Bagatela

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por Dororo, 17 Febrero 2013.

  1.  
    Dororo

    Dororo Entusiasta

    Aries
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    Bagatela
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    Romance/Amor
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    1
     
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    BAGATELA

    Capítulo I: La Sinfonía del Destino



    —¿Y cómo es él?

    —¿Quién? —preguntó distraídamente, sin acabar de salir de su ensimismamiento.

    Era verano y, a pesar de la espesa arboleda y de la brisa que descendía de las altas montañas que rodeaban el valle donde se ubicaba la casa, hacía calor. Su vista se encontraba fija en el amplio y cuidado jardín que circundaba la terraza en que desayunaban. Aunque pasados de moda, su madre seguía sintiendo predilección por los jardines renacentistas, de ahí la ordenada geometría de los árboles y setos, o las estatuas clásicas y fuentes que salpicaban los parterres.

    —Quién va a ser —contestó con un deje alegre en la voz. Al parecer, su abstracción le divertía—. ¿Acaso no estás escuchándome? —Y aunque lo era, a él no le sonó como un reproche—. Tu maestro, ¿cómo es? —insistió.

    A través de la avenida bordeada de cipreses avanzaba a paso lento un jinete que dedujo sería su hermano regresando de su paseo matutino a caballo. Dejó de prestar atención a los bien recortados arbustos de boj que delimitaban los arriates de flores de colores y volteó el rostro hacia ella, encontrando su mirada. Por un segundo, le pareció seguir contemplando el verde y brillante pasto en sus iris.

    —No sabría decirte —dijo, obligándose de inmediato a devolver la vista al jardín, consciente de que sus ojos revelaban mucho más de lo que era conveniente. Podría pasarse la vida entera mirándola.

    —Tiene que ser alguien especial —apuntó pensativa—. Cualquiera capaz de entender así la música debe poseer una sensibilidad única.

    Maximilian no pudo evitar una sonora carcajada y la miró de nuevo. Algunos mechones se habían soltado del moño bajo con que sujetaba su negro cabello aquella mañana y, bajo el sombrero, caían sobre las sienes haciendo destacar aún más la nívea tez de Elisa. Por un instante tuvo la tentación de alargar la mano y apartarlos, pero se contuvo. Ella se limitó a pestañear coquetamente.

    —A decir verdad, a mí me parece que posee la sensibilidad de una piedra —respondió serio, sin poder ya dejar de mirarla. Elisa frunció un mohín de sorpresa al escucharlo y él esbozó una cálida sonrisa frente a su desconcierto. Era realmente encantadora—. Es más bien antipático, grosero y excéntrico. Un ególatra insufrible y, sin duda, el peor maestro que he tenido nunca. —Hizo un breve silencio y soltó un resignado bufido—. ¡Ni siquiera sé cómo lo soporto!

    —¡No puede ser tan malo! —exclamó, riendo dulcemente ante su aplastante sinceridad. Sus labios le regalaron una radiante sonrisa y a Maximilian le pareció que todo su mundo se iluminaba de pronto con aquel sencillo gesto—. Supongo que no es como nosotros. Es un genio, un genio que sabe de su genialidad —afirmó risueña, al tiempo que trataba inútilmente de apartarse el cabello de la cara—. Ojalá yo estuviera en tu lugar.

    —Mi lugar… —repitió él en voz baja y, sin poder resistirlo un solo segundo más, se inclinó hacia delante y enredó los dedos en los lacios mechones, llevándolos detrás de la oreja.

    Ella contuvo el aliento y un leve rubor coloreó sus mejillas, pero no por ello dejó de mirarlo. Sus ojos se perdieron en los del otro y el tiempo pareció detenerse alrededor cuando sus yemas a penas rozaron la piel desnuda de su esbelto cuello.

    —Si estuvieras en mi lugar, querida Elisa… —susurró su nombre con una carencia grave, acercándose aún más para verla cerrar los párpados ante su proximidad.

