Óleo de un atardecer feliz

Tema en 'Relatos' iniciado por Lionflute, 1 Diciembre 2015.

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    Lionflute

    Lionflute Usuario popular Comentarista empedernido

    Aries
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    Escritor
    Título:
    Óleo de un atardecer feliz
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Amistad
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    2989
    Poco importaba lo que el doctor le hubiera dicho, que era preferible quedarse en casa, porque a su edad ya no estaba para andar saliendo a buscarse las enfermedades. Poco importaba tampoco que su propia esposa lo llamara loco esa misma mañana, cuando al salir del baño lo viera vistiéndose el solo, abrochándose la camisa para salir, “estás loco”. A sus ochenta y siete años, Don Roberto había llegado a una conclusión tan clara como el cielo de aquella mañana de verano: Iba a hacer solamente lo que lo volviera feliz.


    Desde hace diez años su cuerpo empezó a deteriorarse sin que nadie pudiera evitarlo. Partió con la espalda que se le fue encorvando por falta de fuerzas, luego las piernas y los brazos que le comenzaron a doler poco a poco y así, parte por parte, se fue llenando de dolores de arriba a abajo y, de a poco, le empezó a doler la vida también. Su esposa cuidaba de él todos los días, pero siempre con un dejo de queja, con un aire de molestia que de a poco le fue contagiando el corazón, que se le llenó de pena, mientras que la garganta se le anudó de lágrimas cuando, por dejarla libre, le pidió que no le ayudara más, que mejor contrataría a alguien con lo que recibía de su retiro por haber trabajado como médico hasta antes de todos los dolores (la única enfermedad que no vio venir y no pudo curar), y ella, bajo su rostro de preocupación, dejó entrever unos ojos de alegría que hace años no veía, que si cualquier otro los hubiera visto, no los habría notado, pero él, que la conocía casi tan bien como a si mismo, no pudo evitar reconocer y, desde entonces, no volvió a emitir palabra alguna.


    Desde los primeros síntomas intentó descubrir lo que le sucedía junto con sus colegas. Se hizo todo tipo de exámenes, algunos los hizo él mismo en casa con las herramientas que disponía. Sus compañeros en el hospital se disputaban entre ellos por sus diagnósticos clínicos, que resultaban tan variados que terminaban por despistarse entre ellos mismos y seguramente encontrar una aguja en un pajar hubiera sido bastante más sencillo que encontrar el origen de aquellos dolores en el cuerpo de Don Roberto.


    —Lo sentimos, Roberto, pero según los exámenes usted está en perfecta salud —le dijo Mario, un médico joven que hace poco había llegado al hospital, loado por sus logros en la universidad —. Sin embargo, por su seguridad, lo mejor es que se quede en casa. Con su aparente fragilidad, no me extrañaría que se agarrara otra cosa.


    Llegó a casa ese día y su esposa, resignada al silencio de su marido, ni siquiera le preguntó cómo le había ido. En lugar de eso, se limitó a decirle que se cuidara mientras se arreglaba su gran sombrero de verano, para salir al encuentro de sus amigas del barrio para almorzar en un restaurante del centro.

    —Tu almuerzo está dentro del microondas, vuelvo más tarde. Cuídate —, fue lo último que dijo antes de salir por la puerta, dejándolo a él solo con el silencio de aquel gran hogar, que desde hace ya tiempo los cobijaba solamente a ellos, sin mascotas y sin sus hijos, que dicho sea de paso, llamaban solamente una vez al mes y solamente por compromiso.


    Pasó toda la tarde mirando por la ventana el tiempo pasar y las nubes correr en el cielo, cambiar de forma, de densidad, de color, de textura. El almuerzo lo dejó dentro del microondas y hasta se olvidó de él, cosa que motivó un reproche de su esposa al llegar, pero que no pasó a mucho más. Hace tiempo que ya nada pasaba a mucho más.


