Noté que su pulgar comenzaba a acariciar mi mano y me frené de pedirle que no lo hiciera. No se trataba de incomodidad o desagrado, en absoluto, fue la noción punzante de que incluso ahora le estaba concediendo alguna clase de importancia a los demás en vez de a sí mismo. Me callé, sin embargo, porque ¿no habría sido egoísta, acaso, pretender decirle qué hacer y qué no? Quizá la caricia le sirviera para distraerse en el movimiento, en la textura, para canalizarse o anclarse a un mundo oscuro y confuso. Quizá no tuviera nada que ver con el significado que yo le encontraba. No me gustaba meterme en la vida y las decisiones de las personas, en definitiva. Por eso había ansiado respetar su deseo, al menos hasta poder hablar con él, aún si eso calificaba de estúpido o imprudente. Pero quizás estuviera siendo demasiado evasivo. Su caricia se detuvo apenas mencioné a su madre y supe la respuesta a mi pregunta aún si no me la confería como tal. Sostuvo la tontería de los mejores amigos y sonreí con resignación; sabía que decía la verdad, sabía que confiaba en mí, lo había notado siendo honesto conmigo más de una vez. Sin embargo, ¿qué me diferenciaba de las personas a las que se había negado a molestar? ¿Era porque se sentía una carga para ellos? —Alright, en ese caso tomaste una buena decisión —anoté con liviandad forzada, apartando una gran parte de mis pensamientos—. Estoy aquí y no me moveré hasta que te hartes de mi existencia y me eches a patadas, lo juro solemnemente por el honor de ser tu mejor amiga. Pero la liviandad duró poco, pues hizo una pregunta tan concisa y certera que, así como la mía, supe que muy dentro suyo ya tenía la respuesta. Reanudé mis caricias, fueron el preludio a mis palabras, y ordené las ideas en mi boca antes de soltarlas. No me correspondía meterme ni manipular información, sólo era... sólo estaba allí como una simple mensajera, desde el principio. —Sí —murmuré, suavizando el tono—. Sí, lo llamaron y... cortó. No sé qué respondió él, o si respondió algo en absoluto. Inhalé por la nariz, despacio. Aún si toda esta información iba y venía, aún si mi única misión era comunicarla, no podía evitar el pinchazo constante en el pecho. No quería hacerle daño a Suiren, no quería estar allí y sentir que con una mano lo sostenía mientras que con la otra lo asfixiaba. Me mordí el labio, contrariada, y cerré los ojos con fuerza un par de segundos. —¿Puedo seguir intentando con tu mamá? —le pedí, casi en un susurro—. Tiene que saberlo, Sui.