Invernadero

Tema en 'Planta baja' iniciado por Yugen, 9 Abril 2020.

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    Bruno TDF

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    Fuji se volteó para recibir mi guiño e intercambiamos un gesto repleto de complicidad, como un par de traviesos. Contuve la risita cuando aseguró que ninguna personita alrededor de esta fantástica mesa adivinaría de quién hablábamos, pero la misma se me cortó en seco al escuchar a Mini Ishi diciendo lo del gorrión. Noté de reojo la sorpresa de Fuji y su risa, que tenía esa suavidad que tanto me gustaba, relajó mi expresión. Luego enfoqué mis ojitos azules en Mini Ishi y le respondí con un alzamiento de ceja bastante exagerado, como fingiendo no saber de qué estaba hablando.

    Eso sí, había que ser honesta: al decir lo del “amiguito” misterioso, fui consciente de que mi compañero pudo haber notado a Copito en algún momento del año. Pues el pajarito me acompañaba, durante la mayor parte de las clases, desde el otro lado de la ventana junto a la cual me sentaba. Era un pajarito llamativo, sobre todo en aquellos días donde el sol sacaba brillo a sus blancas plumas. ¡Pero…! Había guardado la esperanza de que igual hubiera quedado fuera de su radar. O tal vez el Mini Ishi sí poseía una percepción sobrenatural, tal como me dijo Fuji en voz baja.

    —Mi compañero de clase tiene un sexto sentido realmente potente… o unos ojitos muy observadores —respondí en broma, con la voz igual de baja, pero sonriendo hacia Mini Ishi.

    Pero luego vino el comentario de Emi-chan, el cual se complementó con lo último que dije. Lo suyo sí que logró provocarme un muy ligero respingo que sacudió mis hombros. ¡Es que…! Me había quedado convencidísima de que no notó a Copito entre las manos de Jez, debido a la distancia desde la que nos habló y su enternecedor nerviosismo. Me sentí triunfal al ver cómo encogió los hombros frente a la mención del “amiguito”, pero Mini Ishi la ayudó a recapacitar.

    Suspiré, sin abandonar mi sonrisa.

    —Hemos sido atrapados —le dije a Fuji entre risas—. Es que ayer vine aquí a hacerle unas trencitas a Jez, y Emi-chan se cruzó con nosotras… y nuestro amiguito —con mi explicación busqué hacerle entender por qué la chica también conocía la existencia del gorrión—. ¡Pero bueno...! Voy a llamarlo.

    Teniendo cuidado de no atropellar su hombro, alcé una mano bien alto. Mi índice quedó en posición horizontal. Con dos dedos de la mano contraria, oprimí mis labios con bastante precisión. Y silbé.

    Como siempre, un destello blanco y pequeñito atravesó el aire sobre nuestras cabezas, proveniente de alguna ventana oculta entre las plantas. El pajarito se aferró al índice que tenía en alto; apenas sentí sus garritas rodeando mi piel, bajé la mano con lentitud. Con una gran sonrisa en los labios y manteniéndolo sobre mi dedo, ubiqué al ave en el centro de la mesa.

    —Chicos, les presento a Copito. Mi gorrión —dije—. Copito, ellos son Emi-chan, Mini Ishi y Annita.

    Conforme decía sus apodos, paseé al gorrión frente a ellos. Mis movimientos eran algo limitados por lo reducido del espacio. Al llegar a Annita, dejé la mano extendida frente a ella. Copito se movió sobre mi dedo, dejando notar la curiosidad que le provocaba la chica, una presencia nueva en nuestro círculo.

    —Annita, te concedo el honor de ser la primera de la mesa en acariciarlo —le sonreí, mirándola a los ojos.

    Estiré el brazo un poco más, para reforzar la invitación… Y como la chica estaba al otro lado de Fuji, algo apartada quizás, esta vez sí que me tuve que pegar a él.
     
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    Me convencí de que mi huida a la máquina expendedora no se había interpretado literalmente como una, a juzgar por la conversación entre Anna y Vero que nos siguió alcanzando incluso a la distancia. No me había planteado hasta ahora la pregunta de cómo se llevarían si se conocieran, pero no había posibilidad de que la respuesta fuera negativa, ¿verdad? No con lo enérgicas y amables que eran las dos. Quizás Emily sí hubiera notado mis intenciones, aunque no quería mortificarme en ese mar de escenarios hipotéticos. Era muy cansador.

    Nos dispusimos en la mesa de la forma que pudimos, e incluso si ralenticé mi decisión adrede... pues no dio gran resultado. Anna acabó a mi lado de todos modos y fingí demencia como un hijo de puta. Estaba enredándome en mis líos mentales cuando sentí la rodilla de Vero chocar con la mía, y ese punto de contacto, en cierta forma, me devolvió a la realidad. Pestañeé, recorrí a los demás con la vista y tomé aire por la nariz.

    Estaba bien, sólo era un almuerzo.

    Cuando Vero propuso invitar a Copito creí que tendría el espacio para bromear un poco, pero Kohaku le atinó al instante con su eterna cara de no matar una mosca y le conté a Vero, divertido, respecto a su famoso (y supuesto) superpoder. En verdad estaba siendo ingenuo. Verónica señaló sus ojos y Emily lo acusó de haber visto al ave desde su clase, a lo que él se echó encima la sonrisa de ángel cuando quería ocultar sus crímenes o se sabía descubierto. Sobre un breve silencio donde todos lo estábamos mirando, Anna habló.

    —Sí lo viste por la ventana, ¿verdad?

    Kohaku cedió por fin. Se desinfló el pecho en una risilla y se encogió de hombros.

    —¿No pueden ser ambas verdad? —argumentó, señalando ligeramente a Vero al referirse tanto a su sexto sentido como a su capacidad de observación.

    —Sí, pero en este caso sólo fueron tus ojos, cabrón —le replicó Anna, riéndose.

    La tontería me ayudó a relajarme. Vero me explicó de dónde Emily debía conocer a Copito, que ayer había venido aquí, y el detalle me ensanchó la sonrisa.

    —¿En serio? Qué coincidencia —anoté, utilizando el tono de voz bajo que ella había empleado.

    Cuando alzó el brazo yo hice lo mismo con mi mirada y recorrí las alturas del invernadero a la espera de que el gorrión apareciera. Con el silbido de su dueña capté un aleteo repentino de soslayo y lo enfoqué enseguida, sonriendo más amplio sin darme cuenta. La reacción de Anna fue la más notoria, cosa predecible. Sus ojos se abrieron como platos y la sonrisa le iluminó el rostro al tener al ave frente a ella. Por la forma en que se removió imaginé que a duras penas estaría aguantando las ganas de tocarlo y me pareció tierno de por sí que tuviera el detalle de controlar sus impulsos. Parecía una niña.

    Cuando Vero detuvo al ave frente a Anna, nuestras miradas conectaron un instante. Fue breve, fugaz, pero fui consciente de la cercanía de Vero y de cómo ella alternó su atención entre nosotros antes de enfocarse en Copito. Parpadeó y sus ojos volvieron a pedir permiso para tocar al animal, incluso si ya había recibido la autorización explícita de su dueña. Alzó un brazo entonces, lo estiró, y apenas con la punta del índice entró en contacto con la cabecita del gorrión. Su sonrisa volvió a iluminarle el semblante y soltó una risa breve, de pura alegría.

    —Es tan suave... —susurró, sonó más a un pensamiento en voz alta, y lo acarició con mayor seguridad—. Hola, Copito, ¿cómo estás? ¿Listo para llenarte la pancita con tooodas las migas que se nos caigan?

    Me la había quedado mirando sin darme cuenta, la verdad, y apenas fui consciente eché la espalda hacia atrás con suavidad, carraspeando un poco. Valiéndome de la cercanía de Verónica, me incliné para hablarle en voz baja, casi como si no quisiera robarle el protagonismo al ave.

    —¿A cuántas personas conquistaste ya gracias a Copito? —la molesté.

     
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    Toda la tontería acabó tomando un giro bastante imprevisto, suponía que especialmente para la muchacha, quien parecía haber buscado impresionarnos con la sorpresa que hubiese sido si ver a un gorrión entrando de la nada al invernadero. La acusación que le lancé a Kohaku era un poco infundada, a decir verdad (aunque quizás hubo una parte de mí que ya le conocía lo suficiente como para imaginar que era posible), y por ello mismo no pude esconder el desconcierto que fue apoderándose de mi rostro al ver la carita de niño inocente que se echó encima. Fue Anna quien rompió el silencio, haciendo que Ko acabase por admitir su engaño, y toda la tensión del momento se me disolvió junto a una risilla ligera.

