Long-fic de Pokémon - La Historia de la Vida de Maquio, el Zorua, y de sus Tretas y Picardías

Tema en 'Fanfics de Pokémon' iniciado por Donna, 4 Agosto 2022.

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    La Historia de la Vida de Maquio, el Zorua, y de sus Tretas y Picardías
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Comedia
    Total de capítulos:
    5
     
    Palabras:
    1679
    La historia de la vida de Maquio, el Zorua, y de sus tretas y picardías

    Capítulo I​

    En donde doy cuenta de quién soy y quiénes fueron mis padres, y de las primeras travesuras que hice siendo un cachorro

    No querría yo contarte cómo es que llegué hasta este punto sin antes darte cuenta del cuento de mi vida, pues te aseguro que el oírlo te será de mucho gusto y provecho, según es de inusual y asimismo se hallan en él tantos buenos sucesos como, por el doble, otros más desventurados. Con esto, y para comenzar con el discurso de mis numerosas penumbras, primero te contaré la de mi nacimiento, que fue dentro del bosque al cual llaman el de los Perdidos, por ser este tan intrincado y plagado de asperezas. Fue allí donde mi madre me parió un día sobre una tronchada encina, y de ahí a otros treinta el huevo eclosionó, en el cual tiempo mi madre se acomodó de todo lo necesario para que viniese al mundo con toda comodidad y regalo. Siendo así, se podría decir que nací bajo mucho agasajo y buen cuidado, y que con ellos jamás me faltó cosa con que entretener el apetito, ni madriguera en que resguardarme, o sitio en do mantenerme calentito.

    De mis padres sé decir que fueron los más pícaros y artificiosos ladrones que conocí jamás; pues, ni aún hubiesen aunado fuerzas todas cuantas organizaciones del mal hay y hubo en el mundo, se les han de aparejar en maña ni astucia. Era mi madre una artera y valerosa Zoroark, que siempre fue uso en este nuestro siniestro linaje tener tales cualidades; y para acreditar esto diré que en mi vida vi humano que haya tenido tantas profesiones como las tuvo mi madre: según fue curandera, hilandera, cocinera, labradora, atleta, criada, dueña, oficial, pregonera, entrenadora, duquesa y vagamunda, y aunque esto último no sea oficio ni condición honrada, era el que más provecho le traía, porque cuando lo hacía de su habilidad de ilusión, se mudaba el rostro en el de alguna modelo o celebridad famosa, por cuya belleza y semejanza recibía luego tanta caridad como pretendientes, de los cuales también se aprovechaba para hurgarles la faldriquera.

    Mi padre tampoco se quedaba atrás en cuanto al arte del robo, mas estaba un tanto menos favorecido de su raza, ya que era un Liepard que tenía más garras de rapaz que lengua de mentiroso; y así decía él que no era ladrón, sino un recaudador de lo ajeno, y que era ejercicio muy honrado, por tener de natural su especie un no sé qué de maldad y de bellaquería; y con esto discurría el granuja de mi padre en estas fantasías, y yo procuraba imitarle en todo cuanto le oía decir hacía, de que no pocos sinsabores obtuve luego.

    Referida, pues, la condición y el ejercicio de mis padres, te diré que estando yo rodeado de tanta viveza y superchería, vine asimismo a ser la flor de la picardía y el espejo de sus maldades, y por momentos daba muestras de todas las diabluras que de ellos aprendía, siendo una de estas que, ya industriado de cómo había de usar mi habilidad de ilusión, mudaba mi forma a la de un humano porque aquellos no me quisiesen capturar, que harto sé yo cómo vienen a estos bosques en busca de todas cuantas especies pokémon pudiesen hallar, para después encerrarlas en aquellas negras esferas, (que Arceus les encierre luego en las bóvedas del infierno). Con esto, digo que estando yo instruido de cómo había de haberme entre humanos, y habiendo ya mudado mi aspecto al de uno, me llegaba hacia donde había algún grupete de ellos y, tan pronto como llegaba, huían luego con tanta alarma y espanto, que arrojaban todos sus pertrechos al suelo y echaban a correr en tercio y quinto. Luego conocí yo que toda aquella huida era porque, como aún era cachorro, y poco me curaba en esto de la notomía humana, tomaba el rostro, mas al cuerpo, ora por descuido o mocería mía, le tenía sin mudanza alguna, de modo que me semejaba más a un maldito endriago que a un auténtico humano. Pero, no curándome en apropiarme de todo cuanto por su temor los humanos desamparaban, menos me curaba del horror de mi figura; y así, me entregaba a todo aquello que hallaba dentro de las bolsas, comiéndomelo a dos carrillos, y lo que no me lo podía comer lo intercambiaba luego por cosas de mayor uso y provecho con los pokémon del lugar, diciéndoles que aquellos eran objetos de gran valor y beneficio, y como los veían tan exóticos y relucientes me los solicitaban a voz en cuello.

