Colección Los hijos del Océano

Tema en 'Novelas Terminadas' iniciado por Gigi Blanche, 25 Febrero 2020.

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  1. Threadmarks: Los hijos del Océano
     
    Gigi Blanche

    Gigi Blanche Equipo administrativo Game Master sixteen k. gakkouer

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    Escritora
    Título:
    Los hijos del Océano
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    3
     
    Palabras:
    3104
    N/A: Esta es una serie de tres one-shots que escribí de forma bastante independiente y sin una conexión adrede, al menos no con la pura intención de actuar como secuela. Con el tiempo fueron mutando bastante hasta derivar en esto: una suerte de historia algo extraña con un hilo conductor más o menos débil, pero existente.






    Para Gustavo, el loco ermitaño de los gatos y los libros. Hace poco falleciste, y nunca tuve la oportunidad de contarte que esta historia, a decir verdad, la escribí pensando en vos. Hoy la publico acá y quizá consigas leerla desde algún lugar remoto, ¿quién sabe? A veces, aunque sea por un momento, me gusta creer que este tipo de fantasía puede ser real. ​


    Ojalá ahora descanses en paz.
    .
    .

    Los hijos del Océano


    El día de mi muerte el viento soplaba húmedo y frío, como era lo usual.

    Solía pasar la mayoría de mis tardes allí, sentado al pie del acantilado. No me molestaba ir pues vivía muy cerca; para algunos demasiado. Lo que al comienzo había interpretado como un castigo era ahora mi razón para seguir viviendo. Una pequeña cueva entre las rocas, unos cuantos libros, y el Océano. Ver a las nubes grises danzar, al sol blanquecino sobre ellas, y a la marea ligeramente embravecida por debajo era una terapia reconfortante, tanto para mi mente como para mi alma. Al cabo de los años logré encontrar en la contemplación del Océano un refugio dentro del cual sanar.

    Sí, tengo mucho por lo cual agradecerle. El murmullo ronco y constante del oleaje contra las rocas había conseguido traerle semejante paz a mi existencia como ningún otro remedio artificial lo había logrado. Sin embargo, poco tardaría en recordar que una existencia tranquila posee de hecho poco valor por sí misma. Y de este modo descubriría la verdadera razón por la cual ese día me encontraba allí, como cualquier otro día del año, sentado al pie del acantilado.

    Sí, estoy aquí contándoles sobre el día de mi muerte. Pero, como suele ocurrir en la vida, este día no podría comprenderse sin considerar todos los años que lo precedieron.

    Todo comenzó con un bote. Un simple y pequeño bote, acercándose lentamente desde mar adentro. Nadie remaba, y por lo que alcanzaba a divisar, siquiera había alguien a bordo. En ese preciso instante comencé a sentirme curiosamente adormecido; fue una leve ensoñación, mis ojos pesando como dos sacos de plomo. Aconteció tan brevemente como quien se queda dormido sin notarlo y despierta apenas con un leve chasquido. Me incorporé, entonces, y fui derecho hasta la costa, donde recibí al bote que había arribado sin altercados. Dentro había un niño. Un pequeño, hermoso y curiosamente translúcido niño. Su piel era tan blanca y parecía tan fina como una hoja de papel. El cabello, largo y enmarañado, poseía una consistencia similar a la de la espuma. Lo ayudé a descender del bote y no pude más que quedarme prendado de su tan exótica y particular belleza. Sus grandes ojos contemplaban la arena extasiados, y se asombraba a cada paso que daba. Intenté saber su nombre, mas el muchacho no contestaba. No estando muy seguro de qué hacer al respecto, permanecí de pie frente al Océano apenas unos escasos segundos; y cuando volví la vista, el niño ya no estaba. Lo busqué a lo largo y ancho de la playa, en los acantilados, dentro de mi cueva. Pero el muchacho había sencillamente desaparecido, y pasó a ser entonces parte de mis recuerdos. Como aquellas experiencias oníricas tan reales que permanecen por un largo tiempo en la vigilia.

    Transcurrieron un par de meses hasta que ocurrió una situación casi idéntica. Descansando en los acantilados, vi otro bote a lo lejos. El mismo cansancio repentino, la misma sensación de efímera ensoñación. Era otro niño, tan fantástico como el anterior, el cual también desapareció en un instante de descuido.

    Así, incontables botes con incontables niños se acercaron a estas costas y desembarcaron en el transcurso de mi larga vida. Al comienzo, mi deseo por asistirlos me impulsaba a intervenir en su camino. Pero tras largos años de frustración y derrota decidí ya no ceder a mis impulsos: los tiernos hijos del Océano debían trazar y definir sus propios límites, en función del destino que —conscientes o no— se les había sido otorgado.

    Sí, había decidido llamarlos los tiernos hijos del Océano. Aunque ninguno hubiera emitido palabra inteligible alguna, lo cierto es que desde el primer bote había comenzado a tener sueños. Sueños donde oía cosas: palabras al azar, algunas frases incomprensibles, el rugido de las olas, y risas. Muchas risas. Todo amalgamado en las profundidades del Océano, o al menos así se sentía. Porque al despertar, pese a mis exhaustivos intentos por rescatar algún fragmento coherente, no lograba hilvanar idea alguna. Fue recién con el paso de los años cuando una mañana como cualquier otra, descansando en la playa, las palabras vinieron a mí de improviso; como si hubiesen estado siempre allí, sólo que dormidas. “Los tiernos hijos del Océano”, murmuré. Y desde entonces, no pude quitarme la idea de la cabeza.

    Varias décadas transcurrieron. Ya cuando mi cabello había perdido todo su negruzco espesor y mi columna no lograba mantenerse recta, el último bote se materializó en el horizonte. Me sentí desfallecer una vez más, mis ojos se cerraron pero mis oídos por fin se habían abierto; y entonces, comprendí por fin lo que hasta el momento había sido similar a un canto de sirenas.

    El agua mece la canoa de lado a lado, suavemente. Cierro los ojos y lo escucho. El débil crujido de la madera añeja. Bajo mis pies, bajo mis manos. Se une en taciturna melodía con el canto perezoso de las ballenas a lo lejos. Y me muevo de lado a lado; suavemente, lentamente. Las yemas de mis dedos recorren y sienten la madera de este bote. Gentil y tozuda, algo rasposa. La sienten y pienso que sabe a piel. La piel real de una persona real. No impoluta, tampoco nívea y cremosa, sino así: gentil y tozuda, algo rasposa. Esa es una piel capaz de contar historias. Esa es la piel de este bote.