    Sea como fuere, después de toda la escena, Verónica finalmente llamó al pajarito en cuestión y, con ello, nos presentó ante el mismo. La albina se lo extendió a Anna, a quién se el notaba la emoción infantil desde kilómetros, y me quedé observándolas con una sonrisa enternecida durante un segundo, hasta que me dio por dirigir la mirada hacia Kakeru y lo pillé mirando a Anna. No reaccioné de manera visible, pero el impulso fue más grande que yo y acabé dándole un golpecito en la pierna a Kohaku para llamar su atención, señalándole así de manera disimulada la escena. ¡Alguien más tenía que verlo!

    —Se ve muy bien entrenado, senpai —comenté al rato, cuando todo se calmó un poco y pude dirigir mi atención de nuevo hacia Verónica—. ¿Lo tienes desde hace mucho?
     
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    Me enfoqué en captar las reacciones de los presentes desde el preciso momento que el gorrión se posó sobre mi dedo. Mini Ishi y Emi-chan ya conocían de antemano la existencia de Copito y deduje que por eso, quizá, sus reacciones fueron bastante amenas, o tal vez eso ya era parte de sus naturalezas. ¡Aunque…! En realidad no tuve forma de deducirlo con exactitud, porque Annita se adueñó de mi atención con bastante rapidez (¡otra vez!): abrió tanto, pero tanto sus ojitos, que me fue imposible no volver a mirar hacia ese rosado tan deslumbrante. Por eso, cuando presenté al chiquitín en el centro de la mesa, noté de soslayo la manera en que se movió sobre su silla, como si estuviera conteniendo con todas sus fuerzas la poderosa tentación de acariciar al gorrioncito. Aquello había hecho que mi sonrisa se ensanchara, sin que yo lo advirtiera.

    Ay, era muy adorable.

    El hecho de permitirle acariciar a Copito respondía a esto. Pero también lo consideré un buen detalle hacia Annita, porque era la única de la mesa que, hasta ahora, no estaba al tanto sobre mi compañerito albino. Así las cosas, mantuve el brazo estirado en su dirección mientras esperaba, con mi habitual expectativa, a que acercara un dedito o directamente la mano. En el medio pareció alternar su mirada entre Fuji y yo; luego se centró en mí. Me di cuenta que volvía a pedirme permiso sin hacer uso de las palabras, frente a lo cual acerqué mi mano un poco más, a la vez que mi sonrisa se teñía de una mayor calidez.

    La chica finalmente acarició la cabeza de Copito, quien cerró sus ojitos rojos y removió sus alas sin desplegarlas, acomodándose con gusto al contacto. En todo momento miré a Annita. La risa que soltó contuvo una alegría tan genuina, tan auténtica, que se sintió como una brisa refrescante que enterneció mi corazoncito. Escuché con una sonrisa su comentario sobre la suavidad del gorrión, la cual se amplió con un toque de gracia cuando añadió que éste podría llenarse con las migajas del almuerzo.

    Fue entonces que sentí a Fuji se inclinándose hacia atrás. Y yo, que a cada encuentro lo conocía un poquito más, adiviné su intención: acomodé la cabeza para recibir en mi oído su pregunta, pero sin dejar de mantener el brazo estirado hacia Annita.

    Mi respuesta fue una risa leve, pero cargada de diversión. Lo miré de soslayo.

    —Ya perdí la cuenta —respondí en broma, también bajito, haciendo danzar mis cejas—. Copito será chiquito, pero su poder es enorme. No hay manera de que no se robe la atención de las personas, este pequeño rufián… Y él puede dar cuenta de ello —entonces le dediqué un guiño, esta vez, a Mini Ishi.

    Luego vino la pregunta de Emi-chan. Antes de responderle, lancé una pequeña mirada de aviso a Annita, ya que volví a mover a Copito sobre la mesa y, en esta ocasión, lo dejé frente a su amiga. Era, a todas luces, una invitación para que ahora lo acariciara ella.

    —Está conmigo desde hace… dos años y un par de meses—respondí con suavidad—. Lo rescaté cuando más lo necesitaba, y desde entonces nunca se apartó de mi lado. Es como un pequeño guardián —sonreí, pues así lo había llamado Jez ayer—. Eso facilitó la tarea de aprender a entendernos y comunicarnos. Pero igual fue un proceso larguísimo, uf.

     
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    Claramente había visto el gorrión antes, con lo aburridas que eran las clases, lo fácil que acababa divagando y lo mucho que me gustaba mirar por la ventana. La concurrencia del ave me resultó curiosa pasados varios días, y una vez fui consciente del hecho no pude dejar de verlo. Su color lo destacaba por obvias razones y me pregunté por qué rondaba tanto nuestra clase; aún tratándose casi de un delirio, sopesé la probabilidad de que fuera por uno de los estudiantes. Como tal no había asociado a Verónica con el gorrión hasta ahora, pero en cuanto ella hizo el paripé tuve una de mis epifanías y decidí soltar el comentario. No tenía nada que perder, ¿verdad?

    Si nadie me descubría habría fingido demencia porque sí, porque era divertido y las explicaciones sobraban, pero tanto Verónica como Emily me pillaron y tuve que ceder. Ah, qué pena. Anna me preguntó directamente, aún así busqué un mínimo de reconocimiento y el reconocimiento me fue negado. El ave descendió hasta nosotros, se posó en la mano de su dueña y observé, divertido, la escena. Y con escena me refería a la escena. El golpe que sentí debajo de la mesa sólo podía provenir de Emily y mi sonrisa se ensanchó; como tal no la miré, no quería volver tan evidente el intercambio, pero eso debía bastar.

    Había tantos líos subyacentes discurriendo bajo este almuerzo que mi alma de chismoso, la tuviera o no, estaba en su salsa.

    —Bueno, es como un conejo con alas —murmuré ante la acotación de Verónica en mi dirección; era albino y de ojos rojos, en mi mente la relación tenía sentido—. Uno chiquito, claro.

    La chica acercó el gorrión a Emily, entonces, y mis ojos conectaron con los de Kakeru un instante. Él notó mi diversión y se quiso hacer el loco, privilegio que le concedí... por ahora, al menos. Entre tanto, Verónica había contado su historia con el famoso Copito.

    —Amansar animales silvestres es un desafío de por sí —aportó Anna, seleccionando algo de comida—. Si ya me cuesta con los gatos ariscos del vecindario no quiero imaginar un pájaro, ¡pero nada que un plato de comida no solucione!

    La sonrisa me cerró los ojos un instante; fue, en sí, una risa silenciosa.

    —Alrededor del santuario hay un montón de ardillas —conté con calma—. Procuramos no darles demasiado de comer para que no se acostumbren a entrar a la casa y para que no molesten a los visitantes, pero apenas pongo pie dentro del bosque empiezan a aparecer. Es como rendirle tributo obligatorio a un kami, ya no puedo ir sin semillas.

    —Yo digo que te adoptes una y la traigas a la escuela dentro del bolsillo —dijo Anna, riendo, y señaló a Verónica con los palillos—. Si ella pudo, ¿por qué no? Luego se juntan y forman el club de mascotas exóticas.

    —Si pudieran domesticar un animal y vivir con él, cualquiera, ¿cuál sería? —preguntó Kakeru.

    —¿Incluye insectos? —indagó Anna, y Kakeru la miró con una sonrisa divertida.

    —Los insectos son animales, An. —Frunció el ceño—. Además tú no elegirías un insecto.

    —¿Los insectos son animales? ¿Desde cuándo?

    —Desde siempre —respondió, junto a una risa floja.
     
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    Kohaku no reaccionó de manera muy evidente a mi toque, pero supe reconocer en su sonrisa que había sido más que consciente del mismo; de por sí, algo me decía que era prácticamente imposible que la escenita en cuestión nos pasara desapercibida a ninguno de los dos. Por supuesto, yo tampoco hice nada que nos pudiese delatar, por lo que el asunto no fue a más y muy, muy sutilmente, mi atención fue virando hacia el repentino protagonista de la velada.

    Tras haberle hecho la pregunta de turno a Verónica, ella extendió el brazo en mi dirección, y escuché su respuesta mientras acercaba, con todo el cuidado del mundo, el dedo índice a la cabecita del gorrión. Lo acaricié con suavidad, procurando no hacer ningún movimiento que pudiera asustarlo de alguna manera, y después de un rato me hice con algo de arroz de mi bento, dándoselo a probar mientras pillaba parte de la conversación que los otro seguían manteniendo.

    —Definitivamente te veo capaz de conseguir amansar una ardilla —murmuré en dirección a Kohaku, una vez me erguí de vuelta, y le dediqué una sonrisa entre sincera y algo divertida, incapaz de controlarla al imaginar el escenario del muchacho apareciendo un día cualquiera con una ardilla en el hombro.

