Saint Seiya Seiya de Leo

Tema en 'Fanfics de Anime y Manga' iniciado por joseleg, 23 Mayo 2025.

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    joseleg

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    Seiya de Leo
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    37
     
    Palabras:
    2142
    18
    Kaito jadeaba, la costilla rota pulsando con cada respiración, su Manto de Columba luchando por mantener su integridad. El aire del coliseo, cargado de emoción y expectación, era espeso y pesado en sus pulmones. Frente a él, Shiryu permanecía como una figura tallada en jade, su rostro imperturbable.

    —"Ríndete", la voz de Shiryu resonó, grave y contundente, sin rastro de la anterior pesadez de la ilusión. —"El combate ya se ha decidido, Santo de Columba. No tiene sentido prolongar tu sufrimiento."

    Kaito levantó la vista, sus ojos ámbar brillando con una terquedad férrea, una obstinación nacida de su fe inquebrantable en la justicia del Santuario.

    —"¡No me rendiré!", respondió Kaito, su voz apenas un susurro, pero llena de convicción. —"Yo peleo por Atenea, por la verdadera justicia. ¡No por la gloria de esta farsa, ni por una Armadura de Oro!"

    Shiryu levantó una ceja, una expresión sutil de sorpresa cruzando su rostro. —"¿Por Atenea? ¿Tu maestro no te lo dijo?" La pregunta de Shiryu flotó en el aire, cargada con un significado que Kaito no pudo descifrar.

    —"Mi maestro...", Kaito tosió, un hilo de sangre brotando de su boca. —"Mi maestro traicionó al Santuario. Intentó alzarse contra el Patriarca hace dos años. Fue eliminado, y yo terminé mi entrenamiento en el Santuario, bajo la tutela directa de los Caballeros de Plata. Fue allí donde me enseñaron la verdad sobre el Patriarca y la protección de la humanidad." La voz de Kaito se tornó más fuerte, imbuida de la lealtad que había forjado en la cuna misma de los Santos.

    Shiryu lo miró con una seriedad que no delataba emociones, pero una comprensión sombría se asentó en sus ojos. Un conocimiento que Kaito aún no poseía.

    —"Ya veo...", dijo Shiryu, y una sonrisa sutil, casi imperceptible, se dibujó en sus labios, una sonrisa que parecía contener tanto compasión como amargura. —"Pronto sabrás la verdad. De momento, es mejor que descanses en la camilla de un hospital."

    Sin más preámbulos, el Cosmo de Shiryu se expandió, esta vez de manera evidente, con la potencia de un trueno. Fue un destello de energía verde, un rugido contenido del Dragón. En un instante, Shiryu ejecutó tres ataques a una velocidad vertiginosa, golpes precisos e imparables. Kaito, ya debilitado y sorprendido por la repentina y arrolladora demostración de poder, apenas pudo reaccionar. El primer impacto lo levantó del suelo, el segundo lo impulsó hacia el borde del hexágono, y el tercero lo sacó completamente de la arena. Su hombrera derecha del Manto de Columba se rasgó con un sonido metálico y quejumbroso, la Armadura cediendo ante la fuerza abrumadora.

    Kaito voló casi diez metros por el aire, una figura desvalida envuelta en bronce roto y una estela de sangre. Terminó en el suelo, estrellándose con un ruido sordo justo al borde de las gradas, el impacto silenciando momentáneamente a los que estaban cerca.

    La gente, que segundos antes había estado en un silencio tenso, vociferaba ahora con euforia, la emoción de la victoria y la brutalidad del combate consumiéndolos. El servicio médico, ya alertado y esperando a un lado, se apresuró hacia Kaito, sus camillas y equipos brillando bajo las luces del coliseo.

    Kaito yacía en el suelo, el dolor era una marea que lo ahogaba, y la conciencia se le escapaba a jirones. La gente vociferaba, sus gritos un estruendo distante. Pero lo que más lo impresionó en esos últimos instantes de lucidez fue la imagen de su propio Manto. Donde la hombrera derecha había sido rasgada por el ataque de Shiryu, no había una hendidura o una abolladura metálica, sino una grieta profunda que se extendía como una telaraña. Las piezas de su armadura, aunque de un brillante bronce, se quebraban de una forma más semejante al cristal que al metal. Se astillaban y se rompían con una fragilidad inquietante, revelando una naturaleza más delicada de lo que aparentaban.

    Su maestro le había hablado de esto también: la verdadera composición de algunas Armaduras no era puramente metálica, sino una fusión mística que les otorgaba propiedades únicas, a veces más cercanas a la cerámica o el cristal reforzado con Cosmo. Por eso, su Manto de Columba no se deformaba, sino que se fragmentaba.

    Mientras los paramédicos se acercaban con prisa, la presencia del Cosmo de Shiryu en la arena, aunque aún potente, comenzó a disminuir su hostilidad. La sed de sangre que había llenado el aire se disipaba lentamente. El Manto de Columba, destrozado y dolorido, sintió ese cambio. A pesar de sus propias heridas, las piezas rotas, las grietas que lo recorrían, la Armadura tenía una voluntad propia. Si detectaban peligro, las piezas se aferraban a su usuario, fusionándose con su piel si era necesario. Pero al percibir la disminución de la hostilidad del Cosmo enemigo y detectar los espíritus dispuestos a socorrer a su Santo (los paramédicos, con su energía de ayuda), la Armadura actuó.

    Con un suave chasquido, las piezas del Manto de Columba se desprendieron del cuerpo inerte de Kaito. Flotaron por un instante en el aire, girando sobre sí mismas. Con una gracia etérea, comenzaron a ensamblarse de nuevo, aunque visiblemente rotas y agrietadas. Piezas se unieron a piezas, formando el objeto del Manto: la figura estilizada de una paloma, con una de sus alas claramente resquebrajada.

    Fue lo último que Kaito vio antes de caer en la inconsciencia. La forma del Manto de Columba re-ensamblándose, un poco rota, pero íntegra en su esencia. Y luego, el destello final: la paloma de bronce, con su ala herida, se elevó por los aires, una luz brillante la envolvió, y en un parpadeo, se encerró en su Cofre de Pandora en el lugar más importante y seguro del neo-coliseo, justo debajo del palco VIP de Saori Kido, como si el propio Manto supiera dónde debía estar su lugar de resguardo.

    Cuando Kaito despertó, la penumbra de la habitación lo recibió. El dolor en su costado seguía ahí, un latido sordo, pero la presión de su Manto había mitigado lo peor. Abrió los ojos lentamente, y la primera imagen que sus pupilas captaron fue la de Saori Kido. Ella estaba a su lado, sentada en una silla de alta tecnología que se fusionaba con el sofisticado equipo médico que llenaba la habitación. Las paredes eran de un blanco pulcro, y monitores futuristas parpadeaban con sus signos vitales. Era una de las habitaciones de enfermería de élite del neocoliseo, equipada con lo último en tecnología médica, muy lejos de la humildad del orfanato.

    Saori estaba dormida, su cabeza ladeada, apoyada en el respaldo de la silla. La luz tenue de los monitores revelaba el delineado de maquillaje en sus mejillas, borrado por las lágrimas secas. Por primera vez, Kaito la vio sin la pompa de su trono, sin la distancia del cristal blindado. La vio como una simple muchacha. Y lo más sorprendente fue que, en ese momento, no sintió esa sensación opresiva emerger de ella. Ahora, solo parecía una muchacha dulce e inocente, de la cual emanaba un Cosmo diferente al que había percibido en la arena: un Cosmo dulce y cálido, como el de una brisa suave. Era casi como el de un niño, lleno de una pureza genuina.

    La puerta de la habitación se deslizó con un siseo casi inaudible. Tatsumi ingresó, su rostro inexpresivo como siempre, pero con una rareza en su porte. Portaba el cetro de oro con el que Saori a menudo se presentaba, pero no se atrevía a tocarlo directamente. Lo traía envuelto cuidadosamente en un manto de seda negra, como si temiera la propia energía del objeto.

    —"Señorita", la voz seca de Tatsumi rompió el silencio. —"Ya es hora. El siguiente combate está a punto de comenzar."

    El sonido de la voz de Tatsumi pareció despertar a Saori. Sus ojos violetas se abrieron, un poco confusos al principio. Parpadeó, como si regresara de un sueño profundo, y sus ojos se posaron en el cetro que Tatsumi sostenía con tanta reverencia.

    —"Tatsumi...", murmuró Saori, su voz aún adormilada.

    Tatsumi se apresuró a entregarle el cetro. En el instante en que Saori empuñó el objeto de oro, una transformación asombrosa se produjo. Su Cosmo dulce y cálido se desvaneció, reemplazado por la misma aura opresiva, fría y controladora que Kaito había temido en el coliseo. Sus ojos se endurecieron, su mandíbula se tensó, y la expresión de la muchacha dulce e inocente se desvaneció por completo, dejando al descubierto a la mujer regia y dominante que ordenaba el torneo. Incluso en sus palabras, la autoridad era inconfundible.

    —"Aseguren el bienestar y la comodidad de todos los participantes y sus acompañantes. Que no falte nada para los próximos combates", emitió de sus hermosos labios, pero la autoridad en su tono no admitía apelaciones. Era una orden, no una sugerencia.

    Kaito la observó, con la boca ligeramente abierta, el dolor en su costilla eclipsado por la perplejidad. Una dualidad tan marcada, dos Cosmos tan distintos en la misma persona. La joven vulnerable que había dormido a su lado, y la figura imponente que acababa de despertar. La pregunta resonó en su mente con una fuerza abrumadora: "¿Quién era realmente Saori Kido?" La verdad que Shiryu le había prometido pronto sabría, comenzaba a desvelarse, y era mucho más compleja y misteriosa de lo que jamás hubiera imaginado.

    Hyoga miraba el puño de su mano derecha, enfundado en el guante pulcro y níveo de su Manto del Cisne. El bronce plateado reflejaba la luz fría del pasillo del coliseo, un eco de las vastas y heladas tierras de Siberia donde había forjado su voluntad. Su corazón era una gélida fortaleza, cada latido una ráfaga de aire congelado, inquebrantable, enfocado. Estaba allí por una misión, una orden directa del Patriarca. Una orden que no admitía dudas, ni desviaciones, ni remordimientos.

    Sus pensamientos volaron a ese día, no hacía mucho tiempo, en la cima del Santuario. Recordaba el aire puro y helado, la inmensidad del cielo celeste que se extendía sobre el templo. Un lugar donde generaciones de Santos se habían reunido para planificar la protección del mundo, donde la sabiduría se había transmitido de maestro a discípulo por eras inmemoriales.

    El Patriarca. La figura imponente se alzaba en el salón del trono, bañado por la luz que se filtraba a través de las altas ventanas. Tan regio, tan sereno, su presencia llenaba el vasto espacio con una autoridad indiscutible. Estaba imbuido en un manto de púrpura profundo, adornado con estolas doradas que caían como cascadas. Bajo estas vestiduras, una coraza ceremonial de oro brillaba tenue, y un casco con la figura estilizada de un dragón alado, sentado en la cima, coronaba su cabeza. Era el símbolo entregado por Atenea a su sacerdote, para recordarle que debía ser sabio y astuto, sutil, incluso despiadado, pero siempre con el objetivo supremo de proteger a la humanidad.

    La voz del Patriarca era ecuánime, un murmullo grave que, sin embargo, se grababa a fuego en el alma de quien lo escuchaba.

    —"Hyoga de Cisne", había dicho el Patriarca, sus ojos ocultos en la sombra del casco, pero su voz resonando con una convicción que no dejaba lugar a preguntas. —"Una sombra se cierne sobre la Tierra, un poder corrupto que amenaza con desestabilizar la balanza que los Santos hemos jurado proteger. La líder de la Fundación Graad, Saori Kido, se ha convertido en un instrumento de esta oscuridad. Ella es la verdadera marionetista detrás de los conflictos globales. Vende armas, controla la guerra en numerosas naciones, extendiendo la miseria y el caos por puro lucro. Es una afrenta a los ideales de Atenea, un cáncer que debe ser extirpado de raíz."

    Hyoga había escuchado cada palabra, absorbiéndola, permitiendo que la verdad, según el Patriarca, se cimentara en su ser.

    —"Tu misión", continuó la voz del Patriarca, implacable y definitiva, —"es viajar a ese coliseo, infiltrarte en sus filas y, cuando la oportunidad se presente, asesinar a Saori Kido. Al eliminarla, no sentirás remordimiento alguno, Santo de Cisne. Estarás erradicando la raíz de una vasta oscuridad, restaurando la paz y la justicia que ella ha pervertido. Es el sacrificio necesario para el bien supremo de la humanidad."

    Y así, con la convicción helada de su misión grabada a fuego en su alma, Hyoga llevaba su Manto del Cisne incluso en el pasillo, un presagio helado para la mujer que creía su objetivo, debía caer.
     
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    Mientras avanzaba por los pulcros corredores del neocoliseo, el zumbido de la multitud y el parpadeo de las pantallas de información se desdibujaban en un eco sordo, incapaces de penetrar la burbuja de concentración helada que Hyoga mantenía a su alrededor. Dobló una esquina, su Cosmo concentrado en un punto de puro ataque, su mente preparada para el asalto final, y entonces, la vio.

