Lo que desee la princesa

Tema en 'Relatos' iniciado por Kirino Sora, 11 Julio 2014.

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    Kirino Sora

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    Lo que desee la princesa
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    Romance/Amor
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    Lo que desee la princesa

    Kaleh estaba en el cementerio visitando una tumba concreta, cuando un soldado le informó de que la princesa Shyna de Teldrek había sido secuestrada.

    Le contó, con una rapidez y una mala vocalización que dificultaban la comprensión del mensaje, que había vuelto a escaparse a hurtadillas en el momento en que los invasores del Este arremetieron contra el castillo, con la ferocidad y odio de nueve años acumuladas. Desde que la Muerte, según las más antiguas leyendas, propagó su enfermedad e infectó a la población, los magos habían repudiado su existencia. No podían morir, reprimían la energía esencial para la vida en sus cuerpos e interrumpían el flujo del maná. A consecuencia de ello, dicha energía circulaba con dificultad y el mundo se pudría cada vez más; pero nadie, salvo los que poseían el don de la magia, eran conscientes de ello. Culpados de estar marchitando esta tierra, hace cien años exiliaron a todos los infectados hacia el Este, donde éstos levantaron su propio país. Esta era la causa de las numerosas guerras, llenas de putrefactos guerreros ignorantes y hechiceros ciegos de ego y sabiduría.

    Shyna y él pertenecían al segundo bando, más por obligación que por voluntad propia. No sería para nada raro que fuesen a por ellos, especialmente a por la princesa, la siguiente sucesora al trono. Los secuestradores, sin embargo, no eran estos enemigos a los cuales temían. Solo eran unos meros bandidos que pasaban por los alrededores; ladrones que aprovecharon el alboroto para llevársela mientras ya sentían el oro en las palmas de sus manos. Afortunadamente, uno de los soldados ahora se encontraba persiguiéndolos.

    No obstante, a Kaleh aquella noticia no lo tranquilizó en absoluto. Tenía la cara enrojecida y la frente arrugada, con la misma intensidad rojiza que su pelo. Se sentía enfadado, sí, pero con la princesa, tan cerrada, tan seria, tan responsable y nublada por su pueblo y orgullo que lo más probable era que no hubiera gritado por ayuda.

    En cualquier caso, no podía permitir que le ocurriese nada, y menos cuando tenían cuentas que saldar entre ellos.

    –¿Cómo se te ocurre dejarte capturar? –murmuró él–. No puedes rendirte, no ahora que te has esforzado tanto para conseguir todo esto. No dejaré que pongas un punto y final de este modo.

    Volvió la vista por última vez hacia la lápida. S.T. eran las iniciales inscritas en ella.

    El guardia lo miró fijamente, sin comprender.

    –Príncipe Kaleh, ¿por qué usted...?

    Pero no terminó la oración: el muchacho había comenzado a correr; intuía el porqué. El hombre suspiró y dirigió su mirada hacia la tumba:

    –Shinra de Teldrek, quince años. Tú que fuiste eclipsado por la luz de vuestra hermana, ¿qué habéis hecho para ganaros la ternura con la cual os ha contemplado Kaleh de Rossias?

    Lo preguntó aun sabiendo que no iba a recibir respuesta alguna.


    Kaleh se apresuró hacia el sureste tras haberse cruzado con el otro soldado, quien regresaba para transmitir la ubicación de los ladrones al resto de sus compañeros.

    En esa dirección no había más que arena y montañas, y una mina que había dejado de usarse debido a los constantes derrumbamientos que se originaban. Los terremotos cesaron hace mucho; sin embargo, los mineros no se atrevían a pisarla de nuevo, por si volvía a suceder.

    Kaleh, sumergido entre sus pensamientos, enarboló a su caballo, obligándolo a ir raudo adonde esperaba la princesa.