    Sonrío y mi boca se humedece con lágrimas. Son saladas, como el mar. Estoy hecha de él y yazco aquí, sentada, dentro de este bote.

    Somos océano. Somos un enorme e inconsciente poder de la naturaleza capaz de casi cualquier cosa. ¿Es infinito lo que traza sus límites más allá de nuestra capacidad de comprensión? Desde este lugar, en este bote, el océano nunca había acabado para mí. No conocía sus dimensiones, no era consciente de su verdadero talante. ¿Eso lo hace infinito? ¿Eso nos hace infinitos?

    Da miedo. Aterroriza, de hecho. Abandonar lo conocido, embarcarse en la búsqueda de los propios límites. Para conocerlos, para admirarlos de lejos, o para enfrentarse a ellos y ampliarlos. Quién sabe. Ya he mirado lo suficiente hacia atrás, pienso, y sin embargo, también sé que no seré plenamente consciente de lo que estoy sacrificando hasta que, al darme la vuelta, ya no pueda ver lo único que he conocido mi vida entera. La última vez que me giré, tomé una enorme bocanada de aire frío y húmedo y me despedí del océano. Allí, a unos cuantos metros, alcancé a divisar su triste sonrisa. Entonces pensé en todas las ocasiones en las que contemplé aquel mismo cuadro y, sin embargo, fui incapaz de decodificarlo. Aunque no me extraña; no es la primera vez que sucede.

    A la marea le encanta hacer eso. Acerca consigo retazos de un pasado lejano, los desliza sobre el agua en perfecta sincronía con el oleaje. A veces tan, tan cerca, que bastaría estirar el brazo para alcanzarlos. Pero en el momento justo los aleja velozmente, y desaparecen en un parpadear. Los retazos se sienten entonces como sueños, y se entremezclan con los propios recuerdos y anhelos más profundos. A lo largo de los años se ha amalgamado así mi mundo en una gran proyección brillante donde no diferencio la realidad de lo ideal. Pero de algo estoy segura: el océano, del cual estamos hechos, intenta hablarnos. He sentido su caricia mientras duermo, la voz suave y divina murmurando verdades en mi oído. ¿Por qué yo?, me pregunté entonces. Sé de la existencia de muchos otros como yo en el mundo, de humanos que caminan y moldean la tierra. ¿Por qué era la única allí? ¿Por qué sólo yo puedo escucharte? Es todo tan vago y difuso. Necesito hallar respuestas.

    Por eso he elevado mi ancla y lloro. Lloro mientras me alejo. Lloro para no inundarme. Lloro y sonrío porque te debo tanto… Lo has sido todo. Pero ahora debo permitirme definir mis propios límites y diferenciar la realidad de este paraíso idílico de ensueño.

    El día que conocí a la niña y el día de mi muerte fueron los mayores puntos de inflexión de mi vida. Y comprendido entre ellos, aconteció la experiencia más sublime y hermosa con la que cualquier ser humano podría soñar. Desde el primer niño me había vuelto devoto del Océano, considerándolo casi una divinidad. Me arrullaba, apaciguaba los tormentos de mi pasado, me permitía dormir en paz. Al cabo de los años había desarrollado una habilidad casi sobrenatural para comprender el significado de lo que las olas susurraban al impactar contra las rocas. Pero desde la llegada de la última niña, el Océano cerró las puertas de mi entendimiento y se sumió en un profundo silencio. No lo comprendía al principio, me sentía traicionado. El Océano era sabio, sin embargo, y todo lo que no dijo bajo el sol y la luna comenzó a murmurarlo en mi oído mientras dormía.

    Así aprendí que la niña desconocía la cantidad de verdades que sabía. No tenía idea acerca de la enorme riqueza contenida en su haber. Desde que sus ojos se abrieron por primera vez, Él comenzó a murmurarle al oído. La niña creció así asimilando su entorno como el habitual. Su cabello se tornó suave y brillante, espumoso, y sus pies aprendieron a sostener su peso. Desde la primera risa cantarina, su presencia alegró a delfines y mojarritas. Era la tierna hija del Océano, concebida por el germen más puro del planeta.

    Un día, como todos sus tiernos hijos anteriores, la niña se alejó. Decidió conocer aquel misterioso mundo de sus fábulas, el reino de tierra y arena construido por nosotros, los antiguos hijos del Océano, allí donde la marea acariciaba las costas y se retiraba. Triste pero decidida, así, la niña se alejó. Elevó ancla y se despidió del Océano, quien lo había sido todo.

    La niña desconocía la cantidad de verdades que sabía, eso es cierto. Pero más cierto era aún que ella, creyéndose autora y señora de sus pensamientos, no tenía idea acerca de la persuasión directa del Océano en su tierna mente.

    De esta forma, tras muchos días y otras tantas noches de viaje, finalmente llegó. Fui testigo del momento en que sus pies suaves y libres de callos presionaron la arena por primera vez. Sus ojos estaban llenos de emoción y curiosidad. ¡Tan pura e ingenua era! Mas yo conocía mejor que nadie la especie a la cual pertenecía, y sabía que el brillo titilante de su mirada tardaría muy poco en oscurecerse. Así había sido siempre, con cada tierno hijo del Océano que arribó a estas costas. Mi corazón se había comprimido siempre en un puño tembloroso cada vez que, delante del sol naciente, había visto un pequeño bote acercándose.

    Pese al éxtasis breve y pasajero del momento del arribo, nunca me había sentido particularmente conectado con alguno de los niños anteriores. Permanecían unas semanas en mi consciencia y luego se evaporaban. Pero con la última niña fue diferente. Aparecía en mis sueños, fui testigo de sus pies andando la tierra. Durante años la vi explorar, conocer, crecer y madurar. La vi llorar y reír, ser amada y traicionada. Y yo lloré y reí con ella, pues su presencia constante al fundirse la noche me enseñó a amarla profundamente. Me enamoré de su pureza tan particular, de su caminar liviano pero firme, de su brillante alma. Amarla fue la experiencia más cálida y magnífica de mi vida; pero también significó muchísimas veladas de tormento y angustia. La última noche que soñé con ella me desperté sudado y tembloroso. Fue cuando el destino de la niña sentó las bases de su propio fin. Duró apenas un instante, esa chispa seductora y maliciosa, la primera mancha de pestilente humanidad oscureciendo su alma. Era tan pequeña como la cabeza de un alfiler, pero entonces lo supe: eso era todo lo que siempre necesitó el Océano, lo único que hacía falta para que sus tiernos hijos no pudieran volver jamás a casa. Y eso, para el Océano, era la muerte.

