Asuras.

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por joseleg, 29 Junio 2015.

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    El sirviente

    Una máquina experimental, un piloto experimental y un núcleo desconocido, la receta perfecta para el fracaso, esos eran los pensamientos de Anais al ver que su creación había fracasado. Todo el sistema se encontraba bloqueado.

    –¿Que le hiciste al maestro bruja? –preguntó Eloisa desenfundando su espada, Dorian se puso en guardia aun sabiendo que el no tendría oportunidad contra un Guardia Imperial.

    –Nada –dijo ella –es solo que el núcleo es un Original. Tú mejor que nadie deberías saber las consecuencias de eso. En estos momentos su cuerpo y su alma se encuentran fusionados con un espectro en el interior de la armadura.

    Argus se encontraba flotando en un vacío oscuro. A pesar de eso no se sobresaltó, simplemente se dedicó a mantener un ritmo respiratorio profundo y pausado, mientras comenzaba a recitar sutras.

    –¿Tienes miedo humano? –preguntó una voz profunda y espectral.

    Argus no respondió, mantuvo sus oraciones de forma rítmica y perfecta mientras trataba de ajustarse a la fuente de poder, el núcleo, un cristal de enorme poder que contiene el alma de una bestia celestial.

    –¿Pretendes tomar prestado mi poder humano? –dijo la voz, entonces de la oscuridad emergieron dos enormes cuernos, luego las fosas nasales de un inmenso muy rojo que miraba a Argus, sus ojos no tenían ni pupila ni iris, solo unas escleróticas negras, más negras que la oscuridad que los rodeaba –solo mi señor puede usar mi poder a voluntad.

    Argus continuó rezando, como si las palabras de la criatura no fueran escuchadas.

    –¿Quién es tu señor? –preguntó Argus después de un rato.

    –Mi señor es quien fue capaz de derrotarme, yo solo sirvo a un señor –dijo la criatura celestial –y por la osadía de intentar usarme barreré tus recuerdos y tu memoria humano insolente.


    Anais notó que todos los registros del Daisoni se activaron súbitamente con valores muy altos, mucho mayores de los que había esperado, y al mirar la cámara principal pudo notar algo, en lugar de una sola luz emitida para la cámara principal, el cristal emitía tres luces, una blanca y redonda y otras dos rojas y rasgadas.

    –¿Qué ocurre? –preguntó Magdalena, quien parecía haber recuperado el conocimiento, aunque su pecho aun le dolía bastante.

    –No se ha sincronizado correctamente –contestó Anais –no es el núcleo de un ciclope de las montañas, es “algo más”. ¿De dónde sacaron este núcleo?

    Al preguntarle esto a Eloisa ella respondió encogiéndose de hombros –su alteza la emperatriz me ordenó ir por aquel núcleo con uno de sus nietos, es todo lo que se.

    Entonces el Daisoni se levantó y comenzó a levitar emitiendo una potente corriente de aire que levantó polvo y escombros.

    –¡Esto es serio! –dijo Anais asustada –¡si pierde el control podría destruir toda la ciudad!


    –¿Por qué paras aquí? –preguntó Argus mientras visualizaba un viejo recuerdo– Él es mi amigo Héctor, y ese fue el día en que su hermana pequeña Anai se perdió en los jardines superiores de la fortaleza de Zebile, no es que sea un lugar peligroso, pero si es bastante amplio y la muchacha está ciega. En esa época yo era un paje y mi deber era vigilar el jardín, así que se me encargó la labor de buscarla.

    Unas escleróticas vacías se abrieron en el cielo de aquel recuerdo.

    –¿Él es tu señor? –preguntó la criatura.

    –No, aunque era sin duda alguien de mucho mayor rango –contestó Argus, cuando traje a la chica en mi espalda él se aproximó a mí con gran interés, y cuando la puse en el suelo él se hechó allí envuelto en lágrimas. Me dijo “de ahora en adelante tú serás mi amigo”.

    Entonces Argus pudo ver una silueta manifestarse, se trataba de una criatura mitad hombre mitad toro, que portaba un hacha de batalla y una armadura singular.

    –¿Por qué te interesas en este recuerdo? –preguntó Argus –pensé que querías destruirlos todos.

    –Ese niño –señalo el minotauro al muchacho, era flaco con un cabello purpura tan oscuro que parecía negro, mientras que su hermana presentaba un cabello violeta más claro –¿él es tu amigo?

    –Desde ese día, y mientras duró nuestra crianza hemos sido amigos –dijo Argus –eso en lo personal, técnicamente soy un sirviente de su bisabuela y por consiguiente también de él.

    –¿Lo que deseas hacer ayudará a ese chico? –preguntó el minotauro.

    –¿Por qué lo preguntas? La respuesta es evidentemente sí, él es mi amigo y también uno de mis señores, y ambas razones por si solas serían más que suficientes.

    El minotauro hizo un gesto, y la imagen cambió a un gran salón con guerreros caídos, y frente a él se encontraba Héctor enfundado en una armadura y un abrigo, portando una espada de asalto y en su espalda un carcaj.

    –Este es mi señor –dijo el minotauro –si realmente eres amigo de mi señor, debes decirme el nombre de la cosa más preciosa para el en todo el mundo.


    Argus abrió los ojos nuevamente en la cabina, mientras sus labios pronunciaban –Naia.

    Dicho esto, una serie de aberturas en el casto trasero de la máquina que conducía comenzaron a brillar y a emitir una enorme cantidad de magia de viento, la cual envolvió su casco. Poco a poco el Daisoni comenzó a acelerar por un enorme corredor que se conectaba a un desagüe. La esfera de aire que lubricaba su deslizamiento abría un camino a través del agua.

    –Es como si patinaras en el hielo –dijo Argus a medida que la interferencia mental se reducía paulatinamente, hasta el punto en que desapareció en su totalidad, era más fácil controlar al Daisoni que a cualquier unidad Asura que hubiera piloteado anteriormente.

    El Daisoni emergió destruyendo uno de los principales acueductos, en medio de las posiciones enemigas. Argus ajustó la máquina en primera, con lo que el sistema de aerodeslizamiento se apagó, los pies tocaron suelo. Los soldados alanos vieron la majestad de aquel titán de metal, y muchos comenzaron a escapar. Algunos magos rodearon al Daisoni y empezaron a realiza ataques de gran envergadura.

    Sin embargo los ataques se disipaban al acercarse al casco de la máquina, haciendo al gigante humanoide inmune a los ataques mágicos. Un pinchazo en la cabeza de Argus le hizo notar que algunas tropas estaban moviendo algunas máquinas de asedio, en realidad tres onagros para atacarlo.

    –¿Así que vas a ayudarme minotauro? –preguntó Argus rascándose la cabeza, dicho esto, Argus cambió la palanca del motor en segunda marcha, con lo cual se activaba el sistema de aerodeslizamiento, y luego en tercera marcha, acusando una aceleración explosiva. Aunque el Daisoni no poseía un sistema de armamento, y su armadura era ligera en comparación de otros titanes de batalla, su mole era suficiente para quebrar a los onagros con gran facilidad, mientras que la esfera de aire bajo sus pies creaba una presión de aire tan fuerte que levantaba a los hombres como si se tratara de hormigas contra el viento de una tormenta.

    Inmediatamente el Daisoni X se aproximó al Colegio de Ingenieros destruyendo las torres de asedio y dispersando las tropas, lo cual permitió que las fuerzas de defensa se reagruparan.

    La victoria había sido asegurada, pero a un gran costo. El palacio real había sido saqueado y la familia real, así como algunos miembros de la nobleza habían sido masacrados, las joyas de la corona y el tesoro real habían sido saqueados, y el palacio dejado en llamas.

    Las escaramuzas se prolongaron durante el resto del día a medida que los barbaros abandonaba la ciudad con despojos. A pesar de la victoria, los bárbaros habían logrado lo que siempre era su objetivo, atacar, obtener un botín y retirarse.


    Varias semanas más tarde, las gentes de Calzinoi regresaban a la ciudad para reconstruirla. Falco había fungido como regente todo ese tiempo, pero era hora de nombrar un nuevo monarca. Magdalena, la amiga de Anais fue coronada aquel día como la nueva soberana de Calsedonia bajo el beneplácito del reino de Zebile.

    Fuera de la ciudad y fondeando en el lago Weiss se encontraba la primera flota imperial, la cual se encontraba directamente bajo las ordenes de la emperatriz, mientras que un gran ejército enviado por el rey Felipe se encontraba en camino. Argus se había presentado formalmente como un Guardia Imperial de muy alto rango y cumplió los deberes de embajador en reemplazo de Alberto de Abu, quien había fallecido en la toma al palacio, murió como un héroe después de matar a treinta hombres.

    Lo primero que hizo la reina Magdalena fue realizar un gran funeral, una cremación masiva de los cuerpos de los muertos en la batalla. Al lado derecho de la reina se encontraba Falco, quien debió asumir el cargo de gran general del ejército.

    Dorian decidió ayudar a Alano, sus heridas de guerra le impedirían de por vida realizar esfuerzos muy grandes, aunque al gigante parecía no preocuparle tanto, tenía suficientes hermanos que suplirían su lugar, y eso le permitiría dedicarse a su pasión, la cocina.

    Marco por su parte se sumió en una tremenda depresión, y he intento ahogarla en el vino, tanto así que no pudo asistir al funeral de Tatiana.

    Eloisa fue castigada por Marco con un estigma de maldición.

    –Serás la guardiana del niño al que reconstruiste el brazo por los próximos cinco años –dijo Argus –es una orden de su alteza imperial en persona.

    Desde ese día Eloisa se convirtió en la sombra de Marco, siempre allí para evitar que lo mataran en una pelea de tragos, no sin algo de frustración. Marcelo regresó a Zebile cuando sus heridas sanaron, siendo respetado como héroe de la guerra contra los bárbaros.

    El imperio de Azjeden castigó Ahmad por haber causado todo el alboroto, adujeron que el había hecho todo porque una de sus hermanas había sido secuestrada por un rey bárbaro, así que le quitaron sus tierras, lo enviaron como rehén a Zebile y pagaron la reconstrucción del reino de Calsedonia y los costos de la movilización de los ejércitos, así como la indemnización de muchas familias de nobles por las pérdidas.

