32 Cuando Saori volvió a tomar el cetro, un resplandor pálido se encendió en la empuñadura. El bastón tembló suavemente en su mano, como si se reacomodara a una vieja voluntad recién despierta. Sintió el retorno del cosmo, sí, pero era distinto. Ya no era una fuerza que dominaba a voluntad como en su infancia divina. Era una corriente compartida, un río de pensamiento donde ahora Niké nadaba libremente, como una conciencia paralela, susurrante, estratégica… y peligrosa. Podía oírla. No con palabras, sino con ideas, con caminos. Miles de posibilidades simultáneas se abrían ante sus ojos internos, mapas mentales de guerra, victoria, derrota, renacimiento y ruina. Niké le ofrecía todos los caminos a la victoria... pero casi todos eran inadmisibles. Había rutas que implicaban el colapso total de las naciones, caminos donde la civilización humana era reducida a escombros para luego ser reconstruida bajo su luz. Rutas de manipulación, de hambre, de control absoluto. Otras llevaban a victorias frías, sin honor, sin justicia. Sacrificar a millones para salvar a millones más. Y entre esas pocas rutas claras, aquellas que mantenían la dignidad humana, que preservaban la bondad, la libertad y el amor... eran las más oscuras. Las más inciertas. Las más solitarias. Saori inspiró profundamente. Por un momento, el aire pareció espeso, cargado del peso de los siglos y de los gritos de generaciones. —¿Aún crees en los dioses, Andrómeda? Shun la miró. Sus ojos seguían limpios, serenos. Había madurado, sí, pero no había perdido esa luz. —Creo en la justicia, y en que usted nos apoyará para preservarla —respondió con firmeza—. Aunque debo admitir... que las razones para la realización de este torneo son, cuanto menos, criticables. Saori no negó ni se justificó. Bajó ligeramente la mirada, como si aceptara el juicio. Tal vez lo compartía. —Lo sé —dijo al fin, con un tono que no tenía ni pizca de divinidad, sino solo humanidad—. Pero ya no estamos en control de todo. Este mundo no nos pertenece como antes. Solo... intentamos protegerlo desde dentro. Shun no insistió. Sabía que cada palabra de más podía cargarla con culpas o decisiones que aún no estaban listas para ser nombradas. Saori entonces desvió la vista hacia el gran ventanal, más allá del jardín, donde ya se oían los murmullos de la multitud reunida. El hexágono de combate esperaba, brillante y mecánico, en medio del estadio colosal. —Ve al hexágono, Andrómeda —dijo con un tono más firme, recuperando la dignidad de su cargo—. Procura que no mueran. Esos dos... son fuertes. Muy fuertes. Y todavía los necesitamos. Shun asintió. Ya no como un soldado. Como un creyente. Como un amigo. Y cuando se giró para marcharse, el viento sopló en el jardín, y por un instante le pareció que el cetro en manos de Saori resplandecía con una luz distinta, como si también dudara de sus propios consejos, pero confiara en los corazones de los humanos que aún luchaban por ella. Solo Saori pudo verla. La figura espectral de Niké, la Victoria Alada, se deslizó en la realidad con la ligereza de un suspiro. Su forma espiritual flotó unos centímetros sobre el suelo del jardín privado, su cuerpo cubierto apenas por velos de estilo griego, los pies descalzos, las alas desiguales —una blanca, otra de plumas negras— extendidas como un juicio silencioso sobre el tiempo. Y entonces, sin aviso, abrazó a Shun. Fue un contacto extraño, dulce, lleno de un deseo que no parecía divino, sino humano. Era como si, por un instante, Niké quisiera poseer la paz cálida del corazón de Andrómeda. Lo estrechó con afecto ambiguo, y justo antes de desvanecerse, depositó un beso en su mejilla. Shun se quedó inmóvil. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero no era miedo... era fortuna. Una suerte extraña, como si hubiese recibido una bendición críptica. Y por unos segundos, su cosmo pareció expandirse sin que él lo intentara. Luego se volvió hacia Saori y, sin palabras, le indicó la puerta abierta. Había llegado el momento de regresar. Ella asintió. Tomó el cetro con manos tranquilas y, al hacerlo, su rostro cambió otra vez: dejó atrás la fragilidad y el temblor de la muchacha temerosa. Volvió a ser la heredera, la estratega, la empresaria, la líder, la encarnación digna de Atenea. Pero ahora algo era distinto. Niké ya no la controlaba. No más susurros imperativos, no más voluntades impuestas. La diosa y su espíritu se entendían ahora. Dialogaban a la velocidad del rayo, intercambiando ideas como corrientes paralelas... pero era Saori quien ponía el límite. A Niké podían gustarle las victorias tajantes, las líneas estratégicas cruentas, los fines que justifican los medios. Pero Atenea se regía por el honor y la justicia, y jamás sacrificaría ese principio. Caminaron juntas hasta el gran ventanal del palco real, el vitral monumental que dominaba el interior del Neocoliseo, un domo reluciente como un templo moderno construido para dioses de músculo y cosmos. Desde allí, lo vio. El clímax de la batalla. Seiya, el León Menor, estaba de rodillas. Su manto de bronce desprendía chispas, dañado. Sangre le corría por la frente, ensuciando su ceño obstinado. Frente a él, Shiryu respiraba pesadamente, su brazo extendido. El escudo del Dragón —mítico, invulnerable— había sido atravesado por su propio puño en un acto de desesperada decisión, una táctica que parecía suicida... pero efectiva. El estadio rugía. Como un coliseo romano, la multitud se estremecía con la brutal belleza de aquel combate. Algunos gritaban el nombre de Seiya, otros el de Shiryu. Algunos lloraban. Otros reían, embriagados por el éxtasis de lo imposible. —No es solo un torneo —susurró Saori para sí—. Es un juicio. Y una profecía. Niké, silenciosa dentro de su mente, asintió con emoción. “Dos de nuestros caballeros más brillantes… destruyéndose para alcanzar algo más grande que ellos mismos. Es perfecto.” Pero Saori no respondía. Solo observaba con atención, con una tensión serena en el rostro. Ella sabía que lo que estaba viendo no era una simple pelea. Era un reflejo del mundo. Un mundo donde la gloria podía alcanzarse solo si se sobrevivía a uno mismo. Unos minutos antes del clímax... El aire en el Neocoliseo vibraba como la cuerda de un laúd estirada hasta el límite. Luces rotativas y pantallas LED anunciaban en todos los idiomas: “¡El primer combate de los Cuartos de Final va a comenzar!” El presentador, un excomentarista de artes marciales, con voz ronca por la emoción y los decibelios, lo proclamó con teatralidad: —¡Damas y caballeros de todo el planeta! ¡Con ustedes, los jóvenes que han hecho arder la sangre de millones! ¡Desde Japón, el Caballero del León Menor... ¡Seiya!! ¡Y desde los antiguos Cinco Picos de China, el Guardián del Dragón... ¡Shiryu!! Las luces se extinguieron durante un segundo. El hexágono se encendió con una radiación blanca como de sol al amanecer. ¡Seiya fue el primero en moverse! Sin esperar cortesía ni gesto inicial, se adelantó con una explosión de cosmos que llenó de calor seco el ambiente. Extendió los brazos, bajó su centro de gravedad y gritó: —¡Meteoros de Leo! Una lluvia frenética de golpes estalló en el aire. Demasiados puños para el ojo humano, sus trayectorias eran líneas curvas fugaces, cada uno quebrando la barrera del sonido con chasquidos ensordecedores. El estruendo era tan violento que las ondas acústicas levantaban el polvo del suelo reforzado. Pero Shiryu no se movió ni un paso. Elevó el brazo izquierdo con solemnidad y su escudo, brillante como una luna de jade, desvió todos los impactos más potentes con precisión de relojero. Su otra mano apenas se desplazó, pero sus dedos se posicionaron listos. Una grieta se abrió en el suelo bajo él, pero su pie ni se inmutó. Cuando los últimos golpes dejaron de llover, el Dragón contraatacó. Su silueta desapareció por un parpadeo. Luego, apareció a la espalda de Seiya. Un golpe descendente. Luego otro desde el costado. Seiya lo esquivó, apenas. El aire crujía como un fuelle sobrecalentado. Los ataques de Shiryu no solo eran precisos: rompían el límite del oído humano. Cada uno iba seguido de un relámpago sonoro, como el chasquido de un látigo invisible multiplicado por mil. La audiencia ni siquiera sabía lo que estaba viendo. A ojos humanos, era un espectáculo caótico, un ballet entre fantasmas con destellos metálicos. Pero entre los santos, entre los generales, entre los espíritus que acechaban desde planos más allá del visible, se sabía la verdad: Seiya estaba forzando su cosmos a su límite solo para seguir el ritmo. Pero también... Shiryu no estaba golpeando para matar. Aún no. De pronto, en medio del forcejeo, el cosmos de Seiya se concentró. Se contrajo en un punto mínimo, en la punta de sus dedos, y de pronto estalló en un destello ígneo. —¡Zarpazo Solar del León! —gritó, mientras sus dedos se alargaban con energía incandescente, formando cinco cuchillas de luz que cortaban el aire como espadas envueltas en fuego vivo. El golpe descendió en diagonal como una garra mitológica, un corte de león real. Pero Shiryu, anticipando la trayectoria con precisión milimétrica, alzó su escudo en el ángulo justo. El impacto sacudió el aire, haciendo vibrar las estructuras del Neocoliseo. Chispas, ondas de choque, un rugido de energía. Y el escudo del Dragón... resistió. Desde las sombras de una de las compuertas de mantenimiento, Hyōga del Cisne observaba sin ser visto. Vestía ropa civil, pero su cosmos latía suavemente, como una brisa polar lista para tornarse tormenta. “Así que ese es el escudo del Dragón…”, pensó. Recordaba su propio manto. El Cisne también tenía un escudo, en su brazo izquierdo, más ornamental que defensivo. Pero el del Dragón era diferente. No era solo una superficie resistente: era un núcleo de cosmos puro, un canalizador defensivo con conciencia propia. —No se protege con la materia, sino con la energía… —murmuró para sí, mientras sus ojos analizaban cada movimiento. Notó que el campo que generaba el escudo parecía variar, como un diapasón: más fuerte cuando el cosmo de Shiryu se expandía, más tenue cuando lo contenía. Un sistema de defensa variable, adaptativo. Shiryu calculaba cada impacto con una disciplina monástica, como si midiera cada decibelio de fuerza recibida. Hyōga esbozó una sonrisa breve. —Ese es el secreto, ¿eh? Era evidente que incluso cuando el escudo estaba en reposo, su estructura era extremadamente sólida. Seguramente sería resistente a ataques elementales, pensó. “Mi puño de hielo tal vez no logre atravesarlo… salvo que esté apuntado a otro punto. Tal vez la espalda del Dragón”. Pero más allá del escudo, algo le llamaba la atención. Observó con atención los patrones del combate. Shiryu era impecable. Su técnica era precisa, su defensa perfecta. Pero... —Confía demasiado en su armadura. Lo pensó sin malicia, solo como un hecho. Shiryu dependía del manto del Dragón como si fuera parte de su propio cuerpo, como si su voluntad estuviera atada al ritmo de su escudo. Eso lo volvía eficiente, pero predecible. Fuerte, pero no ágil. Y más aún: su pensamiento se volvía pesado cuando su defensa era demasiado segura. Como si llevar el escudo lo anclara a una forma de combatir lenta, antigua. Hyōga entrecerró los ojos. —Esa fe ciega en la defensa... puede volverse una debilidad. Entonces el estadio rugió. Seiya había logrado forzar a Shiryu a retroceder un paso. Solo uno. Pero suficiente para que la multitud creyera que el combate se igualaba. Jabu emergió de entre las sombras como un felino sigiloso, seguido muy de cerca por Ichi, de cabellos azulados y mirada inquisitiva, y por Geki, que traía los brazos cruzados como si no quisiera mostrar emoción alguna. Los tres descendieron por los corredores internos del Neocoliseo, apenas iluminados por tiras de neón dorado que trazaban un camino ritual hacia la zona del combate. Desde su lugar en una de las plataformas elevadas más próximas al hexágono, observaron en silencio el duelo. Como si una señal silenciosa los hubiese convocado, llegaron al mismo tiempo, con la misma expresión contenida. Seiya y Shiryu aún no habían intercambiado palabras, pero ya se estaban diciendo todo con los puños. Y lo que veían… los dejó impresionados. —Mírenlo —dijo Geki finalmente, rompiendo el silencio con voz grave—. Como si estuviera plantado en una montaña. No retrocede ni un paso. —Y no necesita hacerlo —agregó Ichi, ajustando su abrigo mientras se inclinaba hacia la barandilla—. Ese escudo… no es solo defensa. Es como si anulara el cosmos del otro. Lo apaga. Jabu asintió, con los labios apretados y los ojos fijos en el Dragón. —Su defensa es perfecta. Lo que nosotros haríamos con tres esquives y cuatro fintas… él lo resuelve sin moverse. —Eso es poder verdadero —masculló Geki con respeto—. Ni Seiya ha podido romperlo. Y ese chico es terco como una mula. Todos callaron por un instante, sintiendo la resonancia del último impacto reverberar hasta las plataformas. En el fondo, sabían que si ellos estuvieran en ese hexágono, ya habrían sido derribados. —Tendremos que entrenar más —admitió Ichi con voz resignada—. Mucho más. —O rezar porque esos dos no quieran el mismo manto que nosotros —remató Jabu con media sonrisa amarga. Y los tres volvieron a mirar la batalla. No como espectadores, sino como posibles futuros rivales, conscientes de que en ese momento estaban presenciando algo que iba más allá de un simple combate: una demostración de cosmo, voluntad… y destino.
33 Pero Hyōga, desde su rincón en penumbra, no quitaba los ojos del León Menor. Seiya estaba de rodillas. Su mano derecha sangraba profusamente, y el puño de su armadura estaba astillado como cerámica rota, con fragmentos brillantes desprendidos, algunos todavía chispeando con cosmos residual. El impacto había sido frontal, directo, sin reservas. Un golpe de poder puro, lanzado con toda la fiereza del León. Shiryu, sin embargo, no se había movido. Pero entonces, Hyōga lo vio. Observó a Seiya. No sus heridas. Sus ojos. Y lo supo. Lo supo como quien reconoce a un hermano en batalla. El León también sabía. Había comprendido. Hyōga sonrió con leve ironía, como si respondiera a un diálogo invisible. —Yo apuesto al León —murmuró. Los demás lo miraron con incredulidad. Geki frunció el ceño. Ichi se limitó a bufar. —¿Te volviste loco? ¿No viste cómo su mano se hizo pedazos? —masculló Jabu, cruzado de brazos. Pero Hyōga no respondió. Solo continuó observando. En el hexágono, Shiryu bajó el escudo unos centímetros, como un gesto involuntario de respeto. Aquel golpe había sido real. Potente. Peligroso. Y habló. —Mi maestro me contó una historia —dijo el Dragón, su voz serena, sin burla—. Hace muchos años, en una isla al oeste de Europa, vivió un hombre que podía ver el universo a través de los números. Desentrañó los secretos de la materia, el movimiento y las fuerzas... sin necesidad de sentir el cosmos. Seiya parpadeó, aún con el rostro cubierto de sudor y sangre. —Dijo que cuando golpeas algo con fuerza... esa fuerza siempre regresa a ti —continuó Shiryu—. Lo llamó su tercera ley. El eco del coliseo parecía silenciarse por un momento. El público, absorto, ya no gritaba. —Lo que acabas de sentir —añadió el Dragón—, es esa devolución. Golpeaste mi escudo con todo lo que eres. Y él... te lo devolvió. Por eso estás sangrando. Seiya sonrió con la boca herida. Se incorporó lentamente, con el brazo aún temblando. —¿Y eso te hace feliz? Shiryu alzó apenas una ceja. —Me hace respetarte. Eres capaz de astillar un manto de bronce. Pocos pueden hacerlo. Diría que tu golpe de poder... se aproxima al mío. Solo un poco. Seiya soltó una leve risa, que se convirtió en tos por el dolor. Pero luego enderezó la espalda. —“Solo un poco” será suficiente —susurró. Desde las gradas, Hyōga observaba en silencio. El hielo de su cosmo crepitaba con calma. Comprendía la escena mejor que los otros. Esa frase de Seiya no era arrogancia. Era promesa. Era estrategia. Y tal vez... victoria. Entonces Shiryu dio un paso sereno, y con un leve movimiento de manos, su postura cambió. Para un espectador común, apenas se trataba de un giro marcial elegante; pero Seiya, con el cuerpo exhausto, sin aliento, y la mente nublada por los golpes, pudo ver la intención. Era una técnica. Era el preludio del ataque del Dragón. No tuvo tiempo de pensar, apenas de actuar: instintivamente, alzó su brazo derecho, presentando el brazal del manto del León Menor como escudo improvisado, justo en el momento en que Shiryu lanzó su golpe. —¡Rozan Shō Ryū Ha! —gritó el Dragón. El impacto fue brutal. El golpe de poder no solo alcanzó el brazal, lo atravesó. El sonido metálico fue seco, como un grito contenido; el brazal estalló en astillas de aleación y fragmentos de escamas metálicas. La fuerza desviada encorvó el brazo de Seiya en un ángulo antinatural, forzando la articulación hasta golpear su propia coraza. Shiryu, en su inmensa precisión y misericordia, contuvo su fuerza en el último instante, de modo que el puño no atravesó el pecho del León Menor hasta su corazón. Aun así, la onda expansiva lanzó a Seiya por el aire. Su cuerpo giró en un espiral peligroso, como un muñeco desgarrado, hasta que su voluntad —o su cosmos— lo sostuvo al borde de la plataforma, justo antes de caer al vacío. Seiya no gritó. No podía. Estaba roto. Su brazo derecho colgaba inútilmente, quebrado en más de un punto. El brazal estaba destruido, la coraza de su pecho agrietada, y de las placas de su manto emergían chispas y zumbidos extraños, como si el propio León Menor rugiera en su agonía. Su piel ardía, literalmente: vapores salían de sus poros, y sus labios estaban resecos por el calor interno. Pero entonces, con el último aliento que le quedaba, el Caballero del León Menor hizo algo impensable: con su mano izquierda, tomó su brazo derecho y lo reposicionó. Hubo un crujido espantoso. Sus dedos penetraron con precisión quirúrgica, como si alguna fuerza inconsciente guiara su mente, recolocando los huesos, alineando músculos y vasos, soldando carne con carne en un acto brutal de autocuración. Y fue entonces cuando el milagro ocurrió. El manto reaccionó. Como si comprendiera el sacrificio de su portador, el León Menor activó su núcleo vital: la energía residual del cosmos latente comenzó a arremolinarse. Las escamas remanentes del brazal se fundieron al brazo como si fueran sangre líquida de metal. Fragmentos del pecho se reacomodaron como escudos superpuestos. El color del manto palidecía, su vitalidad se desvanecía mientras concentraba todo lo que le quedaba en una sola función: reparar a su caballero. Y así, mientras Seiya ardía como un meteorito contenido por una voluntad que rozaba lo divino, el estadio entero enmudeció. Estaban viendo algo más que un combate. Estaban viendo la determinación absoluta de un caballero que se negaba a caer. En el hexágono de combate, el rugido de la multitud era como un tambor de guerra moderno. Shiryū, con la frente perlada de sudor, jadeante pero aún firme, miró a Seiya, que a duras penas se sostenía en pie. Y entonces lo dijo, con voz clara y noble, casi como si proclamara un veredicto: —Eres valiente, Seiya... muy valiente. Pero antes de que pudiera continuar, una voz conocida lo interrumpió, una voz que hablaba en el chino antiguo de los Cinco Picos. Era suave, melódica, pero traía consigo la dureza de un presagio. Shiryū giró lentamente la cabeza y allí estaba Shunrei. Por un instante, el tiempo pareció detenerse para él. No la había visto en meses, desde que se habían separado tras la última visita al templo del viejo maestro. Ahora, al verla de nuevo, quedó maravillado. Más hermosa que nunca, su cabello negro como la tinta recogido en un moño sencillo, vestida con telas tradicionales que parecían flotar en torno a su figura, como si la brisa misma la siguiera. Shiryū recordó las veces que su maestro le aconsejó con elegancia que la tratara con cortesía, con aprecio, incluso con una caballerosidad que rozaba lo romántico. En ese entonces, no entendía del todo por qué. Pero ahora... Ahora lo comprendía. Ella llegó al borde de la plataforma, agotada por el viaje, con los ojos vidriosos por la falta de sueño, pero aún con la dignidad y la entereza de una mensajera de otro tiempo. Se inclinó un poco hacia él, y su voz tembló levemente al pronunciar las palabras: —El antiguo maestro ha muerto... Una pausa. Un suspiro. —Los años le consumieron como la llama consume el incienso. Partió en paz, en meditación. No sintió dolor. Shiryū agachó la cabeza. El mundo, con su estruendo de público y luces, se volvió tenue, lejano. El anciano que le enseñó a contener su furia, a oír la montaña, a hablar con el agua, ya no existía en este mundo. Pero el legado... ahora pesaba sobre sus hombros con la densidad de una armadura milenaria. Las lágrimas brotaron con violencia inesperada del rostro de Shiryū, marcando surcos brillantes sobre su piel curtida por los entrenamientos y la intemperie. Cerró los ojos con solemnidad, dejando que el dolor lo atravesara una sola vez, como el filo de una espada ceremonial. —Venceré en este combate... —dijo finalmente, con voz firme y vibrante—. Es lo mínimo que le debo a su memoria, a su enseñanza. Luego, sin mirar a Shunrei, agregó con delicadeza: —Ahora no te preocupes. Cuando venza, regresaré inmediatamente a los Cinco Picos a ofrecer mis respetos. Sé que la señorita Kido entenderá. El Dragón estaba decidido. Pensaba que bastaría con un último empuje: un golpe firme y certero. Seiya, después de todo, había recibido un castigo casi fatal. Su brazo había sido destrozado, el manto del León Menor astillado como cerámica antigua. Pero había cometido un error: le había dado tiempo al manto de bronce para hacer lo que los mantos vivos aún podían... reparar a su portador. Aún tambaleante, el cuerpo de Seiya ardía. Literalmente. Vapor blanco se elevaba de sus heridas regeneradas, mientras las placas metálicas chisporroteaban. El manto del León brilló por un instante con un fulgor dorado-anaranjado, como si un rugido ancestral lo despertara desde las profundidades de su memoria bélica. Seiya sonrió. No por arrogancia, sino porque había regresado del borde de la derrota... y estaba listo para arriesgarlo todo. —¡Locura! —gritó Jabu desde las sombras, apenas creyendo lo que veía. —Genialidad... —corrigió Hyōga, cruzando los brazos con una media sonrisa. Un instante, un destello. El León Menor se lanzó de cabeza, el cuerpo trazando una parábola perfecta en el aire, desafiando la lógica, la prudencia, el sentido común. Parecía una caída suicida: el impulso lo llevaba directamente contra el escudo del Dragón, y un impacto directo lo dejaría fuera de combate... o algo peor. Pero justo en ese instante, cuando Shiryū vio el salto temerario de su oponente, algo rugió dentro de él. El dolor por la muerte de su maestro, la angustia silenciada, la furia por una pérdida sin duelo adecuado. Sus pies se clavaron en el suelo, su cosmo ardió como una fragua encendida, y sin pensarlo... lanzó un segundo Rozan Shō Ryū Ha. Un ataque devastador, que exigía un precio elevado en energía, lanzado por instinto puro, por emoción cruda. Y entonces... El tiempo se detuvo. En lugar de recibir el impacto, Seiya cayó de rodillas, su cosmo contenido en un único punto: su puño derecho. El golpe de poder se descargó en línea recta, no contra el cuerpo del León... sino contra su escudo legendario. Una explosión de luz y fuerza sacudió el Neocoliseo. El escudo se quebró, el brazo de Shiryū tembló, y por un segundo pudo verse el impacto atravesando las fibras internas del manto. Y aunque Seiya cayó, agotado, el golpe había sido tan preciso, tan brutal y resonante... que quedó claro para todos: El clímax del combate había llegado. Los dos estaban en pie. Pero el equilibrio entre victoria y derrota pendía de un hilo cósmico que solo los dioses podían cortar. Lo que estás viendo —dijo Saori con voz grave, dirigiéndose a la Amazona que se encontraba junto a ella, sus palabras fluyendo en el griego atávico del Santuario, antiguo y solemne— no es un simple combate. Es la muerte de un manto. La joven amazona, aún con la máscara, apenas se movió, pero su cosmo vibró en respuesta. Comprendía perfectamente la gravedad de esas palabras. Saori observaba el hexágono de combate desde el alto ventanal del Neocoliseo. Su expresión era distante, pero sus ojos reflejaban una mezcla de tristeza y resolución. —Más de la mitad de las armaduras de los santos —continuó— han muerto a lo largo de las guerras santas que se pierden en el tiempo. Y un manto muerto, por más que se intente restaurar, jamás volverá a vivir. Lo que ahora contemplamos es una armadura agonizando, consumiendo hasta su último hálito de cosmo para proteger a su portador. La Amazona no respondió, pero bajó la mirada hacia el campo de batalla. El manto del León Menor crujía, sus placas astilladas, sus mallas metálicas quebradas como cerámica antigua. La figura de Seiya, aún de pie, parecía sostenida por pura voluntad. —Ellos aún no son tan fuertes —dijo Saori en voz más baja—. Apenas tocan el umbral del poder de un santo de plata, y ya eso basta para herir, agotar y quebrar los mantos que portan. En la era del mito... ni siquiera un santo de oro podía dañar con facilidad un manto de bronce. La amazona ladeó ligeramente el rostro. Sabía que no era exageración. En los registros del Santuario, en los ecos de la historia, los mantos eran descritos como indestructibles mientras su alma permaneciera íntegra. Y, sin embargo, aquí estaban, rompiéndose ante los ojos del mundo. —Los artesanos de Lemuria que aún habitan en el Tíbet —añadió Saori— han preservado el conocimiento de la reparación. Pero los metales sagrados se han perdido: el oricalco puro, el gamanium original, las lágrimas de estrella… La última gran encarnación que ocupé consumió casi todo lo que quedaba. Por un momento, el rostro de Saori se tensó. A través del ventanal, contemplaba no solo el combate, sino la historia que se repetía. Una historia de sacrificio, de pérdida, y de resistencia. —Y si seguimos así —susurró finalmente— pronto no quedará nada. La Amazona asintió en silencio. En su pecho, el cosmo palpitaba con una mezcla de respeto... y miedo. La Amazona permanecía erguida, con la máscara bien asentada en su rostro, intentando proyectar la imagen de una estatua de bronce, inmutable e imperturbable. Pero Saori, que la observaba desde apenas unos pasos de distancia, podía ver las pequeñas grietas en su fachada. El leve temblor en la comisura de sus labios, el parpadeo ligeramente acelerado, el modo en que sus dedos se crispaban sutilmente sobre la barandilla del palco. Entonces la oyó susurrar, apenas un suspiro cargado de anhelo y preocupación: —Seiya... Ese solo nombre condensaba más emociones de las que una batalla podía contener. El brazo de Shiryū colgaba roto, el hueso asomaba como un filo de marfil desgarrando carne y músculo, mientras la sangre caía espesa, golpeando el suelo del hexágono en intervalos rítmicos. El público guardó silencio por un instante, incapaz de comprender si lo que presenciaban era parte del combate o una tragedia real. Entonces, como si respondiera a su llamado silencioso, el Manto del Dragón comenzó a brillar débilmente. Los hilos verdes que componían sus mallas internas se activaron y comenzaron a envolver la fractura. No solo detuvieron la hemorragia: soldaron el hueso, cerraron los vasos y restauraron el tejido con una precisión casi quirúrgica. El cosmo de Shiryū, aunque debilitado, sostenía el proceso. Cuando al fin bajó la vista hacia su brazo, este estaba entero, funcional… pero la luz del Manto había desaparecido. Sus bordes metálicos se habían opacado. El Dragón había dado todo por su portador. Frente a él, Seiya se tambaleaba con dificultad. La tiara de su Manto del León Menor se había pulverizado. Su rostro sangraba, la frente abierta por el impacto. El golpe de Shiryū no necesitó un contacto pleno: bastó el roce del aura y la presión del cosmo para atravesar la defensa y herir con brutal eficacia. El manto de Seiya ya no rugía ni brillaba: estaba gris, seco, desprovisto de vitalidad. Ambos se mantenían en pie solo por terquedad y voluntad. Pero entonces se reveló la verdad: el propio Shiryū se había herido a sí mismo por una finta de Seiya. Había lanzado su técnica final con total convicción, sin advertir que su oponente ya no buscaba resistir, sino atraer su energía, absorberla, quebrar la simetría del combate. Fue un acto de estrategia más que de fuerza. El Dragón había lanzado su lanza contra un espejismo y golpeado una roca enterrada bajo la hierba. Los dos guerreros, agotados, heridos, de pie solo por su orgullo… Y a sus pies, dos mantos sagrados que habían muerto, rotos por una batalla que los exigió más allá de sus límites.