    Es, pues, que con la mucha picardía, y la poca vergüenza, iba hecho un malhechor, y andaba muy de repapo de loma en loma con una mi mochila viendo en qué robar, y fue que un día vi un nido de Unfezant sobre la rama de un olmo viejo, y con decirte que llevaba muchísimo antojo de huevos, (que hasta el día de hoy aún no entiendo por qué es que se me ríen cada vez que menciono esto), sin ser poderoso en otra cosa, me aferré con mucha presteza al tronco y presto me senté sobre la rama. Cabe luego mencionar que, en aquel mismo instante en que me hube subido, me vinieron unas ganas de hacer lo que nadie más podía hacer por mí, que al tiempo en que me proveía de los huevos, echándolos dentro de la mochila, me proveí asimismo sobre el nido, cosa que la mamá Unfezant no habría dejado de notar, ni de oler, pues te juro que a dos leguas se echaba de notar la peste, según era la variedad y la frecuencia con que había estado comiendo. Reí mucho mi picardía aquel día, y mis padres la celebraron por el doble tanto, mientras chupaban de los huevos como sanguijuelas, pero, como no hay en el mundo fechoría alguna que el cielo, quien dispone suavemente de todas las cosas, no castigue con otra peor, me aconteció luego tal desgracia, como oirás, que aún al día de hoy me sigue pesando:

    Resulta ser que, habiendo con mi madre ideado un artificio con que robar con más gracia e inventiva, (el cual consistía en mudar mi aspecto al de un niño, y mi madre, al de una desesperada y afligida mujer, y con esto irnos a la entrada del bosque, donde más frecuentaban los humanos, ado mi madre pedía ayuda a voces, diciendo que su hijo se había quedado con un pie atorado bajo una gran raíz, porque pronto alguna pobre ánima acudiese a socorrerme, a quien luego le hurtábamos hasta los zancajos), un día nos fuimos, como era usual, con mucha pompa a aquel sitio; yo venía repitiendo una y otra vez mis líneas en la memoria, que las había estado ensayando durante toda aquella mañana porque no se me olvidasen, puesto que en aquel entonces no hablaba ni entendía la lengua humana, cosa en que mi madre era una maestra, según oraba con una música y una elocuencia, que ni mil echacuervos le echaban la graja, e incluso oírle pedir limosna era cosa de admirar. Digo, pues, que para mi desventura, puesto que en aquel momento no la había echado de ver, mi madre había elegido aquel mismo olmo en cuyo nido había parido mi hediondez para que yo hiciese mi ceremonia; y yo, que me había aprendido mis versos de memoria, y asimismo los declaraba como cantados, encajé mi pata bajo una raíz que del árbol sobresalía, fingiendo estar atorado, con la diferencia que la había encajado de tal manera, que me atoré de veras, y no me había dado cuenta de ello sino hasta que mi madre volvió con nuestra víctima. Y pues, viendo no me podía zafar en tratando de acometerle, el humano finalmente cayó en el achaque de la burla, mal de mi grado y peor de mi suerte.

    Tras esto, el humano echó correr tras mi madre, quien, hecha ya Zoroark, huía despavorida, no sin antes darme una coz más redonda que una pokébola, tan infernal, que aún porfío en tratar de recordar si fue aquello lo que luego me dio la mayor pesadumbre de aquel día, o si en cambio fue lo que en breves te diré. Digo esto porque así como me golpeó, el nido, cuya rama en do descansaba estaba sobre mi cabeza, me cayó de lleno en todo el rostro, embarrándomelo de mi propia caca, (aunque si a trueco me hubiesen caído encima los huevos, a lo mejor lo sufría más). Quedé con esto más hediondo que un Trubbish, y en lo gordo se me echaba de ver, (y te pido perdón por la palabra que voy a usar), lo cagado que estaba. Pero sin dudas el mayor error que cometí aquel día fue pensar que no iba a haber cosa peor con que mi fortuna habría de castigar mis malas obras, porque tan pronto como me hallé solo, en mala hora y peor sazón vino mamá Unfezant a terminar con la tarea que el humano con su patada había comenzado, y con esto me empezó a asestar de tantos picotazos, que quedé descalabrados los cascos, brumados los huesos y derrumbado el orgullo.

    Terminada, pues, la tanda y tunda picotesca, me fui adonde mis padres, con tanto dolor de mi cuerpo y pesadumbre de mi ánima, que acaso llegué antes que acabase el día dando tumbos y medio muerto. Yo me las daba al diablo y a la puta que me parió, renegando de la maldita hora en que hube nacido entretanto que hacía mil berrinches, y daba otras dos mil pataletas sobre el negro y sucio suelo de mi madriguera.

    Ahora, solo diré que, si es que aún no te ha quedado claro cuán mal me tuvo aquel suceso, te juro que de allí a los siguientes diez días no me atreví a robar migaja de cosa.
     
    Última edición: 10 Agosto 2022
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    Capítulo II

    Donde prosigo con el cuento de mis numerosas picardías, y de cómo descubrí acaso los amores que mi madre tenía

    Con esto, y por no ser yo muy afín al aseo, me tomó los más días de mi deliberada penitencia deshacerme de la porquería que tenía impregnada en el hocico, de lo que luego aprovechaban mis amigos para llamarme de nombres que más le veniese a propósito a mi negra condición: como ser Zoruediondo o Zorrinmundo, que aunque con justa razón lo tuviesen, a mí eso me corría muchísimo, y no pocas veces les devolvía las burlas a pescozones, y que allá se las den al diablo con sus motes. Dicho esto, me he dado cuenta que, por la priesa que tenía de engolfarte en el cuento de mi vida, me había olvidado de contarte una cosa que no es de poca importancia a este el mío, que es el nombre que mis padres me dieron: el cual es Maquio, puesto que en dándomelo se imaginaban que habría de igualar en todas mis intenciones y designios las del mismo Maquiavelo, (que en mi vida escuché nombrar tal pokémon).

