Otro El "Aleph"

Tema en 'Relatos' iniciado por Alma Perdida, 26 Mayo 2023.

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    Alma Perdida

    Alma Perdida Entusiasta

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    Escritor
    Título:
    El "Aleph"
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    6760
    Relato mafufo que escribí después de descubrir el Aleph. Es de mis primeros cuentos, pero me gusta mucho y quiero compartirlo. ¡Gracias por leer! <3



    "Cambiará el universo, pero yo no, pensé con melancólica vanidad, alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación”.

    Posición 8, 1 por ciento de lectura.


    El Kinddle descansaba sobre el escritorio y en él se leía la extensísima descripción de Bea a través de ojos distantes, tanto que el recuerdo de su recuerdo venía a mí por el fugaz cuadro de Beatriz en esto o en aquello, con tal y cual, con antifaz o sonriendo de frente; pero siempre sin él, siempre. Llevaba ya una extensa lectura de la obra, tanto que los pasajes rebotaban contra mi cráneo y su sentencia retumbaba en mis oídos. Pensaba en Dante y su larga travesía, su Bea, y su extensa y por momentos tediosa labor de narrar lo que iba narrando; Beatriz ha muerto, incluso aquí. Luego lo olvidaba y volvía a mí la singular imagen del punto de fuga de toda perspectiva, aquel primer símbolo que marcó el inicio de un todo, del mío tal vez; no lo sabía. Me volvía y revolvía en mi destartalada silla, revolvía mis cabellos e innegablemente me sabía más lejos del principio y del fin.

    Curioso es que yo también narro lo que narro, sabiendo, claro, que puedo optar por eludir las palabras y enmudecer; no bastando el silencio impuesto que inherentemente se romperá. Así decidí que narraré lo que tengo que narrar, con mi torpeza innata y mi redundancia musical. Lo peor de todo es que ni soy musico, ni soy torpe, pero mis palabras juegan ajenas a mí y hacen como quien tiene voluntad propia, tanta más que yo, que con timidez admito que no sé nada; ni siquiera escribir.

    Viene, pues, el rimbombante simplón (no por eso menos erudito) de Carlos Argentino, el otro yo más yo que haya visto a hoy día, y me cuenta y recuenta que ya todo se ha dicho y escrito, que lo que hoy se plasme, ayer ya lo fue recitado con otras palabras; y que lo recitado no es sino meras interpretaciones de cantos guturales y alaridos que yo jamás podría intentar entender. Se mofa de su basta erudición, encierra para sí el triste símbolo que no terminó de entender, y vuelve y revuelve sus estéticas y arrogantes muestras de poesía. Aparece Borges, que estuvo siempre ahí, jugando a dos bandos, escondido, entretejiendo una enredadera que solo él puede entender, enredadera que sé es más mía que suya porque el suyo es suyo y jamás podré vestir su carne y pensar lo que pensaba.

    Voy y vengo entre tanta referencia que ya no sé en donde estoy, hay imágenes abstractas, tanto que no puedo siquiera intentar yo darles vida. Pero entre la invocación del hombre moderno (aclarando que tal término me resulta insultante, excluyente y con creces demasiado ambicioso); y el claro privilegio de quienes pueden hablar, la noche se expande a mis confines y visto las runas del invocador.

    Aquí y ahora, invoco yo al hombre que se denomina así mismo hombre (sin importar que sea o no moderno, obviando la necesidad de cuestionar qué modernidad): lo evoco en el medio de todo, como los que se llamaron humanistas, vistiendo la sangre y huesos de las despojadas (almas) que esclavizaron, en una ciudad de renombre y prestigio, digna de su primer mundo, que dista tanto o más que estas palabras de la periferia, provisto y aferrado de su tan preciado poder, en sus tribunales y palacios, enclaustrado en la biblioteca, o al resguardo de sus monopolios; dictando con látigo en mano la narrativa de nuestra existencia. Ahí lo invoco y ahí se difumina, se malogra en el aire y vuelve nada. Es lo malo de hacerlo como yo lo hago, que se malhace.

    Llevo toda la noche abordando el cuento, empiezo a sospechar que no logaré sacarle palabra. Siempre supe que no tenía madera de interrogador, porque soy más receptivo que inquisitivo; pero aquella noche quería ponerlo a contraluz. Algo tenía que sacarle, lo que fuera, algo más allá de estas patéticas palabras. Borges enmudecía y mis pensamientos eran consumidos por los suyos, los que creía suyos. Me maldije y maldije ser de esos que no dan respuestas, pero que siempre preguntan hasta el cansancio, hasta que no quede perspectiva sin contemplar.

    Entonces cerré los ojos y fue cuando pasó. En un principio creí haber caído yo en la completa locura, que no me extrañaría (tenía esas tendencias), para después corroborar que había una voz, tenue y frágil, casi inaudible, que se expandía en la estancia y se perdía en el aire. La luz se perdió en el cuarto, que vistió una espesa oscuridad, y por faro tenía, muy a lo lejos, el pequeño Kinddle. Lo escuché susurrar el mismo susurro que me llevó ahí, caminé y caminé para alcanzarlo, pero cada paso parecía alejarme más. Antes de que pudiera hacer conciencia del miedo que me empezaba a invadir, el susurro llegó a mí, como tenue caricia a la mejilla, que se deformó en un alarido declamado a quemarropa: termínalo.