Con su último aliento, los Mantos —ya sin fuerza, ya sin vida— abandonaron a sus portadores. Los fragmentos del León Menor y del Dragón se elevaron unos centímetros, como sostenidos por una nostalgia cósmica, y luego descendieron lentamente hasta adoptar su forma de objeto, las armaduras recogidas y cerradas como si durmieran. Pero ya no brillaban. Estaban agrietadas, grises, y su superficie metálica parecía cubierta por la pátina del tiempo. Los cofres que las contenían, antes resplandecientes, perdieron su color y reflejo: el brillo del oro se tornó ceniza. Se encerraron por sí mismos, como mausoleos de batalla. Mientras el silencio del Neocoliseo se llenaba de ecos de respiraciones contenidas, Hyōga, que había observado todo desde una de las plataformas laterales, rompió la quietud con voz serena: —¿Qué pasa cuando la lanza más afilada del universo colisiona con el escudo más sólido del universo? Jabu, que acababa de incorporarse desde las sombras junto a Ichi y Geki, frunció el ceño. —Conozco esa historia —murmuró—. Pero los filósofos jamás se han puesto de acuerdo en la respuesta. Hyōga asintió, sin apartar la vista de Seiya y Shiryū, ambos al borde del colapso. —Es como cuando un protón entra en contacto con un antiprotón —añadió, en voz apenas audible, para quienes sabían escuchar—. Se aniquilan mutuamente. Es una respuesta efectiva... pero en este caso no es tan simple. Entonces miró a Seiya, quien aún permanecía de pie, desafiando al agotamiento y al dolor con esa sonrisa terca e impertinente que lo caracterizaba. Hyōga sonrió también. Había comprendido. —El cosmo del Dragón alimenta su golpe y su escudo, pero no simultáneamente. No puede tener ambos al cien por ciento al mismo tiempo. Así que no hubo una verdadera aniquilación de fuerzas... Se detuvo un instante, bajando la mirada con una mezcla de respeto y sorpresa. —En este caso, el ataque superó a la defensa. Y lo dijo como quien comparte una revelación con un igual. Como si, en ese breve instante, Hyōga reconociera en Seiya a un genio marcial, un estratega instintivo, un igual en el arte de leer la batalla como un poema en movimiento. Shiryū inclinó la cabeza con respeto. Su brazo, aunque sanado por la voluntad de su manto, todavía dolía como si las fibras óseas supieran que no debía estar unido. Miró a Seiya, que también apenas se sostenía en pie. Ambos estaban cubiertos de sudor, polvo y sangre. Lo único que les quedaba de sus mantos eran las mallas de hilo metálico que cubrían sus muslos hasta la rodilla. No eran ya armaduras, sino meros residuos de gloria: vestigios de una protección que había muerto para salvarles la vida. —Veo que no piensas parar, Seiya —dijo Shiryū, con la voz tensa pero sin odio. El León Menor esbozó una sonrisa desafiante, aún con el rostro cubierto de sangre. La herida en su sien manaba lentamente, y sus pupilas estaban algo desenfocadas. —¿Pero qué dices? —respondió con tono burlón—. En el movimiento anterior, fui yo quien ganó. Shiryū no respondió enseguida. Lo observó con detenimiento. La mirada de Seiya no lo enfrentaba directamente, sino que se desviaba hacia su derecha. ¿Estaba viendo doble? ¿O acaso no tenía idea de cuán cerca del colapso estaba? El Dragón frunció el ceño, pero cuando dio un paso hacia el frente para comprobar su hipótesis, su corazón se encogió de golpe. Una presión súbita, como una garra invisible, le oprimió el pecho. El aire se volvió denso. Su visión se tornó borrosa. Era el precio de haber ejecutado el Rozan Shō Ryū Ha dos veces en una sola secuencia, con muy poca pausa para rearmar su cosmo. —Tonto... lo lancé sin el preludio... —murmuró, llevándose una mano al pecho. Pero no hubo tiempo para más. El joven León no le dio tregua. Seiya avanzó con una furia renovada, como si en lugar de estar cayendo al abismo, hubiera tocado el núcleo de una estrella. Su cosmo rugía con una violencia que superaba a la lógica. Atacó sin clemencia, sin tiempo, sin misericordia. Los dos combatientes se lanzaron de nuevo al centro del hexágono como si el combate acabara de comenzar. Sus cuerpos, exhaustos y desgastados, parecían animados únicamente por una chispa ancestral, algo más allá del dolor o el sentido común. Puño tras puño, patada tras patada, avanzaban con una velocidad imprecisa, frenética, como si cada segundo pudiera ser el último. Las luces del Neocoliseo parpadeaban con cada colisión, y el eco de sus impactos rebotaba por los cristales blindados, pareciendo truenos enjaulados. El público guardaba un silencio atónito. Las pantallas mostraban los datos vitales de ambos combatientes: presión, ritmo cardíaco, temperatura. Todo estaba en rojo. Los comentaristas callaron. Los magnates, los jefes militares, los presidentes, miraban como si contemplaran un arte prohibido. Todos… menos Shun. —¡Basta! ¡Deténganse! —gritó, poniéndose de pie en la tribuna. Su voz temblaba entre el horror y la urgencia—. ¡Esto ya no es un combate, es una locura! Su cosmo se encendió brevemente, de forma involuntaria, un impulso de su alma sensible, desesperada. Dio un paso al frente, al borde de saltar a la arena, pero se contuvo. —¡Nuestros cuerpos siguen siendo humanos! ¡Somos más fuertes, sí, pero tan frágiles como cualquier persona normal! ¡Nuestros mantos son los que nos protegen, los que nos curan... y ustedes ya no los tienen! Su cadena redonda tembló en su cintura, como respondiendo al llamado emocional de su portador. El sudor le corría por la frente, el pecho agitado, como si lo que estuviera viendo le doliera más que un golpe. —¡Declaren un empate, por favor! ¡Se los ruego! ¡No le deben nada a nadie, ya lo han demostrado todo! ¡Deténganse antes de que sea irreversible! Pero abajo, en el centro del hexágono, los ojos de Seiya y Shiryū solo se tenían el uno al otro. Ya no había palabras entre ellos. Solo el lenguaje silencioso de quienes comparten un lazo invisible, forjado en el fuego de la misma fe. El combate continuaba, más allá de la razón. Entonces, Shun se decidió. La cadena circular a su cintura se activó con un chasquido metálico y se alargó como una serpiente viva, vibrando con una energía que erizaba la piel, brillando con su tono plateado azulado bajo la luz del Neocoliseo. El Santo de Andrómeda estaba dispuesto a intervenir, a romper las reglas del torneo si era necesario. Su corazón no podía soportar ver a sus hermanos de armas autodestruyéndose ante los ojos de millones. Pero justo cuando dio un paso adelante, lo sintió. Un soplo gélido recorrió su nuca. El aire se volvió denso, espeso, casi cristalino. —No lo hagas —dijo una voz baja y serena a su espalda. Era Hyōga. Sin portar su manto, vestido con ropa de calle, el aura del Cisne era inconfundible. De pie en las sombras, sus ojos azules eran fríos como un lago ártico, pero no reflejaban odio ni furia. Solo convicción. —Ellos no están peleando por capricho, ni por espectáculo. —¿Entonces por qué? —replicó Shun, con la cadena aún extendida y brillando como un látigo contenido. Hyōga dio un paso más cerca. El vapor de su aliento se hacía visible en el aire tibio del pasillo. —Por algo que tú y yo también conocimos. Algo más fuerte que el miedo, más claro que la lógica. Están luchando por su derecho a existir como santos... sin cadenas. Se detuvo un momento, bajando la voz—. No por la niña mimada que nos torturó en la infancia, sino por algo que ninguno de nosotros ha entendido del todo. Shun bajó lentamente la cadena. La miró mientras se retraía, casi con culpa. El metal parecía temblar como si también dudara. —Tú también lo sientes, ¿no? —dijo Hyōga, esta vez más suave, mirando hacia el hexágono—. Esto ya no es el torneo de Saori Kido. Este es el campo donde nuestros ideales se están forjando. Y entonces, una nueva llamarada de cosmo estalló en el centro de la arena. Ambos voltearon. Seiya y Shiryū, sangrantes, destrozados, seguían de pie. Sus cuerpos casi quebrados, pero sus espíritus intactos. —Déjalos terminar esto a su manera, concluyó Hyōga, y se dio media vuelta, hundiéndose de nuevo en la penumbra. Shun no respondió. Solo cerró los ojos... y rezó en silencio por que ninguno de los dos muriera ese día. Entonces Seiya dio un paso al frente. Sus rodillas temblaban, su brazo vendado con lo que quedaba de su manto, pero su mirada ardía con la convicción de un guerrero dispuesto a caer de pie. Elevó sus manos y comenzó el preludio de su técnica. El aire a su alrededor vibró, los astros de la constelación del León Menor parecían trazar líneas invisibles entre sus dedos, como una danza celeste que solo él podía guiar. —¡Meteoros del León! —gritó con fuerza, lanzando su ataque. Los puños de Seiya se multiplicaron como estallidos de fuego y velocidad. Ráfagas cortantes, golpes cargados de cosmo explosivo, se encadenaban con movimientos imposibles. Era una versión perfeccionada de su técnica: combinaba la furia frontal de los meteoros con movimientos zigzagueantes que escondían cortes de precisión, como zarpazos de un felino acorralado. Shiryū apretó los dientes. El primer impacto lo golpeó en el pecho. El segundo lo rozó por el hombro. El calor del cosmo rival comenzó a quemar su piel, dejando marcas rojizas en sus brazos, pero su cuerpo se mantenía firme. Su expresión cambió. Sus ojos se abrieron como platos. —Ese truco ya no funciona, dijo con voz clara, profunda, con el eco del maestro que lo había formado. Y entonces avanzó entre los meteoros. Uno tras otro, los fue resistiendo, esquivando los más afilados con movimientos mínimos, bloqueando solo los que llevaban la mayor carga energética, dejando que los más débiles ardieran en su piel sin retroceder. Su cosmo, aunque debilitado, latía con precisión quirúrgica. —Estoy seguro que tu maestro te lo dijo alguna vez, Seiya... —añadió mientras se acercaba paso a paso—. "Ningún truco permanece útil si se usa más de una vez en combate contra un guerrero de verdad." Solo necesito protegerme de los más poderosos, evadir los que cortan y soportar el resto. Y luego, con un tono casi irónico, sin crueldad pero sin piedad, remató: —Entre todos, el calor de tu puño... es el más débil. Sus palabras no fueron una burla, sino una evaluación fría, un juicio de combate. El León Menor había rugido... pero el Dragón aún no había caído. Seiya jadeaba, su pecho se contraía como si cada respiración fuera un combate por sí sola. El sudor le escurría por la frente, se mezclaba con la sangre que le bajaba por la ceja rota, sus piernas ya no respondían con certeza, y el aire a su alrededor vibraba por el esfuerzo desesperado de mantenerse en pie. El brillo de su manto había desaparecido, pero sus ojos ardían con la luz de un fuego indomable. Shiryū lo miró con respeto, aunque sin misericordia. El Dragón sabía que no podía seguir prolongando el combate. Sus músculos estaban al límite, el cosmo concentrado en su brazo derecho comenzaba a emitir un zumbido eléctrico, chispeando en la palma como una tormenta que contenía siglos de tradición y poder. Comenzó a adoptar la postura final, sus pies firmes, los dedos trazando en el aire la silueta del Dragón sagrado, los símbolos antiguos marcaban los pasos de una técnica de escuela, el verdadero Rōzan Shō Ryū Ha. Un solo movimiento más, y Seiya sería barrido como una hoja seca por un tifón. Pero entonces… —¡Tch! —una exhalación, un latido, una imagen que se desvanecía. Shiryū sintió un golpe seco en el pecho. No fue violento, no fue poderoso. Fue apenas una presión, como la picadura de un insecto... pero en el lugar exacto, justo donde su cosmo se concentraba, donde la energía necesitaba fluir sin interrupción para completar la técnica. Sintió un pequeño cortocircuito en su interior, un estallido interno de energía desviada, y su técnica colapsó en su médula como una sinfonía interrumpida por una nota falsa. —¿Eh...? —Shiryū bajó la vista, confuso. Seiya ya no estaba donde lo había visto un segundo antes. El León Menor había desaparecido de su campo de visión, y solo entonces entendió. Había lanzado un ataque completamente limpio, sin cosmo adicional, sin llamarada previa, solo velocidad pura, una fracción de segundo en la que su cuerpo se convirtió en un borrón, en una línea recta que atravesó el campo de combate. —¿Cómo…? ¿Cómo lo hiciste…? Shiryū retrocedió un paso, no por miedo, sino por asombro. Aquel golpe no lo había dañado físicamente, pero había desmoronado el flujo interno de su cosmo. Había golpeado el "dan tian", el centro energético donde nacía la fuerza de su técnica, justo antes de su liberación. —¿Fue suerte...? ¿Coincidencia...? —se preguntó, incrédulo. Pero al mirar los ojos de Seiya, entrecerrados por el dolor pero iluminados con certeza, supo la verdad. No había sido suerte. Había sido cálculo, instinto y coraje. El León Menor lo había leído y había apostado todo a un solo segundo... y había ganado ese instante. Seiya sonrió con las encías manchadas de sangre. Su rostro era el de alguien que ha perdido casi todo… menos la voluntad. Las luces del Neocoliseo brillaban con intensidad artificial, y el público estaba atrapado en un silencio reverencial, incapaz de comprender del todo lo que acababa de suceder. El León Menor se tambaleó hacia un lado, pero no cayó. Sus piernas estaban a punto de ceder, pero su espíritu lo sostenía como si el universo lo empujara desde atrás. —He visto tu técnica tres veces, Shiryu... —dijo, con voz entrecortada pero cargada de verdad—. Y ahora sé... sé que cada vez que la ejecutas, bajas la guardia... justo en el brazo izquierdo. Shiryu lo observaba, atónito. La respiración del Dragón también era irregular, sus costillas le dolían como si una banda de hierro las estrujara. Miró su propio brazo izquierdo… y comprendió que era cierto. En la secuencia del Rozan Shō Ryū Ha, debía liberar esa zona del torso, abrir la postura para canalizar el flujo del cosmo desde el pecho hasta la palma extendida. El escudo normalmente cubría ese punto ciego, como una muralla impenetrable, equilibrando los riesgos con una defensa absoluta. Pero ahora… ahora el escudo había muerto con su manto. —Lo que normalmente te haría invencible... —continuó Seiya, con una sonrisa torva—. Ya no está. La frase cayó como un relámpago seco en medio del pasillo de combate. No era una burla, no era una provocación: era la constatación de una verdad estratégica, dicha con la certeza de quien ha estudiado cada movimiento, cada respiración, cada grieta en la muralla de su oponente. Shiryu bajó la mirada por un segundo, no por vergüenza, sino por reconocimiento. Su cosmo aún ardía, pero sabía que si Seiya había sido capaz de ver eso... era porque ya luchaba como un Santo verdadero. —Ese punto ciego solo lo descubres si has estado al borde, si has mirado más allá del dolor... —musitó Shiryu con respeto. Y entonces, por primera vez en todo el combate, ambos sonrieron al mismo tiempo. No era una sonrisa de victoria, ni de desafío. Era una sonrisa de guerreros que han aprendido el uno del otro. De Santos que se habían transformado en el fragor de la batalla.
Shiryū jadeaba. El aire del coliseo le resultaba extraño, denso, como si el mundo mismo pesara sobre sus hombros. El sudor le corría por la frente, pero el frío que sentía no venía del cuerpo, sino del alma. Su brazo roto pendía inútil, su respiración era irregular. Frente a él, Seiya, apenas en pie, tambaleante, pero con los ojos encendidos por una luz que Shiryū empezaba a comprender. Sin embargo, su mente no estaba allí. No del todo. En un relámpago de memoria, el rugido del público se desvaneció como un eco lejano, y en su lugar brotó el estruendo ensordecedor de la Cascada de Rozan, en lo alto de las Montañas del Loto. El aire era más puro allí, más cortante. El agua caía con furia desde los cielos, una muralla líquida, inamovible, feroz, eterna. Y allí estaba él: el joven discípulo, con el torso desnudo, los puños ensangrentados, los pies firmes sobre la roca que temblaba bajo la presión de la corriente. Luchando día tras día contra la caída incontenible del agua, mientras su cuerpo sangraba y su voluntad era puesta a prueba sin piedad. Más arriba, en una cornisa imposible donde ni el viento se atrevía a soplar, estaba él: el Anciano Maestro de los Cinco Picos, ese hombre que a veces parecía una leyenda más que una persona. Dicen que los Caballeros de Plata viajaban semanas para escuchar un solo consejo suyo, que fue el Santo de Oro más temido de su generación, y que él —solo él— había conocido en persona a la anterior encarnación de Atenea. Su figura delgada envuelta en una túnica blanca irradiaba una serenidad que desafiaba el tiempo. Estaba sentado en posición de loto, suspendido sobre la roca como si la gravedad no pudiera tocarlo. Sus ojos cerrados, su expresión impasible, parecían decir: "Nada en este mundo me perturba. Nada me obliga." La voz de Shiryu se alzó, desesperada, vencida por la impotencia, tratando de ser escuchada entre el estruendo: —¿¡Invertir el flujo de la cascada, maestro!? —gritó—. ¿¡Quiere que haga que el agua suba en lugar de caer!? Eso… eso es imposible para un ser humano… ¡ni siquiera yo podría hacerlo! ¡Solo un dios tendría tal poder…! El Maestro no abrió los ojos. No frunció el ceño. Solo habló, y su voz descendió como una campana resonando en el silencio de su alma: —¿Cuánto tiempo llevas bajo mi tutela, Shiryu? Shiryu agachó la cabeza. El agua lo golpeaba como látigos, pero el peso de esa pregunta fue más fuerte. —Cinco años… —murmuró, avergonzado, como si la respuesta fuera una confesión de fracaso. —¿Cinco años? —repitió el anciano con la misma voz, que ahora parecía retumbar desde dentro del pecho de Shiryu—. ¿Cinco años y aún no comprendes? El cosmos no es un instrumento para romper piedras. Es el medio por el cual el alma puede transformar la realidad misma. Hubo un silencio que no era ausencia de sonido, sino la irrupción de una verdad mayor. Shiryu sintió que algo se rompía en él. No era un hueso, no era músculo. Era una convicción. Una certeza que, durante años, había creído inamovible: que los hombres tienen límites. Pero el maestro no había terminado. —¿Dices que solo un dios podría hacer eso? —repitió el maestro, y su voz, aunque serena, cayó sobre el corazón de Shiryu como un trueno contenido. Cada palabra era una campanada que resonaba en las cavernas más profundas de su espíritu, sacudiendo certezas, quebrando límites invisibles. En ese momento, el joven discípulo alzó la mirada. Era extraño… pocas veces había logrado ver con claridad el rostro de su maestro. La sombra del sombrero cónico que siempre llevaba ocultaba sus facciones, como si la montaña misma protegiera sus secretos. Pero ahora, entre el velo de la bruma, la luz del sol rasgó el silencio de los cinco picos, y por un instante eterno, los ojos del anciano brillaron a la vista de Shiryu. No eran los ojos de un viejo. No eran los ojos de un maestro cansado ni de un sabio desapegado. Eran los ojos de un hombre que había luchado, que había sangrado, que había amado y perdido. En ellos ardía el fuego intacto de una juventud sin tiempo. Eran ojos de batalla. Ojos que habían visto maravillas… y horrores. Ojos que alguna vez se habían alzado ante dioses. Y en ese fulgor, Shiryu comprendió: su maestro no hablaba desde la teoría ni desde la fe ciega. No era una lección de filosofía ni una metáfora poética lo que se le estaba entregando. En sus pupilas había convicción, sí, pero también algo más… ¿un recuerdo? ¿una promesa? —Yo te digo: los Santos no son humanos ordinarios —continuó el maestro, y su voz, aunque apenas más alta que un susurro, rugió en el corazón del discípulo como un viento huracanado—. Un verdadero Santo… es tan fuerte como un dios. Y aunque el viejo sabio no lo dijo en voz alta, Shiryu lo escuchó de todos modos, como si las palabras hubieran brotado del silencio entre los latidos de su propio corazón: "Yo lo fui. Y tú debes serlo aún más." La cascada seguía rugiendo, indiferente, violenta. Pero ya no parecía inamovible. Ya no parecía invencible. En su salvajismo había un orden secreto, una ley que podía ser rota… si el alma que se alzaba contra ella era lo bastante decidida. El joven apretó los puños ensangrentados. El agua le golpeaba con furia los brazos, las piernas, el rostro. Pero su espíritu estaba en calma. Como el de su maestro. Como el de un dios. El maestro encendió su cosmos sin previo aviso. Shiryu apenas tuvo tiempo de pestañear cuando lo sintió: una presión densa como el núcleo de la Tierra, cálida como el fuego de una estrella. Era como si el sol mismo hubiera descendido sobre los Cinco Picos. La roca vibró. El aire ardió. Y entonces, la cascada… se detuvo. Sí. Se detuvo. El torrente eterno, que durante siglos había rugido sin descanso, se suspendió en el aire como si una voluntad superior hubiera dictado su alto. El agua quedó congelada en pleno vuelo, como una serpiente de cristal suspendida entre el cielo y la tierra. Shiryu apenas podía respirar. —Yo puedo hacerlo —dijo el maestro con una serenidad casi triste—, sin siquiera ejecutar el Rozan Shō Ryū Ha. Solo basta con expandir el cosmos hasta tocar el alma del agua. Tú deberías poder hacerlo también… Pero recuerda: no te pido que cortes la cascada ni que la destruyas. Eso sería demasiado sencillo. Shiryu tragó saliva. Sus músculos estaban tensos como cables, su corazón retumbaba. —Lo que debes lograr —prosiguió el anciano— es sentirla. Extiende tu cosmos, siente el relámpago y el agua, escucha sus pensamientos. No la venzas: condúcela. Transforma su materia a través de tu espíritu. El joven asintió en silencio. Durante los días que siguieron, comenzó su práctica. Al principio, intentó lo obvio: concentrar su cosmos y lanzar golpes de energía. Cada vez que tensaba el cuerpo para ejecutar el Rozan Shō Ryū Ha, temía que un error pudiera no solo romper la cascada, sino destruir parte del valle. Se contenía. Dudaba. Y el agua, como un espíritu indómito, lo golpeaba sin piedad. Pasaron semanas. Sus brazos estaban cubiertos de moretones, sus piernas ya no respondían del todo. Comenzaba a desesperar. Pero entonces, la respuesta le llegó en un momento insospechado. Durante una visita al pueblo cercano, observó a unas lavanderas trabajando en el río. Mujeres robustas, fuertes, curtidas por la vida en las montañas. No usaban los brazos para levantar las pesadas tinas de agua y ropa: usaban las piernas, con una gracia y una eficacia que le pareció reveladora. Las cargaban como columnas vivas, liberando sus manos para tareas más delicadas. Fue entonces cuando la idea germinó. El último día, con el cuerpo exhausto y el alma ardiendo, Shiryu se plantó frente a la cascada. No adoptó la postura tradicional del dragón. En su lugar, bajó el centro de gravedad, usó una de sus piernas para sostenerse y con la otra, ejecutó un movimiento ascendente, como si trazara un arco invisible desde el suelo hacia el cielo. Fue una patada de cosmos, una variación intuitiva, casi orgánica. Esa postura le permitió usar ambos brazos para regular la energía, canalizarla como un domador de tempestades. No lanzó un ataque. En cambio, abrazó la forma del agua, la sintió fluir por sus venas, la escuchó, la comprendió. Y en ese instante, el agua le obedeció. No como a un amo, sino como a un hermano. El torrente se curvó a su alrededor, giró en espirales, se elevó como un vórtice de plata pura. Y entonces, desde el corazón de ese remolino, surgió un rugido atronador. Un colosal dragón de agua se alzó al cielo, esculpido por su cosmos y sostenido por la voluntad de su espíritu. El joven sonrió. Era su homenaje al nombre que su maestro, con ironía y afecto, solía murmurarle: —Dragón de Roca... ¿cuándo aprenderás a fluir como el agua? Ese día, finalmente, había fluido. Cuando Shiryū descendió de la cascada, aún con el cuerpo temblando por el esfuerzo descomunal de invertir su curso, sus pies descalzos tocaron la tierra húmeda del dojo sagrado. Estaba exhausto, pero exultante. El orgullo le ardía en el pecho. Había logrado lo imposible. Sus pasos eran pesados, pero su alma flotaba. Fue entonces cuando el anciano maestro, que lo observaba en silencio desde lo alto de una roca, encendió su cosmo. No dijo una palabra. No lo felicitó. Solo permitió que su energía se expandiera como una ola invisible, antigua, envolviendo todo el aire en la cima del Monte de los Cinco Picos. Y de inmediato, el cuerpo de Shiryū se arrodilló sin que él pudiera evitarlo, sometido por una fuerza que no era violencia, sino una voluntad superior. —¿Qué hace, maestro? —jadeó, con los ojos abiertos por la sorpresa. El anciano caminó hacia él, con pasos lentos pero solemnes, como si cada huella abriera una grieta en el tiempo. —Tu diploma —dijo con voz firme— no es un trozo de papel ni una ceremonia con aplausos. Es una tradición sagrada entre los nuestros, los herederos del espíritu de los Cinco Picos. Se imprime en la carne con fuego de cosmo. En tu espalda nacerá un tatuaje viviente, pero no será visible siempre. Solo aparecerá cuando entres en verdadera armonía, cuando tu cosmo se alinee con el flujo ancestral de esta montaña, con la base del cosmos y del Séptimo Sentido… o cuando, al borde de la muerte, hagas rugir tu alma como el verdadero Dragón Celestial. El maestro colocó su mano derecha en la espalda desnuda de Shiryū. Una energía incandescente recorrió su columna como si cada vértebra fuera golpeada por un relámpago. Y en su piel comenzó a esculpirse una silueta brillante: un dragón que se curvaba con furia mística. —Y una advertencia —continuó el viejo—: la garra derecha de ese dragón estará del lado de tu corazón. Está allí para recordarte que debes borrar esa tonta sonrisa de tu cara. Un Santo no lucha para presumir. Lucha para proteger. El joven apretó los dientes. El dolor era feroz, pero su espíritu no temblaba. Aún arrodillado, hizo un esfuerzo por incorporarse. —Recuérdame, pupilo mío —dijo entonces el anciano—, ¿cuáles son los tipos de ataques que puede usar un Santo? Shiryū se irguió, aunque el fuego seguía ardiendo en su espalda como si mil cuchillas de luz le atravesaran la piel. Su voz fue firme, como si cada palabra fuera una espada: —Golpes de velocidad. Golpes de poder. Golpes de hielo. Golpes de fuego. Golpes de relámpago. Golpes de ilusión. Golpes de corte. El maestro asintió con gravedad. —Y aún falta uno —añadió—. El más raro, el más difícil de aprender: el golpe que no busca vencer, sino detener la tragedia. Cuando lo comprendas, dejarás de ser solo un guerrero. Serás un verdadero Santo. Y mientras el dragón completaba su forma en la espalda del joven, rugiendo con su boca abierta hacia el cielo, Shiryū supo que ya no había vuelta atrás. Había heredado algo más que poder. Había heredado un destino. —Entre todos los golpes de poder, el Rozan Shō Ryū Ha es el más temido —dijo el maestro, con la mirada fija en el horizonte, donde el sol parecía surgir desde la boca de un dragón tallado en la montaña—. Si logras dominarlo por completo, tu puño podrá rasgar incluso los mantos de los dioses. Shiryū apenas respiraba. El viento frío de los Cinco Picos le azotaba la piel aún ardiente por el ritual del tatuaje. —Pero hay limitaciones, y debes comprenderlas ahora, antes de que el orgullo te ciegue. Tu cuerpo… —el anciano hizo una pausa breve— todavía es demasiado frágil. En tu estado actual, solo puedes desatar ese poder dos o tres veces como máximo antes de caer. Si lo haces más allá de tu límite, tu columna se quebrará por dentro, y ni los mejores sanadores del Santuario podrán salvarte. El joven no respondió. Sus ojos estaban fijos, decididos. Pero el maestro aún no había terminado. —Y escucha esto con atención, porque puede costarte la vida: el Shō Ryū Ha tiene una debilidad mortal. Cuando canalizas esa energía, cuando el cosmos fluye por tus canales internos como una tormenta, hay un momento —solo un instante— en que tu cuerpo se abre. Tu brazo izquierdo desciende de forma inconsciente, es un reflejo del flujo del cosmos, y deja expuesto tu pecho. Justo ahí, sobre tu corazón. El anciano giró y miró directamente a su discípulo. —Un enemigo hábil —continuó— no necesita vencer tu poder. Solo necesita esperar ese momento. Y aunque su golpe sea débil, si alcanza ese punto… será suficiente para matárte. Shiryū tragó saliva en silencio. No era miedo lo que sentía. Era la conciencia clara de lo que implicaba ser un Santo: entregar el cuerpo como escudo, y el alma como filo. —El Rozan Shō Ryū Ha no es un arte de ataque —sentenció el maestro—. Es una promesa de sacrificio. No lo uses para vencer. Úsalo solo cuando estés dispuesto… a morir con honor.