    Se encontró con ella. E incluso ahora, para un hombre tan enfocado, tan disciplinado y habituado a la austeridad y la cruda belleza de los hielos siberianos, como Hyoga, ver a Saori Kido fue una visión que lo descolocó por completo. No era solo una "delicia visual", era una epifanía de la belleza que congeló el aire a su alrededor, una paradoja viviente que desafiaba su férrea determinación.

    Su figura era esbelta hasta la perfección, una silueta etérea que se movía con una ligereza casi sobrenatural. Iba envuelta en sedas que fluían como agua líquida con cada paso, de un tono suave, de un lila pálido que acentuaba la inmaculada blancura de su piel. Cada movimiento era una danza imperceptible de gracia y poder contenido, una melodía silenciosa que cautivaba la mirada. Joyas exquisitas, engastadas con gemas que parecían capturar la luz artificial del coliseo y devolverla con un brillo propio, casi consciente, adornaban su cuello, sus muñecas y sus manos, destellando con una opulencia discreta pero innegable.

    Sus cabellos, una cascada que caía abundante hasta sus caderas, eran de un castaño oscuro profundo, casi ébano. Pero bajo la luz intensa de los focos del estadio, y con cada giro de su cabeza, se revelaban mechones purpúreos que se hacían más y más evidentes, como si su propia energía vital, su Cosmo latente, estuviera infundiendo un color antinatural, casi divino, en cada hebra. Aquellos tonos violetas y burdeos danzaban con el movimiento, dándole un aura etérea, mística, que desafiaba la lógica.

    El porte de Saori era regio, indiscutiblemente, una cualidad que no podía ser ensayada ni aprendida. Era innata. Cada gesto, cada mínima inclinación de su cabeza, cada vez que sus labios, apenas teñidos de un rosa pálido, se movían para dar una instrucción, exudaba un liderazgo abrumador que llenaba el espacio, sometiendo incluso el aire a su voluntad silenciosa. Estaba rodeada de sirvientes, figuras vestidas de forma impecable que, a su lado, parecían diminutas, casi enanos, moviéndose con una deferencia que no era solo respeto, sino una reverencia casi ritual, como si sirvieran a una deidad. Sus ojos violetas, de una profundidad que pocos mortales poseían o podían soportar, observaban el camino con una serenidad perturbadora, como la superficie de un lago helado que ocultaba abismos insondables de conocimiento y poder. Y de ella emanaba una voz melodiosa, suave como la seda, pero que resonaba con una autoridad fría y absoluta, capaz de doblegar voluntades sin alzar el tono. Era la encarnación misma de la nobleza y el poder, una belleza que por un instante, hizo que el gélido corazón de Hyoga dudara de su misión, sembrando la primera semilla de incertidumbre en su alma.

    Los segundos se estiraron, volviéndose lentos, densos, y Hyoga sintió que el tiempo se congelaba a su alrededor. No era una simple percepción; era como si el aire mismo se volviera pesado, las moléculas ralentizándose en una prisión de hielo invisible, tal como el Maestro Camus podía hacerlo. Recordó la primera lección bajo el sol ártico, aquel día imborrable en el que la ciencia del frío se desveló ante sus ojos infantiles.
    Camus, un hombre que rondaba los treinta y tantos años, con una presencia distante y gélida pero un conocimiento vasto, les había explicado los principios del congelamiento usando el Cosmo.

    —"Niños", había dicho Camus, su voz profunda y resonante en el aire gélido de la tundra, mientras un copo de nieve perfecto se formaba en la palma de su mano, desafiando la lógica de la gravedad y la temperatura. —"No se trata solo de bajar la temperatura. Se trata de entender la estructura molecular. El Cosmo es energía, y como tal, puede manipular la materia a nivel fundamental. La termodinámica, la termofísica, los principios de los materiales al frío... todo es una extensión de la misma ley universal que gobierna la energía. Cuando elevan su Cosmo al sexto sentido, a la base misma de la intuición para percibirlo y manipularlo, no solo rompen átomos; los detienen, los cristalizan. Es una ciencia. Es el arte de la congelación."

    El Maestro Camus era único en ese aspecto. No solo era un Santo de Oro, el guardián de Acuario, sino que también mantenía una segunda identidad, un secreto bien guardado: un doctor en física en una prestigiosa universidad, dedicado al estudio de la criogenia y la física de bajas temperaturas. Para él, el Cosmo no era solo un poder místico; era una extensión de las leyes de la física, una herramienta para manipular la energía y la materia.

    Y luego, para que Hyoga e Isaak, ambos de unos once o doce años, comprendieran la abstracción de sus palabras, entraba en escena Cristal. Cristal, el discípulo avanzado de Camus, un joven que rondaba los veinte y tantos años, con una destreza admirable, era la manifestación práctica de la teoría. Con una facilidad pasmosa, Cristal demostraba cada una de las complejas explicaciones de Camus. Con una precisión asombrosa, podía congelar el agua en formas geométricas perfectas o cristalizar el vapor en un instante, haciendo que el aire pareciera estallar en minúsculas agujas de hielo que se disolvían sin dejar rastro. Era la encarnación viva de la ciencia del frío que Camus enseñaba, un hermano mayor que dominaba el Cosmo del hielo con una maestría que para los dos aprendices aún parecía inalcanzable.

    Y ahora, frente a Saori Kido, Hyoga sentía una manifestación de Cosmo que trascendía todo lo que Camus le había enseñado, o lo que Cristal había podido ejecutar. Era una energía que no congelaba el tiempo, sino que lo doblegaba, inmovilizándolo a él, al Cisne entrenado en el dominio del Frío del Norte.

    Su mano, que debía haberse alzado para ejecutar el Polvo de Diamantes, permaneció inmóvil. El aire a su alrededor se volvió denso, no por el frío, sino por la pura densidad del Cosmo que emanaba de Saori. En el momento decisivo, en lugar de alzar su puño y liberar la técnica mortal, Hyoga simplemente se arrodilló. Una fuerza invisible, un Cosmo tan vasto y antiguo que escapaba a su comprensión, lo había sometido sin un solo movimiento, sin una sola palabra de amenaza. Fue un control absoluto, una demostración de poder que no necesitaba violencia.

    Saori le saludó cálidamente, una sonrisa serena en sus labios. Su voz, melodiosa pero cargada de una autoridad innegable, llenó el pasillo, penetrando la mente de Hyoga con una claridad pasmosa.

    —"Perdóname por haber sido tan cruel con ustedes cuando eran jóvenes", dijo Saori, sus ojos violetas fijos en los suyos, un destello de una comprensión profunda que heló a Hyoga más que cualquier frío. —"Y perdónenme por lo que les estoy poniendo a hacer ahora, por los combates y las dudas que les genero. Pero sé que las intenciones de mi abuelo, el Señor Kido, eran buenas, y mi propio camino está guiado por una verdad superior. Si tienes algo que pedir, podrás hacerlo después de este combate, Santo del Cisne."

    Hyoga asintió, la cabeza gacha, incapaz de articular palabra. Estaba sudando, las gotas frías resbalaban por su frente, y sus manos temblaban incontrolablemente dentro de los guantes de su Manto. Era una sensación que no había experimentado desde sus días de entrenamiento bajo el hielo, cuando él e Isaak veían a Cristal ejecutar las proezas que Camus les explicaba. Tan superior, tan enfocado... pero la presencia de Saori, su Cosmo latente, la autoridad inquebrantable de sus palabras, todo lo había aplastado sin violencia, solo con el peso de una verdad que apenas comenzaba a vislumbrar.

    Cuando se sintió libre de poder moverse, cuando la presión invisible se disipó tan abruptamente como había aparecido, Saori y su comitiva ya se encontraban en el ascensor, rumbo a la sala VIP. La puerta se deslizó con un siseo casi inaudible, cerrándose tras ella y dejando a Hyoga solo en el pasillo, su misión desmoronándose ante una realidad que ni Camus ni el Patriarca le habían preparado. La fría convicción que había sido su fortaleza, ahora era una prisión de hielo que comenzaba a resquebrajarse.

    Cuando se sintió libre de poder moverse, cuando la presión invisible se disipó, Saori y su comitiva ya se encontraban en el ascensor, rumbo a la sala VIP, dejando a Hyoga solo en el pasillo, su misión desmoronándose ante una verdad que apenas comenzaba a vislumbrar.

    La orden del Patriarca había sido clara: asesinarla. Pero el Cosmo de Saori, su voz, su extraña calidez mezclada con aquella innegable autoridad... todo había desarmado a Hyoga de una manera que ningún golpe físico habría logrado. ¿Cómo podía la encarnación de la maldad ser tan... así? La dicotomía entre la imagen que el Patriarca le había pintado y la mujer que acababa de ver era abrumadora. ¿Era posible que el sabio Patriarca se equivocara? La idea era una herejía, pero la experiencia sensorial lo había golpeado con la fuerza de un iceberg.

    La duda se instaló en el corazón de Hyoga, una grieta profunda en su gélida fortaleza. Atacarla allí, en ese momento, en la opulencia de la sala VIP, habría sido lo más lógico si la misión aún se mantuviera. La oportunidad perfecta, inesperada. Pero no pudo. No quiso admitir la razón real: que la verdad de la situación era mucho más compleja de lo que le habían dicho, que la presencia de Saori lo había conmovido de una forma inexplicable. Inconscientemente, su mente disciplinada se inventó una excusa plausible, un subterfugio para su propia conciencia: debía investigarla más a fondo. Observarla de cerca, desde el corazón de este torneo que ella orquestaba. Solo así podría discernir la verdad de la mentira.

    Por lo tanto, decidió entrar a la arena.

    El llamado a su nombre resonó por los altavoces, y Hyoga avanzó por el pasillo hacia la luz cegadora del hexágono de combate. En el momento en que su figura emergió al centro del coliseo, la multitud, que ya estaba enardecida por los combates previos, se volvió loca. Su sola presencia desató un rugido ensordecedor. El brillo de su Manto del Cisne era imponente, pero fue la imagen que apareció en las gigantescas pantallas de televisión que rodeaban el estadio lo que selló su destino como favorito.

    Su rostro. Alto, con el cabello rubio que brillaba como hielo bajo los focos, y unos ojos azules que reflejaban la inmensidad de los cielos árticos. Sus facciones, una mezcla singular de rasgos eslavos y orientales, le daban un atractivo exótico y poderoso. Al instante, Hyoga se convirtió en un favorito de la audiencia, un ídolo instantáneo para la masa que ignoraba el torbellino de dudas y la misión secreta que el Santo del Cisne llevaba en su interior. Los gritos de "¡Cisne! ¡Cisne!" llenaron el aire, una aclamación que resonaba con la misma fuerza que el dilema que ahora lo consumía.

    Fue una histeria colectiva. Las mujeres y señoritas en las gradas, desde las adolescentes hasta las damas de alta sociedad, se volvieron literalmente locas. Los gritos de "¡Cisne! ¡Cisne!" se convirtieron en un coro ensordecedor de exclamaciones femeninas, de suspiros ahogados y risas nerviosas. Algunas, abrumadas por la emoción de verlo en persona, aunque fuera de lejos, llevaron las manos a sus bocas, con los ojos vidriosos. Otras, presas de un éxtasis incontrolable, se desmayaban en sus asientos, sus acompañantes intentando reanimarlas mientras el personal de seguridad se abría paso.

    El aire se llenó con el aroma de perfumes caros y la energía de una admiración desbordada. Unas pocas, las más audaces, rompieron las barreras de seguridad y corrieron hacia la arena, solo para ser interceptadas por los guardias, su único deseo era estar más cerca, tocarlo, aunque fuera un roce imposible.

    Hyoga, ajeno a esta explosión de idolatría, avanzó hacia el centro del hexágono. Su mente, aún lidiando con la revelación de Saori, apenas registraba el clamor. Aún así, por un hábito adquirido o quizás por un tenue eco de la etiqueta que se esperaba de los participantes en este circo mediático, realizó un breve y elegante saludo con la cabeza, una inclinación casi imperceptible. Aquel simple gesto fue suficiente para desatar una nueva ola de histeria, como si hubiera respondido a cada una de ellas personalmente. Los flashes de las cámaras estallaron en una lluvia de luz, capturando el momento que lo elevaba de Santo a ídolo popular, un fenómeno que él, en su austero entrenamiento en Siberia, jamás habría podido concebir. Se había convertido en un favorito de inmediato, un fenómeno que resonaba con la misma fuerza que el dilema que ahora lo consumía.
     
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    Mientras el eco de la ovación a Hyoga aún resonaba en los rincones del coliseo, una música estridente comenzó a sonar, marcando la entrada del siguiente contendiente. Desde el pasillo opuesto emergió, corriendo con una energía desbordada, el Santo de la Hydra. Su Manto, recién ensamblado en su cuerpo, brillaba con una intensidad casi cegadora bajo los focos. Las múltiples cabezas de la serpiente mítica se alzaban amenazantes desde sus hombreras, su peto y sus protectores de brazos, cada una adornada con detalles intrincados que buscaban evocar ferocidad y poderío.

