Servine y ello nos cubríamos los ojos para no ser enceguecidos por la arena de la tormenta. El morral que colgaba de mi costado derecho a cada paso adquiría mayor peso; seguramente se habían colado unos cuantiosos gramos de arena en su interior, sumándose al eso de los libros y las pokébolas vacías que tenía preparadas para lo captura de los pokémon de aquel lugar. —No perdamos tiempo, Servine —alcé mi voz para que se escuchara con suficiente claridad—. Aférrate a mi morral y comencemos nuestra búsqueda.
Junto a nosotros pasó la silueta de un Krokorok. O eso creíamos haber divisado, pues no se podía ver nada con la suficiente nitidez en semejante tormenta de arena.
Un Yamask se acercó para asustarnos. Servine se escondió detrás de mí pero, por mi parte, observé al pokémon fantasma con indiferencia. Al notar que no tenía dotes para generar miedo, el Yamask se alejó llorando.
Sentimos la presencia de un pokémon volador vigilándonos, aunque no fuimos capaces de saber cuál de todos podía ser, pues la tormenta era muy fuerte como para abrir bien los ojos.
Seguíamos agudizando los cinco sentidos, hasta que Krokorok apareció a escasos metros de nosotros, enseñando los dientes. Servine y yo lo rodeamos, confundiendo nuestros cuerpo en la tormentosa arena, y seguimos de largo.
Servine empezó a exclamar algo en su idioma. Supe que había logrado ver algo importante a través de la arena. Mi inicial se abalanzó sobre algo que nos esperaba en la parte frontal de la tormenta. Desapareció. No me fue difícil ubicarlo, ya que el ruido de una escandalosa batalla me sirvió como punto de referencia. Llegué cuando Servine derrotaba un Ferroseed. —Otro más al equipo —dije, serio, capturando al pokémon derrotado. Levanté un pulgar en dirección a Servine, quien infló el pecho con orgullo.
—¿Escuchaste eso? Yamask apareció gritando cerca de nosotros. A mí no logró impresionarme, pero a Servine sí: se asustó tanto que lo debilitó de una patada.