(IV Ciudad) Disneyworld (Zona)

Tema en 'Ciudad' iniciado por Tarsis, 4 Marzo 2020.

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    Gigi Blanche

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    Joey Wickham
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    Una ligera sonrisa se escapó de sus labios tras oír a Jez. Si había una preocupación capaz de distraerlo era únicamente la idea de estar sobrepasándose. Pero ahora, mierda.

    Lo hice.

    Sí, preciosa. Lo hiciste.

    Lo hice y lo volvería a hacer.

    Siquiera tuvo tiempo de responder; sólo pudo estirar los labios cerrados, ligeramente ladeados, sin la menor diversión o inocencia en sus ojos. Era de esas sonrisas. Quizá las hubiera usado cientos de veces durante su vida, pero ahora... era diferente. Se sentía diferente. Jez había encendido su interruptor, y todo lo que había intentado contener lo inundó como una bomba a presión. El calor, las ansias, el cariño, el deseo.

    Depredador. Lo había sido antes, ¿verdad? Hasta el cansancio. Siquiera había imaginado convertirse en algo así frente a Jez, pero allí estaba. Con la correa suelta y las esposas abiertas.

    ¿Contenerse? ¿Cómo mierda haría eso?

    Jez lo besó, lo jaló de la camiseta y Joey se pegó a ella, casi con desesperación. La sintió, cada centímetro de su cuerpo. Utilizó las piernas para obligarla a separar las suyas, contra la columna de piedra, y la siguió besando. Coló la mano en su cintura por debajo de la blusa y recorrió la piel de su espalda, ansioso primero, moderado y cuidadoso después; rozando, acariciando, tentando. Jugueteó con la tira de su sostén, sin desabrocharlo. Detalló su columna, sus omóplatos, y hundió, casi burlón, la punta del meñique dentro del elástico de sus pantalones. Se acercó a su oído, danzando sobre su mandíbula, y allí se detuvo un segundo.

    —Como su Majestad desee~

    Su voz sonaba agitada y burlona, casi divertida, y bajó los labios hasta su cuello. Su mano libre, entre tanto, recorrió el costado de su cuerpo de arriba abajo y la tanteó hasta aferrarse a su muslo; joder, era tan delgada y liviana. Prácticamente podía rodear su contorno con los dedos. La obligó a alzar la pierna y se arrimó, si es que era posible, aún más hacia su cuerpo. Advirtió la columna de piedra haciendo tope del otro lado y observó la piel blanquecina, impoluta de su cuello por un breve momento. Cerró los ojos y respiró. Allí besó, saboreó y mordisqueó en toda su extensión.

    No, no podía parar. Mierda, ¿qué se las daba de puritano? Tampoco quería.

    Quería comerla.
     
    Última edición: 11 Abril 2020
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    Un solo color se coló en la negrura de su cabeza, uno solo, un rojo tan vibrante que parecía traído de otro mundo. Un rojo que era sinónimo de peligro, de infección o de inminente muerte, no tenía ni puta idea, pero tampoco le importaba. Si el océano embravecido fuese de ese maldito rojo se arrojaría de cabeza, sobre todo si significaba que Joey, con su aliento cálido y sus manos ágiles, estaba allí.

    Joder.

    Cada vello de su cuerpo se erizó al sentir sus manos deslizarse sobre su piel desnuda, cálidas, haciendo que el fuego avanzara con mucha más velocidad. Su respiración era irregular y sin embargo, su cuerpo no la traicionó hasta que él tomó su pierna, levantándola para unir aún más sus cuerpos. Fue en ese momento que un débil gemido escapó de su boca, tembloroso, era a medias queja y exigencia, porque su cercanía la quemaba de una forma que se le antojaba absurdamente deliciosa.
    No tenía ni idea de cómo controlar su propio cuerpo ya, que respondía solo a su toque.

    Joder. Joder. Joder.

    Otro bidón de gasolina sobre el incendio. Nunca había deseado en su vida ser consumida por el fuego y ahora, de repente, deseaba lanzarse a las llamaradas, gustosa. Casi suicida.
    Tuvo que morder sus labios, no se creía capaz de guardar silencio, no con Joey en su cuello de aquella manera. Apretó en un puño la mano que tenía enredada entre el cabello del moreno, tirando un poco sin siquiera darse cuenta y buscó sus labios de nuevo, ansiosa, desesperada por sentirlo. Por comerlo.

    Más.

    El solo pensamiento arrojó otro parchón rojo en su negrura.
    Esta vez fue ella quien coló su delgada mano bajo la ropa ajena, deslizándose por su costado hasta su espalda, rozando su piel con la yema de los dedos.

    Maldita sea.
     
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    Gigi Blanche

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    Joey Wickham

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    No recordaba haber sentido alguna vez los pies tan estaqueados al suelo. Su propio peso era plomo, los pulmones le ardían, los dedos le quemaban y, aún así, a pesar de todo, no podía dejarlo. La piel contra sus labios ya estaba caliente, casi tanto como su respiración, y una ansiedad extraña le sacudió cada maldito centímetro de humanidad al oírla. Ella, entonces, jaló de su cabello y volvió a besarlo, y Joey se dejó hacer con absoluta sumisión. Aquel sonido aún hacía eco en sus oídos. Era dulce, agitado y excitante.

    Jodidamente excitante.

    Para.

    De cierta forma agradeció que Jez ocupara su boca en besarlo, porque si seguía haciendo esa clase de sonidos... mierda. Sus dedos eran delgados y estaban ligeramente fríos; el contraste contra su piel le envió una descarga eléctrica y afianzó su propio agarre casi en un acto reflejo. Luego, soltó su pierna y acunó su pequeño rostro con ambas manos.

    Ya para.