    Sin embargo, a diferencia de la figura esbelta y la belleza casi etérea de Hyoga, el Santo de la Hydra no encajaba en los cánones de los héroes populares. Era delgado hasta la demacración, sus extremidades largas y desgarbadas se movían con una torpeza que contrastaba con la fluidez de un cisne. Sus ojos, pequeños y hundidos bajo un ceño perpetuamente fruncido, parecían escudriñar el entorno con desconfianza. Su cabellera, teñida de un color chillón y peinada en una cresta mohicana desordenada, rompía con cualquier expectativa de gallardía.

    Su aspecto, en definitiva, era... feo. Sus rasgos angulosos y su complexión cetrina no concordaban con los gustos y estereotipos de la multitud que acababa de suspirar por la belleza helada de Hyoga. La pompa de su entrada, la ostentación de su Manto, chocaban frontalmente con su apariencia física.

    La reacción del público fue casi inmediata y diametralmente opuesta a la acogida de Hyoga. Un murmullo recorrió las gradas, teñido de sorpresa, confusión y en algunos casos, abierta decepción. Los gritos de ánimo fueron escasos y dispersos, rápidamente ahogados por un silencio incómodo. Las cámaras de televisión, que minutos antes habían venerado el rostro de Hyoga, ahora lo enfocaban brevemente con una indiferencia casi palpable, para luego volver a barrer el estadio en busca de rostros más atractivos entre la audiencia o enfocarse en la figura estoica de Hyoga, creando un contraste aún más marcado entre ambos contendientes. El Santo de la Hydra, con su entrada ruidosa y su apariencia desfavorecida, se convirtió rápidamente en la antítesis del ídolo, un recordatorio de que la belleza, o su ausencia, podía influir incluso en el juicio de un torneo de guerreros.

    La voz del presentador, una explosión de energía calibrada para emocionar a la masa, tronó de nuevo por los altavoces, llevando la descripción del espectáculo a un nuevo nivel. Su dicción era impecable, cada palabra resonando con el peso de la importancia y la reverencia por los guerreros que se estaban a punto de enfrentar.

    —"¡Y ahora, mis queridos espectadores, permítanme presentarles al próximo contendiente, una fuerza de la naturaleza, un gladiador que encarna la tenacidad y la ferocidad! ¡Desde las profundidades de la vasta Siberia, donde el implacable frío forja a los más valientes!"

    Las cámaras enfocaron momentáneamente un primer plano de Hyoga en el hexágono, capturando su inmaculado Manto del Cisne, que parecía brillar con una luz propia, casi gélida. La imagen pasó a mostrar la vasta extensión helada de Siberia, con sus ventiscas y paisajes blancos, evocando la dureza de su entrenamiento.

    —"¡Este es el Santo de Bronce de la Constelación del Cisne!", exclamó el presentador, su voz alcanzando un clímax. —"¡El caballero que domina el Frío del Norte, capaz de detener las moléculas mismas con la fuerza de su Cosmo! ¡Denle la bienvenida, con una ovación que sacuda los cimientos de este coliseo... al incomparable... ¡HYOGA!"

    El rugido de la multitud se intensificó hasta límites insoportables, ahogando casi la voz del presentador. La histeria colectiva de las mujeres y señoritas era un fenómeno aparte, con gritos agudos y un clamor ensordecedor que se distinguía claramente entre la algarabía general.

    Y sin una pausa, el anunciador, con un tono que buscaba ser igual de magnánimo pero que no podía evitar el contraste, giró su atención hacia la esquina opuesta de la arena.

    —"¡Y ahora, de la otra esquina, su formidable oponente! ¡Un guerrero cuya determinación es tan inquebrantable como las escamas de la bestia que representa! ¡Desde las misteriosas profundidades de la Ciénaga de Lerna, donde las leyendas forjan a los valientes! ¡El Santo de Bronce de la Constelación de la Hydra!"

    La cámara hizo un barrido rápido hacia la figura de Ichi de Hydra. A diferencia de la presentación casi reverencial de Hyoga, la descripción fue más breve, más funcional. Su Manto de Hydra, con sus múltiples cabezas serpenteantes, aunque imponente, carecía de la elegancia visual del Cisne. Sus ojos hundidos y su cabellera mohicana, tan en desacuerdo con los estereotipos heroicos, no eran los de un ídolo de masas.

    Pero el cántico de la multitud no cesó. No hubo un grito de bienvenida para Ichi, ni un murmullo de emoción. La masa, incitada por el magnetismo de Hyoga y su imagen televisiva, se mantenía en un fervor monotemático. A medida que el presentador terminaba su introducción para Ichi, el rugido unificado del público se volvía más y más fuerte, un eco constante y rítmico que lo eclipsaba todo:

    —"¡Cisne! ¡Cisne! ¡Cisne!"

    Era una declaración. No importaba quién fuera su oponente. El coliseo tenía a su favorito, y su nombre era Hyoga.

    Mientras el rugido de "¡Cisne! ¡Cisne! ¡Cisne!" vibraba a través del cristal blindado de la sala VIP, transformándose en un sordo zumbido que apenas perturbaba la atmósfera de opulencia, Saori Kido permanecía sentada en su trono futurista. Su semblante, aunque inmaculado, sostenía la fría autoridad que Kaito había percibido. Su mirada, fija en la arena, no delataba la menor distracción ante el fervor del público.

    Detrás de ella, casi una sombra en el vasto espacio, se encontraba el Dr. Hiroshi Asamori. Un hombre de mediana edad, con gafas finas y una bata de laboratorio impoluta bajo un traje discreto, su presencia contrastaba con el lujo que lo rodeaba. Se inclinó ligeramente, su voz baja y profesional, apenas audible por encima del tenue clamor del coliseo.

    —"Señorita Kido", susurró el Dr. Asamori, la urgencia apenas contenida en su tono. —"Hemos logrado la síntesis. La primera fase ha sido un éxito. El... el Gamanium ha sido sintetizado."

    La palabra "Gamanium" pareció flotar en el aire, cargada de un significado oculto. La figura regia de Saori no se inmutó al principio, su pose de control absoluto permaneció.

    —"Sin embargo, debo informarle que las cantidades son aún muy bajas", continuó el doctor, con una nota de pesar en su voz. —"Y su estabilidad no es tan prolongada como esperábamos. Requiere más... refinamiento. Pero es un avance sin precedentes."

    Fue entonces cuando la máscara de imperturbabilidad de Saori se resquebrajó. Aquella proeza, la mera mención de la síntesis del Gamanium, hizo que incluso la personalidad regia, aquella que parecía saberlo todo y controlarlo todo, abriera los ojos como platos. Sus ojos violetas, que usualmente ocultaban cualquier emoción, se dilataron en un destello de genuina sorpresa y, quizás, una pizca de asombro. Se levantó de su trono abruptamente, empuñando el cetro de oro con una fuerza inesperada, su agarre blanco en los nudillos.

    La súbita acción de Saori alertó a sus guardias personales, quienes se tensaron de inmediato, listos para cualquier amenaza. Pero ella, con un gesto imperioso de la mano y una voz que, aunque baja, llevaba una autoridad que no admitía apelaciones, los instruyó.

    —"Salgan", ordenó Saori, sus ojos un par de esferas de intensa determinación. —"Todos. Ahora."

    Los guardias, aunque visiblemente perplejos por la inusual directriz, obedecieron sin objeción, retirándose en silencio y cerrando la puerta tras de sí. Solo Tatsumi permaneció allí, inmóvil a su lado, su lealtad inquebrantable y su rostro una piedra. El Dr. Asamori también se quedó, observando a Saori con una mezcla de fascinación y cautela.

    Justo en ese momento, detrás de ellos, amortiguado pero inconfundible, la voz grandilocuente del presentador retumbó por los altavoces del coliseo, dando la marca del inicio del siguiente combate. El rugido de la multitud se elevó de nuevo. Pero la atención de Saori, y la de Tatsumi y el Dr. Asamori, estaba completamente absorta en las implicaciones de lo que acababa de ser revelado. La sintetización del Gamanium.

    El coliseo bramaba, un torbellino de voces enardecidas que se elevaban hacia la cúpula translúcida. Las pantallas gigantes aún mostraban el fervor por Hyoga, pero el audio de la arena se filtraba incluso a través del cristal blindado de la sala VIP, ahora más nítido con la partida de los guardias.

    Dentro, Saori Kido sostenía el cetro, su figura erguida y su Cosmo envolviéndola en un aura de fría autoridad. Sus ojos, aunque aún reflejaban la sorpresa momentánea por la noticia, se fijaron en el Dr. Hiroshi Asamori, y su voz, regia y profunda, comenzó a narrar una verdad que trascendía el simple metal y la ciencia.

    —"El Gamanium...", empezó Saori, su voz melodiosa pero con un eco de eras olvidadas, como si no hablara solo para el doctor, sino para el propio aire que la rodeaba. —"No es un elemento que se encuentre en la naturaleza, Dr. Asamori. Es una substancia que existió solo en los mitos, forjada por las manos de los dioses antiguos con la propia esencia de las estrellas moribundas. Fue creado con un único propósito: ser el contrapeso definitivo a la oscuridad."

    Mientras hablaba, desde la arena, el grito de la multitud se elevó en un crescendo de horror y fascinación. Los ataques de Ichi de Hydra se intensificaban. Un destello verde y escamoso de sus garras se vio en la pantalla. Un instante después, el Santo del Cisne, Hyoga, fue clavado. Las garras afiladas de la Hydra parecían atravesar la defensa de su Manto de Bronce, una visión aterradora.

    Saori prosiguió, su voz imperturbable, como si los gritos de la muerte en el exterior fueran parte de la misma partitura de su relato. —"Solo una cantidad extremadamente escasa de este material pudo ser sintetizada en la era de los mitos, apenas suficiente para la creación de 108 Mantos Sagrados. Armaduras forjadas para rivalizar, pieza a pieza, con los 108 Espectros del Señor de las Tinieblas, Hades. Fueron la esperanza de la humanidad en la primera Guerra Santa, la balanza que inclinó la victoria a nuestro favor."

    Un gemido ahogado escapó de la multitud. La sangre. El Santo del Cisne estaba sangrando profusamente, las garras de la Hydra no solo lo habían inmovilizado, sino que lo estaban desgarrando. El brillo níveo de su Manto se manchaba de carmesí. La gente gritaba fuera de sí, algunos por temor genuino al brutal espectáculo, otros por un éxtasis morboso que se alimentaba del dolor.

    —"Con el tiempo y las innumerables Guerras Santas que hemos librado", continuó Saori, sus ojos un pozo de sabiduría ancestral, —"muchas de esas armaduras de Gamanium se perdieron, destruidas en combates feroces, sus almas se dispersaron. Mientras que Hades, con la simple voluntad divina, puede volver a recrear las Sapuris de su ejército, nuestros Mantos Sagrados son irreemplazables. Actualmente, solo poseemos unas pocas, y las que quedan están incompletas o dañadas, como el de nuestro amigo Kaito."

    El golpe final de la Hydra se abatió sobre Hyoga. Un último bramido de la multitud, una mezcla indescifrable de pánico y emoción desbordada, inundó el coliseo. El destino de Hyoga pendía de un hilo.

    —"Por eso, Dr. Asamori", concluyó Saori, su mirada fija en el científico, sus palabras una orden velada, pero con el peso de siglos de historia en ellas. —"Redoble los esfuerzos. No podemos darnos el lujo de fracasar. La humanidad depende de la recuperación de este poder. La guerra que se avecina será la más grande de todas."

    El Dr. Asamori asintió, su rostro pálido. La voz del presentador anunció el conteo, y el sonido de las sirenas de los paramédicos ya era audible, señal de un combate que, para la mayoría, había llegado a su fin.

    Mientras el Dr. Asamori asimilaba la colosal implicación del Gamanium, y los gritos de la multitud confirmaban la brutalidad de la arena, un cambio sutil, pero profundo, se produjo en Saori Kido. Por un instante, la figura regia y distante se desvaneció. La verdadera Saori, la muchacha que había despertado en la habitación de Kaito, recobró el sentido con una sacudida, como si regresara de un trance profundo.

    Sus ojos violetas, que segundos antes habían destellado con la fría autoridad de una diosa ancestral, se volvieron hacia el hexágono de combate. La imagen de Hyoga en las pantallas, sangrando profusamente, clavado por las garras de Ichi, golpeó su corazón con la fuerza de un puño. Se tapó su divino rostro con ambas manos, un jadeo ahogado escapando de sus labios. Era el mismo Hyoga que, de niño, la ayudaba con infinita paciencia a subir a su poni, el que era tan tolerante cuando ella, caprichosa, se ponía de mal humor. Aquellos ojos gélidos, su semblante adusto, pero siempre su mano tendida para ella. Por poco, por muy poco, rompió en llanto, sus hombros temblaron con la angustia.

    Pero la otra Saori, la voz imperiosa que dictaba el destino de los Santos, la esencia de la líder, retomó el control. Como una máscara que se ajusta a un rostro, la expresión de vulnerabilidad se desvaneció. Sus hombros se enderezaron, y con una determinación de acero, se sentó regiamente de nuevo en su trono, empuñando el cetro con renovada firmeza. La batalla en la arena, el destino de los Santos, era su responsabilidad ahora.

