Policiaca El fuego y la luna

Tema en 'Relatos' iniciado por HokageLaura, 2 Septiembre 2018.

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    HokageLaura

    HokageLaura Shaaaaaaaaaaannaro

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    Escritora
    Título:
    El fuego y la luna
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Misterio/Suspenso
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    3694
    Recorrer las calles de mi ciudad por la noche para mí es un lujo. Eso pensaba siempre cuando venía con mis amigos otros años y observábamos como las hogueras plantadas a lo largo de la ciudad de Alicante ardían y, como reza la tradición es un hecho que ocurre el 24 de junio y no el 23, como en toda España.

    En Alicante, esta fiesta siempre ha sido especial y mágica. En los días previos, todos los barrios enseñan sus hogueras, a cada cual más grande y más espectacular. Pero si la tradición es eterna, mis objetivos en la vida también y un buen día, después de terminar mi carrera de Criminología viajé a Madrid para llevar a cabo mi sueño desde la infancia: ser policía y perseguir a los malos. Puede resultar un sueño muy infantil pero mi deseo se remonta a cuando yo tenía 10 años y sacaron el cadáver de mi mejor amigo de la playa con quemaduras por todo el cuerpo. Yo no hacía más que llorar en los brazos de mi madre, intentando comprender por qué mi amigo no iba a volver nunca más. No encontraron a quién lo hizo. La descripción que les hice sobre la persona que se lo llevó no sirvió de mucho pues mi amigo y yo estábamos jugando de noche en la playa cuando se lo llevo aquella persona delante de mis ojos. La luz de la luna me ayudó a ver ciertos rasgos en aquel hombre que sonreía, pero no fue suficiente. Nunca es suficiente. Y desde entonces me hice la promesa de que el día de mañana me haría policía y pararía a los malos, en especial, a aquel hombre cuyo perfil acentuado por la luz de la luna en la playa no dejaba de seguirme por las noches en mis sueños.

    Y esa firme determinación me ha traído de nuevo a mi tierra, la que todos llamamos la millor terreta del món. Hace una semana nos llegó la llamada de que necesitaban ayuda en un caso que se les escapaba a lo acostumbrado por ellos: cuatro niños encontrados en las aguas de la playa de la ciudad en un intervalo de una semana y con severas quemaduras por todo el cuerpo. El comisario evaluó los hechos y me envió a mí y a mi equipo a la ciudad que me vio nacer.

    Tras una asimilación del caso vertiginosa (lo que duró el viaje en tren) nos pusimos manos a la obra con el equipo local y entrevistamos a todas las familias, momento en el que tuvo un déjà vu con el suceso de mi infancia 25 años atrás. Analicé todas las declaraciones de los padres, los testigos que creyeron haber visto a los niños y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo: en todas las historias, siempre hay un hombre, un individuo sonriente y de rostro encantador que guía a los niños y se pierde entre las personas.

    Ahí estaba de nuevo: otra vez el hecho de mi infancia volvía a resurgir pero esta vez con una variable inesperada. Todas las declaraciones señalaban a que el sospechoso era joven, a punto de rozar los 30. El hombre que se llevó a mi amigo debería tener 50, por lo menos. Entonces, surgieron varias hipótesis en mi cabeza: ¿Un imitador? ¿El hombre por algún motivo se mantenía joven? O ¿los dos casos no estaban relacionados? Todas sonaban viables: no sería la primera vez que nos encontrábamos con un admirador y las declaraciones eran confusas en cuanto al aspecto del asesino, con lo que perfectamente podría tener una apariencia mayor y no de joven. Por otro lado, a lo mejor había sacado conclusiones prematuras sobre lo ocurrido veinticinco años atrás.

    En ese momento, jamás pensé en la cuarta vía que más adelante descubrimos.

    Mi colega de investigación, Marcos, me acompañó a los lugares donde vieron por última vez a los niños: el Castillo, el Casco Antiguo, el Puerto y la playa, lugares concurridos donde los transeúntes perfectamente podrían haber entendido que el asesino y el niño de turno eran un padre y un hijo paseando. Las cámaras que los captaron tampoco decían mucho. El asesino aparecía en todas ellas de espaldas o de lado y con una gorra y unas gafas de sol. Casi de manual.