    Así caían los dedos contra las teclas, uno después de otro, casi rítmico, entonando el pobre intento de un Aleph. Frente a mí ojos aquel monitor que bien lucía y exponía lo que hilaba la pobre computadora (pobre porque la 1050 ya se quería jubilar), vistiendo una pretenciosa torre luminiscente; en sus bocinas se disfrutaban los ritmos improvisados de un frenético piano; piano que fue interrumpido por un golpe seco.

    Llovió un reflector en mi espacio y otro más a escasos palmos; lo demás era un abismo. Lo vi, tan claro como se ven las piedras en el arroyo, tan nítido que parecía real, casi palpable; vi la mirada nublada y los pasos suavizados por un bastón nudoso, vi el meticuloso peinado hacia atrás, luciendo un gaseoso pelo cano. Tenía en su rostro una media sonrisa, inclinada ligeramente a la derecha, que no ocultaba su melancólica arrogancia y que reflejaba su soledad; seguramente pensaba en Beatriz, como hacía siempre que olvidaba olvidar. El hombre tenía un porte innato, de ese que se necesita ser reflexivo para admirar, que se expandía a la instancia y chocaba conmigo. Vestía un modesto traje y ladeaba sutilmente la cabeza, queriendo devorar la máxima información posible.

    En un abrir y cerrar de ojos volví frente al ordenador, miré instintivamente a mi izquierda y ahogué una maldición (que vociferé como un “¡no mames!”): aquel hombre descansaba recargado en la pared, ajeno a mi presencia, como si devorase cada pisca de realidad que le compartía. Volvió el rostro hacia mí y sus lunas me admiraron. Sabía que no podía verme, eso pensaba, pero al cruzarse nuestras miradas la mía encalló en su espesa blancura. Él veía todo y en ese todo estaba yo. Giró con inquietud la cabeza, como si apenas hiciese conciencia de su invasión, y luego volvió con calma a mí; parecía querer decir algo, se resignaba el deseo, y caía de nuevo en su hechizo.

    ¿Qué es eso que suena?, me preguntó con lejanía, sabiendo lo que le iba a decir. Es el teclado, estoy escribiendo; mis palabras eran mudas y yo me sentía sumergido en un abismo, él me escuchaba a través de las letras. Se mofó, no imaginé yo que así sonarían los “teclados”; exclamó con elegante ironía. Sé que analizó la construcción de la palabra y que de ahí derivó en tantas cosas que apenas recuerdo y quiero recordar; su debraye era de tal intimidad que no entendía pisca de lo que citaba y conjeturaba; nulo mi entendimiento, caí víctima de su soltura y poesía al relatar lo que relataba: era sublime.

    Relátame lo que tu vista contempla, así como tú bien lo harías, y déjame ser fragmento inocuo de tu pintoresco cuadro, me dijo en confidencia. El punto de fuga amenazaba con precipitarse, cuando la imagen insistente de Beatriz vino ante mí. Cierto, Beatriz ha muerto; las teclas seguían sonando y Borges se dispersaba en sí. ¿Qué Beatriz? La interrogante se clavó en mí con profundidad.



    Bea, sublime Bea,

    se ha ido y ya no volverá;

    Bea, radiante dulzura,

    hechizante andar;

    Bea, mi locura,

    que ignora mi pesar.


    No veo, no lo veo y no lo veré. También estoy ciego, Borges; hoy día, en el que la máquina de escribir es una herramienta más, empolvada por muchos; todos estamos ciegos. Todos. Sé que puede ser muy severa o radical la analogía, y en nada quiero o pretendo minimizar/invisibilizar la realidad de las personas que padecen ceguera (de la manera en que lo hagan), es otro tipo de ceguera, una más figurativa y de pensamiento. Ciegos todos (y me sigo limitando con el lenguaje), podríamos mirarlo una eternidad y nada veríamos, porque empeñados estamos en ver lo que se quiere ver y lo que han querido que veamos, lo que ya no queremos ver; así olvidado tenemos lo que se podría ver. Ciegos todos, yo cierro los ojos y la veo, Borges, veo a Beatriz Helena como nunca la he visto; ella me ve con distante frialdad, por sobre el hombro.

    Lo sabe, sabe que estoy ciego, que no la veo a ella, que nunca lo he hecho, que no sé cómo hacerlo, que no sé si quiero hacerlo, que vivo atado a una realidad que jamás cuestioné; que vivo atado al ideal que adopté…


    Bea, dulce Bea,

    se ha ido y ya no volverá.



    Él me mira con pacifica diversión, no dice nada de mi llanto y los espasmos que por momentos me asaltan; se pierde en el suyo y me deja aquí, solo, en el abismo. Tú no conociste a Beatriz Helena.