    La verdad era que había visto el guiño que Verónica le había dedicado a Kohaku, y si bien ya me había dado cuenta que la personalidad de la chica parecía ser así de confiada, no pude evitar sentir un ligerísimo deje de molestia en el cuerpo; realmente tenía que empezar a trabajar en eso, pero mucho. Sea como fuere, me distraje lo suficiente con el pájaro, procurando que nada fuese visible para los demás, y al final me sentí mucho más relajada mientras cogía algo de comida, quedándome algo pensativa con la pregunta que Kakeru nos había lanzado al empezar a masticar.

    >>Uhm... nunca lo he pensado, aunque desde luego que no sería un insecto —admití, junto a una ligera risilla avergonzada—. Supongo que... ¿un panda o algo así? ¡Son muy adorables!
     
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    Gigi Blanche

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    Tener una de estas cajas de bolígrafos con tantos colores que ya varios eran indistinguibles entre sí seguía siendo el sueño de una vida, con lo caras que eran y los recursos limitados que siempre habíamos tenido. Aún pasaba por las librerías y me distraía viendo todas las cosas tan bonitas por las que debería empeñar un riñón, como los lápices metálicos, los marcadores pastel y los paquetes de fibrones indelebles.

    —O puedo usar palitos de helado —se me ocurrió de repente, y reí—. Aunque tendría que comer mucho helado para eso, ¡acabaría con dolor de estómago!

    Igual y podía esclavizar a todos mis amigos y ponerlos en fila a comer helado, pero volvíamos al asunto de empeñar un riñón. Sin haber encontrado una solución rápida y definitiva al dilema del arquitecto, volqué mi atención en la máquina expendedora. Cuando Al se reunió conmigo, se inclinó para elegir su bebida y yo deslicé la mirada a la imagen de su perfil con cierto disimulo. No fue planeado ni enteramente consciente, permanecí allí unos pocos segundos y solté una risa floja ante la revelación del siglo.

    —¿Dos zumitos, dices? Eso ya es abuso —bromeé de forma bastante casual, sin elevar el tono.

    Al eligió las bebidas, las recogió y le sonreí al recibir su mirada, meneando la cabeza. Ya le había escrito a mini Ishi preguntándole por el invernadero y me había dicho que en teoría no habría nadie, así que debía ser un plan sólido. En teoría.

    —¡A nuestro destino final! —anuncié, alzando un brazo al frente como si fuera el maquinista de un tren, aunque pensé lo que acababa de decir y me reí—. Bueno, eso sonó muy fatal y es cien por ciento culpa de las pelis de mierda. ¿Viste alguna? Yo sí, y me arrepiento cada día. ¿La escena de las pobres infelices adentro de las camas solares? —Me corrió un escalofrío—. Por eso, y sólo por eso, jamás en mi vida iré a esos lugares de bronceado. ¡Jamás!

    Mencionar las pelis me había desbloqueado recuerdos viejísimos de repente, como los findes de verano que pillábamos cerca de la costa y cuando habíamos hecho algo de dinero extra alquilábamos un piso en algún edificio cerca de la playa. Era divertido dejar la casa rodante de vez en cuando, cualquier espacio ordinario se sentía como una especie de palacio. Con el correr de los años papá se había hecho medio amigo de un señor que atendía una panadería y nos rentaba su apartamento de verano. Aún recordaba el aroma de aquel lugar, de los muebles antiguos, y la televisión que a duras penas agarraba los canales de aire. Esas noches se veía lo que pasaban y así había acabado traumándome con las pelis de Destino Final, muy a mi pesar.

    Esa fue la anécdota que le conté a Al mientras atravesábamos el patio y llegábamos al invernadero. Estaba más fresquito y de inmediato me rodeó el aroma de las flores. Crucé el pasillo inicial y dejé las cosas sobre la mesita de hierro, mirando alrededor. No me cansaba de este lugar. De un momento al otro me acordé que la última vez que estuvimos aquí fue luego de la fiesta, cuando me monté la tontería con el vestido de princesa y Al se apareció hecho una desgracia. Era un recuerdo agridulce.

    Puede que todos lo fueran.

    —¿Sabes? Aún no lo he abierto —murmuré, deslizando apenas la yema de los dedos sobre la tapa del bento, y solté una risa leve al buscar sus ojos—. Me hice la loca a la mañana, pero al final me dio penita y guardé la sorpresa hasta ahora. Ya puedes decirme lo cool, genial, asombrosa y buena que soy.
     
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    Ya de por sí las cajas estas inmensas de bolígrafos de colores gritaban Anna por todas partes, en sí muchas cosas de papelería me parecía que podían llamar su atención. Los lapiceros de colores, los pateles, los neón y los combinados, las plumas metalizadas, los post-its de tantos colores que no le alcanzaría la vida para dejarle notitas a todos sus amigos y así hasta parar de contar. Quizás fuese por eso de hecho, por los colores, porque Anna en sí vibraba muchísimo en diferentes tonalidades.

    —Pero con lo que compras los helados igual y ahorras para los bolígrafos —cuestioné de repente, porque esto de ser arquitecta con materiales limitados y sustituirlo comiendo helados no parecía muy rentable tampoco—. Y jamás podrías comer tanto helado sin acabar mala del estómago, es cierto.

    Lo de las maquetas era de repente un dilema bastante más grande, de ahí que no pudiéramos encontrar una solución inmediata a la situación y nos enfocáramos en la expendedora, aprovecharse del niño pijo y esas cosas. Me pareció que Anna me miraba, pero no reaccioné, no hasta que señaló como abuso comprarse dos zumitos de una.

    Your words, not mine —apañé en inglés por alguna razón.

    Nos encaminamos el invernadero entonces, aunque lo del destino final me hizo mirarla para ver si se daba cuenta de lo mal que había sonado, pero reaccionó a velocidad y acabé soltando la risa mientras ella parloteaba sobre las pelis esas de mierda. Tenía que haber visto dos al menos, pero eran ambas tan malas que no sabía ya cuál era cuál y no recordaba casi nada de ninguna, más allá de que se morían de las maneras más terribles, estúpidas o estadísticamente improbables que uno podría imaginar.

    —Creo que vi esa misma —apañé cuando mencionó las camas solares—. No sé, tuvo que ser tanda de malas pelis con papá. Sé que debí ver algunas, pero son tan malas que borré la experiencia de la mente. Se desvanecieron de mi cabeza.

    Llevaba desde antes de que todo se me fuese a la mierda viendo menos películas con papá y en los últimos días no habíamos visto una sola, pero los recuerdos persistían. En el sofá de la sala conversaba con él, le confesaba cosas y él reflexionaba sobre mis ideas, era un ritual, uno que había cancelado porque era incapaz de funcionar en el mundo con el miedo que sentía y lo aturdido que estaba.

    No sabía cuándo podría retomarlo sin sentirme culpable.

    Anna me contó una anécdota mientras caminábamos y de nuevo, sin darme cuenta, cerré los ojos unos segundos guiándome solo por su presencia y su voz. Pensé en esa Anna, la que recordaba el aroma de un lugar, los muebles y lo que echaban por tele en ese sitio. Pensé en ella y se me ocurrió que una parte de Anna, por obvias razones, algún día debería volver al lugar del que la habían arrancado.

    Ese pensamiento me distrajo, entramos al invernadero, al frescor y el aroma de las flores, pero cuando ella dejó las cosas sobre la mesilla de hierro la última vez que estuvimos aquí me rasgó la mente de repente. Había sido luego de la paliza de Sugino, ella había aparecido con su vestido de princesa y... sabía dulce y amargo. Nosotros sabíamos así, pero Anna, en su vestido, estaba preciosa y eso nadie me lo quitaría jamás.

    Ni siquiera yo mismo.

    Me había quedado mirando algunas de las plantas más cercanas a la mesa, estaban cuidadas con cariño y esmero. Fue la voz de Anna la que atrajo mi atención, volví los ojos a ella y cuando confesó no haber abierto el bento ladeé la cabeza sin darme cuenta, fue poco después que dijo que había guardado la sorpresa hasta ahora y algo tibio me alcanzó el pecho.

    Y se pareció mucho a lo que debía ser la felicidad.

    —Pues claro. Eres la persona más asombrosa, genial y cool que conozco, aunque esas dos últimas técnicamente son lo mismo —respondí como si nada y me senté con movimientos lentos, sonriendo ligeramente—. Siempre fuiste muy buena además.

    Mi vista se deslizó entonces al bento, como instándola a dejar de estirar la dichosa sorpresa. Había dicho todo lo de antes por seguirle la bola, pero también porque genuinamente lo creía, no lo dudaba nunca, ni cuando ella se lo cuestionaba en soledad.
     