    A cinco días de la noche del 24, cuando la investigación parecía estancada, decidimos darnos un descanso y algunos de mis compañeros optaron por conocer la ciudad. Yo, en cambio, invité a mi compañero Marco a cenar a casa de mis padres. Desde que había llegado no había podido ir a visitarles y eso me comía por dentro. No entramos en detalles con ellos sobre el caso, pero era un suceso que estaba en boca de todos con lo que el tema evidentemente salió.

    —Mucha gente sabe por los periódicos que eres tú quien dirige la investigación y me preguntan si sus hijos están a salvo. Yo les digo que sí por alentarles, pero en el fondo todo me inquieta—me dijo mi madre reunidos todos en la mesa.

    —Tu foto y la de Marco ha salido en todos los periódicos y en la televisión nacional y local—recalcó mi padre con cierta alegría de saber que su niña era alguien importante.

    —Eso es para darle bombo a la historia—dijo Marcos mientras rellenaba de nuevo su plato con ensalada. Mi madre cogió los periódicos locales y me los enseñó. Le di algunos a Marcos, quien tuvo que limpiarse las manos para poder cogerlos. Habían dedicado hojas enteras al caso, donde salíamos Marcos, yo y algunos de mis compañeros de Madrid como Rubén o María—. Al menos salimos bien—dijo Marcos sonriendo con su inmaculada dentadura sin rastro de comida.

    Revisé las imágenes de las portadas y me hallé a mí misma o bien agachándome al suelo para ver algo o hablando con los periodistas o caminando con Marcos mientras paseamos por dentro de la línea de seguridad. Alrededor nuestra varios transeúntes curiosos que nos miraban sacando fotos y murmurando. Cerré enseguida los periódicos. Quería al menos olvidarme del suceso por una noche y estar con mis padres y mi compañero cenando. Cuando terminamos de cenar, mis padres se sentaron en el sofá y antes de que encendieran la televisión, el móvil de Marcos y el mío sonó.

    A los pocos segundos, nos miramos y él se lanzó a encender la televisión. Le quitó a mi madre el mando con brusquedad y puso el primer canal de noticias que vio. Una reportera se hallaba delante de una de las hogueras del puerto:

    Ha sido hallado un cadáver en las inmediaciones del puerto de Alicante—miró sus notas y prosiguió—. Uno de los hombres que trabajaban en la hoguera se acercó para revisar una parte del lateral que se había desprendido y que había levantado las quejas de los transeúntes, ya que ese fallo hacía supuestamente peligrar la estructura. El operario se acercó y tras mover algunos trozos que se habían desprendido, halló un bulto que no debería estar ahí según sus declaraciones. Por eso se acercó para retirarlo y al moverlo ha descubierto el cadáver de una niña

    —¿Una niña?—Marcos y yo lanzamos la pregunta a la vez.

    —En cinco minutos estamos allí—dijo Marcos a la vez que colgaba y recogía mi bolso y su pequeña libreta.

    Me despedí de mis padres y bajamos las escaleras de cuatro en cuatro hasta llegar al coche. Marcos se puso al volante y antes de que me diera tiempo de ponerme el cinturón, ya estábamos enfilados por las calles estrechas de Alicante con la sirena puesta directos al lugar del crimen.

    Aparcamos el coche cerca de la hoguera donde se había hallado el cadáver y Rubén y María nos ayudaron a pasar entre la muchedumbre de periodistas y curiosos que querían respuestas. Pasamos el cordón de seguridad y los agentes bloquearon cualquier intento de intromisión de los civiles.

    —Me gustaría saber cómo los periodistas han llegado antes que nosotros—señalé enfadada.

    —La ciudad es una olla a punto de estallar. Todas las cadenas del país han traído a sus enviados y seguramente estarán repartidos por la ciudad esperando a que suceda esto—María indicó al forense que levantara la manta para ver a la niña.

    Cerré los ojos al momento. Ver a un niño o niña muerta era lo más injusto de mi trabajo. Ya sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies cuando vi con el forense el cadáver de los otros niños en el laboratorio y ahora esto. Le di la señal al forense y Rubén sacó su cuaderno.

    —A diferencia de los otros niños, la niña solamente tiene quemaduras y el lugar para dejar el cadáver ha variado.

    —Tenemos el puerto y la playa vigilado hasta arriba. Les sería difícil acercarse—apuntó María.

    —Tenemos las calles vigiladas también—dijo Marcos.

    —Bueno, nadie sospecharía de un operario que se acerca a la hoguera para comprobar algo. Ni mucho menos pensarían que el probable saco que ha usado transportara un cuerpo—dije.