    Mientras tanto el destino de Anais se encontraba en las montañas del este, en la fortaleza de Ambabod, donde su nuevo señor la esperaba.
     
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    La masacre de Ambabod

    La Guerra de Calsedonia ha terminado hace poco y los exiliados regresan a sus hogares, por su parte Anais debe cumplir su juramento so pena de que el mismo Argus lidere a la flota imperial para barrer de forma aplastante el reino de Calsedonia por su traición.

    El sátrapa Ahmad fue llevado ante el emperador de Azheden y luego enviado como rehén con el rey de Zebile por la invasión, pero no fue ejecutado gracias a una cuartada, adujo de un rey bárbaro secuestró a una de sus hermanas y por eso se vio obligado a invadir el reino de Calsedonia, pero no explicó nada sobre la presencia de Asuras que no fueron construidos en Zebile, nadie creyó esta historia, pero evidentemente no podían demostrar nada.

    Ahora Anais deberá entender quién es el hombre que el destino le ha ordenado servir, a quien todos llaman el Príncipe Negro.
     
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    El príncipe negro
    Los muros de la cordillera de Lisaquia se erguían frente a los viajeros. El camino había sido largo, especialmente para una doncella acostumbrada a viajar por medios mucho más cómodos, pero no tenía opciones, ella había hecho una promesa ante alguien verdaderamente inflexible.

    Durante la última semana ella había viajado escoltada por un Guardia Imperial de Zebile por el valle Calsedonia, y en cada paso se encontraba con las personas que regresaban de su exilio, algunas alegres por el fin del conflicto, otras tristes por la pérdida de sus hombres, otras atónitas al escuchar que las zonas donde antes habían estados sus poblados ahora no eran más que un montón de ceniza. Los mercaderes hacían su agosto intentando inflar los precios de los productos, pero gracias al ejército y a la flota de Zebile las gentes de Calsedonia no habían muerto de hambre y frío con la llegada de los meses invernales.

    –No es un camino sencillo –dijo la muchacha al ver los muros de roca que se levantaban en escarpados de roca, hielo y nieve –¿cómo es que tanta gente puede llegar desde allí por un camino tan delgado? La ruta directa hacia Roquis debería ser una gruta por la que solo puede pasar una persona a la vez.

    –El muro de roca es básicamente una fortaleza, pero como puedes ver hay un sistema de asesores y poleas en la zona de allá –dijo el Guardia – Héctor es semejante a usted señorita Anais, le gusta construir cosas, ese es uno de sus diseños.

    Los muros podían escalarse con un sistema de poleas hábilmente construido, el sistema parecía lento, pero ahorraba horas de escalada por una ruta estrecha entre las gargantas de la montaña, el sistema de poleas podía retirarse en caso de una invasión o ataque, pero permitía un flujo enorme de personas y mercancías en momentos pacíficos.

    –No parece requerir gran cosa para operar –dijo la Anais quitándose la capucha de su capa de viajera para analizar todas y cada una de las estructuras mecánicas que permitían el funcionamiento de aquella maravilla. Además se desconcertó ante un par de estatuas de doncellas aladas que decoraban la parte superior, de sus alas se desprendían las gruesas cadenas de hierro que movían la estructura.

    Tuvieron que esperar unas cuantas horas para que el ascensor pudiera bajar.

    –El Príncipe Negro es mi nuevo amo ¿no es así señor Argus? –preguntó la muchacha.

    –En Zebile no existe aún un príncipe formal –contestó el Argus–el rey Felipe lo decretó así al nacer su tercer hijo. Nadie ostentará el título de príncipe o princesa hasta que demuestre ser digno de él, solo quien sea heredero al trono será llamado príncipe o princesa, en su lugar a todos los descendientes del rey, sin importar su edad se los denomina Infantes, y entre los infantes, solo aquellos que logran un reconocimiento como ingenieros, militares, políticos o comerciantes se les permite emplear el título de Duques.

    –¿Entonces por qué lo llaman el Príncipe Negro?

    –Héctor es taciturno, melancólico, obstinado, arrogante, como si un aura oscura siempre lo rodeara, además de estar obsesionado con proteger a su hermana menor, es una peste, pero también es el hombre más inteligente y confiable que conozco –contestó el Argus y a pesar de que todas las características que mencionaba eran defectos, al decirlas no podía dejar de hacer una leve sonrisa con el labio, como si se tratara de un viejo amigo –comenzaron a llamarlo así después de la masacre de Ambabod.

    La muchacha se sorprendió con un repentino sobresalto, había tenido la respuesta a su pregunta todo el tiempo, todos en Calcedonia habían escuchado de la masacre de Ambabod hace dos años, una victoria tan absoluta que detuvo casi en su totalidad una guerra civil en la que estaban sumergidas tres regiones montañosas: Lisaquia en el oeste al borde de las montañas que llevan su nombre, Gaspia en el sur y Frissia en el norte.

    “Lo llaman el príncipe negro, porque para ejecutar la masare de Ambabod muchos opinaron que debía tener el alma tan negra como la noche de luna nueva” recordó ella rememorando una conversación entre algunos oficiales, la cual se le había borrado de la memoria por considerarla trivial en aquel momento.

    Una vez en la cima pudieron ver una altiplanicie surcada por arroyos, que cortaban la montaña como cuchillos calientes, creando una red sinuosa se valles fértiles y riscos escarpados. El viento era gélido, y a pesar de ello, el aire era calmo.

    El camino que transitaba había sido creado en el último año por los trabajadores del Príncipe Negro, originalmente había sido desarrollado como un nuevo corredor comercial, pero debido a la guerra de Calsedonia, fue inaugurado para el resguardo de civiles que escapaban de la invasión. Ahora con la paz, empezaba a emplearse en su propósito original, el intercambio comercial.

    –¿Ahora hacia donde debemos ir? –preguntó la Anais.

    –Solo hay un camino posible –contestó el Argus quitándose la capucha, al parecer el viento gélido de las montañas lo calmaban profundamente –ahora nos queda media jornada entre las montañas hacia la ciudad de Raquis en el sur.

    Anais pensó que Argus estaba loco ¿recorrer un camino tan largo entre valles y riscos empinados? Por lo menos deberían tardar unas cuatro jornadas o más. La sorpresa vino al iniciar la caminata, se había construido un camino eficiente con calzadas amplias de roca y un material semejante a la roca pero mucho más maleable y liso. El camino estaba diseñado para que el agua de la lluvia fluyera fuera de él y así se evitara su estancamiento. El camino era tan amplio que permitía el flujo de dos carretas en medio y dos calzadas para caminantes a los lados, en medio de los riscos se extendían puentes colgantes que eran sometidos a constantes mantenimientos, los cuales apoyaban a puentes de roca que estaban en plena construcción.

    Anais se percató que en los bordes de los puentes se encontraban untos tallados en alto relieve finamente realizados de una doncella con alas saliendo de su dorso.

    La caminata fue ligera, no solo por su sencillez, sino por el hecho de que había caseríos con tabernas recientemente construidas de forma regular, por lo que resultaba fácil comer y descansar brevemente.

    –¿Esto es la Lisaquia que siempre había permanecido en guerra civil desde épocas inmemoriales? –se preguntó Anais mientras avanzaban por una gran curva en una de las montañas más altas, justo antes de llegar al poblado de Raquis, la cual era la capital de la región de Lisaquia –tengo amigos de este lugar que ¡siempre la describen como un mar de muerte perpetua!

    –Todo cambió hace dos años mi señora –dijo uno de los viajeros que los había acompañado, Argus y Anais no eran los únicos viajeros, y por lo general era costumbre de los lisaquianos de viajar en caravanas, esto debido a los siglos de guerras perpetuas y el siempre presente peligro ladrones –cuando El Príncipe Negro fue confinado en la fortaleza de Ambabod todos pensamos que las masacres segurían, pero sus planes y sus guerreros han sabido pacificar este lugar, aún quedan personas que no les gusta ser gobernados por un extranjero o que tenían algún familiar en la fortaleza la noche de la masacre, pero realmente se ha notado el cambio.

    Entonces Anais pudo ver a Raquis, fuera del caserío inmundo y mal oliente que le había sido descrito una y otra vez, frente a ella se encontraba una ciudad bien delimitada por un muro estratégicamente diseñado, que aprovechaba los salientes naturales del escarpado que rodeaba el altiplano donde había sido construido, tres arroyos surcaban la ciudad y emergían en tres cascadas poderosas. La calzada principal de la ciudad la atravesaba desde el norte hasta el sur. La puerta norte estaba separada del camino por un profundo abismo, así que la puerta misma era un enorme puente levadizo, mientras que la puerta sur estaba enmarcada en una montaña muy alta. Las paredes de risco sur era extremadamente lisas, por lo que fungía como un muro natural infranqueable y tan duro que ni siquiera un Asura con un martillo de batalla podrían quebrarlas.

    Cuando el gran puente levadizo se abrió, lo primero que veía el viajero era una estatua de dos mujeres bellamente esculpidas con alas que salían de su dorso, las cuales creaban un marco emplumado para los carruajes y las personas. La misma obra de arte se encontraba en la puerta sur.

    –Descansaremos en la taberna principal esta noche –dijo Argus –en la mañana conseguiremos algunos caballos para llegar antes del mediodía a la fortaleza de Ambabod.

    A pesar de que Argus no llevaba ropajes extravagantes, al ingresar a la taberna todos sabían que él era un Guardia Imperial, y que la persona que lo acompañaba era extremadamente importante, por lo que nadie intentó propasarse con Anais, tanto así que ni siquiera se atrevieron a lanzar miradas libidinosas, a pesar de su gran y esbelta belleza.

    Aquella noche Anais decidió permanecer unos minutos en la sala común para escuchar a los bardos, estaba interesada en la historia de la pasificación de Lisaquia.

    –Mi hermosa dama desea saber de las aventuras de nuestro señor –dijo un bardo al reconocer el interés de Anais por el Príncipe Negro – quien se encuentra en las oscuras grutas de la fortaleza de Ambabod, su enorme belleza tal vez sea el rayo de luz que necesita en su encierro y soledad, pues creo que todos los presentes desean para el mejor.