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    Cuando quiso lavarse las manos frente a la expendedora, luego de él mismo haberme habilitado a aprovecharme de su bolsillo de niño rico, lo miré muy indignada y con la boca bien abierta, y me reí al dejarle ir un zape suavecito en el brazo. Igual lo dejé ahí y me limité al zumito de cualquier mortal ordinario. Era medio descarada, verdad, pero de repente si me habilitaban a serlo me daba pena.

    En el invernadero capté su atención al hablar, él despegó la vista de las flores y la forma en que ladeó la cabeza me ensanchó la sonrisa a mitad de mis palabras; no lo dije, pero se me había asemejado a un perrito confundido y me dio mucha ternura. Bueno, un gran perrito, pero se entendía. Accedió a mi capricho mientras se sentaba, aunque aún así remarcó mi elección de adjetivos y yo me reí.

    —¡Hey! No te atrevas a juzgarme. Prohibido usar tu cerebrito superpoderoso aquí, ¿me oyes? Prohibidísimo.

    Igual al final acabó halagándome, así que se lo perdoné rápido. Seguí sus movimientos al sentarse y yo permanecí de pie, frente al bento. Me instó a abrirlo, así fuera en silencio, y yo repiqueteé las uñas sobre la mesa para agregarle efecto dramático. Aumenté el tempo hasta que los dedos se me enredaron entre sí y lo destapé de repente junto a un "¡tadá!". Era demasiado teatro para una simple comida casera, pero seguía aplicando la regla del payaso.

    En estos esfuerzos había un cariño y una paciencia que no siempre reconocía en mí misma. Lo sentía cada vez que Emi me compartía su comida y también con las galletas de Cayden. Dentro del bento había varios cortes de carne, verduras sazonadas y una ensaladita de frutas, y podría haber sido un desierto de arroz y haber tenido el mismo efecto si tan sólo le dibujaba una carita feliz con kétchup. Mi atención, de todos modos, se la llevó el último ítem.

    —¡Oh! —recogí la taza para detallar su contenido, las fresas, las uvas verdes, la mandarina y el melón, y se me aflojó una risa de alegría—. Son mis frutas favoritas, te lo juro.

    Lo había dicho con la cara metida en el envase. Lo regresé a su lugar, miré a Al y me desinflé los pulmones despacio, con una sonrisa plantada en los labios. Consumí la distancia luego, me ubiqué tras su espalda y lo abracé, acomodando la barbilla cerca de su hombro. Quizá no debiera, quizá traspasara algún límite ambiguo, pero no quise contener el impulso. Las imágenes volvieron a superponerse, aquella vez él apenas podía moverse y yo sentía el vestido pesado, pero lo abracé de la misma forma y pensé que tal vez, sólo tal vez, los de ese recuerdo y nosotros éramos los mismos. Seríamos siempre los mismos.

    —Tu papá me dijo que lo hicieron entre los dos —murmuré en voz baja, mirando el bento, y sonreí—. ¿Casi se te quema algo, Al?
     
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    Zireael

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    Recibí el zape en el brazo sin más, sabía que no iba a elegir doble ni nada, pero igual lo dije solo por fastidiar un poco. Allí murió el tema además y retomamos nuestro objetivo, la conversación y la vida en resumidas cuentas, cada uno con sus propios pensamientos.

    Que señalara su uso de palabras la hizo reclamarme y que me prohibiera usar mi cerebro me sacó una risa que quiso convertirse en una carcajada. Una parte de mí anhelaba que apagar el archivo y sus errores de código fuese tan sencillo como recibir una prohibición, la otra solo pensó que era gracioso de verdad. Ni siquiera podía decirse que estuviera usando muchas neuronas ahora mismo, seguía cansado y lento.

    —Voy a bajarle el enchufe a mi cerebro, copiado —contesté con algo de risa colado en la voz.

    Me senté, dejé el zumo y mi limonada a un costado y Anna se quedó de pie. Le puso todo el drama del mundo a abrir el bento, repiqueteó las uñas en la mesa, lo destapó con efecto de sonido incluso y me quedé observándola cuando por fin quedó a su vista. Lo bueno era que todo se había mantenido bien acomodado en su lugar, porque a veces la comida se revolvía en el camino y así. Por demás, sabía que Anna era debilucha a estas cosas, eran los almuerzos de Hodges y, por la nota, asumí que hasta unas galletas tiesas de parte de Cayden y este almuerzo. Eran cosas pequeñas en apariencia, normales y cotidianas, pero en ellas había afecto. Uno que tal vez era inútil describir con palabras.

    En cualquier caso, las frutas llamaron su atención y al sacar la taza se le escapó una risa de alegría antes de explicar que eran sus frutas favoritas. Sonreí, pues porque seguía con la cara metida en el envase y me hizo algo de gracia.

    —Entonces fueron una buena elección —dije con sencillez.

    La vi desinflarse los pulmones, consumir la distancia hacia mi espalda y una vez allí me abrazó, su barbilla apoyada cerca de mi hombro y el reflejo de mi cuerpo fue más fuerte que cualquier otro embrollo mental. Eché algo de peso hacia atrás, en su dirección, y ladeé la cabeza para apoyarla suavemente al costado de la suya, cerrando los ojos.

    Era Anna, estaba aquí y podía seguir a su lado. Éramos los recuerdos agridulces, los desastres y las angustias; los monstruos en el rincón y el Leviatán, pero seguíamos siendo nosotros. Podíamos ser algo más que eso y este gesto, aunque simple, fue un recordatorio de esa posibilidad.

    Cuando soltó lo de que papá le dijo que lo habíamos hecho entre los dos supuse que se refería a la carta que no me dejó leer, pero hice un sonido afirmativo aunque no fue una pregunta y me quedé allí en el abrazo.

    —Papá me vigiló para que no quemara la carne —contesté en voz baja—. Me llamó la atención cuando ya se me iba a comenzar a pasar. Gracias a él no vas a comer carbón.
     
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    Gigi Blanche

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    Me limité a soltar una risa leve cuando admitió que su papá nos había salvado de comer carbón y pensé, otra vez, que era aún más bonito de su parte que le hubiera puesto esfuerzo a algo donde no era muy... bueno, donde no la tenía fácil. Eso no le quitaba mérito a los demás, pero era en sí un detalle a destacar. Mantuve el abrazo un rato porque sí, porque me apetecía, hasta que empezó a incomodarme la espalda y me desenredé lentamente. Me senté a su lado y acomodé el bento entre ambos, acercando el zumo a mí y la limonada a él.

    —Supongo que no tienes grandes anécdotas de estos días, ¿pero igual se te ocurre algo? —indagué, repartiendo también los palillos, y recogí un pedacito de carne con un poquito de verduras—. Puede ser cualquier tontería, eh, incluso... "estaba tan aburrido que me quedé dos horas leyendo cuadernos que encontré de la primaria".

    Era algo que solía ocurrir cuando te ponías a ordenar de puro aburrimiento y al final tu habitación quedaba convertida en un desastre aún peor, con todas las porquerías sueltas y desperdigadas en el suelo y tú ahí, sentado en medio, chusmeando dibujos viejos con unas antenitas de plástico en la cabeza y una estola de plumas alrededor del cuello. Bueno, o quizá sólo me pasaba a mí, claro. Me llevé la comida a la boca, estaba rica y esbocé una sonrisa a labios cerrados, mostrándole mi pulgar en alto.


    —Felicidades, no sabe a intoxicación alimenticia —bromeé luego de tragar, y me reí—. Está muy rico, Al.
     
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    Zireael

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    Esto de no saber cocinar en todas las de la ley suponía que venía por ser un mimado, cuando no cocinaba oba-san, cocinaban papá o mamá, pero yo si acaso tocaba la arrocera. Si me mandabas a vivir solo seguramente tuviera que echarme un período de adaptación medio importante para aprender a calcular mis propias porciones, luego para poder hacer cosas más complejas y así. Eso o acababa viviendo como Arata, a base de instantáneos y mucha fe de que el estómago no se me resintiera.

    Incluso así me gustaba pensar que podía hacer estas cosas por Anna, así tuviera que ser con asistencia para no quemar la carne por quedarme mirando el vacío. Era por lo mismo de antes, en esta clase de gestos se podía transmitir algo que en palabras a veces no se conseguía y yo, que me echaba la vida enredado en ideas sin poder verbalizar muchas de ellas, bueno, podía usarlo como herramienta. Nada aseguraba que la pobre no fuese a comerse un almuerzo demasiado salado de repente o pasado de fuego, eso sí.

    Me quedé en el abrazo, tranquilo, hasta que ella se desenredó y abrí los ojos casi con pereza, adormilado. Se sentó junto a mí, acomodó el bento, las bebidas y retomó la conversación preguntándome si tenía anécdotas de estos días, incluso algo como quedarse dos horas leyendo cuadernos de primaria. Pensé mientras recibía los palillos, así que eso le dio tiempo de probar la comida y cuando dijo que no sabía a intoxicación alimenticia sonreí con cierta suavidad de la que no fui del toco consciente.

