El armiño y el charco de lodo.

Tema en 'Relatos' iniciado por Cygnus, 1 Mayo 2011.

  1.  
    Cygnus

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    Escritor
    Título:
    El armiño y el charco de lodo.
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    2181
    Bueno, no soy muy asiduo a andar escribiendo cuentos, prefiero relatos de mayor extensión para poder hacer un mejor desarrollo de los personajes y circunstancias, pero como es lo primero que voy a publicar acá, empecemos con algo corto para ver qué tan buena recepción se tiene en cuanto a comentarios...
    Sin más, aquí les dejo este pequeño One-Shot, entendible y ameno (al menos hasta donde yo creo).


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    Había una vez, dentro de las magnas y vastas profundidades de un helado bosque europeo, cierta comunidad de extraordinarios animales.
    Compartían juntos los viejos robles y los pomposos abetos, así como a la figura escurridiza y juguetona de la Luna que se asoma entre las nubes de algodón. Eran de propiedad común el aire, la brisa que corría zumbando entre las gruesas ramas y el concierto que mañana tras mañana entonaban las paradisíacas avecillas. En apariencia, no habría nada que pudiera turbar el orden de dicha comunidad, que tan bien regulados tenían sus derechos, así como los valores mutuos que debían mostrar. Incluso, ante cualquier eventualidad, los animales de este bosque solían homogeneizarse en una sola entidad para potenciar su resistencia.
    —Son cosas básicas —comentaba en ocasiones el Gran Búho a los pequeños conejitos, recién integrados al inmenso ciclo de la vida—. Si nuestros antepasados pudieron sobrevivir, fue por la aguda alianza que existía entre ellos, y nosotros debemos forjar una similar. Está en ustedes, que conforman una nueva generación.
    Sus palabras no eran de humo. Dichos problemas aparecían, resurgiendo como el fénix de las cenizas cada cierto tiempo, cuando el Rey y sus súbditos paseaban por sus territorios para deleitar sus fatigadas almas con la recreación que proporciona el arte de la cacería.
    Y dio la casualidad que aquél era uno de esos días.

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    Uno o dos disparos, luego risas. Una maldición, quizá. El redoble de detonaciones. Risas sin igual.
    Pero llanto en el cervatillo, que acababa de perder la protección inefable de su madre.
    Los allegados al Rey lo felicitaron hipócritamente, colmándolo de honras por su excelsa puntería, mientras la tímida presa yacía oblicuamente en el suelo, jadeante aún, con los almendrados ojos bien brillantes, aun abiertos, tanto como la boca, mientras que entre sus costillas se deslizaban dos hilos de sangre viva. Su pequeña cría lloraba a su lado, incapaz de razonar que debía alejarse lo más pronto posible.
    —¡Qué horror! —comentaba una joven y grácil ardilla desde la rama más alta de un árbol próximo a la deplorable escena—. Mira que ha caído nuestra sublime compañera, de las asesinas manos del que los humanos proclaman rey. ¡Tanta tristeza me da perderla así, oh, mi buen amigo!
    El Armiño, a su lado, sacaba la lengua y agitaba la cabeza. Su parpadeo era constante.
    —¿Y qué podíamos hacer nosotros? —preguntaba con desdén a su compañerita—. Tenía que haberse resguardado, si hubiese sido prudente, y tener precauciones, toda vez que el Gran Búho nos dio la señal de que había humanos en nuestro territorio. ¡Vaya que hay criaturas insensatas!
    La joven ardilla se alejó dos pasos de él, para recalcar su desaprobación.
    —¿Crees que muere porque así lo deseó? Más insensato es el que, a sabiendas del peligro que corre, se expone voluntariamente.
    —Tendríamos la misma situación. ¡No podemos cuidarles las espaldas a todos! Cada quién es responsable de sus propios actos.
    —Pero somos una comunidad, todos unidos…
    —Y por esa misma solidaridad que mencionas es que el Gran Búho nos dio la señal.
    —¡Pero se trata de una vida! ¿No lo comprendes? ¡Vaya frialdad en tu corazón y en tu alma! —exclamó la Ardilla.
    A pesar de eso, frialdad no había en el Armiño. El ego y la vanidad generalmente no lo dejaba pensar correctamente. Estas desventajas de su espíritu pesaban sobre sus cualidades físicas. Gracias a ello, las galanuras con la Ardilla siempre quedaban en fracaso.