    No puedo dar credibilidad a mis palabras, no sé cómo podría, intuyo hace mucho caí en locura; caí, eso seguro, pero dudo de mis dudas y no sé qué creer. Así admiré a Borges implotar con la suavidad de un pétalo que, melancólico, se desprende y huye siguiendo la marea cambiante del viento, que no sé es destino o augurio, inerte e incapaz de saberse con vida; se deformó en un microcosmos que me llamaba e invitaba a no perderlo de vista. Creí haberlo encontrado, ahí, en una nada absoluta que yo parecía no temer, donde el mayor sonido era la muestra máxima de mudez; allá donde mis ojos no veían, no más de lo que ya hacen ahora, porque no están hechos para ver lo que no pueden ver, como las palabras, más mías que universales (y más humanas que nada), que ven su limitante al encontrar lo que no se ha encontrado.


    Siempre lo he sabido: soy un farsante.


    Cambiará el universo, pero mis palabras no mudarán la piel, pensé con melancólica resignación; alguna vez, yo sé, mi ignorancia la había cautivado; muerta podía yo encadenarme a la memoria de su memoria, sin chispa, pero también sin reclamación.


    Inesperadamente la vi, vi a Beatriz Helena, de carne y hueso, a escasos centímetros de mis narices; y nos vi sentados en un húmedo parque (no recuerdo el nombre, pero sí los venados jugando al alrededor), con la mañana a medio florecer y respirando el frescor matutino; el negro de sus ojos chispeaba y se perdía en su embriagante sonrisa (él o yo, no lo sé), vi su piel morena y en ella vi nacer los primeros árboles, vi los ríos caudalosos correr y caer en las aguas, navegando superficies, vi al vacío perderse en el largo de su cabello y expandirse más allá del horizonte. El Aleph en su mirar me quebraba el aliento; lo encontré, pensé con modesta emoción, lo encontré; no comprendí yo lo que frente a mí se erigía.


    A un dios vi a los ojos, a todes, y ella me miró de vuelta; pronuncié la primera palabra, el primer eslabón de una realidad, realidad que sé es exclusivamente humana, vistiendo sus tantas formas y sonidos, vi el abecedario de abecedarios, el primer símbolo, maldito o bendito (ya lo no sé), que inevitablemente me trajo a este foco; desconozco si todo empezó para traerme yo aquí o si esto es el primer trazo en un papel; veo y veo que no hay principio, ni fin, menos aquí, donde veo lo que veo y no corre el tiempo… o puede que lo haga, pero aquí soy uno con su naturaleza y no lo veo, no lo siento, no lo razono; yo soy el tiempo mismo.

    Un día le dijeron a Beatriz cómo se supone debía ser, esto me lo contó en confidencia (yo le sugerí que no se lo guardara); me dijo que le dijeron debía quedarse en casa, a cuidar del hogar y los niños (que no lo eran), que debía ser sumisa y obediente, servir al hombre; ser púdica, santa, pura, un maldito ideal sin fundamentos; le dijeron que cerrara la boca y no la abriera si no se le pedía hablar, que, contrario, asintiera con la cabeza, que no preguntase, que no se moviera; que jamás opacase su perfecta sonrisa.

    Nunca he sido de los que leen con facilidad a las personas, no puedo siquiera entenderme a mí (cómo podría); pero no fue difícil llegar a la conclusión: Beatriz Helena era como yo, una paria.

    A mí me dijeron que debía ser hombre muy hombre, macho, ese que se piensa en el centro del universo, que tiene un ego podrido, ese que dice no siente; hombre que sabe, que dice saber; hombre fuerte, viril; hombre de mente cuadrada y cerrada (porque qué escandala ver lo que nuestras pobres mentes no pueden concebir); hombre violento, obsesionado con el poder y el control, el dominio, con mantenerlo, celarlo; hombre que se dice alfa y jugador, que las quiere todas, y las quiere vírgenes y santísimas, orgulloso de sus canas al aire; hombre que se dice hombre, que no sabe lo que significa serlo, que lo es en apariencia o ignorancia; hombre que se sabe frustrado con la vida por ser eso: hombre.

    No olvidaré nunca el día de tu muerte, aquel sábado en el que, tras meses de desaparecida, te aventaron en una carretera: violada, mutilada y muerta. Amaba tu fuego, la voz resonante que no temía alzarse; el refugio caluroso, el amor; amabas tanto que me hacías amar con solo sentirte cerca.

    Beatriz, te mataron por no ser lo que te dijeron debías ser; yo me intenté suicidar por lo mismo. Me parte el alma pensar que a ti te callaron sin más, la revoltosa que se lo buscó; de mi dirían que siempre fui raro, que fue el estrés; pero, Beatriz, a ti te mataron por no callarte, yo me iba a matar por no poderlo llorar, por no saber cómo hacerlo. Y el problema, según dicen, es nuestro: por no entender nuestro lugar… Beatriz, oh, Beatriz, si tan solo pudiera yo saber lo que pensarías de esto; yo no puedo pensar, no sé cómo pensar; jamás lo aprendí.