    —Me alegra que te gustara —dije sin alzar mucho la voz y puse la atención en la comida, pescando algo de verduras—. Habría quedado como un tonto si resultaba que estaba feo luego de anunciarlo por casi una semana.

    Mientras masticaba seguí pensando en qué contarle, ninguna de mis anécdotas sonaba libre de preocupación en estos días, la verdad. Estaban las migrañas, el nulo apetito y los ultimátum de papá, estaba el silencio de mi madre y el desorden de mi habitación. No tenía ganas de hablar de nada de eso, no solo con Anna, con nadie. Nadie tenía por qué lidiar con eso ahora mismo más allá de papá, que fue el que tuvo que sentarme a comer, ponerme metas próximas en el tiempo y decirme que si no descansaba pues era lo mismo que abrir un ataúd y meterme, para resumir.

    —Mamá ha estado tocando muchísimo violín estos días. —Logré rescatar pasado un rato—. Seguro le tenía las juntas musicalizadas a papá, ni idea, nunca se quejó al respecto. A veces parece tocar en desorden, sin partitura ni nada, es caótico de escuchar y difícil de entender, pero me ha gustado oírla. Ayer estaba tocando mientras limpiaba mi cuarto a velocidad de caracol, es como tener tu propio soundtrack.

    Comí un poco más y aunque sabía que mamá tocaba así porque seguía alterada, que era mi culpa, también sabía que hacerlo le ayudaba y no era mentira que me gustaba oírla. En su lío de resentimiento y preocupación todo lo que poseía de ella era eso, notas sin orden, melodías de caos, pero que eran su voz incluso cuando no me hablaba directamente. Tal vez pudiera valerme de ellas cuando hablara con ella para reparar mis cagadas.

    —Pero no encontré mis cuadernos de primaria ni nada raro limpiando —añadí un poco de la nada, mirándola, conectando con su ejemplo de antes—. Creo que guardamos esas cosas en otro sitio. Igual dudo que entendiera nada, creo que escribía más chueco que ahora. ¿Tú? ¿Tienes algo que contar que me haya perdido en estos días? Vale también encontrarse los cuadernos de primaria o que la expendedora no estuviera enfriando... Aunque eso suena un poco trágico también, con el sol de estos días. ¿Has disfrutado el sol al menos?
     
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    Gigi Blanche

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    Su sonrisa fue suave, le relajó las facciones de una forma diferente y su reflexión, la de que habría quedado como tonto si la comida le quedaba fea, me hizo apretar ligeramente los labios. Él había bajado la vista a la comida y yo permanecí en su rostro hasta que medio me armé de valor, medio apagué el cerebro.

    —No te preocupes —murmuré, revolviendo apenas los trocitos de carne—, hasta con una montaña de arroz me habrías hecho feliz.

    No sabía si sonaba a confesión suicida, en mi mente sí, por eso volví a comer al instante, bajé los nervios con un trago de jugo y cambié el tema de conversación. Me contó que su mamá había tocado mucho el violín, que le gustaba escucharla, y sonreí cuando mencionó las juntas musicalizadas de Erik. En cierta forma podía entenderlo, había habido un momento de mi vida que se me permitió estar rodeada de música y cuando pensaba en eso, en las horas de sol y la pereza de las dos de la tarde, siempre se deslizaba un instrumento sobre el silencio.

    —Yo... A ver, recapitulemos. Cuando volví a la escuela me encontré unas galletas fosilizadas que Cay Cay me había obsequiado, pobre criatura. ¿Eso te lo había contado? Bueno, no importa. ¡Ah, hoy me dejó más! Y están fresquitas. Las tengo aquí, por si nos queda espacio para el postre. —Me palmeé el bolsillo de la falda y de repente lucí preocupada—. Espera, ¡aún no se las agradecí! Ay, me distraje con la carta de tu papá. ¡Pero espera, que me voy de tema!

    Me erguí y afirmé los brazos, como si la rigidez corporal se extendiera a mi mente. Un poco hacía el tonto, obvio.

    —Bueno, los fósiles. Ese día almorzamos aquí, también vino una chica de la 3-3 que tiene un gorrión de mascota y mini Ishi consideró seriamente adiestrar una ardilla. Aquí entre nos, lo veo capaz de hacerlo. Luego... Ah, el viernes almorcé con Emi, eso sí te lo conté, o al menos eso sí me acuerdo que te lo conté, y el sábado nos juntamos en el Gyoen. ¿Has ido alguna vez? Es un parque enoooorme en Shinjuku. De ahí fui a la casa de Emi y tuvimos la poderosísima pijamada con películas y porquerías. Su hermano vio Barbie con nosotras y te juro que se sabía la de Ken, pero intentó disimularlo para conservar su... su orgullo masculino o algo, supongo, como si cantar el himno de Ken no fuera lo más masculino que un hombre podría hacer nunca. El tío creía que el patriarcado iba sobre caballos, hizo todo bien en la vida. Ah, también estuvo Kashya con nosotras, ¿la ubicas? Va conmigo a la 2-2, es amiga de Emi y está en el club de lectura, como Jez.

    La mención de Thornton me dibujó una sonrisa un poco más amplia y balanceé las piernas por debajo de la mesa sin darme cuenta. Quizá fuera una tontería, pero me había hecho mucha ilusión poder conocerla un poquito mejor... aún si era muuuuy poquito, considerando lo poco que había hablado. Comí algo de carne con verduras y le di otro trago al zumito antes de seguir hablando. Era consciente de que había evitado mencionar a Kakeru, pero a ciencia cierta tampoco planeaba mentirle.

    —Ya luego el domingo me quedé en casa con mamá. No hicimos mucho, tomamos mate, charlamos e intentamos hornear unos scones. Recién hechitos estaban bastante ricos, después perdieron todo el encanto. Les doy un sólido seis, creo que le pijoteamos la manteca.
     
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    Zireael

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    Quizás a sus oídos sonó a confesión suicida, pero a mí me parecía una cosa tan obvia como que el agua mojaba, era posible que le trajera a Anna comida recalentada y la niña fuese igual de feliz que con un plato gourmet. Era una de las muchas fortalezas de su carácter, tal vez, pero veía el gesto en sí, no el objeto material en el que se manifestaba. Encontraba felicidad en haber sido parte de los pensamientos de los otros.

    Algo que debía aprender a hacer yo también.

    Igual que lo dijera me hizo gracia, se me escapó una risa por la nariz y carraspeé para disimularlo, aunque no creía haberlo logrado en realidad. De todas formas era evidente que no había sido una risa con malas intenciones, en lo más mínimo, para este punto creía que Anna sabía diferenciar esa clase de cosas, después de todo me había conocido siendo un insoportable de cuidado.

    Dejé que el tema muriera allí, tampoco quería provocarle un ataque de nervios, y fue cuando le conté lo de mamá y el violín. Noté que sonreía cuando dije lo de las juntas musicalizadas, y pensé que en realidad era gracioso imaginar a estos tipos sabiondos de la tecnología hablando de cosas importantísimas con un violín desaforado de fondo, y se me ocurrió que papá lo dejaba estar porque así la había conocido. Era todo música y caos, pero era parte de su vida.

    Los torbellinos de melodías lo conectaban a ella.

    —¿Galletas fosilizadas...? Ah, eso explica la nota. Me lo encontré cuando estaba dejándote las galletas hoy y acabé husmeando sin querer —dije en un espacio de su narración y que recordara de la nada que no le había dado las gracias al cachorro me hizo reír un poco—. Ponte un recordatorio en el teléfono.

    Como fuese, retomó la narración a partir de los fósiles. Contó que el día de las galletas fosilizadas, que fue cuando volvió, habían almorzado aquí con otra chica de la 3-3 que tenía, ¿un gorrión? ¿Había dicho gorrión? ¿Y que Kohaku consideraba adiestrar una ardilla? Dios mío, había que ver nada más en qué momento uno faltaba a clases dos días y ya se montaban aquí un cuento de Disney, con animalitos y todo. Igual luego de darle cabeza pensé que, bueno, tal vez Ishi sí que pudiera adiestrar el bicho y eso podía ponerse peligroso. Imagina tener una ardilla ladrona o algo así.

    Por demás, que yo recordara el Gyoen era un jardín botánico inmenso y mientras ella hablaba repasé el invernadero con la vista aunque seguía oyéndola. Lo del hermano de Hodges sabiéndose la de Ken me hizo algo de gracia, me estiró la sombra de una sonrisa, y luego cuando mencionó a Kashya asentí con la cabeza. Era la chica esta calladísima y seria del club de lectura de Jez y Bleke, la otra integrante del club de la lejía. No pude recordar si sabía de antes que era amiga de Emily, así que almacené el dato.

