Llanto de bebé

Tema en 'Relatos' iniciado por Lionflute, 21 Octubre 2015.

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    Lionflute

    Lionflute Usuario popular Comentarista empedernido

    Aries
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    4 Marzo 2006
    Mensajes:
    682
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Llanto de bebé
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Misterio/Suspenso
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    1929
    Cuando Clara llegó a mi vida, las cosas no estaban siendo sencillas. Me había mudado hace poco a París huyendo de mi país por asuntos políticos de mi marido comunista, sin embargo, al poco tiempo de llegar, me abandonó a mi suerte por una francesa que conoció por Pigalle y que le hizo volver a su juventud por unos cuantos euros. No lo culpo, después de todo ambos la estábamos pasando muy mal y cualquier alivio de esta realidad lo habríamos seguido hasta la muerte. Pero aunque no lo culpo, no puedo negar el mal que me ha hecho. Yo estaba sola y embarazada en el quinto de un edificio a maltraer en los suburbios de la ciudad gracias a la bondad de una señora de edad que aceptó recibirnos y manteniéndome con los escasos recursos que logré traer desde Chile. Al poco tiempo de haber quedado sola y pasarme un buen par de noches despertando a los vecinos del llanto, que por cierto fueron bastante comprensibles dadas las circunstancias, fue que vine a parir en la soledad de mi cuarto y ayudada solamente de la dueña del inmueble que, para mi fortuna, tenía experiencia en labores de parto.


    El parto fue largo. Desde que la señora entró al escucharme gritar del dolor por las contracciones y corroborar que había roto fuente y que el bebé venía en camino, debieron pasar varias horas, no estoy segura de cuántas, sólo que el sol estaba en el cielo cuando ella llegó y la luna llena, junto con las luces de la ciudad, iluminaban el cuarto cuando el bebé comenzó a salir. Me aferré a las sábanas de la cama con tanta fuerza como pude y hasta más mientras pujaba y la señora intentaba siempre calmarme con su ronca voz de fumadora hasta que por fin sentí el bebé fuera de mí y comencé a jadear tranquila. Pero los siguientes minutos fueron confusos. Vi que ella tomó la bebé y la puso en su pecho y cómo intentaba hacerle todos los procedimientos para que esta soltara el llanto. Al estar tirada y sudando en la cama, no pude procesar bien lo que estaba sucediendo, pero la vi abrazarla con mucho cuidado y ponerse a llorar desconsolada.


    —Lo siento tanto, ma chère —me dice en su claro español —, hice todo lo que pude, pero la bebé nació muerta.


    Pero entonces no pude soltar el llanto. Le grité que se llevara la niña, que esa no podía ser mi hija, que mi hija no podía estar muerta. Que Clara está viva y que no se atreviera a decir lo contrario. La mujer lloró entonces más fuerte y salió corriendo con aquel cuerpito en brazos y entonces lloré amargamente durante horas por mi querida Clarita.

    Algo había hecho esa mujer con mi niña, porque no era posible que estuviera muerta. Y entonces algo me llamó. Sentí una corazonada y entonces, luego de verificar que podía ponerme de pie sin problemas, me acerqué al armario de donde saqué un montón de paquetes. Resulta que como el nacimiento de la bebé se acercaba, mis familiares en Chile decidieron enviar sus regalos con anticipación, puesto que así se evitaban la demora que supone el correo y yo podría tener todos los implementos que me hubiera costado quizás mucho más encontrar aquí y, debido que sabían desde antes del viaje que sería niñita, nada les impedía escoger los regalos con toda seguridad. Sin embargo uno de los paquetes me llamaba de manera sobrenatural. Algo me decía que Clarita estaba por ahí, viva, escondida quizás dónde. Entonces vi el paquete verde. Era una caja forrada en papel para regalo de color verde esmeralda y adornado con estrellas y una gran cinta de color blanco. Abrí el papel con mucha ansiedad y ahí, entre bolas de papel periódico se encontraba ni más ni menos que Clara, mi hija, vestida con un fino vestido y con una larga cabellera. No podía sino ser Clara. La tomé en mis brazos y la llevé a la cama para dormirme abrazada a ella y sentir su cuerpecito junto al mío. De aquí en adelante no dejaré que esa señora se acerque más a ti. Cómo se le ocurre llevar a cabo semejante broma de mal gusto, semejante truculencia. Pero ya nada de eso importa, porque estás aquí, a mi lado.


    Ella era muy tranquila. Nunca lloraba ni se quejaba y siempre estaba sonriendo. Sin embargo se negaba a comer, cosa que me parecía preocupante, pero como pasaban los días y veía que su salud no se deterioraba, dejé de prestarle demasiada atención a eso. Me preocupaba de cambiarle la ropa todos los días y de limpiarle su delicado rostro con mucha minucia. La piel de su cara era un tanto fría y dura, pero muy suave al mismo tiempo y a ella le gustaba que yo la acariciara. Cada noche me acostaba junto a ella y, si ponía atención, se escuchaba como susurraba “te amo, mamá”.


    Quizás quieran tomarme por loca por esto último, y yo sé que era muy temprano para que un niño comenzara a articular siquiera las palabras más simples, pero es lo que yo oí y no hay nada que me hiciera más feliz que aquello. Los vecinos también me creían loca. Una vez que iba a salir de compras con Clara en brazos, unos tres me detuvieron en el portal del edificio para convencerme de que algo no iba bien con ella.

    —¿Es que no te das cuenta de que es una muñeca de loza? —preguntó Madame Ronsard —¿No te parece raro que no coma nada, pero que siga con vida?