    Joey gruñó contra los labios de Jez, frunciendo el ceño. Era como un niño siendo prohibido de su juguete favorito. En un acto de rebeldía, arrastró los dedos dentro de su cabellera y la atrajo hacia sí.

    Joey.
    Ya basta.

    Y coló la lengua dentro de su boca.

    ¡Basta!

    Sus dedos sujetaron el cabello albino con fuerza, sin tirar, y el frenesí de sus movimientos fue amainando poco a poco. Como un niño dejando ir su juguete favorito. A regañadientes, molesto, en desacuerdo. Pero era más que eso. Ya no se trataba solo de un capricho infantil, era el peso de la realidad descendiendo sobre sus hombros, lentamente. Tan denso como el plomo, tan oscuro como la medianoche. Era la angustia, la culpa y la tristeza reptando por su cuerpo, encadenándolo a Falmouth, y a su padre, y a Mila, y a Lena, y a Daichi, y a Sato.

    Y Jez estaba ahí, frente a él. Y también querrían encadenarla a ella. Se alejó lo suficiente para mirarla y apretó los labios, acariciando su mejilla en cámara lenta. Verla fue un balde de agua helada y frunció el ceño.

    Era una mierda.
    Era la mierda más grande del universo.

    ¿Cómo podía haber perdido así la cabeza? ¿Cómo había sido capaz de aprovecharse de ella? Era Jez, la dulce, honesta e ingenua Jez. La Jez que no tenía idea qué se ocultaba detrás de sus bromas estúpidas, y sus ademanes de galantería, y sus intentos de ser amable.

    Asco.

    Despegó las manos de Jez, las mantuvo suspendidas en el aire unos segundos y luego las dejó caer. Había tocado a Jez con esas manos. Las mismas manos que usó para matar a su padre.

    Doy asco.

    Y ella no tenía idea.

    —Lo siento —atinó a murmurar, aunque en realidad no hubiera nada que decir—. Lo siento... por todo, Jez.

    Apenas sentía el coraje para verla a los ojos. Chasqueó la lengua, se removió nervioso y arrastró todo su cabello hacia atrás. Luego, con esa misma mano, se tapó el rostro. Era un maldito cobarde.

    —Lo siento —repitió, respirando pesado—. Yo... no he sido del todo honesto contigo.

    Tenía que saberlo, ¿verdad? Si de todas formas morirían allí, joder, no podía ser tan patético de engañarla hasta el último minuto. Jez debía saberlo.

    Tenía que decírselo.
     
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    Se queda la de gigi (?)


    Jezebel Vólkov
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    Fuego.

    Vacío.

    Fuego.

    Sus manos, cálidas, acunando su rostro, su lengua colándose en su boca, su cuerpo reaccionando sin su permiso. Tenía que parar, sabía que tenía que hacerlo, pero no podía. No quería.
    Estaba enojada, no, estaba furiosa porque estaba en un punto muerto en que tenía a Joey y a la vez no, porque iban a arrebatárselo. No quería. No quería. Estaba harta de que le arrebataran cosas, o peor aún, de entregarlas.

    No es que tenga opción aquí.

    Cuando él se separó de ella, las llamas que le recorrían el cuerpo se apagaron de golpe y lo que las sustituyó fue una abrumadora sensación de vacío, como si le hubieran arrancado una parte de sí misma.


    Lo siento.

    ¿Qué?

    Lo siento... por todo, Jez.

    Si alguien debía sentirlo era ella, joder.

    Yo... no he sido del todo honesto contigo.

    ¿Ah? Qué más daba.


    De repente le dolía el corazón, le dolía horrores, el dolor era tanto que se le cristalizaron los ojos en segundos y, aún apoyada a la columna de piedra, se deslizó hasta alcanzar el suelo. Llevó sus manos a su cabello, tirando con fuerza, y aunque intentó contenerlo, de verdad que lo intentó, gritó al punto de rasgarse la garganta una vez más.
    Se sentía como una estúpida, no podía soportarlo más. El cristal que había cubierto sus ojos dorados se rompió, haciendo que gruesas lágrimas rodaran por sus mejillas enrojecidas, sollozaba ruidosamente. No era la primera vez que lloraba así desde que había caído en ese maldito embrollo, pero ahora estaba profundamente dolida y enojada.

    Se levantó, tambaleante, dejando caer los brazos a los lados y lo miró, no supo de dónde sacó las fuerzas para mirarlo pero lo hizo.

    —¡Pues hazlo! —exigió con voz quebrada—. ¡Hazlo de una vez, Joey!

    Se pasó los dedos por el cabello, retirándose el flequillo despeinado de la frente, y habló casi en un murmuro mientras se limpiaba las lágrimas del rostro con la mano libre.

    —Ya va siendo hora de que me digas qué es lo que te separa de mí además de esta mierda del grial.
     
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    Gigi Blanche

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    solo dejen en bucle la wea angst de ahí arriba (?
    Joey Wickham
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    No precisó verla para adivinar sus acciones. Pudo oír cómo su cuerpo se deslizaba hasta el suelo, pudo oír los sollozos suaves abriéndose paso por su garganta. El corazón se le apretó en el pecho, pues de una forma extraña sabía que esos suaves y lastimosos sollozos sólo eran el anticipo de una tormenta. Se descubrió el rostro y lo alzó, las estrellas tintineando a lo lejos.

    De repente, era como si el cielo fuera quien gritara.

    Permaneció allí, de pie, mientras Jez le desgarraba los oídos y no podía culparla por nada, absolutamente nada en la jodida vida. Ni siquiera podía llorar; no cuando ella lo estaba haciendo.

    ¡Pues hazlo!

    Sí.

    ¡Hazlo de una vez, Joey!