    ¿Qué puedo hacer yo?; yo que no tengo voz, que jamás aprendí a relatar y memorar; yo que me pierdo en la locura de mis palabras y no encuentro sentido, ni hilo. Aquí gobierna el caos, la incertidumbre, la necesidad de sobrevivir; gobierna todo menos la certeza; no hay control, ni verdad. Beatriz es mi mentira más grande y yo… yo soy el delirio zumbante que no se contiene.

    Admiro el tiempo congelado, las líneas de pensamientos que se desprenden y llevan todo a donde no irán; ahí está Beatriz y ahí estoy yo, lo que podría ser, lo que me dije era; pero yo, aquí, no soy nada, un frágil ideal que se desmorona con cada palabra. ¿Cómo pude olvidarlo? Nunca existimos más allá del papel; yo no tengo nombre, Beatriz no tiene rostro; somos el espectro de una historia que jamás se contó, que jamás se escribió y que ahora, al borde de la realidad, demanda un cierre.

    Beatriz me tocó con ternura, yo volví en mí, el parque estaba como debía estar; los venados eran una gran escalera al subterráneo. Beatriz me regaló la mirada más dulce jamás concebida, de sus labios se desprendían palabras que yo no alcancé a ver, ni siquiera escuchar, y me hacía dudar, así como siempre he hecho; sus caricias me fueron insensibles, como si el rostro que tocara no fuese el mío, como si los oídos a los que susurrara fuesen otro par; no entendía, cómo podría yo hacerlo. Beatriz me hablaba y mientras lo hacía se difuminaba; ella jamás estuvo aquí, yo tampoco.

    Lo real es de cristal, se quiebra, está destinado a romperse o mutar en algo que dejará de ser lo que es. El cambio es inmutable, es la única certeza que la vida nos da; mas no avisa, ni prepara, el cambio se da como un salto de fe (cuando no es cortejado por una bala). Yo salté y la realidad frente a mí se fragmentó. Beatriz se quebró y con ella también lo hizo mi aliento, el triste intento de paisaje que nos rodeaba se rompió; así nos volvimos lluvia de cristal, casi polvo, que se precipitó contra los restos de mi narrativa.

    De aquella noche no recuerdo casi nada, más hablando del inicio, no sé siquiera si alguna vez comenzó. Llovía como pocas veces había visto llover y llevaba así ya semana y media; parecía diluvio. Las calles encarnaban pequeños riachuelos de aguas más negras que nada, fétidas, con cadáveres de roedores flotando en ellas; eran de fuertes corrientes, hacían las piernas tambalearse y ya no extrañaba que algunos rufianes sacaran su agosto de la situación. Yo veía la lluvia caer desde mi ventana, al resguardo del manto nocturno y su frialdad; caía de manera revoltosa, sin seguir patrones, y cada tanto escuchaba el repiquetear de las gotas al romperse contra el cristal. Me encontraba sentado en una vieja silla de oficio, último regalo de Fernando, encarando la patética redacción del Aleph; ni siquiera recuerdo lo que era.

    Mi cuarto estaba ubicado en un segundo piso, la renta era barata, y para ingresar a él era necesario cruzar el portón, un placido jardín floreado, la sala común y, finalmente, doblar en u y encarar el pasillo que se desvía en unas destartaladas escaleras que aguardan a la derecha. Es necesario subirlas, recorrer el descanso y volverse a la izquierda; el otro cuarto estaba abandonado. Ahí se podía uno encontrar con la blanca puerta que me refugiaba del mundo y, siendo tan honesto como puedo serlo, a él de mí.

    Llovieron golpes sobre la puerta y una pisca de miedo me embriagó. Antes de poder hacer algo, siquiera pensarlo, salió disparada y ahí, donde antes había una barrera, un hombre en penumbras amenazó con entrar. Yo lo sabía, debí saberlo, que detrás de él debía haber toda una estructura; a sus espaldas nos esperaban la noche y la incesante lluvia, era lo único que habitaba aquí.

    —Está muerta —anunció Fernando al cruzar la entrada, volvió a hablar antes de que pudiese emitir sonido alguno, dejando tras de sí los restos de lluvia que escurrían de él—, la mataron. ¿Puedes creerlo?, mataron a Beatriz; que por ser muy rebelde. Maldita humanidad podrida; quiero decir, es cierto que no la conocí, ¿quién realmente la conoció?, pero lo que le hicieron…, y además vuelta un maldito objeto, otro símbolo y discurso político más… estamos enfermos; de verdad que estamos podridos.

    Se veía tan ansioso como aquellos días en los que no podía dejar de pensar, sentí pena por él; sabía que no debía, por más que me estrujara el corazón (él siempre sabía sacar provecho de ello), pero su inexpresivo rostro y su mirada nublada me partían en dos. Fernando llevaba tanto tiempo ciego que empezó a creer que la ceguera era lo único real. Caminaba en círculos en la pequeña estancia, murmurando un sinfín de sinsentidos y trazando en el aire algo que únicamente él podía ver.

