La comedia del arte

Tema en 'Relatos' iniciado por Dororo, 9 Agosto 2012.

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    Dororo

    Dororo Entusiasta

    Aries
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    Pluma de
    Escritora
    Título:
    La comedia del arte
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    2728
    Para mi querida Blue en el día de su cumpleaños…

    LA COMEDIA DEL ARTE
    Los cascos de los caballos repicaban sobre los húmedos adoquines del camino y a su paso las llamas de los faroles y antorchas temblaban al compás de la fría brisa de la noche, creando un fantasmagórico juego de luces y sombras alrededor de los carruajes que enfilaban la avenida de acceso al palacio; deteniéndose frente a la imponente escalinata de mármol de Verona, flanqueada de estatuas, donde una docena de lacayos ataviados con elegantes libreas se apresuraban a recibir a los ilustres invitados.

    Desde una de las ventanas del primer piso, solo y a oscuras, Flavio, observaba impasible el desfile de muselinas, gasas y tules de excéntricos colores mientras rememoraba todas y cada una de las discusiones mantenidas con su madre acerca de su presencia y la necesidad de mantener, año tras año, aquella pantomima que se empeñaba en llamar tradición y que, como primogénito y heredero de la familia, él debía apoyar y continuar.

    Dejó escapar un suspiro sobre el cristal y cerró los ojos. Nunca le gustó la fastuosa fiesta que durante décadas, Lucrecia, se había encargado de convertir en uno de los acontecimientos más importante de la capital italiana. Todo el que se jactaba de ser alguien en Roma, asistía aquella noche al baile de máscaras que celebraba la duquesa Guiscardo.

    Una sardónica sonrisa afloró en sus labios al pensar en lo cínico que puede resultar el destino, cómo se burla invariablemente de los hombres, cómo mueve los hilos de sus vidas a voluntad convirtiéndolos en inanimadas marionetas sometidas a sus caprichosos vaivenes. Él, que tanto renegaba de aquella farsa, había acabado contando impaciente, una a una y día tras día, las horas que faltaban para el evento, anhelando hasta rozar la desesperación su llegada.

    El sonido de pasos a su espalda lo devolvió de golpe a la realidad y una voz de alarma tronó en su cabeza. El pánico se apoderó de él, sus exánimes músculos se tensaron y un ilusorio escalofrío le recorrió la espalda. Al instante, abrió los ojos e instintivamente se giró hacia la puerta cerrada. El recuerdo era demasiado vivo…

    Quienquiera que fuera, pasó de largo. Enseguida, recuperó la compostura y trató de sonreír; pero no pudo.

    «Desde luego, el destino puede llegar a ser muy perro», pensó airado. ¿Acaso no era ya demasiado tarde para tener miedo?

    Aquella idea le puso de mal humor y se adentró en la penumbra de la habitación, cubriéndose los ojos con el negro antifaz y ajustándose el sombrero de arlequín en la cabeza antes de aventurarse escaleras abajo. Había llegado el momento y por un segundo creyó sentir que su pulso se aceleraba. ¡Una ironía más!

    La luz de las doradas arañas y las lámparas de cristal de Murano inundaba los majestuosos salones abiertos para la ocasión y sobre las paredes tapizadas, los espejos de barrocos marcos colgaban entre retratos de sus ilustres antepasados, reflejando todo el brillo y el glamour de la fiesta.

    A medida que atravesaba el amplio vestíbulo de ricos y decorados techos abovedados pudo ir reconociendo a muchos de los que ocultaban celosamente su identidad bajo purpurina, lentejuelas y plumas. Las caretas no eran suficiente para camuflar sus rostros y bajo las mismas, se adivinaba su hipócrita sonrisa y la malsana curiosidad, acompañadas a veces de la sorna o el regocijo. El carnaval podía olerse en el perfume de los adornos florales y oírse en el jolgorio de los corrillos que se hacían y deshacían, para volverse a formar.

    La mayoría de los muebles habían sido retirados para la ocasión, a excepción de las mesas auxiliares y las sillas y sillones de madera barnizada, adornadas con pan de oro y elegantes asientos brocados, que circundaban la estancia.