    En el hexágono, el combate era una carnicería. Hyoga tenía las garras de Cosmo de Hydra clavadas en todo su cuerpo, brillando con una energía ominosa. El Santo del Cisne se movía con dificultad, cada respiración un suplicio.

    Desde una distancia corta, camuflado entre la estructura de la arena y el caos de la multitud, Seiya de Leo Menor observaba el combate. Se había colado, sus ojos y oídos agudizados por el entrenamiento extremo, esperando poder conocer las técnicas de sus futuros contrincantes. Las garras del Santo de Hydra eran distintas, mucho más insidiosas que las de Shina de Ofiuco. Las de Shina, aunque rápidas y eléctricas, no se partían y solían ser más superficiales en su impacto, diseñadas para someter con descargas de energía. Pero estas...

    —"Mis garras de Hydra no solo perforan, mocoso del Cisne", la voz áspera de Ichi resonó por el coliseo, amplificada por los micrófonos direccionales, haciendo que la terrible verdad se hiciera estremecedora. —"¡Son tan venenosas como las de la Hydra del mito! ¡Mi veneno corroe el Cosmo de mi enemigo, paralizando su sistema nervioso, volviendo sus músculos inútiles! ¡El final es lento y agónico, no hay antídoto!"

    El aire en el coliseo pareció congelarse no por el frío de Hyoga, sino por el horror de la revelación. El rugido de la multitud se transformó en un gemido de miedo y asombro. Las garras de Ichi no solo se quedaban clavadas en el cuerpo de Hyoga, sino que inyectaban una letalidad que iba más allá del daño físico. Seiya apretó los puños, la sangre hirviéndole. Esa no era una técnica honorable.
     
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    joseleg

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    Durante la mayor parte del combate, Hyoga apenas se había movido. Permanecía quieto, una estatua de bronce níveo, mientras las arremetidas de Ichi de Hydra se sucedían con una brutalidad incesante. Las garras de Cosmo del Santo de Hydra se incrustaban una y otra vez en su Manto, y el público enloquecía ante la sangre que manaba, un espectáculo grotesco y fascinante. Hyoga aguantaba, como si analizara cada golpe, cada perforación, sin ofrecer una resistencia significativa.

    En un momento, con una fugaz ráfaga de Cosmo gélido, Hyoga intentó congelar la mano con las garras de Ichi que se había clavado en su hombro. Pero el Santo de Hydra, con una agilidad sorprendente para su desgarbada figura, lo interceptó. Con un movimiento brusco, le propinó un rodillazo contundente en el estómago. Del pantalón del Manto de Hydra, a la altura de las rodillas, emergieron de repente más de aquellas afiladas garras de Cosmo, penetrando la armadura de Hyoga con un sonido seco y doloroso.

    La multitud gritó. Hyoga, doblado por el impacto, se llevó una mano al costado, y un espasmo de dolor le recorrió el rostro. Pero luego, de un momento a otro, una risa seca, casi un resoplido, escapó de sus labios. La risa se hizo más audible, una carcajada ronca que retumbó en la arena. Ichi frunció el ceño, desconcertado.

    —"¡Ha llegado a tu cerebro, eh, Cisne tonto!", gritó Ichi, su voz teñida de una mezcla de burla y compasión. —"El veneno ya está haciendo efecto, estás divagando. Te ofrezco una salida digna. Puedo desactivar el veneno que corre por tus venas, pero debes rendirte. Ahora."

    Hyoga detuvo su risa. Su rostro se volvió serio de nuevo, su mirada azul se endureció con una intensidad helada. Las garras de Ichi seguían clavadas en él, la agonía física innegable, pero sus ojos brillaban con una nueva comprensión, una pieza del rompecabezas que acababa de encajar.

    —"Así que estas son...", murmuró Hyoga, su voz apenas un susurro que, sin embargo, resonó en los micrófonos direccionales. —"...las garras venenosas de las que hablaba el Maestro Camus."

    Ichi arqueó una ceja, su expresión de burla reemplazada por una punzada de sorpresa. Pocos conocían las sutilezas de ese nivel de control del Cosmo.

    —"Mi maestro...", continuó Hyoga, su mirada fija en las garras que lo inmovilizaban, como si las analizara más allá de su forma física. —"Me dijo que los Santos pueden usar su Cosmo para alterar aspectos fundamentales de la realidad misma. Nos hacemos más fuertes, más rápidos, podemos invocar el fuego o el frío a voluntad. Y de entre ellos, hay quienes poseen la capacidad innata o el entrenamiento para imbuir de veneno cósmico sus propias uñas, convirtiéndolas en garras letales."

    Seiya de Leo Menor, observando desde su escondite, abrió los ojos con asombro. Había sentido la potencia de las garras de Shina, pero esto era diferente. Una técnica ancestral, una habilidad que solo los Santos con una conexión profunda con la naturaleza de su constelación y un Cosmo refinado podían dominar. La batalla no era solo una prueba de fuerza bruta, sino un duelo de conocimientos y la comprensión de los límites del Cosmo. La verdad de las palabras de Ichi se había vuelto una realidad aterradora.

    La arena seguía vibrando con la revelación de Ichi, el público atónito ante la naturaleza insidiosa de sus garras venenosas. Pero Hyoga, con su rostro serio, no mostraba el pánico que Ichi esperaba. Sus ojos azules, ahora, parecían más penetrantes que nunca, como si vieran a través de la sustancia de la amenaza.

    —"Una toxina cósmica, dices...", comenzó Hyoga, su voz fría y clara, un contraste marcado con el jadeo adolorido de antes. No era una pregunta, sino una afirmación que llevaba un aire de conocimiento. —"Es solo una imitación de las toxinas vivas. Proteínas, como las llama mi maestro, que afectan el sistema nervioso a nivel molecular."

    Ichi frunció el ceño, el término "proteínas" era ajeno a su conocimiento místico. No esperaba una respuesta tan... científica.

    —"Y como tales", continuó Hyoga, una sutil sonrisa helada formándose en sus labios manchados de sangre, —"estas toxinas cósmicas se inactivan con cambios de temperatura que no son muy grandes."

    En el instante en que Hyoga pronunció estas palabras, algo asombroso ocurrió. Las garras de Ichi, todavía profundamente clavadas en el cuerpo de Hyoga y su Manto, comenzaron a deshacerse. No se retractaron, no se rompieron como metal, sino que se desintegraron lentamente, como si fueran tierra seca o ceniza, regresando al Cosmo del que habían emergido. El proceso fue visible: las puntas afiladas se volvían opacas, luego se fragmentaban en partículas brillantes que se disolvían en el aire.

    A medida que las garras desaparecían, las heridas abiertas en el cuerpo de Hyoga no sangraban más. En su lugar, comenzaron a cauterizarse con una velocidad asombrosa. No era solo un cese del sangrado; los tejidos dañados se sellaban, las fibras del Manto se unían de nuevo. El aire alrededor de Hyoga vibraba con un Cosmo que no era solo frío, sino que irradiaba una energía vital. Era una combinación del Cosmo del propio Hyoga, concentrado y aplicado con una precisión que superaba el mero control del hielo, y la capacidad de su Manto del Cisne, que parecía resonar con la voluntad de su Santo, amplificando el efecto curativo.

    Seiya de Leo Menor, observando desde su escondite con los ojos como platos, se quedó boquiabierto. Hasta entonces, siempre había creído que era el Manto por sí solo quien poseía la capacidad de curar a su portador con el tiempo, una habilidad inherente a las Armaduras sagradas. Pero lo que veía ahora era diferente. Hyoga no estaba esperando pasivamente la recuperación de su armadura; estaba interactuando con ella, aplicando su propia energía para acelerar el proceso. Allí, en medio del combate, Seiya se dio cuenta de una verdad fundamental: el Santo podía hacer sinergia con su Manto para sanar mucho más rápido, una fusión de voluntad y material cósmico que trascendía la simple protección. La capacidad de un Santo era mucho más profunda de lo que él, y probablemente la mayoría, habían llegado a entender

    La revelación de Hyoga sobre la naturaleza del veneno cósmico y su demostración de curación dejó a Ichi atónito, con sus garras desintegrándose en partículas brillantes. La multitud, antes dividida entre el horror y el éxtasis, ahora contenía el aliento, hipnotizada por la sorprendente vuelta de los acontecimientos.

    Entonces, el Cisne atacó. No hubo preámbulos, solo una explosión de Cosmo concentrado. Un rayo blanquiazul, puro y cortante como un témpano recién partido, se disparó desde la palma de Hyoga, trazando una línea gélida por la arena. Los espectadores, desde sus asientos, vieron la estela luminosa que se precipitaba hacia Ichi.

    Pero el Santo de Hydra, a pesar de su sorpresa, no era un oponente fácil. Con un reflejo de su propia constelación, Ichi logró torcer su cuerpo y, en un movimiento inesperado, interceptó el ataque con uno de sus brazos. El impacto fue brutal. Ambos Santos quedaron forcejeando en un abrazo estrecho y mortífero, una danza de Cosmo que emitía chispas heladas y volutas de energía.

    En aquel agarre forzado, Ichi contraatacó con desesperación. Sus brazos se convirtieron en un torbellino de movimiento, de donde surgieron innumerables barras, más afiladas y rápidas que las anteriores, intentando perforar la armadura de Hyoga una vez más. Sin embargo, esta vez, las garras de Cosmo de Hydra no lograron rozar el Manto del Cisne. Es más, las zonas donde la armadura había sido penetrada y donde la sangre de Hyoga había manchado su blancura, ya no estaban.

    El hielo, el mismo Cosmo de Hyoga, las había cubierto por completo segundos antes, formando una capa reluciente sobre las aberturas. Y ahora, al evaporarse en un vaho gélido, reveló que el material místico del Manto se había regenerado. Las grietas se habían sellado, las perforaciones se habían desvanecido, dejando la superficie de la armadura impoluta de nuevo. El Manto del Cisne poseía una capacidad de autorreparación que superaba con creces las expectativas de cualquier observador. No era solo la sanación del Santo, sino la restauración de la Armadura misma, un testamento a su vínculo con la constelación y el Cosmo puro de su portador.

    Seiya de Leo Menor, con los ojos fijos en la escena, no pudo evitar un destello de admiración. Esa regeneración casi instantánea era una habilidad que pocos Mantos poseían en tal grado. La lucha no era solo entre dos Santos, sino entre las capacidades innatas de sus Mantos, un duelo de mitos vivientes bajo los focos del coliseo.

    El brutal forcejeo entre Hyoga e Ichi, y la asombrosa regeneración del Manto del Cisne, dejaron a la multitud sin aliento. Pero justo cuando los gritos de asombro comenzaban a resurgir, un cambio más sutil, pero ineludible, se apoderó del ambiente. Un escalofrío. Primero, una brisa helada recorrió las gradas, a pesar de la cúpula cerrada del neocoliseo. Luego, el frío se hizo más intenso.

    Los espectadores comenzaron a sentirlo, un frío penetrante que no era el habitual aire acondicionado. De las bocas de la gente, al exhalar, comenzaron a emerger volutas de vapor, pequeños alientos gélidos que se disipaban en el aire. Algunos se miraron entre sí, frunciendo el ceño, preguntándose si era un defecto en la calefacción de alta tecnología del recinto, una falla en el sofisticado sistema climático del coliseo.

    Entonces, la voz del narrador, que se había mantenido en un tono de asombro durante el ataque de Hyoga, interrumpió abruptamente la música ambiente, su voz ahora grave y llena de una urgencia que no pudo ocultar.

    —"¡Atención, damas y caballeros! ¡Lo que están presenciando no es un error técnico!"

    Las gigantescas pantallas holográficas que flanqueaban el hexágono hicieron ver lo que los ojos humanos no podían percibir por sí mismos. En uno de los cuadros, el narrador explicó, un filtro térmico especial mostraba una paleta de colores cambiantes, de rojos y naranjas a azules profundos y púrpuras. El centro del hexágono, donde Hyoga e Ichi luchaban, se estaba tiñendo rápidamente de un azul casi negro.

    —"¡Como pueden ver en este filtro térmico!", la voz del narrador se intensificó. —"¡La temperatura en el hexágono de combate está disminuyendo vertiginosamente, cayendo a niveles nunca antes registrados en un evento deportivo! ¡La humedad del aire allí dentro ha comenzado a cristalizarse en pequeñas agujas de hielo!"

    En las gradas, muchos empezaron a temblar. El frío era real, tangible. En la zona de prensa y en las plataformas flotantes donde operaban los camarógrafos, las imágenes mostraron cómo estos profesionales, previsores o bien informados, se estaban enfundando rápidamente en chalecos especiales. Estos chalecos, abultados y recubiertos de un material técnico, comenzaban a emitir un suave resplandor anaranjado; estaban calentados eléctricamente.

    —"¡Nuestros equipos técnicos y de prensa están equipados con chalecos térmicos de última generación, calentados eléctricamente!", anunció el narrador, un toque de alivio y asombro en su voz. —"¡Una contramedida que había indicado la señorita Kido de antemano!"