    Digo, pues, que pasados los días de mi temerosa enmienda, y estando prevenido, entre otras cosas, de no levantarme a mayores ni dar espuelas a mi levantisco ingenio, me estuve por un buen espacio tan quedo como un Metapod, al punto que a cada momento se me santiguaban y me pedían la bendición, de ver con cuánta santidad me comportaba; aunque poco me aprovechó el remedio, porque no habiendo poro ni filamento en todo mi cuerpo que no sea inquieto ni malvado, un día en que nos espaciábamos con unos mis amigos sobre una cuestecilla, que estaba en un muy real prado, conocimos a tiro de piedra un grupo de Pansear, los cuales cargaban en sus manos unos plátanos asaz gordos; y, entretanto que los echaban todos en el suelo con propósito de comérselos, yo ya estaba trazado el mío, el cual era con el de rebato. Y, así estando, y con mucha fianza de mis amigos, (quienes eran tan o más endiablados que yo), y de mi golosina, emprendí mi carrera a todo trote, que hasta mi sombra porfiaba en igualarme el paso, y en llegando se los arrebaté todos, y di a correr con tanta priesa, que no pudieron echar de ver quién ni de qué manera se los hurtaron. Quedé contentísimo con mi botín, y más aún viendo cuánta ventaja les llevaba a los despojados monitos, pues dos patas no corrían lo que cuatro; y en lo que se tardaban en averiguar hacia dónde había picado, yo ya me les aventajaba dos tiros de escopeta.

    El banquete que luego nos dimos, oh cuerpo de San Banano, fue tal que ni los del rey le iban en zaga, y mis tripas lo celebraban con tanta fiesta, que quedaron hinchadas como una piñata, pues te juro que, en aquel punto, un Munchlax y yo nos parecíamos como un güevo al otro.

    Habiéndonoslo, pues, comido todo, quedamos al cabo ahítos y con harto contento de nuestro buche, y en aquella sazón nos fuimos de allí rodando como los Electrode; pero aún temiendo nos hallasen, y nos sea todo mal contado, tomamos la vía del otro lado de la ribera, en do vimos en un pradecillo estar tejiendo a una Leavanny tan sin malestar alguno, que nos determinamos en molestarle. En fin, que en cuanto más nos llegábamos, más nos daba cata ella de su vejez, pues paso ante paso íbamosle añadiendo un año más a la cuenta de su edad, según nos la iba mostrando ser numerosa. Doy fe en que la edad de la vieja debe haber sido la del último número, o, en todo caso, más de lo que yo podía contar.

    Digo, pues, que la vieja era archivieja, y que asimismo tenía amarrado entre dos alcornoques uno de esos desagradables hilillos que los bichos suelen escupir, a modo de tendedero, en donde colgaba una suerte de vestidura hecha a partir de muchas hojas tupidas; y, puesto que las hacía algo extravagantes, que no parecía sino que iba a vestir con ellas a un Ditto deformado antes que a un Sewaddle, ya comenzábamos a tener algunos barruntos de su ceguera. Y terminando la vieja de componer una de ellas, iba y la colgaba sobre el hilillo, y yo iba y se las descolgaba con mucho tiento; y así lo hizo con cada una de ellas, y yo a todas se las descolgué, con que luego, al no hallarlas, daba tan graciosas muestras de enojo, que me movió a hacerle más burlas; y fue tal que, a trueco de los vestidos, colgué sobre el hilillo los sobrantes de nuestro banquete, quiero decir las cáscaras; pero, entretanto que cometía esta diablura, vino un enjambre de Sewaddle quienes al parecer acudían a ser vestidos por su agüela. Yo con esto me sobresalté sobremodo, y lo primero que atiné a hacer fue mudar mi forma a la de uno de esos asquerosos bichos porque no fuese notado. Y digo que me fue bien, porque los más no compusieron gesto ni visaje alguno, y pues aun parecía que ninguno de ellos estaba al tanto de lo que sucedía a su alrededor.

    Vino luego la vieja y comenzó a repartirles a cada uno de ellos unas muy grandes hojas para que las comiesen; y cuando llegó hacia mí le dije que no tenía gana, que me estaban dando en la barriga unos torzones infernales. ¡Oh, y en tan mala hora y peor sazón hube dicho yo aquello! Que así como lo oyó, me asió la muy zurrada y me empezó a mirar de hito en hito, como si de veras ver pudiese, a lo que luego se determinó en echarme sendas gaitas, (que sendos puñetazos le de luego Giratina en el averno). Yo, por más que pataleaba, la vieja me tenía asido con una fuerza que su complexión no la demostraba; y, tentándome el rabo, decía la maldita: «En mi vida conocí un Sewaddle que tenga esa suerte de pelo, ni aún rabo alguno», (y esto decía porque las ilusiones de nosotros los Zorua solo afectan a la vista, y con el primer roce ya se echa de ver el embuste). Yo maldecía a la vieja entre mí, puesto que, además de ciega, parecía ser también medio sorda, porque ni se curaba de mis porfías.