    —¿No te parece raro que tenga una larga cabellera siendo tan niña? —preguntó también Monsieur Lambert.
    —¿No te parece raro que a pesar de que ya hayan pasado ocho meses no haya crecido siquiera un poco? —preguntó finalmente Madame Leclerc.

    No podía dejar que me convencieran de tales cosas, que me arrebataran la felicidad que tenía con mi Clarita. Entonces les pedí que se metieran en sus asuntos, que mi vida no les incumbía, allez vous faire foutre, ante lo cual se cubrieron la boca de asombro y se fueron a sus respectivas casas.


    Muchas veces otros vecinos tocaron a mi puerta para tratar de convencerme de que Clarita no era real, pero cómo no iba a serlo con esa sonrisa, con sus cachetitos colorados y su preciosa cabellera. Cómo no iba a ser real la felicidad que trajo a mi vida semejante criatura.


    Con el pasar del tiempo, los vecinos comenzaron a acostumbrarse a la presencia de Clara y al pasar unos cuantos meses, la gente ya me saludaba en los pasillos y me preguntaba que cómo esta Clara, su niñita, su hijita, que si se porta bien, que si ya está comiendo mejor, que si ya estaba ansiosa por su cumpleaños y si se le haría una fiesta. Con el tiempo yo también fui perdonándolos a todos, incluso a la dueña por la terrible broma que me hizo y, aunque nunca se lo dije, ella un día se me acercó junto con Monsieur Florit, su esposo, para preguntar por la niña.

    —¿Cómo está todo, Ruth? —preguntó Monsieur Florit sacándose el sombrero —¿La niña se encuentra bien?
    —De maravilla, monsieur. Hoy se levantó con mucho ánimo. —Le dije yo mientras la alzaba un poco con mis brazos para que la viera mejor.
    —Es una niña muy linda, ¿no crees, Judith? —dijo él mirando a su mujer.

    La señora lo miró como sin saber qué hacer. Entonces miró a la niña, alzó la vista y me miró a los ojos antes de sonreirme, pero en ese mismo momento un par de lágrimas salieron de sus ojos y se cubrió la boca con ambas manos antes de retirarse llorando con su marido detrás. Pobre mujer, debe estar muy arrepentida y es por eso que la he perdonado.


    Las relaciones con los vecinos mejoraban poco a poco, sin embargo, hubo un hecho determinado que comenzó entonces a preocuparme. Fue un día sábado que mi vecina de al lado, Madame Ronsard, vino de mañana a tocarme la puerta a eso de las ocho. Dejé a Clara en la cama y me levanté cuidando de no despertarla. Al abrir la puerta veo a mi vecina envuelta en su bata y con una expresión de gran cansancio en su rostro.

    —Buenos días, Ruth —me dice con débil voz —¿Está todo bien con Clarita?
    —Pues... —me demoro un poco en responder para poder mirar hacia la cama y corroborar que ella dormía aún profundamente —pues sí, está todo bien ¿Por qué la pregunta?

    —Pues anoche no he podido pegar un ojo. Tu hija estuvo llorando toda la noche.
    —Eso me parece imposible, lo siento. Yo estuve durmiendo lo más plácidamente.
    —Yo solamente te digo lo que oí. En todo el edificio ella es la única bebé. No quiero darte consejos sobre ser madre, pero te digo que tienes que vigilarla mejor.

    Dicho esto, ella se retiró a su apartamento y yo volví a la cama con Clarita. No era posible lo que Madame Ronsard afirmaba. Si la niña hubiese llorado, yo habría despertado para consolarla y, de todos modos, jamás la he escuchado soltar llanto alguno. Sin embargo, los días siguientes volvió a suceder y con más vecinos. Varios vinieron a quejarse día tras otro de los llantos de Clarita que no los dejaban dormir, que se estaban empezando a hartar y que tenía que controlar a mi niña, que no era posible que la dejara llorar tanto y tan desesperadamente, que qué clase de madre era. Entonces ya al quinto día de reclamos, me puse al lado de Clara como siempre para que me dijera “te amo, mamá” antes de dormirme. Sin embargo nunca lo hizo y me arruinó el sueño por completo. Esperé durante horas hasta que ya muy entrada la noche y no dijo nada. Aunque no lloraba, sabía que estaba enojada conmigo, porque las noches anteriores se las pasó llorando y yo no hice nada. Estaba enojada conmigo por ser una mala madre, como afirmaban los vecinos. Entonces le pedí perdón, la tomé en brazos y lloré mi culpa, lloré por mala madre, por negligente. Pero al mirarla, ya no veía una sonrisa. Su expresión era totalmente indiferente a mi sufrimiento. Le rogué por su perdón, pero en su rostro se veía que ya era tarde, que no podría hacer nada. Me recosté a su lado esperando alguna reacción de su parte, pero me ignoraba completamente y, por primera vez desde que mi marido me había abandonado, me sentí completamente sola, aún con Clarita en la cama y me fui perdiendo en un llanto silente de culpa.


    Cuando desperté la mañana siguiente, los rayos del sol me daban en los ojos y tuve que refregarme la luz de las pupilas antes de darme cuenta que en mi cama no había nadie, que estaba sola y entonces entré en pánico. Clara no estaba y yo no entendía lo que estaba sucediendo. Pero al ver hacia la ventana, recortada por la luz, logré ver su silueta sentada en el marco. La ventana estaba abierta y la escuché decir por última vez “te amo, mamá” antes de ver su cuerpo desaparecer tras la ventana. Segundos después escuché el estruendo de su cabeza contra la acera y al mirar por la ventana sólo pude llorar al ver los trocitos de su frío rostro esparcidos por el asfalto ante la mirada de los vecinos que se agolpaban en las ventanas del edificio.
     
    Última edición: 21 Octubre 2015
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