    —¡Lo tengo, Poeta! ¡lo tengo! —exclamó repentinamente; el piso ya empezaba a ser una piscina— ¡Tienes que terminarlo! Tienes que ser tú, no tengo dudas al respecto; yo no puedo, ¿cómo podría? —Fernando se arrodilló sobre su charco de agua y colocó una mano sobre mi hombro; sus ojos se encendían y me mostraban lo que no alcanzaba a ver—. Lo intenté, de verdad lo intenté, pero mis palabras están malditas, llegan siempre a un único destino. Y no quiero ir ahí, no más, Beatriz no merece que mis palabras la terminen de enterrar.

    —No lo sé, Fernando, sabes que escribir no es lo mío.

    No era mentira, incluso si ahora dejo caer estas palabras e intento darle un sentido a eso que Fernando me demandó una noche de lluvia que no vio su fin; todavía escucho el cantar de las cristalinas gotas cuando cierro los ojos. Lo cierto es que escribo como cualquiera puede hacerlo, con miedo y pena, temeroso de que alguien despierte y vea la mentira más grande de mi relato, la verdad más verdad, lo que Fernando teme aceptar; escribo porque no encuentro otra forma de retratar esto que hay aquí, esto que no encuentra hogar allá fuera; escribo por inercia, pasando de mi más profunda melancolía al colérico aliento que no suspiré.

    No lo entendía, pero Beatriz había muerto; la noticia me caló hasta los huesos y me llenó una cálida tristeza. Buen viaje, Beatriz, sé que allá donde vas te espera algo mejor que este podrido mundo.

    —Poeta, ¿qué es escribir? —me decía Fernando con exaltación, su mirada amenazaba incendio—, ¿qué es sino otra manera de darle un sentido a todo? Y sentidos hay muchos, lo sabes mejor que nadie; leemos con los oídos, con la lengua; leemos con el cuerpo y el alma. Y también así escribimos; ignorantes, claro, no hay quien no ignore; con miedo o arrogancia —su discurso amenazaba con volverse un triste monologo—. Escribimos de las entrañas para afuera, porque toda palabra que salga únicamente de la garganta, condenada está a perderse en lo que es: ruido. Y, así de severo como soy, sé que el ruido puede ser más que eso, depende de las palabras. Ya te lo digo yo: ¿qué es escribir, Poeta? ¿Dejar huella? ¿Hacer Historia? Si las historias se viven y luego se cuentan; o se cuentan mientras se viven, sino no serían historias, ¿no crees?, ¿no lo crees, Poeta? Estamos donde estamos y escribimos lo que escribimos, como se quiere y puede, de lo que nos acontezca, en confidencia; que el Mundo juzgue como quiera, lo que importa es estar en paz con uno mismo, ¿verdad, poeta?

    —Ya no lo sé —le confesé perdido en mi interior, odiaba cuando me cautivaba con su elocuencia—, no sé quién es tinta y quién pluma; perdido está el papel, el lienzo. Veo las palabras, pierden su significado y trascendencia, y ellas me ven de vuelta: ¿qué soy yo? ¿qué soy? No puedo saberlo, Fernando; no quiero saberlo. Mi mundo no existe, no más allá de las pobres hectáreas que piadosamente se me han prestado, y ahora vienes ante mí, en caudalosa noche, a robar mis palabras y aliento. Lamento lo de Beatriz, sin saber siquiera por qué, pero lo lamento —lo miré con preocupación y le pregunté lo que me tenía inquieto desde su arribo—. Fernando, tú no la conociste; ¿por qué hacer todo esto?, ¿tanta es tu obsesión con las estrellas, que harás lo imposible por el brillo de una?

    —No lo entenderías, Poeta, ¿cómo podrías? —Fernando se recostó en la cama y de sus ropas sacó un cigarro—. Es justo como dices, tan encerrado en tu mundo, nuestro o ajeno, ya no me importa, que el barullo de la existencia no llega hasta acá. No sabes nada, ¿cómo podrías saberlo? Tu mejor virtud es apropiarte de mis pensamientos y hacerte bolas con ellos. No conoces el dolor, Poeta, ni la incertidumbre, el miedo; no conoces la ignorancia que nos sentencia, el saber que nos ata; no conoces el amor ferviente, la felicidad taciturna —Fernando encendió el tabaco y se dio unos momentos para dar la primera fumada y seguir hablando; fuera la lluvia arreciaba—. No sabes nada, Poeta, eres como yo: un pobre delirio que quiso explicar todo. Pero ya te lo digo, hay una Deidad, allá, en algún lado, a lo mejor también se cree poeta, que sentencia nuestro relato y nos hace ser cómo somos.

    Yo me reí.

    —Y cualquier giro argumental será una aportación más a la trama… tiene sentido. Pero, Fernando, si es así como tú dices, ¿qué nos asegura sea un Dios que le interese nuestro relato? Que sepa, tan siquiera, narrarlo. A lo mejor apresura los finales, a lo mejor no sigue un hilo, a lo mejor somos meras palabras al aire que, desesperadas, buscamos dar un sentido en esto que hemos nombrado existir; a lo mejor ni siquiera existimos, ni las palabras mismas, a lo mejor somos el pensamiento más abstracto que una pobre ameba puede tener.