    Maximilian quedó absorto en las largas pestañas y la graciosa nariz, los sonrojados pómulos y la boca ligeramente entreabierta. Escuchaba los latidos de su corazón entonando en los oídos aquellos primeros y conocidos acordes de la quinta sinfonía de su maestro que tantas veces había interpretado en clase, aquella imprevista y fatal irrupción del destino que se presenta de repente a tu puerta. Sintió como el vértigo se apoderaba de él ante el impulso irrefrenable de sucumbir a su llamada y acortar la escasa distancia que separaba sus labios. Deseaba tanto besarla y…, sería tan fácil hacerlo… ¡Tan poco conveniente! Bruscamente, apartó la mano y volvió a sentarse correctamente en la silla.

    —Ya habrías abandonado las lecciones —concluyó con naturalidad. En su cabeza, el corazón pulsaba aún la Sinfonía del Destino cuando ella abrió los ojos y lo miró turbada. El anhelo titilaba en sus brillantes pupilas.

    —Entonces, ¿por qué no las dejas tú? —preguntó en un murmullo apenas audible, esforzándose por sobreponerse y continuar aquella conversación. Bajo el escote, su pecho subía y bajaba agitadamente.

    —Porque no es sólo mi maestro, también es mi amigo —contestó, devolviendo una vez más la vista al jardín—. Dejarlo sería traicionar su confianza y la lealtad para con los amigos y la familia, Elisa, está por encima de todo.

    Supo, por el tono ausente y áspero que empleó, que no se refería solo a Beethoven y sintió como su respiración se aceleraba de nuevo. ¿Acaso podía estar hablando de ellos? ¿Debía siquiera atreverse a soñar algo así?

    En seguida, se reprendió mentalmente. Él jamás se interpondría entre ella y su hermano, eso es algo que dejó claro en Viena días atrás. Con un leve e imperceptible suspiro se sumergió en sus pensamientos.

    Había esperado tanto desde entonces para volver a verlo…


    Cuando recibió la invitación de la condesa Von Veltheim a la casa de campo que la aristócrata madre de Maximilian y Karl poseía en Teplitz, aceptó y viajó junto a su padre con la única esperanza de encontrarlo. La desilusión fue grande al saber que él no se encontraba allí y que, al parecer, no albergaba la intención de pasar parte de sus vacaciones con ellos.

    «Aunque con Maximilian nunca se sabe», había dicho su madre. «Lleva la música en el corazón y eso hace que a veces su vida sea un adagio y otras un rápido allegro. Ahora está demasiado entusiasmado con su nuevo mecenazgo como para venir a pasar unos días en familia. ¡Recibe clases del propio Beethoven en persona!», apostilló con mal disimulado orgullo.

    Un leve gruñido acaparó entonces su atención. «Mi hermano se ha convertido en uno más de los filántropos que han decidido contribuir al bienestar de ese loco alemán y su dinero, se ha sumado a las rentas vitalicias que anteriormente percibía del archiduque Rudolf y los príncipes Lobkowitzy Kinsky», le aclaró Karl en un tono que denotaba su evidente desagrado. «En mi opinión, un derroche innecesario cuyo único fin es lograr que continúe paseando su mala educación por Viena y no regrese a Bonn, su ciudad natal». Era obvio que el altruismo de Maximilian para con su maestro lo molestaba profundamente.

    La condesa dirigió a su hijo una severa mirada.

    «A Karl nunca le ha gustado la música», lo disculpó.


    «Lo que no me gusta, madre, es la soberbia de algunos músicos», aseveró éste, dando por concluida aquella conversación. Era raro ver al afable Karl de mal humor y, aunque se moría por hacerlo, Elisa evitó comentar nada al respecto. No hubiera sido apropiado.