    Aquella noche tuvo un sueño providencial, un sueño donde se veía haciendo cosas que lo volvían realmente feliz y entonces despertó con la decisión clara en la mente y, apenas hubo abierto los ojos, se fue al baño a lavarse como pudo. Esto no llamó la atención de su esposa, que desde hace tiempo lo veía hacer aquello por su cuenta temprano por la mañana antes de volver a meterse en la cama a vivir del aire al otro lado de la ventana. Él podía pasarse el día sin morder bocado alguno, pero no podía pasar un solo día sin bañarse, imposible. Prefería morirse en los huesos, pero nunca sucio. Sin embargo, al salir ella del baño, lo vio vestirse para salir como no lo veía hace tiempo.


    —Estás loco —dijo sujetándose la toalla a la altura de sus pechos caídos —, pero bueno, siempre lo has estado.—Y no dijo nada más.


    Sonriendo, se colocó la camisa café a cuadros que solía ocupar los domingos para las misas, un pantalón de color beige y unos zapatos que conservaba casi intactos desde que tenía treinta años y que eran los mismos que utilizó en su matrimonio, el bautizo de cada uno de sus hijos y el matrimonio del mayor. Se colocó un sombrero para capear un poco el sol y tomó su bastón con pomo de mármol que le compraron sus hijos cuando lo vieron caminar torcido hacia adelante, para que no se fuera de bruces y que él utilizaba con orgullo, y entonces se dirigió al mundo exterior, abriendo la puerta y llenando de aire sus pulmones.


    Ya sobre la acera, comenzó a caminar rumbo al parque con una sonrisa en el rostro, una sonrisa tan grande que todo aquel que pasaba delante de él se contagiaba y, mientras él caminaba a su paso de juguete de cuerda, le sonreía de vuelta y continuaba sonriendo hasta llegar a casa, donde contagiaba a su familia. Se detenía a cada esquina para atesorar la imagen de cada paisaje que lograba capturar con sus ojos que, para su fortuna, aún funcionaban perfectamente y entonces volvía a llenar sus pulmones de aire, levantaba los hombros como si cada respiro le hiciera una cosquillita en el ombligo, y entonces se ponía en marcha de nuevo hasta llegar al parque.


    Frente al parque, se encontraba su antigua casa, donde solía vivir cuando niño. En el ante-jardín crecía el mismo roble que conoció cuando niño, con el mismo neumático donde él se columpiaba junto a su hermano mayor y que fue sinónimo de felicidad por tanto tiempo. Estaba deteriorado por el tiempo, pero aun suficientemente cuidado como para poder columpiarse un poco más, quién sabe cuántos años más. En lo alto de la casa logró divisar a una joven que, sentada junto a la ventana, hablaba por teléfono. Aquella ventana correspondía a su antigua habitación, donde pasó horas contemplando el parque, admirando las aves que nadaban en la pequeña laguna en mitad de éste, adivinando las formas de las nubes en el cielo y descifrando sus colores tardes enteras, para así pasarlas al lienzo, placer de su adolescencia que sin embargo dejó al entrar en la universidad, pues los libros de biología no le dejaban tiempo para un pasatiempo como aquel. Siempre quiso retomarlo, sin embargo los libros de biología lo fueron ocupando horas de trabajo, que se transformaron en noches de desvelo con los niños y entonces, ya la mano olvidó cómo sostener el pincel y el cerebro ya no podía descifrar los colores y cualquier intento posterior terminó en frustración y los implementos de pintura, el algún rincón del ático.