Entonces, la cascada se abrió como si respondiera a una orden secreta del universo, revelando un santuario oculto tras su velo de agua. En su centro, reposaba el cofre. —Eso, pupilo mío —dijo el maestro con solemnidad—, es una Caja de Pandora. No una cualquiera, sino una reliquia forjada por la primera humana antes de caer bajo la maldición de Hades y ser encadenada en la esclavitud del inframundo. Fue creada como reflejo de la caja maldita que Zeus ordenó construir para esparcir el dolor sobre la humanidad, pero con un propósito inverso: contener la esperanza. Una esperanza que no es solo consuelo, sino fuerza, una chispa capaz de reparar lo que ha sido roto y resistir lo que parece inevitable. —Aunque servimos a Atenea, no lo hacemos por su divinidad —continuó el anciano—, sino porque ella eligió luchar a nuestro lado. Por la justicia. Por la existencia misma de nuestra especie. Esa esperanza que se encierra en las Cajas de Pandora nutre y repara lo que se halla dentro... y a quienes son dignos de portarlo. Entonces el maestro chasqueó los dedos. El cofre no se abrió como lo haría un baúl común. Su geometría se disolvió como un fractal o un teseracto girando en múltiples dimensiones. Las caras se desplegaron en planos imposibles, revelando en su interior una escultura de metal jade. Tenía la forma de un dragón oriental, su cuerpo alargado y serpentiforme se enroscaba en espiral sobre sí mismo, como si durmiera en guardia sobre un tesoro sagrado. No parecía una simple estatua, sino una criatura viva congelada en el tiempo, recubierta por escamas e hilos metálicos que relucían como cobre bruñido. Placas articuladas se adivinaban entre las curvas del cuerpo: rodilleras, hombreras, cinturón, guanteletes y una pequeña tiara. Todo, en torno a un escudo grabado con símbolos antiguos, como si esperara una orden para desplegar su poder. Con otro chasquido del maestro, el dragón se despertó. Los hilos metálicos saltaron del cofre como serpientes vivas y comenzaron a escurrirse por el cuerpo de Shiryū, envolviéndolo con precisión. Las placas emergieron y se ensamblaron en un susurro perfecto: las grebas se ajustaron a sus piernas, la coraza se cerró sobre su pecho, los brazales rodearon sus brazos, y finalmente, la tiara se posó sobre su frente con la delicadeza de una corona. El escudo, pesado pero armonioso, quedó sujeto a su antebrazo izquierdo. El manto del Dragón había encontrado a su portador. —El escudo del Dragón no es solo una defensa —dijo el maestro mientras Shiryū observaba con reverencia la armadura recién ceñida a su cuerpo—. Es una extensión de tu voluntad. Se detuvo un momento, tomando una ramita del suelo y partiéndola con los dedos, como si ilustrara algo que Shiryū aún no veía. —Mientras lleves el manto del Dragón, incluso si bajas la guardia, el escudo te protegerá. Pero no del todo. Puedes canalizar tu cosmos en él para fortalecer su defensa, volverlo impenetrable por breves instantes. Sin embargo, cuando ejecutas tu ataque… —el anciano lo miró a los ojos con gravedad— …el escudo se debilita. Esa es la paradoja del Dragón: su fuerza y su defensa no pueden coexistir en plenitud al mismo tiempo. —¿Entonces debo elegir? —No. Debes armonizarte con el manto. El escudo puede soportar uno o dos golpes aún debilitado, pero si te aferras demasiado a su protección... dejará de responderte. El manto no es una herramienta. Es un espíritu. Confía en él, pero no dependas de él. Shiryū asintió con seriedad. Pero el maestro suspiró con un dejo de amargura. —Es una lección que solo se aprende en carne y hueso —murmuró. Se hizo un breve silencio. El viento del monte soplaba frío entre las piedras del templo, y la cascada continuaba rugiendo, ajena al destino de los hombres. Entonces el anciano habló con voz firme: —Ahora, tu primera misión, muchacho: regresa a Oriente. Llévale mis saludos a Saori Kido. Shiryū tragó saliva. Aquello lo descolocó. —Se... se suponía que eso era un secreto. El maestro sonrió con indulgencia. —Asumo que lo supo desde el primer día en que llegué… —Desde antes, Shiryū. Fui yo quien dio los contactos a Mitsumasa Kido para reunir a los niños destinados al entrenamiento. Yo mismo sugerí las tierras donde deberían ser enviados. Saori... siempre estuvo en el centro del plan. Shiryū bajó la cabeza en señal de respeto, apenado. —Mis disculpas por ocultarlo... Pero el anciano soltó una carcajada breve, sin rencor. —No hay nada que disculpar. Tu lealtad era con tu deber, y cumpliste bien. Ahora, el tiempo apremia. Las Guerras Santas se avecinan día tras día. Cumple toda orden que te dé la señorita Kido, incluso si te parece contradictoria. Todo tendrá sentido... tarde o temprano. Shiryū alzó la mirada. El manto del Dragón brilló débilmente al sol naciente. Sabía que el camino que le esperaba no sería fácil, pero su espíritu ardía con la certeza del deber. Y con eso, emprendió el descenso de la montaña. De regreso al hexágono sagrado, Shiryū estaba listo para atacar. Había entrenado durante años, dominando cada una de las posturas y secuencias del Rozan Shō Ryū Ha, pero ahora se encontraba atascado en el último movimiento: proteger su corazón. Su brazo izquierdo, que debía mantenerse firme sobre su pecho, vacilaba con cada intento. Sabía lo que debía hacer, pero su cuerpo, condicionado por la defensa y el instinto, no obedecía. Y es que, de todos los enemigos posibles, Seiya era el más problemático. No era el más fuerte físicamente ni el más resistente, pero su especialización en la velocidad de ataque lo convertía en un adversario impredecible. Era un león menor, sí, pero uno que rugía con la furia del cosmos y el hambre del combate. Cada intento de Shiryū por conectar un golpe terminaba fallando por una mínima fracción de segundo. Cada movimiento que ejecutaba era anticipado por Seiya, cuya agilidad le permitía deslizarse, esquivar, contraatacar. Ambos se desplazaban a velocidades que superaban la del sonido, y el continuo rompimiento de la barrera sónica sacudía la estructura del Neocoliseo. El coliseo no era una reliquia sagrada del Santuario. Era reciente, moderno, casi impuro, construido bajo los auspicios de Saori Kido y con fondos que combinaban tradición y vanguardia. Sus muros estaban revestidos con cámaras de alta velocidad, sensores de presión, radares de cosmoenergía, y un techo retráctil que permitía la entrada del sol para las ceremonias antiguas, pero también podía cerrarse para aislar el combate y registrar cada movimiento con precisión milimétrica. Científicos, ingenieros y tecnomísticos iban y venían por las pasarelas superiores, monitoreando datos en tiempo real. Era la primera vez que se podía estudiar en condiciones controladas el combate entre dos santos sin el uso de sus mantos sagrados. Esto les daba acceso directo a sus cuerpos, ritmos cardíacos, fluctuaciones cósmicas, y pequeños detalles de biomecánica que hasta ahora solo podían inferirse desde los escombros de los antiguos campos de batalla. El público, miles de civiles y aprendices sin manto, estaba extasiado, fascinado por la intensidad de aquella etapa. Para los espectadores comunes, era el combate más llamativo del torneo. Un espectáculo de velocidad pura, de cosmos en ebullición. Sin embargo, para los santos experimentados que lo observaban desde la periferia del campo sagrado, el duelo era también el más frustrante. Desde su perspectiva, solo se veían estelas de luz y ráfagas de viento. Movimientos tan veloces que ni sus ojos entrenados podían seguir con claridad. Dos sombras que se entrecruzaban como relámpagos atrapados en un huracán. Nada se resolvía, nada se definía. Parecía una danza eterna entre dos caballeros cuyo cosmos ardía, pero sin quemarse mutuamente. Y sin embargo, ambos sabían que ese equilibrio solo podía durar unos instantes más. Hyōga observaba desde el borde del hexagono, al lado de otros santos que, como él, habían dejado su manto atrás. Todos estaban vestidos con ropas de civiles sencillas, salvo Shun, que conservaba su cadena enroscada a su muñeca, como si presintiera que pronto tendría que intervenir. El ambiente en la tribuna era tenso, apenas contenido, como si cada espectador allí supiera —aunque no lo quisiera admitir— que estaban al borde de lo imperdonable. El combate que se desarrollaba frente a sus ojos no era una justa sagrada, ni una prueba del destino. Era algo más oscuro. Más ambiguo. Hyōga tenía los brazos cruzados, el ceño fruncido y los ojos fijos en el centro del hexágono. Por dentro, no sentía ni admiración ni expectativa. Sentía molestia. Un nudo en la boca del estómago que no era rabia ni tristeza, sino algo más confuso. Por un instante, la misión que los había traído al mundo de los hombres —la voluntad del Santuario, la paz de Atenea— se borró de su memoria como un sueño interrumpido, y lo único que quedó fue el guerrero. Un guerrero frustrado. No podía evitar pensarlo: los dos rivales más dignos de su talla se estaban destruyendo mutuamente. Shiryu, el Dragón. Seiya, el León. Ambos habían enfrentado la muerte en más de una ocasión. Guerreros sin igual, templados por el dolor, por la lealtad, por el cosmos. Y ahora, allí estaban, desgarrándose el uno al otro. ¿Y él? Él miraba desde el borde. Incapaz de intervenir. De ayudar. De pelear. Y por un segundo, esa idea lo tentó. Que no pelearía contra ellos. Que se quedaría sin medirse con sus iguales. Que lo mejor del mundo se estaba consumiendo sin que pudiera probar su espíritu frente a ellos. Pero al pensar eso, se sintió despreciable. ¿Qué clase de pensamiento era ese? ¿Qué demonios estaba haciendo? Todo esto estaba mal. No era un torneo. No era justicia. Era un espectáculo de esclavos. Un combate diseñado por la voluntad de una sola mujer: Saori Kido. La falsa Atenea. ¿Pero quién era ella, en verdad? Solo una joven mimada, manipulando sus destinos desde un trono de mármol blanco y cámaras de alta definición? ¿Había ella entrenado? ¿Había sangrado en nombre del cosmos? ¿Había sentido el sabor metálico de la derrota, la quemadura del hielo en los huesos? Hyōga cerró los ojos por un instante. Sintió de nuevo el silbido del viento en Siberia, el crujido de la escarcha bajo sus pies, la voz ronca de su maestro. Recordó las caídas, las heridas, el aislamiento. La lenta construcción de su cosmos, piedra por piedra, golpe a golpe. Y luego, volvió a verla en su mente: a Saori. Vestida de blanco. Intocable. Irradiando una fuerza imposible de mirar de frente. Había algo en ella que lo desarmaba. Algo que le impedía siquiera imaginarse alzando el puño contra su figura. ¿Era fe? ¿Era miedo? No lo sabía. Pero lo sentía como una montaña invisible sobre su espalda. Y sin embargo, justo cuando ese torbellino de pensamientos amenazaba con hacerle perder el juicio, volvió la vista al hexágono. Y lo entendió. Los cosmos del León y del Dragón no eran cadenas. No eran esclavos. Eran llamas vivas, danzando. Eran dos fuegos en espiral, girando como remolinos dorados y verdes, entrelazados como una danza antigua. Como las danzas rituales taoístas, en las que dos fuerzas opuestas —alegría feroz y terror sagrado— se entrelazan sin tocarse. No era solo un duelo: era una ofrenda. Un acto de comunicación con algo más allá del tiempo. Por un instante, Hyōga creyó ver más allá del cosmos. Creyó ver la forma etérea de un dragón celeste enroscado y un león hecho de luz, girando, rugiendo, danzando entre sí como si la batalla no fuera odio, sino un lenguaje perdido. Incluso los humanos comunes, con ayuda de las cámaras de alta velocidad y los sensores del Neocoliseo, podían ahora contemplar aquel espectáculo. Ver lo que antes solo los dioses y los santos eran capaces de percibir. Ver la energía, los impulsos, los destellos invisibles de cosmos chocando a velocidades imposibles. Pero por más que lo grabaran, lo analizaran, lo compartieran… nada de eso explicaba lo que allí ocurría. Porque no era una pelea. Era un ritual. Y Hyōga lo supo, en lo más profundo de su ser: no luchaban por Saori. No luchaban por el Santuario. Luchaban por sí mismos. Y eso… eso lo estremeció más que el frío polar. Porque era hermoso. Porque era real. A su lado, Shun dio un paso adelante. Su cadena vibraba débilmente, como si temiera por la vida de sus amigos y al mismo tiempo reconociera la verdad de esa danza. Un gesto más y la lanzaría. Rompería el combate. Salvaría a sus compañeros. Pero Hyōga lo detuvo con una mano en el hombro. No dijo nada. Solo negó suavemente con la cabeza. Ese no era un momento para intervenir. Ese era un momento para recordar.
Saori entrecerró los ojos, con la mano alzada a medio camino entre el silencio y la orden. Su voluntad temblaba. Estaba a punto de detener la pelea. No por compasión, ni por política, sino por algo más profundo: por una verdad que solo ella parecía percibir. Pero entonces la vio. Una silueta etérea, translúcida, flotó tras de sí, envolviéndola con un aura dorada y plateada. Era Niké, la Victoria Alada. Solo Saori podía verla. La diosa guerrera, antigua como el primer triunfo de la humanidad, apareció con una majestad inefable. Su cuerpo no tocaba el suelo; tenía un ala blanca y otra negra, y un laurel centelleante en la frente, símbolo de gloria eterna y juicio divino. Niké no habló con palabras, pero su voz resonó dentro del corazón de Atenea. —Es hermoso. —¿Qué cosa? —preguntó Saori en un murmullo apenas audible. —Dos campeones que lograránn victorias para nosotras. Sufren... pero responden a tu cosmos. Y lo hacen por nosotras. Las alas de Niké se desplegaron, vastas como un eclipse invertido. Una luz cálida, nacida del choque entre la sombra y el resplandor, se derramó sobre todo el coliseo. No fue un trueno ni un rayo. Fue una brisa sagrada, como si el aliento mismo del Olimpo hubiese descendido sobre el hexágono. Los sensores del Neocoliseo enloquecieron. El aire cambió. El cielo mismo pareció contener la respiración. Era la bendición de la Victoria Alada. Y fue ese impulso —místico, inexplicable— el que detuvo los puños de los guerreros. Shiryū bajó la guardia. El cosmos lo rodeaba como una serpiente de jade, desgastado, pero aún majestuoso. Dio un paso adelante, el brazo de guardia sobre el pecho bajando levemente, la frente perlada de sudor. Tenía una sola oportunidad. No había odio en su mirada, ni siquiera decisión: solo destino. Con un rugido de voluntad, cargó su técnica definitiva. —¡Rozan Shō Ryū Ha! —gritó, pero la voz le tembló de agotamiento. El dragón que emergió de su puño ya no era una bestia de furia desatada. Era la imagen de un viejo espíritu chino, enroscado como los símbolos imperiales, cubierto de escamas agrietadas por los siglos, pero aún resplandeciente. Su cola se deshacía en aire, pero su mirada seguía siendo la de un guardián. Una criatura orgullosa que ofrecía su última llamarada antes de desvanecerse. Y Seiya... Seiya no retrocedió. Al contrario, dio un paso al frente. Se entregó al golpe con una sonrisa cansada y un destello de fuego en los ojos. Vio una abertura. El Dragón había bajado ligeramente el pecho. Allí estaba su blanco. El impacto fue brutal. El puño de Shiryū lo alcanzó de lleno, arrojándolo como una espiral humana a través del hexágono. Seiya giró en el aire como un cometa errático, escupiendo sangre y dientes —dos muelas volaron en el torbellino—, pero no perdió la conciencia. Por suerte, su cuerpo se estrelló contra las cadenas del hexágono, que aún colgaban sobre uno de los límites del campo. Las cadenas vibraron, brillaron al contacto, pero no lo dejaron salir. Desde las gradas, Hyōga y los otros Santos —sin mantos, sin palabras— observaron en silencio. Solo Shun dio un paso adelante, sus cadenas agitándose como serpientes inquietas. Estaba a punto de intervenir, impulsado por una intuición profunda. Pero no lo hizo. Algo lo contuvo. Quizá fue el aura de Niké, o la solemnidad del momento. Quizá fue el respeto. Porque ahora era claro para todos: eso no había sido una pelea. Había sido un voto. Un sacrificio. Un canto de guerreros a la eternidad. Shiryū salió volando con una trayectoria más suave que Seiya, pero no menos decisiva. Su cuerpo fue elevado por el impacto y, aunque no giró violentamente en el aire, sus brazos cayeron a los lados con un abandono que hablaba de pérdida total del control. El Dragón descendió con gravedad serena sobre la plataforma de piedra, apenas rebotando al chocar contra el borde del hexágono. Luego, su cuerpo resbaló lentamente por la pendiente de mármol blanco y cayó fuera del límite del campo, quedando inmóvil boca arriba, inconsciente, con la guardia baja, como si su alma hubiese quedado atrapada en el golpe que había lanzado. La arena enmudeció por un instante. Cuando el juez comenzó el conteo, Seiya apenas se movía. Su cuerpo seguía vibrando por el impacto, sus músculos tensos aún sostenían la forma de combate. Contó hasta cinco y, en ese momento, el Caballero de León se irguió lentamente, tambaleándose. La sangre goteaba de su labio partido, sus ojos estaban turbios, su respiración entrecortada. No sabía que había vencido. No sentía victoria, no sentía gloria. Solo sentía el peso de un adversario formidable que aún parecía presente. Se puso nuevamente en posición de combate, con los puños en alto, desafiando al vacío, lanzando golpes al aire, como si la sombra de Shiryū aún estuviera frente a él. En su mente, el combate no había terminado. El espíritu del Dragón aún danzaba frente a sus ojos. El ruido del público era solo un eco lejano. Su mundo se reducía al instante anterior al golpe. Fue entonces cuando algo cálido, sutil y brillante interrumpió ese trance violento. Las Cadenas de Andrómeda, que hasta ese momento colgaban en silencio como lianas dormidas, se movieron por voluntad propia. Una de ellas se extendió suavemente y rodeó el torso de Seiya, no con fuerza, sino con un gesto de cuidado fraternal. Como si tuviera alma, como si entendiera que el combate ya había concluido, la cadena descendió por su espalda y le sujetó con gentileza. Entonces Seiya sintió algo: no dolor, no agotamiento, sino una calma agonizante, la sensación de haber cruzado un umbral. A través del frío metálico de la cadena, la serenidad de Shun le tocó el alma. Era la paz que sigue a una batalla justa. Y el joven Caballero de León Menor cayó de rodillas, aún sin comprender del todo, pero ya sin necesidad de pelear. La victoria no le pertenecía como un trofeo. Le pertenecía como una herida que arde con dignidad. La sombra del Dragón se desvanecía lentamente frente a él, en forma de respeto eterno. La multitud estalló en un rugido, pero ni Seiya ni Shun escucharon nada. En ese instante, solo existía el lazo invisible entre dos guerreros que, al darlo todo, se habían reconocido como hermanos de un mismo destino. La noche se había apoderado de Nueva York, y con ella, el NeoColiseo brillaba como una joya artificial enclavada en medio del concreto. Eran exactamente las 8:45 p. m., y un silencio sepulcral cayó como una losa sobre las tribunas repletas de miles de espectadores. Las pantallas gigantes suspendidas en las alturas, que minutos antes vibraban con repeticiones en cámara lenta del combate, ahora permanecían fijas en una imagen congelada: el cuerpo del Caballero del Dragón desplomado, boca abajo, fuera del hexágono de combate, apenas iluminado por la luz blanca y clínica de los reflectores. La temperatura había bajado levemente; podía sentirse un escalofrío reptando entre los brazos y nucas de los presentes, como si el mismísimo aire se negara a seguir participando en el espectáculo. El bullicio del público —aplausos, gritos, vítores— se desvaneció, como si alguien hubiera cerrado un grifo invisible. Solo quedaban los murmullos de confusión, la vibración sorda de las máquinas de transmisión, y el zumbido profundo del sistema de altavoces esperando su próximo mensaje. Entonces, la voz. Una voz metálica, impersonal, casi quirúrgica, descendió desde los altoparlantes con la frialdad de un bisturí sobre un corazón abierto: —El Caballero del Dragón… ha sido declarado clínicamente muerto. Hubo una reacción colectiva, un exhalar simultáneo, como si miles de personas soltaran el aire al mismo tiempo sin darse cuenta. El corazón de Hyoga se paralizó por un instante. El de Shun, oprimido por la cadena que colgaba inerte en su brazo, latía con una culpa imposible. Seiya, en camilla, deliraba entre espasmos y jadeos, sin saber que la sombra de su puño había matado a su rival. Fue en ese instante de confusión, caos y vacío, que una figura menuda irrumpió en la escena, corriendo desde una de las entradas técnicas del coliseo: Shunrei. Su kimono tradicional ondeaba como una bandera en la tormenta mientras atravesaba a empujones las filas de personal médico. Tenía el rostro desencajado, mojado de lágrimas, con los cabellos pegados a las mejillas por el sudor y la desesperación. Sus pies apenas tocaban el suelo, impulsados únicamente por el terror. Se abalanzó sobre el cuerpo inmóvil de Shiryu, abrazándolo con fuerza, como si su calor pudiera devolverle la vida. No le importó la sangre, el silencio, ni las cámaras que de inmediato enfocaron su rostro en todos los monitores. Gritaba. Gritaba con una voz rota, desgarrada, que sacudió incluso a los más fríos del recinto: —¡¡Señor Santo, señor santo, escúcheme!! —dijo dirigiéndose a los jueces, a los médicos, al cielo mismo—. ¡¡El Viejo Maestro de los Cinco Picos dijo… que si un Santo del Dragón muere por un golpe directo al corazón… entonces puede revivir!! ¡¡Puede revivir si recibe exactamente el mismo golpe, desde el lado contrario, con la misma fuerza, la misma furia… y el mismo cosmos!! Los médicos intentaron separarla, pero ella se aferraba al torso de Shiryu con uñas y lágrimas, como una niña a punto de ser arrastrada por un río. —¡Por favor… por favor, sálvenlo! ¡¡Seiya debe darle el golpe!! ¡¡Seiya es el único que puede!! ¡¡Él debe hacerlo ahora!! ¡¡Por favor, por favor, por favor!! Su rostro estaba lleno de mocos, saliva, llanto, la desesperación pura de quien ve partir el alma de alguien amado. Los sensores vitales aún conectados al pecho de Shiryu no emitían señales. Pero una de las luces del monitor… parpadeó. Y en ese instante, mientras el personal se miraba sin saber qué decidir, y Seiya apenas recobraba la conciencia, con las pupilas dilatadas y el alma aún en llamas… todos comprendieron que estaban ante una elección trágica: repetir un golpe mortal con la esperanza de que, en su simetría perfecta, pudiera resucitar un alma extinguida. El NeoColiseo de Nueva York estaba enmudecido. Nadie hablaba. Nadie se atrevía a respirar con fuerza. El destino del Santo del Dragón colgaba de un hilo de cosmos... y del valor de su enemigo. En la camilla, los médicos solo podían mirar para otro lado. Lo que veían era insoportable: un cuerpo aún tibio, pero ya vencido, convulsionándose como si el alma se resistiera a abandonar la carne. Seiya no estaba realmente despierto; su cuerpo se revolvía en espasmos reflejos, movimientos erráticos como los de un titán moribundo bajo una tormenta neuronal. Probablemente él también tenía heridas cerebrales por el brutal impacto del Dragón, y no podía oír nada, ni siquiera las súplicas de la niña que se había arrojado a su lado. Pero entonces... Una figura surgió en medio de la penumbra de la sala VIP, brillante como una antorcha en la noche. Las luces artificiales de Nueva York pintaban el cielo con su resplandor anaranjado, pero no lograban opacar el fulgor sobrenatural que se alzaba ahora, pero que solo Saori podía ver. La Victoria Alada, vestida con su corto manto y su rostro hermoso pero sádico, se acercó a Saori, como una mensajera de otro mundo. Su voz sonó suave y firme, como un eco nacido del origen mismo del tiempo: —Observa, hermana mía... —le dijo a Saori sin mirarla directamente—. Observa la gloria humana. Observa la razón por la cual elegí su causa y la tuya desde la edad del mito. Y siempre lo haré… hasta que los pilares del mundo colapsen. En ese instante, el cosmos de Seiya se encendió. Fue como si las estrellas de la constelación de León Menor hubieran