    En resolución, yo me atajé tanto, sobre todo al notar cómo la vieja se iba dando lugar entre mis posaderas, que, en lo que me echaba el líquido, (que sepa Arceus qué clase de agua infernal fue la que me echó), comencé a darle de tantos mojicones, que por poco no le horadaba el rostro. Terminado aquel desquijarramiento, volvime con mis amigos, quienes no podían tener la risa que a borbotones se les escapaba por los ojos. Los míos lloraban lágrimas de tormento, entretanto que me desaguaba por detrás como un Stunky, pero ni siquiera aquello fue suficiente para amancillarles el ánimo, que ya andaban perdidos de risa.

    Si la vieja feneció con ese ataque, nunca lo he sabido, ni tampoco se me da nada en saberlo, antes sé que aquel día volví a mi lugar, como dicen, con el rabo entre las patas, pues tan mal me supo aquel negro caldo en el culo, (que juro que me besó desde lo más granado hasta lo más menudo), que aún a día de hoy me trae tormento recordarlo.

    Confiésote además que, además de haber pecado de travieso, asimismo lo hice de curioso, porque, no siendo estas que ahora te contaré cosas que me tocaban ni atañían, sino a mi madre, a quien en aquel tiempo tañían y retocaban otras patas que no eran las de mi padre, una noche en que la hambre me tenía en muy mala guisa, me fui a emboscar con aval de mis tripas en un encinar ribera a un muy ancho río, a do iba con achaque de buscar bellotas, las cuales hallé muy a mi sazón; y en lo que estas visitaban mi panza, oí unos muy tiernos aullidos, que luego conocí ser los de mi madre, a los cuales acudí con tanto sobresalto de mi ánima, por pensar que estaba metida en algún mal trance, que decidí mudar mi pequeño cuerpo al del más grande y corpulento Liepard, por ver si así lograba engendrar el miedo en cualquiera sea la criatura que contra el de mi madre acometía. Pero lo que finalmente vi entretanto que llegaba, pues, prefiero no decirlo, aunque ya podrás imaginártelo, y te pido disculpas por ello, que aunque más quisiera echar tela a mis deshilados recuerdos de aquella noche, me resulta labor muy engorrosa, y quédese esto aquí. Lo que sí te puedo asegurar de buena parte es que, por aquel tiempo, se sospechaba que mi madre andaba requiriendo de otros amores fuera del amancebamiento que con mi padre tenía, y acabándome de certificar de aquella verdad, vi que, de hecho, el miedo que sintió el enemigo de mi madre había sido tanto que, siendo él también un Zoroark, y teniéndome a mí por mi padre, enseguida se mudó, como si hubiese sido cosa trazada, en la figura de un Zorua; y tras esto dijo el muy bellaco: «Ole, papa, y en buena hora nos hallastes, que harto perdidos estábamos». A lo que mi madre añadía: «Zoroark, digo, Maquio tiene razón, que además con el frío que habemos, andamos cosidos», excusándose de esta y otras maneras mientras que porfiaban en desunirse.

    Yo, al escucharme conjurar de aquella suerte y de aquel impostor, quedé corridísimo, con que luego luego cogí una bellota que acaso traía y se la arrojé en la cabeza, escalabrándosela toda, de suerte que por poco no se la escondí dentro. Todo esto hacía al tiempo que, cegado de mi simpleza, decía: «¡Oxte, puto, que yo soy el verdadero Maquio!». Y digo que me vio tan resuelto en matarle, que presto se dio a huir el muy castroso, y aun le habría seguido, si mi madre no me hubiese asido del rabo y traído hacia ella, la cual luego me hizo prometerle jamás darle cuenta a mi padre de lo que enhoramala vi aquella noche, cosa que mal de mi grado hasta el día de hoy he cumplido, por no quitarle más honra al que ya no tiene ninguna, aunque bien le hube vengado con el bellotazo. Con esto, digo que el pobre quedó tan dulcísimamente engañado, que mal año para los Absol y sus cuernos, que a mi padre se los pusieron mejores y más grandes.
     
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    Capítulo III

    De mi ida a ciudad Mayólica, y lo que allí me aconteció

    Pero lo que más me pesó de todo aquel hallazgo, fue tener que fingir haber el mismo bienestar que había con ellos denantes. Digo mis padres, a quienes Arceus perdone las faltas. Mas yo, viéndome tan mal heredado, tanto de fortuna como de honra, determiné partir de ellos y buscar nueva vida fuera del bosque. Resuelto esto, fuime una noche muy quedito, sin ser sentido de nadie, do el río que mencioné antes, el cual linda con una de aquellas rutas construidas por los humanos, adonde mis pecados me toparon con uno de ellos, en tan mala sazón, que por un buen espacio de tiempo no me osé menear, por no le dar cuenta de mi presencia.