    —Pero hay algo que no me cuadra—Rubén miró sus notas de manera acelerada—. Si la niña hubiera sido secuestrada, los padres nos habrían llamado y no hemos recibido ningún aviso.

    —¡Quiero verla!—un hombre fuera de control quería saltar la línea de seguridad pero tres agentes le cortaban el paso. Detrás de él, había una mujer que se abrazaba así misma con sus brazos—¡Es mi hija! ¡Quiero verla!.

    Los cuatro nos miramos y corrimos hacia ellos. Señalamos a los agentes que lo dejaran y nos identificamos ante él.

    Rubén se acercó al forense y pararon la camilla. El hombre se acercó. Tensó los nerviosos, aun sabiendo lo que iba a encontrar. Cuando el forense levantó la manta el hombre dio rienda suelta a su dolor y estalló en un llanto que conmocionó a todos. Se arrodilló delante de la camilla, sujetándose cómo pudo. La madre estaba detrás de él, a unos metros. También lloraba pero vi en su cara un dolor muy distinto al del padre.

    —Lo voy a matar—el padre se levantó y se dirigió a la mujer. La cogió de los hombros con dureza y la mujer se tapó los oídos—. ¿Dónde está?

    Rubén y Marcos intentaron separarlos pero la ira del padre para con la madre era demasiado fuerte. Los reporteros y cámaras empezaron a enfocar pero María en seguida se lanzó sobre ellos con los agentes que había para echarlos. Yo me reuní con la madre. Temblaba y lloraba. Comprendí que no era el momento ni el lugar de pedir explicaciones.

    En coches separados nos llevamos a los dos a la comisaría. Rubén y María fueron con el padre y Marcos y yo nos centramos en la madre. Según nos decía María, el padre estaba en un estado emocional de abatimiento. En cambio, la madre se había sentado en una esquina del coche con la mirada perdida y visiblemente envejecida veinte años. Algo me decía que por dentro la mujer era un caos, un mar de remordimientos. Cuando llegamos a la comisaria, con cierta dificultad pues los periodistas ya nos esperaban en la puerta, llevamos a la madre a un despacho y al padre a la sala de conferencias. Convenía tenerlos separados. María y yo nos quedamos con ella. Algo me decía que nosotras empatizaríamos con ella mejor, mientras que los chicos lo harían con el padre.

    —Empecemos desde el principio. ¿Por qué no avisaron a la policía de que su hija había sido secuestrada?—incidió María.

    —¡No! ¡Mi hija no había sido secuestrada!—María y yo nos miramos.

    —¿Entonces?

    La madre movía los brazos intentando reprimir las lágrimas pero fue imposible. Se levantó y se encaminó a la ventana, de nuevo abrazada a sí misma.

    —Mi marido y yo decidimos pasar dos días en un hotel y dejamos a nuestra hija con mi hermano—cuando dijo esta última palabra, algo en nosotras dos despertó. Quizá, y sólo quizá, teníamos por fin algo—. A mi hija le encantaba estar con mi hermano. Siempre jugaban y reían y a mí me emocionaba verlos. Por una vez, mi hermano se mostraba afable y divertido desde…

    —¿Desde qué?—me acerqué y ella vio mi rostro reflejado en la ventana.

    —Hace unos años, estábamos los dos en la granja de nuestros padres. Por estas mismas fechas, hicimos una pequeña hoguera en el cobertizo con todo lo que encontramos. Mientras buscaba un rastrillo dentro de la casa, empezó a salir fuego por las ventanas del cobertizo. Mi padre y yo salimos corriendo y mi madre llamó a los bomberos. Justo cuando mi padre iba a entrar, mi hermano salió de entre las llamas gritando y tapándose la cara.

    Me cayó una lágrima. Un suceso así marca a cualquiera.

    —Lo llevaron al hospital y estuvo en coma un mes—se limpió las lágrimas y prosiguió—. Presentaba quemaduras por todo el cuerpo y su rostro… tenía media cara quemada; ya apenas quedaba nada de aquel muchacho noble y sincero. Desde aquel día, se encerró en sí mismo sin querer saber de nadie—Rubén se asomó por la ventana y le entregó a María una carpeta—. También desde aquel día vivo con la culpa de que mi hermano está así porque yo me despisté un momento.

    —Lamento mucho lo que le ocurrió.