    Era... el momento, ¿verdad? La clara demanda en su voz lo sacudió y bajó la vista hacia ella, no sin cierto temor. Contuvo el aliento un momento, incapaz de recibir o entregar nada, casi como si en esa estúpida y ridícula acción tuviera el poder de rebelarse. El poder de ponerle un freno a la realidad, congelar el tiempo y desaparecer.

    Pero ya no podía huir.

    —La razón por la que estoy aquí —murmuró, sintiendo incómodas y frías, vacías, las manos a los costados de su cuerpo—. Mi deseo para el Grial era... que mi padre reviva. Él murió apenas días antes de que toda esta mierda comenzara. Murió en casa, en la cocina. Entre la mesa y el refrigerador. Con mi hermano lo... lo enterramos en el patio, y entonces me fui. —Tomó aire y cerró los ojos brevemente; le sorprendía estar siendo capaz de narrar todo aquello sin desarmarse—. Me fui de casa. Estos días, entre ciudad y ciudad, he estado en un motel. Le he prohibido a mi hermano que me contacte, aunque de vez en cuando lo sigue haciendo, y les he mentido a todos y cada uno de ustedes porque...

    El silencio era agobiante y, por un segundo, creyó que se ahogaría con su propio aire.

    —Porque fui yo.

    No, no fue capaz. Acabó desviando la mirada.

    —Fui yo quien lo mató.
     
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    La voz de Joey se abrió paso a través de la sangre que palpitaba en sus oídos.

    Muerto.

    Su padre.

    En la casa.


    Sintió que el estómago le daba un vuelco y avanzó un par de pasos, dispuesta a volver a acercarse él, dispuesta a envolverlo entre sus abrazos, pero él mismo la detuvo sin siquiera tener que decírselo directamente.

    Él.

    —¿Qué? —La palabra salió sin permiso de sus labios. No sabía en qué momento había continuado para acercarse él a pesar de haberse detenido, pero tomó su rostro entre sus manos, obligándolo a mirarla. No había... no había nada diferente en sus ojos dorados a pesar de estar enrojecidos por el llanto, solo quizás, algo parecido a la confusión—. Joey, cariño, ¿por qué?

    El Joey que ella conocía, que quería creer era el único Joey que existía, al menos ahora, nunca haría una cosa así sin un por qué.
     
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    cambiaré el soundtrack porque esta canción me encanta para Joey, sobre todo por la primera línea de las lyrics: home is where they say the heart is, mine is buried in the yard. Also, es una canción super emo donde se cuestiona su valor como persona, si literalmente se merece existir. Y eso es muy Joey cuz he's broken af

    Y eso, rant off (?

    Joey Wickham
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    Tuvo que preguntarse, entonces, qué dolía más de todo eso. ¿Era la verdad en sí misma? ¿Era ver a Jez a los ojos, sabiendo que sabía? ¿Era el asco que se sentía? ¿O era la dulzura con la que, contra todo pronóstico, esa tonta e irremediable chica estaba acunando su rostro?

    Era desesperante, de una forma silenciosa, quieta, casi etérea. Como si no estuviera allí. Pero estaba, y comenzaba a asfixiarlo.

    "Fui yo quien lo mató".

    Sus propias palabras reverberaban en sus oídos y Joey fue abriendo más y más los ojos. Era la primera vez que lo decía en voz alta, y era la primera vez que... se sentía tan real.

    Es real.
    Joey, mataste a tu propio padre.


    Apenas lograba alcanzarlo el cariño de Jez. Se sentía, de repente, tan lejano y voluble. Como una simple pluma a merced del viento. Intentó enfocarse en ella, en la chica frente a él; en sus manos, sus ojos ámbar y su voz suave. Si no lo lograba, temía romperse en millones de fragmentos irreparables.

    Es real.

    —¿Por qué? —repitió en un balbuceo vago—. Yo... no lo sé. No lo recuerdo.

    Conservaba retazos de memoria, pero eran desprolijos, caóticos, de bordes irregulares. Recordaba imágenes concretas, sensaciones espantosas. Como en aquel páramo helado, cuando perdieron a Lena. Sus ojos se abrieron un poco más.

    —T-tú me viste, ¿verdad? —farfulló, dando un paso hacia atrás—. Cuando a-ataqué a Lena, luego m-me dijiste que... que me había perdido. Lo recuerdas, ¿cierto? Yo... yo hago esas cosas. Las hago, pero no las recuerdo. Yo, y-yo... yo no...

    Su discurso se oía inconsistente, regido por un hilo de pensamientos extremadamente fino. ¿Se rompería? ¿Estaba a punto de romperse?

    No tenía forma de saberlo, ya no se poseía a sí mismo. Podía irse o quedarse en cualquier segundo, podía ocurrir lo que fuera. Había perdido hasta la más profunda capa de su armadura, y ahora... no se reconocía.
     
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    Acabo de encontrar LA canción.


    Probó la pregunta que ella acababa de hacerle, como si fuera desconocida, como si no hubiera respuesta alguna.

    Perdido. Sí, ella lo había visto.

    —Te vi, sí —murmuró y se quedó clavada en su lugar—. Te vi y traté de traerte de regreso... porque soy esa tonta. La tonta que mató una chica en un río de agua helada.

    Levantó la vista al cielo, negro. ¿Cómo habían pasado de una cosa a otra tan bruscamente?

    >>Maté una chica para defenderte.

    Era eso lo que había hecho, ¿no es cierto? Incluso cuando Daichi había tenido que acabar con ella. No habría tenido que hacerlo si no hubiese saltado con Caster.
    Era real como el padre muerto de Joey, como sus propios padres y de repente, se dio cuenta que poco importaba el porqué. Cuando ellos estaban allí por la muerte de otros, los porqué eran lo de menos.

    Lena, cariño, perdóname. Donde sea que estés perdóname.

