle la inmortalidad"

    ¿Quien recordaría miles de años después al Hemeródromo de haber sobrevivido?

    Nos leemos pronto ;)
     
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  4.  
    Sheccid

    Sheccid Usuario común

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    Pluma de
    Escritora
    A mi me gusto mucho que humanizarás más a las moiras, que me parecen fascinantes.
    Yo no sabía bien la historia y ahora si...Sensacional forma de narrar, de por si todos los mitos que escribes son muy lindos.
    Lamento no haber platiado en mucho tiempo contigo, lo siento.
    No ví más faltas de ortografía que la que ya te dijeron y sin más me despido por el momento
     
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