    Se dio vuelta entonces y se puso en marcha hacia el parque, para entonces sentarse en alguna banca frente al lago. Se sentó ajustando su espalda encorvada en el respaldo del escaño como pudo y, entonces, resolvió que era mejor dejarse llevar y apoyar su peso en el pomo del bastón. Desde aquel rincón del mundo se puso a observar no solamente a los cisnes que nadaban majestuosos o los patos que, al otro lado del lago, eran alimentados con migas de pan por una señora casi tan vieja como él, sino también observó a la gente y sus formas de ser. Era feliz de ver a la gente viviendo, corriendo, jugando, siendo felices y alimentando su propia dicha. Sonreía como hace mucho no lo hacía y a ratos casi se olvidaba de todos sus malestares. Los niños jugaban entre ellos y sus madres y padres los miraban con la misma sonrisa en el rostro que la de él y, al mirar hacia la derecha, vio a lo lejos un vendedor de helados con su carrito ambulante. La boca se le hizo de agua sólo al ver los helados que él vendía y que la gente, gustosa, recibía y saboreaba con claro goce. Estaba decidido a conseguir uno para sí, pero cuando quiso levantarse, sus piernas le recordaron su edad y entonces los helado se veían más lejanos que antes. Haciendo una seña con la mano, logró llamar un niño que se acercó sonriendo con una pelota bajo el brazo. Tarde recordó que había olvidado cómo hablar y tuvo que ponerse a jugar con el niño para explicarle lo que quería. El pequeño, lejos de frustrarse por la dificultad de entenderle, se entusiasmó con el desafío y lanzaba tentativas de frases para ver si el aquel anciano lograba comunicarle alguna cosa. Finalmente, apuntando al hombre de los helados, el niño adivinó que eso era lo que quería y le pidió el dinero para comprarlo. Él le entregó dinero más que suficiente para dos o hasta tres. El niño no era aprovechador ni travieso y apenas lo notó, trató de explicárselo, pero Don Roberto le respondió con una sonrisa de viejito y un índice apuntándole el pecho, dejándole claro que también había suficiente para él mismo. El niño comprendió, le dejó la pelota y se dirigió hacia el carrito para cumplir el favor. Volvió contento con dos helados de chocolate y comiendo del suyo.


    —No sé si es el que quería —le dijo con la boca cubierta de helado mientras se lo entregaba junto con el vuelto —, pero a todos les gusta el chocolate—.


    Y efectivamente había acertado. Le devolvió la pelota al niño y éste volvió a jugar como lo estaba haciendo hasta ahora. Hace años que no probaba un helado de chocolate, en parte por falta de tiempo y también porque hace años se había dicho a sí mismo que eso era sólo para niños, que no había nada que disfrutar en ello. Pero qué equivocado estaba. Desde el primer mordisco que le dio, un escalofrío le recorrió la espina completa. De cuántas cosas se había estado privando por considerarlas infantiles, cuántas cosas más podrían darle semejante placer. Devoró el helado en unos minutos. Quiso hacerlo durar, pero estaba tan delicioso que no le fue posible, sin embargo disfrutó hasta el último bocado.


    El niño volvió en poco rato con su boca aún recubierta de chocolate y con su pelota bajo el brazo.


    —¿Quiere jugar conmigo, señor? —Le preguntó el niño con una sonrisa, mostrando la falta de sus incisivos centrales inferiores, que le causó mucha gracia a Don Roberto. —Mi abuelito murió hace mucho tiempo y nunca pude jugar con él. Ni siquiera tiene que pararse, puede estar ahí sentadito y yo le lanzo la pelota —.


