Mandinga

Tema en 'Relatos' iniciado por Lionflute, 8 Junio 2015.

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    Lionflute

    Lionflute Usuario popular Comentarista empedernido

    Aries
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    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Mandinga
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Misterio/Suspenso
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    4473
    Antes de la lectura, me parece pertinente comentarles que Mandinga es como se le conoce al diablo en el campo chileno y que éste cuento está basado en historias que yo escuchaba cuando iba de viaje con mi familia. La cultura al rededor del mandinga es súper fuerte y realmente es un personaje fuerte para la gente que vive en el campo. Sin más preámbulo, los dejo con el texto. ¡Disfruten!

    MANDINGA

    Como todas las vacaciones, habíamos llegado con mi madre, mi hermana y mi abuela a la casa de campo. Era un terreno que heredó mi abuela de su padre y en el cual se encontraba la casa en la que ella había crecido antes de mudarse a la ciudad y que entonces se convirtió nada más que en el sitio de veraneo predilecto. Desde que mi madre era pequeña se tiene la tradición de al menos pasar dos semanas del verano en la casita rodeada de árboles y cuyo jardín lo cruza un pequeño riachuelo. Yo tenía 7 años y aquel panorama era siempre divertido: Pasar tiempo con la abuela, jugar entre los árboles, irnos a bañar al río, jugar a las cartas hasta que anochecía y librarme un poco de mi papá, que solía ser por mucho más estricto que mi mamá. A él no le agradaba mucho la idea del campo y prefería quedarse solo unos cuantos días en casa y nos venía a ver los últimos días de la estadía. Eran buenos tiempos, al menos hasta ese año.

    Habíamos arreglado todo (porque venir por dos semanas suponía casi una mudanza) y comenzamos a preparar la cena. Mi abuela era la cocinera, puesto que le encantaba regalonearnos a nosotros, sus nietos. Mi madre quería ayudar, pero mi abuela siempre le recordaba que de pequeña no era buena para esas cosas y, aunque mi madre había mejorado mucho con los años, siempre era motivo de discusión, pero mi madre terminaba siempre por ceder y terminaba diciendo que a los perros viejos no hay caso de enseñarle trucos nuevos.

    Cuando estuvo servida la cena en el comedor de la terraza que daba hacia el portón del sitio, vimos acercarse a uno de los vecinos. No era así como uno de los vecinos de las casas aledañas, pero es tan poca la gente que vive por estos lares que todo el mundo termina por conocerse y todos son vecinos al cabo de un tiempo. Daniel era el hijo de Don Gerardo, uno de los amigos de infancia de mi abuela y por tanto era un amigo de la familia y, como las puertas permaneces siempre abiertas durante el día, él tiene todo el permiso para pasar y sentarse y hasta comer si así gusta.

    —¡Buenos días vecinos! —dijo Daniel al acercarse a la terraza —. Doña Rosa, Señora Martina, hace tiempo que no se les veía por acá.
    —Del verano pasado pues —dijo mi abuela Rosa —, que éste año estuvo muy ocupado como para venir otro día.
    —¿Cómo te va? ¿Cómo está Don Gerardo? —preguntó mi mamá.
    —Yo estoy bien, pero él ha estado un poco enfermo —dijo el vecino.

    Efectivamente a Don Gerardo por la edad siempre lo atacaban enfermedades de manera improvista. Los últimos años que habíamos venido lo encontramos siempre enfermo, ya sea de un resfriado común o de gastroenteritis. La conversación siguió con las preguntas ya cotidianas y con una que otra anécdota por ambos lados, como era ya costumbre, para ponerse al día con los vecinos, hasta que a Daniel se le ocurrió mencionar a Don Rosendo.

    —¡Ya le he dicho que no me hable de ése señor, oiga! —dijo molesta mi abuela
    —Pero no se me enoje, Señora Rosa —decía en tono de disculpa Daniel —, si sólo le dije que lo fui a ver, no ve que hace tiempo el caballero necesita ayuda en la casa.
    —¡Que se busque la ayuda solo el viejo ése! ¡Qué tiene que usted andar ayudándolo! —continuaba mi abuela.