    Entonces, cuando la niña murió, cuando la hermosa y amanerada joven en la que se había convertido olvidó sus orígenes, dejando lugar a la inmundicia en su corazón, el Océano rugió y se sacudió furioso contra las costas. Su dolor era tan intenso que incluso pude palparlo con mis sucias manos, manchadas de tentación, vanidad y, en definitiva: humanidad. Estaba sufriendo; lo supe porque no reparó en esconder su majestuosa naturaleza al acercarme a Él. Sufría como si mil y una estacas de vidrio le atravesaran el alma. No pude sino llorar. Lloré junto a Él, y mis lágrimas se mezclaron con su mar de agonía.

    Lloré por la muerte de la tierna niña, por la fragilidad de su tonta mente, y de todos los que la antecedieron. Muertes que, fueran o no en vano, se habían perdido como ínfimos granos de arena en la inmensidad de un desierto. Lloré por el Océano, magnánimo y glorioso un día, y ahora tan solo y desesperado. Lloré por la pérdida de la pureza característica de los tiernos niños. Lloré por el olvido de nuestras raíces. Lloré porque mi memoria era también como la de un mero grano de arena: inservible, inútil, incapaz de enfrentarse a las masas históricamente ignorantes.

    Y allí me quedé. Me resultaba tan repulsiva la idea de volver a mezclarme entre mis pares que, agotado y lleno de dolor, allí me quedé. Cerré los ojos y dejé que el Océano me llevara consigo, al lugar donde sus tiernos hijos habían nacido. Sabía que yo, roto y sucio, sería incapaz de sobrevivir en semejante paraíso. Y sin embargo, allí me quedé, pues prefería saborear la verdad durante escasos segundos antes que continuar mi miserable vida hundido en la ignorancia.

    Y así fue. El Océano me arrulló, y en mis últimos minutos de vida murmuró todas las verdades a mi oído.

    Estamos hechos de Océano; fuimos moldeados a su imagen y semejanza. Pero era tan vasto e imponente que nos alejamos de Él, y en cambio decidimos dominar la tierra. La caminamos, la conquistamos, y moldeamos la arena a nuestra imagen y semejanza. Entonces, creyéndonos dioses, olvidamos al Océano. Poco a poco, las raíces de nuestra existencia se desvanecieron de la memoria colectiva y tan sólo perduraron como leyendas en las creencias de unos pocos hombres. Envueltos en una penosa, frágil y discutible sensación de magnanimidad, primero explotamos a las especies que impunemente consideramos inferiores. Luego, comenzamos a jerarquizarnos y a señalarnos entre nosotros mismos. ¡Nosotros! ¡Todos nacidos de la misma carne!

    El Océano nunca antes había conocido un dolor como el que sintió al ver a sus propios hijos aniquilándose entre ellos. ¡Oh, tan pobres y estúpidos éramos! Pintarrajeamos las vendas en nuestros ojos con sueños hedónicos y aires de grandeza, y nos convencimos de que esa era la única realidad que teníamos. Pero, ¿cómo el Océano habría podido guiarnos ya? Habíamos perdido el rumbo hacía demasiado tiempo. Nuestras mentes, alguna vez con tanto potencial, pero ahora estrechas y tozudas, jamás serían capaces de escuchar y comprender lo que el Océano quería decirnos. No, ni siquiera habríamos de intentarlo. Nos asustaríamos y cerraríamos nuestros ojos y oídos, achicando cada vez más los límites de nuestro mundo. Por desgracia, era lo normal: ¿de qué nos servía prestarle atención a lo ininteligible? Resultaba ridículamente fácil y mucho menos riesgoso etiquetarlo de inservible y arrojarlo lejos, fuera de los bordes, donde el ser humano nunca lo pudiera volver a alcanzar. Parecía ser el plan perfecto. Darle la espalda a lo que a uno lo atemoriza, sabiendo que no podrá tocarte, el tiempo suficiente hasta que olvides que está ahí. Pero había un detalle que los humanos habíamos pasado por alto: aunque no pudiéramos verlo, olerlo ni oírlo, estaba ahí. Siempre estuvo y estaría ahí. Y esa verdad encerrada bajo llave y candado en lo profundo de nuestras mentes atrofiadas, aunque hambrienta y oxidada, estaría también siempre allí. Era parte de nuestra esencia, después de todo. Una gota de alma y de agua indivisible de nuestros cuerpos.

    Era la gota de esperanza que el pobre, desgraciado Océano conservaba. Las circunstancias lo habían vuelto cruel y solitario. La tierna niña del bote, como todos sus tiernos hermanos anteriores, había elevado ancla y, tras volverse dos veces, ya no miró atrás. Esa fue la última vez que el Océano vio su hermosa sonrisa bañada en lágrimas. El dolor parecía no tener fin, así como tampoco la estupidez humana. Esta interminable batalla se parecía más bien a un círculo vicioso eterno y hastioso. ¿A cuántos más de sus tiernos hijos debería sacrificar en pos de salvar a la especie entera?

    Cuando comencé a ahogarme y los brazos del Océano me abandonaron con reticencia, librándome a mi suerte, no pude sentir odio ni rencor. El único sentimiento que bañaba mi corazón era un dolor tan profundo como el mismísimo Océano. Y entonces cerré los ojos.

    Ese fue el día de mi muerte. El día en que la tortuosa resignación pesando en la espuma del Océano marcó el fin de su pureza. Lo vi con mis propios ojos, fue la última imagen que se disolvió borrosa de mi retina: la primera mancha negra de pestilente humanidad, pequeña como la cabeza de un alfiler, oscureciendo su alma. Y de ello no había vuelta atrás.

    Si tan sólo hubiera sabido el Océano acerca de la terrible retroalimentación de aquel círculo vicioso, quizás le habría puesto fin cuando aún no era demasiado tarde. Pero ya lo era.

    Mientras más dioses se creyeran los humanos, más humanos se volverían los dioses.
     