    Conocía a Shyna desde su primer viaje a Teldrek, de eso ya hacía diez años. Como acompañante de su padre, el rey de Rossias, cada vez que ambos gobernantes se hundían entre extensas reuniones políticas, Kaleh se dirigía adonde solía encontrarse la princesa. Cruzaba pasillos y salas, se escabullía entre los escoltas solamente para llegar hasta ella y su hermano, a quien se le conocía bajo el nombre de Shinra de Teldrek.

    Los dos, si bien pertenecían a sexos distintos, por lo demás eran bastante parecidos. La melena, castaña y ondulada, les rozaba los hombros cada vez que alzaban la vista hacia él. También recordaba a la perfección el nerviosismo que le causaba tener dos pares de ojos oscuros clavados sobre su nuca, profundos pero claramente infantiles; los ojos de unos infantes que respetaban a sus mayores. En eso Kaleh no era diferente cuando contemplaba la postura de su padre, regia e inquebrantable. Se preguntaba si podría estar a la altura de las expectativas, tanto las del rey como las que acarreaba el trono. No obstante, él lo tenía extremadamente fácil en comparación con los de Teldrek.

    Eran dos herederos y, aunque lo común fuese que al varón le entregasen la corona, era casi definitivo que sería la hermana quien la recibiría, como aconsejaron los más sabios druidas y magos de otros países. La más pequeña y, encima de todo, mujer. Aquello era el colmo de los colmos, acordaron algunos nobles. Pero sabían de sobra que el único futuro próspero para Teldrek, el poder que levantaría estas tierras y haría desaparecer esos caminos regados de sangre, se resguardaba en el interior de esa niña.

    –Esto es lo mejor. De todos modos no estoy cualificado para guiar a todo este reino; carezco de la capacidad necesaria para ello –le respondió Shinra un día al preguntarle al respecto.

    No lo decía por inseguridad ni por cobardía; carecía de esa mentalidad pesimista después de todo. Lo decía porque, evidentemente, no podía ofrecerles lo mismo que su hermana Shyna. Era imposible.

    La razón era sencilla: porque él no había nacido para ser mago.

    Según las investigaciones en la biología mágica, por su cuerpo no podía circular más que una pequeña cantidad de maná. La mínima para seguir existiendo, la misma cantidad que la mayoría del mundo. Incluso si dedicara toda su vida al estudio de la magia, su nivel no pasaría el de un mago promedio o inferior. Shinra no tenía la capacidad para soportar toda esa energía en su interior; ni siquiera era capaz de liberarla por voluntad propia sin el apoyo de un arma mágica.

    En cambio su hermana sí.

    Shyna era cualquier cosa que se alejara de la imagen de una princesa. Enérgica, salvaje y curiosa; lo opuesto que Shinra. Todas las aventuras que no podía hacer más allá de aquellos altos muros las realizaba dentro de ellos por medio de sus libros de hechicería. Estudiaba y practicaba con tesón, precisamente porque no tenía nada más que hacer. Pero lo disfrutaba. Lo único que conseguía entristecerla era no poder pasar más tiempo junto a Kaleh y a su hermano, libres de esta responsabilidad. En ningún momento se quejó por esto.

    A Kaleh nunca le agradó esta aceptación de la realidad por parte de ambos. Y seguía sin gustarle, pero no se atrevía a decir nada. Así continuaron durante meses y años.

    Y entonces, en el invierno de hace tres años, Shinra de Teldrek murió asesinado.

    Nadie supo dónde, cuándo ni quién lo hizo. Tampoco había más testimonios que el de la hermana de la víctima, quien halló el cuerpo río abajo. En medio de la densa niebla de aquella mañana, relató Shyna, vio cómo el agua roja rodeaba, no uno, sino dos cadáveres. El primero pertenecía a una antigua amiga de su fallecida madre, pero nada le causó más horror que observar a su hermano, a su otra mitad, sin vida, sin corazón. Pese a ello, en el funeral no lloró. O mejor dicho, se limitaba a hacerlo por dentro, sin lágrimas estorbando su visión.

    La noche siguiente, Kaleh fue a ver cómo se encontraba la princesa. Al entrar en su alcoba, se la encontró en el balcón, contemplando la luna.