    –¡Que la Diosa Nammu bendiga a nuestro señor! –gritaron todos los hombres en la sala común levantando los enormes bazos de madera llenos de cerveza y miel fermentada, desde aquellos comerciantes ricos y bien rasurados vestidos con seda fina, que de vez en cuando en el año se daban un prudente baño, hasta los más bárbaros mercenarios que caminaban con el pelo en pecho y otros más en sus manos, con la barba manchadas de cerveza no en muy buen estado.

    –Atentos sean ustedes señores, guerreros, y damas que alegran nuestra existencia, al canto que he de realizar, para conmemorar las proezas de quien a Lisaquia a traído al fin la paz, atentos sean, y que la diosa bendiga mis versos, a la gran aventura de nuestro señor, el Príncipe Negro.
     
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    La espera

    “¡Dioses! como detesto las montañas, frío, nieve, tormentas, y las mujeres no son hermosas tampoco, pero todo sea por el bienestar de mi hermana”.

    Un muchacho se encontraba sentado en una saliente rocosa, frente a él se extendía el vacío de valles y montañas incontables, la mayoría estaban cubiertas con un manto argentino de nieves perpetuas. El joven había dejado hace poco la adolescencia, su cabello negro purpúreo bajaba alborotado por su frente y hasta la nuca, mientras que sus hombros estaban cubiertos por un manto de lana densa de toros de las altas montañas. Debajo del manto estaba cubierto por un humilde peto de cuero con algunos refuerzos de bronce. Debajo de los correajes que ataban un carcaj pesado lleno de flechas poseía faldones de lana y pantalones gruesos atados en los tobillos por botas de combate con taches diseñados para caminar en los pasos de montaña.

    A su lado se encontraba un extraño arco recurvado, los ejes estaban cubiertos por placas de un metal oscuro con jemas de color verde esmeralda como detalles, en sí parecía más un juguete que un arma de combate.

    –¡Mi señor Héctor! – dijo una voz ronca desde la parte trasera, se trataba de un hombre cubierto hasta la cabeza por un manto de lana de cabra, de menor calidad pero mucho más económico de producir – nos han llegado órdenes del general Fenield.

    El joven suspiró con melancolía.

    –En ocasiones eres un poco molesto Jeremías– contestó el joven incorporándose de su letargo y mientras echaba mano de su arco continuó –tomar la fortaleza de Ambadod no se resuelve solo con una orden.

    Jeremías era un hombre alto y bastante apuesto, aunque la barba de dos meses que llevaba a cuestas le hacía demeritar bastante. Debajo del manto de piel de cabra portaba un peto de cuero cubierto con escamas de bronce, una espada larga de Aluminita, un misterioso metal que solo podía fabricarse en las fortalezas del reino de Zebile así como faldones largos y botas de montaña.

    –Pero señor, el general se encuentra peleando con las tribus en el sur en la región de Gaspia y requiere que nuestra unidad apoye la pasificación del valle de Sinsudu, a demás… – Jeremías no pudo continuar hablando, pues Héctor lo interrumpió con un gesto.

    –¿Aun recuerdas el por qué venimos a este paramo desolado?

    Jeremías bajó la cabeza confundido.

    –Venimos a castigar a estos barbaros por haber deshonrado a la sacerdotisa de la diosa Nammu –contestó Jeremias.

    –¿Y qué hacia una sacerdotisa virgen sin guardias necesarios en tierra de bárbaros como esta en primer lugar? Esta región se encuentra en guerra perpetua entre Señores de la Guerra, la tribu que causó la deshonra fue la primera que aplastamos hace ya tres meses en la ciudad de Bqale y aún seguimos aquí varados. Los martillos de nuestros Asuras molieron sus murallas, pero nos ordenaron pacificar las montañas, ¿no te has preguntado eso? Por muy cerdos que sean estos Señores dela Guerra, ellos no causaron la querella. Nuestro general parece no saber la diferencia entre lusiquianos, gaspianos, sinsudanos o consudanos.

    En ese momento llegó un hombre a caballo, su manto de piel de cabra estaba cubierto por un manto de nieve, se lo veía algo famélico, pero se veía contento. Cuando vio a Héctor se lanzó del caballo y se inclinó.

    –Su alteza, aquí está el encargo que me dio –dicho esto puso al alcance de Héctor un libro bastante grueso que sacó de una de las alforjas del caballo. La cubierta del libro era de cuero y metal, con un sello ornamentado con metales preciosos y un cristal de color rosáceo que brillaba como una gema con la pálida luz del sol de aquellas nubladas montañas. Su cabello era corto y de un tono purpura claro, sus ojos de color azul aun brillaban con la fuerza de la adolescencia, aunque su rostro ya mostraba los signos de la dureza de la vida de un soldado.

    –Eres un hombre libre Roland –repuso Héctor haciendo un gesto para que el mensajero se levantara, al mismo tiempo que Jeremías hacía gestos para que no tratara a Héctor con la reverencia de un infante de la familia real, en primer lugar nadie debía enterarse de su identidad a menos que fuera necesario, esa era la costumbre de los hombres de la familia real de Zebile –entrégame eso– continuó Héctor afablemente – y que te den algo de comer, después quiero que me digas como se encuentra mi hermana y la abuela.

    Roland asintió y obedeció de inmediato.

    –¿Eso es un códice de alquimia? –preguntó Jeremías mientras observaba por enésima vez las altas murallas de Ambabod.

    –El sello es de alquimia –contestó Héctor –pero este tomo es un catálogo de arquitectura antigua –dicho esto, Héctor colocó el códice en una piedra plana bastante larga y sacando una daga cortó levemente uno de sus pulgares, luego aseguró que la punta de la daga acumulara una gota de sangre y la derramó sobre el cristal. Cuando el líquido vital tocó el cristal, este se puso rojo y brillante, como si palpitara.

    –La abuela se ha asegurado que solo los miembros de la familia real podamos abrir los códices –continuó Héctor.

    –Su alteza, discúlpenme, pero no entiendo de que nos puede servir leer un libro viejo en estos momentos.

    –Cuando comenzamos el sitio de esta fortaleza te dije que su forma se me hacía familiar, ¿lo recuerdas?

    –Si –contestó Jeremías girando su rostro hacia Roland, que se encontraba bebiendo un plato bastante grande de sopa, un lujo que Héctor había asegurado la primera semana del sitio, dividiendo sus tropas y enviando algunos escuadrones a caseríos y aldeas cercanas. Los pobladores de aquellas regiones eran bastante dóciles debido a las continuas matanzas provocadas por los Señores de la Guerra, cuando veían gente armada los más viejos del lugar acudían a ver cuáles eran sus intenciones –cuando usted miró la fortaleza, envió exploradores hacia las cuevas para ver si alguna tenía algo fuera de lo común y a Roland lo envió devuelta a la fortaleza de Zebile, no es un viaje corto.

    –De niño mi abuela me hizo estudiar algunos de estos libros, y este tomo contiene la arquitectura de las fortalezas del tiempo antes del tiempo de Besshidi –dijo Héctor.

    –Pensé que eso era una blasfemia –repuso Jeremías.

    –Bueno, el mundo es mucho más antiguo de lo que les cuentan en la escuela –contestó Héctor buscando página por página –no quedan registros de la historia del tiempo antes del tiempo, solo artefactos y tecnologías antiguas, por ejemplo… Fortalezas Vinculadas a la Voluntad de un Gobernante y pasadizos resguardados por Guardianes Autónomos.

    –No entiendo –contestó Jeremías rascándose la cabeza.

    –Por suerte no tienes que –contestó Héctor tomando una rama larga y dibujando un símbolo en el piso, se trataba del símbolo de Taurus el gran buey –convoca a todos los batidores, y a todos nuestros colaboradores indígenas, que busquen este símbolo en el ángulo de cualquier cueva que se encuentre al menos a un quilómetro de este lugar, especialmente aquellas que posean una fuente de agua cerca, creo que con esta pista podremos encontrar el pasadizo fácilmente y no se pierdan como la vez pasada.

    Al finalizar de dar órdenes, Héctor se percató que unos guardias estaban dando la ronda en la zona más cercana de la muralla. Se levantó, tomó su arco y lanzó una flecha. Era una distancia impensable para la mayoría de los arcos, pero no para este nuevo diseño de Zebile, era un arco mecánico y alquímico, por lo que sus dardos podían viajar a mayor distancia, altitud y precisión. El dardo se clavó en el cuello de uno de los guardias, provocando que la fortaleza entera entrara en estado de pánico.

    –¿Contos van esta semana? –preguntó Jeremías

    –No sé, como unos siete –contestó Héctor viendo que los demás soldados se retiraban a una zona a la cual ni siquiera su flamante arco podía alcanzar –lo malo es que esa saliente rocosa es inaccesible para nuestros hombres, de lo contrario sería una zona bastante pertinente para una incursión. En cualquier caso, conseguiste las ropas de cortesano que te solicité?

    –Llegarán esta noche –contestó Jeremías.

    –Perfecto –dijo Héctor apoyándose en su arco –creo que es hora de un poco de maquillaje y una buena actuación.
     
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    1531
    Apariencias

    Al interior de la fortaleza se escondía una ciudadela bastante amplia con al menos cuatro niveles. Una terraza amplia donde estaba un poblado de unos 3000 habitantes, y debajo se encontraban almacenes de alimentos, riquezas almacenadas por los Señores de la Guerra de las altas montañas de Ambabod y mazmorras vacías, pues muchos aseguraban que estaban malditas por un demonio.

    El poblado en si se organizaba de forma ascendente hacia el palacio, que a su vez actuaba como una minifortaleza en sí mismo. El lugar no era bastante grande, pero ofrecía las comodidades suficientes para un noble apostado en una frontera lejana, o para un humilde Señor de la Guerra que no espera más de la vida que la sangre de sus enemigos y los placeres de la carne ofrecidos por las esposas e hijas de dichos enemigos.

    Allí se encontraba Carlo, a quien apodaban el Carnicero de Ambabod, por su tendencia a masacrar villas enteras por la más mínima causa. Por veinte años había estado luchando contra rivales menores tanto al sur como al norte, pero después de tanto tiempo solo había ganado oro, muchos enemigos y algunas enfermedades que le impedían orinar y defecar normalmente.