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    El Armiño sonrió levemente y agitó su blanco pelaje.
    —No soy frío de corazón. Soy todo un caballero, ¿no lo puedes ver? ¿Por qué tanto odio contra mí?
    Una bala perdida pasó silbando y rozó la rama en donde se encontraban los elocuentes animales. Había una terrible cacería justo abajo. La Ardilla se sobresaltó enseguida; a pesar de que sabía que ella no era una presa atractiva para los cazadores, no podía evitar nunca el susto.
    Por la fineza de su piel, el Armiño corría alto riesgo.
    —¡Mírame! —le gritaba el blanco mustélido entre la algarabía, aparentemente sin importarle las balas que pudieran traspasarlo—. ¡Mírame! ¿No te parezco una criatura galante? ¿No te enamoras de mi níveo pelaje invernal? ¿Acaso no crees que tengo los modales adecuados del más elegante de los machos?
    Pero la Ardilla volteaba su rostro a otro lado. A pesar de lo que sentía hacia él, su egolatría le causaba la mayor de las vergüenzas. ¿No pensaba en otra cosa que no fuera él?
    —Allá abajo morirá inevitablemente el cervatillo desamparado, cría de la presa del rey —acotó la sensible Ardilla con piedad—. Es una grandísima pena.
    —No morirá —declaró el Armiño súbitamente—, porque yo lo impediré.
    —¿Tú? ¿Un animalillo como tú, cómo podría?
    El Armiño se irguió sobre sus patas traseras.
    —Para demostrarte lo valiente y astuto que soy, me mostraré ante los cazadores y, como carnada, distraeré sus atenciones, mientras el pequeño cervatillo tiene la oportunidad de escapar del fuego.
    —¡No lo hagas! ¡Estás loco, no lo hagas!
    —¿Y por qué no? —le contestó—. Poseo la mayor de las valentías, que es la virtud más apreciada en los machos. ¡Y de esta manera, lograré conquistarte al fin…!
    La Ardilla agitó su cabeza con nerviosismo.
    —¡Podrías morir! ¿No lo comprendes? ¡Tu blanco pelaje es sumamente apreciado entre los hombres de caza! ¡No descansarán hasta darte muerte!
    El Armiño hizo el ademán de separar a su amiga del camino para poder pasar por la rama y bajar del árbol.
    —Parece como si no me conocieras. Sabes de sobra que soy el animal más astuto y con mayor sensatez del bosque. Además, ¿quién se me iguala en rapidez? Soy una criatura sumamente escurridiza. ¡No tienes por qué preocuparte por mí! Realizaré mi acto heroico, complaceré en aplacar tu pena y volveré a tu lado.
    La Ardilla se separó con desconfianza para dejarlo pasar. Era mucha la angustia que sentía por su gran amigo. ¿Cómo una ardilla tan tímida como ella podía decirle que también, muy en el fondo, lo amaba?

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    Sin más, se deslizó árbol abajo por el rugoso tronco, y cuando los perros ya correteaban al cándido cervatillo huérfano, se presentó ante las indolentes miradas de los hombres de poder, agitando su cola con entusiasmo, retozando como si tal cosa en la nieve casi derretida y en la tierra mojada, llamando su atención de un modo indescriptible.
    El Rey y varios de sus súbditos, enfundados en sus abrigos, quedaron atónitos de frente a tan espléndido y maravilloso animal. Su blancura los hechizó por completo.
    —¡So! —exclamó el monarca, calmando los ímpetus de su caballo—. Basta de perseguir a aquella miserable criatura. Un armiño se muestra dispuesto ante su rey, y a todas luces desea ser sacrificado para que su ostentosa piel tenga el alto privilegio de colgar de mis hombros. ¡Pues que así sea! ¡Ea, mis valientes, tras él!
    De uno de los ojos de la Ardilla vacilaba una lágrima. Desde su rama, lo presenciaba todo y sabía que su amigo no volvería más de su aventura.
    Pero el Armiño sonreía ante la bravura de los lebreles cobradores. ¿Esos dientes, esas garras, esos músculos debían intimidarlo? ¡No lo hacían en absoluto! La proeza de salvar al cervatillo ya estaba cumplida, y con esto, la supuesta admiración de la ardilla que cortejaba —sin saber que, por el contrario, se deshacía en pena—. Ahora, sólo le restaba escapar: lo más fácil y divertido.