respondido a un llamado silencioso desde la sangre. Un fuego etéreo emergió de su pecho, envolvió sus músculos, levantó sus párpados cerrados y lo hizo erguirse en la camilla como si un rayo solar lo reanimara. Sus pies tocaron tierra. No lo sostenían los huesos, ni los tendones, sino esa llama ardiente que brotaba de lo más profundo de su espíritu: el cosmos. Y entonces, por primera vez desde el golpe, Seiya abrió los ojos. No entendía dónde estaba. Su mente aún giraba entre imágenes distorsionadas del combate, pero su cuerpo se movía con determinación. Se puso en posición de combate, como un reflejo primario, ancestral. Su brazo tembloroso se alzó. Sus piernas cedieron por un instante, pero no cayó. Desde un costado, Shun entendió de inmediato. Se acercó al cuerpo desmayado de Shiryu, lo tomó con amabilidad y lo alzó con sus cadenas, que se movían con la ternura de un lazo entre hermanos. —Yo me encargo… —le dijo a Shunrei, que aún estaba arrodillada, con el rostro manchado de lágrimas y moco—. El golpe de un Santo sería demasiado para ti, jovencita. Ella asintió, tragando saliva. Por un instante, la esperanza regresó a su rostro. Como una chispa entre ruinas. Desde la cabina de transmisión, el presentador había perdido el hilo de lo que ocurría. Se había levantado de su asiento y miraba atónito las pantallas. ¿Qué estaba pasando? Un camarógrafo se acercó con la cámara al rostro de Jabu, que observaba en silencio con las manos cruzadas al pecho. El reportero se le acercó con un micrófono, y Jabu, con voz contenida y solemne, explicó: —Van a intentar revivirlo. Existe una antigua técnica… El Santo del Dragón murió por su propio golpe. Pero si recibe ese mismo ataque en la espalda, con la misma intensidad y el mismo cosmos, puede sobrevivir. Es un acto de fe. De precisión. De honor. El camarógrafo asintió, y el presentador, ahora recompuesto, alzó la voz con dramatismo: —¡Señoras y señores, lo que presenciamos esta noche en el Neocoliseo de Nueva York no es solo una pelea! ¡Es una leyenda viviente desarrollándose ante nuestros ojos! ¡Nuestros combatientes no luchan por premios ni gloria: luchan por la vida, por el alma de un compañero caído! La multitud, que segundos antes guardaba un silencio sepulcral, comenzó a murmurar. El rumor creció, vibró en las paredes de acero y vidrio, subió hasta los reflectores y descendió como un clamor. En la pantalla gigante, los rostros de Seiya y Shiryu eran ahora íconos. Y frente a todos, Seiya levantó su puño envuelto en un fuego estelar. Cerró los ojos. Recordó el momento del impacto, el instante en que la garra del dragón perforó su cráneo, su pecho, su universo. Por un momento, el cosmo de Seiya titiló como una estrella moribunda, atrapada entre el resplandor de la esperanza y la oscuridad del colapso. Su cuerpo, al borde del agotamiento absoluto, tembló como una rama golpeada por el viento. Cayó de rodillas sobre el mármol helado de la plataforma, y el impacto resonó como un eco sordo en los corazones de quienes lo miraban. Jadeaba como si el aire se hubiera vuelto fuego, como si sus pulmones ardieran con cada intento de mantenerse con vida. No quedaba nada en él excepto voluntad: un corazón que latía ya no por reflejo biológico, sino por la obstinación de seguir de pie, por fidelidad a sus promesas, por el amor que alguna vez juró defender. El sudor le surcaba el rostro como ríos nacidos del sufrimiento, y la sangre se le escapaba de los labios partidos. Sin el abrigo del manto del León Menor —destruido más allá de todo rescate, enterrado en los restos calcinados de su caja de Pandora—, ya no era un santo protegido por los dioses, sino un joven expuesto a la fragilidad humana. Si fallaba ahora, si cruzaba esa línea invisible entre lo heroico y lo imposible, ni siquiera los médicos más avanzados podrían rescatarlo. Solo le quedaba el filo de su determinación. Y sin embargo, no se rindió. Apretó los dientes con furia, las manos temblorosas contra el suelo, y con un grito que no salió de su garganta sino del alma, se irguió de nuevo. Como un sol que se rehúsa a hundirse tras el horizonte. Como un faro para los demás. Entonces, una mano cálida, firme, surgió desde el costado y se posó sobre su hombro herido. No era una orden. Era una súplica. Era una promesa hecha carne. Hyōga estaba ahí. El Caballero del Cisne ya no tenía máscara. Aquella expresión estoica que solía mantener, ese rostro de hielo que se había vuelto su defensa contra el dolor, se había derretido al contacto con el sufrimiento de su hermano de armas. Frente a Seiya no estaba un guerrero de bronce. Estaba su amigo de la infancia, el niño que alguna vez compartió el mar glacial del Norte, que había llorado en silencio por su madre, que lo había ayudado a levantarse cien veces en los entrenamientos, aunque a él mismo le doliera el alma. —Detente —dijo Hyōga. Su voz no tembló, pero su alma sí—. A esta distancia... le reventarás el corazón. Y entonces todo el mundo se detuvo. Las cámaras flotantes, suspendidas en el aire como testigos mudos, no se atrevieron a acercarse más. El comentarista guardó silencio. Shunrei, apenas audible desde la camilla, dejó de sollozar. Solo se oía el viento, colándose entre los pilares destruidos del estadio y el latido titubeante de Seiya. Él no respondió. No podía. Pero entendió. Con un movimiento lento, solemne como un rito, dio tres pasos hacia atrás. Exactamente tres. Como si supiera que cada uno de ellos era necesario, como si supiera que la vida de aquel al que se enfrentaba —y la suya propia— pendían de ese equilibrio delicado. Su rostro era una máscara de carne inflamada, apenas reconocible. Pero sus ojos.... Sus ojos ardían. Ardían con la luz de todos los que alguna vez había querido. Ardían con la fuerza de una promesa que se niega a romperse. Ardían con la certeza de que no luchaba solo, de que incluso en ese abismo de dolor, lo sostenían las manos invisibles de todos sus compañeros, vivos o muertos. De que, incluso ahora, cuando el cuerpo ya no podía más, el lazo que lo unía a sus hermanos aún brillaba. Porque ese era su verdadero cosmos. La amistad, la lealtad, el amor. Y con eso... Seiya volvió a erguirse. Sus manos temblorosas siguieron el trazo invisible de las estrellas, dibujando en el aire la constelación del León Menor. Cada punto era un recuerdo, un sacrificio, una promesa. Entonces, con un rugido que brotó desde el centro mismo de su alma, Seiya lanzó su golpe. El impacto se hundió en la carne ardiente del Dragón justo donde un tatuaje extraño, con forma de dragón chino enroscado, parecía deshacerse en volutas de energía, como tinta disolviéndose en el agua. Shun, que sostenía el cuerpo herido de Shiryu, salió despedido junto a él como hojas arrancadas por un huracán. Ambos fueron lanzados contra un muro del coliseo que se quebró como una corteza de yeso ante el impacto, con el estruendo de un camión estrellándose a toda velocidad. El polvo se alzó en una nube espesa, ocultando todo tras su velo gris. Seiya cayó de rodillas otra vez, esta vez sin fuerzas para siquiera sostenerse. La sangre comenzaba a manar por sus oídos y su nariz, lenta y cálida, tiñendo su rostro y cuello. La vista se le nublaba, y su cabeza era un torbellino de dolor y vacío. Todo parecía desvanecerse. Pero entonces… lo oyó. Un latido. Débil. Irregular. Como una llama temblando en medio de una tormenta. Pero era real. El latido del Dragón. Solo los Santos —aquellos que habían rozado el abismo de la muerte y regresado con cicatrices imborrables— podían escuchar algo tan sutil. Y todos los que estaban allí lo sintieron. Fue como una campana sagrada resonando en el silencio absoluto, proclamando la victoria de la vida sobre la muerte. En las gradas, el mundo pareció contener el aliento. El silencio sepulcral que se había impuesto desde el anuncio se convirtió, poco a poco, en un murmullo de asombro, luego en gritos ahogados, y finalmente en una ovación. Pero lo más sobrecogedor no fue el estruendo humano, sino lo que danzaba por encima del ruido: una presencia. En el palco VIP, invisible para todos menos para Saori, una figura alada descendía con gracia serena. No era un ángel, ni un espectro. Era la Victoria Alada, envuelta en un peplo vaporoso que flotaba sin viento, como tejido por las propias manos del destino. Su rostro juvenil, de una belleza angelical e intemporal, parecía tallado en alabastro por los dioses, y sin embargo había en él algo terriblemente sádico, una dulzura que no ocultaba del todo el deleite cruel de los dioses al ver cómo los mortales sangran para alcanzar la gloria. No blandía su espada: la llevaba envainada, porque no la necesitaba. Su sola presencia bastaba para declarar el veredicto final del combate. Ella no sonreía, pero una bruma de orgullo divino danzaba sobre su frente como un halo. La diosa de la Guerra Justa contemplaba a los jóvenes caídos, ensangrentados, pero invictos, como una madre orgullosa, consciente de que sus hijos habían abrazado un destino que los superaba, y aún así lo habían desafiado con todo lo que eran. Y aunque nadie más la vio —ni Shun, ni Shiryu, ni Hyōga, ni siquiera Seiya, ya casi ciego por la fatiga y el dolor—, todos los corazones en ese coliseo —desde los más cínicos hasta los más puros— se llenaron de una alegría inexplicable. No era solo felicidad. Era algo más profundo. Algo que resonaba en lo más hondo del alma humana: la certeza de haber presenciado algo verdadero, algo inmenso. El instante preciso en que la redención de una amistad perdida se volvía acto, el triunfo del espíritu humano sobre el olvido, sobre el rencor, sobre la muerte misma. Incluso quienes solo fueron testigos desde lejos, sintieron que formaban parte de ella. Que aunque no habían lanzado un golpe, ni sangrado, ni llorado en la arena, esa victoria también les pertenecía. Porque era la clase de victoria que nace del sacrificio verdadero, y por eso, era eterna. La Victoria Alada no dijo palabra. Solo giró levemente su rostro, como si saludara a alguien fuera del tiempo. Y luego se desvaneció. Pero su huella quedó allí, suspendida en el aire entre la sangre y el mármol, como el eco de un himno sagrado que aún no ha sido escrito.
Kaito abrió los ojos con lentitud. La luz blanca del techo le cayó directo en las pupilas dilatadas, y por un instante todo fue un zumbido agudo, como si aún retumbara el último estallido de Cosmos en su cabeza. Tardó en entender dónde estaba. El aire tenía ese olor clínico de los espacios sellados, saturado de ozono, lejano a cualquier cosa humana. A su derecha, los monitores médicos parpadeaban con datos que no entendía del todo. Pulso, saturación, resonancias corporales, y una gráfica que analizaba ondas de Cosmos como si fuera un electroencefalograma. El trazo era errático, violento, como si una tormenta hubiese habitado su pecho. Tal vez todavía lo hacía. Giró el rostro con esfuerzo. A su izquierda, recostada junto a su camilla, estaba una mujer dormida. Hermosa, incluso más allá de lo razonable. Su piel era de porcelana ligeramente dorada por la luz, y su cabello, recogido en una trenza caída sobre el hombro, parecía brillar con reflejos plateados. Una enfermera, aunque su uniforme blanco tenía detalles dorados que lo hacían parecer más una vestidura ceremonial que ropa de hospital. Dormía con la cabeza recostada en la parte baja de su abdomen, profundamente, como si llevara muchas horas sin moverse. En su regazo reposaba una tablet translúcida, su pantalla aún encendida. Kaito la tomó con cuidado de no despertarla. En el dispositivo, transmitido en directo, ardía el combate entre el León Menor y el Dragón. Las cámaras flotantes ofrecían ángulos imposibles. La refracción del Cosmos cortaba el aire como cuchillas. Vio al León Menor arremeter con ferocidad, y al Dragón sostenerse a duras penas. No se decían nada, no se perdonaban nada. Cuando el Dragón lanzó su contraataque final, Kaito supo lo que venía: el milagro. Lo que el mundo llamaría justicia o destino, pero que él percibió como una farsa programada. El puño del Dragón impactó al León con una curva imposible, con una luz que no se justificaba. Kaito frunció el ceño, disgustado por tan vil espectáculo. Aquello no era un combate. Era un guion. Una representación. Un circo cósmico. Desvió la vista hacia el entorno. Buscó con qué vestirse. No había ropa. Ni una bata. Ni siquiera su Caja. La enfermera respiraba con suavidad, ajena al desagrado que él sentía. Afuera, lo sabía, el Coliseo vibraba por la victoria del Dragón. Él debía estar ahí. No ahora como actor, sino como testigo. Como juez, si era necesario. El subnivel del Neocoliseo se extendía como un laberinto blanco y prismático, una estructura de tecnología avanzada que parecía no haber sido tocada por manos humanas. Todo allí era aséptico, como si los pasillos fueran quirófanos de combate: muros lisos, ángulos perfectos, luz blanca que no proyectaba sombras, frío y control. El aire estaba saturado de ozono y algo más, tal vez vapor esterilizante. Las puertas se abrían y cerraban con un susurro electromagnético. Kaito se detuvo al borde de una plataforma elevada. A lo lejos, donde el corredor se bifurcaba hacia los ascensores de carga, distinguió figuras. Guardias humanos. Armas humanas. Voces nerviosas. No debía ser visto. Su Caja de Pandora, que contenía el Manto de la Paloma, estaba en el centro del coliseo, entre los cofres de los demás Santos inactivos. Si llegaba a ella, podría vestirse, recuperar su Cosmos, intervenir. Se ocultó tras una estructura hexagonal brillante, como un nodo de datos que pulsaba cada tanto con una luz azul fría, hipnótica, como si respirara al ritmo del Coliseo mismo. El ambiente era gélido, estéril, iluminado por paneles que parecían no tener fuente alguna, y sin embargo bañaban de claridad clínica cada rincón del subnivel técnico. Desde su escondite, Kaito escuchó voces que provenían de un corredor angosto, donde cuatro soldados de seguridad, con el uniforme negro de la división de observación externa, hacían una pausa no autorizada. Los cascos y visores reposaban en el suelo, junto a una caja de raciones sin abrir y una botella térmica con café a medio terminar. —Te juro que todo esto es un espectáculo montado —murmuraba el primero, un hombre nervioso, de rostro anguloso y ojeras profundas—. Hologramas 3D, realidad aumentada... No me jodas que alguien puede moverse así en serio. ¡Esa velocidad no es natural! El segundo, más corpulento, mascaba una barra de energía con indiferencia. Tenía cicatrices en el cuello y la insignia de veterano de cuatro campañas. —Idiota —le respondió sin girarse—. El Santo de Norma casi me revienta el cráneo con solo gritar. Y yo estaba tres niveles más abajo haciendo guardia. Eso no fue ilusión. Eso fue poder. Real. Puro. Como una fuerza que se te mete en los huesos. El primero se cruzó de brazos, aún reacio a aceptar. —¿Y no les parece perturbador? —agregó un tercero, más joven, con voz casi temblorosa—. ¿Quién demonios deja que dos adolescentes peleen así? Dragón y el otro, el que parece un tigre, están a punto de matarse. ¿Dónde está el límite? ¿Qué dicen los supervisores? —¡Silencio! —ordenó una voz más firme. Era el sargento a cargo, un hombre de rostro pétreo, inexpresivo, con una prótesis ocular de titanio azul que parpadeaba cada tanto como una máquina de vigilancia integrada. Su tono era el de alguien que ya había visto a demasiados subordinados morir sin ceremonias, y que entendía el valor del miedo en su justa medida—. Que no los oigan. Hizo una pausa, respiró hondo y bajó la voz apenas por debajo del susurro. —La reunión con los mandamases fue ayer. Nadie puede decir que no lo sabía. Vinieron representantes de todo el maldito mundo. Estaban los presidentes de la OTAN, enviados especiales de Rusia, China y del bloque árabe, miembros del Consejo de Seguridad de Atenas, ejecutivos de la Corporación Cíntara, que ya no ocultan su influencia militar... y hasta científicos de la Unión Helicoidal. Todos. Todos en la misma sala, rodeados de escudos cuánticos y mesas de negociación hechas con oro blanco. Y ¿saben qué? Nadie levantó un solo dedo. Todos sabían de este torneo. Todos firmaron. Todos dieron luz verde. Uno de los soldados tragó saliva. El sargento siguió, con un deje de desprecio en la voz. —¿Quieren nombres? Estaba allí Julian Solo, el heredero de la fortuna Solo. Sí, ese mismo, el niño bonito de los tabloides, el que apareció en la portada de Neuroluxe como el soltero más influyente del sistema económico global. No dijo ni una palabra. Solo miraba a los Santos en pantalla con los ojos brillándole como si estuviera viendo dioses. Los magnates no vinieron a protestar. Vinieron a apostar. A escoger. A ver quién queda vivo. Se hizo un silencio tenso entre los guardias. El zumbido grave del nodo de datos detrás del que se ocultaba Kaito pareció amplificarse como una sentencia. —Esto —concluyó el sargento— no es una pelea. Es una selección. —¿Una selección? ¿Para qué, carajo? —Para lo que viene. Eso no es asunto nuestro. El tercero tragó saliva. —¿Y la jefa? ¿Ella también está en eso? ¿Lo permite? —Pero si es que... ¿la vieron? —insistió el joven, bajando un poco la voz—. Parece una diosa. Y esa mirada... como si supiera quién eres antes de que abras la boca... —¡Te calles! —rugió el sargento, golpeando una de las paredes con el nudillo enguantado. El panel vibró, la luz tembló levemente—. Esa mujer te quiebra en dos sin tocarte. Y si alguna vez llegas a estar en la misma sala que ella durante una reunión... vas a entender lo que es el miedo. Respeto, muchacho. Aprende a callar cuando es debido. El silencio volvió a reinar entre los soldados. Uno de ellos encendió un pequeño monitor de pulsera y reprodujo una secuencia del combate entre Leo Menor y el Dragón. El grupo observó en silencio, como hipnotizado. Desde su escondite, Kaito también lo miraba... pero con otros ojos. Kaito se agazapó en el frío suelo blanco. El Cosmos latía muy hondo en su pecho, contenida, dormida, herida. Pero no vencida. Su Caja lo esperaba. Sus compañeros se mataban. Y el mundo miraba. La Paloma debía volar de nuevo. Una aura de plomo impregnó el aire. Kaito extendió su cosmo, denso y opresivo, como una niebla gravitacional que estrangulaba los sentidos. Los guardias que lo rodeaban quedaron inmóviles, sumidos en un estupor inexplicable, incapaces de alzar sus armas o siquiera pronunciar palabra. Uno intentó dar un paso, pero sus rodillas se quebraron como si algo invisible pesara sobre su espalda. Kaito podía matarlos. Pero no lo hizo. Detuvo su cosmo de golpe, los dejó desmayarse como marionetas con los hilos cortados, y con frialdad calculada tomó las ropas de uno de ellos. Las ajustó sobre su cuerpo aún húmedo por el sudor del encierro, ocultando bajo la chaqueta el pulso brillante de su cosmos reprimido. Sin mirar atrás, siguió avanzando. Desde los altoparlantes comenzó a sonar una voz metálica, sin emoción alguna, anunciando el final del combate: —Combate terminado. El Dragón ha revivido milagrosamente tras recibir un golpe crítico en la espalda por parte del Santo de León Menor. Ambos se encuentran en estado delicado. El Santo de Dragón responde a estímulos. El Santo de León Menor presenta afectaciones neurológicas graves. Kaito frunció el ceño. Ese nombre... Seiya. El recuerdo le cruzó la mente como un relámpago, pero no había tiempo para divagaciones. Se dirigió hacia el corredor norte del nivel médico. Por un momento, se vio rodeado por un remolino de movimiento: un ejército de médicos y enfermeras cruzaba a toda velocidad, empujando dos camillas en direcciones opuestas. Kaito se detuvo a un lado, observando con los ojos entrecerrados. En la primera camilla iba Shiryū, su rostro sereno pero cubierto de vendajes. Su respiración era firme, aunque débil. Detrás de él, una joven de ropas tradicionales chinas, empapada en lágrimas, corría a su lado. Hablaba entre sollozos en un chino atropellado y luego en inglés, sin saber cuál idioma usar, sin saber si alguno bastaría para comunicar lo que sentía. —Shiryū... ni yao hao de... you have to stay... please don’t... Su voz se quebraba con cada palabra. Nadie la detenía. Kaito la observó un instante. La intensidad de su amor, tan abierta y pura, contrastaba con la frialdad quirúrgica del neocoliseo blanco prístino que lo rodeaba. Y mientras la segunda camilla desaparecía entre un enjambre de uniformes, supo que en aquella máquina gigantesca de muerte y espectáculo, alguien todavía lloraba de verdad. La camilla de Seiya no fue llevada a la sala de cuidados intensivos como lo dictaría cualquier protocolo médico convencional. Kaito, oculto entre la sombra de los muros prismáticos del complejo subterráneo, logró captar fragmentos de conversación gracias a su oído agudizado por el cosmos: clínicamente muerto. Lo repitieron sin emoción, como si hablasen de una pieza rota, y no de un adolescente con el cuerpo desgarrado y el alma aún temblando. Entonces, ¿por qué lo querían en el laboratorio principal? El pasillo al que fue conducido era distinto a los anteriores: más profundo, más antiguo. La luz ya no era fría ni clínica, sino tenue, dorada, como si se filtrara a través de membranas orgánicas. Las paredes, antes lisas y blancas, se transformaban aquí en estructuras de aspecto óseo, recubiertas por cables que palpitaban con una energía casi viva. El aire estaba saturado por una presencia cósmica densa, que no era violenta, pero sí abrumadora, casi sepulcral. Se diría que en este lugar el tiempo avanzaba más lento, como si el espacio mismo respirara. Kaito se deslizó con maestría entre los miembros de la guardia, aún vestido con el uniforme que había tomado. Nadie lo detuvo. Nadie lo vio. Estaban todos demasiado concentrados en lo que llevaban: el cuerpo de Seiya. El joven León sangraba por cada orificio: ojos, boca, nariz y oídos. De su frente brotaba una pequeña fisura de donde parecía emanar una luz tenue, casi imperceptible, como si el golpe del Dragón hubiera dejado algo más que una herida. Tal vez una grieta en el alma. Kaito lo observó con detenimiento, tratando de leer el rastro de la batalla en ese rostro devastado. Por un instante creyó que Seiya había sido vencido por la furia despiadada del Dragón, pero ahora comprendía algo distinto. Shiryū había contenido su poder. Había sido blando. El verdadero impacto había llegado cuando el Dragón decidió no contenerse más, cuando dejó que sus colmillos ancestrales se manifestaran sin velos. Y aún así, Seiya seguía vivo. O algo que se le parecía. Los soldados quedaron atrás mientras las enormes puertas de plomo se cerraban con un estruendo sordo, sellando el acceso al laboratorio principal. Pero Kaito no necesitaba atravesarlas para saber lo que ocurría al otro lado. Su cuerpo permanecía inmóvil en el corredor, pero sus sentidos no conocían límites: ningún metal, ningún sistema de aislamiento acústico, ningún secreto le era negado. Ver y escuchar a través de barreras imposibles era su don, su maldición, su especialidad. Aunque separado físicamente, estaba tan presente como los que rodeaban la camilla. El lugar era amplio, blanco, aséptico, iluminado por luces pálidas que no proyectaban sombra alguna. Una sala subterránea prismática, tecnológica y silenciosa como una nave espacial, rodeada de paneles inteligentes, brazos robóticos suspendidos y columnas hexagonales recubiertas de pantallas de diagnóstico. Allí se encontraba el doctor Asamori, de bata cerrada y rostro pétreo, rodeado por otros científicos con expresión grave. En el centro de la escena, de pie como una estatua antigua, estaba Saori Kido, portando el cetro dorado de Atenea, cuya cabeza irradiaba un resplandor tenue pero vibrante. A su lado, Tatsumi, con su eterno traje negro y guantes blancos, observaba con la tensión de un centinela. Más allá, ingenieros y técnicos manipulaban interfaces flotantes, mientras una energía antigua comenzaba a llenar la sala. No era eléctrica. No era humana. Kaito cerró los ojos. Podía sentirla. El alma de Seiya aún no había cruzado del todo el umbral.