    Don Rosendo era ya un conocido para la familia. Era un viejo que vivió toda su vida en el campo y que entonces sobrevivía vendiendo productos de limpieza que compraba con el dinero de su jubilación. Lamentablemente, tenía la reputación de brujo desde que mi abuela lo conocía, ya que muchos acontecimientos extraños ocurrían al rededor de su persona y esas son cosas que en el campo no se toman a la ligera. Sin embargo, a ojos de mi madre, no era más que un anciano que solamente buscaba vivir en paz.

    —Ya, mamá, ya estuvo bien —le dijo mi madre a mi abuela —. No se ponga así, si Daniel no fue a hacer nada malo tampoco, ¿verdad?
    —En realidad, le fui a pedir que me ayudara —dijo mientras comenzaba a mirarnos a mí y a mi hermana y a sonreír de una manera muy peculiar —. Todos saben aquí que él tiene conexión con el mismísimo Mandinga y me dijo que podía hacerme millonario.

    En ese momento los ojos de Daniel estaban totalmente abiertos y su sonrisa hizo brotar un escalofrío por mi espalda y mi hermana me apretó la mano, lo que me hizo pensar que la hacía sentir de igual manera. Tal era nuestro susto que nuestra madre pudo notarlo y en seguida le dio una palmada en la nuca al joven vecino.

    —¡No te pongas tonto tú tampoco! —le soltó mi madre luego del golpe —. Mira que venir a asustarme a los niños con esos cuentos de campo. ¡Partiste a trabajar, será mejor!

    Y Daniel, entre risas y disculpas, se marchó, no sin antes mirarnos de nuevo, dejándonos helados con su sonrisa de oreja a oreja.

    —Mamá, ¿Quién es el Mandinga? —le preguntó mi hermana a mi mamá cuando Daniel ya se hubo ido, pero mi mamá no alcanzó a decirle nada, porque detrasito de la pregunta vino mi abuela.
    —Es como le dicen al Diablo aquí en el campo —dijo mi abuela apresurada mientras se persignaba —. Pero mejor no repitan el nombre si no quieren que aparezca.
    —¡Linda la cosa! Echo al cabro ése y ahora usted me espanta los críos —le dijo mi madre.

    A ambos no nos gustaba la palabra, así que no pronunciarla nos venía bien, pero el susto de todo lo ocurrido era real. A pesar de que el escepticismo de mi madre nos calmaba un poco, era más el efecto del miedo de mi abuela que lo infundía en nosotros y ya el Mandinga se hizo presente en aquel viaje de manera que se transformó en todo lo que nos asustaba: Las sombras de insectos en la ventana que se agrandaban por efecto de la luz, los ruidos al ir de noche al baño de pozo que se encontraba en el exterior, los pasos en el pasillo a la hora de dormir, que de seguro eran de mi madre o mi abuela que iban al baño, pero era tanto el miedo a esta figura que nos transfiguró todos los sentidos y todo miedo razonable o irracional no podía sino ser por obra de él.

    Una noche estábamos con mi hermana en la misma cama metidos bajo las cubiertas puesto que no podíamos dormir y, aunque sin pronunciar su nombre, estábamos hablando de él, porque no nos dejaba dormir.

    —¿Y si se aparece esta noche? —preguntaba Javiera, mi hermana, mientras su cara se perdía en la almohada.
    —No pienses en eso. Mejor intenta dormir.
    —Pero es que si me pilla durmiendo me va a llevar.
    —¡Ay, Javiera, que no va a venir!

    En eso, desde la casa de Don Rosendo, un poco más arriba por el camino de tierra fuera del terreno de la casa, se escucha un ruido como si una ventana se hubiese abierto de golpe.

    —¿Qué fue eso? —decía asustada Javiera mientras salía de las cubiertas para asomarse en la ventana —¿No venía de la casa de Don Rosendo? Daniel dijo que él se comunicaba con el M... —pero se detuvo antes de pronunciar su nombre, mordiéndose la lengua.
    —No creo —le dije mientras también me asomaba —, Don Rosendo debe estar durmiendo a estas horas como todo el mundo.