    —¿Es bonito el Gyoen? —Busqué saber en otro espacio de sus palabras y comí un poco más. Noté que haber mencionado a Kashya la hizo sonreír, percibí el movimiento de sus piernas bajo la mesa también y sonreí—. ¿No habías hablado con Kashya antes? Bueno, lo que uno puede entender por hablar con Kashya.

    Escuché el cierre del reporte, aproveché para seguir comiendo y antes de decir nada más abrí la limonada para darle un trago. Digamos que estaba siendo demasiado consciente de la textura de la comida de repente, así que preferí distraerme a mí mismo. Igual me quedé atascado con una palabra y comprimí un poco las cejas sin darme cuenta.

    —Mate —repetí, como dándole forma a la palabra—. ¿Qué es el mate? Digo, es una... una infusión o eso creo recordar, pero en plan, ¿a qué sabe?
     
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    Gigi Blanche

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    Igual y no tenía remedio, porque ante la muy lógica y razonable idea de ponerme un recordatorio en el móvil, mi única respuesta fue un rápido y conciso "después lo hago" que claramente iba a olvidar a mitad de camino y volveríamos a la casilla inicial. En mi defensa, estaba demasiado ocupada contándole mis anécdotas del fin de semana y a la mañana no había exagerado con lo de no perder la cabeza gracias a mi cuello.

    Quizás en otro momento hubiera dudado más de mí misma, de mis manías o mi verborragia, pero por algún motivo me sentía tranquila respecto a muchas cosas. Sabía que Al me escuchaba, incluso si sus ojos recorrían el invernadero y parecía distraerse, y en esa certeza quería creerme capaz de recolectar sus fragmentos genuinos. Estaban desparramados en el suelo, eran transparentes y reflejaban la escasa luz con dificultad, pero estaban ahí y quería encontrarlos. Ayudarlo a encontrarlos.

    —Es bonito, sí —convine luego de asentir, haciendo un repaso mental del parque—. Tiene un par de jardines con estilos específicos, muchos carteles con mucha información, un invernadero... —Miré alrededor y me reí—. Es absurdamente grande en comparación a este y está tan poblado que parece una jungla o un laberinto, pero es muy bonito.

    Luego sacudí la cabeza mientras masticaba algo de comida cuando me preguntó por mi relación con Kashya, o mi no-relación, más bien. Su señalamiento me amplió la sonrisa y comprendí que la conocía de antes, aunque no dudé el motivo. Asumí que sería a través de Jez y ya.

    —Algún saludo y así, ya sabes, pero nunca había compartido con ella. Es vecina de Emi, por eso son amigas, y me hacía ilusión conocerla un poquito más. Supongo... que es porque Emi la quiere mucho, y yo la quiero mucho a Emi. —Volví a reírme—. Si es que tiene algún sentido, claro.

    Luego de cerrar mi reporte volví a comer mientras él también lo hacía. No creí que nada de la última parte le hubiese llamado particularmente la atención, pero entonces volvió a hablar y lo miré. Mi expresión se había congelado en un punto neutro que podía disparar en cualquier dirección y lo señalé con los palillos.

    —Oh, mi muchacho, acabas de hacer la pregunta, ¿pero estás listo para la respuesta? —Carraspeé la garganta, agregándole pompas al asunto—. El mate sabe a... lo más parecido es un té, supongo. ¿Como té verde? Pero bastante más amargo. Los primeros mates son fuertes, pero de a poco el sabor de la yerba se va lavando. Están los que lo endulzan, claro, ¡pero eso es pecado! Vienen yerbas saborizadas, también, y conocía a una señora que le agregaba cáscara de limón. Que le ayudaba con la acidez, decía. Pero en fin, todos pecados. El mate es yerba y agua caliente, y ya está.

    ¿Pretendía evangelizarlo en la corriente más conservadora y tradicionalista? Pues sí, y sin vergüenza.

    —Supongo que la mejor respuesta es esa, que es amargo y sabe a... hierba. Hay formas específicas de cebado, o sea, para verter el agua, que alargan la vida útil del mate, también hay técnicas para acomodar la yerba y la ley fundamental, la más importante de todas: la temperatura del agua. Si está demasiado caliente, la yerba se quema y el mate se pone ácido. Si está muy fría, te cae como una patada al hígado. Y no, si el agua se hierve, ya se te pasó. En Argentina venden pavas eléctricas que sirven mucho con eso, acá casi no he visto de esas, pero cualquier tomador de mate que se precie sabe calcular la temperatura del agua como los paisanos huelen la lluvia en el aire.

    Pobre criatura, y él sólo me había preguntado a qué sabía. Estaba por contarle sobre mi técnica milenaria para calcular la temperatura del agua cuando recordé algo de repente y alcé las cejas, muy emocionada.

    —¡Ah! ¿Te conté? ¿Viste el chico con el que bailé en el evento, Markus? Un día estábamos ensayando a la mañana y cuando terminamos nos sentamos, me dijo de tomarnos un break, bla, bla, bla, y estábamos ahí ¡y sacó un mate! Qué digo, ¡el equipo entero de mate! —Hice una pausa para enfatizar mi asombro—. Yo no podía creer lo que estaba viendo, ¿aquí en Japón? ¡Y el chico es italiano! Después me explicó que tenía familiares de mis pagos y todo eso, pero Dios mío, hubieras visto mi cara. —Me reí—. Fue como los crossover épicos que echaban en la tele, cuando Hannah Montana apareció en el hotel de Zack y Cody.

    Comí un poco más, pero lo hice a velocidad porque seguía con ideas en la cabeza.

    —Si quieres probarlo puedo traer el equipo algún día —le ofrecí, y aunque la idea me emocionara mucho, intenté decirlo de la forma más casual posible.

    Para... no forzarlo, ¿no?

    la ardilla ladrona JAJAJA that reference 10/10

    also preguntarle a una argentina sobre mate, qué mala/buena idea
     
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    Zireael

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    Su respuesta a lo del recordatorio fue el equivalente a decirme que se iba a olvidar del asunto en ese mismo instante, la estupidez me hizo gracia y pensé que realmente no importaba; Cayden era reactivo que te cagas, iba por ahí reaccionando al soplo del viento, pero cuando hacía cosas por la gente no parecía esperar un agradecimiento. Era posible que a Anna se le olvidara por dos meses y al otro no le importara pues ya había cumplido con su misión.

    Por demás, seguía escuchándola como si fuese mi podcast personal, la verdad. Sabía que en comparación a ella yo prácticamente no hablaba, pero sí que la oía, le ponía atención incluso si estaba con los ojos puestos en otra cosa. La oía porque era ella, porque me calmaba y porque en sus palabras encontraba fragmentos de lo que era, pedacitos del rompecabezas que la formaba.

    No vi necesario decir nada más respecto al Gyoen, pero volví a sonreír y su explicación de por qué le hacía ilusión conocer más a Kashya me ensanchó un poco el gesto en el rostro. Tenía todo el sentido del mundo en realidad y ahora que lo pensaba me alegraba que en medio de todo el caos Anna tuviera a Hodges. Tuvieran problemas entre ellas, Anna fuese Anna con sus cacaos mentales o cualquier cosa, al final se tenían entre sí y eso me calmaba. Sabía que pasara lo que pasara no estaba sola.

    —¿No te conté? Seguro que no, pero es graciosísimo. En la mascarada jugué al beer pong con las niñas del club de lectura y a medio camino viene Kashya, ¡con su cara de póker! Se quita los anillos, los pone en la mesa y me suelta "Cógelos, tú también tienes que estar protegido de las malas energías para que nos sirvan" —empecé a contar al recordar la cosa medio de la nada y una risa me sacudió el pecho—. Y los tomé, claro, e igual perdimos por si te lo preguntas. Ocupaba más anillos o menos malas energías de base, quién sabe.

    Seguí bebiendo de la limonada, le solté la pregunta del mate y no fue hasta que me señaló con los palillos que me di cuenta de que había hecho, sin quererlo, una pregunta muy muy seria. Anna carraspeó, yo enderecé un poco la espalda y le puse más atención de la que debía haberle puesto a un profesor en todos mis años de escolaridad juntos.

    ¿Té verde? ¿Más amargo? ¿Cebado? Hombre, ¿y esto por qué de repente parecía un arte ancestral heredada por el primer argentino del que se tenía registro? Por la manera en que lo describió ya de por sí me parecía raro ponerle algo más que no fuese el agua, parecía una cosa de un ingrediente y punto. Igual venía de que yo me tomaba cualquier té sin azúcar, ni idea.