    No le sorprendió ver a su madre sentada en uno de los extremos del salón de baile. Con el mentón bien alto, regia y elegante, aguantando estoicamente las miradas morbosas de la alta sociedad italiana sin perder ese aire aristócrata, que eclipsaba a todos los que tenía alrededor y los hacía ver como simples criados a su lado. Vestía de riguroso negro, tal y como correspondía, y no llevaba máscara alguna, al fin y al cabo aquella fiesta era ya el mejor de los disfraces.

    Si alguien había pensado que después de lo sucedido dejaría de ser la orgullosa y altiva dama de siempre, es que no conocía la voluntad inquebrantable y la firme resolución de la duquesa. El mundo podía estar acabándose y ella continuaría sentada en ese mismo sillón, mirando por encima del hombro, con natural arrogancia e inflexible análisis, a todos los demás. Sólo pudo admirarla por ello.

    Fijó una vez más su atención en la fiesta. Con guantes blancos y bruñidas bandejas de plata, los sirvientes ofrecían discretamente copas de burbujeante champán a los asistentes y en la pista, las parejas parecían flotar por sobre el pulido suelo de caoba, danzando al ritmo de la música cuyos compases reverberaban en cada rincón de la sala entreverándose con el rumor de las risas y conversaciones. Nadie parecía haber reparado en su presencia.

    Despacio, atravesó el salón hasta uno de los balcones laterales que daba acceso a la terraza. Mecidos por el gélido viento de febrero que se colaba a través de los amplios ventanales, los visillos le impedían ver si había alguien allí y mientras traspasaba el umbral, Flavio, sintió una presión en la boca de su estómago ante la amarga posibilidad de que ella no estuviera.

    La tenue luz de la luna llena iluminaba la figura femenina que, reclinada en la baranda, contemplaba absorta las estrellas. Sonrió. Llevaba una falda larga de colores y una vistosa casaca roja de la que colgaba un pequeño tamborcillo; la brisa hacía ondular sus castaños bucles que caían en cascada bajo la cofia y, a él, le pareció la más hermosa de las colombinas.

    Se tomó algo de tiempo para observarla, no quería dejar escapar ninguno de los detalles de aquella noche. Tenía la acuciante necesidad de memorizar cada gesto y palabra pronunciada como si fuera la última, quizá, porque no estaba demasiado seguro de que no lo fuera.

    De repente, Isabella pareció percatarse de su presencia y se incorporó, aunque mantuvo la vista al frente, fija en el estrellado cielo. Su cuerpo tiritaba levemente. Él, trató de llenar los pulmones de oxigeno, insuflándose valor y se aproximó despacio, deteniéndose a escasos centímetros de ella sin saber bien que decir. Se sentía cohibido y nervioso y, dadas las circunstancias, sentirse así le pareció ridículo.

    Pensé que no vendrías habló al fin, hundiendo su nariz en los vaporosos rizos de la joven e inhalando en profundidad. En ese momento, fue consciente de cuanto había añorado el olor a lavanda de su pelo.

    Isabella cerró los ojos y respiró, conteniendo por unos segundos de más el aire en su pecho mientras se abrazaba a sí misma.

    —¿Acaso no prometí hacerlo? contestó, en apenas un murmullo audible, como si nadie pudiera escucharla.

    No siempre se puede confiar en que los sueños se hagan realidad. —Quiso evitar que la amargura tiñera su voz, pero no lo logró. Con suavidad, hizo a un lado sus rizos para reposar la barbilla sobre su hombro. Perdida en sus propios pensamientos, ella no se movió y un largo y pesado silencio se impuso entre los dos.

    Aquello era demasiado extraño para ambos.

    Los primeros acordes del vals comenzaron a sonar y, Flavio, pensó que la casualidad y el destino jugaban una partida de ajedrez aquella noche. «El Vals del Emperador», ese fue el primero de los muchos que bailaron juntos en una fiesta como ésta, hacía ahora ya tres años. Recordaba no haber conseguido apartar sus ojos de ella desde que entró en el salón colgada del brazo de Andreas. ¡La más bella Innamorata! Aún podía verla, con aquel suntuoso vestido blanco y el dorado antifaz que cubría su mirada, y cuando éste se la presentó como su hermana pequeña, recién llegada de la Toscana y ella se sonrojó, le pareció el gesto más encantador que había visto nunca. Tardó casi una hora en decidirse a sacarla a bailar pero luego, no dejó que lo hiciera con nadie más… Flavio, sintió una punzada de melancolía en el pecho.