    Entonces, desde el techo de la casa del anciano, vimos volar un pájaro negro, más oscuro que aquella noche sin estrellas. Supuse que debía ser un cuervo por las imágenes que había visto de estos, pero nunca he visto uno en persona, así que hasta hoy no sé con exactitud lo que era esa cosa. Volaba directo hasta nuestra casa, como si nos hubiera visto y en ese momento, presas del miedo, nos volvimos a meter bajo las cubiertas en espera que aquella bestia alada desapareciera en la noche, pero luego de unos minutos de silencio, oímos sus garras posándose sobre el tejado de la casa y al rato comenzó a gritar. No era el grito de un pájaro común, era un graznido poderoso que penetraba en el silencio de la noche como un cuchillo y que a nuestros oídos no era más que el canto del impronunciable. Inmediatamente se escucha la puerta de mi abuela que se abre y atraviesa el pasillo hasta la cocina, donde las brasas del fuego de la estufa seguían encendidas desde la cena. Mi abuela tomó un puñado de sal y lo arrojó al brasero mientras le gritaba al ave.

    —¡Vete de aquí! ¡Sigue tu camino!

    El escuchar su grito sólo logró asustarnos más y entonces escuchamos el aleteo del ave y entonces salimos de las cobijas. Pero al mirar por la ventana, con susto nos dimos cuenta que el ave estaba revoloteando ahí mismo como buscando una entrada y ahora los aleteos sobre el cristal nos pusieron la piel de gallina y corrimos como saetas a los brazos de mi abuela, quien nos tranquilizó hasta que mi madre apareció en el pasillo encendiendo las luces y retando a mi abuela por hacernos pasar semejante susto, que sólo era un pájaro en el tejado y que debíamos dormirnos, será mejor.

    Ni Javiera ni yo pudimos pegar un ojo esa noche en espera de que el pájaro aquel apareciera para atormentarnos de nuevo y a la mañana siguiente fuimos con la abuela para hacerla unas preguntas y aclararnos algunas dudas, ya que por seguro nuestra madre no se atrevería a responder.

    —Debió ser un brujo —nos dijo —. Ellos se ponen una pomada en el cuello durante la noche y su cabeza se desprende del cuerpo sin botar una sola gota de sangre y entonces salen por el campo anunciando muerte.
    —Pero ese pájaro venía de la casa de Don Rosendo —dijo mi hermana.
    —¡Ya decía yo que ese viejo tenía que estar metido en esto! —dijo segura mi abuela —. No sería la primera vez que me hace pasar un susto así.

    Según ella, muchas veces cuando vivía con su esposo pasaban cosas similares y siempre fueron atribuidas a éste caballero, pero nunca se pudo esclarecer ninguna cosa con certeza, de modo que todas las sospechas de mi abuela no quedaban en más que eso. Entonces todo lo que se hablaba de Don Rosendo me comenzó a parecer agresividad innecesaria contra un abuelito que, más que mal, sólo tenía una tienda en el campo y resultaba encontrarse siempre en el lugar y momentos equivocados. Esa tarde decidimos ir a visitarlo con mi hermana, para estar seguros de que, pese a su mala fama, no era más que un anciano cualquiera y así, mantenernos calmados con el hecho de que vivía sólo a unos metros de nuestra casa.

    Aquel sábado, él no se encontraba como de costumbre en la terraza delantera de la casa, donde acostumbraba tener los artículos que vendía a la comunidad, así que nos acercamos a la puerta para tocar. El hombre, encorvado y con la vida a cuestas, salió a recibirnos con mucha amabilidad. Nos invitó a pasar, a sentarnos y hasta nos convidó unos dulces que tenía guardados. Nos contaba que era raro que niños lo fueran a visitar, porque todos le tenían miedo debido a las historias que contaban los locatarios, donde se le pintaba como brujo. No parecía molesto con ello, al contrario, decía que lo mantenía en calma, ya que la gente se le acercaba solamente si necesitaban comprar algo con urgencia y si no, no lo molestaban y ya. Vivía tranquilamente en el pueblo hace ya años, desde la época en que mi abuela Rosa se casó con mi abuelo Hugo, que para entonces ya estaba muerto. Fue en esa época que comenzaron los rumores de que él era brujo, debido a unos incidentes con vecinos enfermos que murieron repentinamente. También nos contó que con mi abuelo eran amigos desde que eran pequeños y que él sufrió mucho, puesto que hasta de la muerte de él lo culparon y ese fue para él su punto de quiebre con la comunidad.

