Había que ver nada más, lo tiernas que se veían las personas actuando como una manada de borregos. Bastó un cartel infantil en el tablón de anuncios para que el grueso de la gente se pusiera en marcha al unísono, como si le debieran obediencia a la “dulce” arenga de un desconocido al que les salió de los huevos ponerle un nombre a esta semanita, la “White Week”. De más está decir que todo el asunto me importó un rábano desde el comienzo, pero no iría a negar que me entretenía de lo lindo observando los movimientos que locura había desatado a mi alrededor. Koemi de seguro se la estaba pasando pipa, con lo chismosa que era la enana esa. ¿Y Nakayama…? ¿Seguiría fingiendo ceguera ante la presión que de seguro sentía? ¿La estaría devorando la culpa por seguir huyendo de su amiga de la infancia? No me cabía la menor duda de que esto de la White Week había traído más de una catástrofe interesante. Se olfateaba en el aire… Quitando el entretenimiento gratuito que me daba la observación de los acaramelados repartiéndose chocolates (qué melosos ellos), yo ni me molesté en hacer nada para nadie y, mucho menos, mentalizarme para recibir algo. Tal como se dijo, todo esto de la White Week me era por completo indiferente, además de que tenía el trabajo semanal del club por delante y me daba mucha pereza, y eso que el Tigris Aurea había funcionado sin novedades ni contratiempos. En fin, que para cuando sonó la campana del receso, me limité a acurrucar el torso sobre el pupitre. O fue la idea del comienzo. No pasaron ni dos segundos desde que descansé la cara contra los antebrazos, que a mis jodidas Bestias se les dio por ponerse a hablar en el chat privado que teníamos, para ultimar los detalles de este fin de semana. Comúnmente los habría mandado a la mierda, pero como era una suerte de líder en la pandilla financiada por los Chernoff y sus peones, no me quedó otra que ponerme calzarme los pantalones. Nunca, nunca se debía dejar un detalle librado al azar en el tablero. En ello estaba, contestando a regañadientes en el móvil, cuando noté una chispa rosada deteniéndose enfrente de mi pupitre. Con la misma velocidad con la que alcé la cabeza, mis cejas bajaron hasta arrugarme la frente. Admito, nobleza obliga, que tuve que hacer un generoso esfuerzo para disimular la sorpresa. Era Koemi, que había entrado a la 3-3 como pancho por su casa. Con sus grandes trenzas rosadas, las uñas pintadas de negro y sus buenos pares de piercings en las orejas; sus ojos me observaban con un profundo aburrimiento desde las alturas, pues yo le devolvía la mirada sin despegar la barbilla de entre mis brazos. Que la enana estuviese aquí ya era algo extraño y hasta un despropósito, pero nada me resultó más intrigante que… una bolsita que traía en su mano. Con bombones dentro. La burla brilló en la sonrisa que me descubrió los colmillos. Me erguí lentamente, pegando la espalda al asiento, sin apartarme de sus ojos. La chica no movió un músculo de la cara. —¿Qué? —espeté, ladeando mi gesto mientras observaba la bolsa en su mano— ¿Vienes a confesarme tu amor, acaso? —O tal vez a envenenarte… —replicó, sin impedir el tono ácido de su voz. A ver, esto era para partirse de risa. Por lo confuso, más que nada. Yo seguía sin entender un cuerno de lo que estaba pasando. ¿Evitaba eso que me divirtiera a costa suya, como siempre hacía? En lo absoluto. —Lo siento, chiquita, pero soy demasiado para ti —suspiré con fingido pesar, alzando las manos—. Además de que prefiero el veneno. Koemi dejó ir una risa baja, desganada y cargada de ironía. —El chocolate es tóxico para los perros —añadió, pensativa—. De todos modos, esta bolsa no es para ti. Sino… esto otro. No me dio tiempo a reaccionar. La mano libre de Koemi surgió desde las profundidades de su bolsillo como una ráfaga. Y con una precisión de francotirador, arrojó algo de tamaño diminuto que fue a parar directamente entre mis cejas…. y parte de uno de los ojos, lo que compensó su falta de fuerza con una cuota de dolor. Gruñí, contrariado. —¡Pero qué mierda…! Un sonido seco sobre mi pupitre. Al bajar la mirada (o lo que me quedaba de ésta) vi que se trataba de… ¿un bocadito? Sí, era un chocolate de esos para comer de un mordisco. Fruncí aún más el ceño, tan molesto como extrañado. Encima me ardía el puto ojo. —Nos vemos, perrito —dijo Koemi, girando sobre sus talones. —¡Eh! —exclamé, poniéndome bruscamente de pie— ¡Que ni se te ocurra irte, hija de puta! Ella se volteó y me sacó la lengua, antes de perderse por el pasillo. Noté que enfilaba para el lado del salón de Nakayama. Me dejé caer sobre mi asiento, conteniendo la rabia y desorientado como un animal herido. Tomé la golosina que la enana de mierda me había arrojado en toda la cara y lo miré, haciéndolo girar entre mis dedos. —No puedo creerlo —bufé al final, mientras lo desenvolvía.