    Bailemos. —Le susurró al oído, depositando un etéreo beso junto a la oreja y dando un par de pasos atrás. Esa había sido también, la primera vez que olió el aroma a lavanda de su pelo.

    Isabella, se giró dubitativa y lo miró sin verlo. La tristeza titilaba en sus ojos azules, enmarcados por el exagerado maquillaje de colombina y, por un segundo, pareció querer escapar, pero no lo hizo.

    Despacio, él tomó su mano, levantándola, para dejarla descansar sobre su hombro. Ella, se dejaba llevar. A través de la seda del vestido, sintió como se estremecía cuando sujetó su cintura y enlazó sus dedos. El calor de su palma lo reconfortó. Había extrañado tanto la calidez de su piel.

    Yo te llevaré musitó, mirándola fijamente y ella acortó la invisible distancia que los separaba, haciéndola inexistente, para reclinar la mejilla sobre su clavícula.

    A Flavio le pareció poder oír los latidos de su propio corazón y empezó a girar, siguiendo el paso y abandonándose a la música. Resultaba agradable y natural, como si nada hubiera pasado y ellos fueran los mismos de siempre. La manera en que sus cuerpos se amoldaban el uno al otro, su tibio aliento en el cuello, incluso el silencio se sentía familiar y extrañamente correcto, quizá por eso tardó en decidirse a volver a hablar.

    —Estás muy callada. —Le dijo de nuevo al oído y su cuerpo se tensó como la cuerda de un arco entre sus brazos. Equivocó el paso y por un instante dejó de moverse, sin embargo continuó bailando. Los nervios y la desesperación se anudaron en el estómago de Flavio. En ese momento, hubiera dado cualquier cosa para que todo volviera a ser como antes…

    Su ceño se frunció bajo el antifaz. Pero ya no le quedaba nada que dar… Tuvo que contener las ganas de carcajearse de sí mismo. El destino era un maldito perro, uno muy traicionero.

    —Tu madre vino a vernos a la Toscana.

    Se expresó tan bajo y estaba tan metido en sus pensamientos, que tardó algunos segundos en percatarse de que ella había hablado y algunos más, en ser consciente de lo que sus palabras significaban. Al instante sus pies dejaron de moverse y, en un acto reflejo, ciñó aún más su cintura, cómo si temiera que fuera a desaparecer en cualquier momento. Abrió la boca para decir algo pero ella lo hizo primero.

    —Fue muy amable, me propuso venir a vivir aquí. Es una mujer increíble. —Y creyó sentirla sonreír sobre su cuello, aunque quizás fuera sólo una ilusión. Dejó caer los parpados un segundo… «Una vigorizante ilusión»—. No le importan los comentarios de «todos esos parias y nuevos ricos sin clase, ni dignidad», así los llamó. Me dijo que se encargaría de ellos y que nadie osaría enfrentarla. Mi padre se puso como loco y, por supuesto, se negó.

    Hizo una pausa antes de continuar, como si estuviera buscando la mejor manera de hacerlo.

    —Pero ella se mantuvo firme. «No dejaré que mi nieto sea un bastardo. Es un Guiscardo y debe crecer como tal»; esas fueron sus palabras.

    Flavio sonrió abiertamente al oírla. Se sintió liviano y, por primera vez en mucho tiempo, feliz. Era como si de repente se hubiera quietado un gran peso de encima, uno que a pesar de su situación lo asfixiaba día y noche. No le sorprendía en absoluto, aquello era muy propio de su madre, al fin y al cabo, su hijo también era un Guiscardo y eso estaba, para Lucrecia, por encima de cualquier otra cosa.

    Isabella dio un paso atrás y levantó el rostro, mirándolo a los ojos.

    —Amenazó a mi padre con denunciar a Andreas… —Su voz volvía a ser apenas un susurro y las lágrimas contenidas hacían brillar sus ojos entre el extravagante maquillaje. Bajó la cabeza y dejó de enfrentarlo, para fijar la vista en el suelo.