    –Nadie se atreve a apostarse en la muralla de la torre sur mi señor –decía un hombre joven, en su veintena de años, de barba espesa, pero cuyo rostro ya cruzaban varias cicatrices de combate. Se trataba el capitán de la guardia de Carlo, su nombre era Néstor el Hermoso, famoso por deshonrar doncellas en contra de su voluntad sin importar lo jóvenes que fueran. Se encontraba ataviado con una armadura de pliegues de cuero con placas de hierro de baja calidad. En el muslo tenía una espada corta de bronce y varias dagas. Su cuerpo estaba cubierto por un grueso abrigo de piel de oso y su cabello largo rosáceo estaba recogido en una trenza sobre la nuca que llegaba hasta la espalda.

    –Pues envía a alguien o mátalo –contestó Carlo, su apariencia recia mostraba el peso de décadas de guerras sin descanso, su barba era gris y descuidada, sus labios secos y sus dientes torcidos contrastaban con su inmensa musculatura y voz gutural que a todos aterraba.

    –Para sentidos prácticos sería lo mismo –contestó Néstor –no es una coincidencia, ya he visto a veinte hombres morir con un flechazo entre los ojos por el mismo hombre.

    –¡Coincidencias!

    –No lo son –repuso Néstor –el abismo que nos separa de la montaña tiene tres veces la distancia que puede cubrir nuestro mejor arquero, la silueta de nuestro enemigo siempre es la misma, al igual que su extraño arco.

    –Dejar desprotegida esa muralla puede ser peligroso –contestó Carlo.

    –Tendrían que crecerles alas para que les sirviera de algo –repuso Néstor –es más como un pasatiempo de nuestro enemigo, y si mi intuición no me falla, él debe ser el comandante enemigo.

    En eso llegó un mensajero.

    –Mi señor, mi señor, los invasores desean hablar frente a la muralla.

    Carlo nunca había hablado con un enemigo demasiado tiempo, pero estos guerreros venidos del sur habían demostrado ser bastante hábiles y quería conocerlos.

    La reunión se hizo a horas de la mañana. Las puertas de la fortaleza se abrieron dejando salir a un hombre a caballo, vestido con un abrigo de piel de oso blanco muy fino, en las almenas de la fortaleza estaban apostados una gran cantidad de arqueros.

    Por otra parte Héctor se encontraba esperando a su bárbaro enemigo justo en la línea donde el mejor arquero de la fortaleza perdía su alcance. Se encontraba solo armado solo con su arco y un par de flechas, no llevaba armadura, en lugar de ello estaba cubierto por un abrigo de piel de zorro de las montañas, muy cálido pero con la tendencia a mancharse en la intemperie, por tal razón solo tendían a portarlos las mujeres de las cortes. Debajo del afeminado abrigo estaba vestido con un manto de seda brillante con un patrón de flores y pétalos de cerezo finamente labrados. Su rostro estaba ataviado con maquillaje típico de las cortes de los reyes del norte, conocidos por ser temerosos y contratar mercenarios para realizar sus labores militares.

    –Salve –dijo Héctor empleando una forma del dialecto de las fronteras del norte de Zebile con la cual se había comunicado con algunos ancianos de las aldeas cercanas –Mi nombre es Héctor Capitán de cuarto destacamento móvil del ejercito del norte de Zebile, usted debe ser el Señor de estas tierras, Carlo a quien llaman Carnicero.

    Carlo bajó de su montura, el viejo soldado apenas si pudo sostener la compostura ante la risa que le proporcionaba la complexión del comandante enemigo, no era más que un niño tonto, un noble mimado entre almohadas y cortesanas. El arquero que tanto preocupaba a Néstor debía tratarse de algún mercenario aburrido por el hastío de esperar.

    –Carnicero no es un término apropiado para una discusión diplomática –repuso Carlo de forma cortes– aunque debo conceder que su pronunciación de nuestra lengua es bastante buena, tiene un acento afeminado, pero es entendible.

    El aliento de Carlo apestaba a huevos podridos mezclados con sangre seca y podía olerse desde bien lejos, sin embargo Héctor pasó por alto aquel detalle, simplemente miró a los ojos a su enemigo.

    –Mi general me ha convocado a las tierras del Sur, sin embargo creo que dejarte a mis espaldas me traería problemas –dijo Héctor –por eso te he traído esto.

    Los soldados de Zebile entonces trajeron la escultura de un caballo de tamaño natural lleno de monedas de oro hasta el morro.

    –Lo hice yo mismo –dijo Héctor –es una delicada obra de arte que espero zanje las diferencias entre nuestros pueblos por el momento.

    –Artes de mujeres –contestó Carlo –pero oro sin duda alguna – Carlo trató de empujar la estatua, dándose cuenta de que era bastante pesada, más que si estuviera llena de hierro o algún otro metal sin importancia.

    –Veo que sabe juzgar el metal del Sol con bastante exactitud –dijo Héctor tratando de agudizar un poco más su voz para hacerla sentir más infantil de lo que era.

    –Cuando pasas tanto tiempo como yo bañado en monedas de oro, y cuando los sucios campesinos tratan de embaucarte cada día, aprendes a juzgar rápidamente las cosas señorito –contestó Carlo.

    –Acepto tu ofrenda, pero apenas me lo acabe en vino iré por vuestra cabeza –prosiguió Carlo.

    –Me habré ido para entonces –contestó Héctor levantando las manos, como si fuera el más indefenso de los nobles hijos de papi que van a la guerra pensando que es un paseo en el parque.

    –La próxima vez que vayas a la guerra procura tomar una actitud más firme –repuso Carlo mirando a lo lejos, las tropas de Héctor podían verse completamente desordenadas, jugando dados sin vigías o guardias atentos a la vista –de lo contrario podría perder la cabeza –dicho esto Carlo sacó su espada rápidamente, pero deteniendo el filo en el cuello de su enemigo. Por un instante la mirada de Héctor se mantuvo firme, pero luego hizo un gran escándalo, como si estuviera atemorizado.

    Carlo estalló en carcajadas mientras daba órdenes a sus hombres para que se llevaran el botín, mientras que Héctor se retiraba de una forma muy poco gloriosa.

    –Está actuando –dijo Néstor seriamente.

    –Tonterías, no es más que un crio afeminado de una familia rica –contestó Carlo –por el momento solo preocupémonos por celebrar esta victoria, cuando estos afeminados sureños se retiren toda la región del sur estará indefensa y por fin podremos unificar estas montañas bajo mi mando. Pero eso será mañana, esta noche celebramos.

    El asedio se había levantado y como era costumbre de Carlo, aquella noche hubo un festejo en honor al dios Baqus. Vino, mujeres, cerveza, el lugar se sumió en una orgía sexual completamente fuera de control. Héctor observaba las luces de la ciudad desde la distancia, mientras su ejército aguardaba ocultándose.

    –Así que es verdad – dijo Héctor a Roland quien estaba a su diestra.

    –Los barbaros de estas montañas realizan festejos que duran días y que involucran a todos los miembros de sus séquitos, la verdad me parece asqueroso –dijo Roland.

    –Creo que pocas culturas comparten tus pudores sexuales amigo mío –repuso Héctor.

    –Por eso son bárbaros –contestó Roland sentándose –las tropas están listas, pero algunos no dejan de alabar tu actuación, especialmente aquellos que van a los teatros de forma seguida, “el capitán debería recibir el laurel a mejor maquillaje y mejor actuación” dicen, en lo personal me parece una falta de respeto –sin embargo esas palabras solo lograron sacarle una sonrisa al rostro normalmente impasible de Héctor.

    –El engaño es una de las principales armas en la guerra –dijo Héctor levantándose, el viento gélido del atardecer hizo hondear su abrigo de combate de forma dramática, mientras guardaba su arco en un estuche al lado de su muslo.

    –Bien, es hora de marcharnos –dijo Héctor al ver que Jeremías traía su montura, había al menos 30 jinetes, todos armados con las mejores armaduras y espadas –Roland, estás al mando, prepara a los hombres para atacar al amanecer, cuando las banderas y las cabezas de oso sobre las puertas estén quemándose.

    –Así se hará su alteza.
     
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    El calabozo

    La luna llena iluminaba la noche cuando llegaron al punto indicado, a poco menos de un quilómetro se encontraba la cueva marcada por el símbolo del Buey. Héctor bajó de su montura armado hasta los dientes, su arco y un carcaj lleno de flechas, así como una espada larga de Aluminita. Los soldados que lo acompañaban también estaban bien armados, todos se caracterizaban principalmente por su disciplina.

    –Hombres, escúchenme –dijo Héctor –no enviaré a morir a nadie sin saber a lo que se enfrenta. Esta cueva da a uno de los pasajes secretos de la fortaleza de Ambabod, pero cerca de la entrada hay un sello de alquimia, muy poderoso y antiguo que invocará físicamente a un guardián. La forma específica que tomará el guardián la desconozco, pero si lo derrotamos podremos acceder fácilmente a las catacumbas del lugar, y yo tengo los planos –Héctor levantó un pergamino en el que había transcrito los planos del libro que había traído Roland –cuando el guardián aparezca todos tendremos miedo, por eso solo estoy dispuesto a dejar seguir bajo mi mando a aquellos que confíen en mis órdenes, los que crean que temblaran con la imagen de un demonio, un minotauro o un grifo pueden retroceder inmediatamente y regresar con la fuerza principal.

    Los hombres se miraron mutuamente, y luego el más alto de todos ellos, el que portaba otros cuatro carcaj de repuesto para Héctor levantó las manos.

    –Señor, usted acaba de darle a esos barbaros todo el efectivo que nos quedaba, aunque nos marchemos no tendremos dinero para comprar alimento de las aldeas cercanas, lo cual nos forzaría a tomarlo a la fuerza, o a morir de hambre.

    –Eso nos retrasaría –dijo otro de los caballeros quien se encontraba afilando su espada.

    –Y eso le daría tiempo a los barbaros de la fortaleza de atacarnos por la espalda –terminó Jeremías.

    Héctor sonrió y dando media vuelta ingresó en la caverna con una antorcha –entonces marchen con migo o mueran abandonándome. Los demás hombres encendieron antorchas, aunque algunos ya sentían el frio del terror afectándoles la movilidad de sus miembros.

    El lugar era oscuro, sin embargo pronto dieron con una gruta bastante amplia y varias cuervas. El camino a seguir siempre estaba marcado por el símbolo del Buey en alguna de las salientes por lo que nunca tuvieran la aterradora sensación de haberse quedado perdidos.