    Algunos en el público rieron, con una risa nerviosa y un poco avergonzada, recordando cómo se habían burlado de la peculiar instrucción de Saori en los días previos, pensando que eran solo un capricho o un juguete innecesario para un evento en un coliseo climatizado. Pero ahora, con el aliento gélido de Hyoga expandiéndose por el estadio, y el Cosmo del Cisne transformando la atmósfera, era evidente: la diferencia entre la comodidad y el malestar, entre la vida y la muerte por congelación, radicaba en esa pequeña, extraña precaución que la enigmática Saori Kido había tomado. El coliseo no solo presenciaba una batalla de Santos, sino la manifestación de un poder elemental que desafiaba la tecnología humana.

    Del piso mismo del neocoliseo, en el perímetro del hexágono de combate, se abrieron de repente líneas de ventilación especiales, discretas y bien disimuladas en el diseño. De ellas, comenzó a emerger un vapor cálido y denso, que se elevaba en espirales blancas, intentando contrarrestar la embestida gélida del Cosmo de Hyoga. La tecnología de vanguardia de la Fundación Graad reaccionaba con celeridad, buscando mantener la habitabilidad del recinto para los espectadores, que ya tiritaban a pesar de las risas nerviosas.

    Sin embargo, en el hexágono de combate, la batalla térmica era implacable. Las pantallas con el filtro térmico mostraban cómo la temperatura seguía su caída vertiginosa. El narrador, con una voz que ahora denotaba una mezcla de asombro y alarma contenida, comenzó un conteo regresivo que resonaba en cada altavoz.

    —"¡La temperatura en la arena ha caído a menos diez grados Celsius! ¡Menos veinte grados Celsius! ¡Menos veinticinco!"

    El aire en el coliseo era visiblemente más denso, y las nubes de vapor de la respiración de la gente eran cada vez más grandes y persistentes. Muchos espectadores se abrazaban a sí mismos, frotándose los brazos, sintiendo cómo el frío se colaba por sus ropas, incluso aquellos sin los chalecos térmicos.

    —"¡Y seguimos cayendo! ¡La temperatura en el hexágono ya ha alcanzado los menos treinta grados Celsius!", exclamó el narrador, su voz subiendo de tono. —"¡Nunca antes en la historia de los torneos, un combate había provocado una caída térmica tan drástica!"

    El conteo continuó, cada número un golpe gélido al ambiente.

    —"¡Menos cuarenta grados! ¡Menos cuarenta y cinco!"

    Entonces, al llegar a la cifra, la voz del narrador se volvió casi un grito de asombro.

    —"¡Y ahora, damas y caballeros, la temperatura en el centro de la arena es de menos cincuenta grados Celsius! ¡Para que se hagan una idea del impacto, esta temperatura es comparable a la de la superficie del planeta Marte en su ecuador durante el invierno! ¡Es una helada que muerde hasta los huesos, una fuerza de la naturaleza desatada aquí mismo, en nuestro coliseo!"

    Las imágenes en las pantallas cambiaron de nuevo, enfocándose en el aire dentro del hexágono de combate.

    —"¡A esta temperatura, la humedad en el aire es prácticamente nula!", explicó el narrador, un dejo de escalofrío en su voz. —"¡Lo que ven en el aire no es vapor, es escarcha pura! Pequeños cristales de hielo suspendidos, tan afilados que cortarían los pulmones de un hombre ordinario con cada respiración. ¡Es un entorno letal para cualquiera que no sea un Santo!"

    Los camarógrafos, quienes antes se habían puesto sus chalecos con cierta indiferencia, ahora se apretaban contra sus equipos, el calor eléctrico de sus prendas siendo su única salvación contra la inminente congelación. La comprensión de la verdadera magnitud del poder del Santo del Cisne se había asentado sobre el público como un manto de nieve, transformando su fascinación en un respeto teñido de terror. El coliseo, diseñado para el espectáculo, se había convertido en un campo de batalla climático, y Hyoga era el centro de la tormenta perfecta.
     
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    Fantasía
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    37
     
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    Aunque protegido por el hálito de su Manto, Ichi de Hydra comenzaba a sentir la mordedura del frío implacable que Hyoga desataba. Las volutas de vapor de su aliento eran más densas, sus movimientos más lentos y torpes. El ambiente glacial del hexágono lo estaba consumiendo.

    Hyoga, con la voz helada, prosiguió su explicación, mientras el frío se intensificaba a su alrededor. "Heracles venció a la Hydra quemando los muñones de sus cabezas cortadas para evitar que se regeneraran. Pero el fuego no es lo único que puede quemar. El frío, el frío del norte, puede cauterizar la vida y el Cosmo con la misma eficacia, impidiendo la regeneración."

    En ese instante, Ichi intentó que sus garras venenosas volvieran a crecer, a emerger de su cuerpo para atacar. Pero no pudo. El frío de Hyoga había anulado por completo la capacidad regenerativa de su Cosmo. El Santo del Cisne, viendo el pánico en los ojos de su oponente, se alejó con un rodillazo que desprendió las últimas garras que lo inmovilizaban. Sabía que Ichi era demasiado resistente, una roca que no caería con trucos tan simples. Necesitaba un golpe decisivo, una demostración de poder absoluto.

    Hyoga concentró su Cosmo. Las luces del coliseo parecieron atenuarse, absorbidas por el intenso brillo blanquiazul que emanaba de su cuerpo. El aire a su alrededor se comprimió, gimiendo bajo la presión de la energía helada. "¡Polvo de Diamantes... Big Bang!"

    El ataque emergió de su puño, no como un rayo disperso, sino como un golpe de frío y escarcha tan concentrado que distorsionó la realidad misma. La temperatura en el hexágono cayó de manera estratosférica, un descenso vertiginoso que el narrador apenas podía seguir, gritando los números con la voz quebrada. La escarcha se densificó hasta formar una niebla letal. Al impacto, la temperatura en el punto exacto de la colisión alcanzó los -90° Celsius.

    El Santo de la Hydra recibió el impacto de lleno. Un grito ahogado escapó de sus labios, pero fue sofocado por el instante. Su cuerpo, junto con su Manto, quedó casi congelado en el acto, una estatua de hielo inmaculada que reflejaba la luz del coliseo. Parecía el fin.

    Sin embargo, el Manto de la Hydra era una Armadura de Bronce, pero con una tenacidad excepcional. Justo cuando el hielo amenazaba con destrozar a Ichi por completo, el Manto brilló con una luz propia, intensa como una llama verdosa. Sacrificando una pieza de sí mismo, probablemente la parte del pecho o un hombro que se resquebrajó y se desprendió en fragmentos cristalizados, el Manto absorbió el impacto final, rompiendo el hielo que inmovilizaba a Ichi y salvándole la vida.

    Ichi se derrumbó en el suelo de la arena, inerte, mientras la temperatura en el hexágono regresaba rápidamente a la normalidad, los sistemas de ventilación cálida actuando con toda su potencia para restaurar el ambiente. El público estalló en un rugido atronador, una mezcla de alivio y admiración por el poder desatado.

    Cuando los paramédicos se aproximaron para atender a Ichi, el Manto de la Hydra se desprendió de su cuerpo por sí mismo, pieza a pieza, con un suave tintineo metálico. Las piezas se elevaron en el aire del coliseo, y con una mística sincronización, se ensamblaron en su forma original de objeto, la imponente Hydra de Lerna. Una vez completa, la Armadura levitó majestuosamente y se guardó en el altar del neocoliseo, junto con las demás Armaduras de Bronce, debajo del cofre del Manto de Sagitario, esperando al próximo combate. La derrota de la Hydra era un testimonio del poder del Cisne, y el Torneo Galáctico había presenciado otro choque épico.

    Ichi de Hydra yacía en el suelo del hexágono, convulso por el frío residual del impacto y el veneno que aún intentaba purgar su cuerpo, pero milagrosamente consciente. Los paramédicos, con sus chalecos térmicos y sus atuendos de emergencia, se acercaron de inmediato, cubriéndolo con una manta térmica ultraligera, una lámina plateada que reflejaba las luces del coliseo mientras comenzaba a irradiar un calor vital.

    Con un esfuerzo que le costó cada fibra de su ser, Ichi logró levantarse, apoyándose en la rodilla de uno de los paramédicos. Su mirada, aunque aún débil, se encontró con la de Hyoga, quien permanecía erguido en el centro de la arena, inmaculado de nuevo, su Manto del Cisne reluciente.

    —"Eres un buen combatiente, Santo del Cisne", musitó Ichi, su voz ronca y apenas audible, teñida de un respeto forzado por la derrota. —"Te pido disculpas si te ofendí, o si mis técnicas son consideradas como... deshonrosas."

    Hyoga lo miró con una frialdad que no era desprecio, sino la dura realidad de su entrenamiento.

    —"Los Santos de Atenea no somos hermanas de la caridad", respondió Hyoga, su voz un eco gélido que resonó en el silencio expectante del público. —"La guerra es brutal. Y en ella, cualquier técnica que sirva para proteger a la humanidad es válida. Pule tus técnicas. Es lo que debes hacer."

    Dicho esto, Hyoga se dio la vuelta, y con un paso firme y resuelto, comenzó a retirarse del hexágono. Mientras lo hacía, su mirada aguda se alzó, buscando y encontrando los ojos violetas de Saori Kido. Ella estaba allí arriba, en la sala VIP, como una estatua inmaculada, como una diosa intocable. Por un instante, sus miradas se encontraron, una conexión silenciosa en medio del pandemónium.

    El rugido de los espectadores se elevaba y se calmaba en oleadas, puntuando los comentarios del comentarista, quien ya narraba la victoria del Santo del Cisne con una pasión desbordada. El nombre de Hyoga se grababa a fuego en la memoria colectiva, su poder, su presencia, un fenómeno para la historia del Torneo Galáctico

    Aquella noche, lejos del bullicio del coliseo, Hyoga se encontraba en un parque helado de Nueva York. Era uno de esos exclusivos lugares de recreo invernal a los que la élite acudía para esquiar y deslizarse sobre la nieve por pura diversión, un lujo impensable en sus tierras de origen. Al observar a las jóvenes y hermosas niñas de las familias más adineradas, ataviadas con costosos equipos y riendo sin preocupaciones, Hyoga no pudo evitar preguntarse qué justicia había en un mundo donde el contraste era tan abismal. Su mente voló a las jóvenes de Siberia, a quienes conocía bien, y a cómo debían trabajar incansablemente todo el año, incluso bajo las estrellas en las largas y gélidas noches del norte, solo para sobrevivir.

    Mientras la melancolía y la reflexión se asentaban en su espíritu, una figura emergió silenciosamente de las sombras detrás de él, cubierta por un manto negro que la hacía casi indistinguible en la penumbra. Una voz ronca, como el crujido del hielo al romperse, quebró el silencio del parque.

    —"Fracasaste", sentenció la voz, sin rodeos, cargada de una autoridad sombría.

    Hyoga no se sobresaltó. Una sonrisa gélida, casi imperceptible, se dibujó en sus labios. No era una sonrisa de alegría, sino de reconocimiento y desafío.

    —"Hola, Babel", respondió Hyoga, su voz tan tranquila como el aire congelado a su alrededor. —"No sabía que el Santuario me considerara tan importante como para que un Santo de Plata me vigilara todo el tiempo."

    La sombra no respondió de inmediato, pero la tensión en el aire se hizo palpable, el peso de una misión incumplida y la presencia de un poder superior acechando en la oscuridad de la noche neoyorquina.

    La sombra inerte de Babel bajo el manto negro parecía absorber la poca luz que los postes del parque helado emitían. Su voz, cuando finalmente habló, era un susurro grave, cargado del peso de la autoridad del Santuario.

    —"El Santo Padre te confió una misión. Saori Kido debe morir."

    Hyoga asintió, una mueca de amargura cruzando su rostro.

    —"Y yo respondí afirmativamente", replicó el Santo del Cisne, su voz inusualmente tensa, resonando con una frustración que rara vez permitía aflorar. —"Pero ellos no me dijeron que sería tan difícil de matar. Lo intenté, Babel. Realmente lo intenté."

    Babel lo miró con la fijeza de sus lentes oscuros, que ocultaban cualquier expresión en sus ojos. Podía sentir la turbulencia en el Cosmo de Hyoga, una mezcla de ira y desconcierto que era impropia del disciplinado Santo del Cisne.

    —"Pero me aplastó", continuó Hyoga, la voz llena de una mezcla de vergüenza y asombro genuino. —"O mejor dicho, aplastó mi Cosmo como una tormenta de hielo a una vela. Y en lugar de golpearla, me arrodillé como su perro faldero. Igual que cuando éramos niños, cuando ella simplemente quería algo y nosotros, a pesar de ser huérfanos y malechores, cedíamos a sus caprichos."

    El recuerdo de esa humillación, la rendición incondicional de su voluntad, era una herida más profunda que cualquier garra de Hydra.

    —"Ella no es una mujer ordinaria, Babel", sentenció Hyoga, su mirada gélida clavándose en la figura encapuchada del Santo de Plata. Su voz recuperó algo de su habitual frialdad, pero ahora con un matiz de advertencia. —"Y ningún Santo de Bronce podrá tocarla. Incluso tú, Babel, serías aplastado si intentas atacarla. Su Cosmo... es de una magnitud que excede todo lo que conocemos. Es un poder que el Patriarca subestimó, y que podría cambiar el destino del Santuario."

