Harry Potter La soledad del director [actividad Always]

Severus Snape se apartó con un seco movimiento un mechón de pelo negro que le caía sobre la cara mientras ojeaba unas cuantas cartas que le habían traído las lechuzas pertinentes de distintos lugares. Ninguna noticia de Potter por ahora desde aquella boda en la Madriguera. Nada. Cero.


Severus resopló. No sabía si eso era bueno o malo. Después de todo, a riesgo de que lo pillaran, hacía unos días que había conjurado un patronus para que Harry hallara el camino hacia la espada de Godric Gryffindor.

Su mente voló hacia el momento en el que aquel cervatillo plateado y luminoso salía en mitad de la puesta de sol por la ventana del despacho del director de Hogwarts, dejándolo en el más absoluto vacío, como el que sentía siempre que veía a aquel cervatillo alejándose de él, como el que sintió cuando Lilly Evans eligió a Potter, como el que sintió cuando entre sus brazos acunó el cuerpo sin vida de la única mujer a la que verdaderamente amó.


Se volvió a pasar la mano por el pelo grasiento y se arremangó descuidadamente las mangas de la túnica antes de seguir con su trabajo. Al hacerlo, la marca tenebrosa grabada sobre su pálida y mortecina piel salió a la vista. Snape sintió un escalofrío, parecido al que acompañó a la excitación cuando se lo hizo muchos años atrás, parecido al que sintió cuando supo que tenía que traicionar al Señor Tenebroso, parecido al que le recorrió cuando supo lo que tenía que hacer, matar a Dumbledore.

Inevitablemente, cada vez que cerraba los ojos era lo único que veía. Muerte. Aquella compañera eterna que parecía perseguirle y jugar con él. Podía imaginársela riéndose de él cuando se llevaba consigo a quienes quería.

Notó su aliento frío en la nuca aquella noche del año anterior. Notó su expectación cuando apartó a Malfoy y levantó la varita en dirección hacia aquel hombre de barba blanca y gafas de media luna que lo miraba y suplicaba “Por favor, Severus”. Y notó su carcajada final cuando pronunció el conjuro y un rayo de luz verde impactó en Albus Dumbledore lanzándolo en una caída libre de la torre de Astronomía. Y sintió cómo la Muerte le daba las gracias silenciosa e iba detrás de aquel hombre en que había confiado tanto. Al que había admirado. Aquel hombre sabio que había pedido que le matara.


El vacío que en ese momento notó Severus se hizo aún más grande con todos esos recuerdos tan vívidos que parecía que hubieran pasado el día anterior. Su agujero en el pecho crecía por momentos, arañaba los bordes para hacerse paso a través de él y llenar cada centímetro de su piel, inundar su torrente sanguíneo y apoderarse de cada célula de su cuerpo como el más incurable y destructivo cáncer.


Por un momento, Snape cerró los ojos y aguantó la respiración, y se sumió en la oscuridad. Pero era una oscuridad tan diferente a la que rodeaba el castillo a aquellas horas de la noche, porque era su oscuridad personal y en ella no brillaban las estrellas, ni si quiera había un amago de luna nueva que prometiera en un futuro cercano luz que le ayudara a guiarse por aquellos escabrosos caminos que cruzaba. Era la más densa de las oscuridades la que llenaba la cabeza de Snape y envenenaba sus pensamientos.

Snape abrió los ojos y volvió a respirar. Sus ojos recorrieron lentamente el despacho, desde la esquina en la que llevaba toda la tarde, desde la esquina en la que siempre se situaba cuando no había nadie presente. Porque aquella silla y aquella mesa principal del despacho eran donde Dumbledore se sentaba y decía locuras con sentido, donde discutían sobre Potter, donde le hizo prometer que lo mataría. Y él no se merecía ese sitio.


Volvió a cerrar los ojos, envuelto de nuevo en esa oscuridad. Entonces, como una aparición, en medio de su negrura, una pequeña luciérnaga parpadeó. Snape torció la boca en lo que parecía una leve sonrisa. Quizás Potter lo consiguiera. Quizás no todo ese sufrimiento había sido en vano.