    El problema era la luz y la oscuridad, la luz generada por las antorchas era algo tenue y de disipaba muy rápido, por lo que no permitía anticipar demasiado, ruidos generados por murciélagos o escorpiones sin agujón de las cuevas aterraban a los hombres, pero la firmeza en la luz de la antorcha de Héctor los mantenía centrados.

    –Mi señor, ¿Qué es eso? –preguntó uno de los soldados al ver a una criatura moverse en medio de la oscuridad, se asemejaba a una momia, un muerto despellejado y putrefacto cubierto por una armadura oxidada y un escudo quebrado.

    Héctor lanzó la antorcha a Jeremías quien la tomó con la mano izquierda, luego tensó su arco y clavó una flecha en la frente del enemigo. La criatura retrocedió dos pasos para luego despedazarse en polvo.

    –Son sirvientes del guardián –contestó Héctor –se emplean para disuadir a los débiles y supersticiosos de seguir avanzando, si ya han empezado a aparecer significa que estamos cerca –luego hablando más duro dijo –tened a la mano vuestras armas, los sirvientes del guardián son lentos, pero sus estocadas son igual de mortales que las de cualquier hombre, y sus cuchillas oxidadas os envenenaran la sangre si estas llegan a cortar la piel.

    Algunos hombres tragaron saliva, pero siguieron avanzando.

    –¿Qué clase de magia negra es esta? –se preguntaban algunos susurrando, pero Héctor tenía oído de tísico.

    –Una muy antigua, antes del tiempo de los archimagos, sin embargo se asemeja más a la alquimia que empleamos nosotros para mover los castillos flotantes y Asuras –contestó Héctor –es posible del Conde Pedro de Abu haya desarrollado toda nuestra actual tecnología investigando una cueva como esta.

    Los hombres caminaron algunas horas, los combates contra los muertos vivos no fueron muy problemáticos realmente, el arma de aquellas criaturas era el miedo que impartían, despojados de ella eran fáciles de derrotar, lo único que se requería era una formación disciplinada en la que una línea de escudos mantenía a raya los débiles golpes de sus brazos, para luego recibir golpes fulminantes en las cabezas. Los cráneos se partían aun cuando estaban cubiertos por cascos, derrumbado el resto del cuerpo de manera inmediata.

    Cuando pasaron por una gruta bastante angosta salieron a un enorme salón, estaba completamente limpio, y lo más extraño fue que las antorchas del lugar se encendieron automáticamente con su llegada.

    En los cuatro vértices del salón se erguían las estatuas de cuatro minotauros, cada uno más imponente que el anterior, criaturas mitad hombre mitad toro famosas por resguardar fortalezas en los cuentos de cama.

    Héctor levantó su mirada a una de las paredes, allí se encontraba dibujado un circulo de transmutación con varios símbolos que había visto en algunos libros, pero que le costaba interpretar en su conjunto, aunque sabía una cosa muy clara.

    –Esto es malo.


    –¿Qué pasó después? –preguntó Anaís al bardo, pero este no supo que responder.

    –Nadie lo sabe con certeza –dijo uno de los hombres del lugar, un mercenario de barba espesa y abrigo de piel –pero se dice que Héctor hizo un pacto con un demonio, y esa misma noche ordenó la masacre de Ambabod.

    –Hombres, mujeres, niños incluso los bebes –dijo otro de los hombres del salón –todos fueron asesinados.

    Anais se llevó las manos a la boca, ¿Qué clase de persona podía hacer algo tan terrible? ¿y a esa persona se suponía que ella debía servir?


    –Parece que no durmió bien –dijo Argus al día siguiente, Anais bajaba de su habitación viendo una serie de abrigos y ropas abrigadas que le había traído el Guardián.

    –¿Para qué es eso? –preguntó ella.

    –Los vientos del norte hacen que Raquis sea una ciudad relativamente tibia a pesar de que se encuentra en medio de las montañas –respondió Argus –pero Ambabod es diferente, se encuentra del otro lado del gran pico, y allí los vientos son realmente gélidos.

    Inmediatamente Anais imaginó un páramo desolado con cientos de cadáveres empalados formando un pasillo de honor hacia la fortaleza.

    –¿Crees que tu amigo ha cambiado? Digo, no lo ves desde hace tiempo –dijo ella poniéndose los ropajes.

    –Es posible, pero no creo –contestó Argus señalando la salida de la posada, cuando se encontraron a fuera Anais vio que ahora hacían parte de una caravana más grande, en las alforjas llevaban oro y otras piedras preciosas –es el tributo.

    –No parece ser un impuesto muy barato, ¿la gente no tiene problemas para completar semejante suma de metal? –preguntó ella.

    –No realmente –contestó Argus –Héctor es un buen administrador a pesar de sus manierismos y excentricidades.

    El viaje a través de la montaña de Ambabod no fue sencillo, Anais notó en carne propia como el viento gélido podía congelar los huesos con tan solo un soplo, y no esperaba que el paisaje mejorara al cruzar el borde de la montaña, ¿tal vez un páramo desolado? O ¿un desierto alpino resquebrajado? ¿Aldeas incendiadas por no pagar sus impuestos? Todo era posible de un tirano capaz de matar niños.

    Pero la imagen de la fortaleza era completamente diferente al de su imaginación. A pesar de que ya estaban entrados los meses fríos, la fortaleza de Ambabod se veía hermosa, como un castillo de cuento de hadas ubicado al borde de un acantilado hacia el sur, mientras que en el norte se encontraba adornada con árboles firmes, que a pesar de haber perdido sus hojas aún se veían hermosos.

    Antes de llegar a la fortaleza, la caravana pasó la noche en un poblado cercano. Anais estaba sorprendida de la actitud de las personas, pues se encontraban en una especie de festejo, había comida muy dulce, conservas de harina, leche y dulce deshidratado que formaba un pastel cremoso pero sólido. Los viajeros fueron recibidos con gentileza en el castro, la construcción donde se reunían los hombres al ser reclutados para la guerra.

    En lo primero que se fijó Anais en el interior del castro fue en una placa con una marca numérica.

    –¿Que dice allí? –preguntó ella.

    –785 días sin guerra –dijo uno de los ancianos mientras le ofrecía un plato de aquel pastel, el cual aún estaba caliente –también es el tiempo en que ocurrió la masacre de Ambabod.
     
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    Prisionero

    Anais observó la fortaleza de Ambabod desde un balcón mientras hablaba con una de las ancianas de la aldea.

    –Lo imaginé diferente –dijo ella mientras en sus ojos se impregnaba la imagen de un castillo amigable que resplandecía bajo la luz de la luna.

    –Muchos de los jóvenes que vienen aquí mencionan lo mismo mi niña –dijo la anciana ofreciéndole un poco de té.

    –¿Jóvenes?

    –Si –dijo la anciana –después de la derrota de los señores de la Guerra todos pensaron que el nuevo señor organizaría un gran ejército, así que muchos jóvenes vienen a jurar lealtad al señor de la fortaleza.

    –¿Entonces está reclutando un ejército?

    –No –contestó la anciana sentándose a disfrutar un poco de aquel pastel cremoso –en la fortaleza solo permanecen los más fuertes, de cada cincuenta muchachos que vienen solo uno permanece en la guardia, los demás son retornados a sus hogares con la promesa de no tener que llevar sobre sus hombros un destino tan pesado –luego sonriendo y lágrimas en los ojos la anciana continuó –ni siquiera los más viejos de nosotros recuerdan una época en la que no hubiera conflictos. Aunque si hay que admitir que hubo una época en la que la fortaleza de Ambabod lucía lúgubre y tenebrosa.


    A la mañana siguiente continuaron el camino, la calzada finamente construida, además de ser muy reciente ya se encontraba llena de nieve debido a las fuertes nevadas de los últimos días, lo cual dificultaba parcialmente la caminata, sin embargo estuvieron frente a los muros norte de la fortaleza antes del mediodía. Justo antes de los muros se encontraron con un bosquecillo que ya había perdido todas sus ojas, pero cuyas copas ya se encontraban conteniendo grandes cúmulos de nieve.

    A lo largo del camino se encontraban unas lanzas carcomidas por la intemperie, desnudas completamente. Anaís se preguntó la utilidad de aquellas lanzas hasta que se percató de unas osamentas que se encontraban en sus bases, eran los restos de lanzas de empalamiento, el peor ritual de tortura conocido por los zebilianos. Anaís casi trasboca al ver aquellas calaveras rotas por la caída, además de contemplar los buitres que se posaban en los árboles.

    Una vez cruzaron el bosquecillo se levantaban los muros de Ambabod, la más grande y la más infame de las fortalezas de las montañas de Lisaquia, los muros habían sido restaurados y pintados recientemente, por lo que se veían prístinos y brillantes, de echo Anais pudo notar unos cabrestantes que permitían a los obreros decorar los bordes superiores de la fortaleza con un motivo de flores de lirio azul.

    Cuando los portadores del impuesto sonaron sus trompetas los muros se abrieron de par en par, emergiendo de ellos una tropa de soldados de infantería, todos estaban armados ligeramente con abrigos ligeros, botas de montaña, dagas cortas y arcos de polea. En el fondo Anaís observó una fuente de mármol. La fuente era de hecho una escultura de una doncella alada representando una escena de un baño en un rio, en sus manos había una cantimplora de la cual emergía el chorro de agua.

    Uno de los hombres vestía una armadura de placas cubierta por un manto y un abrigo, sus correajes ataban una espada de hoja ancha y su cabello purpúreo lo rebelaban como un oficial besiano del reino de Zebile, evidentemente se trataba de uno de los hombres de Héctor. Cuando aquel caballero reconoció la espada de Argus detuvo todo el procedimiento.

    Los dos hombres hablaron en la lengua de Zebile y aunque Anais podía entenderla se encontraban muy lejos, lo único que ella pudo entender fue la palabra “alteza”. Argus y ella fueron separados inmediatamente de la caravana ingresando a la fortaleza. Aunque habían pasado ya dos años desde toma de posesión, los trabajadores y criados aún se encontraban ocupados en labores de mantenimiento, reparación y lavado de algunas de las habitaciones.

    Anaís trataba de observarlo todo, pero no permanecían demasiado tiempo en un lugar, el caballero parecía ser alguien de autoridad, por lo que pasaban por los puntos de control de forma bastante rápida, no sin que los soldados saludaran de forma respetuosa a Argus y a ella misma. Finalmente se encontraron con el mayordomo del palacio, un hombre recio de mirada penetrante, pero con un comportamiento muy educado.