    La Tensión Congelada en el Parque

    Babel se mantuvo inmóvil por un instante, el silencio del parque de Nueva York roto solo por el gélido viento. Luego, con una lentitud deliberada, sacó sus manos de los bolsillos de su manto. La intención era clara: había venido a ejecutar al Santo del Cisne por su fracaso. Su Cosmo se tensó, una amenaza silenciosa que se cernía sobre Hyoga.

    Pero los ojos azules de Hyoga no reflejaban mentira. Había una convicción brutal en sus palabras, una verdad forjada en la humillación de su propio Cosmo siendo aplastado. La fría lógica del Santo de Plata prevaleció sobre su impulso inicial. Si lo que Hyoga decía era cierto, si el poder de Saori Kido era de tal magnitud, entonces una confrontación directa ahora sería un suicidio para ambos.

    —"Por el momento", sentenció Babel, su voz perdiendo parte de su aspereza para adquirir un tono de fría estrategia, —"observa a la niña Kido. Mis informantes en la Fundación Graad me confirman que su poder es... inusual. Pero el Santuario no puede permitirse errores."

    Las manos de Babel regresaron a sus bolsillos, y la tensión en el aire se disipó, reemplazada por el helado silencio de la noche. Hyoga asintió, su mirada fija en la oscuridad donde Babel comenzaba a desvanecerse. La misión no había terminado, solo había cambiado. Y la verdad sobre Saori Kido era un misterio aún más profundo que el mismo cero absoluto.

    La semana siguiente, el Torneo Galáctico continuó su curso, manteniendo a millones de espectadores pegados a sus pantallas. El bullicio del Neo-Coliseo era constante, y la expectación crecía con cada combate. Para la siguiente contienda, el sorteo emparejó al Santo del Unicornio contra el Santo de Pegaso.

    El Santo del Unicornio, Jabu, hizo su entrada con su acostumbrado despliegue de confianza, ansioso por demostrar la fuerza de su Manto y la disciplina de su entrenamiento. Sin embargo, lo que se reveló como su oponente dejó a muchos en el público y a los propios Santos en la arena, con la boca abierta.

    Para sorpresa de todos, el Santo de Pegaso no era un joven, sino una amazona. Era una revelación irregular, ya que todos los jóvenes enviados por Mitsumasa Kido a los distintos sitios de entrenamiento en el mundo habían sido varones. Esta anomalía no pasó desapercibida para la mayoría, pero Saori Kido sí lo sabía. De hecho, Saori no solo estaba al tanto, sino que había aprobado personalmente la inclusión de la recién llegada, una decisión audaz que desafiaba las expectativas del público.

    La amazona de Pegaso avanzó con una determinación palpable. Aunque una máscara plateada cubría su rostro, las facciones gráciles que se adivinaban bajo ella, y la forma en que su armadura se ajustaba a su silueta, revelaban inequívocamente su identidad femenina. Sin embargo, cualquier duda sobre su capacidad fue barrida por la ferocidad de su Cosmo. Su energía era salvaje, indomable, vibrando con una intensidad que estaba a la par, si no superaba, a la del orgulloso Jabu.

    El aire se cargó de una tensión diferente. Este no era solo un combate por la Armadura de Oro; era una confrontación de las normas, un desafío a las expectativas, con una amazona de Pegaso que prometía luchar con la furia de su constelación, sin importar las reglas no escritas o los prejuicios. El misterio de su presencia solo añadía intriga a un enfrentamiento ya explosivo.
     
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    joseleg

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    Asgard.

    No era un país. No era siquiera un reino. Era un velo antiguo, una grieta en el mundo, separada de la historia por el Manto de Odín, intacta desde los días en que los hombres hablaban con los dioses en la lengua del trueno. Oculta en algún lugar más allá del Círculo Polar, rodeada de fiordos inalcanzables, Asgard permanecía suspendida fuera del tiempo, inaccesible a satélites o rutas de navegación, protegida por tormentas eternas que los mapas no podían trazar.

    Aiolia de Leo había llegado a pie.

    Atravesó la Laponia desde el sur de Finlandia, desandando caminos ancestrales por donde ya nadie caminaba, siguiendo el hilo invisible del Cosmo que lo guiaba hacia el norte, más allá de las fronteras reconocidas, a un lugar que el mundo moderno creía mito. Durante días, la nieve no se detuvo, ni el silencio, ni los presagios. No hubo carreteras, ni aldeas, ni voz humana alguna. Solo el crujir del hielo bajo sus botas, el aliento blanco del viento, y los lobos que lo observaban desde las alturas, como si reconocieran en él a un emisario de otro mundo.

    Y sin embargo, al cruzar un paso angosto entre dos acantilados congelados, lo supo: había salido del mundo de los hombres.

    Frente a él se extendía un valle tallado por glaciares, rodeado de montañas imposibles, donde las auroras danzaban como cortinas líquidas sobre una aldea de techos de madera y templos antiguos. Allí, los hombres aún araban la tierra con bueyes, cubiertos de pieles, sus rostros curtidos por siglos de frío y resignación. El humo de sus hogares subía en espirales rectas al cielo gris, como en los días en que los dioses aún caminaban entre los mortales.

    Aiolia se detuvo en la cima, entre las columnas de hielo que decoraban la garganta del paso. Cerró los ojos.

    Su Cosmo ardía con el fuego dorado de Leo, pero su corazón tenía grietas que no se apagaban con la disciplina. Esa tierra —ese aislamiento sagrado— lo turbaba. ¿Acaso no era una forma de desprecio hacia el mundo humano, al que los dioses consideraban impuro, indigno? ¿Y no habían sido los Santos, alguna vez, los rebeldes que desafiaban a esos dioses por la causa de la humanidad?

    Una sonrisa amarga cruzó sus labios.

    —“Qué ideas más peligrosas”, se dijo en voz baja. “¿Pensamientos propios… o susurros traidores de un hermano caído?”

    Aiolos.

    El nombre aún dolía. No porque fuera tabú, sino porque lo seguía amando. Pero Aiolia sabía que debía purgar esas dudas, esos titubeos que brotaban como malas hierbas entre las placas firmes de su deber.

    Abrió los ojos. La visión del valle seguía allí, inalterada, como una pintura helada.

    Mientras descendía por las laderas nevadas, entre los silbidos del viento y las gélidas sombras del norte, pasó junto a campesinos que labraban el suelo con herramientas de hierro envejecido, que hablaban una lengua vieja como los mitos. Hombres que no sabían del internet ni del petróleo, pero que cada noche alababan a Odín con fuego y runas. En sus miradas había algo atávico. No miedo, no fe. Solo un equilibrio ancestral.

    Asgard seguía siendo Edad del Mito. Y Aiolia, el León del presente, traía consigo el perfume —y el peso— del mundo real.

    La marcha de Aiolia lo llevó hasta un llano cubierto de nieve perpetua, donde las piedras rúnicas emergían del suelo como cicatrices del hielo. Al fondo, el perfil del Palacio de Valhalla comenzaba a insinuarse entre torres de cristal congelado y abetos inmóviles por el peso del invierno eterno.

    No había dado más de diez pasos cuando el mundo pareció tensarse.

    El Cosmo lo sintió primero: una pulsación vibrante, ancestral, que le erizó la piel como si la tierra misma contuviera el aliento.

    Y entonces los vio.

    Soldados de Asgard, formados entre los abetos congelados, empuñando lanzas con puntas de hielo forjado, los escudos decorados con runas tan antiguas como el propio Midgard. Se movían como una sola criatura, adiestrados en la disciplina del frío, sin el menor temblor pese al clima brutal.

    A la cabeza del escuadrón, un gigante avanzaba con paso seguro. Su sola presencia parecía hacer crujir la nieve bajo los pies de todos.

    Thor, el coloso.

    De cabellera rubio platinado, larga y agitada por el viento, y una barba espesa y clara que le daba un aire tanto de sabio nórdico como de bestia contenida, caminaba con los hombros envueltos en un grueso manto de piel de oso polar, que le cubría hasta los talones. Medía fácilmente dos metros de altura, su Cosmo era tan palpable como la presión de una tormenta de hielo. Los músculos de sus brazos desnudos se tensaban al ritmo de su respiración, y sus ojos azul glacial se clavaban en Aiolia como si ya hubieran dictado un veredicto.

    Thor se detuvo frente a Aiolia, a menos de cinco metros, y su Cosmo brotó como una masa de granito, un poder denso, ancestral, contenido apenas por su disciplina. No pronunció palabra. Su hostilidad era clara, pura, sin disimulo.

    Aiolia lo sostuvo con la mirada. No dio un paso atrás. Al contrario, su Cosmo respondió con la misma intensidad, elevándose dorado y palpitante, como un león que enseña los colmillos sin necesidad de rugir.

    El aire entre ellos se volvió irrespirable.

    El suelo tembló con un quejido profundo, como si las raíces del mundo se estremecieran. Chispazos eléctricos saltaron entre las placas de hielo, el cielo retumbó sin trueno y el espacio pareció encogerse entre ambos cosmos enfrentados.

    Fue entonces que Frey se adelantó entre los soldados.

    Vestía un abrigo ceremonial azul oscuro, adornado con piel blanca en el cuello y las mangas, y su cabello trenzado en plata caía sobre un hombro como un estandarte de nobleza. Caminó con paso firme, sin apuro ni miedo, atravesando el campo cargado de tensión como si el mismo hielo la protegiera.

    Alzó la voz con una claridad imposible de ignorar.

    ¡Invoco la Ley de la Hospitalidad!

    Las palabras retumbaron más que cualquier Cosmo.

    La ley que ni Zeus ni Odín han osado quebrantar. La ley sagrada que protege al huésped antes de que se le ofrezcan fuego, palabra y pan. Thor, tú lo sabes: romperla es convocar una maldición que ni los dioses pueden borrar.

    El Cosmo de Thor se detuvo. No retrocedió, pero el hielo dejó de crujir. Aiolia bajó apenas su energía, no por sumisión, sino en reconocimiento del peso de aquellas palabras.

    Frey posó sus ojos grises primero en Thor, luego en Aiolia.

    Asgard honra sus pactos. El emisario del Santuario es un huésped bajo mi protección. Ninguna lanza se alzará mientras su fuego no lo justifique.

    Thor apretó los dientes, pero asintió sin pronunciar palabra. La tensión comenzó a disiparse lentamente, como una tormenta que se guarda para otro día.

    Frey se volvió sin más y comenzó a andar hacia el norte.

    —Ven, Aiolia de Leo. Valhalla te espera.

    Pero antes de seguirla, Aiolia se detuvo.

    Su Cosmo se disipó completamente y, con solemnidad, se arrodilló en la nieve.

    Los guerreros de Asgard se tensaron. Algunos alzaron ligeramente sus lanzas, otros se miraron entre sí, desconcertados. Incluso Thor entornó los ojos, su expresión endurecida por la sospecha.

    Pero Aiolia no se inclinó por sumisión, sino por respeto.

    Con la rodilla hundida en el hielo y la cabeza ligeramente baja, su voz sonó clara, firme, cargada de propósito:

    —Soy Aiolia de Leo, Santo de Oro al servicio del Santuario. Vengo como emisario del Patriarca de Atenea. Y aunque no me inclino ante reyes ni princesas, reconozco la autoridad de Hilda de Polaris en estas tierras, consagradas bajo la protección de Odín.

    Levantó la vista hacia Frey, sin arrogancia.

    —No he venido a desafiar, sino a preguntar. El sello que contiene el Cosmo de Poseidón ha comenzado a debilitarse. Ese sello fue establecido por un antiguo pacto entre Atenea y Odín. El Patriarca desea saber si Hilda, guardiana del norte y custodio de dicho acuerdo, ha percibido esta fractura... y por qué el Santuario no ha recibido noticia alguna.

    El silencio que siguió fue denso como la nieve antes de un alud.

    Entonces, Thor rugió con la fuerza de un trueno enterrado en hielo.

    —¡Asgard honra sus pactos!

    Su voz hizo temblar el aire. El hielo crujió bajo sus botas. No alzó su Cosmo, pero su presencia bastó para que el frío se volviera más cortante.

    —Si ese sello se hubiera quebrado, los Guerreros Divinos ya lo habríamos restaurado. No necesitamos emisarios para recordar nuestra palabra.

    Su puño golpeó el suelo, y la escarcha se agrietó en un estallido seco.

    Pero Frey no se movió. Lo miró con la serenidad que solo da el linaje de la sangre antigua.

    —Thor, una pregunta no es una ofensa. La deshonra no está en recibirla, sino en negarse a responderla.

    Se volvió hacia Aiolia, sus ojos grises brillando con inteligencia y juicio.

    —Tu mensaje será escuchado. Tu presencia, respetada. Valhalla abrirá sus puertas al Santo de Leo. Pero si buscas respuestas en estas tierras, prepárate también a mirar aquello que el hielo ha querido sepultar durante siglos.