    Última edición: 26 Febrero 2020
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    Los hijos del Océano
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    3
     
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    A su imagen y semejanza


    Él sabía que debía renacer de las cenizas. Pero luego de ahogarse con su propia sal, abrió los ojos para destruir el mundo. Sí, ese mundo de arena moldeado por las manos de sus propios hijos.

    ¡Corran! ¡Griten! ¡Huyan! Que nadie se apiade. Nadie mire atrás. Tienen prohibido verlo a los ojos.

    Entonces la divisó en medio de la muchedumbre. ¿Quería salvarla? ¿Debía hacerlo?

    Su pequeña hija, la última de su clase, para la que el tiempo —de repente— se había detenido, no corría ni gritaba; tampoco huía. Aunque el viento azotara, la marea avanzara y el fuego devorara el aire que respiraba, ella no se movía. Él se acercó con pasos temerosos, pues podía verla con la claridad suficiente para encontrar su reflejo en los ojos de la translúcida doncella. Y allí, donde pensó hallar las peores pesadillas deformadas por el hombre, sólo había una luz trémula y lágrimas de cristal mezclándose con la sal del mar. Entonces, la pequeña sin memoria extendió su brazo de arena y trató de alcanzarlo. Y él, con el pecho reverberando en sentimientos encontrados, lloró y gritó hasta consumirse. Alzó los brazos, enormes paredes de agua acumulándose, y supo que le era imposible destruir el mundo de sus hijos.

    Pero tampoco era capaz de perdonarlos.

    Entonces lo comprendió: ninguna divinidad, ni siquiera él, detendría el impacto de quien alguna vez fue su pequeña y tierna hija. Con el corazón convertido en piedra y alivio sobre sus hombros, simplemente la tocó. Y la pequeña y translúcida doncella comprendió su cristalización.

    No podía perdonarla, aunque tampoco podía matarla. Y aunque ello condenara su alma eternamente, necesitó vengarse de su hija.

    .
    .​

    Siempre pensé que al mundo le faltaba un color. Los años transcurrían, mi vida echaba raíces como la de todos. Pero una ausencia se revolvía en mi pecho a donde sea que fuera. Era angustiante pero también inquietante, y gracias a ese misterio volví a respirar cada día. En mis sueños permanecía tendida en una vasta y oscura inmensidad, dormida bajo el océano congelado del tiempo. Y cuando abría los ojos, mi única certeza era la ausencia de ese color.

    Mi color.

    Me adueñé de su inexistencia, ajena a todos los demás, pues era lo más propio que alguna vez había tenido. Era mi pequeño secreto. Todo lo que albergaba este cuerpo de arena, condenado a disolverse en el vasto infinito, era la seguridad de la ausencia. Eso era, eso es.

    La vida transcurrió, las lágrimas brotaron y las risas estallaron. Poco a poco, mis sueños bajo el océano menguaron y la ausencia de mi color, tan vivaz un día, comenzó a desvanecerse como arena en el desierto. Y cuando llegó el final, lo advertí siendo ya demasiado tarde. ¿Cómo podría haberlo notado? Me había vuelto tan mundana y finita como todos los demás. Jamás habría reconocido el comienzo del final. Esta trémula existencia, tan frágil como la luz de una vela en lo alto de la montaña, tuvo un inicio y a ese inicio se le puso un fin. Sólo que no lo supe, no tuve cómo, no desde la mañana que desperté habiendo olvidado mis sueños bajo el océano. ¡Qué gran ironía! Al menos la vela sobre la montaña estaba a salvo cuando los pies de arena que nunca reconocí, pero que ahora veía con aterradora claridad, se desintegraron mojados por la marea que avanzaba furiosa. Y el viento que azotaba me arrancó la espalda, y el fuego insoportable se llevó consigo el aire que al parecer respiraba.

    Lo vi, entonces. Lo vi destruyendo el mundo de sus hijos. También vi mi comienzo, así como mi final, pues sus manos de agua y sal se habían ensuciado con arena. Lo supe: él lo era Todo y quería reducirlo a nada. No pude sentir más que un dolor tan inmenso como el mismísimo océano, pues al verlo a los ojos comprendí la razón de mi existencia. Recordé mis sueños profundos, mi color ausente, y me congelé en el tiempo. Incapaz de moverme, incapaz de respirar.

    Comienzo y final giran en torno a la misma rueda. El llanto de un recién nacido y los pies descalzos de la arena sin vida, que discurre constante e implacable dentro del reloj del Todo.

    El tiempo se me había deslizado como arena entre los dedos desde el comienzo, y yo jamás había notado que mi color ausente se encontraba dentro de mis sueños bajo el agua.

    Que el Océano, el Todo, era mi color ausente.

    Fue una oleada de sabiduría que me golpeó el rostro con fiereza. En mis ojos translúcidos Él pudo verse reflejado y comprendió. Fue una ráfaga tenaz, un relámpago, apenas un instante de luz y caos, el momento en que nos tocamos. Y así comprendí.

    Él, mi vergonzosa ignorancia, este asqueroso cuerpo de arena, me habían condenado.

    Ser un espejo fue hermoso y doloroso. Estoy segura de ello, incluso si llamarlo así resulta hilarante. Tan sólo aparté la cobardía lo suficiente como para llamarla valentía, pero me permitió grandes cosas. Porque lo vi todo, y fui capaz de absorberlo y proyectarlo. Aunque nada de lo que haya reflejado fue alguna vez mío, sino… una ilusión. Eso es lo que es, eso es lo que fui. ¿Eso es lo que soy?

    La comprensión de mi color ausente fue súbita y efímera. Cuando Él retiró su mano de la mía sólo quedaron ideas vagas de mis sueños y copias imperfectas de la realidad.

    —Oh, mi pequeña hija, seré incapaz de detener tu impacto —dijo él, el Océano, aquella vez.

    Y mi color ausente, ¿cómo habría podido apropiármelo? Si él, ni ningún color fue mío nunca.

    —¿Tu color? Eres un espejo, doncella translúcida. Mi espejo, y el de todos tus hermanos. Tú no tienes colores.

    Se adueñó de mí. O tal vez fui suya desde siempre.

    Jamás pretendí salvarlos. Sólo quería rescatar mi cuerpo de arena hecho cristal. Pero Él me encontró entre la muchedumbre, la hija etérea convertida en arena que le había dado la espalda. Yo lo vi, y había tanta contradicción reverberando bajo su mirada pulcra como en mi pecho: lo amaba y lo odiaba, aunque me hiciera esto por Él y no por mí.