    Regresó la vista al muchacho frente a ella, de repente asombrosamente pequeño. Era un niño, un niño aterrado que no sabía qué hacer y cómo enfrentar la realidad.
    Volvió a acercarse, insistente como ella sola, y lo abrazó con fuerza, como queriendo fusionarse con él, buscando unir todos los fragmentos de él que amenazaban con caer a sus pies, y ocultó la cabeza en su pecho.

    Tráelo de regreso, Joey. Trae a tu padre de regreso y déjame aquí.

    El pensamiento rayó su mente con fuerza y las lágrimas volvieron a acumularse en sus ojos dorados.

    —Shh, ya basta. —Acarició su espalda con mimo, era una caricia que buscaba consolar—. Ya basta, cielo. No tienes que decirme nada que no puedas.
     
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    Gigi Blanche

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    Maté una chica para defenderte.

    Esas fueron, probablemente, las únicas palabras capaces de alcanzar la mente confusa de Joey. Tal parecía ser que, incluso hasta el final, seguirían siendo desgracias los amarres de su consciencia. Como si sólo la arropea le impidiera perderse, en medio de su vuelo por el amplio espacio de... la nada.

    El vacío.

    Unos brazos se aferraron a él, todo un cálido y frágil cuerpo intentando mantener en pie al suyo. Joey le correspondió el gesto casi por reflejo, mientras una difusa silueta se contorneaba sobre ese inmenso espacio gris. Lúgubre, silencioso, indefinido. Agobiante.

    Las piernas le fallaron y se dejó caer al suelo, arrastrando a Jez consigo. El cálido y frágil cuerpo estaba allí, entre sus piernas, y Joey lo abrazó con fuerza pues una ínfima parte de él, una apenas audible voz en su cabeza, le susurró que quizá, sólo quizás, allí encontrara la respuesta. No a su martirio, ni siquiera a su pasado, sino a cómo trenzar de vuelta los hilos rotos.

    Poco a poco la fue reconociendo sin notarlo, hasta que lo supo de golpe.

    —Jez —murmuró, más para sí mismo, como si hubiera recordado su nombre—. Jez —repitió, y afianzó el agarre alrededor de su espalda—. Jez...

    Parecía ser la única palabra que conocía; pero quizás, en ese momento, de hecho lo fuera.
     
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    Desde que él había soltado lo que lo atormentaba su propio dolor había pasado a segundo plano, ya no importaba su ira, su tristeza, su frustración nada. Era él y solo él, roto entre sus brazos.

    El buen Joey siempre sonriente.

    Apretó el agarre alrededor de su cuerpo.
    Era terrible, sí, pero ahora era más real que nunca, como si de repente pudiera completar su silueta con la última pieza faltante. Así era como se sentía la comprensión.

    Y estaba bien. Estaba bien porque todos usaban máscaras para lidiar con el dolor, porque la gente no sonreía todo el tiempo y porque todos tenían cosas que los perseguían, algunas moralmente más terribles que otras.

    Cuando dijo su nombre parpadeó varias veces, como si hubiera olvidado que esa era ella, que ese era su nombre y que él todavía sabía cómo pronunciarlo. Jez era ella, la estúpida enamorada, pero sobre todo la estúpida que arrojaba sus propios sentimientos a un lado con tal de sostener a quienes amaba.

    Y amaba al niño destrozado que tenía en brazos. Que Dios la ayudara, lo amaba y no fue consciente de ello hasta ese instante.

    Trató de acomodarse sin hacer que la soltara y lo acunó en su pecho, como tantas veces había acunado a sus primos. Acarició su cabello con suavidad y depositó un beso en su cabeza, delicado.

    —Aquí estoy —respondió en un susurro, apoyando su mentón en su cabeza—. Aquí estaré hasta que así lo quieras.

    Cerró los ojos con fuerza, como si quisiera detener las lágrimas que comenzaban acumularse en ellos de nuevo, pero aún así resbalaron por su rostro hasta llegar al cabello revuelto de Joey.
     
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    Aquí estaré hasta que así lo quieras.

    Su voz seguía reptando dentro de él, como un testarudo alpinista en medio de la tormenta. Era sutil, podría parecer nimio, pero poco a poco lo traía de regreso. Era esa voz dulce, llena de un absurdo cariño, que sabía a dolor pero también a paz. Era un refugio en medio de la nada.

    Pero más que su voz, sus besos y sus caricias, fueron sus latidos. El pequeño corazón palpitando contra su oído. Joey abrió grandes los ojos, enfocando de repente el mundo a su alrededor, y luego... luego los cerró.

    Latidos.

    Se desvaneció en ellos, no fue capaz de percibir otra cosa. Ese golpeteo rítmico, grave e increíblemente pacífico. Era un arrullo, era prueba indiscutible de la vida. Allí donde hubiera latidos, podía haberlo todo. Las posibilidades se ampliaban hasta los límites de la imaginación y más allá.

    Ah... era muy simple, ¿verdad? Siempre lo había sido. Al final, era lo único relevante. Lo único que debía importar. Por eso... había hecho lo que hizo, ¿no? Arrebató una vida para cuidar de otra.

    Protegerla.

    Latidos.

    Se aferró a esa pequeña espalda con paciencia, como si contaran con todo el tiempo del mundo; y puede que no lo tuvieran, no, pero sí podía hacer algo. Tenía aún en sus manos un gran poder. Siempre había estado allí, siempre lo había estado en todas las personas, ¿verdad? El poder de proteger.

    Latidos.

    Podía proteger esos latidos, garantizar su existencia. Cuidar de ese pequeño, dulce y valioso corazón era lo que el suyo más deseaba en esos momentos. Ahora lo veía con una claridad impresionante.