    Conocí luego ser aquél uno de esos que llaman criadores, (de quien, según vestía unos andrajos de inmundos, bien habría creído que lo era de piojos), y porque no me notase, me alejé bonitamente paso ante paso por el otro cabo del río. Viome el muy follón y echó a correr tras mí, y maldita la otra cosa que arrojaba que aquellas putas mazmorras esféricas. Yo, por sortear aquel cautiverio, púseme sobre un charco de lodo, y cubrile los trapos de cascarrias, de modo que por poco no le sepulté en ellas. En fin, yo me defendía y ofendía, y le di luego tal tortazo, que le remaché las narices. Huí presto de él, y habiendo andado no poco rato, di conmigo, (maldita la hora), en ciudad Mayólica.

    Llegué allí medio despeado y con una pata coja. Sería medianoche. Vime en un mundo tan nuevo y nunca por mí visto, que por dos o tres veces me sentí desmayar. Fue allí donde topé por primera vez contigo, mas como le tenía algún temor a los humanos, no quise trabar plática ni pagarte respuesta ninguna.

    Mi hambre, (que a mal traer y peor suerte me traía, como lo verás por mis desgracias), me llevó do el edificio más bonito e iluminado que hallé, dentro del cual, a juzgar por su aspecto, me veía conde de Zorulandia. Pero nada más alejado de mi fantasía, pues, según las miserias que allí estando pasé, puedo decir con toda seguridad que caí en poder del hambre viva.

    Era aquel un teatrillo en donde se representaban toda suerte de obras y de musicales, y no bien hube entrado cuando fui a parar en manos de un tal Ángel, que para mí es el mayor demonio y perseguidor de tripas que habita en este mundo. Era el viejo protoavariento y ministro del hambre, y viéndome tan desvaído, cogiome en sus brazos, con lo cual pensé se había compadecido de mi flaqueza. Me echó luego dentro de una cámara donde asimismo estaban otros pokémon, quienes sintieron mi venida como quien conoce por extenso los trabajos que allí se pasan. Mirábanme con los ojos flacos y desencajados. Otros no se podían tener del hambre, y ni se curaban en voltear a verme. Tal espectáculo no había visto en mi vida, que me pareció que se estaban representando allí mismo las reliquias de la guerra de Kanto a telón cerrado. Afligime mucho con esto.

    Pasaron las horas y entró al aposento un Persian, mascota del viejo, (que en aquel momento me hube desengañado acerca de tales criaturas como símbolo de fortuna), y nos arrojó a cada uno unas muy ricas vestiduras, siendo las que yo cogí un capotillo, un sombrero y un moñito. Había entre ellas un collar con la imagen de Arceus, la cual me encajé por pensar ser de queso. Juro en mi vida haber comido cosa más celestial.

    Diome gana de proveerme, (como en el pecador del nido), y al no hallar adónde, pregunté a un flaquísimo Patrat si por ventura había en aquel aposento alguna letrina en do echarlos; y cuando me dijo que no, y que en su vida había hecho tal cosa, terminé de creer estar muerto, pagando la cuenta de cada una de mis travesuras en el primero de los nueve círculos del infierno. En fin, yo me fui de cuerpo, y también de alma, porque quedando mi buche tan desocupado como entonces, no habría querido echar nada de él.

    Vino luego el viejo y nos hizo salir al escenario, e interpretamos una obra llamada Paseo en el parque, que para mí fue más bien un desfile de almas en el purgatorio, según de afamados que estábamos. Yo daba unos cuantos saltitos acá y cabriolas acullá, confiado en que, terminada la obra, nos habrían de preparar un banquete.

    Pero el viejo no nos daba migaja de cuidado, ni aun migaja de nada. Aunque luego llegaron a nosotros unos pokelitos más flacos que los brazos de un Sudowoodo, y repartieron uno para cada uno. Yo, viéndome tan mal guisado, no lo pude sufrir, y sin ser visto de nadie, porque los más tenían sus ojos puestos en los escasos pokelitos, (que entre lo que les quedaba en el hocico y se les pegaba al paladar pienso que se consumía todo), usé de mi habilidad de ilusión para hacerme pasar por hasta diez pokémon distintos, y así tuve mi ración zoruplicada, que mis tripas quedaron contentas durante aquella noche.

    Otro día, aquel artificio ya no me aprovechó, porque estando advertido el viejo maldito de mi habilidad, tenía contados cuántos pokémon había en aquel infierno terrenal. Montábamos entre todos un total de diez y siete, que juntos no pesábamos lo que dos. En fin, que andábamos hechos sombras de pura hambre. Mas estando yo una noche trazando cerca de cómo habría de darle salto al costal de los pokelitos, vínome a la mente un plan, con el cual pensé remediar mi flaqueza, (que dicen por ahí que con el hambre se aviva el ingenio), y con esto huir luego de allí. Convine entonces llegarme hacia el costal, y haciendo una pequeña sangría por debajo de él, dejé caer todos los pokelitos dentro de mi sombrero, el cual le había colocado por debajo, rezumándolo con aquellos tan preciados bizcochos. Creí con esto ver el paraíso, con todo lo que hay en él, parecerse en frente de mí.