    Al cristalizarme y convertirme en espejo de la humanidad, el Océano desapareció y el mundo volvió a reposar en calma. Y yo, entre lágrimas, reí a carcajadas.

    ¡Qué gran ironía! Si tan sólo hubiera sabido cuán a su imagen y semejanza sus propios hijos habían moldeado la arena que Él tanto despreciaba.
     
    Última edición: 26 Febrero 2020
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    La sabiduría del eremita

    El día que lo conocí, el océano había amanecido calmo y sereno. Las olas llegaban a la costa con pereza, acariciando la arena y luego retirándose con un débil rastro de espuma blanca detrás. La brisa soplaba desde el Sureste, suave y silenciosa, quitándome el cabello del rostro a medida que caminaba. Mis pies iban descalzos, hundiendo apenas la arena húmeda, y de tanto en tanto los alcanzaba el rastro aventurero de alguna ola. Recuerdo haber inhalado con fuerza el aire con sabor a sal antes de abrir los ojos y encontrarme con él.

    Había llegado a esas costas hacía unos meses. Hasta ese día, no había tenido oportunidad de hablar con nadie. Tarareaba canciones, repasaba en voz alta mi inventario, o maldecía a todo pulmón cuando un pez se escapaba por séptima vez de mi trampa. También oía el sonido, desgarrador unas veces, silencioso otras, de las lágrimas corriendo río abajo por mis mejillas bronceadas. Nunca antes me había bronceado, mi madre y hermanas lo consideraban indigno. Decían que una piel tostada coincidía con quienes debían labrar la tierra de sol a sol, y que no sería conveniente que me confundan con una de ellos, pues mis labores eran otras. Ahora, sin embargo, mis mejillas eran similares al color de la arcilla.

    Cuando llegué aquí, antes que nada, advertí dentro de las cuevas un cofre pequeño depositado en el suelo. Los primeros días los dediqué a intentar aventurarme en los secretos que escondería dicho artefacto, presa de la mala curiosidad. Iba cerrado con llave, de modo que lo intenté con todo. Hasta que un día, andando por la costa, una ola me barrió los tobillos y sentí algo sólido golpeándome los dedos. Al agacharme, noté que era una llave amarrada a ambos extremos de una soga. La primera idea que cruzó mi mente, incluso a sabiendas de cuán improbable sonaba, fue correr a la cueva y probar suerte. Introduje la llave en la cerradura, tragué saliva, la giré suavemente hacia la derecha… y lo oí, el sonido del mecanismo cediendo. Conduje mi mano a la tapa, y durante un breve momento aprecié la textura rasposa de la madera añeja. Por primera vez advertí cuán sucio y desvencijado lucía, y pensé en la persona que tiempo atrás habría sentido la necesidad de cerrarlo a cal y canto y arrojar la llave al océano, de modo que nunca nadie, ni siquiera él, pudiera volver a abrirlo. ¿Quién era yo para ir en contra de ese deseo? La idea de que alguien imaginario me mirara con desprecio me oprimió el pecho; si había decidido huir fue porque no soportaría volver a recibir una mirada así. De modo que quité las manos de la tapa y giré la llave hacia la izquierda, sacándola de la cerradura y colgándola a mi cuello. No abriría jamás el baúl, pero tampoco quería deshacerme de esa llave; al menos no todavía.

    El día que lo conocí ocurrió unos cuatro meses luego de eso, cuando la soledad había comenzado a tornarse silenciosamente ofuscante y decidí que ese sería mi último paseo a lo largo de la costa. Me detuve en medio de la playa, me giré hacia el infinito horizonte y con toda la fuerza que me permitió el brazo arrojé la llave mar adentro. Entonces cerré los ojos e inhalé con fuerza el aire salado, despidiéndome de la llave, del baúl, del océano, y de toda la compañía que había recibido de objetos inertes durante ese tiempo. No habían sido malos tiempos, pero necesitaba volver. Incluso si eso significaba ser maltratada y vista con desprecio, necesitaba volver. Ya no toleraba la soledad. Entonces, al abrir los ojos, lo vi. Había un hombre, de pie junto a mí, observando fijamente el océano. Iba vestido con harapos andrajosos y llevaba una barba espesa y el cabello largo enmarañado, ambos de color blanco, en contraste con su piel. Era muy bronceada, justo como la mía. Me pregunté si él también viviría por allí. Sin importar cuánto tiempo lo observara, el hombre no parecía acusar recibo de mi presencia. Pero entonces, sin correr sus ojos del océano, me dijo:

    —Gracias por devolverme mi llave.

    Pestañeé, confundida. ¿Era el dueño de aquel baúl? ¿Devolvérsela significaba haberla arrojado al océano? Entonces recordé que era allí de donde había venido. Sin muchas dilataciones, simplemente contesté:

    —No ha sido nada, señor. ¿Podría facilitarme su nombre?

    —¿Mi nombre? Ya no lo recuerdo. —Se volteó hacia mí por primera vez, y advertí cuán cristalina era su mirada; un escalofrío me recorrió la espalda—. ¿Tú recuerdas el tuyo, pequeña?

    Sus palabras hicieron recrudecer la sensación y fruncí el ceño. Mi nombre… ¿Tenía un nombre? Debía tenerlo. Entonces, ¿por qué no lo recordaba? Una gaviota sobrevoló nuestras cabezas, haciéndome alzar la mirada, y advertí la sonrisa tan pacífica con la cual el hombre me veía. Su semblante, por alguna razón, me devolvió la tranquilidad.

    —Descuida —murmuró—, seguramente sea temporal. Estás viva, después de todo. Lo único irreversible es la muerte.

    —¿Qué hace aquí, señor? —inquirí, sintiendo la curiosidad de saberlo; esa misma curiosidad que me había impulsado, meses antes, a intentar abrir el baúl.

    —Vivo aquí, desde siempre. ¿Y tú, pequeña?

    —También, pero no desde siempre. Antes vivía con mi madre y hermanas.

    —¿Y qué te trajo aquí?

    La pregunta perforó mi pecho. Me mordí el labio y volví los ojos al océano, resultándome más fácil hablar si buscaba valentía en el rugido de las olas.