    Fernando suspiró y apresuró el cigarro, había decidido hacer lo que mejor sabía hacer: ignorar mis palabras. Conectó su viejo celular a mis bocinas y antes de que yo pudiera chistar, la estancia fue invadida por un caribeño jazz. Bailó un poco y me invitó a bailar, así que bailamos con la lluvia como única compañía; de su boca se clamaron tristes baladas a Beatriz, yo le cedí el primer trago a la Tierra. Antes de darnos cuenta, habíamos montado una fiesta privada en mi destartalado cuarto de alquiler.

    Me sentí mal, Beatriz merecía justicia, algo más que esto; pero no la conocimos y yo ya estoy cansado de las falsas idealizaciones, incluso si mi mundo es enteramente un ideal. Lo sé, así como sé que mi saber es un anhelo, que llegará un día en el que podamos leer el trasfondo, lo que no hemos querido encarar; llegará ese día en el que la lluvia cese y nuestras voces vuelvan a ser escuchadas.

    Nuestro festival no terminó hasta que un rayo partió la tierra y reclamó la luz para sí: no tenía velas, ni encendedores, y el celular ya no tenía batería. Entorpecidos por el alcohol, rápidamente cedimos al sueño y nos perdimos en él.

    Delirios he tenido muchos, soy un hombre de bastos universos internos; hace mucho creí vivir en una realidad que no era la mía, antes de eso creí estar muerto y encarnar el infierno, y antes creí que yo era la pluma de un destino. Vi a Fernando roncar sobre la cama, apenas iluminado por una amena Luna. No sé qué de todo fue, ya no me sentía adulterado por el alcohol, los vagos fragmentos de mi cuento me eran ajenos; parecía todo tan irreal, tal vez lo era; cerré los ojos, los desenmascaré. Entonces lo vi, a escasos centímetros del rostro perdido de Fernando, opacando al faro nocturno por excelencia.

    Dispensen, ahora, mi torpeza, falta de poesía y estrechez de palabras; lo que ahora relataré ocurrió todo en simultaneo, abarcando tanto más que lo que este pobre diablo puede abrazar, y duró una eternidad; eternidad que no sé yo cuándo empezó y cuando acabó. Dudo de mí, siempre lo hago, y la extraña idea de no haber salido de ahí me atormenta; puede que haya visto esto, mis pobres palabras, que sea lo único que vea, o puede que esto no exista y sean frágiles delirios de un soñador; y yo ya no sé qué soy, ni siquiera soñante.

    Todo lenguaje es una abstracción de un universo interior que busca expandirse a universos ajenos y retratar una realidad conjunta; un ambicioso proyecto que busca levantar un universo universal, partiendo de un entendimiento mutuo del interno; es, en todo caso, el primer tratado, el primer contrato.

    Llegados a este punto, he olvidado mi encomienda y obsesión; mi búsqueda. Si los dioses existen, me juegan una mala broma al traerme ante él, ahí, donde no corre el tiempo y bien saben que puedo perderme en mí. Ya lo dijo alguien, no recuerdo quién, la imposibilidad al querer relatar lo que acontece en simultaneo, sin seguir las reglas de nuestras narrativas, todo admirado desde un único punto, sin deformarse o superponerse.

    La luna velaba la lluvia y de ella se desprendió una triste gota, tan resplandeciente como un astro que se cae del infinito; detuvo su caída en medio de la noche y se quedó ahí, suspendida en un fulgor impenetrable que sentí me quemaría los ojos. Al principio creí me abducirían, porque susurraba algo, después caí en cuenta que en su interior corrían un sinfín de paisajes y escenas, sensaciones, sabores, ideas, olores, sonidos, silencios, pensamientos, premoniciones, delirios, conexiones; en su interior nadaba todo lo que podía nadar, incluido yo. Antes de poder razonarlo, todo se expandió alrededor de mí, frente a mis ojos, dentro de ellos, lo mismo que mi piel; navegaba las corrientes del Aleph dentro de él y de mí. Era como estar en un vacío en el que todo convergía y corría, un océano esférico que en su interior guardaba el infinito mismo, y yo lo veía y sentía correr en todas partes.