    Rodeada de espesos bosques, ríos y verdes colinas, la propiedad se desveló como un lugar maravilloso donde descansar del ajetreo de la bulliciosa capital austriaca, pero a medida que los días trascurrían, Elisa, se dio cuenta del error cometido al aceptar aquella invitación que resultó no ser más que una manera de que la condesa llegara a conocerla y aprobara su futuro matrimonio con Karl. A su padre le entusiasmaba la idea. Emparentar con los Veltheim afianzaba su posición social y suponía un negocio más que conveniente para ambas familias.

    Sintió su estómago tensarse en un apretado nudo. Cualquier otra hubiera estado encantada con su suerte. Karl era un buen hombre, atento y educado, además de apuesto; quizá algo elitista para su joven espíritu revolucionario, como le gustaba denominarlo a su progenitor. «Las ideas, Elisa, son el fruto de la edad, siempre ha habido clases y continuará habiéndolas. Incluso el infame Bonaparte se percató de ello a tiempo», solía decirle a menudo. De algún modo, se sentía como un insecto atrapado en los hilos de una telaraña, esperando indefenso el fatídico momento en que él pidiera su mano y todo terminara.

    Con un nuevo suspiro volvió a la realidad y miró fijamente al hombre que se encontraba sentado a su lado. Sumido en sus propios pensamientos, parecía librar algún tipo de batalla interna consigo mismo. Tenía la vista puesta en el jardín, el ceño fruncido y una expresión atormentada en el rostro.

    Elisa, sintió de pronto la súbita necesidad de acompañarlo, de que supiera que ella estaba ahí, que siempre estaría ahí, compartiendo con él todo aquello que lo afligía e, inconscientemente, alargó la mano para cubrir la suya, que descansaba inmóvil sobre la mesa.


    Maximilian dio un respingo por el repentino contacto y la encaró sorprendido, avivando su sonrojo. Una vez más, escuchó en su cabeza los compases de ese inexorable destino, quizás ahora más dulce y amable, como un aterciopelado andante, pero igualmente demoledor. Durante unos segundos, el momento entre ellos se eternizó hasta que, finalmente, movió la mano bajo la suya y apretó suavemente sus dedos.

    Un tibio calor encendió el pecho de Elisa que se permitió cerrar los ojos un instante. La contundencia de sus sentimientos la hizo estremecer y su mano tembló ligeramente bajo la de él.

    No podía casarse con Karl… No cuando amaba desesperadamente a su hermano.


    —Lo vi hace siete años en el Theater an der Wien —murmuró, tratando de sobreponerse a la intensidad con que Maximilian la observaba ahora. Ni tan siquiera era consciente de que estaba diciendo pero de algún modo necesitaba llenar ese íntimo silencio en el que su único contacto con la realidad era el roce de sus dedos enlazados sobre la mesa—. Dirigía su propia obra. «Sinfonía heroica, compuesta para festejar el recuerdo de un gran hombre», dicen que la escribió para el mismísimo Napoleón.

    «La heroica», su tercera sinfonía —aclaró en un tono ausente. Elisa podía contemplarse reflejada en sus ojos—. Al igual que muchos, Beethoven creyó ver en el emperador a ese mesías de la revolución, a ese libertador que el pueblo estaba esperando y que, al final, resultó ser sólo un tirano más. Por eso en el segundo movimiento transformó su marcha triunfal en una fúnebre. —Él también hablaba por hablar.

    —¿Lo… Lo has oído tocar alguna vez? —balbuceó incapaz de más, se sentía hipnotizada por sus iris color miel. Nunca antes la había mirado así, o quizás, nunca antes había podido leer tan claramente en sus ojos todo lo que ocultaban.

    —Ni tan siquiera él mismo se oye. —La inesperada respuesta sonó a espaldas de ambos que, instintivamente, separaron sus manos—. ¡El hombre es sordo cómo una tapia!

    Elisa apretó los parpados un instante y respiró en profundidad, antes de girarse para encarar a Karl que acababa de entrar en la terraza y caminaba hacia ellos luciendo una radiante sonrisa a la que trató con escaso éxito de corresponder.