    —No me importa lo que ocurra aquí —murmuró, con la mejilla aún presionada contra su pecho—. No existe un futuro en donde tú no estés, Jez.

    No le pediría que lo mate, no la obligaría a cargar con semejante peso. Ya se había sostenido demasiado en ella.

    Pelearían, como ese jodido mundo los obligaba a hacer. Sin importar cuán arduo y doloroso fuera, pelearían y llevarían esa jodida guerra hasta su punto final. Y si Jez no ganaba, si él conseguía el Grial, entonces...

    La traería de vuelta.
     
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    Lo sintió aferrarse a su espalda y como reflejo lo apretó más contra ella, si es que era posible. No tenían todo el tiempo del mundo, es cierto, pero de haberlo tenido podría quedarse así todo el día, toda una semana, toda una vida si era necesario.
    Le brindaría el calor de sus brazos siempre que lo necesitara y saltaría al ojo de una tormenta para traerlo de regreso, sin dudar siquiera. Porque esa era ella.

    Cuando lo escuchó hablar de nuevo nuevas lágrimas rebeldes escaparon de sus ojos dorados y apretó su rostro contra el cabello de Joey, a la vez que sorbía por la nariz.

    ¿Futuro?

    Se le escapó una risa floja a través de las lágrimas. Es cierto, existía el futuro... aunque ellos estaban aferrados con garras y dientes al pasado, ahora, allí con Joey como un niño perdido entre sus brazos, pensó por primera vez en el futuro.
    Un futuro que debía tenerlo a él, aunque ella no estuviera.

    Sacrificio.

    ¿Conocía otra palabra? Parecía que no. Entregaría fragmentos de sí hasta que no quedará nada de ella si eso aseguraba que las personas que amaba pudieran tener un futuro, que supieran que las había querido con todo su corazón.
    Alzó la mirada al cielo una vez más y antes de regresarla a Joey, lo separó un poco de ella, con tanto cuidado que parecía que tenía miedo de romperlo. Le acarició el rostro con mimo y le dedicó una sonrisa.

    —Te quiero, amor —murmuró para luego dejar un beso en su frente, sobre el flequillo—. Como no imaginas.

    Él se lo había dicho en el desierto y ella no había sabido responder, por lenta más que por cualquier otra cosa. Había que ser tonto para no darse cuenta de lo mucho que lo quería.

    >>Recuérdalo, por favor.

    Volvió a atraerlo hacia ella, abrazándolo con fuerza. Deseando que el calor de su cuerpo hiciera retroceder las lágrimas que aún amenazaban con seguir formándose en sus ojos.


    Creyeron que no le daría más que leer a Tarsis? JAJAJAJA *llora*
     
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    Tarsis

    Tarsis Usuario VIP Comentarista supremo Escritora Modelo

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    Ambos servant se materializaron frente a ellos. Mensajeros del Santo Grial.

    Tienen dos opciones.

    Pueden elegir matar al otro. Y así asentar quién es el ganador.
    O pueden matarse por su propia mano.

    El Santo Grial está ansioso de sangre. Vibra, con alegría contenida después de 10 años, será utilizado otra vez.
     
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    Gigi Blanche

    Gigi Blanche Equipo administrativo Game Master

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    Joey Wickham
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    Estar entre los brazos de Jez se sentía malditamente correcto. El calor de su cuerpo, el vaivén pausado de su pecho al respirar, el sonido quieto de sus sentimientos y la presión casi involuntaria de sus manos; de sus delgados, pálidos, pero increíblemente cálidos dedos. Era menuda, no le tomaba el menor trabajo rodearla entera. Sus brazos alcanzarían cada centímetro de su cuerpo, hasta la punta de sus pies. Era pequeña y, al mismo tiempo, tan enorme. Jez presionó su rostro contra el cabello oscuro de Joey y él, quizás inconscientemente, se estrechó en el confortable refugio de sus brazos. Como si fuera una amplia y suave manta, y estuviera lloviendo, y el vidrio de la ventana comenzara a empañarse porque hace tanto frío afuera pero adentro...

    Hogar.

    Sonrió. Una vez lo pensó, ya no pudo quitarse la idea de la cabeza.

    Ella se separó un poco para hablarle, y Joey abrió los ojos. Quería verla, quería grabar toda su belleza y dulzura en su memoria porque, mierda, la amaba. La amaba, y quizá no tuviera otra oportunidad para sonreírle así e intentar transmitirle sus sentimientos. Sus enormes, honestos y ahora desbordantes sentimientos. Eran sencillamente imparables.

    El beso en su frente pareció transcurrir a cámara lenta. Joey cerró los ojos un breve instante, intentando sellar la sensación sobre la piel, y acunó su rostro con una mano. No podía dejar de sonreír y, joder, le importaba tres huevos. Jamás había sentido aquello, y ya no era únicamente amor. Era una autenticidad cristalina, conferida por la confianza de ser movido gracias a uno, y sólo un deseo. Podía estar haciéndolo cien años, se le podían entumecer las mejillas, pero seguiría sonriéndole y mirándola así el tiempo que hiciera falta.

    "Te quiero, amor".

    Por favor, Jez, que mis sentimientos te alcancen.

    "Como no imaginas".

    —Lo sé, preciosa.

    Vaya, había llamado así a cientos de chicas a lo largo de su vida. Pero esta vez, por alguna razón, se sentía y oía totalmente diferente.

    "Recuérdalo, por favor".

    —Lo sé —insistió, en un susurro suave y conmovido.

    No tienes idea, ¿verdad?
    Todo lo que has hecho por mí.


    Volvió a recibirla en sus brazos, pero esta vez fue Joey quien la envolvió. La estrujó contra él, hundió el rostro en su cabello y respiró pausado, tranquilo, en calma. Maldición, estaba dispuesto a dar un riñón si a cambio le permitieran congelar ese momento en el tiempo.

