Amarga compañía

Amarga compañía​

Me encontraba allí, sentado en aquel salón polvoriento y antiguo, en compañía de mi viejo piano color negro, tan negro como la noche. Era un lugar escalofriante, en el cual yo me sentía muy cómodo. Permanecería sumido en una eterna oscuridad si no fuera por un leve rayo de luz que se colaba por una pequeña ventana situada justo frente a mí.

Mis dedos acariciaron sensualmente las desgastadas teclas de dicho instrumento musical. Amaba su dulce melodía, podría decirse que era el único objeto preciado que me quedaba en ese corto periodo de tiempo, comprendido por ratos de amargura, tristeza y felicidad, al que muchos conocen como “vida”.

Suspiré. Mis dedos comenzaron a moverse solos, casi como si tuviesen vida propia. Un suave sonido retumbó por todo el lugar; al fin un momento de paz, nada me hacía sentir tan bien. Solía cerrar los ojos y olvidar todos mis problemas e inquietudes, dejaba que mis manos se ocuparan de todo, lo hacían ver tan fácil.

Un horrible sonido desafinado arruinó la sinfonía, dulce y amarga a la vez. Abrí mis ojos y la vi allí, posada al frente mío inmóvil, mirándome con lástima y resentimiento. ¿Qué hacía ahí? ¿Dónde estaban todos? ¿Cómo era que había logrado entrar sin darme cuenta?, ¡ahora se me haría imposible alejarla, dejarla ir!

La miré con odio, directo a sus ojos oscuros y misteriosos. No soportaba tenerla cerca, era realmente enfermizo y desagradable. Sin embargo, por alguna extraña razón, parte de mí quería permanecer a su lado, quería aceptarla nuevamente, quería que formara parte de mi presente y futuro… ¡No, eso no era posible!

Me levanté lentamente e intenté ignorarla, pero inesperadamente se acercó y me envolvió con sus brazos fuertemente. La frialdad que emanaba me hacía estremecerme de pies a cabeza, sentía… miedo. Gritaba en mi interior, debía correr, correr y jamás detenerme.

Ella, quien alguna vez fue mi amada compañera incondicional, ahora no era más que una pesadilla, una de la que deseaba despertar cuanto antes. Mis piernas no reaccionaban, no se movían…, nada en mí obedecía mis órdenes.

El silencio se apoderó de ambos, apenas y lograba escuchar mi respiración agitada y entrecortada. La sangre me hervía, me quemaba las venas de manera inminente. Mis brazos reaccionaron de repente, con los cual la empujé, haciéndola caer sobre el piso gélido. Fui víctima de la ansiedad, la rabia y el rencor; deseaba lanzármele encima y hacerla pagar todo lo que me hizo sufrir.

Retrocedí unos cuantos pasos sin quitarle la vista de encima. Seguía allí, sin pronunciar palabra alguna; sin embargo, con la mirada me decía lo que no era capaz de explicarme de otra manera. Me pedía; no, me suplicaba que volviese a ella tal como lo había hecho en ocasiones anteriores, ¡ni hablar!

Sonreí, ésta vez no sería capaz de hacerme caer en la tentación. Tomé el abrigo que había dejado sobre el piano y salí de aquel salón abandonado con paso vertiginoso.

Mi vieja amiga, la soledad, ya no volverá a ser mi única confidente, ya no estaré en su compañía.

¿Cuántas veces los seres humanos logramos luchar contra esta realidad? Son pocos los que salen victoriosos en el partido de ajedrez que ella maneja a su gusto, no somos más que unas simples marionetas, peones u objetos que puede controlar sin el más mínimo esfuerzo.

Y tú… ¿Ya le cantaste jaque mate a tu amiga, la soledad?