    –Shyna –titubeó–. Lo siento mucho por Shinra. –Fue lo único que pudo decir.

    Hubo un breve silencio.

    –Mi hermano siempre fue alguien muy dedicado a lo que hacía –habló de repente–. Puede que no tuviese magia, pero nunca se dejaba vencer por las adversidades. Era muy terco para eso. Aunque yo soy igual –rió con amargura–. Por eso me he estado esforzando durante todos estos años, para ver con mis propios ojos cómo los caminos rojos se vuelven blancos. Para presenciar el final de esta larga guerra.

    Shyna se volvió hacia él. Su pelo continuaba siendo igual de largo, se había hecho más alta. Vestía otro de esos cargados vestidos que no le importaba manchar y romper, y que sin embargo ahora parecía cuidar. Se había vuelto madura y seria a medida que sus responsabilidades aumentaban, pero aún seguía actuando por amabilidad y bondad. Y sus ojos. Sus ojos habían cambiado. Ahora eran severos, opacos. Esa mirada, sin embargo, no pertenecía a la de alguien que había estado llorando e iría protestando por esta pérdida durante el resto de su vida.

    Al contrario, caer ante el dolor no entraba en los planes de Shyna.

    –Yo no me voy a detener. Shinra se enfadaría conmigo si lo hiciera. ¿Qué vas a hacer tú, Kaleh de Rossias?

    Kaleh clavó la vista en ella.

    –Lo que desee la princesa.

    Shyna sonrió y le extendió la mano.


    –Lo lamentarás algún día.

    Kaleh la aceptó, estrechándola con la suya, ignorando sus advertencias. No podía dar marcha atrás.

    Fue demasiado tarde cuando, esa noche, se enamoró de Shyna de Teldrek.

    Había acabado de evocar ese momento al divisar la entrada de la mina. El caballo se detuvo tras ordenarle que lo hiciera y se bajó de su montura. Kaleh bufó.

    –Definitivamente, soy un idiota.

    Ahora iba a ir a por la princesa, no para rescatarla, sino para darle, de una vez por todas, el descanso que se merecía.

    Porque no se dio cuenta hasta ayer de que Shyna de Teldrek murió hace mucho, mucho tiempo.


    Shyna siempre había tratado de no asistir a las fiestas que los caballeros de su padre realizaban siempre que triunfaban sobre los invasores del Este o, al menos, de abstenerse a participar activamente en ellas. Apestaban a alcohol y la euforia los hacía de todo menos cuerdos. Así era cómo ellos gritaban a los cuatro vientos que seguían vivos; eso no lo podía cambiar y lo sabía. Pero, de todos modos, le desagradaba. Al igual que el corral que se había formado frente a ella.

    Los ladrones bebían y reían, brindando por su mayor éxito profesional: secuestrar a la gran princesa maga. Nada podía resultarle más gracioso que esta patética escena.

    Mientras uno de ellos se dedicaba a meter vodka en los calzones de sus compañeros, el cabecilla del grupo, un hombre poco fornido, de mejillas hundidas y escasa barba, le habló.

    –¿Qué pasa? ¿Por qué sonríes, princesita? –Dio un trago de su botella, desparramando el líquido por su barbilla y limpiándolo posteriormente con un extremo de su pañuelo, atado a su cabeza–. Me da a mí que quieres unirte a nosotros, así que, ¿por qué no empiezas por enseñarnos esas piernas?

    Desde su esquina, atada de pies y manos, Shyna entornó los ojos, permaneciendo lo más calmada posible. No se sentía humillada en absoluto; al contrario, apenas podía aguantarse las ganas de romper a carcajadas en aquel mugriento panorama. Reírse de ellos, reírse de sí misma... Reírse de todos quienes habían tirado por la borda sus vidas.

    Habían caído muy bajo, pensó. Y en eso se sentía identificada.