    Sin esperar más, reanudó su camino hacia el norte, por el sendero que conducía a los puentes de cristal de Valhalla.

    Aiolia se incorporó lentamente. La escarcha en su rodilla se quebró con un sonido seco. Siguió a Frey en silencio, aunque sabía que la nieve a sus espaldas seguía vibrando por lo que estuvo a punto de ocurrir… y quizás aún ocurriría.

    El sendero que tomaron los llevó por un estrecho desfiladero entre montañas de hielo, hasta que de pronto el paisaje cambió como un sueño revelado.

    Más allá de los riscos, un valle oculto se abría como un suspiro cálido en medio del invierno. Campos enteros de flores —azafranes, lirios blancos, anémonas de montaña— cubrían las llanuras con un tapiz vivo de colores. El aire ya no cortaba como cuchilla; era suave, perfumado, y la brisa susurraba con el canto de aves invisibles.

    Aiolia se detuvo.

    El suelo bajo sus botas aún era frío, pero no helado. El clima allí no obedecía al calendario de las estaciones. Era un milagro silencioso. Un microclima sagrado.

    Alzó la mirada al cielo, buscando la presencia de Odín. Pero no. Lo que mantenía con vida aquel paraíso en medio del hielo no era el manto del dios, sino un Cosmo.

    Un Cosmo inmenso, cálido, envolvente, lleno de compasión y firmeza.

    No era un fuego abrasador ni una luz cegadora. Era un calor humano, un abrazo solar en forma de Cosmo que no buscaba dominar, sino proteger.

    Aiolia se sonrojó sin saber por qué. Una leve sonrisa, casi infantil, se asomó en sus labios.

    —Qué Cosmo tan hermoso...

    Frey, que lo había observado de reojo, asintió con una leve curva en la comisura de sus labios.

    —Es mi hermana. Prepárate a conocerla.

    Aiolia no respondió enseguida. Cerró los ojos y respiró hondo, como si el aire mismo lo acercara más a esa presencia invisible. Luego asintió, con la mirada aún en los campos en flor.

    —Con solo sentir su Cosmo... sé que es alguien bondadosa y justa.

    Volteó hacia Frey con un tono más firme, más solemne.

    —Cualesquiera que sean sus palabras, Lady Frey... el Santuario las creerá. Porque sabré que son verdad.

    Frey lo miró en silencio, midiendo el peso de esa declaración.

    Y aunque no lo dijo en voz alta, en ese momento supo que el Santo de Leo no era solo un emisario.

    Era alguien que no mentía… y que quizás, sin saberlo, estaba destinado a ser parte del destino de Asgard.

    Mientras Aiolia y Frey avanzaban por el sereno valle, la noticia de la llegada del Santo Dorado ya había comenzado a correr entre los habitantes de Asgard. Los pocos campesinos que trabajaban la tierra, cubiertos con pieles rudas y con rostros curtidos por el viento helado, alzaron sus miradas. Sus ojos, acostumbrados a la severidad del paisaje ártico, observaron con una mezcla de curiosidad y desconfianza la figura dorada que seguía a la princesa.

    Los niños, que hasta hacía poco jugaban con bolas de nieve, se detuvieron abruptamente, señalando con dedos regordetes la silueta resplandeciente del Santo. Sus murmullos crecieron, alimentados por las historias de invasiones y guerras santas que, a pesar de la distancia, llegaban incluso a estas tierras olvidadas. Para ellos, un Santo Dorado no era una señal de paz, sino el heraldo de un conflicto inminente. Las madres los atraían hacia sí, apretándolos con fuerza, mientras susurros sobre "los siervos de Atenea" y "la espada de Odín" se mezclaban con el silbido del viento. Se preguntaban si este brillo dorado traería la desgracia o si, por el contrario, era una señal de que el invierno eterno finalmente llegaría a su fin.

    Lejos, pero no ajeno a la escena, la mole imponente de Thor observaba cada paso de Aiolia desde las alturas de una torre de hielo cercana. Su mandíbula estaba tensa, el vello de su barba cubierto de escarcha, y sus ojos entrecerrados reflejaban una profunda inquietud. Para Thor, la presencia de un Santo Dorado moviéndose a sus anchas por Asgard era una afrenta, una violación tácita de la soberanía de su tierra.

    "¿Un emisario?", gruñó para sí, su voz apenas un eco del trueno que llevaba dentro. "¡Tonterías! Los Santos solo traen problemas, guerras que no son nuestras. ¿Qué busca la tal Atenea ahora? ¿Extender su influencia a Asgard, debilitar nuestra fe en Odín?"

    Recordaba los antiguos pactos, los tiempos en que las deidades se respetaban. Pero también recordaba las historias de sangre y sacrificio que siempre acompañaban a los conflictos divinos. El hecho de que Aiolia hubiera penetrado tan profundamente en el territorio sin ser desafiado, y que Frey incluso lo guiara, lo irritaba sobremanera. La confianza que su princesa depositaba en un desconocido, en alguien que servía a una deidad que no era la suya, le parecía una imprudencia.

    "El sello de Poseidón", repitió en voz baja, sintiendo el escalofrío de una nueva preocupación. Si la palabra de este Santo fuera cierta, si el sello de Odín se estuviera debilitando, ¿por qué Hilda no lo había percibido? ¿O sí lo había hecho y lo ocultaba? La mera idea de que su líder pudiera tener secretos de tal magnitud lo perturbaba.

    Su mirada se posó de nuevo en Aiolia, que ahora seguía a Frey por el sendero hacia Valhalla. El brillo dorado de su Armadura del León Mayor era una anomalía en el paisaje nevado, un punto de calor en un mundo de hielo.

    Thor apretó los puños. "Mantendré un ojo sobre ti, Santo de Leo", prometió en un susurro gélido. "Y si tus intenciones no son puras, si vienes a deshonrar a Asgard o a nuestra Señora, te juro por Odín que tu Cosmo será congelado para siempre en esta tierra". La tensión en el aire se hizo palpable, no solo por el frío, sino por la furia contenida del Guerrero Divino que velaba en las sombras.
     
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    El sendero de piedra los condujo finalmente al corazón de Asgard: el pueblo que rodeaba el gran Palacio de Valhalla. Las casas eran de madera oscura y techos empinados, con inscripciones rúnicas en sus dinteles y pieles de oso colgadas como protección espiritual. Todo estaba cubierto por una fina capa de escarcha que el sol, tímido y oblicuo, no lograba disipar.

    A medida que Frey y Aiolia avanzaban por las calles, las mujeres mayores salían a las puertas de sus casas con expresión inquieta. Algunas apretaban contra su pecho figuras de Odín o simples ramas de abeto bendecidas. Su miedo no era irracional: sentían el rugido silencioso del Cosmo dorado que acompañaba al extranjero. Un Cosmo que no les hablaba en palabras, pero que era tan antiguo como el trueno.

    Pero las jóvenes, en especial las adolescentes, no apartaban la vista del rostro del caballero de Leo. Aiolia caminaba con el yelmo bajo el brazo, los cabellos dorados al viento, el rostro endurecido por el viaje, pero limpio como una estatua solar. Había algo salvaje y noble en él que hacía que muchas contuvieran el aliento.

    Lady Frey, sin prestar atención a las reacciones, hizo un leve ademán a uno de los guardias:

    Traed alimentos. Pan negro, mantequilla fresca, manzanas. Y aguamiel. Nuestro invitado viene de muy lejos.

    Aiolia asintió con gratitud, aunque en su interior ya había comenzado a notar otra cosa. Un Cosmo.

    No era cálido ni alegre. Era preciso, contenido, y se mantenía a distancia, como un arco tenso. Provenía de lo alto, desde una de las torres laterales de Valhalla.

    Aiolia no alzó la vista de inmediato, pero dejó que su Cosmo palpara el aire. Sintió la mirada de ese guerrero, amplificada por una percepción entrenada con años de disciplina. No era un guerrero raso. Era alguien peligroso.

    “Está cerca de la altura de un caballero de oro…” pensó Aiolia, mientras su rostro permanecía impasible. “Casi.”

    Y entonces sonrió. Solo “casi”. En el Santuario, esa palabra marcaba la diferencia entre los mortales y los elegidos por las estrellas.

    Fue en ese momento cuando una doncella se acercó a él. Tendría unos catorce años. Llevaba un vestido azul simple y las mejillas enrojecidas más por vergüenza que por el frío. Le ofrecía una manzana verde, grande y brillante, como si fuera un tesoro.

    Aiolia la miró, y por primera vez desde que llegó a Asgard, su rostro dejó de ser una máscara marcial. Sus rasgos se suavizaron. Tomó la fruta con cuidado, como si temiera romper algo sagrado.

    Gracias, dijo con voz grave, pero dulce.

    La niña bajó la vista, y Frey, al observar esa escena, no dijo nada. Pero supo entonces que el León de Atenea no era solo fuego… también era corazón.

    Cruzaron el último puente de cristal que separaba el pueblo del palacio, y al llegar al portón de hierro forjado que protegía la entrada principal de Valhalla, Aiolia lo vio.

    Hagen se encontraba allí, erguido como una estatua viviente en medio de la ventisca. Vestía ropas nobles, de cortes antiguos y tejidos gruesos, con bordados de plata que formaban runas y constelaciones olvidadas. Su capa, de viajero curtido en largas distancias, flotaba ligeramente al viento. En su cintura colgaba una espada de hoja recta, bellamente forjada, sin adornos innecesarios, y sus botas de cuero estaban hechas a medida, cubiertas por fajas que le daban el porte de un príncipe salido de una balada antigua.

    Era más alto que Aiolia, pero no buscaba imponerse. Su postura era firme, pero no desafiante. Cada uno de sus gestos hablaba de una disciplina férrea, de un entrenamiento cuidadoso, pero también de una compostura construida sobre el respeto.

    Cuando Frey se acercó, Hagen bajó ligeramente la cabeza. No era sumisión. Era algo más viejo, más ceremonial. Una reverencia nacida de la lealtad y la devoción.

    Lady Frey, dijo, su voz profunda como la madera vieja. Los preparativos están listos. La señora de Polaris lo recibirá cuando lo desees.

    Ni una palabra dirigida a Aiolia, pero el caballero de Leo no se sintió ignorado. Al contrario, la deferencia era evidente, como si su posición ya hubiera sido comprendida y respetada sin necesidad de protocolo.

    Pero lo que más llamó la atención de Aiolia no fue la compostura de Hagen, sino la manera en que, con gestos mínimos, se deshacía en atenciones por Frey. Le abrió el paso con naturalidad, pero también con algo de ansia contenida. Se adelantó medio paso para retirarle con elegancia una pequeña rama de escarcha de su hombro. Su mirada se suavizaba cuando ella hablaba, como si el solo acto de oírla bastara para aplacar las tormentas del norte.

    Era un caballero de hielo. Pero un hielo que sabía arder.

    Aiolia lo comprendió de inmediato. No había celos, ni recelo. Solo una curiosidad tranquila por ese hombre que parecía salido de un tiempo anterior al suyo. Un hombre que, en otra época, habría sido rey.

    Frey giró hacia Aiolia, señalando con una leve inclinación de cabeza las puertas de obsidiana y acero.

    Ven. La señora Hilda te espera.

    Y sin otra palabra, cruzaron el umbral del último gran bastión del norte, hacia la sala del trono, donde las verdades que separaban a dioses y hombres estaban a punto de ser desenterradas.

    No había sala del trono en Valhalla.

    A medida que avanzaban por los pasillos internos del palacio, Aiolia notó la ausencia deliberada de fasto divino. Las paredes estaban recubiertas con pieles de oso polar, y sobre los suelos, alfombras rojas oscuras, bordadas a mano con símbolos antiguos que hablaban de pactos, batallas y caídas.

    Pero más allá de todo eso, había algo que flotaba en el aire:
    una melodía.

    Al principio parecía apenas un eco lejano, como si viniera del mismo viento. Luego, con cada paso, fue ganando fuerza y presencia. Era un arpa, pero no una alegre. Sus notas eran largas, melancólicas, casi meditativas, como si lamentaran algo que aún no había sucedido.

    Frey se detuvo, ladeando el rostro con delicadeza.

    —¿Lord Mime...? —preguntó, con una voz apenas más alta que la música.

    Pero fue Hagen quien respondió, sin girarse.

    No. Es Lady Hilda.

    Esa sola afirmación hizo que Aiolia se irguiera un poco más. No lo sorprendía que la guardiana del norte fuera culta o refinada. Pero que aquella música doliente emanara de ella... le dio una idea de su espíritu que ninguna palabra podría igualar.

    Finalmente, llegaron al final del corredor. Una escalera abierta, amplia y señorial, conducía hacia una gran plataforma exterior en lo alto del palacio, donde el viento se arremolinaba con fuerza, como si incluso el aire se inclinara ante lo que allí residía.

    No era una sala del trono.

    Era un altar.
    Un lugar de vigilia.
    Un espacio reservado no para Lady Hilda… sino para el dios al que servía.

    En el centro de la plataforma, se erguía la colosal estatua de Odín, labrada en piedra negra y decorada con oro y zafiros oscuros. El dios no estaba sentado, ni en pose majestuosa. Estaba de pie, con Balmung —la mítica espada— en alto, como si aún combatiera por su pueblo en la eternidad.