    —No tanto como yo, inspectora. En cambio, cuando nació mi hija, él volvió a sonreír. Todos los días venía a vernos y me traía un ramo de rosas y un juguete para mi niña. Mi hija consiguió sacarlo de la burbuja en la que él había estado viviendo solo. Algo en mí me decía que él no le haría daño. Por eso, a veces la dejaba con él para que volviera a ser él otra vez. Esta mañana la dejé con él en su casa porque mi marido y yo teníamos que mirar unos asuntos. Claro que estaba preocupada por las muertes de los niños pero sabía que mi hija con él estaría a salvo.

    —¿Seguro?—María se acercó a nosotras con la carpeta en las manos—. Se le ha olvidado decirnos que su hermano estuvo encerrado en un psiquiátrico dos meses hace 10 años—cogí la carpeta y leí de una pasada el contenido.

    —No era un psiquiátrico en sí. Es un recinto apartado dedicado a personas con problemas emocionales. Mis padres consideraron que necesitaba respirar otros aires. Incluso él lo vio bien.

    —Pero no sirvió de mucho, ¿no es así? Hasta que nació su hija, él seguía siendo una persona cerrada en sí misma—cerré la carpeta con brusquedad..

    —Mi hermano no ha hecho daño a nadie. Él es bueno. Lo sé.

    —¿Seguro? En este mes, ¿sabe qué ha estado haciendo su hermano?

    La madre no supo qué responder a eso. Titubeó unos instantes pero no respondió. María y yo salimos de la sala, dejando a la madre rompiendo a llorar de nuevo y nos reunimos con Rubén y Marcos.

    —¿Habéis localizado al hermano?—preguntó María.

    —Hemos enviado a una patrulla a su casa—contestó Marcos.

    —¿Qué os ha dicho el padre?—dije dejando la carpeta en la mesa.

    —No le daba buena espina su cuñado. Trataba bien a su hija, pero había algo en él que no terminaba de gustarle—aseguró Rubén.

    —¿Y por qué permitió que se acercara a su hija?—señaló María.

    —Por su mujer—respondí—. La madre se siente culpable por el accidente del cobertizo y creía que acercando su hija a su hermano, él sería feliz. Era incapaz de ver o sospechar que su hermano fuera capaz de cualquier cosa como secuestrar a otros niños, quemarlos y después ahogarlos.

    Pero seguía habiendo algo que no me cuadraba. El hermano no podía ser el asesino de mi amigo de la infancia, pues debería tener por aquel entonces 5 años.

    Un agente se acercó a Marcos y le dijo algo. Le pidió al agente que le repitiera de nuevo las palabras. Suspiró y negó con la cabeza.

    —Han encontrado al sospechoso colgado en su casa.

    Todos mostramos nuestra cara de frustración. Una vez atrapado el hermano, quería haberle preguntado el porqué de sus acciones. Siempre hacía lo mismo cuando tenía a un monstruo asesino delante de mí. Necesitaba saber el motivo de los actos de la gente, pero ahora el sospechoso se había escapado de nuestras manos y había optado por el camino fácil. Los cuatro nos dirigimos a su casa: estaba en una de las calles céntricas del Casco Antiguo. Marcos dejó el coche en La Rambla y una agente nos guio.

    A medida que caminábamos, me di cuenta de que era de madrugada. A pesar de los atroces asesinatos, el Barrio seguía tan movido y lleno de vida como en los tiempos de mi juventud. Los jóvenes nos miraban intentando entender qué había pasado. Las luces de los locales nos enfocaban como si fuéramos estrellas de cine. Tras traspasar el cordón de seguridad, subimos por las escaleras estrechas hasta llegar al segundo piso. El forense nos estaba esperando. Levantó la manta y lo vimos: media cara desfigurada por el fuego. El resto del cuerpo también presentaría quemaduras similares, pero con solo ver las de la cara, me atreví a imaginarme por el calvario que había pasado. Debajo del cuello estaban las margas de la cuerda.

    Rubén dio la señal para que se lo llevaran y nosotros entramos en el piso. Había sido reformado con lo que el comedor principal también se había convertido en habitación Sentí un escalofrío cuando vi el interior. Por toda la sala había tirado en el suelo ropa sucia y arrugada y de las paredes colgaban máscaras y esteras de tipo exótico. No había ninguna foto suya o de su familia.