    —Huí. Vivir allí era demasiado doloroso, entonces una noche me escapé de la ciudad y llegué aquí. No sé cuánto recorrí, si estoy cerca o muy lejos. Pero cuando oí al océano… todo mi dolor se diluyó. Entonces supe que debía quedarme.

    —¿La soledad te ha curado?

    —Pensé que lo había hecho, pero ahora… creo que debo volver.

    —¿A ese lugar que te causó sufrimiento?

    Me llevé una mano al pecho, arrugando mi ropa, y descubrí que estaba buscando allí la llave que minutos antes había arrojado al agua.

    —Sí —admití, con un hilo de voz—. Sé que suena incoherente, pero este lugar también me causa dolor. Es un dolor diferente. Es… el dolor del silencio, se podría decir.

    —¿Y el de la ciudad? A ese, ¿cómo lo llamarías?

    La respuesta brotó de mis labios en un instante.

    —El dolor de la indiferencia. El dolor del desprecio, el dolor del rechazo.

    —¿Tu madre y hermanas causaron ese sufrimiento?

    —En parte, sí. Igual que todos. Las cosas cambiaron de golpe. Mi vida transcurría con normalidad, preparaba el desayuno por las mañanas y salía con mis hermanas por la tarde a hacer los recados que nuestra madre nos encomendaba. Hasta que un día, sin motivo aparente, mi familia rechazó el té que había hecho, escupiéndolo y bramando sobre cuán horroroso sabía. Después fui al mercado con mis hermanas, pero no me dirigían la palabra y los vecinos tampoco me devolvían el saludo. Cuando le entregué su ropa limpia a la señora que vive frente al parque, me arrojó una mirada desdeñosa, me arrancó la cesta de las manos y cerró la puerta. Al otro día, mis recados comenzaron a amainar. Hasta que una mañana, mi madre me comunicó en cortas y reticentes palabras que ya no acompañaría a mis hermanas. ¿Por qué?, le pregunté, muerta de pesar. Pero ella simplemente sacudió la cabeza y murmuró: a partir de hoy te encargarás de los cerdos y gallinas en el corral. Y esa fue mi vida durante varios años. Ya no salía de casa, y si lo hacía era de noche, cuando nadie andaba por las calles. Aún me permitían dormir dentro, pero ya no en la habitación, junto a mis demás hermanas. Tampoco me hablaban. Era como si mi presencia las indispusiera, no lo toleraban.

    —¿Por eso te escapaste?

    —En parte, sí. La noche que me fui tuve un sueño. No había imágenes, era tan sólo el rugido del mar fundido en un negro absoluto. Entonces me desperté con una voluntad imperante instalada en mi pecho. Sin reflexionar al respecto, tomé un abrigo y salí. Salí y caminé hasta llegar aquí y oír ese mismo sonido. Supongo que por eso sentí paz. De alguna forma, sentí que había llegado a donde debía estar. Pero ahora ese sentimiento ha desaparecido, y una vez más estoy llena de dolor.

    —Suena a que, sin importar donde estés, sufrirás de todos modos.

    —¿Eso es posible? ¿Puede una persona tener un destino tan desdichado?

    —¿Puede una persona tener un destino en absoluto?

    Volví mis ojos hacia el hombre, y entre las lágrimas advertí su sonrisa. Por alguna razón pensé que era parecida al océano. Su tranquilidad me calmó durante un breve instante.

    —No lo sé, señor. No sé qué debo hacer. No sé dónde debería estar. Sólo sé que ya no quiero seguir sufriendo. Estar aquí me causa dolor, pero si vuelvo… Si vuelvo y nada cambió, no podré soportarlo. No podré soportar la indiferencia de la gente una vez más.

    —Me has dicho que toda persona te ignora o rechaza, ¿verdad? De ser así, ¿cómo es que ahora tú y yo podemos conversar tan animosamente?

    Me encogí de hombros, sorprendida ante su pregunta, pues no lo había pensado hasta el momento.

    —Y la gente de la ciudad —prosiguió el hombre—, ¿por qué crees que actuaba como lo hacía?

    —No lo sé.

    —¿Se los has preguntado?

    —No.

    —¿Por qué no?

    —No lo sé.

    Me mordí el labio, pues me sentía estúpida. No sabía nada, esa era la respuesta a todo. El hombre, sin embargo, parecía satisfecho con mis respuestas; o, al menos, no se veía disconforme.

    —Te haré una pregunta más: ¿por qué no abriste el baúl cuando pudiste hacerlo?

    —Porque no lo sentí correcto.

    —Allí adentro hay dos cosas: un diario y un espejo.

    Sacudí la cabeza, apresurándome a detenerlo.

    —No, no me diga más. No estoy en el derecho de saberlo. Es su privacidad. Si la llave no hubiese sido devuelta por la marea, jamás habría tenido la oportunidad de saberlo.

    El hombre entornó los ojos y me sonrió con dulzura.

    —Siguiendo esa misma lógica, si la gente no hubiese comenzado a rechazarte, tú jamás habrías llegado aquí. ¿Te parece que existen las casualidades, pequeña? —Luego de una modesta pausa, prosiguió—: Como decía, dentro del baúl hay un diario y un espejo. Ambas cosas me pertenecen desde hace mucho tiempo. Ahora, si lo hubieses deseado, podrían haber sido tuyas. Sin embargo, me devolviste la llave. ¿Te arrepientes de eso?

    —Claro que no.

    —¿Por qué no?

    —Porque son sus cosas. Además, no las necesito. El diario es algo suyo muy privado, y el espejo es simplemente un espejo.

    —¿No querrías echarte un vistazo, luego de tantos meses sin ver tu reflejo? Es muy humano desearlo.

    Al oír sus palabras fui consciente de algo que había inadvertido hasta el momento: allí en la costa, jamás había sido capaz de verme reflejada en ninguna superficie. ¿Cómo era, entonces, que sabía acerca de la piel bronceada de mis mejillas? La respuesta me llegó de improviso, al mismo tiempo que una ola impactaba contra la costa y bañaba mis pies con agua helada. Un duro escalofrío me recorrió la espalda.

    —Sí me he visto. Todo este tiempo. Fue en sueños, mientras dormía. Me veía como si hubiese salido de mi cuerpo y presenciara las cosas que hice durante el día.

    De alguna forma, al ver su sonrisa, supe que era la respuesta que había estado esperando. Y me sentí profundamente identificada con el color agua de sus ojos. Entonces, recordé algo más.