    –Perdéis el tiempo conmigo –dijo ella, con la valentía y la estupidez sacando las palabras de su garganta–. Deberíais saberlo, ¿no? Dejé de ser la princesa maga hace mucho. Sí, desde que me vi incapaz de hacer magia nuevamente. Entonces, ¿por qué? ¿Qué os hace creer que alguien vendrá a por mí, viéndose lo inútil que me he vuelto?

    De pronto se oyó una voz. Le pertenecía al más joven de la banda, probablemente el más respetuoso y cuerdo, y el único que no tenía olor a alcohol en toda la mina.

    –Os consideraréis toda una carga para vuestro reino, princesa Shyna, pero sois la carga por la cual esas sudorosas masas de músculos de ahí fuera están luchando y han batallado durante tantos años. No seréis consciente de ello, pero os habéis convertido en un estandarte para todo Teldrek, quizás de unos cuantos países más. Vuestra simple existencia les ha dado aquello que más necesitaban en estos tiempos que corren, y prefieren arriesgarse en vano por una causa perdida antes de permitir que la desesperación sea de nuevo una realidad. En cuanto a nosotros, solo somos unos pobres ladrones que se van a aprovechar de esta esperanza para sobrevivir, nada más. Para bien o para mal, hay una enorme posibilidad de que nos maten por esto, pero no lo lamentaremos. Después de todo, sustituimos la vergüenza, el miedo y nuestro futuro por estas sucias dagas manchadas de sangre. No nos queda nada, princesa. Lo hemos perdido todo.

    La última oración estuvo resonando durante bastante rato en sus oídos, como si la cueva no quisiera extinguirla. Solo que no había eco.

    Muchas han sido las cosas que le han entregado a lo largo de su vida, y muy pocas las que se habían ido de sus manos. Pero de esa minoría se habían esfumado las más importantes, y una de ellas era su otra mitad, la persona que vino al mundo a su lado y formaba parte de su alma. Se prometió que encontraría al asesino, se lo prometió delante de aquella tumba, aquel gélido día de invierno. Incluso si no recuperaba nada. Incluso si no regresaba nada.

    Para la sorpresa de todos los presentes, la princesa había comenzado a reírse de manera siniestra.

    –¿Que lo habéis perdido todo, dices? Lo que ocurre es que lo habéis dejado marchar, lo habéis dado todo por perdido. ¿Y ahora tratáis de llenaros con oro sin valor? Es triste, demasiado triste. –Shyna alzó la mirada y, con firmeza, dijo–: Lamentablemente tengo que deciros que nadie va a venir en mi busca. Porque a quien quieren de vuelta es a Shyna de Teldrek. No a mí, quien se limita a mantener viva la luz de la princesa maga.

    Los ladrones la miraron confundidos; no le resultó nada raro. Las personas capaces de entender este mensaje se reducían a tres: su médico personal, especializado en la biología mágica; la líder del primer escuadrón del ejército de Teldrek y amiga de la infancia; y Kaleh de Rossias. Pero nadie vendría, y mucho menos este último.

    Porque la princesa de la cual había estado enamorado Kaleh de Rossias se trataba de Shinra de Teldrek.

    Evocó el día antes de su muerte. Shyna acababa de terminar sus lecciones cuando se cruzó con su hermano y se pararon a conversar. Al principio hablaron sobre cosas triviales para, finalmente, abarcar el tema político del país. Aquella tarde su hermana se lo dejó bien claro: «Haré de este reino y todo el continente del Este unas tierras prósperas. Unas tierras que en el futuro serán libres de este pasado que estamos formando».

    Y, sin embargo, Shyna de Teldrek murió antes de llevarlo a cabo.

    Cuando halló los cuerpos, Shinra, con el rostro deformado y la mente curiosamente despejada, tuvo clara una sola cosa: no podía dejar morir el deseo de su hermana, la voluntad de la princesa maga. La única y quizás última esperanza de cientos y miles de personas se iría si lo permitía, y eso era lo que menos necesitaban. De modo que tomó una decisión.

    Abandonó su propio nombre y, vistiendo un sinnúmero de vestidos incomodísimos y calzando tacones que no le hacían ningún bien a sus pies, se hizo pasar por Shyna de Teldrek.