El doctor Asamori frunció el ceño mientras observaba el cuerpo inerte de Seiya sobre la camilla. —Señorita Kido... ¿por qué traer el cadáver de ese muchacho aquí? Este no es un laboratorio de biomedicina. Estamos sintetizando materiales exóticos, no jugando a la resurrección. Saori no respondió de inmediato. En cambio, paseó la mirada por la sala con la calma de quien ya conoce el desenlace. Entonces, con una sonrisa leve, le dijo: —Doctor, ¿podría darme una muestra del hidrógeno-12 que sintetizó esta mañana? Asamori alzó las cejas, visiblemente desconcertado. —¿Una muestra? Señora Kido, es su dinero, claro... pero incluso un solo gramo de ese isótopo —del tamaño de un grano de arena— vale millones de dólares. Sus propiedades aún no han sido comprendidas del todo. Apenas lo hemos estabilizado... —Precisamente, doctor —lo interrumpió Saori, con serenidad—. Ahora le mostraré una de esas propiedades. Pidió una bandeja de acero y una hoja afilada. Antes de que alguien pudiera detenerla, se hizo un pequeño corte en la punta del dedo índice. A Tatsumi casi se le detiene el corazón al verla herirse de forma tan deliberada. Una gota de sangre descendió lentamente hasta el grano microscópico del hidrógeno-12 místico, que reposaba sobre una cápsula suspendida. Al contacto con la sangre de Atenea, el material reaccionó. Vibró. Entonces, con movimientos suaves pero solemnes, Saori colocó el grano sobre la frente de Seiya. En cuanto tocó su piel, el grano se fundió con ella, como si hubiera sido absorbido, y en ese instante, el tenue cosmos dorado de Saori comenzó a extenderse por el cuerpo del santo caído, entrelazándose con los hilos apagados del cosmos de Seiya, como si buscara atarlo una vez más al mundo de los vivos. Nike apareció nuevamente ante los ojos —y solo los ojos— de Saori. Su silueta, etérea y cubierta por un manto que parecía hecho de luz sólida, se impuso en medio del caos como una verdad antigua que no podía ser ignorada. Su voz —más un pensamiento que un sonido— cruzó directamente el espíritu de la diosa: —¿Pretendes regresar a tu marioneta aquí? Su alma camina por Yomotsu en estos momentos. Si deseas traerlo de vuelta, tu cosmos debe armonizarse con el del mortal... y sentirás su dolor. Saori no respondió de inmediato. Cerró los ojos, y una tormenta de pensamientos estalló en su mente. ¿Marioneta? No. Jamás lo fue. Ni él, ni Shiryu, ni Hyoga, ni Shun... ninguno de ellos. No eran armas, aunque a veces se comportaran como tales. No eran peones, aunque muchas veces el destino los hubiese movido como fichas ciegas. Eran hombres, jóvenes... humanos. Con almas ardientes, con dolores, con sueños. Justamente por eso los amaba, porque encarnaban todo lo que los dioses habían olvidado: la voluntad de vivir a pesar de la muerte, de amar aún bajo las ruinas. —No es una marioneta —susurró, con los labios apenas separados, aunque Nike solo pudiera oír sus pensamientos—. Es Seiya. Es un muchacho terco, valiente, insoportable. ¿Y lo llamas marioneta? — ¡No! Los humanos son eso... y más. Por eso los amamos. Por eso los seguimos. — dijo Nike sonriendo, como si la crueldad y la dulzura convivieran en su esencia —Entonces abrázalo. Pero si lo haces, todo lo suyo también será tuyo. Sin dudar más, Saori abrió sus brazos etéreos y abrazó la idea de Seiya, su alma dolorida en los pasajes de Yomotsu, la frontera entre el mundo de los vivos y los muertos. —Sentiremos el dolor de la batalla... juntas. Juntas — dijo Nike. Y al decirlo, una corriente ardiente atravesó su pecho, como si su corazón se fundiera con otro, más joven, más roto, más valiente. Una cadena de recuerdos afilados —golpes, espinas, rugidos de dragón— desgarró su mente. Nike se rió, una risa que no hacía eco, pero que tenía el peso de una tormenta contenida: —Entonces ahora, mi querida Atenea, saborea cada uno de los golpes de Shiryu. Siente cómo su puño, como un dragón indómito, se estrella contra Seiya una y otra vez, como si devorara estrellas con cada embestida. ¡No solo su cuerpo es herido! Tú también sangrarás, si decides salvarlo... Y Saori lo sintió. Cada impacto, cada fractura, cada punzada en el alma. Era como si el universo se partiera dentro de ella. Pero aun así, no soltó el hilo dorado que la unía a Seiya. Porque el polvo de estrellas que los santos portaban —ese que una vez formó las primeras constelaciones— estaba también en su sangre. Y si debía arder en su lugar, lo haría. Porque eso —pensó— es el verdadero poder de una diosa: no mandar, sino compartir. No salvar, sino sufrir con los que luchan. Cuando comenzaron a caer los hilos dorados que sostenían el alma de Seiya en el umbral de Hades, la diosa pudo sentirlo todo. No como una visión ajena ni como una intuición celestial, sino como si su cuerpo fuera el de él. Como si sus huesos, su carne y su espíritu se fundieran con los del muchacho herido. El combate entre el León Menor y el Dragón se reveló ante ella como una sinfonía de violencia y coraje. No eran recuerdos: eran sensaciones vivas, pulsantes, que la desgarraban desde dentro. Cada puño, cada embate de Shiryu, caía sobre Seiya… pero también sobre ella. Las fibras de su ser se fracturaban con cada golpe, con cada estallido de cosmos entre los dos santos. El dolor no era simbólico. Era real. Dolía en las uñas, en los dientes, en el fondo del vientre. Dolía como duele ver morir a un ser amado, pero también como duele renacer. Saori no gritó. Se mantuvo serena, aunque la sangre comenzó a brotar lentamente de su nariz, de sus oídos, y un leve temblor sacudía su cuerpo elegante. Estaba pagando el precio del retorno. Fue entonces, mientras los ecos del sufrimiento crecían en su pecho como brasas encendidas, cuando una voz tenue emergió de sus labios. Más un suspiro que una declaración, más un dictado del alma que una explicación: —Esto es lo que se conoce como polvo de estrellas, doctor —murmuró Saori, su voz mecánica, como si viniera de un cuerpo prestado, de una garganta ya habitada por la eternidad. En ese momento, su cuerpo se inclinó sobre Seiya. Su frente rozó la suya. La imagen era la de una diosa tocando a un hombre, pero no cualquier imagen: era la encarnación de la belleza absoluta, de la compasión irresistible. Como si una supermodelo de otro mundo, ajena a toda lógica, posara en cámara lenta justo antes de pulsar el botón que activa o detiene la historia entera. La armonía entre ambos cosmos alcanzaba entonces una resonancia divina, como si el universo entero contuviera la respiración. El grano místico que antes flotaba como una mota de arena, ya unido a la carne de Seiya, comenzó a brillar con una luz opaca, cargada de memoria y destino. Y fue así como su corazón volvió a latir… justo cuando el de ella comenzaba a quebrarse. Las palabras resonaron como un oráculo. —El material del universo —dijo ella—, perdido para toda artesanía humana o divina durante milenios… y, sin embargo, usted ha conseguido el secreto. Saori no hablaba para los vivos. Sus ojos estaban fijos en la nada, pero su voz se dirigía con suavidad a un hombre ya ausente de la escena: un científico anciano, uno de esos sabios discretos que nunca buscan la gloria, cuya obra silenciosa había devuelto esperanza al Santuario. El doctor Asamori, con sus fórmulas y sus laboratorios escondidos bajo la roca, había alcanzado lo que incluso los dioses olvidaban. —No fue con poder místico, ni por descender de los cielos. Lo logró con sus fórmulas matemáticas. Con su conocimiento de la tierra, de los suelos, de los materiales que los dioses simplemente pisan sin analizar. Cada palabra era una confesión. En el silencio cósmico que envolvía el umbral entre la vida y la muerte, se revelaba una verdad incómoda: los dioses ignoraban lo esencial, mientras los hombres lo estudiaban con paciencia, con amor, con devoción. Ese mismo polvo de estrellas —brillante, primigenio, misterioso— formaba los mantos de los santos, los regeneraba después de cada combate… pero el del León Menor estaba muerto. Fragmentado. Sin espíritu. Y por eso ella debía reemplazarlo. No como diosa, sino como igual. Fue entonces cuando comenzaron a aparecer las sombras. A su lado, sentados sobre los muros de la dimensión intermedia, surgieron espíritus antiguos. Santos del pasado. Todos ellos, alguna vez portadores del León Menor. Sus armaduras espectrales relucían con una dignidad que parecía ajena al tiempo, y sus ojos —altivos, arrogantes, algunos incluso inquisitivos— se posaron sobre ella con el juicio de los que no se inclinan ante nadie. El León Menor nunca había sido dócil. Nunca un siervo. Y ella lo sabía. Como su primer portador, de pie frente a ella en la memoria más lejana del cosmos, cada uno de ellos la había mirado a los ojos. Siempre de igual a igual. Luchaban hombro a hombro. Nunca como ama y esclavo. No le obedecían: caminaban con ella. Y en ese instante sagrado, con el polvo de estrellas brillando entre sus dedos, Saori comprendió que Seiya no estaba muriendo como un mortal. Estaba regresando como uno de ellos. Y para eso, debía reconstruir su manto. Desde el alma. Con dolor. Con amor. Y con memoria. Nike flotaba sobre Saori, desplegando sus alas inmensas como un par de abanicos celestiales abiertos al delirio. Su figura irradiaba majestad, pero su rostro —leve y perfecto como el de una estatua griega— se contraía en un gesto imposible de leer: entre la compasión y el goce, entre el éxtasis místico y el sadismo sereno. La diosa de la victoria no era ajena al sufrimiento humano; lo conocía, lo había presenciado en cada batalla desde los albores del tiempo. Pero más que eso: lo amaba. Era la espectadora insaciable del drama eterno de los hombres, su ascenso, su dolor, su poder... su ruina. Cada impacto que sacudía el cuerpo de Saori y de los santos resonaba en la esencia de Nike como una sinfonía brutal. Su cuerpo temblaba levemente, estremecido por esa vibración que le recordaba por qué amaba tanto a los mortales. Los golpes del Dragón, cada embestida, cada descarga de furia y coraje, no solo la alcanzaban a través de la sangre de la diosa que portaba, sino que atravesaban su consciencia como si fueran notas de una música sublime. Y ella, en lo alto, con la luz dorada de su aliento divino, se dejaba sacudir. Rozó a Shiryu con la mirada, como si lo acariciara con los ojos. Él, envuelto en la violencia del combate, brillaba en su miseria y su gloria. Nike ladeó el rostro y murmuró con voz suave, seductora, casi maternal: —Qué arma tan exquisita han forjado los hombres... Era una frase de admiración, sí, pero también de apetito. En su timbre había hambre y deseo. No sexual, sino sagrado: el anhelo de ver hasta dónde podía llegar la criatura humana, hasta qué límites de dolor y poder podía rasgar su propio destino. —Y esas uñas de gatito... —añadió al ver los destellos de cosmos que brotaban del cuerpo desgarrado de Seiya—. También podrían desgarrar a un dios, si llegan a crecer lo suficiente... Sonrió. No con malicia, sino con el deleite puro de quien presencia una obra de arte desgarradora, una tragedia perfecta, tan dolorosa que se vuelve sublime. Nike no era cruel, no más de lo que una llama es cruel al consumir la madera. Solo era lo que era: la encarnación de la victoria, y la victoria siempre exige sangre. Entonces, sin anuncio alguno, sucedió. El alma de Seiya, que había flotado entre los mundos, regresó a su cuerpo con un rugido. Fue un estallido cósmico, primitivo y majestuoso. No era el lamento de un hombre quebrado, sino el bramido de algo que nunca debió ser contenido. Una fuerza salvaje, indómita, antigua como el universo. Un espasmo recorrió su cuerpo como una descarga celestial, y la mota de polvo de estrellas —sembrada en su corazón como semilla de divinidad— comenzó a expandirse. De ella brotaban hilos dorados, finos y luminosos, semejantes a los del Manto Sagrado. Esas hebras reconstruían sus tejidos con una precisión de orfebre: nervios, músculos, huesos, neuronas... todo era reconstituido, más allá de la biología, más allá de lo humano. El calor que emanaba de su cuerpo era tan intenso que producía vapor blanco, espeso, hirviendo como un volcán contenido. Las gotas que caían de su frente se evaporaban antes de tocar el suelo. A su alrededor, los técnicos, científicos y soldados que hasta entonces intentaban sostener una lógica científica a lo que veían, quedaron paralizados. Estupefactos. Aterrados. Un milagro se desplegaba ante ellos con la violencia de una supernova. El Santo del León Menor había regresado... pero ya no era el mismo. Nike lo contempló sin descender, con los ojos muy abiertos. En su pecho, la ambigüedad vibraba como una cuerda tensa: ¿debía temerlo, amarlo, adorarlo o destruirlo? ¿Era ese santo la culminación de su obra —el hombre que alcanzaba al dios— o el presagio de su propia derrota? No dijo nada. Solo sonrió. Un leve susurro cruzó su garganta: —Hermosos, hasta en su furia... Y en el silencio posterior, el vapor se alzó como incienso sagrado, anunciando que la batalla apenas comenzaba. El monitor de la camilla se encendió con un parpadeo súbito, justo después de haberse apagado en aquel instante imposible de explicar, ese suspiro cósmico donde lo divino y lo humano se fundieron. Los datos eran débiles, tenues… pero inconfundiblemente normales: el corazón latía, las ondas cerebrales fluctuaban. El León Menor —el cuerpo quebrado de Seiya— había regresado del umbral. Saori, en cambio, apenas se sostenía. Su espalda temblaba, y tuvo que apoyarse con ambas manos sobre el cetro para no desplomarse. Sus rodillas flaqueaban bajo el peso de su propio milagro. Tatsumi, al verla tambalearse, corrió hacia ella con un bramido que rasgó el silencio: —¡Mi señora! ¡Ayuda, alguien, por favor! La sostuvo con sus brazos temblorosos, como si el cuerpo de Saori fuese ahora más frágil que cristal. El aura que la rodeaba, sin embargo, era intensa. Palpitante. Demasiado sublime para pertenecer a una simple mortal. Detrás de la puerta de plomo, oculto entre sombras, Kaito sólo pudo sudar. Una gota helada le recorrió la espalda. No comprendía todo lo que había visto, pero sabía —lo sentía en su carne— que había presenciado algo que no debía ser visto. Un milagro. Un acto divino… o un sacrilegio. Y más aún: había comprendido que Saori Kido no era una humana ordinaria. No podía serlo. Los científicos que la rodeaban —esos hombres de bata blanca y mirada opaca— estaban rozando un conocimiento prohibido. Kaito no era un sabio, ni un filósofo, solo un santo de pleno derecho, pero su intuición le gritaba que aquello... aquello no debía existir. Polvo de estrellas artificial. ¿Podía un ser humano fabricar eso? ¿Imitar la chispa que arde en las almas elegidas por Atenea? Eso debía estar prohibido. Debía ser un sacrilegio. Algo que el mismísimo Santuario condenaría sin titubeos. No podía haber mayor traición para el Papa… para Arles… para la Atenea que él creía resguardada en el templo sagrado del sumo sacerdote. Porque Kaito había recibido una misión. El Papa en persona le había encomendado descubrir qué tramaba Saori Kido. Y ahora lo sabía: no era sólo una heredera rica, no era solo una joven obstinada con delirios de misticismo. Era algo más. Mucho más. Y eso… lo aterraba.
Cuando la puerta del laboratorio se abrió con un chirrido metálico, un cambio repentino en el aire puso a todos en tensión. Desde uno de los guardias apostados junto a Kaito emanó un cosmos perverso, oscuro y denso como agua lodosa estancada durante siglos. Era una energía que parecía devorar la luz, arrastrando consigo murmullos invisibles y un hedor a cenizas viejas. Kaito apenas tuvo tiempo de girar la cabeza. En un solo instante, el supuesto guardia, ahora un intruso revelado, liberó un ataque brutal: una onda de choque oscura que reventó las paredes y carbonizó los cuerpos de los otros soldados como si fueran de papel. Sangre, humo y escombros volaron en todas direcciones. Todos murieron al instante. Todos, menos Kaito. El joven Santo, aunque no llevaba su manto, logró alzar los brazos y formar una barrera con su cosmos puro, soportando el impacto de lleno. El ataque era letal para humanos... pero no para un Santo, ni siquiera sin armadura. Los científicos y el personal que aún quedaban en el interior del laboratorio corrieron hacia los controles, intentando desesperadamente cerrar las compuertas de seguridad. Pero ya era tarde. El asesino, como una sombra viviente, se deslizó bajo la puerta de acero que descendía lentamente y se internó en el corazón del laboratorio. Kaito, aún tosiendo por el polvo y la presión del ataque, lo siguió sin dudar. El intruso corrió directamente hacia un altar metálico en el centro de la sala, donde un cofre blindado brillaba tenuemente bajo una cúpula de energía. Dentro de él, relucía un pequeño cilindro azul con inscripciones doradas: hidrógeno-12, una sustancia imposible, un isótopo milagroso que Saori había utilizado para resucitar a Seiya cuando su corazón se había detenido por completo. El enemigo alargó la mano hacia el contenedor sagrado, pero Kaito llegó justo a tiempo. Con un grito furioso, lanzó una patada giratoria que impactó en las costillas del atacante, lanzándolo varios metros hacia atrás. El cofre vibró, pero no cayó. Saori, al otro lado de la sala, yacía sentada, cubierta por un velo de agotamiento. Sus párpados estaban pesados, su respiración lenta. Pero entonces, una presencia etérea descendió junto a ella: la silueta translúcida de Nike, la victoria alada, se inclinó a su oído y, con voz apenas audible, susurró: —Parece que quieren robar nuestro tesoro... Pero la paloma llegó justo a tiempo. Ahora duerme. Yo me encargo. Saori exhaló profundamente, y luego sus ojos se abrieron de golpe. Pero ya no eran los ojos de la joven vulnerable que se debatía entre sus dudas humanas y su destino divino. No. Ahora brillaban con la luz cortante de la diosa reencarnada. Se levantó con autoridad, su silueta proyectando una sombra de poder que hizo retroceder incluso a los más valientes. Su voz se alzó, clara como el bronce: —¡Soldados, escolten a los científicos y a Tatsumi fuera de aquí! ¡Resguarden el hidrógeno-12! ¡Ese hombre no puede escapar! El intruso, lejos de amedrentarse, sonrió con una mueca torcida. Entonces, su cuerpo comenzó a vibrar con un cosmos oscuro, y desde dentro de su uniforme desgarrado, algo comenzó a nacer: placas negras emergieron de su espalda, hombreras afiladas se alzaron sobre sus hombros, una tiara oscura se formó alrededor de su frente. Un manto negro, hostil y ceremonial, estaba rompiendo su disfraz de guardia desde dentro como si el propio infierno estuviera vistiendo su armadura. El aire se volvió más frío. Un combate sagrado estaba a punto de comenzar. —¿¡Qué mierda es eso!? —gruñó Kaito, quitándose el casco de combate con una mano temblorosa por la ira y el asombro. Sus ojos, oscuros como carbones encendidos, no podían apartarse del espectáculo que se erguía frente a él. Aquel hombre, cubierto ahora por una armadura negra que palpitaba con un cosmos enfermizo, parecía una parodia de un verdadero Santo. Saori —o más bien Nike, la diosa de la victoria encarnada por completo en su cuerpo— observó la escena con serenidad helada, como si ya conociera cada giro de ese destino. —Una copia... del Manto del Fénix —dijo con voz grave, que no era del todo suya, sino una mezcla de su tono con un eco más antiguo, más severo—. En la antigüedad se hicieron muchas. El deseo de replicar su poder era una tentación constante. Pero para esa época... ya no existía el cuarto material. Kaito frunció el ceño, confuso. —¿El cuarto material? Nike asintió levemente. —Hay tres materiales sagrados conocidos: Oricalco, Gammanium y Polvo de Estrellas. Pero en tiempos antiguos, durante las primeras guerras santas, existía un cuarto componente... uno espiritual. No era físico. No podía fundirse ni refinarse. Era la voluntad de renacer. Un fuego que sólo arde cuando un alma acepta la destrucción para volver a la vida. Ese material fue lo que hizo del Manto del Fénix una armadura inmortal. La figura oscura dio un paso al frente, su manto crujía como huesos rotos. Su cosmos vibraba en ondas secas, huecas, que sólo imitaban la fuerza de un verdadero Santo. —Pero sin ese cuarto material, todo intento de replicar el Manto del Fénix fracasaba —continuó Nike, sin perder de vista al enemigo—. Las copias se teñían de negro, y sus espíritus quedaban atrapados en un limbo entre la vida y la muerte. Estos Mantos Negros... protegen, sí. Pero no pueden sanar a sus portadores. Son prisión y escudo al mismo tiempo. Kaito tragó saliva. Esa armadura no era solo un disfraz. Era una reliquia prohibida. —Por eso Atenea prohibió su fabricación —dijo Nike, con un dejo de tristeza en su mirada violeta—. Después de la Cuarta Guerra Santa contra Hades, la existencia de los mantos negros fue erradicada. Pero algunos sobrevivieron... como fantasmas. Y ahora uno de ellos está aquí, delante de nosotros. La sonrisa del portador del manto negro se ensanchó. Ya no hablaba con voz humana, sino con un timbre multiplicado, como si desde dentro del metal hablasen otras almas. —El infierno tiene memoria, diosa. Y las armas que tú condenas... nosotros las adoramos. Kaito adoptó postura de combate, y el laboratorio entero vibró cuando su cosmos comenzó a encenderse. Saori no se movió, pero sus ojos brillaban como estrellas antiguas. —Entonces ven —murmuró el joven—. Te mostraré lo que puede hacer un Santo... incluso sin manto. El choque era inevitable. Y la sombra del pasado estaba a punto de chocar con la voluntad del presente. —¿¿Diosa...? —se preguntó Kaito, por un instante atrapado en la magnitud del cosmos que emergía de Saori. Pero no había tiempo para preguntas ni asombro. Sacudió la cabeza. No. No podía distraerse. El enemigo seguía allí, aunque su armadura no fuera una verdadera. A pesar de portar un manto menor, su cosmos era brutal, saturado de un dolor antiguo y sin redención. Una fuerza que no debía ser subestimada. Entonces, sin previo aviso, Saori —o la presencia que hablaba a través de ella— alzó su cetro. No gritó, no gesticuló con teatralidad. Simplemente lo alzó, como si despertara algo olvidado. Un pulso de poder inclemente, dorado y vasto como el cielo mismo, barrió la sala. El aire se volvió denso, vibrante, absoluto. El cosmos del hombre se contrajo al instante, y su cuerpo se arqueó con un jadeo agudo. Sus rodillas temblaron. Se oyó un crujido espantoso: sus huesos se estrujaban, presionados por la sola voluntad de la diosa. No era un ataque físico, era la autoridad divina sobre todo lo impuro. Luego, como si el mismo manto hubiera reconocido su derrota, el Manto Negro del falso Fénix se deshizo. Cayó al suelo con un sonido seco, perdiendo forma hasta convertirse en un objeto inerte, la figura negra y marchita de un Fénix despojado. El hombre quedó de pie, desnudo y jadeante, sus músculos marcados por cicatrices, sus ojos al borde del colapso. Sus rasgos orientales eran inconfundibles. —No puede ser... —murmuró Kaito, retrocediendo un paso, incrédulo—. Asami... Saori no habló, pero bajó el cetro. El brillo de Nike pareció atenuarse. Aquel instante se volvió humano otra vez. —Se suponía que... ibas a traer el Manto de Lince —dijo Kaito, sin levantar la voz. Había en sus palabras más tristeza que reproche. El hombre, aún arrodillado, escupió a un lado, con una risa amarga. —Nosotros, los Caballeros Negros, somos tu creación —escupió, mirando directamente a Saori con una furia que no venía del presente, sino de años de abandono, de preguntas sin respuesta—. Tú... tú y ese viejo loco que nos dejó al mundo como piezas rotas. Entonces, sin más, su cuerpo se volvió bruma. Como una sombra, se desvaneció entre la penumbra del laboratorio, dejando solo el eco de su resentimiento. Kaito reaccionó de inmediato, desplegando su cosmos y saliendo tras él a toda velocidad. Lo persiguió por túneles, corredores, escaleras ocultas que ninguno de los científicos conocía. Su cosmos sutil lo guiaba, percibiendo cada huella del fugitivo, cada vibración en el aire. Pero cuando llegó a la salida principal, todo cambió. El enemigo ya se hallaba en el centro comercial anexo al complejo: el Hall Principal del Mall, colmado de turistas, compradores y niños. Pantallas, perfumes, cafés y luces. Gente por todas partes. Y en medio de esa multitud, había desaparecido. —¿¡Cómo...!? —jadeó Kaito, escaneando con desesperación cada rincón—. ¡Estaba desnudo! ¿¡Cómo puede desaparecer alguien así!? Pero la respuesta llegó como una aguja en su percepción refinada: un rastro mínimo de cosmos, disfrazado, camuflado en una red de emociones humanas. El hombre no había huido por velocidad. Lo había hecho por invisibilidad espiritual. El caos, la distracción, el bullicio… lo ocultaban como un pez en un cardumen. Kaito cerró los ojos, concentrándose. —"No voy a dejarte huir, Asami..." —murmuró. Activó su técnica, Voz del Viento, intentando escuchar el eco de un corazón que no había dejado de arder en odio. En su mente, la imagen del niño con quien había jugado, con quien había soñado ser un caballero… y que ahora era otra cosa. Un perseguidor invisible entre los hombres. Kaito entrecerró los ojos. Su técnica Voz del Viento lo había conducido hasta una zona apartada del mall, una terraza olvidada entre anuncios LED y maquinaria de ventilación. Y allí, lo que encontró no fue silencio... sino llamas. Llamas infernales, azuladas y voraces, que danzaban sin consumir nada. El aire cambió, se volvió más denso, más antiguo. Kaito dio un paso atrás por instinto: el cosmos que emanaba de aquel lugar no era solo poderoso. Era indómito. Y entonces lo vio. Ikki. No llevaba armadura. Sus ropas eran sencillas: vaqueros gastados, tenis oscuros, una camiseta azul sin estampado y una capucha gris que apenas ocultaba su rostro. Parecía un hombre cualquiera. Pero no lo era. Su sola presencia doblegaba el espacio. —¿Qué es una paloma... en presencia de un depredador? —dijo sin emoción, como quien recita una verdad eterna—. Siempre fuiste un perdedor, Kaito. Siempre detrás de los más débiles. Siempre creyendo en la bondad de los demás. Pero mírate ahora... Hizo una pausa, y su voz bajó un tono, apenas contenida por la furia. —Un perro de Saori Kido. Kaito no respondió de inmediato. Su cosmos se agitaba, pero no por orgullo herido, sino por algo más profundo: tristeza. Ikki, el Santo del Fénix, leyenda viviente, estaba allí frente a él… como enemigo. —No estoy aquí por ella —dijo al fin, con la voz templada por el deber—. Estoy aquí por orden del Santo Padre. Ikki rió, una carcajada amarga, casi vacía. —¿El Santo Padre...? Claro —escupió con desdén—. Otro hipócrita más que recluta niños y los convierte en armas. ¿Cuántos como tú han muerto creyendo que sirven a la justicia? No. Ya no más sátrapas. No más titiriteros. Su cosmos ardió de nuevo, como si las llamas lo reclamaran. —Voy a obtener un Manto de Oro, Kaito. Y cuando lo tenga... voy a destruir a todos los que nos enviaron al infierno. Detrás de él, una figura emergió de entre las sombras: Asami, ya vestido con un abrigo largo, la cabeza gacha. No dijo nada. Solo se detuvo un momento al lado de Ikki, y Kaito entendió que estaba siendo protegido. Ikki lo había elegido. —Ikki... ¿te has convertido en uno de ellos? —preguntó Kaito, no con rabia, sino con una amargura resignada. Pero antes de que pudiera obtener una respuesta, el cosmos de ambos se fundió en un estallido de calor y luz. Y en un parpadeo, desaparecieron. El silencio volvió, roto solo por los lejanos sonidos del centro comercial. Kaito apretó los puños. Ya no era solo un desertor lo que debía enfrentar. Era una traición viva. Una fractura dentro del legado de los Santos. Y el mundo no estaba listo para lo que se avecinaba. En el centro del hexágono de combate del Neocoliseo, bajo las luces ya tenues de una jornada que había terminado para casi todos, Shun permanecía en silencio. Alrededor, las gradas estaban casi vacías. Los últimos espectadores —padres cansados, niños dormidos, algún curioso solitario— se habían retirado. Solo quedaban los trabajadores del lugar: personal de limpieza, inmigrantes, jóvenes con sueños rotos o aún por forjar. Gente invisible para el mundo, pero presente en el ocaso de los dioses. Y sin embargo, allí, en ese rincón olvidado del Santuario moderno, algo sucedía. Shun bajó la mirada hacia sus manos, cubiertas aún por los guantes de su manto. No era el cuerpo lo que le dolía, sino el alma. La incertidumbre. —¿Por qué? —se preguntó, en voz apenas audible, tan solo un soplo entre el zumbido de las lámparas—. ¿Por qué Atenea hace algo que sus propias encarnaciones prohibieron por siglos? Era una pregunta que le pesaba más que cualquier cadena. Porque la encarnación actual de la diosa, Saori Kido, había ordenado algo que sus versiones anteriores consideraron herejía sagrada: permitir que los santos pelearan entre ellos solo por exhibición. De pronto, como si sus pensamientos hubieran rasgado el velo de lo oculto, la Cadena de Andrómeda se estremeció. Primero fue un temblor sutil, casi un escalofrío. Luego, un latido. Y después, una vibración constante, como el cuerpo de una serpiente que percibe una presa. Se alzó, erguida como si apuntara, no al cielo... sino a algo muy cercano. Shun giró la cabeza lentamente. Allí estaba, al otro lado del campo. Silencioso. Inmóvil. A una distancia que antes era inofensiva. El cofre del Manto de Sagitario. La cadena lo señalaba con precisión absoluta, como si reconociera algo que su dueño aún no veía. Como si esa caja, ese relicario dorado, guardara dentro más que una armadura. Un secreto. Un juicio. O una traición. Shun se puso de pie, su respiración contenida. La cadena permanecía tensa, sin atacar. Solo advertía. —¿Qué estás intentando decirme...? —susurró. Porque si la Cadena de Andrómeda, que respondía solo al peligro, apuntaba a una reliquia sagrada, entonces algo había cambiado más allá de lo que los ojos podían ver. Y ese cambio ya había comenzado.