    Al oír su nombre, él tuvo la absurda sensación de que le faltaba el aire. Sintió una terrible opresión en el pecho mientras el entorno comenzó a desdibujarse ante sus ojos dando paso en la memoria a aquel momento ocurrido un día como éste, hacía ahora un año. Escuchó los apresurados pasos en el pasillo y las voces de alerta de los criados, vio la puerta del estudio abriéndose a su espalda para dar paso al hermano de Isabella con su holgado disfraz de polichinela y la cara desencajada por una rabia, que ni tan siquiera la negra máscara de aguileña nariz y el blanco maquillaje lograban ocultar.

    La sucesión de gritos, insultos y acusaciones. Palabras como embarazo, ultraje, deshonra o vergüenza que atronaban de vuelta enérgicamente en sus oídos. Revivió la sorpresa y el dolor de aquel puño estampándose en su cara, los empellones y el forcejeo; esa avalancha de sentimientos encontrados que habían desbocado su corazón.

    Junto a la alegría por la noticia, el vértigo se apoderó una vez más de él. La sensación de irrealidad entre los ataques de Andreas, sus inútiles esfuerzos por detenerlo, tratando de hacerle entrar en razón… Un pitido sordo le perforó los tímpanos, su mente estaba en blanco y, como entonces, de lo único que tenía constancia era de la severa voz de su madre ordenando poner fin a aquello. De repente, el fatídico empujón y la pérdida de equilibrio, su cabeza retumbó de nuevo por el golpe contra el velador de mármol y… Todo se volvió mortalmente negro.

    «Perro destino…»

    —No quiero que vuelva a hacerte daño. —El amargo susurro le hizo volver a la realidad de la terraza y a Isabella, que lo miraba directamente a los ojos. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, arrastrado con ellas parte del exótico maquillaje y todo su cuerpo parecía tiritar. Conmovido, dio un paso adelante y la abrazó con fuerza. La echaba tanto de menos.

    El aroma a lavanda inundó de nuevo su nariz y su calor pareció envolverlos a ambos cuando ella reclinó el rostro en su pecho y correspondió a su abrazo. Los rombos de vivos colores resaltaban aún más la palidez y la tristeza de sus rasgos. Flavio besó sus cabellos y apoyó la barbilla en su cabeza, imaginando el suave cosquilleo de sus rizos bajo la misma. Ahora, aquello no eran más que recuerdos.

    —Todo irá bien. Tu hermano no puede volver a hacerme daño, —dijo, estrechándola más entre sus brazos. El nudo de ira y angustia que oprimía día y noche sus entrañas se había deshecho dando paso a una sensación de alivio. Era como volver a respirar después de mucho tiempo de asfixia—. Nadie puede hacérmelo, Isabella. Yo, ya estoy muerto...


    Supongo que no es un regalo alegre Vanessa, ya me conoces, como mínimo sé que te gustan los disfraces. Para el año que viene prometo escribirte una comedia <3. Un beso, linda, ¡feliz cumpleaños! Pásalo bien en tu fiesta.


    Gracias a todos por leer.
     
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  2.  
    blue

    blue Iniciado

    Leo
    Miembro desde:
    5 Mayo 2012
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    3
    AHHHHHHHH me e quedado sin palabras de agradecimiento para este fantastico regalo, la fiesta de disfraces, el baile, la descripcion de las escenas y sentimientos, sabes que me encanta tu manera de narrar, muchissimas gracias por haber pensado en mi y gracias por esta maravillosa historia
     
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  3.  
    cuki

    cuki Entusiasta

    Cáncer
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    8 Junio 2008
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    106
    Pluma de
    Escritor
    Muy buena historia, la verdad, y el final me ha encantado (aunque algo ya me olía)
    No tengo nada más que decir (lo único que podría decir es que el título no me acaba de convencer), ya que la escritura es correcta y sobre todo fluida.
    De nuevo, felicidades por crear una gran historia, nos vemos.
     
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  4.  
    Ana inukk

    Ana inukk Gurú

    Libra
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    14 Abril 2012
    Mensajes:
    2,526
    Pluma de
    Escritora
    ahhhhhhhh se murió??? me encanto pero, ¿se murio? no puedo evitar la sensacion de tristesa y las lagrimas, snif snif (No entendi la relacion con el titulo) hermoso.

    Un Beso...
     
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