    –Mi nombre es Jeremías –dijo el caballero besando gentilmente la mano derecha de Anais. Jeremías era un hombre recio, su rostro revelaba una vida de campañas militares, combates y vigías en páramos desolados, su piel estaba oscurecida por el sol y el viento, pero su estructura fuerte lo hacía tener cierto atractivo, llevaba el cabello corto, una costumbre de los militares de Abu que había estado pasando de moda en las últimas generaciones. Jeremías los guió por el castillo.

    Jeremías explicó a Anais y a Argus muchos de los cambios administrativos que habían ocurrido bajo la administración de Héctor, leyes comerciales, administrativas, derecho público, juicios justos, impuestos coherentes y una austeridad evidente. Todo eso contrastaba con la imagen de alguien tan sanguinario como las historias contaban.


    Cuando llegaron al gran salón Anais observó algo que la dejó desconcertada, el lugar era amplio aunque algo frio, el piso era de mármol pulido y se notaban los nichos de estatuas que ya no estaban allí.

    En el centro de la habitación se encontraba un gran artefacto mecánico, perecía ser una especie de prototipo, uno que ella conocía muy bien. Entonces la mirada de Anais se posó en un bello joven que permanecía frente a uno de los grandes ventanales, se encontraba vestido con una casaca gruesa con bordes metálicos, atada en la cintura con correajes y una espada normal, pero que aun así poseía una guarda muy bien labrada. La casaca se convertía en un faldón amplio a la altura de la cintura ocultando parcialmente unos pantalones gruesos y unas botas de lana de descanso.

    Anais miró al joven algo enojada, luego ingresaron Argus y jeremías.

    –¿Así que es ella? Es bastante hermosa –dijo el muchacho saludando a Argus levantando la mano.

    –Eso es algo adicional –contestó Argus.

    Anais se acercó al muchacho con una actitud altanera, y cuando se encontró cerca de él sacó una daga, jeremías se puso alerta, pero Argus levantó la mano indicando que no era necesario, de hecho hizo una mueca de interés, de modo tal que Jeremías se enfocara más en lo que sucedía.

    –¿Que intentas hacer? –dijo Anais.

    –Me temo que no la entiendo señorita –contestó el muchacho.

    –Eso que tienes allí fue parte de un documento que escribí para graduarme en la universidad de Zebile, ¿Cómo conseguiste acceso a él? ¿Qué pretendes hacer con mi creación? Depende de tu respuesta vivirá su alteza.

    El muchacho observó la fiera mirada de Anaís, era la primera vez que veía a una mujer tan segura de sí misma, aunque la verdad es que no es que hubiera visto a muchas tan de cerca en los últimos meses. El muchacho suspiró con algo de vergüenza.

    –Eso tendrá que preguntárselo a mi señor Héctor –dijo el muchacho.

    Anais cambió su expresión.

    –Él es Roland, uno de los caballeros que resguardan la pena del príncipe Héctor –dijo jeremías.

    –¿Pena?

    –Puede que Héctor se encuentre gobernando esta región –continuó Roland –pero también es verdad que es un prisionero, fue condenado a permanecer en las catacumbas de esta fortaleza hasta que la guerra de pasificación de las tribus al norte de la cordillera de Zebile termine.

    –De eso ya han pasado dos años –dijo Roland apesadumbrado –y es un poco injusto.

    –¿Cómo es que un gobernante puede estar prisionero? –preguntó Anaís.

    –Es complicado –contestó Argus dando un suspiro –¿dónde está Héctor?

    –Se encuentra en la torre, según la condena del general Fenield, él puede tomar el Sol dos horas al día en la cima de la torre más alta.

    –¿Como lo ha tomado? –preguntó Argus.

    –Bien –contestó Jeremías –otros ya hubieran enloquecido, pero su alteza ha aprovechado esta oportunidad para aprender a delegar funciones y ser un buen gobernante.

    –Puedo hablar con el –preguntó Argus.

    –Si –dijo jeremías –pero su alteza dijo también que desea hablar con el ingeniero primero.

    Anais puso el ceño fruncido, era obvio que la fama de Héctor no le hacia ninguna gracia. Anais arrojó la daga al suelo, como tratando de recordarles a todos que había intentado atacar a alguien de alto rango, ¿no sería imprudente dejarla sola con el gobernante del lugar?

    –Quien es el –dijo Anais a Jeremías –sé que si me niego a obedecerlo mi familia y amigos pagarán las consecuencias, sin embargo encuentro repulsiva la idea de trabajar para un tirano que no duda en masacrar un poblado completo solo por gloria y riquezas.

    –La Masacre –dijo Jeremías cerrando los ojos.

    –Ella tiene derecho a saber –dijo Roland mirando a Jeremías.

    –De acuerdo –dijo Jeremías –pero recuerda mujer, lo que te contaré aquí es un secreto, no debe salir nada de tus labios o será considerado una traición.

    Anais asintió.
     
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    La masacre de Ambabod

    Héctor y los demás podían sentirlo, era algo místico, una presión innombrable, como si alguien indagara en lo más profundo de su ser.

    –Esto es malo –dijo Héctor –muy malo.

    Dicho esto el círculo de alquimia comenzó a brillar, y su luz tocó la superficie del piso en el centro de aquel colosal salón.

    –Portadores de escudo al frente, lanzas en ristre –dijo Héctor, luego señalando los flancos –los que llevan armaduras ligeras a los costados, moveos como yo les ordene y evadan a la criatura lo más posible, yo voy al frente.

    –Pero mi señor –dijo Jeremías preocupado, pero Héctor simplemente se enfocó en señalar su posición en el flanco izquierdo.

    “Si la criatura aparece con armadura somos hombres muertos” pensó Héctor mientras que de aquella luz en el piso emergía un hilillo de polvo que poco a poco tomaba la forma de unas vertebras bastante robustas, luego las costillas, las clavículas, los brazos, las piernas hasta que apareció la cabeza de un toro con cuernos curvados al frente. Posteriormente aparecieron los músculos y los ligamentos, los tendones y las venas, todos poderosos y brillantes. Cuando la bestia despellejada tocó el suelo, su carne segregó piel, debajo del ombligo y en todo su dorso emergió una capa de pelo corto. Una de sus manos se extendió y de esta apareció un enorme martillo de batalla.

    Héctor observó la situación sin mover un ápice su posición, aunque todos sus hombres estaban temblando.

    –Portadores de escudo –dijo Héctor –dispérsense y posiciónense en los flancos, jabalinas preparadas.

    Terminado de decir esto, la criatura desvió su mirada hacia Jeremías.

    “No tan rápido” Mientras pensaba esto Héctor levantó su arco y con gran velocidad clavó tres flechas en los hombros de la criatura. Un grito de dolor resonó en la habitación mientras esta retrocedía tres pasos.

    –Eso, tu atención está con migo, con nadie más –dijo Héctor, mientras que al mismo tiempo el minotauro bramaba y escupía baba por el hocico. Rastrilló sus cascos contra el piso y avanzó como un toro con sus cuernos en frente. Héctor se quedó esperando –¡Todos quietos!

    Los cuernos los evadió por poco, y la barra del martillo de batalla la esquivó de un salto giratorio mientras que al mismo tiempo clavaba tres flechas en el costado de la criatura. La bestia siguió avanzando mientras los hombres salían de su paso hasta estrellarse con la pared.

    –¡Jabalinas! –gritó Héctor. Dicho esto varios de los portadores de escudo sacaron una jabalina del estuche de sus escudos en el suelo y las lanzaron en la espalda de la bestia.

    El minotauro giró balanceando su martillo sin que pudiera dar a nadie, mientras que otras tres flechas se clavaban en su cuello. Una le impactó en la frente, pero su cráneo era tan denso que se partió rebotando. El dolor sin embargo, hizo que la bestia pusiera su atención nuevamente en Héctor.

    Ahora la espuma que brotaba de su hocico estaba mezclada con sangre.

    –Portadores de espada, preparados –dijo Héctor mientras llenaba el espacio entre él y la criatura con flechas. Cada una era una aguja que se clavaba en los músculos de la bestia. Coyunturas, articulaciones y tendones de la región pectoral. La bestia bramó con fuerza haciendo temblar el gran salón y se abalanzó contra Héctor, esta vez sin correr. Héctor lanzó todos y cada una de sus flechas.

    –Cuando yo dé la orden, avancen contra sus talones, un corte y corran –dijo Héctor mientras la criatura había cubierto la mitad de la distancia –a los tendones y ligamentos, no intenten clavar sus cuchillas, si lo hacen abandónenlas inmediatamente o morirán –Sin dejar de tirar flechas Héctor daba órdenes, hasta que la bestia levantó sus hombros. Jeremías se adelantó empujando a Héctor de la anticipable ruta de aquel colosal martillo, pero la bestia no pudo lanzar el golpe, el peso del martillo la hizo tambalear.

    –¡Ahora! – gritó Héctor incorporándose. Dicho esto los portadores de espada pasaron uno por uno lanzando un tajo a los talones y las patas de la bestia. La criatura tenía problemas con levantar el martillo y no lograba concentrarse en un blanco, hasta que uno de los guerreros le clavó la espada en la cadera y una lanza en el costado. La cuchilla atravesó los músculos, pero antes de llegar al corazón se partió el mango. El rostro de euforia del guerrero se transformó en pánico al ver que la bestia había centrado su atención en él.

    Héctor llevó su mano al carcaj, pero estaba vacío, ya no tenía con que llamar la atención de la bestia, sin embargo no se rindió, ubicó uno de los carcaj de repuesto que estaba en el suelo y se lanzó por él, tensó su arco con una de sus flechas, solo para ver en cámara lenta algo que lo impactaría de por vida.

    El minotauro arrojó el martillo y con un golpe de mano levantó al guerrero quien terminó rondando e inmóvil a unos siete metros de distancia.

    La sangre manaba por todas las heridas del minotauro, y aparentemente ya no podía caminar. La bestia tambaleó y se arrodilló, mientras resoplaba.

