Microrrelato Deuterofobia

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Era como el enemigo del que te despedías y esperabas no volver a ver hasta dentro de mucho. Silencioso, hosco, poco dado a discursos cómicos. Un tunante del que más valía cuidarse, ese maldito. Terminaba la larga, larga, interminable semana y solo querías descansar. Olvidar las tensiones. El trabajo, los estudios. Todo parecía mucho mejor entonces. Un remanso de paz en medio de una tempestad salvaje.

¡Qué calma! ¡Qué paz! ¡Qué alegría tan inmensa!

Pero se pasaba en un abrir y cerrar de ojos.

Puf.

Un parpadeo.

Y ahí volvía otra vez, ese monstruo de ojos rojos. Negro. Muy negro, como un perro rabioso de esos que se encuentran en los callejones que no han visto un peine en su vida. Con el pelaje enmarañado y lleno de nudos. Con dientes afilados que se te clavaban en la piel y parecían dispuestos a despellejarte.

A no dejar nada de ti.

Así lo llamaba: El monstruo de ojos rojos.

Siempre lo relacioné con las cosas que no me gustaban. Como trabajar, por ejemplo. Me esperaba al torcer la esquina con esa sonrisa de dientes afilados, desencajada, aguardando pacientemente para arrancarme el alma. Las ganas de vivir, la ilusión y hasta el poco dinero que pudiese quedarme en el bolsillo. Siempre ahí. Puntual como un reloj.

La última noche antes de encontrarlo cara a cara lo veía deslizarse como una sombra, poner sus patas peludas y negras sobre mi despertador. Y jocoso, con aquellos ojos rojos preguntarme:

—¿Ya estás listo para mí?

Y yo hundía el rostro en la almohada y lo maldecía todo. Hasta la copa que me había tomado con los colegas en el bar de abajo. Las risas de fin de semana, las series que había visto a media tarde. Toda la felicidad se hundía en un pozo tan negro como él.

—Nunca voy a estar listo para ti—gruñía—. Déjame vivir, monstruo.

Y desaparecía. Solo para encontrármelo de frente al día siguiente.

A la mañana despertaba cansado y ojeroso como un muerto y me arrastraba al baño para prepararme y marcharme al trabajo. Y con el cepillo de dientes en la boca y los ojos rojos por la falta de sueño, siendo poco más que un fantasma en el espejo, una sombra de mí mismo, siempre mascullaba la misma frase:

Harto. Hastiado.

—Dios. Como odio los Lunes...