    Digo, pues, que luego de hecho el hurto, me sentí harto venturoso, como si dentro de aquel mi sombrero se contuviesen todas las fortunas de la Liga Pokémon. Saqué luego un par de ellos y en dos bocados los hice invisibles; mas quiso mi mala ventura, (aunque a la postre resultó para bien), que en aquella sazón un Scraggy de los que allí estaban me descubriese la gatada, y yo, porque no me delatase, partí del botín con él, y entre los dos nos comimos la mitad de lo que en aquel cielo de los bizcochos había.

    Trabamos charla. Éramos los dos al siniestro, y pasamos la noche entera en nuestra plática de pícaros. Él me agradeció la comida y celebró mucho mi picardía, y a poco hablado nos determinamos en trazar nuestro escape, que sería en la función del día siguiente. Oímos entonces enhoramala al viejo llegarse al aposento, y yéndose ado el costal de los pokelitos, no halló ni medio, con que comenzó a rabiar con tanto ahínco, que pronto despertaron los pokémon con harto sobresalto.

    Yo, por ocultar mi hurto, me puse mi sombrero y, haciendo como que ensayaba para la próxima función, daba unos muy graciosos giramentos de aquí para allá. Scraggy hizo lo mismo con su faldita. Pero no me aprovechando la mentira, desgajóseme del sombrero uno de los pokelitos, el cual, cayéndose al suelo, terminó por descubrir el robo. Juro que el viejo quedó tan corrido, que lo vi resuelto en quitarme la vida, y sin duda lo hiciera, si Scraggy no me pusiera dentro de su bolsa y echase a correr conmigo dentro. El viejo, el Persian, e incluso los asistentes, todos iban tras nosotros; pero al llegarnos a la entrada, por no descubrirse ante la gente, cesaron la persecución, quedando nosotros como rescatados del cautiverio. De allí en adelante comencé a creer ser posible el cambiar de tipo en un pokémon, pues entré allí siendo siniestro, y salí hecho un fantasma, según la única cosa que quedaba de mí era la sombra.
     
    Última edición: 3 Septiembre 2022
  4. Threadmarks: Capítulo IV
     
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    Capítulo IV​

    De lo que más me avino en la maldita ciudad Mayólica, y cómo asenté con unas entrenadoras.

    Dejamos aquel sitio tan malparados, que fuimos luego a sestear bajo el fresco de una sombra a las tripas, de puro cansados. Vime en la cumbre de toda mala fortuna, que pensé por tantas mis diabluras morar para casta en ella. Por cuatro o cinco veces probé en levantarme, y habiéndolo logrado, fui a revisar el interior del delator de mi sombrero, el cual hallé descomulgado de todo bocado. Consolámosnos con la vista de un pokelito solo y huérfano que descansaba en el suelo, y con aquella lacería pasamos el resto del día.

    De la cual me entregué con tanto cuidado, que fue darle dos bocados pequeños y dos mil pesadumbres a mi estómago. Pero viendo no me durar mucho, compasela de tal manera que, dándole no más que tiernos besos de un lado, golosiné en ella hasta medianoche.

    Anduvimos de esta suerte hasta la madrugada del día siguiente, en donde la nuestra nos topó con dos muchachas, quienes en lo maltrecho viéronnos estar finados del hambre. Cogiome la una en brazos, y me trajo de tal modo, que me desayuné con sus caricias, y entre los dos rogábamos nos diesen algo de comer. Pronto nos llevaron a una casa que delante de un río se hacía, y allí nos acogieron de buena gana. Andábamos váguidos del hambre, que los huesos nos sonaban como tablillas de Sigilyph. Entramos al amanecer, y en menos de una hora les comimos hasta las cucarachas, sin dejar relieve ni menudencia que no sea devorada por nuestras macilentas bocas. Yo de industria echaba algunas lacerías de pan y croquetas dentro de mi sombrero, alimentándole con ellas, como si se tratase de un segundo estómago. Era de ver cómo nuestros descoloridos rostros se flameaban con cada bocado. Todo se nos hacía novedad.

    Me di asimismo buena maña en robarles, y lo más que hallaba lo llevaba, como tengo dicho, a mi sombrero, no habiendo faldriquera que mis patas no visiten ni bolsa que mi hocico no hurgase, aun si nada de aquello me fuera menester. Luego, al ponérmelo, el pecador sangraba como si fuese de carne; y así lo parecía, porque no osaba quitármelo de la cabeza.

    En fin, comimos tanto aquel día, que quedamos hinchados como vejigas de bojiganga, a punto de morir despanzurrados de pura hartura. Digo que fue tan grande el atracón, que nos quedamos dormidos, y al despertar me hallé dentro de una cámara como de un celemín, tan oscura y cerrada, que por un momento creí aún estar en manos de aquel lacayuelo del hambre, y que fue todo quimera y delirio de mis tripas. Vínoseme con esto a pie la esperanza, según me vi huyendo del fuego para dar en las brasas; y afligido de este pensamiento, comencé a dar fuertes y ahogadas voces. Pero viendo serme de poco provecho, me las di a rasguñar las paredes, con que de ahí a un momento pudo aprovecharme, y salí de aquella prisión como por brujería.