    Al primer gañido del lebrel líder, el Armiño echó a correr por senderos conocidos. Iba riendo por dentro, pensando en el rezago de los canes, y se vanagloriaba de su rapidez. Asimismo, se imaginaba que la Ardilla contemplaba su espectacular escape desde la rama, con ojos desorbitados por la emoción. ¿Él, emocionarla? Era precisamente lo que siempre soñó.
    —Caerá rendida a mí —pensaba sin detenerse—. Y estará orgullosa de que su pareja, un valiente y bellísimo armiño de níveo pelaje, salvó de morir a una cría de ciervo desamparada.
    Mas de repente, al ir a toda velocidad por un húmedo camino de tierra y nieve, se vio rodeado por un inesperado charco de lodo de enormes magnitudes. El Armiño detuvo su carrera, dubitativo. ¿Hacia dónde correr?
    —¡Cruza el lodo, rápido! —le gritaba con energías la Ardilla desde la alta y lejana rama, pero a tal distancia y con las múltiples detonaciones, aquél no alcanzaba a percibir su tierna voz, que se transformaba en brisa.
    Los lebreles se aproximaban con espesa saliva entre sus fauces, salvando el camino que el Armiño les había ganado.
    —¡Lodo! Imposible, no podré cruzarlo. No, no a costa de ensuciar mi soberbio pelaje blanco como la nieve. ¡No puedo!
    Y por primera vez en su ociosa vida, las preocupaciones lo allanaron.
    —¡Corre! —gritaba la Ardilla, pero su voz no llegaba a su destino.
    No tenía escapatoria: estaba rodeado. Por el frente, lo acechaban los perros, mientras veía la figura del rey cabalgando tras ellos. A su alrededor, el charco de lodo se cernía a distancia. Sintió un repentino acorralamiento.
    —¡Buen trabajo, mis valientes súbditos! —les decía el Rey a sus mascotas—. ¡Han logrado acorralarlo! ¡Y está inmóvil! Será buena oportunidad para dispararle delgadas balas en su cabeza.
    Las patas del Armiño temblaban.
    —¡Primero muerto antes que ensuciar mi imagen! —exclamaba fuera de sí. Pero ya nada importaba.


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    ¡Bang! ¡Bang!, se escucharon un par de sutiles detonaciones en el bosque invernal. La muerte de un armiño la presenciaron además los allegados al Rey, sus perros y una noble animalita encaramada en un árbol.
    —Parece como si su misma soberbia le hubiera matado —comentaba el Rey—. Debieron haberlo visto. Tan orgulloso, que no quiso manchar su pelaje con el fango y prefirió morir. ¿No es una curiosa comparación con la vida de las personas?
    El más sabio de sus vasallos le contestó.
    —Nunca debemos apegarnos a las cosas materiales de tal manera que las sobrepongamos a nuestra propia vida, o a lo que realmente importa. La imagen y la integridad con el tiempo podrá limpiarse y arreglarse, ¿pero quién nos devolverá de la muerte?


    Allá a la lejanía, el bosque entero presenció la violenta captura del cervatillo desamparado. El pobre caía en una trampa tendida entre la nieve, y mientras sus patas se hallaban presas de las espinas, los humanos le dieron muerte con sus negras escopetas. No había más para el pequeño.
    La muerte del Armiño, al final, había resultado en vano y terriblemente penosa.


    Cuando el Rey y su pequeño séquito volvían con rumbo a la comarca nuevamente, les llenó de extrañeza presenciar cómo un pequeño animalito se lanzaba desde lo más alto de un árbol sobre las agudísimas rocas del terreno.


    FIN
     
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  2.  
    Erzabeth

    Erzabeth Fanático

    Tauro
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    Zoos, esta bonito, usted tiene una gran capacidad de imaginación, y un gran conocimiento de la literatura.
    espero leer mas historias de usted
     

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