Todo era azul. Un azul profundo y sin orillas, donde el silencio lo abrazaba como una manta tibia. Seiya no sabía si estaba flotando o cayendo. Solo sentía el peso del tiempo acumulado en su pecho, como si el universo se hubiera detenido a esperarlo. Pero entonces el azul empezó a oscurecerse, y el sueño se transformó. Estaba de pie, descalzo sobre una tierra seca y agrietada. El cielo era un rojo antiguo, casi de sangre. Frente a él, un león dorado lo observaba en silencio. Era imponente, majestuoso. Su melena brillaba como fuego en movimiento, y sus ojos lo atravesaban como si pudieran ver cada una de sus batallas, cada herida, cada recuerdo olvidado. Seiya bajó la mirada. Sus manos eran diferentes. Más grandes, curtidas, con los nudillos endurecidos y las palmas llenas de grietas. No había armadura sobre él, solo el cuerpo de un guerrero cansado. En sus manos no sostenía una espada, ni un cosmos ardiente: solo un palo de madera, rugoso y astillado, como un bastón de entrenamiento. El león bufó. No con rabia, sino con una furia digna, antigua. Y entonces, sin aviso, lo embistió. Una ola de luz y polvo se alzó como un rugido sagrado. Y justo en el instante del impacto... Seiya despertó. Abrió los ojos con un jadeo violento, como quien rompe la superficie del océano tras haber estado demasiado tiempo sumergido. Sus pulmones se llenaron de aire con urgencia, y su cuerpo se sacudió sobre la camilla. Estaba bañado en sudor, pero su piel estaba fría como el mármol. A su alrededor, la enfermería del Neocoliseo resplandecía con una luz blanca y ordenada. El zumbido de máquinas y el parpadeo de monitores marcaban el compás de la vida que regresaba lentamente a su cuerpo. Y entonces la vio. Saori Kido estaba sentada a su lado. Vestía un elegante vestido rosa que caía como agua sobre sus hombros. Tenía la compostura de una diosa y la serenidad de alguien que había estado velando su sueño durante días. El broche en su pecho brillaba tenuemente con un color amatista, y su cabello lavanda enmarcaba su rostro con una belleza casi irreal. Ella también abrió los ojos. Pero lo hizo sin sobresalto, como si lo hubiera sentido volver desde lo más profundo. —Seiya… —murmuró, con la voz temblando apenas, como si la palabra hubiera estado esperando años por ser dicha. Seiya no respondió. Sus labios estaban secos y su garganta aún atrapada entre el sueño y la vigilia. Pero dentro de sí, todavía escuchaba el rugido del león. Y entendía. Algo había despertado con él. —El nuevo tono de cabello es bastante atrevido —murmuró Seiya, aún con la voz áspera por los días de inconsciencia, pero con una sonrisa ladeada—. No es un color que se espere de una niña rica con secretaria personal y chofer. Saori se irguió en la silla al pie de la cama, sin perder ni un segundo en responder. Su mirada afilada no dejaba ver si estaba más molesta o divertida. —Pues me lo elogió un embajador esta mañana —dijo, como si hablara del clima, y dejó caer su melena sobre un hombro con una gracia ensayada—. Además, a diferencia de ti, yo no uso la misma camiseta desde hace una semana. —Exageras —gruñó Seiya, intentando incorporarse un poco mientras se acomodaba el vendaje del hombro—. Ayer usé otra. Y tú… bueno, tú te haces la importante, pero ni siquiera sabes freír un huevo. ¿Qué clase de heredera no puede preparar ramen? —Una que tiene quien lo haga —dijo ella, triunfante, y luego añadió con un brillo en los ojos—. Aunque si sobrevives a esta, quizá te dé clases. Pero solo si te portas como un adulto por más de cinco minutos. —¿Clases tuyas? —Seiya sonrió con ironía, pero la expresión se desvaneció en cuanto cambió el tono—. En serio… ¿qué hay de nuestro trato? Saori lo miró unos segundos, como si midiera sus palabras. —La encontramos —dijo al fin. Seiya se irguió un poco en la camilla. Su corazón latía con fuerza. —¿Dónde? —Poco después de que te enviamos a Grecia, fue a ver a mi abuelo —explicó—. Se presentó sola. Él la acogió por un tiempo. La mandíbula de Seiya se tensó. —Espero que tu abuelo fuera un viejo verde… —espetó con amargura—. Porque eso sería preferible al entrenamiento. Saori no dijo nada de inmediato. Sus ojos, tan serenos como siempre, parpadearon apenas. —No fue su pareja —dijo con firmeza—. No de esa forma. Pero sí… fue parte del proyecto. También la enviaron. Seiya cerró los ojos, y por un momento pareció más exhausto que herido. Como si algo dentro de él, ya roto, simplemente se hubiera hundido un poco más. —La amazona de Pegaso… —dijo en voz baja, más para sí que para ella. —No quiere hablarte aún —contestó Saori—. Tiene sus motivos. Pero me ha prometido que estará siempre a mi lado. Seiya asintió con una mueca amarga. No respondió. En el fondo, sabía que lo que más le dolía no era que ella hubiera desaparecido, sino que ahora compartían la misma marca en el alma. —Eso no lo decides tú, princesa —gruñó Seiya, forzando su cuerpo a incorporarse sobre la camilla—. ¡Es mi hermana! Hablaré con ella, ¡así tenga que hacerlo a la fuerza! Pero sus músculos apenas respondieron. Un espasmo de dolor lo devolvió contra las sábanas, justo cuando el recuerdo de su batalla contra el Dragón volvió a golpearlo con la fuerza de un mazazo. Y también… el manto. Aquel que lo había protegido. Aquel que había muerto. —Ha muerto —confirmó Saori con una serenidad inquietante—. Y me temo que ese es el verdadero problema. Seiya giró el rostro hacia ella, todavía jadeante. —Uno de mis objetivos con este torneo —continuó ella— era evaluar el estado real de los mantos. Ya imaginaba que los de bronce… incluso algunos de oro… lucen brillantes, imponentes por fuera, pero por dentro están agrietados. Quebradizos. Frágiles. Como si la guerra pasada nunca hubiera terminado del todo. Lo decía con esa calma que Seiya conocía demasiado bien. No era resignación. Era estrategia. La misma calma con la que, de niños, ella miraba a los adultos como piezas de un tablero, y a ellos como fichas útiles para un fin que sólo ella conocía. No porque fuera cruel por naturaleza, sino porque no sabía cómo acercarse. En el fondo, Saori siempre había sido una niña sola, una heredera que se sentía indigna de quienes la rodeaban. Y su crueldad no era más que torpeza. Cuando no los martirizaba con juegos extraños o castigos arbitrarios, les mostraba cómo podía manipular a sirvientes y profesores sólo para obtener caramelos o tiempo libre. A veces, todo ese teatro terminaba con un dulce compartido… un pago por la compañía. Como si no supiera cómo pedirla. Seiya la miró, aún respirando con dificultad, y no supo si sentía furia o compasión. Tal vez ambas. —¿Qué clase de plan tienes? —preguntó Seiya, con la voz aún ronca, cargada de reproche—. No son armaduras... son objetos sagrados. Saori no respondió de inmediato. Solo lo miró con esa expresión inquisitiva que a veces resultaba más hiriente que cualquier palabra. —¿El juramento de usarlas solo por la justicia? —repuso al fin—. Pero tú la usaste… para nuestro trato. Seiya se quedó en silencio. Quiso decirle que no era así, que él estaba allí por petición directa del Santo Patriarca, una misión encomendada por Atenea en persona, la Atenea del Santuario, aquella en quien él —como la mayoría de los Santos— seguía creyendo como la genuina. Pero no lo dijo. Porque algo en su interior tambaleaba. Saori permanecía allí, de pie, tranquila, como si cada palabra hubiera sido prevista. Como si su plan incluyera incluso sus silencios. Y él, aunque no quisiera admitirlo, no podía ignorar lo que había sentido en combate: su manto lo había abandonado. No por el enemigo. Sino por él mismo. Por un momento, Seiya sintió que el mundo entero se despegaba de su cuerpo, como si la gravedad que lo sujetaba al dolor, al peso de sus músculos rotos y de su voluntad agotada, se disolviera en el aire. Fue tan repentino que no logró alarmarse: simplemente ocurrió. Un frescor ligero descendió por la habitación como un soplo de viento que no provenía de ninguna ventana abierta. No era viento. Era algo más. Ese aliento invisible lo envolvió. Lo acarició con ternura, sin la aspereza de los vendajes ni el sudor de las batallas. Era como si el aire se transformara en dedos suaves, en alas, en algo que conocía el contorno exacto de su alma. No se asustó. Su cuerpo sí, tembló por reflejo, pero su corazón reconocía aquella presencia. Un susurro callado en el fondo de su conciencia lo invitaba a rendirse, a cerrar los ojos no como quien se rinde a la muerte, sino como quien vuelve a casa después de haber caminado durante siglos. Saori, de pie junto a la cama, no solo lo percibía: lo veía. Y no fue sorpresa. La silueta translúcida que atravesó la habitación como una onda de luz temblorosa, no necesitaba anunciarse con palabras. Ella la conocía desde niña. La había sentido acechando en los corredores del orfanato, asomada entre los pilares del Santuario, protegiéndola en silencio en sus momentos de mayor debilidad. Nike, la diosa de la victoria, no tenía necesidad de reclamar su nombre. Su mera aparición hablaba por ella. Nike se acercó a Seiya con la alegría serena de una madre que vuelve a ver al hijo largamente esperado. Su forma no era del todo humana, ni del todo divina: algo entre ambos extremos. Era una proyección de luz viva, de gracia flotante, con alas hechas de bruma y un rostro siempre cambiante. Sus pies no tocaban el suelo. Su cabello, si podía llamarse así, fluía como agua de río en el aire, y en sus ojos brillaba un fuego azul y blanco que no quemaba. Extendió sus brazos. Seiya no luchó. El contacto fue imperceptible y total. Fue como hundirse en un océano cálido de estrellas, donde cada partícula de su ser se disolvía y se recomponía al mismo tiempo. Nike no hablaba con palabras, sino con memorias que no eran del todo suyas, ni del todo de él. Le mostró un caballo blanco cabalgando por los campos del Elíseo. Le mostró una estrella cayendo sobre un campo de batalla y levantándose como un niño. Le mostró su rostro reflejado en el agua, pero con ojos que no eran suyos, sino de alguien que alguna vez fue un dios. O un héroe. O ambos. Y con esas imágenes, lo condujo al sueño profundo de los dioses. A ese plano donde el tiempo no tiene secuencia, donde los sentidos se pliegan sobre sí mismos, donde los pensamientos se entremezclan con oráculos, profecías y recuerdos que aún no han ocurrido. Saori, observando desde el borde de la habitación, se cruzó de brazos. No sentía envidia. No sentía miedo. Solo una forma de resignación estratégica, como si Nike hubiera hecho lo que ella ya no podía. Saori sabía muy bien lo que era ese tipo de sueño: lo conocía desde las eras antiguas. Lo había visto en otros santos, en otros tiempos. A veces, era un regalo. A veces, una advertencia. Nike, satisfecha, dio media vuelta, y sin necesidad de palabras, le dirigió una sonrisa breve a la joven Atenea. Una sonrisa de mujer que entiende lo que está en juego, pero también de hermana que cuida lo que ama. Luego atravesó la pared de piedra como si fuera vapor, dejando tras de sí un leve sonido que recordaba al tañido de una campana sumergida. Seiya respiró hondo, ya dormido. Su rostro, tenso por el esfuerzo y la discusión, se relajó como el de un niño exhausto. Y aunque nada podía verse en sus párpados cerrados, sabía que soñaba. Soñaba con un monte cubierto de columnas rotas… con una voz femenina que gritaba entre estatuas… con un vestido blanco flotando en medio de un incendio… con una figura encapuchada que sostenía una caja dorada y le decía: —Ya lo habías olvidado. Pero tú no viniste a luchar por ella. Viniste a recordarte a ti mismo quién eres.
Saori caminó con paso elegante pero contenido hacia el interior de la sala VIP. Las puertas se abrieron solas al reconocer su presencia, y una ráfaga de aire acondicionado perfumado con sándalo y ozono artificial acarició su vestido blanco como una bienvenida cuidadosamente coreografiada. Al ingresar, fue recibida por el murmullo expectante de una decena de hombres y mujeres trajeados, multimillonarios, ministros, directores de think tanks y ejecutivos de defensa. Las copas vibraban entre los dedos de cristal tallado, pero no por el miedo, sino por la emoción. Todos estaban embriagados por el espectáculo, por el olor de la sangre joven, por la idea de tener en sus manos una tecnología capaz de cambiar la balanza del mundo. Uno de ellos, un magnate de Emiratos, se acercó de inmediato. —Señorita Kido, estos combates… son gloriosos. Sin parangón. ¿Quién los entrena? ¿Qué comen? Y, lo más importante, ¿cuánto cuesta una de esas… armaduras? —Mantos —corrigió con suavidad la heredera del Grupo Graad, mientras una sonrisa helada le cruzaba los labios—. No están a la venta. Pero algunos materiales derivados, desarrollados con base en los compuestos que usamos en su construcción, podrían tener aplicaciones interesantes en sistemas defensivos. Y en medicina. —¿Medicina? —preguntó una mujer de cabello platinado, directora de una farmacéutica global. —Los mantos parecen tener una capacidad de regeneración celular espontánea en condiciones extremas. Durante el combate entre Seiya y Shiryu, por ejemplo… el manto de Leo, justo antes de desintegrarse por completo, activó lo que creemos es un mecanismo residual de vida. Reparó parte del tejido muscular del León Menor… justo el tiempo suficiente para que pudiera completar el combate. Esa capacidad, de replicarse, de sanar, de proteger… no es enteramente tecnológica. No la comprendemos aún. Pero imaginen lo que podríamos hacer con una fracción de ese poder. Los murmullos crecieron. Algunos hablaban ya de proyectos de inversión, de ensayos clínicos en soldados, de trajes para fuerzas especiales, de campañas para controlar el mercado de uranio, vibranio y otros minerales raros por si acaso alguno resultaba compatible. Saori los escuchaba sin oír. Su mente estaba en otra parte. Sentía algo. Una presencia. Era como un eco. Antiguo. Familiar. Algo arcaico que no se mezclaba con los datos ni con la ambición de esa sala. Sintió un estremecimiento recorrerle la espalda como si el suelo bajo sus pies ya no perteneciera al siglo XXI. Entonces lo olió. No lo vio aún, pero sí lo olió. Un perfume de notas costeras, sal, ámbar y cítricos. Italiano, caro, discreto, demasiado exclusivo como para ser usado por cualquiera. Lo había olido antes… en una ópera, en Venecia. En un recuerdo que no le pertenecía del todo. Cuando giró, él ya estaba allí. Su postura era relajada pero no arrogante. Cabello rubio, mirada marina, impecable. Un joven que no necesitaba presentarse. No para ella. Julian Solo, heredero de uno de los linajes más antiguos del Mediterráneo. Dueño de imperios marítimos y comerciales. Y algo más. Mucho más. —Señorita Kido —dijo con voz suave pero profunda—. Fascinante espectáculo. Aunque, si me permite, la tecnología es lo de menos. Lo que realmente nos conmueve… es lo que esas reliquias provocan en los corazones humanos. Saori sintió que el aire se espesaba. El aroma a perfume no se desvanecía. Era como un portal. Y por un segundo, por apenas un parpadeo… recordó el fondo del océano. Julian dio un paso hacia ella. No hubo ruido. Su andar era como el de alguien que caminaba en otro plano. Su sombra se alargó bajo la luz dorada de la sala. Se detuvo a la distancia justa, esa que es más íntima que la cercanía física. Tomó su mano con delicadeza y, sin perder la mirada fija en sus ojos, la besó. No fue un gesto teatral, sino ritual. —Han pasado dos años —dijo, enderezándose—. ¿Ha reconsiderado mi propuesta? Saori no respondió de inmediato. Lo observó. En ese rostro no había rastros de ansiedad ni necesidad. Julian no era un pretendiente más: era un soberano sin trono, un dios disfrazado de príncipe. Y eso hacía la pregunta más peligrosa. —Tenía catorce años —replicó ella finalmente, con media sonrisa—. Estaba demasiado ocupada cumpliendo los caprichos de un viejo japonés autoritario y maniaco del control. Ambos miraron hacia la estatua imponente de Mitsumasa Kido, de pie junto a una columna en penumbra. El kimono tradicional, los brazos cruzados, la expresión grave. A sus pies, una dedicatoria en caracteres antiguos hablaba del destino de la humanidad. —No eran caprichos —añadió Saori, más suave ahora—. Eran sus sueños. Y yo era su única heredera. Julian ladeó el rostro, pensativo. —Él deseaba cambiar el mundo. Yo también. Tú y yo… aún podríamos hacerlo. —Sus ojos eran una marea ineludible—. Con los recursos de la Fundación y los míos, nadie podría detenernos. Las naciones, los ejércitos, los gobiernos… todos terminarían por obedecer. Bajo tu guía. Yo sería el custodio del equilibrio. El mar… y la tierra. —¿Y el cielo? —preguntó Saori, con un brillo irónico. —El cielo está sobrevalorado —respondió Julian con una sonrisa leve—. En el fondo, todo regresa al océano. Ella bajó la mirada por un instante. Pensó en las batallas, en los santos, en las decisiones que había tomado. En Seiya. En el precio de la paz. —Tu mundo está hecho de belleza y profundidad, Julian. El mío... de sangre y deber. No estoy segura de que alguna vez puedan reconciliarse. —Entonces, ¿es un no? Saori volvió a mirarlo. No con frialdad, sino con una ternura inesperada. —Es un… aún no. Julian asintió, como quien acepta el veredicto de un oráculo. Dio un paso atrás. El perfume persistía. —Seguiré esperando, Saori Kido. Porque el mar no olvida. Solo regresa. Antes de perderse entre el vaivén de las conversaciones y las copas de cristal, Julian Solo desvió la mirada hacia la estatua del hombre que lo había enfrentado en vida con una simple voluntad: Mitsumasa Kido. El mármol blanco reflejaba una imagen serena, ataviada con un atuendo clásico japonés, kimono de lino oscuro, el cabello recogido en un moño bajo. Era un contraste casi burlesco con el entorno: la opulencia moderna, las pantallas táctiles y las burbujas de champán no podían opacar la solemnidad casi feudal de esa figura pétrea. Julian entornó los ojos. Su rostro, usualmente impasible, se arrugó brevemente, como si la imagen le devolviera un recuerdo agrio o una vieja deuda. —Curioso —murmuró, sin mirarla aún—. Parece uno de los disfraces que usaría el mítico Zeus para jugar a ser mortal... aunque él siempre prefería aparecer desnudo, ¿no? —Sonrió, ladeando apenas la cabeza hacia Saori—. Y tú, Saori Kido, como una Atenea mitológica… empecinada en una castidad innecesaria. ¿Qué ganas, realmente, al privarte de tu poder más profundo? Ella no respondió, pero su ceja izquierda se alzó imperceptiblemente. Era una provocación calculada, y él lo sabía. —El mundo es tuyo. Tómalo —insistió Julian, más cerca ahora, su voz más baja—. Si unieras tu linaje al mío, tu hijo derrocaría todo poder conocido. Sería más que un emperador. Sería el rey del cosmos. El silencio que siguió se llenó del zumbido discreto de drones cámaras y cuchicheos de accionistas. Entonces, como convocado por el peso simbólico de aquella frase, se unió a la conversación un hombre corpulento, con lentes oscuros y un traje de lino italiano manchado de polvo. Su entrada fue tan natural como premeditada. El profesor Grant McLeod, magnate de las tecnologías geológicas y reputado arqueólogo de artefactos bélicos mitológicos, sonrió con entusiasmo calculado. —¿Saben qué es interesante? —interrumpió, agitando un pequeño vaso de bourbon sin beberlo—. Según ciertas versiones del mito órfico, el hijo de Atenea estaría destinado a destronar a Zeus. No literalmente, claro. Pero como símbolo... sería devastador para las estructuras verticales de poder. Tal vez incluso… un signo del fin de los estados-nación. —Hizo una pausa—. ¿Será que asistimos al surgimiento de una nueva edad dorada corporativa? ¿Una corporatocracia con la Fundación Graad como pilar fundacional? Saori esbozó una sonrisa impecable, diplomática, afilada. —Eso sería absurdo, profesor McLeod. Nuestra fundación es una entidad sin ánimo de lucro, dedicada a la investigación médica, astronómica y educativa. Nuestro trabajo en Japón y Estados Unidos sigue las leyes locales, y colaboramos estrechamente con múltiples gobiernos. Pensar que tenemos "tentáculos" como un pulpo es... una fantasía. —Se giró levemente, para mirar a Julian de perfil—. Y no. No tengo intención alguna de tener un hijo destinado a destruir ningún orden cósmico. Estoy bastante ocupada intentando evitar justamente eso. Hubo una breve risa entre algunos asistentes, pero no era clara la fuente. Tal vez incómoda, tal vez burlona. Julian no apartó la vista de ella. —Claro. Siempre tan devota al deseo de tu abuelo. Ambos volvieron a mirar la estatua. Saori alzó su copa con elegancia, los reflejos dorados del líquido iluminando sus pupilas violeta. —¿No estamos todos, al final, cumpliendo los designios de alguien más? La respuesta quedó flotando en el aire, más pesada que el oro líquido que brillaba en los mantos exhibidos tras vitrinas. Saori apuró su copa sin romper contacto visual con Julian. En el fondo, un cuadro antiguo mostraba una batalla entre un centauro y un guerrero de armadura, como si el pasado insistiera en repetir sus ciclos, aún en una sala de inversionistas multimillonarios. Y el perfume de Julian, antiguo, marítimo, con notas de madera sumergida y mirra… seguía flotando como un presagio. La lluvia golpeaba los ventanales del último piso del rascacielos como si el cielo mismo presintiera el retorno de una voluntad ancestral. Las luces del atardecer apenas penetraban el interior del recinto, vasto como un templo, adornado con mármol, columnas y vitrales apagados. El edificio, que alguna vez albergó oficinas de lujo y centros de poder económico, ahora parecía una corte silenciosa… o un mausoleo. En medio de aquella soledad reinaba Julian Solo, sentado al borde de un diván de cuero desgastado. Vestía de blanco, inmaculado, como si las manchas del mundo no pudieran alcanzarlo. Su mirada vagaba por la ciudad distante, y con cada relámpago su silueta parecía la de una estatua griega resucitada. Una figura se deslizó entre las sombras, con la delicadeza de una ola nocturna. Por un instante pareció llevar armadura, un destello marino en los bordes de su cuerpo, pero al cruzar la luz fría del techo, fue solo una mujer. Su cabello era rubio, recogido bajo una cofia antigua. Su uniforme, aunque de sirvienta, tenía detalles que evocaban épocas remotas: el cuello alto, los puños de encaje, una falda que recordaba los vestidos ceremoniales de las sacerdotisas micénicas. Sus ojos, sin embargo, no pertenecían al pasado humano. Eran los ojos de alguien que había visto la disolución de imperios bajo las mareas. —Mi señor… —dijo con reverencia, inclinando apenas la cabeza—. Es hora. La superficie está expuesta. Atenea no ha reclutado aún ni una fracción de su ejército. Sus santos se dispersan y combaten entre ellos. Las casas del Zodiaco están abiertas. La oportunidad es ahora. Julian giró lentamente el rostro hacia ella. Una sonrisa se dibujó en sus labios, una mezcla de burla y lástima. —No… no aún. Se levantó con elegancia felina y caminó hacia una fuente de mármol incrustada en la pared. El agua se agitaba sola, como si reconociera la presencia de su amo. —¿Sabes qué me intriga, Thetis? —dijo sin mirarla, mientras pasaba los dedos por la superficie del agua—. Quiero ver hasta dónde puede llegar Saori Kido con sus piezas rotas. Me fascina este absurdo ajedrez que juega. Como si el sacrificio de dos peones de bronce pudiera inclinar el universo a su favor. ¿Qué clase de diosa se aferra a ilusiones tan pequeñas? Thetis callaba. Sabía que cuando su señor hablaba así, no lo hacía con la lengua del presente. —Que luche. Que pierda. Que vuelva a intentarlo. Encarnación tras encarnación. Eones de baile entre ruinas y renacimientos. Nosotros no envejecemos. Nosotros no olvidamos. Ella no me vencerá con niños. Se detuvo frente a un ventanal donde la tormenta parecía querer entrar a rugidos. —Ya tendremos otras encarnaciones… y otras… y otras más, hasta que mi caprichoso hermano menor decida dar por terminada esta ópera cósmica que llaman creación. ¿No es así? Thetis inclinó la cabeza, con una sonrisa que no era humana. —El mar espera su orden, señor. —Y la recibirá. Pero no hoy. Hoy… quiero ver el espectáculo de sus fratricidios. Quiero verla perder pedazos de sí misma mientras finge proteger al mundo. Que demuestre por qué merece llamarse Atenea. Una nueva ráfaga de viento estremeció el edificio. Los sirvientes —hombres y mujeres sin voz, sin pasado— se alineaban silenciosamente en las sombras. Y los espíritus del mar, invisibles a la mirada de los mortales, danzaban alrededor de su amo con una paciencia terrible. El dios del abismo aún no había despertado del todo. Pero sus ojos estaban abiertos.