    Estaba yo con esto medio desvanecido, cuando oí la voz de una de las muchachas de denantes, con cuyo timbre me coloreó el alma. Husmeé el aire, y conocí estar nuevamente en la ciudad. No bastaran las palabras para describir mi confusión.

    En eso, oí patente aquella misma joven decirme:

    —¡Zorua, usa Ataques Furia!

    No pudiera quilatar yo en aquel momento mi alboroto, ni aun el temor que sentí cuando vi aguardando frente a mí un gran Pansage, que, para asegurar el hecho y darle color, diré que tan gran simio no se vio en todo FanficsLandia. Mirábame el demonio con inflamada ira, cosa que sentí a par de muerte, y me asestó luego tal mojicón, que me desensartó las ideas de la cabeza. Iba yo dando botes en el suelo, como poseso, cuando mi entrenadora reiteró la orden, y maldita la otra cosa que Maquio hacía que carpir como gato rabioso. Estuve en aquel trabajo por un buen rato, mosqueándole las rodillas con mis patas, hasta que el bellaco no pudo sufrirlo más, y de una coz me escalabró todo.

    Cuánto me dolió aquel golpe, Arceus lo sabe, que mis carnes estando aún magras como estaban, hicieron gran queja de él. Metiome la bellaca de mi entrenadora nuevamente dentro de mi cautiverio, y allí estando comencé a rezar por mi pecadora alma, rogando me trajesen exploradores que me buscasen los dientes, que los traía desparramados por toda la boca. Quedé, como digo, hecho moneda, y aun así no osaba quejarme, porque, como hablase mucho, los huesos me crepitaban como leños de ombú.

    Aquel mismo día, antes que anocheciese, salimos de la casa y fuimos a una plaza que al otro cabo de la ciudad estaba, y aunque al principio solo me sacaron a mí no más, luego trajeron a Scraggy, y en aquella sazón nos pusieron a ambos a entrenar nuestros movimientos de combate. Quíseme en varias ocasiones escapar, pero luego me acordaba en estas harturas de mi hambre pasada, y finalmente no me osaba menear. Recordaba con angustioso sentimiento la anterior batalla, en la cual sin duda habría perdido asimismo la vida, si el cielo no me la tuviese guardada para mayores trances.

    Llamaron luego las arpías, y comenzaron a hablar no sé qué cosas sobre combates y guerreamientos. Cuando oile decir Látigo y Placaje, se me alborotó el alma, que en mi vida había escuchado nombrar tales criaturas. Y con esto, nombraba la muy zurrada otra sarta de técnicas y habilidades de una lista que parecía eterna. Yo, de puro coraje, le asesté a una de ellas una embestida en la barriga; y, ¡oh, cuán al revés de mi parecer fue tal cosa a parar!, porque enseguida comenzó la loca a celebrarlo con tanto escándalo, que me pareció que tenía de qué alegrarse para todos los días de su vida. Otra vez pensé largarme, hasta que me dieron un buen plato de croquetas, como recompensa por haber aprendido aquel movimiento, y en él remedié mi cólera.

    Moríame yo de amores con todo aquel favor y socorro, y como siempre estuviese acompañado de unas buenas croquetas, le habría hecho frente hasta al mismo Alto Mando. Por otra parte, Scraggy insistía en que huyesemos, diciendo cómo había trazado un plan para remediar el hambre de camino (que para cada cosa tenía él su trapaza). ¿Cómo habría de encarecer yo mi incertidumbre? Tanta era, que me quedé ocupado en aquellos pensamientos el resto de la noche.

    Amaneció, y heme aquí nuevamente llamado a luchar. Dijo mi entrenadora:

    —¡Zorua, te elijo a ti! ¡Vamos muchacho, muéstrales lo que tienes!

    «!Allá te la muestren!» decía yo entre mí, viéndome a dos leguas salir de aquel combate molido como cibera, como la vez pasada.

    Del poco dormir y el mucho pensar, (así como de la renovada y abundante dieta), había despertado algo malito de la tripa, de modo que en mi buche comenzó una grita del diablo, y por detrás el forcejeo tornábase infernal. Entré al campo de batalla luchando más bien contra mí mismo, y no bien hube hecho un paso, cuando mi oponente (el cual era un Slugma) me encaró con la mayor lentitud que jamás había visto.

    Yo di en reír de tal modo, que pronto comencé a desaguarme por entrambos canales. Púseme de mil colores, jamás permitiese Arceus tal bochorno. Me llegué a él, y a gatas pude darle uno que otro rasguño, según sudaba y trasudaba en lo que intentaba contener las cámaras, quienes, junto con la risa, íbanseme escapando en cuotas. Dijo el muy bellaco:

    —¡Por resucitar está Diglett, según hiede!

    Con esto no pude tener la preñez, y di al pobre con ella en todo el rostro, de suerte que se la fregué por ambos ojos, dejándoselos tan ciegos y dolorosos, que sin osarlos abrir, daba sendos gritos, como loco. Quedó el negro Slugma (ahora marrón por mis pecados) hecho un muladar, y yo tan corrido de vergüenza, que por primera vez rogué a mi entrenadora me encerrase en la pokéball.
     