    —Ahora vendo estas cosas no para ayudarlos —nos explicaba —, sino porque así aumento el dinero que recibo de la jubilación. Es mi bolsillo, no es por ayuda a la gente que tanto mal me ha hecho.

    Estuvimos largo rato haciéndole preguntas de fotos que tenía colgadas y de su vida y en realidad no la pasamos mal en casa de Don Rosendo. Al partir nos fuimos con la sensación de que no era más que un abuelo común y corriente, otro más como cualquier otro y entonces sentimos pena por él, por la forma en que la abuela hablaba sobre él y de las cosas que escuchábamos por el pueblo de boca de los habitantes. La gente podía ser muy cruel y nadie se le acercaba para conversar al menos e intentarlo conocer.

    Al llegar a casa, la abuela nos retó de una manera exacerbada, no por haber desaparecido por largo rato, sino por estar en casa del brujo. Que cómo se nos ocurría ir a su casa, que no éramos conscientes de los peligros, que ahora tenía que bañarnos poco menos que en agua bendita porque quién sabe cuanta cosa pudimos traer desde esa casa. Mi madre, escéptica como siempre, se acercó para calmarla.

    —Acercarse a Don Rosendo es más de lo que usted ha hecho, mamá —le dijo a la abuela —. Quizás en realidad es una buena persona y tú nunca le diste la oportunidad.
    —¡Ay, hija! ¡Más sabe el diablo por viejo que por diablo!

    Y entonces las cosas empezaron a ir raro ese día.

    Al anochecer, llegó Arturo, el hermano menor de Daniel. Estaba agitado y al verlo, mi madre y mi abuela sabían que algo no andaba bien.

    —¿Qué sucede, Arturito? —preguntó mi madre.
    —¿No han visto por casualidad al Daniel? —pregunta de vuelta Arturo —. No ha llegado desde ayer a la casa y nos estamos empezando a preocupar. Tenía que acarrear unas vacas al fundo de Don José hoy en la tarde, pero al final tuve que hacerlo yo porque nunca apareció.
    —¡De seguro aparece borracho mañana! —dijo mi abuela —. Como si fuera la primera vez que ese bandido hace algo así, y con lo preocupada que es su madre.
    —Borracho y todo, siempre cumple con su trabajo —argumentó Arturo —. Es por eso que nos tiene preocupados.
    —Bueno, tranquilo —le dijo mi madre —. Si vemos cualquier cosa, mando al Vicente para que te avise.

    Nos agradeció y entonces se fue. A mi hermana y a mí, la noticia de la desaparición de Daniel nos supo mal, porque lo primero que se nos vino a la mente fue la mirada y la sonrisa de él diciéndonos que hablaría con Don Rosendo, que tenía contacto con el innombrable y que haría un trato con él. ¿Tendrá algo que ver esto con que él hubiese hablado con Don Rosendo? Pero acabábamos de conocer al señor y no nos pareció más que un simple anciano y no nos contó nada sobre Daniel. Pero algo en el aire nos decía que sí, que Don Rosendo estaba involucrado, que algo tenía que ver él con la desaparición de Daniel.

    Esa noche, entre juego y realidad, mientras nuestras madre y abuela cocinaban la cena, nosotros salimos a recorrer el campo con unas linternas con la excusa de ir a buscar a Daniel. Tampoco es que fuéramos muy lejos, pero ya que el terreno colindaba con un bosquecillo, decidimos pasear un poco entre los árboles a ver si encontrábamos alguna pista, ya que la otra casa que colindaba con el bosque, era la de Don Rosendo, y si él tenía algo que ver en todo esto, seguro habría una pista allí. Al menos, en nuestra lógica de niños, eso era lo mas coherente.