El aire cálido y húmedo del jardín exclusivo del Neocoliseo envolvía a Saori como un abrazo suave. Los colores vibrantes de las orquídeas trepadoras y el murmullo constante de una fuente oculta creaban una atmósfera de irrealidad, un edén suspendido en el corazón de Nueva York. Sin embargo, la paz de aquel refugio pronto se quebraría. Nachi emergió de entre la exuberante vegetación, su figura tensa contrastando con la serenidad del entorno. Esta vez, no había en su aproximación la vacilación y la confusión de su anterior encuentro. Saori percibió un mayor control en sus ojos, aunque una sombra de reciente trauma los oscurecía. La influencia de Niké, la persistente diosa de la victoria, aún era palpable, una corriente eléctrica sutil que emanaba de Saori. Sus susurros, estrategias frías y calculadas, seguían resonando en su mente, aunque ahora lograba contener su poder directivo. Al llegar al centro del claro, donde Saori se encontraba rodeada de un halo de luz filtrada por el techo de cristal, Nachi se detuvo. Sin dudarlo, flexionó las rodillas y se arrodilló, la frente casi tocando el suelo cubierto de pétalos caídos. —Atena —pronunció con una voz cargada de respeto y desesperación. El reconocimiento era inequívoco, una aceptación profunda que trascendía cualquier duda anterior. Levantó la mirada, sus ojos oscuros fijos en Saori. —Mi señor... mi maestro... ya no está —Una punzada de dolor genuino crispó sus facciones—. Ha sido asesinado... por un enviado del Santuario. —Su puño derecho se apretó con fuerza sobre la tierra—. Pude... apenas pude escapar. Él... me encomendó esto. Con un movimiento lento y reverente, Nachi se deshizo de la voluminosa carga que llevaba a la espalda. Con un esfuerzo visible, la colocó con cuidado sobre el suelo cubierto de tierra fértil y hojas. Era una Caja de Pandora imponente, de un tamaño considerable, diseñada para ser transportada sobre los hombros de un guerrero. Su metal, grabado con símbolos antiguos y desgastado por el viaje, era de un tono oscuro y sobrio, y de sus uniones se escapaba una tenue luz azulada que sugería la vida de la armadura en su interior. —...con su promesa de protección y su recuerdo de la violencia reciente, flotaba en el aire entre ellos, un testamento mudo a la tragedia y la esperanza. Saori la observó, sus ojos violeta, ahora más definidos, le permitían percibir la verdad tras el metal. Un manto dañado, sí, como los demás, un patrón que se repetía generación tras generación. Y, como en otras ocasiones, el nuevo portador no la aceptaría del todo hasta su muerte prematura, hasta que su vida se extinguiera antes de lo que debiera. La carga era pesada, la historia de los Santos, una tragedia cíclica. —¿Pelearías en mi torneo? —la pregunta surgió de sus labios, un formalismo, casi una prueba, aunque supo de antemano la respuesta. Nachi asintió sin dudarlo, una determinación férrea en su mirada, un eco de la lealtad que había sentido por su maestro. Saori suspiró, un aliento apenas perceptible que se perdió entre el murmullo de la fuente. Preferiría que le dijeran que no. Preferiría que uno solo de ellos rompiera la cadena. Que se negaran a luchar por una causa que, a los ojos de los hombres, parecía olvidarse de ellos mismos. Después de tantas generaciones, sus Santos parecían olvidar que peleaban por los hombres, no por una diosa. Niké, la victoria alada, revoloteaba a su alrededor, una presencia etérea y molesta, susurrando sin cesar. “Ése es el deber de ella, Atena. Los humanos generalmente no tienen objetivos tan abstractos. Necesitan un estandarte, un líder, una razón visible para luchar. Eres su faro.” Saori frunció el ceño. Sabía que Niké tenía razón en su cruel lógica. La humanidad, con sus vidas cortas y sus ambiciones terrenales, a menudo carecía de la visión o la paciencia para un objetivo tan vasto como el derrocamiento de un orden divino milenario. Necesitaban una diosa, sí, pero Atena no quería ser un mero símbolo, una excusa para que otros se sacrificaran. Quería que los hombres pelearan por su propia voluntad, por su propia existencia, no por la suya. —Levántate, Nachi —dijo Saori, su voz resonando con una autoridad suave pero inquebrantable. Se acercó a la imponente Caja de Pandora, su mirada fija en el metal gastado—. Tu maestro murió protegiendo esto, protegiéndote a ti y a la esperanza que representa. No permitiré que su sacrificio sea en vano. Una oleada de cólera sorda se agitó en su interior. El Santuario se había atrevido a tocar a los suyos, a invadir su espacio, a matar a un Santo que buscaba la verdad. Niké vibró con fuerza, sus susurros volviéndose más insistentes, casi un clamor en la mente de Saori. “Atena, la rabia es una herramienta. Úsala. Su ira forjará su lealtad. Ellos luchan mejor cuando el enemigo está claro, cuando la injusticia es tangible.” Saori cerró los ojos un instante, intentando acallar la voz, aunque sabía que tenía un punto. La abstracción de una guerra contra los dioses era difícil de vender, pero la muerte de un maestro, la traición de lo que se suponía era el hogar de los Santos, eso era algo que Nachi podía comprender, algo que Seiya y los demás podrían sentir en sus huesos. Abrió los ojos. La furia contenida en sus violetas pupilas era palpable. —Necesito detalles, Nachi. Cada sombra, cada palabra, cada paso del enviado del Santuario. Quién era. Cómo encontró a tu maestro. No dejes nada fuera. El joven Santo del Lobo asintió, visiblemente conmovido por la intensidad de la diosa. Se puso de pie, su postura aún dolida pero firme. La Caja de Pandora del Lobo permanecía en el suelo, un testigo mudo de la inminente tempestad. El techo era blanco, pero Seiya no lo reconoció como cielo ni como refugio. Era la nada. Luz de hospital sin alma que bañaba una habitación aséptica, con el leve zumbido de alguna máquina de soporte vital que le resultaba ajena. Sintió el aire entrar en su nariz, seco, artificial, con un regusto metálico. Intentó mover los dedos de los pies, luego las manos. Pudo. Y entonces lo supo con una certeza fría que le heló la médula: estaba vivo. No debería estarlo. Recordaba cada fragmento, cada impacto. Su lengua tocó el interior de su boca. Sus dientes estaban completos, íntegros. Pero recordaba con exactitud cómo la mandíbula se le había fracturado, el chasquido hueso sobre hueso, cómo el cráneo crujió como una nuez al recibir el golpe directo que lo hundió en la oscuridad. El Rozan Shō Ryū Ha. La garra ascendente del dragón. Una técnica que rompía no solo la carne, sino también el alma, el espíritu. Estaba diseñado para aniquilar. Intentó incorporarse, un gemido involuntario escapando de su garganta, pero la cabeza le pesaba como si aún llevara la tiara de su manto, una corona de plomo. Solo que no la llevaba. Podía sentir el vendaje suave rodeando su frente, no el metal helado. No sentía su cosmos fluyendo a través del Manto del León Menor. No sentía el calor vibrante de sus placas vivas sanándolo desde adentro, reescribiendo la arquitectura de sus huesos rotos. Y sin embargo… su cuerpo estaba sano. No había dolor, ni una punzada, ni el eco de la agonía que debería haberlo consumido. Era un milagro sin explicación, una ironía cruel. —¡Idiota! —gritó una voz antes de que pudiera reunir más pensamientos, antes de que el puzle de su supervivencia sin sentido pudiera formarse por completo en su mente aturdida. Mino estaba ahí. Sentada junto a la camilla, encorvada, con las mejillas enrojecidas por el llanto seco de quien ya ha perdido demasiado, de quien ha visto el abismo y por alguna razón lo ha sobrevivido. Al verlo abrir los ojos, se le lanzó encima sin pensar, un torbellino de alivio y furia contenida, abrazándolo con una desesperación animal que le cortó el aliento. Seiya apenas tuvo tiempo de reaccionar, sus brazos levantándose a medias, cuando ella comenzó a golpearle el pecho con ambas manos, golpes rítmicos que buscaban sacudirle el alma. —¡Estúpido, maldito bruto! —gritaba entre sollozos ahogados, su voz quebrada por la emoción desbordada—. ¡¡Te dije que no pelearas!! ¡¡No contra él!! ¡No por una maldita armadura! ¡No por orgullo! Los golpes no dolían físicamente. Lo que dolía era la voz. El peso de cada palabra, el reproche más allá de la rabia. La mirada de alguien que acababa de asistir a una muerte, la suya, y aún no entendía por qué no había terminado de suceder, por qué la lógica de la pérdida se le había negado. Seiya no habló. Solo la miró, sus propios ojos nublados por una confusión que aún no disipaba el blanco estéril del techo. Sus ojos aún veían doble, una visión borrosa y desenfocada. No sabía si por la conmoción cerebral persistente, o por el llanto contenido que la escena de Mino le inspiraba. —Vi cómo te levantaron del suelo… Vi cómo te dejaron sangrando por la nariz, por los oídos… —Mino se ahogó en su propio llanto, su cuerpo temblaba, y lo empujó hacia atrás contra las almohadas—. ¡¿Qué clase de idiota se lanza contra un Santo que entrena con los dragones de Lushan?! ¡¿Qué estabas intentando probar?! Seiya cerró los ojos, el rostro aún tenso por el esfuerzo de la pelea, por el asombro de su propia existencia. —Que podía resistir… —murmuró, apenas audible, la frase un eco de su propia terquedad, un mantra que lo había impulsado hasta el borde del abismo. Mino lo miró con una furia desprovista de ternura, pura frustración y miedo. —¿Resistir? ¿A costa de qué? ¿De tu vida? ¿De los pocos que aún creen en ti? ¡Estás solo, Seiya! ¡Y aun así te lanzas a morir como si eso resolviera algo! Él cerró los ojos otra vez. La imagen del Rozan Shō Ryū Ha aún estaba ahí, dibujada en sus huesos como un tatuaje invisible, una advertencia de la muerte esquivada por un capricho del destino. El eco del golpe final resonaba en sus oídos. —No entiendo por qué sigo vivo —dijo, la voz más fuerte, la pregunta un lamento existencial. Mino no respondió de inmediato. Su respiración aún era inestable, como si acabara de correr un maratón emocional. Luego se sentó otra vez, lentamente, junto a la camilla, limpiándose las lágrimas con una manga arrugada de su chaqueta. La furia se desvanecía, dejando solo un cansancio profundo. —Nadie lo entiende. El médico dice que es… que eres un milagro. Pero estás vivo. Y no fue el manto. No tenías la tiara. No tenías las placas. Ni siquiera tu cosmos estaba encendido. Estaba… dormido. —Entonces… ¿qué me salvó? El cuerpo de Seiya aún dolía en el recuerdo, pero la sangre corría caliente otra vez, como si el frío de la muerte hubiera sido solo una pesadilla. Se sentó en la camilla con un gesto natural, girando el cuello, probando el aire en los pulmones. Entonces lo sintió. Un cosmos sereno y poderoso, como una montaña que respira. Y junto a él, una fragancia leve como pétalos de cerezo sobre nieve. —Viene alguien… —murmuró, mientras una sonrisa comenzaba a dibujarse en su rostro. Las puertas se abrieron con un susurro mecánico. Shiryu. El dragón. Entró con su paso firme y el cabello suelto, apenas recogido atrás por una cinta gastada. Llevaba un ramo sencillo de flores silvestres en una mano, y del otro brazo se aferraba con delicadeza Shunrei, vestida con un kimono blanco que apenas tocaba el suelo. Mino se puso de pie con brusquedad. —¿Tú…? —empezó, el ceño fruncido como una tormenta a punto de estallar. Seiya alzó una mano sin apartar la vista de Shiryu. —Tranquila, Mino. Él es un amigo. No lo trates mal. Las palabras flotaron pesadas. Amigo. Shunrei entrecerró los ojos. Mino lo miró como si acabara de escupir sobre la memoria de sus costillas rotas. —¿Amigo? —preguntaron ambas, casi al mismo tiempo. Hacía solo unos días, los dos jóvenes que ahora se sonreían habían intentado matarse. Y no en sentido figurado. Lo habían dado todo. Cada fibra, cada centímetro de cosmos, hasta que el mundo se quedó en silencio bajo el estruendo de su furia. Pero ahora se miraban… Y sonreían. No había culpa. No había rencor. Solo el respeto absoluto que nace cuando dos almas chocan con todo lo que son y aún así sobreviven. Nunca volverían a pelear entre ellos. Ni siquiera si Atenea lo ordenara. Shiryu se acercó. Extendió el ramo con la expresión tranquila de quien no necesita disculparse. Mino lo tomó sin decir palabra, aunque con un gesto que decía mucho: lo aceptó con ofuscación, como si al hacerlo admitiera que no podía detestar del todo a alguien que le había traído flores con esa calma irritante. Shunrei, sin soltar a Shiryu, se inclinó con respeto hacia Seiya, pero sus ojos escrutaban a Mino con una mezcla de distancia y sorpresa. El aura entre las dos mujeres era tensa, como si cada una temiera que la otra supiera demasiado. —Las flores son para ti —dijo Shiryu, con una leve inclinación de cabeza—. Pero no por cortesía. Sino porque… estuviste cerca del vacío, y regresaste. —No regresé. Aún estoy saliendo —respondió Seiya, y ambos compartieron una sonrisa más parecida a un pacto. Mino dejó las flores sobre la mesa, aún frunciendo el ceño. —Supongo que ahora todos seremos amigos. Los que se rompen la cara, después se abrazan. Qué hermoso. —Es mejor que estar muertos —dijo Seiya, con voz queda. Un momento de silencio siguió. Uno de esos en los que nadie sabe qué decir, porque todo ya fue dicho en el campo de batalla. Entonces, sin aviso, Seiya miró a Shiryu. —¿También lo sentiste? Shiryu asintió. —Sí. Cuando tocaste el límite… alguien más estaba contigo. Algo antiguo. Algo… más allá del manto. Shunrei bajó la mirada. Mino cruzó los brazos.
—Lo que sentí… —murmuró Seiya con voz baja, como si el eco aún le quemara la garganta— no fue victoria. Fue odio… y llamas. —El grito del Fénix —completó Shiryu, cerrando los ojos como si aún pudiera ver el fulgor detrás del manto dorado. Ambos permanecieron en silencio unos segundos. La memoria del instante final de su combate, justo cuando Shiryu retrocedía tambaleante por una sed de sangre que no vino de Seiya, sino de otro lugar… los estremecía. Fue ahí, en el clímax, cuando un cosmos abrasador desgarró el aire. —Parece que el torneo se detendrá pronto —dijo Seiya, con la mirada perdida en un rincón de la enfermería. Afuera, el cielo de la ciudad era apenas una mancha azul más allá del vidrio empañado. —Nuestros mantos están muertos —repuso Shiryu con calma, aunque una sombra de tristeza cruzaba su rostro. —Cualquiera daría eso como excusa —sonrió Seiya, pero sin burla, más bien con complicidad. —Cualquiera lo haría —asintió el Dragón, dirigiéndose hacia una pequeña caja metálica que reposaba en una banca de madera, junto a las plantas tropicales. La abrió con parsimonia, y sacó un paquete cuidadosamente doblado. —¿Qué es eso? —preguntó Seiya, inclinándose. Shiryu no dijo nada, solo le tendió el contenido. Seiya lo tomó y lo desplegó sobre el banco: unos vaqueros azul oscuro, aún con las líneas marcadas por el planchado industrial; su camiseta roja favorita, con el cuello en perfecto estado; y un par de sneakers blancos que brillaban como nuevos, sin una sola mancha, aún con el papel de relleno dentro. —La Fundación Graad no repara en gastos de limpieza —comentó Shiryu con una sonrisa leve. —Eso parece… —respondió Seiya mientras se vestía con rapidez. Se quitó la túnica ligera que le habían dado tras el combate y se colocó primero la camiseta, luego los jeans, ajustándolos con un cinturón sencillo. Las zapatillas calzaban perfecto. Había algo casi reconfortante en volver a su ropa cotidiana, como si el mundo normal aún existiera. Las dos muchachas que los asistían se sonrojaron discretamente al notar que Seiya se cambiaba tan apresuradamente, y giraron el rostro con pudor, aunque Mino no pudo evitar mirar de reojo. Mientras Seiya se abrochaba el cinturón, Shiryu, más pensativo, murmuró: —Mi maestro me habló una vez del lugar donde entrenó Ikki. Una isla perdida, bajo tormentas eternas, donde los días son tinieblas y los ríos están hechos de lava. —¿La Isla de la Reina Muerte? —preguntó Seiya, deteniéndose un instante. —Sí —afirmó Shiryu—. Solo un discípulo sobrevive. Los demás… desaparecen. La última vez que lo vi, antes de que partiera, Ikki no era así. Algo ocurrió allá. Algo que lo destrozó y lo volvió a forjar… como una espada arrojada al fuego una y otra vez. Entonces ambos fruncieron el ceño. Ese odio, tan ardiente y visceral como una llamarada viva, volvió a colarse en sus sentidos. El cosmos abrasador que los había estremecido en la enfermería ahora era aún más claro, más cercano, más oscuro. Seiya y Shiryu no intercambiaron palabra: salieron corriendo, casi en sincronía, a través de los pasillos del NeoColiseo. Sus pasos resonaban contra los muros metálicos, envueltos en ecos como latidos de guerra. Al llegar a la periferia de la arena, una multitud dispersa ya se había reunido. Varios caballeros estaban allí, algunos con sus armaduras, otros en atuendos civiles, todos tensos. Hyoga observaba en silencio, su Manto del Cisne relucía, pero su mirada era de hielo puro, aún más frío que de costumbre. Geki, el fornido caballero del Oso, vestía jeans rasgados y una chaqueta de cuero, su armadura no estaba destruida, pero sí fracturada. A su lado, Ichi de Hidra apoyaba los codos sobre sus rodillas, con expresión taciturna. Su manto no estaba astillado, pero podía sentirlo frágil, como si su esencia se debilitara. Lazaro de Norma, con su cuerpo inclinado hacia atrás sobre una silla metálica, bebía cerveza directamente de la lata. Una barba espesa, crecida en menos de una semana, le sombreaba la mandíbula. Su mirada parecía perdida… y sin embargo, era astuta, alerta. Como si presintiera lo mismo que los demás, pero lo ocultara tras su aire disoluto. En el centro de la arena, dos figuras ya se enfrentaban. El brillo rosa de la cadena nebulosa de Andrómeda flotaba en el aire, tensa como un presagio, mientras el Manto del Unicornio crujía al flexionar sus hombreras con cada movimiento de su portador. La batalla era oficial, pero en el aire no flotaba el entusiasmo de un combate más. —El resultado de este combate decidirá quién peleará contigo, León menor —anunció un alto juez, con su voz amplificada por el sistema del coliseo. Pero nadie estaba escuchando al juez. Todos sabían la verdad. Y la verdad era que algo estaba por desviarlo todo. Que ese combate no terminaría con un vencedor, sino con un rugido. Uno que ya ardía detrás del velo del mundo visible, uno que había esperado en el exilio, entre llamas y odio, y ahora se alzaba. El público se agolpaba en el Neocoliseo, un estadio colosal donde la tecnología más avanzada se mezclaba con la tradición de los antiguos coliseos griegos. Las luces, los drones de transmisión y los cánticos de los asistentes llenaban el aire con una expectación casi insoportable. No era un combate cualquiera: era un duelo entre dos de los jóvenes más destacados que el Santuario había entrenado en las últimas generaciones. Y entre las gradas, donde las sombras comenzaban a alargarse a medida que avanzaba la tarde, se encontraba Jabu. Jabu cruzó los brazos mientras observaba a su alrededor con mirada afilada. Siempre se había considerado el más leal a Saori Kido, incluso en los años en que muchos de sus compañeros apenas veían en ella algo más que una niña rica o una figura decorativa. Él, en cambio, había intuido desde temprano que aquella muchacha escondía un poder ancestral, un misterio que merecía veneración. Sin embargo, esa misma lealtad no evitaba que su orgullo sangrara cada vez que veía a Shun. No podía evitarlo. Shun tenía una belleza andrógina, suave, casi etérea. Era sereno, educado, amable. Demasiado amable. Y eso —como solía pensar Jabu con amargura— atraía a las mujeres como si fuera un maldito ídolo juvenil. —Deberías ser cantante de rock o algo que esté de moda, y no un Santo —espetó Jabu con sorna, alzando un poco la voz para que los demás lo oyeran. Luego sonrió, con esa expresión de superioridad tan suya—. Aún no olvido la última vez que te rompí la cara, Shun. ¿Lo recuerdas? Shun no respondió. Solo cerró los ojos, como si las palabras de Jabu no le rozaran siquiera. Pero en el fondo, el comentario lo había llevado de vuelta a un tiempo lejano y confuso, cuando todo apenas comenzaba. Recordó los meses previos a su partida a la Isla de Andrómeda. Los salones de entrenamiento de Mitsumasa Kido estaban siempre colmados de niños y adolescentes, huérfanos todos, traídos desde distintos puntos del mundo. Un millar de ellos, luchando por un lugar, por el derecho a recibir alimento, ropa, técnicas de combate… y, quizás, por algo más. Shun solía preguntarse por qué se esforzaban tanto. ¿Por qué, siendo solo niños, se entregaban con tanto fervor al dolor, al rigor físico, a la competencia despiadada? Ahora que lo pensaba con claridad, creía tener la respuesta. Supone que fue por ella. Por Saori Kido. La nieta del magnate. Tan bella. Tan perfecta. Siempre distante, siempre protegida, casi como si no caminara, sino flotara por los pasillos. Para muchos de esos muchachos, Saori fue el primer amor imposible, el faro inalcanzable. Fabricaron excusas y razones para quedarse. Fingieron que querían ser caballeros. Pero en el fondo, lo que deseaban era verla un día de cerca. Hablarle. Servirle. Él también. Aunque lo negara. En ese entonces, Jabu solía ser especialmente cruel. Lo hostigaba sin razón. Se burlaba de su manera de hablar, de su delicadeza, de su silencio. A veces lo empujaba en los entrenamientos o le lanzaba polvo a los ojos. Los demás reían. Solo su hermano mayor, Ikki, era capaz de protegerlo. Ikki… ese recuerdo dolía más que cualquier golpe. Y aún así, incluso rodeado de hostilidad, Shun se quedó. Aguantó. No por Jabu, ni por Ikki, ni siquiera por Saori. Tal vez porque, en el fondo, había algo en él que necesitaba demostrar —aunque no supiera exactamente a quién. Abrió los ojos. Frente a él, el Neocoliseo rugía. Jabu esperaba su reacción, casi deseoso de iniciar un nuevo combate verbal o físico. Pero Shun, como tantas veces, eligió no caer en la provocación. Su silencio, sereno como una brisa marina, fue más punzante que cualquier palabra. —¡Ríndete, Unicornio! —dijo Shun con voz serena, aunque su postura revelaba tensión contenida. El joven portador de la armadura del Unicornio no respondió. Se limitó a clavar los ojos en su rival, sus labios apretados y la mandíbula tensa. Su cuerpo estaba levemente inclinado hacia adelante, como si fuera un resorte a punto de liberarse. Shun lo observaba con atención, sujeta con firmeza la cadena de Andrómeda, que colgaba de su brazo izquierdo como una serpiente en reposo. Un silencio reverente se apoderó del neocoliseo por un instante. Entonces, la señal del combate resonó, seca y cortante. En una fracción de segundo, Unicornio se lanzó al ataque. Su cuerpo desapareció en un borrón de movimiento. El aire se partió con un estallido, y su puño, envuelto en un aura de cosmos creciente, se dirigió directo al rostro de Shun, buscando terminar el combate en un solo golpe. Pero el impacto jamás llegó. Un repique metálico desgarró el silencio. El puño de Jabu se estrelló contra un obstáculo invisible. Una pequeña esfera sólida se alzó entre él y su objetivo, girando con fuerza, vibrante. Era la punta de la cadena izquierda de Shun, que ahora brillaba con una luz tenue pero firme. Shun no se había movido. Ni un paso atrás. Su brazo apenas se había alzado con una calma que rozaba lo sobrehumano. El Unicornio retrocedió instintivamente, desconcertado. Recordó entonces una escena que había presenciado desde las gradas apenas semanas atrás. El combate de Shun contra el Santo de Norma. Lo había subestimado como todos, por su carácter amable, su rostro delicado, y esa armadura rosada que más parecía un adorno ceremonial que una protección de guerra. Pero cuando Norma lanzó su ofensiva brutal, fue aquella cadena —¡esa cadena!— la que se alzó como una muralla indestructible, una torre de hierro que absorbía y desviaba los ataques más violentos como si fueran hojas secas contra un muro de piedra. —¡Eso es! —pensó Jabu, mientras retrocedía un paso con el ceño fruncido—. Esa cadena no es solo un arma… es un escudo viviente. Shun abrió los ojos lentamente. El brillo esmeralda de su mirada no tenía odio, ni rabia. Solo una compasión profunda, casi insoportable para quien tenía el corazón lleno de orgullo. —No quiero herirte, Jabu. Aún puedes detenerte. Pero Unicornio volvió a tensar el cuerpo. Su cosmos se encendía otra vez, y esta vez, no lanzaría un solo golpe. El combate apenas había comenzado. Pero no iba a detenerse. No con la mirada de Saori observando desde el palco más alto, sintiendo el peso de sus ojos violetas sobre él. Y no con su orgullo, herido y carcomiéndole el pecho como una brasa ardiente, un residuo de la humillación que aún le escocía. El clamor de la multitud, un rugido sediento de violencia, lo empujaba hacia adelante, una sinfonía caótica que solo amplificaba su determinación. —¡Ahora verás… el verdadero galope del Unicornio! —gritó Jabu, su voz rasgando el aire de la arena, un alarido gutural. Encendió su cosmos con una intensidad que iluminó su figura como si ardiera por dentro, un aura blanca azulada que contrastaba con el polvo y las sombras del coliseo. Saltó. El aire pareció cederle paso, la gravedad una sugerencia que él desafiaba. Pero lo extraordinario no fue el salto en sí, no la elevación imponente, sino lo que vino después: en pleno ascenso, con una voluntad férrea que se manifestaba en pura energía, creó con su cosmos un piso artificial, una plataforma invisible y efímera que surgió debajo de sus pies. Duró apenas un instante, un parpadeo, lo justo para impulsarse en sentido contrario, una nueva explosión de energía que lo catapultó directo hacia su oponente, como un meteorito invocado desde el cielo, una estrella fugaz de destrucción. —¡Galope del Unicornio! —bramó, y el ataque descendió como un cometa en llamas, una explosión de energía y velocidad concentradas en un punto mortal, directo al corazón de su adversario. Pero Shun… Shun no se movió. No parpadeó. No retrocedió ni un ápice, no alzó los brazos en una guardia desesperada, ni siquiera apartó la mirada de aquel proyectil fulminante. Sus ojos, vastos como el cosmos, seguían fijos en Jabu, con la misma ternura inquebrantable, la misma compasión casi dolorosa de siempre, como si en vez de un enemigo sediento de venganza, viera a un hermano extraviado, perdido en la oscuridad de su propia amargura. Solo hizo una cosa: alimentó con su cosmos la cadena de Andrómeda que se alzó frente a él. No como un arma, sino como un escudo de amor inquebrantable. La cadena izquierda, su protectora, formó un arco de luz cegadora, un muro de metal y energía que detuvo el ataque con un estruendo sordo, un impacto que retumbó en las paredes del Neocoliseo, como si el universo se hubiese cerrado en torno a ellos en un puño cósmico. Pero entonces… La cadena derecha, la ofensiva, vibró. Al principio, apenas fue un movimiento leve, casi tímido, como una brisa imperceptible. Pero pronto se desató, se irguió, como si tuviera vida propia, una entidad con voluntad forjada en metal. Se deslizaba por el brazo de Shun, rozando su guantelete, calentándolo con una fricción que presagiaba poder. Estaba inquieta. Sedienta. Tenía hambre de batalla, una sed ancestral que Shun rara vez permitía saciar. Y Shun lo supo. Sintió la pulsión, la exigencia muda de su armamento. —No… aún no —susurró, su voz una súplica, un intento desesperado por contener la furia latente. Pero la cadena no lo obedeció. El cosmos de Shun, que buscaba la paz, era el combustible de un poder que anhelaba el conflicto. Se lanzó en zigzag, como una serpiente de metal incandescente liberada de su prisión. Cruzó el aire con una furia silenciosa y predatoria, y desgarró el manto del Unicornio. No lo hizo con una explosión ruidosa, con un estallido caótico. Fue un corte limpio, quirúrgico, que lo astilló como si fuera arena mojada cayendo de un castillo mal construido, desintegrándose en fragmentos que tintinearon contra el suelo. Jabu cayó de rodillas, el aliento escapándose de sus pulmones en jadeos roncos. Sus ojos se abrieron como platos, no por el dolor físico, sino por el impacto de ver su armadura partida, rota por completo, reducida a escombros. Su cosmos se desvanecía con la imagen de su derrota. La cadena derecha volvió a enrollarse lentamente en el brazo de Shun, como si nada hubiese pasado, la energía violenta que la había imbuido ahora contenida. Shun respiró hondo, un suspiro que parecía llevar el peso del mundo. Había querido evitar ese final. No había odio en su mirada… solo una profunda y persistente melancolía. —No quiero herirte —dijo al fin, su voz suave, pero resonando con una autoridad que el mismo Jabu jamás le hubiera concedido—. Pero no permitiré que destruyas lo que una vez juramos proteger. Y el Neocoliseo entero guardó silencio. La multitud, hasta entonces ruidosa y voraz, se quedó muda, paralizada. No había vítores, solo un asombro colectivo ante la ferocidad controlada de Shun y la caída inesperada de Jabu. La arena se llenó de un silencio denso, cargado de la promesa de más batallas, de la ineludible violencia que aguardaba a cada guerrero.