    Don Roberto le respondió moviendo la cabeza y entonces comenzaron a jugar lanzándose la pelota el uno al otro. Al principio el niño tenía cuidado de lanzar la pelota muy despacito para no alterar al frágil anciano, pero con el pasar del tiempo, Don Roberto se mostró muy lúdico y le lanzaba la pelota con mucha fuerza y, cuando el niño no podía atraparla, hacía gestos de victoria que le causaban mucha gracia al niño. Éste volvía con ganas de ganar y terminaron jugando a la par, salvo que don Roberto nunca se puso de pie. No dijo ninguna palabra, pero de vez en cuando, al ver los gestos del niño al jugar, lanzaba unas carcajadas que sonaban como cubiertas de polvo, como venidas de un pecho oxidado y el niño se ponía también a reír. Don Roberto recordaba cuando sus hijos eran pequeños y solía jugar así con ellos tardes enteras, y también los perseguía y los asaltaba a cosquillas y besos. Estos recuerdos, fuera de hacerlo sentir nostálgico, lo hacían reír con más fuerza y de a poco las carcajadas se fueron desempolvando, pero al cabo de unos minutos el juego se acabó. La madre del niño llegó y se acercó a él para preguntarle por qué tenía la boca tan sucia. Al mencionar que era Don Roberto quien le había comprado un helado, la mujer notó la presencia del anciano que jugaba con su hijo. Le agradeció con cierta desconfianza y le dijo al niño que ya era hora de volver a casa. Al irse se despidió rápidamente del Don Roberto y le dio las gracias por el helado. Él le respondió con una amplia sonrisa, mientras que el niño corrió a abrazarlo.


    —Gracias, viejito. Vengo todos los domingos, podríamos jugar de nuevo —.


    La mujer lo tomó del brazo y se lo llevó por el sendero del parque. El niño miraba hacia atrás de tanto en tanto para asegurarse que Don Roberto siguiera ahí hasta que se perdió de vista y asimismo Don Roberto lo siguió con la mirada hasta que ya no le fue posible.


    Había tenido ya un excelente día y sólo podía pensar en una cosa que quería hacer ahora para hacerlo aún mejor. Admiraba el parque desde su rincón del mundo con los ojos con que lo hacía en su adolescencia. Observaba cada forma y cada color y trataba de retenerlos en la mente, como tomando fotografías y entonces, decidido, se puso de pie como pudo para volver a casa a buscar sus enceres de pintura para volver entonces a pintar el parque e inmortalizarlo en un óleo.


    Recorrió el camino de vuelta a penas más rápido que cuando lo hizo de ida. Sus pasos se atarantaban los unos con los otros y los que pasaban por la calle lo quedaban mirando por unos segundos, temerosos de que pudiera caerse en cualquier momento por el apuro que dejaba ver, pero al verificar que no se tropezaría con facilidad, continuaban su camino, sin abandonar del todo su preocupación, pero pensando que ya no sería su problema si algo le llegare a pasar.


    Le costó abrir la puerta del entusiasmo que le revolvía el corazón y, al entrar, descubrió que había olvidado donde estaba la entrada al ático. Hace años que no ponían nada ahí y la casa era lo suficientemente grande como para olvidar una cosa así. Su esposa no se encontraba en casa, como de costumbre, por lo que no tenía a quién preguntarle. Le costó encontrarla en el pasillo que llevaba a la cocina, pero entonces se topó con otro problema: Para abrir la entrada, que se encontraba en el techo, debía tirar de un cordel que colgaba de la abertura. En sus mejores años, antes de que su espalda se encorvara, hubiera sido sencillo levantar el brazo y tirar del cordel, pero ahora, que apenas sí podía levantar la cabeza para notarlo, por más que levantara su desgastado brazo, no podía alcanzarlo e incluso temía que, de poder hacerlo, no tendría la fuerza para tirar de él. Pero estaba decidido, pasase lo que pasase, a llevar a cabo su objetivo y buscó, por todas partes, algo en lo que subirse para poder alcanzar el dichoso cordel. Encontró finalmente un banquito lo suficientemente bajo para poder subirse en él y lo suficientemente alto para alcanzar el cordel. Se montó en banquito e intentó tirar para abrir la puerta, pero esta era demasiado pesada. En ese momento, la esposa venía llegando de la misa a la que asistía siempre y el almuerzo con sus amigas y, como por instinto, se dirigió en la cocina. Al llegar al pasillo, tuvo la vista de Don Roberto que, harto de no poder abrir la puerta del ático con la fuerza de su brazo, decidió saltar de la banca e intentar abrir la puerta con su propio peso. Al saltar, la puerta se abrió violentamente y la escalera, si bien inclinada, cayó con fuerza sobre Don Roberto y lo golpeó en la cabeza.