    Al entrar al bosque, todo se nos mostraba de manera tenebrosa. La luz que llegaba desde la casa era escasa y el brillo de la luz lunar hacía que todos los eucaliptos se vieran más tétricos que de día, con sus hojas en forma de garra nos hacían pensar que cobrarían vida en cualquier momento, pero el susto y la adrenalina que conllevan estaban batiéndose a duelo dentro de nosotros y estábamos a punto de salir corriendo, pero al mismo tiempo movidos por el morbo de adentrarnos cada vez más.

    —¿En serio crees que Daniel podría estar aquí? —decía Javiera mientras se escudaba a mis espaldas, como si los árboles la fueran a atacar en cualquier momento.
    —No lo sé, pero si Don Rosendo le hizo algo, debería estar por aquí.

    Y entonces fue que nos helamos. De entre los árboles apareció la figura de un hombre alto y completamente vestido de negro con una chaqueta larga y un sombrero que le cubría el rostro. Su sola presencia entres los eucaliptos nos hizo brincar del susto y salir corriendo del bosque tenebroso entre ramas bajas que intentaban apresarnos entre sus garras hasta llegar al patio de la casa, donde de súbito el bosque se veía menos peligroso.

    —¿Qué sucede? ¿Por qué vienen gritando? —nos preguntó la abuela.

    Ambos nos miramos pensando en cómo responder, pero sabiendo las reacciones de la abuela ante éste tipo de situaciones, con los ojos nos dijimos que no contaríamos nada y en medio del habla nos inventamos una excusa entre ambos. Que había un perro suelto, que nos comenzó a ladrar y que por eso nos asustamos.

    —Bien raro el perro —dijo ella —, porque no escuché ningún ladrido. Bueno, entren a comer, la cena está lista.

    La cena nos hizo olvidar un poco lo ocurrido, pero nada nos quitaba de la cabeza que aquel ser que vimos entre los árboles no era ni más ni menos que el mismo Mandinga y que, seguramente, lo veríamos de nuevo, por lo que a medida que íbamos terminando la comida, iban también creciendo las ansias de tener que irse a dormir, porque estaríamos entonces solos y vulnerables. La abuela fue la primera en irse a dormir y mientras mi madre recogía la mesa, nosotros decidimos hacerle un par de preguntas.

    —Mamá —la llamé — ¿Qué piensas tú de Don Rosendo?

    Mi madre se volteó a verme y guardó silencio por unos segundos mientras pensaba en qué responder, porque al parecer la pregunta la tomó de imprevisto.

    —Pues, no sé en realidad —dijo finalmente —. La abuela dice cosas de él desde que tengo memoria y nunca tuve la oportunidad de acercarme realmente a él, pero creo que debe ser solamente un hombre solitario.
    —¿Y por qué a la abuela no le gusta él? —preguntó mi hermana.
    —Bueno —dijo mi madre mientras vigilaba el pasillo a ver si no aparecía la abuela —. Pasó hace tiempo y tiene que ver con esta casa. Resulta que era del abuelo y como les contó Don Rosendo, ellos dos eran muy amigos desde pequeños. Al parecer, antes de morir, él le había prometido dejarle la casa, pero como no había dejado nada por escrito, la abuela es quien tenía el derecho sobre el terreno. Don Rosendo intentó muchas veces enfrentar a la abuela y eso generó muchas discusiones entre ellos, pero como ven, eso ya no ocurre. Don Rosendo vive tranquilamente en su casa donde no molesta a nadie, sin embargo, la abuela aún le guarda resentimiento.

    —¿Y por qué dice que es brujo? —pregunté yo de nuevo.
    —Ya, suficiente —dijo mi madre —. Es tarde y no estoy para responder tantas preguntas. Dejen en paz el asunto de Don Rosendo. No es más que un anciano y punto.

    Pero, ¿y si él había llamado al Mandinga? Definitivamente esa noche sería otra noche en vela. La imagen del hombre vestido de negro entre los eucaliptos no nos dejaba dormir y otra vez nos vimos juntos bajo las cubiertas. Conversamos sobre todo lo que había pasado ese día y en lugar de calmarnos, parecía que aumentaba el temor de cada uno.