    Hogar.
    Latidos.


    No necesitó verlos para saber que allí habían aparecido junto a ellos. Los servant. Sus voces resonaron en el parque, o quizá lo hicieron dentro de sus cabezas. Joey permanecía aún inmóvil, con la cabeza recostada en el hombro de Jez. Le tomó unos segundos alejarse de ella, y acarició su mejilla una última vez antes de incorporarse. Con su sonrisa usual, esa que tan fácil le había sido usar de máscara, la vio desde arriba y le extendió su mano.

    ¿Daría su vida por ella? Sin pestañear.
    ¿La obligaría a cargar con ese peso? Jamás.

    —Peleemos, Jez —definió, la suavidad en su voz parecía incompatible con la resolución de sus palabras—. Peleemos, y que pase lo que tenga que pasar. Total, ya te lo dije.

    Perdóname, Matty. No podré traer a papá de vuelta a casa.
    No le robaré la vida a nadie más.


    —No existe un futuro donde tú no estés.
     
    Última edición: 17 Abril 2020
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    Zireael

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    Su voz, su sonrisa, todo de él volvió a hacerse camino hasta su corazón. Dulce, asombrosamente cálido, y por alguna razón, doloroso también. Sentía el pecho apretado, contenido y si hablaba, si soltaba una sola palabra más iba a derrumbarse allí mismo. Lo había sostenido, sí, pero ya no creía poder sostenerse a sí misma más tiempo.

    Lo sé, preciosa.

    El nudo en su pecho se apretó aún más y cuando la atrajo hacia él, envolviéndola, se quedó estática, congelada. ¿Hace cuánto alguien no la acunaba en sus brazos así? No lo recordaba. No tenía la menor idea cuándo nani había dejado de hacerlo, para que fuese ella quien iniciara a envolver a los demás.
    Parpardeó, reaccionando por fin.

    El corazón de todas las personas tenía su propia canción, ¿cierto? Un instrumento inmenso, con el poder de entonar todo tipo de melodías con su percusión.
    Envolvió la espalda de Joey con sus delgados brazos y por primera vez fue consciente de su propia pequeñez, de que ella era una niña destrozada también y estaba perdida, horriblemente perdida, y quería un hogar que estaba en el pecho de Joey.

    No puedo.

    Caster, no puedo.

    No tenía que despegar la vista para saber que el hechicero estaba allí y lo sabía de sobra, el maldito loco de mierda lo sabía. Jezebel Vólkov no podía.
    Y aún así, aquellos letales rayos púrpura serpentearon alrededor del servant, iluminándolos.

    Púrpura. Un color muerto.

    Ni azul ni rojo.


    Cuando él se separó, dedicándole una caricia en la mejilla, para luego extender su mano frente a ella, el grueso cristal que estaba conteniendo sus lágrimas cedió. Negó con la cabeza rápidamente e hilos de su cabello níveo se pegaron a sus mejillas empapadas.

    —No puedo —sollozó. Aún más pequeña, si era posible, carente de la estabilidad y fuerza que la habían caracterizado hasta ahora. Le temblaba todo el cuerpo—. Tengo miedo.

    Apenas podía distinguir la silueta del moreno a través de sus propias lágrimas. ¿Había podido admitirlo por fin? Estaba aterrada, la aterraba la sola idea de hacerle daño a cualquiera, pero tener que lastimar a la persona que amaba...

    No podía.
     
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    Gigi Blanche

    Gigi Blanche Equipo administrativo Game Master

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    Joey Wickham
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    La dejo acá porque ya la comentamos y además se me hace súper cinemática para imaginar el contexto de la guerra, esta ciudad y tal


    La estúpida, estúpida sonrisa en su rostro comenzó a desdibujarse a medida que el pecho se le oprimía, y la mano extendida entre ellos, esa mano presente en su campo de visión, se apretó en un puño que cayó pesadamente a su costado. Apretó los dientes.

    ¿Cómo había podido ser tan idiota?

    Le lanzó una mirada rápida a Caster, aguardando paciente detrás de su Master. Vio su sonrisa cínica y se le revolvió el estómago. ¿Por qué insensata razón le habían asignado a Jez un espíritu heroico tan repulsivo? Era todo lo contrario a ella, a su amabilidad, su dulzura y su calidez, era...

    Tragó saliva; la mueca de Caster había quedado grabada en su mente y no lograba dejar de reproducirla sobre la silueta asustada y temblorosa de Jez. ¿Y si había coherencia dentro de la presunta insensatez? La idea, de repente, le resultó insoportable.

    —¡De pie! —bramó, su voz vibró entre ellos.

    Jaló a Jez de la muñeca y la obligó a incorporarse, para rodear su cintura y pegarla a él. La mantuvo así, fuertemente sujeta con ambos brazos, impidiéndole caer, romperse o desarmarse.

    —De pie —repitió contra su cabello, firme, pero también más suave—. No importa si tengo que sostenerte, lo haré el tiempo que haga falta. Pero permanece de pie, Jez. Siempre de pie, ¿me oyes?

    Acarició su largo cabello blanco, que caía en cascada sobre su espalda, sin aflojar el agarre ni un poco.

    —No te obligaré a nada que pueda quebrarte, pero necesito saberlo. Necesito saber qué es lo que realmente quieres hacer aquí.

    Había sido lisa y llanamente estúpido. ¿Cómo fue incapaz de ignorar la obvia verdad? ¿Cómo olvidó que Jez era, igual que él, un ser humano? Tan fuerte, pero tan frágil. Con tanto amor para dar, y tan asustada de recibirlo. Siempre, siempre había estado allí, lidiando con él y aceptándolo en su peor momento. Que el diablo se llevara su alma, no tenía la menor intención de permitirle desmoronarse; e insistiría en ello en tanto tuviera vida para hacerlo.
     