    —Espejos… Luego de ese día, donde mi dolor comenzó, mi madre quitó todos los espejos de la casa. Cuando le pregunté al respecto, se cubrió el rostro con ambas manos y me dijo que no soportaba verse. Entonces yo pensé: al igual que no soportas verme a mí. Mis hermanas tampoco se quejaron al respecto. Incluso, a veces ocurría que encontraban su reflejo accidentalmente en la superficie del agua o en el vidrio de alguna ventana y las poseía una angustia horrorosa. Se largaban a llorar y permanecían en cama el resto del día. Esos ataques parecían recrudecer su postura hacia mí, pues esas eran las noches donde me enviaban a cenar fuera, junto a las gallinas, y me prohibían la entrada a la casa.

    —Y ese día que todo cambió, ¿era uno como cualquier otro?

    —Sí, como le dije hace un rato. Lo único que recuerdo del día anterior es que hubo una impresionante tormenta. Todos corrieron a esconderse en sus hogares y realizar sus plegarias. Parecía como si la ciudad estuviese a punto de ser engullida por la furia de la naturaleza. Pero a la mañana siguiente, el sol brillaba y no había indicios de semejante cataclismo. Incluso nadie hablaba de ello. Estuve a punto de preguntar, pero entonces comenzó mi propia pesadilla.

    —Esa tormenta, ¿cómo acabó?

    —Yo… no lo recuerdo. Mi memoria es confusa.

    Como mi nombre, pensé. ¿Desde cuándo no era capaz de recordar mi nombre?

    —¿No se sintió aquí, señor? —continué—. La tormenta, digo. Sé que fue hace varios años, pero realmente era enorme.

    El hombre sacudió la cabeza suavemente, cerrando los ojos en el proceso. Había tanta paz en cada uno de sus movimientos.

    —Aquí sólo existe el océano. Lo has sentido, ¿verdad? Su poder.

    Me volví hacia el mar, entrecerrando los ojos al recibir una oleada de viento marino en el rostro. El sol comenzaba a descender y la marea a subir, alcanzando mis talones poco a poco. Por supuesto que lo había sentido, sólo que no encontraba la manera de ponerlo en palabras.

    —¿Por qué está usted aquí, señor?

    —Porque aquí pertenezco. No tengo otro lugar adonde ir. —Se giró hacia mí—. Por eso pienso que deberías volver.

    Sus palabras me tomaron por sorpresa.

    —Debes volver —prosiguió—, y al hacerlo preguntarte: ¿qué, en mí, ha cambiado?

    —¿Eso resolverá mis problemas?

    —Esa será tu propia llave. Como bien sabrás, las llaves por sí solas no son de mucha utilidad. Pero, con la cuota de curiosidad necesaria, pueden ser capaces de abrir lo que sea. Haz que tu conocimiento sea el complemento de tu vida, pequeña. Eso es todo lo que puedo decirte.

    De alguna forma, al oírlo supe que el hombre estaba a punto de retirarse. Había cierta nota de angustia impresa en sus palabras, esa que sabe a despedida.

    —¿Y usted? ¿Se quedará aquí, solo? ¿No prefiere venir conmigo?

    Su sonrisa, tan calmada y hermosa como siempre, en ese momento me rompió el corazón.

    —No, pequeña, no. Yo ya tuve mi tiempo entre las personas, ya aprendí lo que debía saber. Ahora sólo me queda descansar.

    —¿Por qué ha interrumpido su descanso para hablar conmigo, entonces?

    El hombre fijó sus ojos en mí y fui capaz de apreciar el reflejo danzante del agua en ellos. Sus cabellos, de un pálido blanco, lucían más vaporosos que nunca. Entreabrió los labios, entonces, para pronunciar una simple y desgarradora frase:

    —Porque siempre deseé volver a verte, mi pequeña niña, hija del Océano.

    Y desapareció en un parpadear. El rugido de las olas y el viento contra mi cara inundaron mis sentidos, y yo me sentí incapaz de llorar. Llevé una mano a mi pecho, arrugando mi vestido, y sentí allí una dureza pequeña y fría contra la piel. La llave había regresado. De alguna forma supe qué era lo que debía hacer. Corrí hacia la cueva, y esta vez sí abrí el baúl. Porque ya no lo sentía suyo, sino mío. Tal y como el hombre había dicho, dentro del cofre sólo había un diario y un pequeño espejo, sucio y maltrecho, en el cual pude ver mi reflejo luego de tantos años. Alcé el diario, polvoriento y antiguo, y lo abrí en la primera página. Una simple frase se leía en letra negra manuscrita:

    Aquí yace el conocimiento de un viejo y solitario eremita.​

    El contenido del diario era corto y preciso, me llevó apenas tres días leerlo. Al finalizar, comprendí dos cosas: la experiencia ajena también puede convertirse en conocimiento propio, y es nuestro deber transmitir dicho conocimiento a futuras generaciones. Por ello estoy narrando estos acontecimientos. No puedo revelarles las verdades que encontré en el diario del eremita; tuve que atravesar muchos años de experiencias propias para llegar a ellas, y el camino de dos personas jamás se repite. Lo que sí puedo decirles es esto: fui un espejo. Realmente me había convertido en uno. La gente no toleraba verme porque, al hacerlo, encontraban en mí sus más profundos y reprimidos demonios. Luego de esa tormenta adquirí la facultad de demostrarle a las personas su genuina naturaleza. Junto al demonio siempre estaba el ángel, pero se hacía pequeño frente a sus ojos porque se dejaban dominar por el terror. Ser un espejo fue hermoso, pero también me enseñó muchas clases de dolores. El dolor de la indiferencia, el dolor del desprecio, el dolor del rechazo, el dolor del silencio. El último fue el dolor de la despedida. Pero todo ello fue necesario para que yo pudiera comprender mi cristalización: cómo, a partir de la arena en que me había convertido, fui moldeada en un espejo. Ahora lo entiendo claramente, porque pude romper el cristal que me envolvía al ver más allá de él. Las últimas palabras que me transmitieron la sabiduría del eremita fueron las que me facilitaron esta comprensión.

    Puso un enorme peso sobre sus hombros, pensando que no sería capaz de soportarlo, y esa fue su venganza. Pero yo creo que se equivocó. Condensó la arena que ensució su pureza y con ella la convirtió en un espejo; pero los espejos pueden romperse.