    Se despertó en el hospital y miró hacia todos lados con calma y con una sonrisa en su rostro cansado. Su esposa estaba con el rostro lleno de lágrimas. Al verlo caer y ser golpeado con la escalera, temió perder al hombre que le había hecho compañía por tantos años y entonces corrió para ver si se encontraba bien. Al ver que no reaccionaba, llamó inmediatamente a la ambulancia que llegó rápidamente al lugar. Desde ese momento que no se había despegado de su lado, como si ese incidente le hubiera recordado de pronto que tenía un esposo y lo frágil que él se había vuelto con el tiempo. Había pasado todo un día sin saber si él iba a despertar y con la venia de los médicos que le dijeron: “No sabemos si irá a despertar, pero con lo frágil que estaba él, lo vemos difícil”. Como la conocían y no querían verla convertida en viuda sin despedirse de su marido, la dejaron estar con él todo el tiempo que quisiera hasta que presentara una mejora o, en el peor de los casos, que se le fuera en las manos. Al despertar él, ella le tomó las manos y se puso a llorar otra vez y al escuchar los ruidos, los médicos se reunieron poco a poco en la sala para presenciar lo que sucedía. Don Roberto no parecía mostrar ninguna señal de contrariedad o de sorpresa, al contrario, se veía calmo y con una sonrisa de tranquilidad que les transmitía paz a todos. Entonces, miró a todos y cada uno en el salón, sonriendo, y finalmente se detuvo en su esposa. Siempre con su rostro calmo y feliz, la miró a los ojos y pronunció sus primeras palabras en años:


    —¿Quién eres tú? —.
     
    Última edición: 1 Diciembre 2015
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    Ruki V

    Ruki V Usuario popular

    Piscis
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    Escritora
    Debo empezar por hablar del final porque cuando vi las palabras "¿Quién eres tú?" (que llamaron mi atención apenas iba a empeza el penúltimo párrafo) pensé en muchas cosas antes de pensar en que podría ser lo que terminó siendo. La verdad es que imaginaba que Don Roberto no llegaría al ático, pero no por ese motivo. Primero, porque lo creí más realista o apropiado por alguna razón, me lo imaginé falleciendo por uno u otro motivo. La esposa me causa rabia, inevitablemente; ¿no se esperaba aquello? Tal vez debió ofrecerse a acompañar a su marido ese día que quería salir (ofrecerse al menos, aunque él acabara negando con la cabeza insinuando que iba bien sólo).

    De hecho su pérdida de memoria me conmueve más pensando en el niño del parque. Cuando llegué a ese punto, pensé "si esto no tuviese diálogos, sería como un corto de esos que Disney Pixar pone antes de sus películas". Incluso teniendo un final triste porque, después de todo, los primeros minutos de una película como tal de Pixar acaban de manera triste. Perdona si esta parte de mi comentario es algo extraña xD pero sentí la necesidad de añadir la opinión de esta humilde servidora.

    Creo que no tengo nada más que decir, excepto gracias otra vez por pasarme el link de este escrito. Leeré más si los hay, cuenta con ello. Saludos c:
     
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  3.  
    Keilani

    Keilani Usuario popular Comentarista empedernido

    Libra
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    Pluma de
    Escritora
    Y así fue perdiendo de a poco lo que amaba, renegando, sin pensar, sin conciencia de lo que ocurría en su marido y al mismo tiempo él se encontraba. Debo decir que fue un lindo escrito, muy ameno, pese a que algunos párrafos eran extensos, sentí que la fluidez aminoraba la extensión o quien sabe, quizás solo quería saber a lo que conducía la vejez y eso me mantuvo atenta, en cualquier caso, solo lamento que no pudiera hacer su amado óleo.
     
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