    —Maximilian —saludó cortésmente, deteniéndose junto a la mesa, y éste hizo un leve asentimiento con la cabeza a su hermano. Si la repentina llegada de Karl le había alterado de algún modo, no lo parecía. Su rostro tenía la misma imperturbable y serena expresión de siempre—. No esperaba encontrarte aquí, mamá estará feliz de verte. Elisa —dijo, volteándose hacia ella para besar la mano que se vio obligada a tenderle. En ese momento era un manojo de nervios, podía sentir arder sus mejillas y su corazón latía desbocado; si se hubiera encontrado de pie probablemente sus rodillas habrían cedido.

    Karl se sentó elegantemente en una de las sillas y alargó el brazo para asir la tetera.

    —Supongo que estaban hablando de Beethoven, ¿verdad? —cuestionó, retomando el hilo de la conversación mientras se servía con toda tranquilidad una taza de té.

    —Así es. —Hubo un breve silencio antes de que Maximilian le respondiera, devolviendo al momento, por enésima vez aquella mañana, la vista al jardín.

    —Alguien que no es capaz de escuchar la música de otros debería ser menos pretencioso a la hora de juzgar sus propias composiciones, ¿no creen? —Aunque la pregunta no iba dirigida a nadie en concreto, Elisa vio en ella una clara intención de molestar a su hermano que volteó el rostro y angostó por un segundo los ojos, mirándolo fijamente. Sobre la mesa, su mano se cerró en un apretado puño.

    —A mí... A mí me parece muy triste ser capaz de crear algo tan hermoso y no poder disfrutar de ello —respondió quedamente, en un intento de aliviar el tenso momento.

    Karl se llevó la taza de té que sostenía a los labios, bebió y, con parsimonia, la devolvió a la mesa. A Elisa aquellos pocos segundos se le atojaron un siglo.

    —Puede que tengas razón —concedió finalmente, regalándole una amplia sonrisa a la que correspondió abiertamente. Era consciente como nunca de los castaños ojos de Maximilian puestos en ella pero se obligó a sí misma a ignorar la sensación de vértigo y mantuvo en todo momento la vista fija en su hermano—. Creo que está tomando las aguas aquí, en Teplitz. Deberíamos invitarlo mañana a la velada musical que estamos organizando por tu cumpleaños. Quién sabe, quizás entonces tengamos oportunidad de oírlo tocar —propuso alegremente haciendo gala de su buen humor—. Lo cual me recuerda que mi madre andaba buscándote para ultimar los detalles.

    En su fuero interno Elisa no quería dejarlos solos pero ya no se veía capaz de seguir soportando la incómoda situación. Sentía una extraña mezcla de culpabilidad, desesperación y enojo por cada sonrisa o palabra que dedicaba a Kal. Tenía aún en la mano la caricia de sus dedos y la mirada de Maximilian, aunque no podía ver sus ojos, la quemaba.

    —En ese caso, será mejor que no la haga esperar.

    Ambos se levantaron al unísono cuando ella se puso en pie, aceptando tácitamente la salida que se le ofrecía. Con una graciosa inclinación de cabeza se despidió de ellos, dándoles la espalda para encaminarse al interior de la mansión. En silencio, Maximilian y Karl la vieron desaparecer tras la cristalera de acceso a la terraza.

    —Es encantadora, ¿verdad? —inquirió éste último, mirándolo, al tiempo que se sentaba de nuevo. A pesar del tono casual y su despreocupada pose, había cierta intención en esa pregunta. Una especie de muda advertencia—. Mamá dice que será una buena esposa.

    Maximilian respiró buscando acompasar los acelerados latidos de su corazón, recompuso su gesto y con toda la flema que fue capaz de reunir, miró a su hermano.

    —Sin duda, Karl, mamá tiene razón.


    Bagatella: Composición musical ágil y corta, sin mayores pretensiones, originaria del movimiento romántico.

    Gracias a todos por leer.
     
    Última edición: 13 Octubre 2013

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