    Lo que nunca se esperó fue que se le fueran a declarar.

    Anoche, tras una larga tarde siendo arrastrado de aquí para allá, Shinra estaba descansando en sus aposentos -o más bien en los de su hermana- cuando alguien llamó a la puerta. Antes de que lo dejara pasar, el joven vestido de mujer ya había sonreído.

    Kaleh de Rossias.

    Puede que no fuesen de los que se contaban todo, pero aun así habían estado juntos durante más de media vida. Se apoyaban el uno al otro y, aunque cada vez se encontraban con menos frecuencia, seguían siendo buenos amigos. Para Shinra, Kaleh era alguien muy importante; para Kaleh lo era Shyna, la que supuestamente permanecía viva.

    Por eso, ante su confesión de amor, Shinra le abrió los ojos de una forma tan cruel que no esperaba ser perdonado jamás. Lo hizo precisamente porque le importaba mucho, demasiado.

    Kaleh no vendría, estaba seguro de ello.

    Ese fue el pensamiento que tuvo cuando, en contra de todas sus predicciones, un joven pelirrojo apareció por la entrada de la mina.

    En ese momento lo tachó de idiota, y, a pesar de que el príncipe lo miraba furioso y Shinra a él, no pudo evitar esbozar una sonrisa, la más grande en tres años.


    La mina no tardó en convertirse en la tumba de aquellos bandidos que, con uñas y dientes, lucharon y abandonaron el mundo con un enorme rostro de satisfacción, como si por un momento hubieran rejuvenecido, disfrutado de aquella intensa batalla. No había arrepentimiento en ellos, tal y como adivinó el joven ladrón, muerto.

    Tan pronto como todo terminó, Kaleh no tardó en ir a desatarlo. Shinra se levantó. Su vestimenta estaba a la altura de los vestidos destrozados de su hermana, y su cabello, el cual había dejado crecer todo este tiempo hasta rozar su espalda, no podía tener más greñas que las que solía tener.

    Pese a su deplorable apariencia, entornó la vista sobre el chico, serio.

    –No te he pedido que vengas a salvarme –le dijo.

    –¿Y quién ha dicho que venía a por ti? No te confundas. Si estoy aquí es porque aún tenemos un asunto pendiente por resolver. He venido a matarte personalmente.

    Shinra no se inmutó ante esa declaración. Lo consideró normal después de todo el daño que le había ocasionado. E iba a ser responsable de sus actos.

    Frunciendo el ceño, el joven cerró los ojos.

    –No me resistiré. A cambio sé rápido, por favor; sabes de sobra que no soporto bien el dolor.

    No oyó ninguna respuesta. Los siguientes segundos fueron eternos, entre el silencio y el sonido metálico de la espada. Se estremeció. Sintió una respiración delante de él y un brazo rozando su hombro; también cómo una mano agarraba su pelo y se lo arrebataba con el arma ensangrentada.

    Y cómo lo besaba.

    Después, lo primero que se encontró fue a Kaleh soltando todo lo que había cortado del cabello que con tanto esfuerzo se había dejado crecer.

    La expresión de Shinra era todo un poema. El otro se limitó a sonreír.

    –Y así he eliminado al Shinra disfrazado de Shyna de Teldrek. Al que me estuvo mintiendo y no me contó nada durante todos estos años. Pero sobre todo, he matado para siempre al Shinra de Teldrek que llevó toda esta carga él solo y no hizo más que enseñarme quien no era. Ahora que ha desaparecido puedo seguir amando al verdadero Shinra.

    –¿Incluso si lo único que viste fueron mentiras?

    –Porque sé quién es el que se ocultaba detrás de esas mentiras puedo seguir haciéndolo. Confío en que no me volverás a mostrar a Shyna de Teldrek, pero como dije en aquella ocasión: «Lo que desee la princesa».

    Shinra sonrió.

    –Kaleh de Rossias, definitivamente lo lamentarás algún día.

    Esta vez fue Shinra quien tuvo que tirar de Kaleh para besarlo.
     
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