Kohaku Ishikawa La actitud de Kuroki me picaba en todo el cuerpo, pero no había demasiado que pudiera hacer al respecto. No cuando nos encontrábamos fuera de Kioto y Matahachi parecía reconocerlo como... ¿un superior? Intentaba entenderlo, de veras que sí. Intentaba comprender la visión y la postura de estos auto declarados expertos en la guerra, que sí, no dudaba que tuvieran más experiencia que yo, pero ¿eso invalidaba mi opinión? Matahachi parecía haberme ignorado hasta que pronuncié mis últimas palabras y entonces sus ojos se clavaron en mí, lo hicieron con una frialdad que me sacó de mi sitio por un momento. ¿Esto... era real? Había cedido, había accedido a viajar aquí en compañía, pero ¿este había sido su plan desde un principio? ¿No le interesaba lo que ninguno de nosotros tuviera para decir? —Hablan y hablan de mi corazón puro, de mi inexperiencia y mi ingenuidad, como si esta maldita guerra no me hubiese quitado todo lo que alguna vez tuve. Como si el mundo no me hubiese dado también la espalda. —Le lancé un vistazo a Kuroki y regresé a Matahachi—. Se suponía que viajáramos aquí como un equipo, pero no planeas escuchar a nadie, ¿verdad? Nos aceptaste para que te permitieran venir, urdiste tu estrategia y nos ubicaste en el tablero. No somos más que fuhyō. Agaché la mirada y sentí una mano sobre mi hombro, pero ya había tomado mi decisión. Aparté a Tamura sin brusquedad, me incorporé y vi a Matahachi desde arriba. —Conozco mi lugar y respetaré nuestro acuerdo, pues acepté venir aquí para poner mis habilidades a tu disposición. Lo haré. Y eso será todo. —Deslicé la mirada a Kuroki—. Tu error es precisamente ese: sólo ver enemigos en los demás, decirte a ti mismo que eres un monstruo despiadado. Lo repetiste tantas veces que lograste convertirte en uno. Si nuestra amistad no significa nada para ti al menos intenta dormir pensando en Rengo, en las lágrimas que derramó por ti. Le rompiste el corazón, Kuroki, y tendrás que vivir con eso. Giré sobre mis talones y me retiré a lo profundo de la construcción, donde el rastro de la fogata no lograba iluminar. Apoyé la espalda en la pared, cruzado de brazos, y desde allí oí el resto de la conversación. Al abrigo de las penumbras, también, me permití dejar correr un par de lágrimas. No renunciaría, no faltaría a mi palabra, pero esto... había sido mucho peor de lo que imaginaba.