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    Zireael

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    Jezebel Vólkov
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    La había levantado con una facilidad ridícula, como si fuese una pluma o más bien un cascarón vacío.
    Cómo lo hubiese deseado, poder tomar su mano y seguir el teatro, pero su corazón, apretado dentro de su pecho, no podía hacerlo. Rasgado, unido por débiles puntadas, existentes probablemente gracias al calor que Joey le transmitía, que eran lo único que lo mantenía en su lugar... por poco.

    Miedo.

    Total y absoluto terror.

    Mezclado con apenas un dejo de ira.

    ¿Por qué ellos?


    Se aferró a él, acatando su orden. La caricia que le dedicó en el cabello aumentó el grosor de sus lágrimas. ¿Era eso lo que había sentido él, cuando ella le brindó sus brazos? Era doloroso y necesario a partes iguales.

    Maldita sea, de pie, Jez.

    ¿Lo que realmente quería hacer?

    Sollozó ruidosamente y las lenguas violáceas de la magia de Caster volvieron agitarse, ansiosas.

    —Él lo sabe —soltó y la frase recordó más a un quejido—. Siempre lo supo.

    Caster había atacado a Lena por el deseo implícito que ni ella conocía. Proteger a Joey.
    Ahora también lo sabía, lo sabía y acataba la orden porque era su master, no porque así lo deseara... Caster no preparaba su magia para Assassin.
    La repulsiva boca del servant gesticuló las mismas palabras que salieron de los labios de Jez, en medio del llanto que la ahogaba.

    >>Déjame morir.
     
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    Gigi Blanche

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    Joey había decidido no dejar de acariciar su cabello, sin importar qué. No lo entendía del todo, pero el movimiento se sentía sumamente natural en sus dedos, su mano, su brazo. No creía ser capaz de encontrar allí un fragmento de paz más grande, y siguió haciéndolo. Por ella, por él, por ambos y por todos quienes ya habían perdido la vida en esa guerra asquerosa.

    Era enorme, ¿verdad? El peso sobre sus hombros.
    Era injusto.
    Y era real.

    Alzó la vista hacia Caster cuando Jez lo mencionó, sin dejar de acariciar su cabello. Allí estaba, chispeando con sus rayos púrpuras, casi incapaz de contenerse. Los observaba sonriente, envuelto en un imperturbable silencio, y Joey entonces advirtió algo extraño. La actitud de Caster era claramente hostil, entonces...

    ¿Por qué no se sentía amenazado?

    Creyó haberlo comprendido apenas un segundo antes de que Jez lo dijera. Su mano vaciló un instante, pero siguió acariciándole el cabello. Ya no pudo sostenerle la mirada a Caster y cerró los ojos con fuerza, intentando tragarse las lágrimas. Escondió el rostro en el cielo, entre las estrellas, como había hecho cuando Jez se desplomó en el suelo y comenzó a gritar. ¿Por qué siempre buscaba el consuelo en las estrellas?

    Lo sabía.
    Era por su madre.

    Buscó su constelación favorita mas no lo consiguió. La siguió buscando, mientras seguía acariciando su cabello, mientras Jez seguía llorando, mientras el mundo a su alrededor seguía girando pero ellos no tenían idea cómo girar junto a él. Estaban estaqueados al suelo, demasiado aterrados para moverse.

    Latidos.
    Hogar.

    No. Dios, no. Necesitaba que el corazón de Jez no se detuviera. Lo necesitaba más que nada en el mundo. Era egoísta, mierda, era jodidamente egoísta, pero lo necesitaba. Se aferró a su espalda con ambos brazos, incapaz de seguir acariciando su cabello con suavidad, y hundió el rostro en la curvatura de su cuello.

    Déjame morir.

    No.

    Déjame morir.

    No, no, no.

    Perdóname, cariño. Mami se irá antes que ustedes.

    No no no no no no no.

    Tenemos que enterrarlo afuera. Vamos, ayúdame.

    Sabía que existía el deseo del Grial, pero aún así le aterraba. Le aterraba que el corazón de Jez se detuviera. ¿Y si no funcionaba? ¿Y si no lograba traerla de vuelta? ¿Y si algo ocurría? Su mente comenzó a rayarse. Las piernas le temblaron.

    De pie.

    Él lo había dicho, ¿verdad? Hace nada. Incapaz de seguir conteniéndolo, su respiración se tornó irregular y las lágrimas comenzaron a correr. Odiaba, odiaba con todo su ser. Esa guerra insensata, su pila de errores, las consecuencias con las que debía cargar. Lo odiaba todo y también le aterraba, y lo envenenaba, y lo asfixiaba. ¿Cómo debía resolver esa absurda violencia? ¿Cuál era el camino correcto? ¿Pelear? ¿Dejar ir a Jez? ¿Quitarse la vida?

    ¿Qué mierda se suponía que eligiera? Sus decisiones lo habían puesto allí de pie, justo donde estaba, y de donde le aterraba moverse.
    De eso se trataba la vida, ¿no? De seguir tomando decisiones, a pesar de todo. Sólo la muerte era capaz de quitarte esa responsabilidad de encima.

    Por eso tantas veces la había considerado.

    Pero ahora... ahora debía dejar de ser el cobarde que siempre había sido. Sollozó entre dientes, tomando amplias bocanadas de aire para no ahogarse, para calmarse y lograr ordenar sus ideas. Había podido sentirlo, ¿verdad? Al oír sus latidos. Ese corazón, lleno de amor para dar... estaba vacío por dentro.

    —Jez —la llamó, buscando regular el temblor en su voz—. ¿Has pensado en la felicidad? La verdadera felicidad.

    Jez, por favor.