    –Eso pasa cuando no siguen las órdenes –dijo Héctor arrojando su arco y sacando su espada. Se acercó a la criatura que respiraba profundamente –Guardián, te conmino a que cumplas tus votos, yo asumiré tu existencia en mi alma –dicho esto Héctor atravesó el cuello de la bestia y luego con un tajo movió la cuchilla a un lado, dejando descolgar la cabeza de la bestia por los músculos del otro lado del cuello.

    La bestia se desintegró en el polvo.

    El círculo de alquimia brilló nuevamente y del brillo emergió nuevamente un hilillo de polvo. Pero todos temblaron de pánico al ver que los huesos eran más gruesos, la masa muscular más densa, los cascos más sólidos, y en esta ocasión una pesada armadura de bronce rodeaba a la bestia.

    Todos los guerreros observaron con pánico como un nuevo minotauro se aparecía poco a poco, pero Héctor no le prestaba atención, simplemente le dio la espalda y se acercó al guerrero que había caído. Su tórax estaba fracturado completamente, y podía verse que se había astillado cortando los pulmones. Héctor tomó a su soldado por el cuello gentilmente.

    –Dime el nombre de tu familiar más querido y donde puedo encontrarlo –dijo Héctor mientras que con pánico Jeremías veía como el nuevo minotauro era cubierto en esta ocasión por una armadura de placas, y su martillo pasaba a ser un hacha de combate.

    –Feli… –el soldado tosió sangre mientras el dolor en su espalda lo doblegaban. La bestia tocó suelo, y esta vez su peso hacía temblar el suelo –Mi hij..ja…Cas…tellum.

    Dicho esto el guerrero murió. Héctor le cerró los ojos mientras que la criatura resoplaba sobre su cabeza tan fuerte que podía verse el vapor salir de sus fosas nasales. Era la primera vez que uno de sus subordinados moría en batalla.

    –¿Quién es el nuevo señor del castillo? –preguntó una voz misteriosa, pero monótona, como si no tuviera alma o género, no era ni de hombre o de mujer, de niño o niña.

    –Llámame Héctor, ahora dime todo lo que sepas sobre este castillo.


    Es el amanecer de un nuevo día y una docena de hombres encapotados avanzan por una ciudad dormida. Héctor observaba el paisaje sin dar crédito a lo que veía.

    –El vino de las montañas tenía fama de ser fuerte, pero esto es ridículo –dijo uno de los soldados mirando como los soldados de quebian defender la fortaleza se encontraban tirados en el piso dormidos por los efectos del vino.

    –Poder caminar por este lugar sin que se den cuenta es extraño –dijo Jeremías mientras se arrodillaba frente a uno de los soldados enemigos.

    Héctor cerró los ojos un instante, mientras que una lágrima surcaba su rostro –mátenlos.

    Las palabras surgieron como un débil murmullo que sus soldados no pudieron escuchar.

    –¿Que dijo su alteza? –preguntó Jeremías, pero entonces una flecha atravesó el cráneo del hombre que estaba durmiendo.

    –Mátenlos a todos –dijo Héctor –todo hombre capaz de pelear que se encuentren, atravesadle la garganta con una daga –luego tres flechas atravesaron el cráneo de igual número de guardias dormidos al lado de sus mujeres.

    –Mi señor –interpuso Jeremías –están indefensos –dicho esto, otras cuatro flechas mataron a igual número de soldados acostados a mitad de la calle con sus botellas de vino aun en las manos.

    –Es una orden – dijo Héctor –no permitiré que otro de mis hombres muera si tengo la oportunidad de salvarlo.

    Jeremías bajó la cabeza –él también era mi amigo.

    –Al igual que todos ellos –señaló Héctor avanzando a una nueva callejuela asesinando a unos diez hombres con una flecha en el cráneo –¿estás diciéndome que si tienes la oportunidad de que tus hombres regresen a casa intactos los arriesgarías por un sentido arcaico de honor? ¿A caso una viuda entenderá de honor? ¿O unos huérfanos?

    Jeremías bajó la cabeza nuevamente –somos soldados, estamos preparados para ello.

    –¿Y ellos lo estuvieron? –preguntó Héctor señalando una plataforma de ejecuciones. Allí se encontraban varios niños que habían sido ejecutados ritualmente al dios Baquis. Cuando los demás miembros de la tropa lo observaron la escena, algunos casi vomitan al ver la crudeza de la imagen.

    –A sus órdenes –contestaron todos.

    –Avancen hacia las torres de vigilancia matando a todos los que se encuentren –dijo Héctor –abran las murallas cuando todo esté dispuesto.


    Fue una masacre, cuando las tropas ingresaron a la fortaleza preparados para afrontar una recia batalla, lo que encontraron fue a un grupo de prostitutas y/o esposas “jamás lo sabremos” llorando a los hombres “o en su defecto, robando lo que tuvieran de valor”. Cuando ellas vieron a los invasores salieron despavoridas a ocultarse en las casas.

    Carlo y Néstor se encontraban despertando en medio de su harem, cubiertos por mantos de lana fina y almohadas de seda. Cuando las cortinas se corrieron pensaron que se trataba de sirvientes y gritaron con molestia, pero sus rostros cambiaron totalmente al ver a una treintena de hombres altos completamente armados frente a ellos.

    Frente a ellos se encontraba Héctor haciendo un gesto de silencio –mis señores, seamos corteses con las damas y no hagamos ruido al salir.

    El cuarto mes del año 875 después de la Creación, la gran fortaleza de Ambabod cayó en manos del reino de Zebile, el comandante del ejército de Zebile masacró a todos los soldados de la guarnición empaló al comandante y descuartizó al señor de la guerra Carlo el Carnicero, envió sus brazos y piernas a las aldeas principales al sur y su cabeza al norte convocando a los ancianos de las aldeas a una reunión. De esta manera, tan solo cuatro días después todos los señores de la guerra al norte de la fortaleza decidieron rendirse ante los ejércitos del reino de Zebile, sin que se peleara una sola batalla más.

    La noche después de la captura de la fortaleza dos soldados se encontraban vigilando en una de las almenas más altas. La vista era sin duda imponente, hacia el norte y el sur podía observarse como las montañas y los valles alpinos con ríos como cintas azuladas se extendían hasta donde las nubes borrascosas, siempre iluminadas por los relámpagos de los dioses, permitían ver. Mientras que al este y el oeste se divisaban dos valles. Al este estaba un valle alpino bajo, el cual se dividía en cuatro regiones gobernadas por cuatro tribus independientes.

    –Fue una victoria sencilla, ¿Qué crees Guse? –dijo uno de los guardias, un hombre bajo y grueso a pesar de no comer demasiado, su nombre era Francisco, un campesino que había perdido sus tierras en apuestas, por lo que había tenido que enlistarse en aquella leva para salvar su cuello de los acreedores.

    –Creo que fue mucho mejor que lo que sucedió en Bqale –contestó su compañero mientras bebía una taza de sopa caliente, las gallinas que se encontraban en el interior de la fortaleza mejoraban considerablemente el sabor de las yerbas que podían encontrarse en aquellos inhóspitos páramos.

    –¿Estuviste en el sitio de Bqale? Dicen que fue una batalla sencilla también –pregunto Francisco sentándose en el banquillo mientras sacaba su taza y su cuchara de dotación.

    –No, definitivamente no fue fácil –contestó Guse mientras tragaba, se notaba que el recuerdo le afectaba bastante –cuando tomamos Bqale los Titanes de los Caballeros ingresaron a la ciudad destruyendo las residencias de los más pobres, aquí solo matamos soldados, mientras que allá vi cuerpos de niños pequeños que habían sido aplastados. Nuestros soldados no distinguieron hombres o mujeres, todos los adultos capaces de pelear fueron pasados por la espada –y luego mirando a los ojos de su compañero –y los que no podían pelear también, creo que esa es la razón por la que el Capitán decidió arriesgarse tanto.
     
  9.  
    joseleg

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    La vista del condenado

    –Los niños ya estaban muertos –dijo Jeremías.

    –También los bebés de brazos –agregó Roland un poco apesadumbrado –al parecer el día en que hacíamos nuestra estratagema coincidía con las fiestas del dios Baquis, en las cuales se sacrificaban los hijos primogénitos de los campesinos de la región para otorgar el poder de sus almas en el vientre de una de las mujeres del señor del castillo.

    –Héctor ordenó empalar inmediatamente a los oficiales al mando, y a los soldados que aún estaban ebrios cortarles el cuello en absoluto silencio –dijo Jeremías –el sacerdote del dios Baquis fue hervido vivo como advertencia de la condena absoluta ante tan inhumana práctica.

    –Días más tarde las tropas de algunos señores de la guerra se aliaron y avanzaron a nuestra posición –dijo Roland.

    –Pero las gentes de las aldeas ayudaron a Héctor a tenderles una emboscada –dijo Jeremías –los matamos a todos con dardos, rocas y jabalinas desde un gran precipicio, y a los sobrevivientes junto con los señores los empalamos frente a las puertas de este castillo, de eso ya han pasado unos dos años.

    –Desde entonces la adoración al dios Baquis ha estado prohibida –dijo Jeremíaas –y la gente le agradece mucho eso a Héctor, pues los únicos que adoraban a ese dios eran los Señores de la Guerra.

    –¿Entonces por qué permanece aquí bajo arresto? –preguntó Anaís

    –Eso es otra historia –dijo Roland –pero creo que será mejor que el propio señor Héctor se la cuente.

    Anaís suspiró y luego dijo –hablaré con tu señor entonces, pero aun no te aseguro que serviré a su causa.


    Anaís subió a la torre más alta, y allí en la cima un muchacho de unos veinte años se encontraba observando hacia el oriente. Cuando vio su rostro se sorprendió, pero intentó mantenerse sin expresar emociones, es más su rostro se hizo frio.

    –¿Qué es lo que su alteza desea de mí? –preguntó ella, pero el joven no le prestó atención.

    –Alguna vez nos conocimos, ¿no es así? –dijo el muchacho mientras levantaba su mano de forma gentil hacia el cielo del este –en ese entonces te interesaba crear objetos maravillosos, que facilitaran las vidas de las personas, no creo que crear armas de guerra fuera lo que tuvieras en mente.

    Anais evadió la mirada hasta que escuchó el canto de un azulejo, cuando puso su mirada en el joven se dio cuenta que el ave se había osado en los dedos de la mano del joven como si se tratara de una rama de roble.

