Despedida.

Y estreché su mano en busca de consuelo. Buscando apagar las húmedas lágrimas que recorrían mis mejillas. Ni la enorme luna en el estrellado cielo podía consolarme en esos momentos, en el momento en el que él aparto mi mano con suavidad.

Comencé a jadear, agitada, sintiendo como todo lo que construí alguna vez se me venía abajo, y él solo estaba ahí presente pero distante, distraído y evitando pensar en lo mucho que me costaba aceptar que lo habíamos perdido todo. En esos momentos recuerdo que tenía miedo, un terrible miedo que nadie podía quitarme, miedo a despertar mañana y no ver su sonrisa, miedo a que lo último que recordara de él fueran sus apenados ojos azules. Era una despedida y las despedidas me aterraban.

Ya no estaría segura sin él.

Nunca dejé de mirar sus ojos, esos ojos con lo que soñaba todas las mañanas, esos ojos que me encantaba ver… Sonreí bajando la mirada. Fue una sonrisa vacía, una sonrisa melancólica. Me estaba emborrachando de recuerdos felices ignorando la cruel realidad que se me avecinaba.

Nada sería igual a partir de mañana. Todo cambiaría, él me abandonaría.

Pero la vida debía seguir, me dije levantando la vista. Acaricié sus sedosos cabellos dorados con la punta de mis dedos, despacio, como si ese momento fuera algo tan frágil como el mismo cristal. Él sonrió y me miró, tomó mis mejillas y se acercó, paulatino, a mí.

Caía una cristalina agua desde el cielo, el cielo lloraba con nuestra despedida. Las ramas de los arboles crujían y el silencio se hallaba siniestro en la plaza donde nos encontrábamos, sentados en un banco pintado de blanco. Se oía la lluvia en medio de la acera y las hojas de los árboles que danzaban al compás del viento pero yo sólo estaba concentrada en él, porque sólo él me importaba.

En esos momentos mi estómago se revolvió, mis labios temblaron de angustia y ansiedad y no podía articular ninguna palabra. Él posó sus labios con delicadeza sobre los míos, atesorando el recuerdo de un amor que vivió lo que debía vivir, atesorando el recuerdo de nuestros labios unidos, por última vez.

Él sintió el escalofrió que recorrió mi espalda, entre la lluvia y todos los sentimientos que me abordaban no sabría que lo causó. Se separó de mí, y yo me queje pero no le pedí seguir. El frío comenzaba a sentirse y él se encargó de abrazarme, de tranquilizarme con esos brazos que buscaron protegerme desde siempre. Yo le correspondí el abrazo y susurré palabras en su oído que perdurarían a través de los años, estaba segura que él no las olvidaría, ni me olvidaría.

Pero yo si debía olvidarlo, debía continuar por más cruel que sonara. A veces una separación es necesaria cuando el amor se vuelve corrupto.

Antes de soltarme, escuche atenta su respiración en mi oído derecho. Él también jadeaba, angustiado. Trataba de ocultar sus húmedas mejillas con una sonrisa serena, pero yo no era la única alterada.

Él siempre quiso demostrar que era el fuerte, pero ambos sabíamos que de los dos él era el menos indicado para esa tarea. Siempre queriendo aparentar ser algo que no era. Me separé de él luego de que me asegurara, triste, que nos reencontraríamos. Segura de que él creía que eso jamás pasaría, lo miré a los ojos, decidida, le prometí que volveríamos. No hoy, y tal vez no mañana, pero tarde o temprano nuestro amor renacería. Pero antes debíamos madurar, aun nos quedaba mucho por viajar como para centrarnos en nosotros, demasiado que aprender, cosas que superar. Debíamos crecer para asegurar nuestro futuro estable.

Sacrificaríamos la felicidad de uno por la del otro, porque aunque la despedida fuera triste lo que vendría seria aún mejor, para ambos.

Limpié una solitaria lágrima que cayó por su mejilla y, mientras la lluvia nos empapaba, susurré un te amo con la voz quebradiza. Él se incorporó y respondió a mi confesión, colocándome su chaqueta en mis hombros, sublime.

Lo vi alejarse en dirección hacia donde el viento arrastraba las hojas del roble, me incorpore casi histérica. Grité su nombre pero él ya no volteó y vi su figura desaparecer entre los edificios.

Apreté su chaqueta con fuerza, abrazándola, queriendo fundirme con ella, gritando por dentro con furia. Sentí su fragancia y me desvanecí hasta el suelo, de rodillas llorando desconsoladamente, ¿por qué hacía esto? ¿Por qué me dejaba su chaqueta? No podría olvidarlo, no podría despertar sin pensar en él, sin que su nombre apareciera en todas partes, sin sentir en otros su exquisita fragancia masculina. Era algo cruel, pero así por lo menos él tendría la certeza de que no me olvidaría de lo nuestro, de que sería suya para siempre. Por más egoísta que fuera, era cierto y no podía cambiar aquel hecho.

A partir de ese día utilicé esa chaqueta todas las noches, cuando deambulaba por la plaza en busca de una señal de que él volvería.