Otro La polilla.

Tema en 'Relatos' iniciado por RedAndYellow, 3 Diciembre 2018.

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    RedAndYellow

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    Escritor
    Título:
    La polilla.
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    775
    La polilla se posó sobre su espalda. Le abrazó con dulzura el cuello y recogió sus pequeñas alas hasta esconderlas en su propio cuerpo. Flexionó sus pequeñas patas y acarició su abdomen en la fresca y sedosa camisa rosa de su nueva residencia. Le agradaba; notaba en él un sudor frío impregnado de oleaje y de sal. Emanaba una fragancia a preocupación, a dilemas sin resolver y a laberintos sin salida que le encantaba.

    Él no la notó; asistía normalmente a su trabajo: trece horas diarias con dos descansos de diez minutos donde tomaba tres tazas de café dulce y pequeñas tajadas de queso. A veces se le derramaban algunas gotas sobre el arduo informe, dejándolo como manuscrito al viento enterrado en la arena. Odiaba eso. Guardaba cada hoja arrugada y dañada con pulcro orden; aprendía de sus pequeños errores y optimizaba el tiempo. Desde hace unos días que tomaba el café en un termo y el queso envuelto en trece capas de papel periódico. Era un hombre solitario, con un despacho polvoriento en el centro de la ciudad; tétrico y oscuro la mayoría del tiempo. Acostumbraba a no encender la luz por el miedo a las polillas que su madre le había inculcado. Aún la recordaba, dándole baños de detergente y jabón en el rio para evitar que se le acercarán esos insectos enmascarados; parecían mariposas de fortuna pero, en realidad, eran insectos terroríficos que olían la muerte. De hecho, durante muchos años, antes de graduarse de contador, comerciante y abogado, había pensado que las polillas de su departamento le traerían la muerte prematura; sudaba petróleo negro al ver una y corría despavorido hasta que el sol se ponía. Ahora, ni notaba la presencia de aquel inquilino en su cuerpo.

    Sin embargo, al despertarse sentía su cuerpo pesado y angustiado; las largas lágrimas de sus poros se extendían por su cuerpo y le tensaba el sonido del agua. Empezó a adquirir la costumbre de no bañarse. Solo se aplicaba perfume de margaritas y sal marina en el cuello y muñecas. Se convenció de que nadie lo notaría. Acertó de lleno, nadie notó la diferencia pues, como de costumbre, nadie había reparado en detallarlo.

    Luego, cuando caía la noche, el cuerpo le devolvía unas enérgicas ganas perdidas en la adolescencia y se permitía escalar los doce pisos de su edificio por las escaleras, saltando de cuatro en cuatro. Después revoloteaba en la cama hasta media noche, donde caía adormilado hasta que los pájaros lo despertaban accidentalmente. Ningún pájaro podía evitar ese edifico, aunque lo intentaban siempre.


    Con el pasar de los días, la amigable inquilina fue reposando su cuerpo con desgana en la espalda, clavando pequeños picos debajo de las costillas. Él ni los notó, estaba demasiado atareado redactando informes sobre el devalúo de las acciones y tomando café en teteros que le permitían tenerlos colgados del techo.

    Durante esos días, y por primera vez en años, se dignó a prender la luz. Al principio fue grisácea y apagada pero, con el pasar de los minutos, retomó su color amarillo intenso, simulando los vigorosos rayos del sol. Así le gustaba, le gustaba mucho. Durante esos días, se tropezaba con más intensidad, no captaba los objetos a su alrededor a pesar de tener el bombillo de color rojo por no apagarlo nunca.

    Las noches siguientes no pudo dormir; la luna no aparecía en el firmamento, un rotundo sol cálido se había plantado cual lunar en el cielo. El reloj marcaba la media noche y el intenso sol pegaba con fuerza desmedida en las ventanas y las calles. Reparó en no dormir jamás, al fin y al cabo, el sol le acompañaría siempre rellenando el vacío que empezó a sentir en el alma. Aumentó su jornada de trabajo a veinte horas; se regalaba cuatro horas para revolotear en una cama improvisada y comer alguna manzana podrida o una compota de fresa.

    Cuando la polilla estuvo lista y el olor a sal había desaparecido entre las ojeras y las ilusiones trastornadas, mordió con lentitud el alma de su residencia y la digirió con lentos matices. Esa noche de luna llena saldría en busca de más ojos regordetes y pupilas codiciosas.

    Esa noche la polilla se posó en una persona de rasgos vitales. Había terminado de escribir una noticia para el periódico; notó la expectativa de la gran pantalla, de la primera plana, de los reconocimientos y el dinero.

    Supo entonces que la luna volvería a desaparecer por un tiempo. Un pequeño tiempo.

    Las polillas suelen vivir cerca de un mes. Esta, en especial, es inmortal e infinita.
     

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