Entonces ocurrió algo inesperado. Ambas cadenas comenzaron a moverse nuevamente, como si tuvieran voluntad propia, danzando en el aire sin que Shun emitiera orden alguna. Sus movimientos eran erráticos al principio, pero pronto se tornaron más precisos, más deliberados. Describían curvas, arcos, giros con forma. Estaban… escribiendo. Letras, signos, símbolos que brillaban con el reflejo metálico de sus eslabones. Como si quisieran hablar. Jabu frunció el ceño, desconcertado. No era supersticioso, pero lo que veía le erizaba la piel. Las cadenas de Andrómeda… parecían ansiosas, vivas. Como si tuvieran alma. Shun las observó en silencio, el rostro sereno, pero sus ojos lo decían todo: entendía lo que las cadenas sentían. Aunque solo llevaba unos pocos meses portando el Manto de Andrómeda, ya se había conectado con él a un nivel casi espiritual. Las cadenas no eran simples armas. Eran entidades. Aliadas. Guardianas. Y estaban intentando advertirle de algo. —No... esperen... —murmuró Shun en voz baja, casi como un rezo. Pero Jabu no tenía la paciencia ni la sensibilidad para comprender aquello. —¡Te tengo! —rugió mientras cargaba su cosmo y con la furia del orgullo herido atrapó ambas cadenas con sus manos desnudas. Su cosmo ardía como una hoguera salvaje, y a pesar del dolor que le provocaba el contacto, no las soltó. Sujetaba los eslabones como si quisiera domarlos, forzarlos a obedecer. Y con la otra mano, libre y cargada de energía, preparó un golpe cortante directo al rostro de Shun. —¡Voy a callarte de una vez por todas, princesa! —vociferó. Su orgullo dolía más que sus manos quemadas por el metal vivo. Pero antes de que pudiera lanzar su ataque, Shun levantó la voz, firme, con una súplica que era también una advertencia: —¡No lo hagas, Jabu! ¡La cadena está intentando decirnos algo! Y si la molestas... ¡no podré detenerla! —¡Basura! —escupió el Unicornio con desprecio, sin escuchar—. ¡Eres tú quien la controla! ¡Y eres tan débil como tu maldita...! No alcanzó a terminar la frase. Un chasquido cortó el aire, seguido por un resplandor. La cadena de ataque, la más impetuosa, se zafó sola del control de Shun y giró como una serpiente enfurecida. Un relámpago eléctrico estalló en su superficie, y una descarga brutal recorrió todo el cuerpo de Jabu. El Santo del Unicornio gritó, su voz quebrada por el impacto, mientras era lanzado con violencia hacia una de las esquinas del ring. El golpe fue seco. Su cuerpo rebotó contra la estructura del Neocoliseo con un crujido ominoso. Su manto de bronce, ya resquebrajado por la intensidad del combate, se astilló como cerámica mojada, rompiéndose en fragmentos humeantes. Las quemaduras cubrían su pecho y su brazo derecho. El público enmudeció. Sin embargo, el manto aún no lo había abandonado. Como una madre moribunda que intenta proteger a su hijo, las piezas rotas de su armadura comenzaron a brillar con un leve fulgor curativo, esforzándose por sanarlo. Jabu respiraba con dificultad, sus ojos empañados por el dolor y la frustración. Shun, sin moverse de su sitio, bajó la mirada hacia sus cadenas. Estaban nuevamente formando letras. Sus giros eran más urgentes esta vez. Afanosos. Como si el tiempo se acabara y aún tuvieran algo muy importante que deci El silencio en el NeoColiseo era sobrecogedor, como si el universo mismo contuviera el aliento. Las partículas de polvo se suspendían en el aire, como átomos vibrando ante una revelación. Desde una de las esquinas, el cuerpo de Jabu yacía en cuclillas, aún envuelto en el vapor de su cosmo humeante. Sus brazos temblaban por el impacto eléctrico, y su manto resquebrajado parecía tener vida propia mientras intentaba con torpeza recomponerse. El orgullo lo mantenía erguido, pero el respeto —o el miedo— había empezado a horadar su mirada. Frente a él, Shun no se había movido un solo paso. Su expresión era serena, casi dolida, como si cada golpe recibido por su oponente lo resintiera más a nivel del alma que del cuerpo. El brillo verdoso de su cosmo era tenue aún, pero constante. Y en sus manos, como serpientes conscientes, las cadenas comenzaban a moverse de nuevo. Al principio, fue un simple vaivén. Luego un tirón seco, como si la cadena izquierda —la defensiva— temblara de emoción, o de algo más profundo. La cadena derecha se estremeció y giró en espiral, chispeando brevemente. De pronto, ambas se elevaron al cielo como movidas por una voluntad superior. Se cruzaron, se extendieron y comenzaron a dibujar... letras. No eran simples formas metálicas: cada curva brillaba con una luz ancestral, una caligrafía perfecta formada por eslabones de acero viviente, como si el cosmos mismo se hubiera manifestado en forma de escritura. Primero una "A", luego una "X", otra "I"... La multitud empezó a murmurar. Las letras colgaban en el aire, escritas con exactitud matemática, sin perder la belleza de lo orgánico. Y finalmente, la última "A". AXIA. Un murmullo recorrió las gradas como un viento sagrado. Algunos de los espectadores lo pronunciaron en voz baja, como si fuera un nombre prohibido, una palabra olvidada de los dioses. —"Axia..." —repitió Shun con reverencia, sus ojos humedecidos. Él no les había dado esa orden, pero entendía. Las cadenas querían hablar. Querían recordar. Querían consagrar. "Axia", pensó. El valor. El verdadero. No el de la fuerza bruta ni el del ego masculino, sino el valor que protege, que siente, que se sacrifica. El valor del amor. —¿Qué es eso...? —musitó Jabu, ahora de rodillas, mirando con asombro y temor el mensaje flotante. Shun no respondió. Solo bajó la vista con humildad, mientras las cadenas volvían lentamente a sus brazos, envueltas aún en esa luz verde como la esperanza. La batalla ya no importaba. El Coliseo había sido testigo de algo más grande que un combate. Había presenciado el alma de un Santo. Y esa alma, en letras forjadas de cosmos, había escrito su verdad. AXIA. Shun aún no comprendía del todo. Las letras flotaban ante él como un idioma divino que su alma apenas empezaba a traducir. "Axia". ¿Era un nombre? ¿Una emoción? ¿Una clave del cosmos? Las cadenas lo habían escrito por voluntad propia, más allá de su conciencia. Entonces, lo sintió. No fue un pensamiento, sino un estremecimiento. Su cuerpo vibró al ritmo de algo sagrado. El manto de Unicornio, a los pies de Jabu, había comenzado a perder su color. El azul metálico se desteñía como un río que entregaba su última gota. Y al mismo tiempo, una luz cálida brotaba de él, suave, misericordiosa. Shun abrió los ojos con asombro. El brazo de Jabu, antes calcinado por su propio cosmo desbordado, estaba... sanando. La piel volvía a cerrar sus grietas, los músculos se regeneraban lentamente. Era como si la armadura misma —esa frágil tela de batalla que tantos deseaban— se estuviera sacrificando para curar a su portador. Shun retrocedió un paso. Lo entendía ahora. Las cadenas no solo hablaban: mostraban. Revelaban lo invisible. —Se está... entregando por él —susurró. Las palabras se le quedaron en los labios como una oración. Como un tesoro antiguo, como los mitos decían que hacían los talismanes sagrados: ofrecer su alma por amor. ¿Y quién era Jabu para merecer ese sacrificio? Un rival. Un compañero. Un joven en busca de gloria. Nada especial, y sin embargo, la armadura lo ofrecía todo. Eso era "Axia". Eso era el verdadero valor. El que no se medía en fuerza, sino en compasión. En dar, incluso a quienes no lo habían pedido. En proteger, incluso a los que no comprendían. Shun sintió un tirón súbito en el brazo. La cadena apuntaba. No al cuerpo de Jabu. No al público. No al suelo. Apuntaba hacia lo alto del Coliseo. Allí, cubiertas por la sombra de una estructura ceremonial, estaban los cofres de bronce, donde reposaban las armaduras que aún no habían sido ganadas. Pero no. La cadena no señalaba esos. Shun levantó la vista un poco más. Entonces, lo supo. No porque lo viera, sino porque lo sintió. El aire en esa dirección pesaba más, como si el tiempo se detuviera. La luz del cielo caía con una pureza inhumana sobre un solo punto. Ahí, envuelta en una cúpula dorada de poder ancestral, descansaba. La Armadura de Oro. Shun exhaló con un temblor. —No puede ser... La cadena seguía firme, erguida como un dedo divino, sin vacilar. Su mensaje era claro. Eso era lo más valioso en este lugar. No los aplausos. No las medallas. Ni siquiera los cuerpos de los combatientes. Lo más valioso era lo que representaba la Armadura de Oro. La cima del sacrificio. El honor sin mancha. La compasión que guía la fuerza. Shun bajó la cabeza, profundamente conmovido. Ya no quedaba duda. "Axia" no era una palabra cualquiera. Era el nombre del verdadero valor. El que no se alzaba con furia, sino que se entregaba con amor. Y por eso, la Armadura de Oro no elegía solo al más fuerte. Elegía al que podía comprender eso. Y sobre el cofre estaba alguien. No junto a él. No detrás. Pisándolo. Como si no fuera un objeto sagrado, como si su historia, su poder, su linaje, no significaran nada. El pie firme, la espalda recta, la cabeza erguida. Su sola presencia hizo que las sombras retrocedieran. Las luces del Coliseo, como llamadas por una voluntad superior —o inferior—, lo enfocaron todas al unísono. Ya no se ocultaba. No le importaban los Santos, los hombres, ni los dioses. Allí estaba. Altivo, orgulloso, rebosante de odio puro. No era furia común. Era un incendio de emociones abrasadas. Llamas que lo consumían por dentro, que no dejaban lugar para compasión, ni temor, ni esperanza. Un hombre entregado al infierno y devuelto por él, como si el Hades mismo lo hubiera vomitado al mundo de nuevo, no como castigo, sino como advertencia. Era Ikki. Y estaba... diferente. —¡La va a robar! —gritó Hyōga, con la voz cargada de incredulidad y rabia. Sin perder un segundo, comenzó a avanzar. Su andar era rápido, decidido, su cosmos ya palpitaba en azul gélido. Pero incluso antes de dar tres pasos, el aire se volvió más denso, como si caminar implicara empujar contra el peso del odio condensado. Ikki no se movió. Ni siquiera parpadeó. Solo sus ojos, esos dos pozos de fuego, miraron a Hyōga con la misma ternura con la que un dios olvidado contempla a un insecto. Hyōga no se detuvo. A pesar del peso del cosmos que lo envolvía, de la tensión que se podía cortar con los dedos, siguió avanzando. Sus pasos eran firmes, sus puños cerrados. El hielo de su voluntad crepitaba en cada célula, dispuesto a congelar el infierno si era necesario. Pero entonces, desde las gradas, emergió otro hombre. No era un espectador. Su energía era distinta. Su andar era preciso, casi teatral, y mientras descendía hacia el pasillo, su cosmos comenzó a encenderse con violencia. Las llamas surgieron negras, pero también con tintes violáceos, y cuando por fin se reveló completamente, lo que llevaba puesto hizo que varios enmudecieran: un manto negro idéntico al del Fénix. Una copia imperfecta, pero poderosa, nacida de los talleres ocultos de la Isla de la Reina Muerte. —¡¿Otro Fénix?! —exclamó uno de los Santos menores entre el público. Hyōga giró justo a tiempo. El puño del Fénix negro iba directo a su rostro. El Cisne logró bloquearlo, pero fue lanzado hacia atrás varios escalones, cayendo sobre uno de los asientos vacíos entre los civiles. El combate comenzó allí mismo, en las escaleras del Coliseo, entre el público. La gente, que al principio creía que se trataba de una representación teatral al estilo de la lucha libre, comenzó a dudar. Los estallidos eran demasiado reales, el calor y el frío que emanaban los cuerpos no eran efectos especiales. El manto negro del Fénix chispeaba con energía corrupta. A simple vista, parecía un adversario del mismo nivel que Hyōga. Sus movimientos eran agresivos, veloces, hábiles. El Cisne contraatacaba, pero había algo extraño: no podía liberar su poder completamente. Como si una fuerza sutil y pesada le impidiera desplegar el máximo de su cosmos. Sus técnicas, aunque precisas, no tenían el mismo filo. Su aliento se entrecortaba, no por cansancio, sino por opresión espiritual. Hyōga era quien se contenía. No era el Fénix negro el que lo igualaba, sino él mismo quien limitaba su poder. Cada vez que su cosmos se elevaba, el aire a su alrededor se volvía más denso, más cortante, más helado. Los espectadores cercanos ya se estremecían, no por el miedo, sino por el frío real que les calaba los huesos como una ventisca invernal caída del cielo. El Cisne lo sabía: si se permitía liberar todo su poder, congelaría a decenas de personas a su alrededor. Por eso sus golpes eran medidos. Por eso su cosmos se mantenía en vilo, apenas contenido. No porque temiera al enemigo, sino porque temía hacer daño a inocentes. El Fénix negro, en cambio, no tenía esas cadenas. Atacaba con violencia desbordada, sin preocuparse por el público que esquivaba escombros y ondas de choque. Y mientras tanto, Hyōga danzaba sobre la línea del control, soportando el combate sin perder su juicio. Pero el hielo ya empezaba a brotar por sí solo. Las barandas se escarchaban. El suelo de mármol crujía con una fina capa de escarcha. Las respiraciones se volvían visibles. —No… puedo… seguir conteniéndome… —susurró Hyōga, con los dientes apretados—. Si esto sigue así, alguien saldrá herido...
Gracias por la aclaración. Entonces lo corrijo teniendo en cuenta que la cadena redonda es la más subordinada, es decir, la que solo se mueve cuando Shun lo ordena directamente. Aquí va la versión corregida: Fue la cadena redonda, la más dócil y obediente de las armas de Shun, la que se levantó en línea recta cuando él lo ordenó con apenas un susurro. Con un movimiento limpio y silencioso, rodeó al Fénix negro y lo jaló con una fuerza invisible pero implacable, levantándolo del suelo como una hoja al viento. El impostor fue arrastrado por las escaleras del graderío hasta impactar brutalmente contra el hexágono central del coliseo, dejando un eco seco y contundente que apagó cualquier duda entre los espectadores. Shun no se había movido más que para levantar un brazo. Su cosmos apenas se desplegó, como una aura suave y delicada, pero su efecto fue devastador. El manto negro, falso e inestable, crujió contra el mármol antes de resquebrajarse por completo. Fragmentos opacos cayeron como escamas quemadas. La tiara que cubría el rostro del falso Fénix se partió por la mitad, y lo que quedó al descubierto hizo a Shun contener la respiración. Era uno de los huérfanos de Mitsumasa Kido. Otro niño que debía haber luchado por un manto auténtico, pero que había regresado con uno corrompido. Su cosmos era débil, pero ardía con un odio sordo, oscuro. Sin embargo, incluso ese rencor se desvanecía frente a la sensación de una presencia aún más abrasadora. Y entonces el falso Fénix comenzó a reír. Una carcajada áspera, envenenada, resonó en el coliseo como si no viniera de su garganta, sino del aire mismo, como si su odio se hubiera filtrado en los pensamientos de todos los presentes. Ikki, aún erguido sobre el cofre dorado, observaba desde lo alto con su mirada de fuego contenida. Había en sus ojos una tormenta sin liberar, una cólera ancestral que palpitaba detrás de sus párpados sin necesidad de palabra. Debajo de él, en el círculo de mármol desgastado por el combate, las cadenas de Andrómeda vibraban. No era una vibración leve, sino crispada, como si un rayo eléctrico recorriera sus eslabones y resonara con cada latido del cosmos de su dueño. Cada eslabón parecía a punto de romperse o de transformarse en algo más agresivo, más despiadado. Shun intentaba contenerlas. Su postura seguía firme, su rostro sereno, pero en su interior el caos se desataba como una marea oscura. La calma que lo caracterizaba empezaba a astillarse. El cosmos de Shun, usualmente suave como un arroyo, ahora temblaba con oleajes contradictorios. La compasión y el deber entraban en conflicto con un miedo primario que solo su hermano sabía despertar: el miedo de volver a perderlo. Fue entonces cuando la cadena triangular, la más agresiva, la más desobediente, se rebeló. Su punta afilada como una lanza brilló bajo la luz del coliseo y, con un chasquido seco, se desprendió del control de Shun. Se lanzó en un zigzag vertiginoso, una danza de metal y rabia, como una serpiente desesperada por morder. Atravesó el aire con fuerza, buscando una garganta, una herida, una declaración de guerra. Pero el fuego de Ikki no se movió. No necesitó levantar la mano ni emitir energía alguna. Su cosmos ardía en su interior con una temperatura imposible, una furia contenida que bastó para detener la cadena en seco. No hubo explosión. No hubo choque visible. Solo un instante suspendido en el tiempo donde la cadena se congeló en el aire, temblando como si se hubiera estrellado contra una muralla invisible hecha de odio. Hyoga observaba desde las escaleras. Los civiles a su alrededor tomaban fotos, creyendo aún que se trataba de un espectáculo, de una recreación mitológica o una obra performática. Pero no podían acercarse. El frío que emanaba del Caballero del Cisne se había vuelto tan intenso que cada paso que daba formaba escarcha en las barandas, y los flashes de las cámaras se congelaban en su lente antes de activarse. —Hay límites —pensó Hyoga, con la mirada fija en la cadena detenida—. La cadena no puede hacer más de lo que le permite el cosmos y la voluntad de su amo. Si Shun tuviera una voluntad marcial más decidida, una convicción guerrera más firme, esa lanza de cadena le habría atravesado la garganta al Fénix sin dudar. Pero Shun aún dudaba. Aún amaba. Y eso era su fuerza y su debilidad. Ikki, aún erguido sobre el cofre dorado, liberó su cosmos sin levantar un solo pie del metal sagrado. El aire se onduló alrededor de su cuerpo como si la realidad misma cediera ante el fulgor del Fénix. El fuego brotó de él en un estallido que no fue solo calor: fue una fuerza viva, arrasadora, teñida de rabia, abandono y cicatrices que no se curaban con el tiempo. Shiryū, que se cubría con un brazo el rostro para resistir la onda de choque, retrocedió un paso y murmuró: —Ese poder… su cosmos es comparable al de mi Golpe del Dragón Ascendente. Pero Seiya, con el ceño fruncido y el cuerpo en tensión, respondió sin apartar la vista del hermano de Shun: —Sí… pero un poco más veloz. Y sin la debilidad de dejar expuesto el corazón. Antes de que pudieran intercambiar otra palabra, el cosmos del Fénix se concentró en su puño. Emitió un golpe que no necesitó trayectoria visible: una ráfaga de pura energía incineró el aire en línea recta. El impacto llegó como un rayo, desgarrando el espacio entre ellos con un rugido estridente. Shun no tuvo tiempo de evadirlo. La hombrera izquierda de su manto de Andrómeda estalló en pedazos, las escamas metálicas se hicieron trizas bajo la violencia de aquel fuego espiritual. Un instante después, el brazo del muchacho ardía, chamuscado por el calor del golpe. Shun cayó de rodillas, jadeando, mientras su cadena vibraba en el suelo como un ser herido. El silencio que siguió fue más aterrador que el estruendo. Entonces Ikki giró su rostro lentamente hacia la sala VIP, donde Saori Kido observaba en pie, con los nudillos blancos por la tensión. Tatsumi, fiel a su deber, se mantenía junto a ella, alerta… hasta que el dedo índice del Fénix lo señaló. No se oyó nada. No hubo invocación ni advertencia. Sólo un destello. Una ráfaga de cosmos se disparó desde el dedo extendido de Ikki como un látigo de lava invisible. Cruzó el coliseo sin tocar el suelo ni romper la brisa, y golpeó a Tatsumi en el hombro con la violencia de un martillo de guerra. El viejo mayordomo voló hacia atrás con un grito ahogado, y al caer su brazo colgaba como un muñeco roto. El impacto le había triturado el hombro. Los cabellos de Saori ondearon por la ráfaga de energía, y sus ojos se clavaron en Ikki, no con miedo, sino con una sombra de tristeza profunda. Hyōga no se detuvo. El frío crecía a su alrededor, formando cristales diminutos en las baldosas del coliseo. Caminaba hacia el Fénix con la determinación de quien ha entendido que no hay tiempo para dudas ni misericordias. Y en el centro de todo, el fuego seguía ardiendo. Hyoga reaccionó con furia helada. Saltó desde las gradas con el brazo ya envuelto en su cosmos gélido. Un golpe de hielo emergió de su puño como una ola ártica. El impacto dio contra el antebrazo de Ikki, que levantó su guantelete para recibirlo. El metal chispeó, se congeló, quedó cubierto por una gruesa capa de escarcha. Pero faltaba algo. Faltaba el ímpetu. El golpe no llevaba la decisión de matar. Y las llamas del Fénix no tardaron. Con un rugido sordo, rompieron el hielo como si fuera vidrio bajo una llamarada. La escarcha estalló en fragmentos, y Hyoga se vio forzado a retroceder. Desde más arriba, oculto entre las luminarias, un nuevo guerrero descendió. —¡¡Aaaah!! —bramó el Santo del Lobo mientras caía a toda velocidad. Una poderosa patada directa impactó en el pecho de Ikki, desviándolo de su pedestal. El Fénix cayó a las gradas con un estruendo metálico. Antes de que pudiera reincorporarse por completo, Nachi ya descendía tras su compañero con el ímpetu salvaje de los de su estirpe. Ambos Santos aterrizaron en la parte baja, en el centro exacto del hexágono de combate, con las miradas fijas en Ikki. El calor era irrespirable. Los espectadores gritaban, huían, corrían entre los pasillos como un rebaño asustado. Pero Saori no se movía. Su expresión era seria, serena… observadora. —No hay fuego… —susurró con los labios apenas abiertos. Era cierto. No había llamas. No había cuerpos quemados. Solo el aire ondulante y el terror en los rostros. —¡Esto es un ataque terrorista! —gritó entonces Saori, tomando el micrófono de emergencia—. ¡Evacúen el neocoliseo inmediatamente! Pero el público no obedeció. La mayoría creyó que se trataba de un evento especial, parte del espectáculo. Algunos incluso aplaudieron. Otros grababan. En la zona VIP, aún paralizados por la impresión, el presidente Graham respondió con voz ronca: —Sí… pero me temo que sólo sus Santos podrían detenerlos… ¿no es así? Saori bajó el rostro. Su mirada se oscureció. —El Fénix… también es uno de ellos —dijo, con una tristeza que perforaba el ruido—. En medio de su odio, incluso ahora, su manto lo reconoce. Él cree… está convencido… de que hace lo correcto. Y en el centro del hexágono, Ikki se incorporaba. Las flamas danzaban a su alrededor, invisibles al ojo común, pero ardiendo dentro de cada Santo presente. El juicio apenas comenzaba. —¡Todos ustedes no son más que traidores! —gritó el Fénix, su voz reverberando como un trueno entre las paredes de mármol del neocoliseo—. Parte del sistema que nos traicionó. ¡Saori Kido aquí! ¡Atenea en el Santuario! ¡Sus maestros! ¿Cuántos de nuestros hermanos murieron… solo para que pudiéramos llevar estos ataúdes de magia negra sobre nuestros hombros? El silencio cayó como un telón súbito. Solo el chisporroteo de las llamas del Fénix, que rodeaban su figura como una corona maldita, se atrevía a desafiarlo. El público, atrapado entre la incredulidad y el asombro, observaba con morbo y temor. Nadie se atrevía a moverse. —Pero yo digo basta. Desde el suelo, Shun intentó alzarse con esfuerzo. Su brazo sangraba por la hombrera quemada, su pecho se alzaba entrecortado por el dolor y la vergüenza. Pero bastó una sola mirada del Fénix —cólera pura encendida en sus ojos— para paralizarlo. —Tú no eres mi hermano. —La voz de Shun se quebró. No era un reproche; era un ruego. Ikki levantó entonces la visera negra del casco de su tiara, revelando su rostro. No quedaba duda: era él. El Santo del Fénix. Pero algo en su semblante se había oscurecido más allá de la carne. Una terrible cicatriz cruzaba su sien como una grieta viva, mezcla de corte y quemadura mal cicatrizada. Sus ojos no brillaban con fuego, sino con ira antigua. —Tan llorón como siempre, hermanito. Y al mirar hacia su lado, el Fénix negro —su subordinado— se retorcía en el suelo, con las placas del peto abiertas y su rostro cubierto de sangre y polvo. Apenas podía respirar. Ikki lo contempló con fría superioridad. —Al menos tus cadenas tienen más coraje que tú. Entonces, desde lo alto de las gradas, una figura descendió de las luminarias como un relámpago. Era el Santo del Lobo, su armadura de tonos grises y acero refulgiendo con el reflejo del fuego. Cayó de pie con una patada dirigida, obligando a Ikki a retroceder varios escalones. No esperó confirmación: bajó velozmente tras él, seguido de cerca por Nachi, quien arrastraba una respiración encendida. —Me pregunto si tú eres otro lavaperros de Saori Kido… —gruñó Ikki, con voz ronca y profunda, mientras giraba lentamente su rostro hacia Nachi— ¿O tal vez un sabueso más del Santuario, como ese gato mimado o el pajarito del norte? Las palabras eran veneno, pero sus ojos ardían con una rabia aún más corrosiva. El Santo de Columba y el del Cisne quedaron aludidos por la mordaz comparación, y aunque Hyōga apretó los dientes, se mantuvo en silencio, observando cada movimiento con fría atención. Ikki no hablaba en metáforas: él sabía exactamente a quién acusaba. Nachi, sin inmutarse, se limitó a dar un paso al frente. Sus botas resonaron sobre el mármol del hexágono de combate. Su mirada era directa, sin titubeos ni arrogancia, sólo el brillo inconfundible de alguien que conoce su deber. —Según las reglas del torneo —dijo con voz grave y firme— este es mi combate. No me importa tu odio ni tus cicatrices. Si estás aquí, el destino ya ha hablado. Las palabras de Nachi no eran provocación, eran una sentencia. Pero el ambiente se volvió aún más tenso cuando Saori, desde lo alto de la plataforma central, se levantó con la gravedad de una diosa. —Se da por concluido el combate entre Andrómeda y Unicornio —declaró, su voz amplificada por la energía de su Cosmo—. La victoria es para Shun de Andrómeda. Y ahora, que se celebre el combate de octavos de final pospuesto: Fénix contra Lobo. Las pantallas del NeoColiseo se iluminaron con nuevos nombres. El público, confundido al principio, prorrumpió en vítores y murmullos. Algunos lo creían un giro teatral; otros, un despliegue inédito de poderes. Pero entre los santos, entre los que sabían lo que realmente ardía en el corazón de Ikki, nadie se engañaba. Ikki bramó con furia. Su Cosmo se agitó como un incendio fuera de control, y sus palabras fueron un trueno que rompió el cielo del estadio: —¡No he venido a participar en su jueguito! ¡No soy parte de su farsa, ni de su paz envenenada! ¡No me someteré a sus reglas podridas ni a su reina de porcelana! El aire tembló. Algunos asistentes retrocedieron instintivamente. El fuego del Fénix no era sólo calor; era el odio encarnado, la furia de quien ha visto el infierno y decidió traerlo consigo. Pero Nachi no retrocedió. El Lobo dio un paso más, y sus ojos centellearon con una luz distinta, salvaje y limpia a la vez. Si el Fénix era fuego y destrucción, el Lobo era instinto y deber. —Entonces arde, Fénix —dijo, bajando la cabeza en señal de desafío—. Pero que sepas que no te temo. No a ti… ni a tu resentimiento. Y así, los dos guerreros quedaron frente a frente en el corazón del hexágono, mientras el destino del torneo —y del mundo que los observaba sin entender del todo— comenzaba a girar sobre un eje cubierto de llamas.