    –¿Qué es lo que su alteza desea de mí? –preguntó ella nuevamente, con un acento profundo, que manifestaba un rencor contra ella misma.

    –Eres hermosa –repuso el joven mientras posaba al pajarito en el bloque sobresaliente de la almena –esa razón debería bastar.

    –Creí que necesitabas un ingeniero –contestó Anaís con algo de molestia, siempre le había enfadado que la juzgaran por su belleza y no por sus habilidades, y él lo sabía.

    –Quería conocer al ingeniero de Calsedonia y matarlo –contestó el joven con un tono de voz pacífico y suave, luego giró su rostro a la muchacha –hasta que me enteré que eras tú, fue una sorpresa, después de todo hace diez años no hacías nada más que criticar a los ingenieros de armamento por crear máquinas de muerte.

    –¡Mátame entonces! –gritó ella enfadada haciendo que el azulejo se asustara y saliera volando.

    –Ya lo asustaste –dijo el muchacho –pero no debo sorprenderme, después de todo siempre fuiste mandona. No te mataré, después de todo eres lo más cercano que he tenido a una amiga real. Vivirás aquí fuera del alcance de tu familia, al menos por un tiempo, si lo deseas puedo arreglar las cosas para que viajes a un país lejano, donde las personas no intenten aprovecharse de tus habilidades.

    –Lo que hice, lo hice por mi propia voluntad –contestó ella.

    –Sí, supongo, aunque no es la respuesta que hubiera querido escuchar –contestó el joven.

    –¿Entonces seré tu esclava de aquí en adelante?

    –Lo dices como si yo fuera uno de los bárbaros señores de estas tierras –repuso el joven –serás tratada como la ama y señora del castillo –dicho esto el joven tomó un extraño arco y una flecha, extendió la cuerda apuntando al cielo, allí se desarrollaba una batalla por la vida y la muerte, pues el azulejo que se había presentado a cantar estaba siendo acosado por un halcón.

    El dardo surcó el cielo describiendo una parábola alterada por el viento de las montañas, la cual elevó el dardo de modo tal que impactó en el halcón justo en el corazón.

    Luego, mirando a Anais de reojo continuó –puedes llamarme Héctor en esta ocasión, ese es después de todo mi verdadero nombre.

    Anais bajo la cabeza avergonzada.

    –¿Por qué no estás avergonzado? –preguntó ella.

    –¿Por qué habría de estarlo? –contestó el –yo no maté a los niños como todos dicen, de hecho gracias a mí, ninguno de los señores feudales de estas montañas hace tal salvaje sacrificio.

    –Todos piensan que lo hiciste y que eres un monstruo –dijo ella.

    –Supongo que si –contestó Héctor –aunque no estoy encerrado aquí por eso realmente.

    –¿A qué te refieres? – preguntó Anaís.

    –Bueno, supongo que te contaron lo sucedido hasta cuando tomamos el control de esta fortaleza.


    El martillo del rey, así era llamado el general del ejército del norte Armando Fenield de Ibeg, había sido comisionado para castigar a las tribus bárbaras del norte por la violencia realizada en contra de la sacerdotisa de Nammu cuando esta iba a una peregrinación al lago de Muller en medio de las montañas del norte.

    Cuando se enteró de lo que había sucedido en la fortaleza de Ambabod ordenó a Héctor comparecer frente a él. Se trataba de un hombre duro de más de cuarenta años. La reunión tuvo lugar en una ciudad del valle al este de las montañas de Lisaquia llamada Bqale. Esta ciudad había sido la capital de uno de los señores de la guerra del valle de Sinsudu.

    Las murallas eran altas, pero no eran nada en comparación con las nuevas armas de Zebile, los Castillos Móviles o Vimanas y los Titanes de Combate también llamados Asuras. Las Vimanas eran barcos flotantes cubiertos con placas de metal y torres de roca empleados para transportar soldados, provisiones y a uno o tres titanes de combate. Los Asuras eran criaturas gigantes con forma de hombre, cubiertos de un metal raro, en sus espaldas llevaban una caja en donde se ubicaba una cabina de control para un piloto humano, nadie sabía cómo se movían o que les daba fuerza, sin embargo con más de ocho metros de altura y armados con martillos pesados podían avanzar a las puertas de las fortalezas y reventarlas de un solo golpe.

    Cuando Héctor atravesó el camino principal de aquella ciudad atrasada observó al menos doce unidades de estos colosos de metal. Los pilotos de cada unidad se encontraban al frente de sus máquinas, no portaban armaduras como los demás oficiales, en su lugar portaban uniformes que se asemejaban a las versiones de gala, tejidos finos con decoraciones de hilo de plata. Frente a cada uno se encontraba un escudero con un pendón en el cual estaba inscrito el escudo familiar, así como un segundo escudero por cada grupo de tres que exponía el escudo de cada grupo de tres caballeros o escuadrón.

    Todos allí conocían su linaje y lo saludaron con la propiedad que solo se confiere a la realeza, lo cual era extraño, las vestiduras de Héctor no eran realmente pulidas, lucía más como un soldado de a pié o un oficial de bajo rango y alcurnia.

    –¡Todos! –dijo el caballero más viejo de todos –saluden al infante–

    –¡Saludos! –gritaron los nobles caballeros al unísono.

    Héctor se aproximó a aquel guerrero que ya pintaba muchas canas.

    –No deberías haberte molestado viejo amigo –dijo Héctor –no sabía que aun estuvieras combatiendo en el frente.

    –Mientras pueda mover los brazos continuaré en el campo de batalla –dijo el caballero mientras observaba su Asura, una mole de casi ocho metros de alto, sus proporciones eran las de un humano, pero algo encorvado debido al peso de la cabina sobre la espalda y a una mayor proporción en la cintura pectoral. Cubierto por una gruesa armadura de un metal secreto dejaba al descubierto algunas articulaciones en el muslo, los brazos, la cintura y el cuello. Una cota de mallas especial cubría aquellas superficies dejando como un absoluto secreto los mecanismos que le proporcionaban el movimiento. El yelmo estaba cubriendo una estructura semejante a un espejo que brillaba cuando la máquina estaba en movimiento, como si se tratara del ojo de un ciclope se movía en la abertura dependiendo de la atención principal del piloto. En su mano derecha sostenía un colosal martillo de unos seis metros de largo con inscripciones religiosas en su superficie. Las placas de la armadura brillaban con un prístino color gris claro con algunos segmentos cubiertos con un gris oscuro hacia la hombrera derecha, las otras dos unidades de su escuadrón compartían el mismo patrón de coloración.

    –Gracias a estos colosos el tiempo en que un viejo como yo puede servir en el frente ha aumentado mucho –dijo el caballero.

    –Sí, aunque la destrucción también –dijo Héctor observando los edificios aplastados, la toma no había sido para nada pacífica.

    –Fue una batalla honorable –contestó el viejo oficial.

    Héctor sonrió con algo de sarcasmo, la destrucción de la guerra de pacificación y civilización era enorme, campos de cultivo arrasados por doquier, gente desplazada y maltratada, en comparación su propia batalla había tenido muchos menos efectos colaterales.

    Los dos sonrieron y Héctor continuó su camino.

    El general se encontraba en el palacio del señor de la guerra.

    Cuando el general vio a Héctor ordenó detener todo.

    –La verdad esperaba algo más digno de un infante descendiente de su alteza real –comenzó diciendo el general –pero el hecho es que desobedeció mis órdenes y combatió sin el más mínimo honor a enemigos que…

    –No hay más muertos en las montañas, ¿puedes decir lo mismo aquí en el valle?, el camino hacia este lugar está adornado con cientos de cadáveres desnutridos, pudriéndose al Sol, mientras que las viudas lloran, y sus hijos juran venganza contra nuestra bandera y escudo. ¿Se me juzga por una incursión nocturna? ¿O por una emboscada? O ¿por destruir un culto sanguinario que sacrificaba la vida de niños a un dios oscuro?, lo admito, derroté a los señores de la guerra en una emboscada, los mandé torturar en público y los empalé frente a los muros de Ambabod, pero a cambio la guerra en las montañas ha terminado de forma definitiva –dijo Héctor interrumpiendo al general. Este se acercó al mismo tiempo que se quitaba un guantelete de cota de mallas, luego le golpeó en la mejilla. Los anillos de metal cortaron su mejilla y el impacto le reventó la piel al interior de la boca.

    –Sus acciones han traído vergüenza a nuestro deber –dijo el general –venimos aquí a traer civilización, combatiendo con honor a enemigos armados en el campo de batalla.

    –Venimos aquí a asegurar una ruta segura a las minas Coezzone en el lejano norte –contestó Héctor con la mirada perdida, el general le observó con los ojos abiertos, pero luego sonrió.

    –Mi señor infante, usted es un hombre hábil, astuto e inteligente, pero debe aprender modales –dijo el general – debe aprender que no todas las situaciones pueden solucionarse sin perder hombres. Según escuché su pretexto para combatir sin honor fue la protección de la vida de los soldados, entonces creo que esto será conveniente –dicho esto el general se sentó en el trono del señor de la guerra que había gobernado la ciudad de Bqale –secretario del ejercito escriba el siguiente edicto en el diario de la campaña, por mi autoridad como general regente del ejercito del norte, ordeno que el cuarto destacamento móvil sea diezmado bajo la selección personalizada del capitán Héctor Lucius de Abu.

    Héctor abrió los ojos.

    –Me niego.

    El general hizo un gesto de intentar escuchar, aunque lo había escuchado todo.

    –Ya veo –dijo el general –entonces el Capitán será juzgado por insurrección y mantenido en el calabozo de la fortaleza de Ambabod hasta el fin de la campaña, espero que el lamento de los guerreros muertos de forma traicionera haga recapacitar al señor infante de los métodos empleados en la guerra. Y aun así ¡Su unidad será diezmada! ¡Nadie bajo mis órdenes mata a un hombre desarmado, por la espalda o en una cobarde emboscada! ¡Por la Gloria del reino y la Justicia! –Luego calmándose continuó con su tono atento y controlado –debemos seguir las debidas leyes de la guerra.


    –Después de eso he estado aquí por dos años largos –dijo Héctor.

    –Las minas –dijo Anaís para sí misma.

    –Sí, las minas de Coezzone –repuso Héctor –asumo que la invasión del Imperio de Azheden tuvo que ver con ellas también, ¿no es así?
     

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