    —Ah, el camino conservador del mate. Ya veo —atajé de lo más serio—. Nada de ideas revolucionarias.

    Caímos en otro momento de "¿Te conté?" y alcé un poco las cejas, porque fue algo repentino, pero cuando contó la cuestión y lo de Ferrari pensé que el mocoso era un revoltijo de cosas. El apellido de coche, el nombre de raíces latinas, que tenía familiares en Argentina y se había traído todo para hacer mate en plena escuela. Pedazo de crossover, un poco era un caos con patas.

    —Como poner arroz y aventarle encima todo lo que tengas en casa —resolví a lo de Ferrari—. Ahora hay otro conocedor del tema en los terrenos escolares. Las probabilidades de encontrarte un chico italiano que sepa de mate son pocas, pero nunca son cero, se ve.

    Igual cuando me ofreció probarlo, que podía traer el equipo, parpadeé algunas vez como si me costara llevar la idea al cerebro. Lo había soltado como si fuese una cosa casual, pero imaginé que le hacía ilusión y yo, bueno, quería seguir aprendiendo cosas de ella. Por eso que soltara la oferta, aunque me costó llevarla a la mente, me hizo sentir bien.

    Aunque me pregunté si tenía derecho a eso.

    —Me gustaría, sí —dije unos segundos después y distraje los ojos en la botella de limonada porque por alguna razón me dio algo de vergüenza—. Tú dices cuándo puedes traer las cosas y yo... ¿Traigo mi presencia, supongo? Puedo traer comida de casa otra vez.


    girl yo leí Kohaku adiestrando una ardilla y quedé como: hold my reference for a sec JAJAJAJ ojalá Altan lo hubiese dicho en voz alta, habría sido maravilloso

    anyways, mi hijo y yo teníamos dudas sobre el mate *toma apuntes* se resolvieron de forma satisfactoria
     
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  17.  
    Gigi Blanche

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    Su anécdota de la mascarada fue tan random y salida de la nada que me hizo muchísima gracia. De por sí imaginarlo con las chicas del club de lectura era... peculiar, por decir algo, incluso extravagante. Jez era más normalita, pero Bleke me parecía super seria y fría, y Kashya aún más. No podía poner a todas estas criaturas en medio de una fiesta lanzando pelotitas y forzándose a beber cerveza, no podía. Lo de los anillos, sin embargo, fue tan inesperado que incluso me dio ternura. Parpadeé un par de veces, la sonrisa me fue de oreja a oreja y finalmente solté una risilla. Bajé la vista a sus manos, me estiré para cazarle una, la que tuviese libre, y aparté a consciencia el recuerdo del anillo de su abuelo. El que él me había confiado y yo le había regresado.

    —Tienes lindas manos —reflexioné, habiéndome acercado para observarlas, y sonreí al repasar su piel con el dorso del pulgar—. Podrías usar anillos, te quedarían bien.

    Una parte de mí no quiso romper el contacto una vez fui consciente de él, pero la otra supo que debía y así fue. Retrocedí con movimientos más bien lentos y busqué sus ojos para volver a sonreírle, tranquila. Para forzar una sensación de normalidad, quizá.

    —¿Qué castigo les tocó? —inquirí, refiriéndome al beer pong.

    Luego vino el grandioso momento de mi soliloquio sobre el mate y la pobre criatura escuchó cada palabra que dije, lo entendiera o no. Más allá de eso me siguió bastante bien el hilo, se acopló a la información y su reflexión sobre Markus se solapó con una risa que solté.

    —¡Y en Japón! —agregué, reviviendo toda la incredulidad que había sentido en ese momento.

    Cuando aceptó la idea de probar el mate, un chispazo de emoción me corrió por el cuerpo y me removí apenas, asintiendo. Le dije que le escribiría para organizarlo mejor y no pude alejarme completamente de lo que insistía en susurrarme en la nuca. Ahora que lo pensaba... llevaba sin hablar con Markus desde aquellos mensajes que le envié para cancelar el próximo evento. Quizá... me correspondiera buscarlo y explicarle mejor lo que había ocurrido, los motivos detrás de mi decisión. Se lo debía, ¿cierto? Con lo mucho que nos habíamos entusiasmado y la pena que me había dado tener que cancelarle. Fueron ideas que se me atoraron en la cabeza y mi energía fue amainando hasta desinflarse en un suspiro ligero. Hice girar un pedacito de carne sobre sí mismo hasta que me lo llevé a la boca.

    —Al menos me alegra haber llegado a hacer un evento —murmuré al aire, y al darme cuenta que probablemente no tuviera sentido lo miré—. El evento de baile, digo. Creo que estuvo muy bonito y me la pasé super bien. Bailar así, frente a tantas personas... llevaba muchos años sin poder hacerlo. Sentí que recordé cosas que ni siquiera sabía que había olvidado, si es que tiene sentido.

    La última frase se me había enredado bastante en la lengua y solté una risa floja.
     
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  18.  
    Zireael

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    Todo el cuadro del beer pong con el club de la lejía era para mearse de por sí, pero los anillos de Kashya se llevaban el premio sin importar nada. Había sido tan repentino, lo había dicho tan seria y yo le había hecho tanto caso que solo ahora me cuestioné qué estaba pensando yo mismo. Aunque tampoco se me podía pedir mucho, ¿qué hacía uno cuando la chica más seria de la escuela venía y te ponía delante los anillos anti malas vibras? Decirle que no parecía ilógico, qué va.

    No me sobresalté cuando sentí que alcanzaba una de mis manos, recibía a Anna en mi espacio con naturalidad, era una costumbre inconsciente. Me soltó tan pancha que tenía lindas manos, yo parpadeé llevando las palabras al cerebro con lentitud y no pude recordar cuándo me había quitado los anillos del viejo Sonnen, además del que le había dado a Anna había llevado al menos otros dos un tiempo. Traté y traté, pero no pude recordar y supuse que me los habría quitado en algún punto entre el inicio de la caída y el estallido final.

    El que me había regresado, el que era suyo incluso si yo no había sido capaz de pedirle que no me lo devolviera, seguía en el escritorio. No había podido quitarlo de allí ni siquiera después de limpiar, ni cuando vi que papá había vuelto a pegar su carta al lugar que le pertenecía en la pared. En el estaba contenido un fantasma, como un Esper, y me daba miedo tocarlo.

    Como me daba miedo volver a casa hoy, cuando ya no tuviera esto.

    Anna retrocedió, yo regresé al mundo y pude reflejar su sonrisa, esa que pretendió regresarnos a la sensación de normalidad. Puede que fuese contraproducente viendo cómo había resultado todo, pero seguía siendo cierto que sentía que podíamos crear una burbuja. Podíamos vivir en ella una hora, treinta minutos, y olvidar una fracción de las cosas que habían salido como el culo. Olvidar lo que fuese necesario.

    —Acabamos metidos en la piscina... Seguro le dejamos a Akaisa el filtro lleno de malas vibras, qué tragedia —contesté a lo del reto, poniéndole un pesar bien impostado a una parte de la frase, y seguí con lo de las vibras porque ahora iba a ser el chiste interno del siglo, yo qué sabía.

    Luego atendí a la cátedra de mate, que ya debían pagarle a Anna para que fuese a darla a la Universidad de Tokyo, y a la reflexión de la existencia de Ferrari le sumó la variable "Japón" que a mí se me había quedado por fuera. Me dio algo de risa, porque sí era como un montón de desviaciones estadísticas congregadas en una sola persona.

    Acepté probar el mate, a ella la emoción le removió el cuerpo y me dijo que me escribiría para organizarlo, así que asentí con algo de rapidez sin darme cuenta, era otra meta corta en el tiempo que me ayudaba a funcionar. Fuera de eso, podían llamarme loco, pero creí pescar en el aire el momento en que otro pensamiento le llegó a la cabeza e hizo ruido con los demás. Entonces se desinfló como un globo, giró un trozo de carne y habló.

    El monstruo le había arrebatado su brisa.

    Y el pecho se me anudó en formas extrañas.

    Dudé un instante, pero dejé la botella sobre la mesa y estiré la mano en su dirección, le acomodé el flequillo que realmente no tenía fuera de lugar. Fue mi excusa inicial para tocarla, tal vez, y luego deslicé el contacto a un mechón de cabello, distraído, hasta dejarlo encima de su hombro. Recordé el infarto que quiso darme cuando se precipitó del árbol, pero también recordé cómo se veía bailando y pensé que no era justo.

    Que Anna no merecía esto y ojalá pudiera quitárselo.