    —¿No te gustaría ser feliz?

    Necesito que vivas.
     
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    Zireael

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    Mimo. Cuidado. Amor. ¿Qué se supone que era eso? ¿Por qué lo estaba recibiendo en vez de darlo?

    El mundo no debería invertirse.

    Pero todo se invertía cuando los corazones se hacían trizas y quizás, el suyo siempre había estado profundamente roto. Frágil, agrietado, apenas un soplo bastaría para derrumbarlo, pero el soplo había resultado ser un huracán. La maldita guerra mágica, Joey.

    El amor había roto su corazón. El mismo amor que lo había mantenido unido y dolía horrores.

    Tenía que haber muerto ella en lugar de Mila, en lugar de Lena, de Daichi y de Sato. Incluso en lugar del gigante aterrador. Ella en lugar de cualquiera, pero antes de que los fragmentos sueltos de su corazón se aferraran al Joey.
    Prefería no haberlo tenido nunca que esto, esta terrible pesadilla en donde lo tenía y se lo iban a arrebatar.

    No sabía que las lágrimas ajenas eran tan calientes, como fuego azul. Las sintió humedecer su piel y filtrarse hacia las enormes grietas de su corazón.
    Deseaba llorar a gritos, llorar hasta desvanecerse, hasta morir ahogada, pero ya no tenía fuerzas. Alzó la vista el cielo, negro, vacío, como su propia alma sin dirección y una parte de sí, desconocida, pidió ayuda a lo que sea que hubiese más allá. Si es que lo había.

    Las palabras de Joey detuvieron su respiración pero su cuerpo, aterrado, no había podido dejar de temblar en sus brazos.

    ¿Felicidad? Eso... ¿Existía?

    Otra grieta profunda.

    ¿Tan siquiera entendía lo que querer ser feliz significaba? No.

    —Yo... —Volvió a sollozar, sin apartar la vista del cielo, y luego habló atropelladamente—. No lo sé. No lo sé. No lo entiendo. Perdón.

    No tenía idea de lo que sea que implicara ser feliz, pero quería creer que tenía algo que ver con su deseo. Su deseo de verlo vivo.
    No, el problema no era solo que no entendiera la pregunta que él hacía. El problema es que quería que él le enseñara que se suponía que significaba el ser feliz y eso... no se podía.

    >>¿Y a ti? —preguntó por rebote, como un espejo—. Si tú entiendes tu propia pregunta, si puedes responderla... eres quien se supone debe vivir.

    Lo separó con cuidado de ella y limpió su rostro con el cuidado y mimo maternal de siempre, con el amor que solo un alma vacía pero enorme podía brindar al buscar la calidez de la que carecía en otros.
    Besó su frente, sobre el flequillo, sus mejillas, cada espacio de su rostro.
    Esa... ¿Era su máscara? ¿Ese amor infinito? Sí. Ese era su disfraz y él la había descubierto. Solo él.

    Amor nacido de la absoluta nada, como una supernova.

    —Déjame. —Sus manos tomaron las ajenas con fuerza y luego las dejó ir, mientras retrocedía, alejándose de Joey y acercándose a Caster. Su cabello blanco reflejó el violeta de la magia del hechicero y sus lágrimas, silenciosas, siguieron cayendo—. Déjame.
     
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  20.  
    Gigi Blanche

    Gigi Blanche Equipo administrativo Game Master

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    Joey Wickham
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    Frunció el ceño con fuerza, intentando tragarse las lágrimas que amenazaban con ahogarlo. ¿No lo entendía? ¿Realmente no era capaz de entenderlo? Por Dios, ¿cómo no lo había notado antes? Cuán perdida se sentía, cuán rota, vacía y frágil estaba por dentro.

    Era Jez, su pequeña Jez, pero no se parecía a ella. Era una persona diferente entre sus brazos.

    ¿Cómo era posible albergar semejante dolor en el pecho sin desgarrarse físicamente? No lo entendía, le desesperaba, quería que parara. Pero no lo haría. Sabía que no lo haría.

    ¿Así y todo había tenido la osadía de afirmar que la quería? ¿Conociéndola tan poco? Joder.

    No había alcanzado a responderle, y ella ya se estaba alejando de él. Sus besos se sucedieron fugaces, apresurados por su imperiosa necesidad de detenerla. Detener su ridículo tren de pensamientos, quitarle esa peligrosa y espantosa idea que, sabía, iba tomando más y más forma.

    —¡Jez! —gritó, desesperado, viéndola acercarse a Caster—. ¡Jez, detente! ¡Aún estás a tiempo! ¿No lo ves? ¡Tienes todo el tiempo del puto mundo! —Tomó aire ruidosamente—. ¡Está bien si no lo entiendes! ¡Está bien si no lo sabes! Jez, por favor, Jez, quiero que lo hagas. ¡Tómate todo el tiempo que necesites hasta entenderlo! ¡Estoy seguro que lo harás! Ser feliz... tú puedes hacerlo, cariño. Tienes todo lo que hace falta. Tienes... esa paciencia inmensa... y todo ese cariño... ¡No te rindas, joder! ¡Por lo que más quieras, no te rindas ahora! ¡Tienes todo el puto derecho de ser feliz!

    Se adelantó dos pasos hacia ella, asegurándose de mantener una distancia prudencial. Tenía miedo, estaba aterrado. El corazón le martilleaba el pecho con fuerza, el aire apenas le alcanzaba. Los relámpagos de Caster serpenteaban ansiosos alrededor de la chica, y lo sabía. Un solo movimiento en falso, apenas un segundo de locura... y eso sería todo.

    —Jez —la llamó, prácticamente implorando—. Te lo ruego, amor. Jez, mírame. No te rindas ahora, ¿me oyes? Por favor, no te rindas.
     
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