Microrrelato Maldita amistad

Usualmente todo era carcajada, todo era seriedad. Estábamos conectados, la risa de él era importante porque me hacía existir dentro del grupo, la de ella me daba sentido. Forma y destino. La mía, en cambio, estaba, solamente eso. Éramos pocos y con el tiempo aprendimos a llevarnos de todas las formas posibles menos una, una que me arrepiento de haber tocado, de haber percibido, de haber intentado. Una que quedó atrás, atrás.

Yo solía vagar con él en el cuestionamiento de cosas, según él serias, para mí vagas y absurdas, dignas de todo progresista y productivo. Pero no importaba, todo aquello que decía me daba presencia, me permitía sentir que estaba para ellos cuando normalmente no lo estaba. Porque cuando se trataba de mi angustia, de mí pena y mi desgracia, era el único dentro del aula.

Por otra parte, ella igual o peor era, pero, no importaba. Sus tiernas facciones y simples discursos, me envolvían como las suaves caricias de una fría noche. Enternecido por el beso prófugo que promete y escapa. Por esas manos que cubren en afán de calma y seguridad, y por ese abrazo que pudo exclamar suplició cuando yo me iba. Por esa sonrisa que, por más extraña que parezca, te invita a volvernos, en un solo toque tierno y cariñoso, uno. Uno en donde se comparte el ánimo del mañana, donde la esperanza brota como si escribiese un destino, no el mío sino el nuestro.

Era tarde y yo caminaba con ellos dos en la salida del colegio, en un solo paso, todo regresaba. Mi desgracia, mi dolor. Él se le acerco melosamente para besarla con fuerza en su redonda y fina mejilla. El pasillo de escaleras se alargaba, el entorno se oscurecía. A lo lejos había un túnel amarillento al que me acercaba sin temor ni motivo. Los pasos eran lentos, el viento soplaba mientras se desvanecía. La mirada se perdía y solo esa luz me permitía seguir. No fue entonces, cuando cruzaba el asqueroso entorno, que la luz se desvaneció y todo se fragmento. Los trozos volaban, y como espejos me reflejaban… lo reflejaban. A él, con una sonrisa negra y confianzuda, caminaba entre aquellos. Donde él estaba, yo rompía con mis brazos ciegos y desatados. Hasta que, sin previsión alguna, enfrente mío ahí estaban los dos permitiéndose ese viaje fugaz. Ambos me miraban con esa risa silenciosa, esa mirada de desprecio. Inmóvil, con la sangre brotándome de la espalda, caí de rodillas para ver cómo se iban hacia una luz, blanca y resplandeciente que me cegaba. Desafiando a la luz, abro la mirada para darme cuenta que ya era de mañana, y con una lágrima en el ojo, saber que era un nuevo día.

-26 de octubre del año 2016​