    —Fue muy bonito, sé que a mí y a los demás nos alegró mucho poder verte —dije y alcancé a pellizcarle la mejilla con suavidad, no para quitarle peso a lo que debía sentir, fue solo para distraerla un poco—. Tiene sentido. Es parte de ti, ¿o no? Ahora es... no sé qué te habrán dicho los doctores y no voy a contradecirlos, pero no quiero pensar que se acabó allí, sé que tú tampoco. También sé que no quieres preocupar a nadie más de la cuenta y por eso es todo un poco un desastre, pero estamos aquí. Para buscarte un pasatiempo de señora mientras tanto, para traerte almuerzos y acompañarte o lo que haga falta hasta que recuperes las alas y podamos verte volar de nuevo.


    acabé casi llorando, bye life
     
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  19.  
    Gigi Blanche

    Gigi Blanche Equipo administrativo Game Master sixteen k. gakkouer

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    Mi sorpresa se tiñó con una cuota de preocupación al enterarme que habían debido lanzarse a la piscina esa noche, que no era invernal pero tampoco la recordaba particularmente cálida. Me exprimí más la neurona, intentando recordar si cuando lo encontré llevaba el cabello mojado o algo, pero las imágenes de ese día aparecían ante mí revueltas e inconexas. Sabía que había quedado con Emi en casa, que nos preparamos juntas y bailamos, también que había visto a Al con su traje y su máscara, pero sobre todo eso resonaba el timbre de mi móvil, la voz preocupada de Rei y las siluetas grises dentro de la habitación de Kakeru.

    —¿No pillaste un resfriado? —inquirí en cualquier caso, y me corrió un mini escalofrío por la espalda—. Qué frío meterse en la piscina de noche.

    Quizás había acabado hablando un poco de más, en líneas generales parecía una cacatúa hoy y no fui plenamente consciente del hecho. No lo fui hasta que Al estiró su mano y encontró mi flequillo. Me quedé quieta, lo dejé hacer y busqué sus ojos, que estaban distraídos en mi cabello. Sentí el ligero tacto en el hombro y su voz se deslizó con suavidad. Esbocé una pequeña sonrisa al picarme él la mejilla, solté el aire por la nariz ante la tontería y lo miré y lo miré. Sabía que no estaba sola, que tenía personas que se preocupaban muchísimo por mí y lo valoraba. Quería valorarlo con toda la fuerza que ellos merecían. Por eso, quizá, me negaba a decir la verdad, u omitía información, o fingía demencia.

    ¿No era precisamente lo que le había reclamado a Kakeru?

    La idea apareció de repente y me dejó un instante fuera de base. Parpadeé, algo se me removió en el pecho y tomé mucho aire.

    —Fue mi culpa —murmuré, bajando la vista a la comida—. No debería haberme exigido tanto entre los ensayos, el trabajo, el entrenamiento y el evento en sí. Sentí mis pulmones resentirse un par de veces, los sentí, pero no les hice caso. Así que fue mi culpa.

    ¿El asma en sí lo era? Había surgido por debajo de las paredes, de las hendiduras de las puertas, había reptado y cambiado su forma hasta alcanzarme el cuerpo. O quizá existiera desde siempre y sólo había conseguido salir el año pasado, como un incendio sobre terreno inflamable. Ya me sabía el discurso de memoria, que era una condición crónica y no tenía cura, sólo paliativos. Podía cuidar mi calidad de vida pero jamás podría olvidar su presencia. Aún así, los pulmones me habían ardido y no les hice caso.

    Era una necia.

    —En teoría debería mejorar, sí, en tanto le dé tiempo y no haga locuras —proseguí tras soltar el aire de golpe—. Debería mejorar, aunque ni siquiera sé qué significa eso o qué me permitirá hacer. Nadie lo sabe. Y no quiero pensar en que quizá... quizá finalmente rompí algo que no debería haber roto. Que insistí, insistí e insistí como una maldita porfiada hasta que la soga se cortó y el latigazo me dio en toda la cara.

    Me quedé revolviendo la comida, puede que en un intento por canalizar la frustración que me generaba pensar en esto. Lo dudé, pero al final busqué sus ojos sólo un instante y bajé el tono de voz.

    —Fue malo, Al. Fue muy malo.
     
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  20.  
    Zireael

    Zireael Equipo administrativo Comentarista empedernido

    Leo
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    La noche de la mascarada era un amasijo de recuerdos repartidos en una pared policiaca, todo estaba pegado, los hilos se conectaban, pero al pasarlo a la práctica no tenía un orden lógico. Estaban los anillos de Kashya, las niñas del club de lectura, el vestido de princesa de Anna, el agua de la piscina, su figura desapareciendo de la mansión de Akaisa. Estaba la moto de Arata, las risas y luego la sangre.

    Todo lo que había salido mal.

    Negué con la cabeza a lo del resfriado, jamás lo diría, pero se me ocurrió que mi cuerpo estaba demasiado ocupado con la costilla rota y el resto de mierdas como para haberle dado tiempo de recordar que a alguna hora de la misma noche me había empapado. Tampoco recordaba el agua tan fría, pero viendo el orden de mis recuerdos no era que pudiera confiar en mi memoria.

    En cualquier caso, se quedó quieta cuando mis dedos alcanzaron su cabello y me miró, sonrió también, pero con el mini-monólogo finalizado me dediqué a pensar. Sabía que Anna era consciente de que no estaba sola, estaba Emily que era su mejor amiga, estaba Kohaku aunque la criatura iba por ahí entre dándose cuenta de todo y nada, estaba Cayden y las galletas; y aunque quisiera quemarme vivo al tener que admitirlo estaba Fujiwara. No podía eliminarlo, anularlo u olvidarlo. Estaba y así como yo debía luchar con su figura, quizás, el pobre cabrón debiera luchar con la mía.

    Anna nos unía y nos separaba.

    El recordatorio que le hice a Anna debía ser la mierda más hipócrita que me habría visto decir nadie nunca, viendo que yo había tenido que ser puesto en casa por cárcel, que Jez, así yo no lo supiera, había tenido que buscar a papá y que mamá seguía sin hablarme. Lo que le pedía a Anna era algo que yo no hacía, era lo mismo que había causado que le hiciera daño a ella. El silencio, las omisiones, los vacíos. Los escenarios hipotéticos volvían loco a cualquiera con el paso del tiempo.

    Por eso lo que yo le había hecho era una injusticia.

    Cuando soltó que había sido su culpa volví la mano a su cabello, el que le caía por la espalda, y aunque tal vez no debía me dediqué a brindarle caricias. La oí decir que se había exigido en cada cosa que pudo, que sus pulmones se resintieron y ella no paró, claro que no. ¿Cómo iba a parar con todo lo que sentía en el pecho? ¿Cómo podría escuchar a su propio cuerpo cuando su mente, seguramente, no había conocido el silencio en días o semanas?

    Sus pulmones ardían.

    Y otros caminábamos por el mundo con el estómago vacío.

    ¿La acción nuclear de ignorar al propio cuerpo no era igual?


    Revolvió la comida, supuse que para canalizarse, y yo seguí con las caricias, pero cuando me miró y admitió que había sido muy malo en medio de mi calma ilusoria sentí un revoltijo de culpa e ira. Pasé saliva, respiré con lentitud y di al menos cien vueltas dentro de mi propia cabeza para volver a centrarme, para no atorarme, porque en la decisión tomada había otro acuerdo tácito.

    Se suponía que no la dejara sola nunca más, era mi promesa conmigo mismo.

    —Si repites que fue tu culpa tendré que inventarme una clase catedrática sobre autosabotaje y no creo que quieras oírme por cuatro horas hablando de mis conocimientos para nada formales sobre psicología —resolví algunos segundos más tarde—. Todos hemos ignorado las señales de nuestro propio cuerpo alguna vez o varias, no creo que eso nos vuelva culpables... Puede que nuestro único pecado sea no saber cómo canalizar las cosas de otras formas. Pasó lo que pasó, fue una mierda, pero no tienes que ir por ahí pensando que fue tu culpa. No puedes hacerte eso, es injusto.

    Tomé una pausa, volví a hilar ideas mientras tomaba su mata de cabello con los dedos, regresando todo a lo que me pareció su lugar original con tal de no haberla dejado despeinada por las caricias. Regresé el brazo a mi espacio, desvié los ojos a la mesa un instante porque sabía que tenía razón; ahora mismo no se sabía si lo que se había cortado podría volver a unirse con el tiempo. Hundir la posibilidad de estabilidad y crear esperanzas falsas no eran una mejor que la otra.

    Había sido malo.

    Muy malo.

    —Acabaste hospitalizada, ¿no? —dije sin despegar los ojos de la mesa y parpadeé algunas veces, porque fue el equivalente de invocar un maldito demonio a plena luz del día—. Los mensajes, de que no podías salir.

    No había podido sacarme esa idea de la cabeza en todos estos días.
     
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