    —¿Y si nos viene a buscar? —decía Javiera entre sollozos.
    —Mejor no pensar en eso —le decía yo para tranquilizarla.
    —Pero ya nos vio en el bosque, seguro lo molestamos y vendrá por nosotros.
    —¿Y cómo va a entrar a la casa? Seguramente haría ruido y, cuando lo haga, nosotros podemos salir corriendo.

    Pero entonces sentimos un ruido desde la puerta exterior que nos inmovilizó en lugar de hacernos correr y ambos nos observamos temerosos. Javiera tenía lágrimas en los ojos y se abrazaba a la almohada con toda su fuerza mientras yo me mordía los miedos y trataba de infundirle seguridad. Entonces, para tranquilizarla, decidí mirar por la ventana lo que estuviera en la puerta, ya que consistía solamente en una reja metálica y todo lo que pasara por fuera, era totalmente visible. Pero horror me causó lo sorpresa de ver la puerta abierta y, en el mismo portal, al hombre vestido de negro que se encontraba totalmente inmóvil con sus manos en los bolsillos de la chaqueta. La noche estaba igual de oscura de no ser por los pocos postes de luz que habían ya instalados y que le daban un toque aún más tétrico a la situación. No había más ruido que el del viento y el de nuestros corazones acelerados. Ambos estábamos tragándonos el susto y yo comencé a lagrimear sin querer mientras se me apretaba el pecho del susto. No sabíamos qué hacer, pero mientras pasaba el tiempo, el hombre seguía tan inmóvil como siempre. Entonces sentí el ruido de mi madre yendo hacia el baño que estaba en el exterior y temí por su vida, lo que provocó que me moviera rápidamente para advertirle.

    —No mamá, por favor no salgas, por favor —le dije apenas la vi y Javiera y yo la tomamos de las manos para impedirle avanzar y entonces la abrazamos con los ojos llorosos.

    Al correr por el pasillo para alcanzar a mamá, la abuela se despertó y se nos unió también.

    —Es que una ya no puede dormir tranquila —dijo mientras se ponía la bata por el pasillo —. ¿Qué está sucediendo?
    —Lo mismo quisiera saber yo —dijo mi madre —. Estaba yendo al baño y los niños me detuvieron. ¿Por qué están llorando? ¿Qué es lo que vieron? —Nos preguntó finalmente a nosotros.

    Le contamos del hombre en el bosque y que ahora, el mismo se encontraba en la puerta de la casa y que no sabían cómo la había abierto. Que por favor no saliera, no fuera a ser que la atacara o quién sabe qué cosa. La abuela fue inmediatamente a buscar el rosario para ponerse a rezar, porque no podía ser otro que el Mandinga, Dios mío santo, qué íbamos a hacer. Mi madre entonces comenzó a decirle a mi abuela que era todo culpa de las historias que nos contaba, que seguro era un hombre perdido en busca de ayuda o un borracho más que se equivocó de casa, que a lo mejor hasta era Daniel y que nosotros no lo habíamos reconocido por el miedo. Pero mientras mi madre se acercaba a la puerta para ir a hablar con él, mi abuela intentaba detenerla a súplicas y nosotros no sabíamos a quién creerle. Entonces cuando finalmente abre la puerta, el ave negra del otro día entra precipitadamente y se lanza contra la abuela ante los gritos de todo el mundo. Rápidamente, mi madre toma el bastón de la abuela que lo dejaba siempre apoyado al lado de la puerta y golpea fuertemente al ave que, revoloteando erráticamente, intenta salir, pero estando ya en el umbral de la puerta, mi madre logra tirarlo fuera de un solo golpe con el bastón. En ese mismo momento y como por arte de magia, el hombre que se encontraba en la puerta se desplomó en el piso como un saco de papas y las luces de las casas vecinas comenzaron a encenderse por el ruido.