    Pero lo que más me inquietó fueron los muñecos de paja que había sobre las mesas. Había de muchos tamaños y la parte de la cabeza estaba quemada. Sin embargo, el detalle más escabroso de los muñecos era que solamente tenían un ojo. Me acerqué un poco más y me imaginé al pobre diablo creándolos.

    —Han encontrado algunas pertenencias de los niños asesinados—María se acercó con una caja y junto con Rubén y Marcos, la removieron. La policía científica estaba recogiendo todas las huellas y muestras posibles a nuestro alrededor.

    No vi el trapo sucio de detrás de la cómoda y me caí. Aterricé en unos cojines cuidadosamente puestos en el suelo. Al caer noté un sonido hueco en el suelo. Los demás se acercaron para cogerme pero yo conseguí ponerme de rodillas antes y aparté los cojines.

    —¿Qué pasa?

    Mandé callar a María y tanteé el suelo hasta que una losa se levantó al presionar en alguna parte. Tras quitarla y con ayuda alcé un baúl. Con mucho cuidado lo llevé a la mesa. Había fotos, recuerdos de la infancia, pequeños muñecos hechos con paja y varias máscaras hechas de madera. El acabado de las mismas era perfecto.

    —Son fotos de su infancia—dijo Rubén a medida que las iba pasando.

    Me detuve en un pequeño paquete que había bajo algunas cartas. Tenía el remitente de la residencia donde estuvo el sospechoso. Con cuidado quité los trozos de celo de los bordes y extraje varias cartas. Estaban todas a nombre de un tal Abraham. Le entregué algunas a Marcos y las hojeamos por encima.

    —Parece que hizo un amigo allí—dijo mientras leía las suyas. Yo también deduje lo mismo de las cartas que estaba leyendo. En algunos sobres había fotos de la residencia. Sabía que era ese sitio porque lo había visto muchas veces al entrar a la ciudad. En la mayoría de las fotos se veía al hermano mirando melancólico y fijamente a la cámara. En otras estaba de perfil mirando el horizonte o manipulando algunas plantas con las herramientas de jardinero. Creí ver en su rostro cierta tranquilidad y relajación.

    —Juliett—Marcos me llamó. Me acerqué a él pero enseguida apartó la foto de mi campo de visión. Ese gesto me confundió.

    —¿Qué ocurre?—no entendía por qué mi compañero se comportaba así. Rubén y María levantaron las cabezas y miraron a Marcos.

    —Es el amigo del sospechoso el dueño de este paquete—dijo sujetando fuertemente la foto.

    —Es evidente. No entiendo por qué me lo dices.

    —Porqué quizá han pasado algunos años pero posiblemente lo reconozcas—al voltear la foto todos mis demonios internos salieron a flote. Sentí como el aire se había parado a mí alrededor y las piernas me fallaban. Rubén y María vieron la foto y después me miraron a mí.

    El sospechoso estaba mirando la cámara felizmente y unos brazos fuertes le sujetaban el cuello. El dueño de todas estas cartas y de las fotos también sonreía a la cámara pero a pesar de los años y de los posibles arreglos, lo reconocí. Sí, era el mismo hombre que se llevó a mi amigo de la infancia y lo mató.

    Y ahí todas las piezas empezaron a encajar: el sospecho fue internado en aquel sitio; allí estaba él, el hombre de mis pesadillas; ambos se hicieron amigos y probablemente el demonio de mi infancia lo acogiera como pupilo. Seguramente desarrollaría con él una relación de apego mutuo y lo atraería a su locura homicida para que en el momento decisivo despertara su lado sádico y siguiera con su obra, una obra empezada veinticinco años atrás con mi amigo. Sin embargo, el pobre diablo estaría carcomido por el acto tan terrible que había cometido y por eso había decidido poner punto y final a su vida. Seguramente su maestro ya estaría fuera del país, esperando siempre había hecho.

    Solté todas las cartas y me empezó a dar vueltas la cabeza. Los gritos de mis compañeros alrededor eran susurros. Aun así me tapé los oídos. Me apoyé en la cómoda pero poco a poco noté que desfallecía. Todo me daba vueltas: el piso, mis compañeros, los agentes de policía, todo.

    Lo último que vi fue de nuevo aquel rostro perfilado por la luna, blanco y carismático que me llamaba y me atraía hasta que finalmente cerré los ojos y caí rendida ante mis compañeros.

    Mi lado tierno e infantil había muerto para siempre.
     
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