    Le concedió una vida sumamente difícil, mas no imposible. Al final, supongo que el Océano la amaba demasiado como para condenarla.


     
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    Kaisa Morinachi

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    Me es raro no ver ningún comentario por acá la verdad, así que supongo que haré el intento de dejar algo, independiente de que tan valioso resulte.

    Primero que nada, me costó leerlo, porque soy muy mala leyendo cosas largas, me dan ganas de tirar la toalla a la mitad, pero eso no significa que la lectura haya sido aburrida, todo lo contrario, era tan curiosa y me incentivaba a tratar de ir comprendiendo lo que se quería llegar a transmitir con tales palabras, así que a pesar de mi flojera por leer textos largos lograste mantenerme enganchada, así que punto bueno para ti.

    Segundo, últimamente me pasa que con ciertos escritos me da... ¿Escalofríos? Nunca me había pasado antes, creo, pero supongo que se debe a que ha logrado trasmitir bien una emoción ¿Cuál emoción es esa? Ni idea, no puede ser amor, ni tristeza, mucho menos alegría ¿Tal vez satisfacción? Podría ser, supongo, esa frase final fue la que logró hacerlo al fin y al cabo, una frase que según mi opinión fue bastante buen cierre, y tal vez ahí el sentimiento satisfactorio de haber comprendido por lo menos lo básico del escrito.

    No se que más agregar, estuvo narrado de manera bonita, el salto del narrador protagonista a la hija del Océano estuvo bastante bien, supongo que le dio algo más de dinamismo, aparte de que la manera en que lo presentaste evitaron confusiones y de paso aprovechaste las herramientas del foro.

    Ya lo mencioné, pero me gustaron bastante las últimas lineas, todo esto en especifico:
    Y todo este relato me hace creer que en verdad aprecias, respetas y admiras mucho la naturaleza y en especial el océano, eso es en verdad algo lindo, creo que no todos somos capaz de hacerlo.

    Eso sería todo mi comentario, no se si tiene más chamullo metido que valor real, pero aquí lo dejo, que no me parece justo que no tenga ningún comentario, aunque no se yo, tal vez te han comentado sobre el texto por otros lados. Un extra: Recuerdo haber leído el titulo de esta colección y nunca haber entrado a leerla, pero si llamaba la atención desde lejos, después de todo el titulo es bastante llamativo, y el relato aún más.

    Sin mucho más que agregar, me despido (muytemporalmente,seguro) Lo más probable es que me venga a dar otra vuelta por acá cuando encuentre la ocasión, para leer los otros dos textos.
     
    Última edición: 1 Abril 2020
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    Voy a ir comentando las historias una a una, si bien todas ellas tienen un hilo que las une me resulta más cómodo así.

    1. Historia: Ya desde el comienzo la historia me despierta curiosidad anunciando la muerte del protagonista, el inicio es atrayente. Según lo iba leyendo me ha venido a la mente crónica de una muerte anunciada. De las tres historias es con la que más me he identificado y por tanto, la que más me ha llegado. Me siento muy identificada con el disfrute del océano que tan bien describe el protagonista, el sonido del mar, las olas chocando contra las rocas, la tranquilidad que transmite ... Probablemente el significado de mi nombre hace que sienta una conexión especial.

    Me gustan esos saltos en el tiempo narrados de forma tan casual, lo hace más cercano. Esa experiencia tan mística de conocer a los tiernos hijos del Océano (me ha encantado esta denominación), mezclada con la sensación de unos recuerdos confusos, con ganas de saber más pero topándote con la incapacidad de lograrlo... ha sido una experiencia diferente y placentera. Lo envolvía una aura mística y especial de la que quería saber más, descubrir el misterio.

    Respecto al canto similar de las sirenas, el primer párrafo especialmente me ha parecido muy musical, como si me susurraran una nana al oido. Una melodía que se tranformaba en historia de una forma hermosa. Creo que si lo volvería a leer le encontraría más matices.

    Me gusta ese mensaje y reflexión que deja al final. Realmente la estupidez humana no tiene fin, esas ganas de ser los mejores, de poseer la tierra y todo lo que habita en él... una batalla sin fin. En contraste, el protagonista se deja llevar por el Océano, queriéndose unir a él sabiendo desde antemano las consecuencias, conociendo que no es lo suficiéntemente puro. Esta pregunta me ha maravillado: ¿A cuántos más de sus tiernos hijos debería sacrificar en pos de salvar a la especie entera?


    2. Historia: Ya desde el princicio he pensado que las frases tenían mucha potencia: "Él sabía que debía renacer de las cenizas. Pero luego de ahogarse con su propia sal, abrió los ojos para destruir el mundo." Escribes de una forma muy poética, es como si las palabras me envolvieran. Siento que es una historia hermosamente narrada pero que no la termino de entender. Quizás la tenga que volver a leer. Entiendo que el mar enfurecido con la humanidad quiere destruirlo pero ver a su hija, su reacción inesperada, se encuentra con sentimientos encontrados y no es capaz de destruirla del todo por eso la convierte en arena. Y ahí ya me pierdo un poco en las sensaciones siendo de éste material.


    3. Historia: Gracias a esta última siento que entiendo un poco mejor la historia: la chica especial que aparece en el primer relato rodeada de misterio se transforma en arena como castigo por perder su pureza. A su vez ésta arena se condensa/moldea y se convierte en espejo, lo que la hace tan desdichada entre las personas porque éstas ven reflejadas lo peor de sí mismas en ese espejo. Por consiguiente, al hacerlos sentir desgraciados la alejan y hacen que experimente distintas clases de dolor. Todo ello como consecuencia de una venganza impuesta por su padre el Océano, que incapaz de matarla le impone esa cruz. ¿Es algo así?

    Agradezco enormemente que ésta última historia me haya dado una visión más global de los sucesos. La lectura me ha parecido muy amena. Al principio me ha sorprendido que no ceda ante su curiosidad y vuelva a cerrar el baúl. Creo que en su situación lo hubiera abierto, pensando que estaba sola, sin replantearme que aquel objeto tendría dueño o algo que no debería descubrir. También que no recuerden sus nombres me ha parecido de lo más curioso. La conversación entre ambos ha sido de lo más entretenida, tenía ganas de ver qué desvelaba el hombre. Por último, me gusta el mensaje final, a pesar de todas las penurias que le hace pasar el Océano la ama.

    Me han dejado una sensación etérea.
     
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