    Me vino el sabor de todos los sabores, agrio y dulce, amargo, fétido, probé la sangre de los extintos, su carne cruda, probé fuego y lava, probé venenos, de todas consistencias y variedades, y la primera traición, bebí de labios húmedos y pieles acaloradas, comí del primer fruto y admiré no hubo paraíso (no lo hay), devoré la gloria y en ella vi a Beatriz como siempre ha sido, sin rostro, saboreé la vida que se extinguió al desembarcar occidente, ingerí un alucinógeno que me llevó al Aleph dentro del Aleph, comí verdad y me supo rancia, no era autentica, comí divinidad y me probé a mí, ni acida, ni muy dulce, un poco amarga y definitivamente salada, compartí el primer banquete, me empiné el primer vino y el primer pulque, probé la mayor mentira y me la tragué, comí pulgas, probé la peste, una sopa de murciélagos, bebí el agua de los inicios y me cuestioné qué es lo que tomo hoy día, vomité petróleo y me ahogué en él, ingerí radiación y el sabor ácido se impregnó en mi paladar, degusté muerte y todo me supo de otra manera, probé tanto que, en algún momento, dejé de distinguir los sabores, porque ya lo había probado todo y el sabor de todo, tristemente, no sabe a nada; sentí una caricia deslizarse por mi espalda, el primer escalofrío, sentí infiernos bajo mis pasos, un fuego tan caluroso como gélido, sentí frío sin perdón y extrañé mi pelaje, sentí la calidez, sentí lo espeso, sentí el agua correr sobre mí, sentí la tierra mojada bajo mis pies, era un océano de sangre, sentí al viento besarme, sentí la primera puñalada y morí desangrado, sentí la dureza de mi piel, su fragilidad, sentí mis piernas romperse de tanto andar, sentí mi cabeza saturarse de tanto razonamiento, sentí las lágrimas recorrer mi piel, sentí hambre y sed, sentí la muerte encaminar mis pasos, sentí mi estomago explotar, secarse, sentí mi corazón dejar de bombear sangre, sentí mis oídos romperse de tanto ruido, sentí mis ojos marchitarse, sentí manos insensibles tocarme, sentí una caricia bañada en amor, sentí la arena reclamarme, sentí un vacío donde nada se sentía, ahí, en el Aleph, sentí los labios de Beatriz y comprendí que el insensible era yo; Olí la naturalidad de la Tierra antes de que los humanos la habitaran, respiré la nada y casi me ahogué en ella, olí infinitos perfumes de flores silvestres, olí sales, dulces y muertas, olí lo que queda cuando se pudre la vida, olí una atmosfera limpia, ajena al humano, respiré el aire vespertino de la Ciudad de México, sentí náuseas, olí masas juntas en una estrecha superficie, humanos en latas de sardinas, olí la vida a través de una mascarilla, olí sangre, olí manjar exquisito, olí praderas y bosques en noches lluviosas, olí el tiempo a través de un libro, olí millones de motores, olí cuerpos hediondos y masacrados, lo que queda tras una fatídica guerra, olí radioactividad, olí el amor de una cena familiar, olí el perfume de Beatriz y suspiré, era el olor más embriagante de la existencia, olí lluvias sin fin y tierras nadando en llamas, olí una guayaba y vomité, olí y olí que, en algún punto, olvidé que podía oler, dejé de siquiera intentarlo, olí el olor del universo; escuché el primer canto, la primera poesía, escuché la primera palabra y no la entendí, lo mismo me pasó con la última, escuché a todos los animales hablar y yo hablé con ellos, escuché el latido de la Tierra, de la vida y la existencia, mi latido se sincronizó con los suyos, escuché a la Luna cantar un dueto con el Océano, balada sin fin que me cautiva, escuché al Sol bostezar, aburrido de otro ciclo más, escuché el primer ruido, una explosión, escuché armonías antes de que conocieran ese nombre, escuché la respiración de los árboles, escuché la energía recorrer las calles, escuché a una poeta nocturna, sus versos jamás dejarán de resonar en mí, escuché un grito, escuché maldiciones y reclamos, escuché voces silenciadas, escuché discursos vacíos, escuché cantar a Beatriz e irremediablemente caí enamorado, la escuché protestar y escuché arder el fuego que no se podrá apagar, escuché el silencio que queda cuando todo se va, escuché los llantos en el armario, escuché las barbaridades que decía la televisión, escuché una lluvia de balas, escuché un corno francés y el cielo se partió, escuché al Nuevo Mundo bailar y llorar, escuché la patética estrofa del capital, escuché a la tinta rasgar el papel, escuché el silencio cómplice de la humanidad, escuché la vida a través de unos auriculares, escuché palabras mudas, huecas, escuché símbolos que no alcancé a descifrar, escuché una Historia negando su historia, escuché el preludio de un futuro y me ericé, escuché la armonía del ruido y sonreí, me pregunté qué era ruido, no lo entendía, no lo escuchaba, ahí el ruido dejaba de serlo, o era el ruido del universo que no comprendí; vi a un hombre mirarme fijamente, con la mirada clavada en un escalón y encarnando un muerto, él me vio y se vio en mí, yo vi lo que vi en el reflejo de sus ojos: vi lo que se ve cuando se acaba la vida, vi una lápida sin nombre y vacía, vi la primera pluma, era de huesos, y la primera tinta, indudablemente sangre, vi la primera acción, el primer sentir, seguido por el primer razonar que irremediablemente llevó al primer actuar, lo demás fue un ensayo y error, vi al canto siendo poesía y a la poesía siendo filosofía, vi un Aleph, Aleph que pasó de voz a voz, se tatuó en la sangre y nació el ideal, vi nacer una historia, relatos grabados, vi el descubrimiento del descubrimiento, vi los cimientos ignorantes que se creyeron eternos (todavía lo hacen), te vi a los ojos y en ellos me vi perdido aquí, viéndote a los ojos en un círculo sin fin, vi la vejez correr en sentido contrario, vi el mundo a través de todos los ojos y en ninguno me vi, vi un mar muerto, vi una ciudad abandonada, vi a Beatriz bailarle a las estrellas, atrapada en un cuerpo que no era el suyo, vi junglas de concreto y bestias de gala, vi vidas desdichadas morir en la incertidumbre, vi ausencias canonizadas, vi al último árbol resistir la caída, vi la vida irse en insensibles pantallas luminiscentes, vi mundos de ensueño erigirse, vi el aniversario del universo, no había torna, ni pastel, las velas eran mis ojos, vi los días ser años y los años ser segundos, vi el cielo y en él vi lo que no se había visto antes, vi lo bello esfumarse frente a mí, me vi viendo el Aleph, dentro de otro Aleph, dentro de otro Aleph, en una cadena infinita de la que no vi principio ni fin, vi la Tierra partida en dos, muerta por su cáncer humano, vi la luz fundirse con el vacío y llevarme al panorama más universal: ya no podía ver; lo veía y lo admiraba; me perdía; vago en la existencia y estas pobres palabras no alcanzan a abrazar tanto, he fallado; no soy digno de admirar y retratar la bastedad de un universo; no el mío, siquiera.