    Me gustaría decir que esta historia tiene un bonito final, pero no es el caso. Tanto fue el susto de mi abuela que, ante el llanto de todos se fue de éste mundo en un paro cardíaco esa misma noche. Los vecinos se acercaron para ver qué sucedía por los gritos y al revisar el cuerpo del hombre de negro desplomado en la entrada, se dieron cuenta que no era sino Daniel y que el cuerpo estaba moreteado entero como si se hubiese caído de un barranco. El cuerpo del ave lo quemaron los vecinos, seguros de que se trataba de un brujo y, al revisar la casa de Don Rosendo, no les cabía duda alguna, puesto que la casa estaba totalmente vacía y no encontraron ninguna pista de su paradero. Mi padre llegó al otro día y decidimos hacer el funeral de mi abuela en el mismo pueblo donde ella vivió por tanto tiempo y toda la familia se reunió allí para despedirla con los ritos de campo que ella misma les había enseñado.

    Nunca lograré esclarecer totalmente el misterio de esas últimas vacaciones en el campo, las más cortas de todas, puesto que luego del funeral, mi madre decidió partir inmediatamente y sin mirar atrás. Claramente siendo la hija mayor de mi abuela y tras su muerte, debería pasar a ser la dueña legítima de ese terreno, pero ella no estaba contenta con ello.

    —Después de estos días, el que quiera quedarse con esa casa, que se la quede —dijo, antes de irnos —, pero se las tiene que ver con el Mandinga.

    Nos llevamos todo lo que pudimos cargar en la camioneta y entonces partimos de aquella casa con un montón de dudas que hasta el día de hoy ni yo ni Javiera hemos podido darles respuestas.

    Mientras nos íbamos lentamente por el camino de tierra, Javiera y yo estábamos mirando por la ventana cuando pasamos frente a la casa de Don Rosendo. Eran eso de las nueve de la noche y comenzaba a oscurecer. No le contamos a nadie, para no seguir con todo éste cuento, pero estamos seguros de haber visto una luz encendida y un pájaro negro despegar desde el techo de la casa.
     
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    AikoSan

    AikoSan Entusiasta

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    Bravo, sí señor.
    Has mantenido la tensión de la historia durante toda la narración y te felicito por ello. Las escenas finales, cuando el hombre está en la puerta me tenían ya con los pelos como escarpias xD
    Me gusta mucho tu forma de narrar. Es muy familiar y muy amena. No se hace nada pesado leer pese a ser un capítulo bastante largo. Y las conversaciones son muy reales.
    Excelente la historia del Mandinga, espero seguir leyendo cosas tuyas :3
     
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    Knight

    Knight Usuario VIP Comentarista Top

    Libra
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    Ohhhh <3 a esto es a lo que me refería. Y vale que en latinoamérica no abundan las historias de este tipo... Supiste aplicar bien todo, me gusta que hayas tomado algo acorde a las leyendas de pueblo sobre el diablo. En lo personal casi no he escuchado el pseudónimo de Mandinga, conozco algunos apodos como el chanclas (?).

    Excelente ambientación, me alegra saber que puedes desarrollarte en casi cualquier género Lion :3 el terror es uno muy difícil de manejar aunque cueste creerlo. Pues no solo trata de gritos, fantasmas o asesinos. El terror consiste en mucho mas que eso, es una lástima que Hollywood y la televisión hayan distorsionado y simplificado así mi género favorito, pero me alegra saber que aún existen escritores que pueden hacer una historia terrorífica y de calidad.
     
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    Atl

    Atl Usuario popular

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    Las leyendas e historias de aparecidos son de mis favoritas, las leo y las escucho con deleite desde que puedo recordar. Ésta es bastante buena, siendo sincero llegué a sentir miedo en un momento, pero aún así tienes ligeros tropiezos que dañan el sentimiento que se puede crear. El narrador en ocasiones explica demasiado y algunos detalles innecesarios, uno de los puntos más importantes en este género es la indeterminación, dar pocos detalles, que el lector no sepa exactamente lo que está pasando. También la muerte de la abuela no es realmente impactante, simplemente me cuentas que muere y ya, no hay más, no es un personaje con el que empatizará y muriendo de una manera tan abrupta no provoca mucho. En general son detalles que deben ser pulidos, pero la narración es buena. Otro detalle más no es realmente necesaria la aclaración de quién es el mandinga antes del cuento pues en el mismo lo explicas.
     

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