    Última edición: 8 Octubre 2022
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    Título:
    La Historia de la Vida de Maquio, el Zorua, y de sus Tretas y Picardías
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Comedia
    Total de capítulos:
    5
     
    Palabras:
    844
    Capítulo V

    No siendo de provecho para los combates, fui enviado a una guardería, donde llegué hecho pícaro. ​

    Verdad es que, siento tan pocas mis virtudes, y tan dadas mis garras al hurto, me encomendaron a una tal Antonia, mujer cargada de espaldas (pero aún más de años), quien tenía de oficio cuidar de los pokémon y una guardería para el efecto. Confieso que no hube bien entrado cuando comencé a temer no saliese tras mí un maldito sin menos de malo que de Ditto, y me despolvase con zorras y no de orillo —que hay guarderías para todo—, mas no me sucedió así, que era aquella casa honrada y de buena música.

    Había en la casa un patio verdísimo y muy curioso, donde los pokémon podían solearse o sestear sobre la fresca yerba, bajo la sombra de grandes juncos, así como trebejar en el extenso de aquel gustoso y esmaltado jardín. Topé allí con una Mawile que, al verme tan perro nuevo, determinó hacerme alguna novatada. Y fue que, pasando cerca de donde ella estaba, me asestó al grito de «¡Aguas van!» tal gargajo de su trasera boca —que de verdad verdad me espanté mucho de ver cosa semejante— que quedé entre busto de plaza y Zorua de Hisui, tan blanco como la nieve.

    Disimulé lo más que pude el corrimiento, celebrando la burla —aunque de veras quedé muy triste, considerando mis desgracias—, al tiempo que la dicha Mawile se llegó a mí con el chorro de risa aún bulléndole en el hocico. Saludome y, sin darme lugar a respondelle, preguntome si era tanque o sweeper. Yo, aunque no le entendí, le dije que sweeper. Preguntome de qué tipo era. Respondile que muy majo. Riose, diciendo luego cómo ella era del tipo acero, encareciéndome por de más su fuerza. Consideré entonces cuán desierto debía de ser el prado de quien tan sin recato se tiraba flores, y digo que no fue de balde, porque al momento comenzó a dar tan larga arenga sobre materia de combates, que cualquiera que le oyese pensaría que fuese la misma eminencia. Yo, que entendía de combates como volar, luego luego, cansado de oílle, le di una coz más redonda que su cabeza, por ver de qué pie coxqueaba, con que dio un traspié tan mortal, que cayó de bruces en el suelo. Corriose, declarando cómo aquello era solo una demostración de la debilidad que el tipo acero tiene al tipo tierra —que bien la hubo besado con la caída—. Quedé con esto contento y vengado de la pasada burla, y sin más, me entré a la casa, con esperanza de hallar algo con que entretener la barriga.

    No hube andado ni dos docenas de pasos cuando noramala me perdí —que era el campo franco y yo muy curioso—, y, siguiendo con mis narices un dulcísimo aroma que me condujo hacia un pequeño aposentillo al lado del humero, vi la puerta abierta al remedio de mi congoja, y metime allí pasico. Era aquella una considerable despensilla —aunque a mis ojos una segunda Ciudad Cerezo— repleta de todos manjares, pan y conservas. Víveres había allí para sustentar toda la casa, y como despensero nuevo y señor de aquel castillo, tomando a tiro la ocasión que se me daba, sencilla cosa fue descomedirme.

    Y fue que, tomando cargo de catador, oficio muy a mi propósito, a cada cosa que hallaba le hacía la salva. Todo a hecho, tragando sin paladear, dejándolo todo a buenas noches, con toda sagacidad y advertimiento.

    Dice el refrán que no hay mejor salsa que la hambre y buenas ganas; y dice bien, porque, aunque muchos de esos manjares no convidaban bastante con su sabor, no dejé pan sin ratonar ni col sin trasquilar. Era capeador de cebollas, escultor de bizcochos y sastre de jamones. Todo a uno, y a un tiempo todo. Hice la carne postas, y de las postas menudos, sin evidar nada a la mesa.

    En fin, tanto me desmandé, que al cabo me vi ahíto y muy acosado de torzones. Estaba tal que no me atrevía a tomar aire por no reventar. Quise levantarme e irme a remojar la palabra en la fuente del jardín, cuando Arceus y noramala tropecé con un negro salero, el cual hizo tal escándalo al romperse, que pronto acudió Antonia a ver qué fuese aquello, temiendo lo que finalmente halló. Intenté ponerme de pie y esconderme luego, pero no me valió, porque quedé tan sabroso —tanto de la merienda como de la salazón—, que no hallaba cómo levantarme. Bien pudiera haber dicho la vieja «¡Hallado lo he al veneno!» en viéndome de tal suerte, y aquí callo, por considerar cuán bien le viene a uno el ser templado en el comer y el beber, que cada bocado por demás del necesario para el mantenimiento es viciosa golosina que engendra enfermedad y mal hábito, y mucho mejor y más años vive el que es de suyo comedido con lo que come. Y me dejo aquí de glotonerías, que son estos ladridos que a otros perros tocan.
     
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