    Me dejé llevar, pensé había encontrado mi destino, el punto final que con tanto desespero he buscado. Sentí mis sentidos dispersarse, volverse algo más allá de mi conciencia, mis emociones se revolvían y me creí el haber sentido todo; empezaba a volverme parte de él. Mis ideas ya no eran mías, ni los pensamientos. Me quería perder, una última vez, la definitiva, aceptar mi lugar en esta infinita enredadera que me supuso existir; era mi adiós y bienvenida. Eso pensé y creí; debí poner más atención, tal vez lo hubiera intuido, puede que atrapase el momento en el que estas palabras se sentenciaban; jamás dejé de ser distraído.

    Fernando soltó un alarido y todo acabó así como sucedió, el ruido de la lluvia volvió a mí y la reconocí: era la tenue lluvia que se rezaga cuando la tormenta se va.

    —¡¿Eso era…?! —tenía la cara deformada por la sorpresa—, pero, ¡¿cómo?! ¡¿Cómo lo encontraste?!

    Suspiré.

    —Creo que me encontró a mí —me levanté con pesadez y me aproximé a la puerta, fuera la lluvia se difuminaba—, ¿cómo decías que se llamaba eso?

    —¡Olvida el maldito nombre! —Fernando corrió hacia mí y me agitó de los hombros— ¿Qué viste, Poeta? ¡¿Viste a Beatriz?!

    Era la primera vez que yo tenía el control de la situación, no pude evitar no sentir placer de ello.

    —No vi nada, Fernando, y si sí, ya no lo recuerdo —mentí.

    La realidad era que me sentía devastado por dentro, insensible; incapaz de volverme a sorprender o cautivar por algo. Mis pasos se sentían diferentes, ajenos, como si una parte de mí nunca hubiera dejado aquel delirio. Supe que la lluvia cesaría incluso antes de que lo hiciera, lo olí en el aire.

    —Quédate tú a dormir —le dije con toda la ternura que pude, no sé cuánta fue—, he decidido volverme al campo, con mi familia. Esta cuidad me terminará de matar si esa cosa no lo hizo, te lo aseguro.

    —¿Y el cuento?

    Se veía afligido, sus grandes ojos resplandecían y amenazaban tormenta. Yo también quería llorar, pero ya lo había llorado todo ahí; aquí no era más que un fantasma viviente.

    —¿Cuál cuento?

    Fernando me enseñó su viejo Kinddle, en él se leía un encabezado que rompió todo lo que creí real; incluido yo. El título era “El Aleph”.

    Lo siguiente lo olvidé, incluido lo anterior, lo ya escrito, y me volví nada. La lluvia arremetió sin perdón, la noche se ancló al cielo y yo perecí en el diluvio. Maldito Aleph, fue lo último que pensé y recordé haber pensado ahí; sabía que yo también sería condenado al olvido. Ante tal pensamiento sonreí con paz; sí, olvidar lo inolvidable puede no ser algo malo, pero chocaba con mis principios. Ya no los recordaba, he olvidado tanto que he olvidado cómo recordar.


    Sé que lo he olvidado, que no importa qué tanto lo indague y busque, no lo recordaré; la pregunta que por momentos me acecha se impregna en mis pensamientos: ¿qué es el Aleph? El cuento tiene una extensa parte en la que hace alusión a él, sus posibles orígenes y significados; pero no me convencen. No lo sé, la verdad, ¿quién tiene tanta cabeza para pensar cosas así? Eso me digo y no puedo evitar cuestionarme que vería yo ahí. ¿Hay uno solo? ¿Se vería lo mismo al contemplarlo, independientemente de los ojos que lo miren?

    No sé en qué parte se ubica todo, pero un día desperté y lo primero que hice fue revisar mis notificaciones. Tenía una tarea pendiente: redactar una reseña/opinión de un cuento, de un tal Jorge Luis Borges. El nombre me cautivó y me llevó a delirios que fueron interrumpidos únicamente por otra notificación: Beatriz Helena Quetzal solicitaba mi amistad en Facebook.

    Suspiré y negué la solicitud (no la conocía), acto seguido me metí de lleno en la lectura del cuento; desbloqueé el Kinddle y la magia me embriagó:

    “El Aleph”.
     
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