    A los pies de la estatua, sobre un banco de madera tallada con motivos celestes, estaba ella.

    Lady Hilda de Polaris.

    No vestía con exceso. Llevaba un abrigo blanco de lana pesada, y su largo cabello caía como un río de plata sobre sus hombros. Tocaba el arpa con los ojos cerrados, y cada cuerda que sus dedos rozaban parecía provocar un suspiro en el viento.

    El Cosmo de Aiolia tembló en su interior. No por amenaza, sino por una especie de reverencia natural, como cuando un niño pisa por primera vez el mármol de un templo.

    Esa era la mujer que sostenía el equilibrio del mundo.

    Y sin que él lo supiera aún… esa melodía sería el comienzo de algo mucho más vasto que el simple crujir de un sello divino.

    Detrás de la plataforma, en un segundo plano pero visiblemente presentes, se congregaban los nobles de Asgard. Eran hombres y mujeres de mantos largos, broches enjoyados, cuellos altos y palabras medidas. Su presencia era silenciosa, pero no pasiva: observaban, analizaban, murmuraban entre ellos con disimulo apenas suficiente para no desentonar ante la solemnidad de la escena. Algunos eran ministros, otros jefes de clanes antiguos… y muchos más, simples aduladores, aferrados a la corte como hiedra a las columnas de Valhalla.

    Entre ellos, destacaba uno por su porte recto, su mirada firme y su historia grabada en el cuerpo:
    Lord Sid de Mizar Zeta.

    Al ver a Aiolia cruzar la plataforma, el protocolo dictaba una inclinación contenida, un gesto de reconocimiento diplomático. Pero el León de Atenea no era un hombre de medias reverencias.

    Caminó directo hacia él, apartándose momentáneamente de Frey, y le tendió la mano como si aún estuvieran en el campo de batalla.

    Sid. No esperaba verte aquí. Es bueno ver que sigues entero.

    El gesto tomó por sorpresa a varios de los cortesanos, cuyos murmullos se apagaron como si el viento mismo se los llevara. Pero Sid no dudó. Su rostro se suavizó con una sonrisa franca, y estrechó la mano del León con fuerza, como se hace entre iguales que han sobrevivido juntos al filo de la muerte.

    ¿Y cómo no estarlo, si tú estabas allí? —respondió con voz grave y clara. Luego, deslizó los dedos hacia su cuello, y bajó el cuello de piel para dejar visible una cicatriz que cruzaba la clavícula. —Ponto casi me arrancó la cabeza. Esta herida atravesó mi God Robe… si no fuera por tu rayo, Aiolia, no estaría de pie hoy.

    El caballero de Leo asintió, sin fanfarria.

    Los Titanes no eran enemigos para hombres sin honor. Me alegra ver que sigues siendo el mismo.

    Sid soltó una carcajada breve, sincera, que resonó como trueno contenido entre las piedras del palacio.

    Y tú el mismo insolente solar que rompe la etiqueta en cada tierra que pisa.

    Ambos rieron, y por un instante, el hielo ceremonial del lugar pareció derretirse.

    Desde el fondo, algunos nobles fruncieron el ceño, incómodos ante la cercanía que desafiaba jerarquías. Pero ni Frey ni Hilda —que seguía tocando su arpa sin dejar de observarlos con el rabillo del ojo— parecían molestos. Al contrario.

    Allí, entre capas y sonrisas contenidas, se revelaba lo que el verdadero respeto genera: un eco más fuerte que los salones, una alianza que no se curva ante el oro ni la política.

    Y Aiolia volvió junto a Frey, sabiendo que aquella reunión no era solo un mensaje diplomático.

    Era el comienzo de una verdad que no podía esconderse detrás de títulos ni coronas.

    Entre los cortesanos, uno destacaba no por exceso, sino por sobriedad. No vestía como un noble ni como un cortesano, sino más bien como un soldado. Llevaba un abrigo largo de lana oscura, sin adornos, sin oro, sin insignias innecesarias. Una espada reposaba en su cinto, sencilla pero impecablemente cuidada. Y, sin embargo, ninguno dudaba de quién era.

    Lord Siegfried de Dubhe Alpha, el más leal de los guardianes de Asgard. Mano derecha de Lady Hilda. Su porte era majestuoso, pero no ostentoso. Su belleza no era delicada ni efímera como la de los jóvenes poetas de los salones: era la de una estatua viva, esculpida en granito bajo el sol ártico. Alto, de espalda recta, mandíbula firme, ojos azules como el hielo que nunca se derrite.

    Siempre atento. Siempre presente.

    No dijo una palabra mientras Aiolia cruzaba la plataforma. Pero su mirada siguió cada uno de sus pasos, no con sospecha, sino con el tipo de vigilancia que sólo un guardián absoluto puede ejercer: una mezcla de deber, respeto y la conciencia de que cualquier sombra puede ocultar una amenaza.

    Siegfried no necesitaba hablar. Su sola presencia bastaba para recordar a todos los allí presentes que, si la estatua de Odín alguna vez cobrara vida, su reflejo caminaría en la forma de ese hombre.

    A cada gesto de Hilda, Siegfried se inclinaba sutilmente, o adelantaba medio paso si el viento soplaba más fuerte de lo debido. No como un sirviente, sino como un juramento hecho carne. Aiolia lo comprendió de inmediato: el lazo que unía a ese hombre con su señora no era de palabras, ni de títulos. Era sagrado.

    Y por un instante, el León de Atenea deseó que todos los que rodeaban a Atenea fueran así: silenciosos, leales, incorruptibles.

    Pero hombres como Siegfried eran raros. Raros como el oro verdadero.

    Cuando las últimas notas del arpa se desvanecieron como copos en el aire, Aiolia comprendió lo que en verdad había presenciado.

    No era solo música.
    Era una plegaria.

    Cada vibración de la cuerda resonaba con su cosmos cálido y envolvente, un aura que se expandía suave pero firme, como una madre que extiende los brazos sobre su pueblo dormido. El aire alrededor del palacio se templaba por ese poder invisible, pero constante. No era el manto de Odín lo que protegía los campos fértiles ni los techos sin escarcha. Era ella.

    Hilda de Polaris.

    Su cosmos no era violento, ni abrumador. Era firme, pero generoso. Era humano. Y por eso mismo, milagroso.

    Cuando terminó, se irguió con una gracia natural, dejando el arpa a un lado. El viento besó su cabello blanco como la primera nevada, y su piel clara resplandecía como el mármol antiguo, tibia bajo la luz fría del norte. Llevaba una túnica de lana blanca ajustada al talle, con una capa azul que se abría detrás de ella como alas que no necesitaban moverse para sostenerla. En su mirada había sabiduría, pero también una dulzura que desarmaba.

    Los aplausos vinieron desde atrás, discretos pero sinceros. Algunos nobles golpearon sus báculos en el suelo en señal de respeto. Aiolia no aplaudió. Estaba demasiado impresionado.

    Y entonces ella habló.

    Su voz era clara, elegante, cargada de un lirismo que no era afectación sino costumbre, como si cada palabra debiera ser digna del silencio que la precedía.

    León dorado de Atenea, dijo, con una sonrisa leve. —Que sólo pudo ser detenido por el hijo del trueno… ¿qué hace alguien de tan noble estirpe en tierras tan lejanas, más allá de los dedos del mundo?

    Aiolia tragó saliva. Por un instante, sintió el peso de su armadura invisible. Le avergonzaba su pregunta, como si empañara la santidad de ese lugar. Pero aún así, debía hablar.

    Lady Hilda… —comenzó, y su voz era firme pero suave. —En los últimos meses… se han avistado Marinas en distintos puntos del mundo. Guerreros de Poseidón que deberían estar dormidos.

    Los murmullos se alzaron como un viento súbito. Algunos nobles fruncieron el ceño. Frey mantuvo el rostro neutro. Sid se cruzó de brazos. Siegfried no se movió ni un centímetro. Pero Hilda… Hilda cerró los ojos.

    No por ira.
    No por vergüenza.

    Sino por comprensión profunda, como si esa preocupación también hubiera anidado en su corazón.

    El sello de Poseidón sigue tan firme como siempre. —dijo, abriendo los ojos con calma. —Lo vigilo yo misma, cada semana… durante el día de Odín. Ningún temblor ha perturbado su prisión.

    El viento pareció soplar más fuerte, como si la misma Asgard escuchara.

    Pero si esas Marinas han despertado, entonces algo se mueve bajo las aguas… algo que incluso el ojo más fiel no puede ver. —añadió, en voz más baja.

    Y Aiolia supo entonces que no hablaba sólo como sacerdotisa, ni como regente.

    Hilda hablaba como un ser humano con miedo. Y por eso, aún más digna de confianza.
     
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    joseleg

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    Aiolia cerró los ojos. No por duda, ni por dolor. Sino para guardar en su interior la paz que esa voz le transmitía. Hilda no mentía. No necesitaba hacerlo.

    Pero ella no había terminado.

    Podemos partir mañana al amanecer. —continuó con serenidad. —El sello está a dos días de distancia, más al norte… más allá de los valles nevados donde el sol apenas se atreve a tocar la tierra.

    Sus palabras no eran una orden. Eran una ofrenda. Y el León de Atenea, tocado por esa dignidad, se arrodilló.

    Os pido disculpas, mi señora… si mi presencia ha traído incomodidad a vuestra corte. —dijo con la frente baja, en el tono humilde que solo los más fuertes pueden usar sin perder su estatura.

    La sala entera guardó silencio.

    Hilda descendió los escalones de la plataforma. Sus pies no hacían ruido sobre la alfombra roja, y la capa azul noche se deslizaba tras ella como un río helado bajo la luna. Cuando estuvo frente a Aiolia, extendió las manos hacia él, sin palabras al principio.

    Sus dedos estaban cálidos, suaves a pesar del clima, a pesar de las responsabilidades que acarreaba. Las palmas de la Sacerdotisa de Asgard tocaban los guanteletes dorados del Santo de Leo, sin pretensión, sin temor. Un gesto de confianza sagrada, de aceptación profunda.

    Los enviados del Santuario son bienvenidos en estas tierras —dijo finalmente—. Y tú no vienes como emisario de amenaza, sino como uno que busca preservar el equilibrio. No has causado incomodidad alguna. Has recordado a Asgard que el mundo se mueve. Y que nosotros no debemos quedarnos dormidos en la nieve.

    Al oír esto, Aiolia alzó el rostro, y por un instante sus ojos dorados encontraron los azules de Hilda. No hubo desafío, ni rendición. Solo respeto.

    Entonces, la voz de Hilda se elevó con tono ceremonial, dirigiéndose a las jóvenes que aguardaban en los márgenes del salón:

    Doncellas de Asgard, hijas de los clanes del norte… —dijo, y las muchachas se inclinaron apenas—, atended al Santo de Leo como merece. Dadle reposo, abrigo, y pan. Que esta noche, el León duerma en paz entre nosotros.

    Varias doncellas se adelantaron. Llevaban trenzas de plata y túnicas bordadas con hilos de hielo. A pesar de su linaje noble, sus ojos se agrandaban con asombro al mirar al guerrero que se alzaba ante ellas. Algunas apenas podían contener la emoción de servir al huésped más ilustre que Asgard había recibido en una generación.

    Y mientras Aiolia aceptaba su compañía con gratitud silenciosa, supo que había entrado en un mundo antiguo, donde la hospitalidad era más sagrada que el oro… y donde el destino de los dioses dormía bajo el hielo.

    La noche había caído por completo sobre Asgard, pero en la gran terraza ceremonial, donde la colosal estatua de Odín con Balmung en alto se recortaba contra el cielo estrellado, aún ardían los braseros. Las flamas danzaban reflejadas en las placas de hielo que rodeaban el mármol sagrado. Desde allí, se divisaban las montañas, los campos de flores bajo el manto de calor de Hilda, y el pueblo que dormitaba como un rebaño bajo las estrellas.

    Allí, entre la nobleza de Asgard, Lord Sid hablaba. Su voz era grave, pero pacífica. En su cuello, la vieja cicatriz de Ponto palpitaba levemente bajo el frío.

    No temáis por la presencia del Santo de Leo. —dijo, con las manos cruzadas detrás de la espalda, contemplando la estatua del Padre de Todo. —He combatido con él. Lo he visto cubrir con su cuerpo a compañeros heridos, resistir sin miedo ante horrores que escapan a las canciones. Él y los suyos no son criaturas de ambición… sino guerreros de propósito.

    Uno de los barones del fiordo oeste arrugó el ceño.

    —¿Y por qué viene a indagar sobre sellos divinos? ¿Temen que no hemos cumplido?

    Sid alzó la mirada hacia el rostro pétreo de Odín. El viento le agitó la capa.

    No temen. Vigilan. Como lo haríamos nosotros si los signos fueran inversos. El mundo se mueve… y la nieve ya no es tan blanca como antes.

    Los murmullos persistieron, pero se templaron. Era difícil discutir con Sid, no porque impusiera miedo, sino porque hablaba con verdad. Una verdad que todos sentían pero ninguno deseaba decir.

    Con una inclinación de cabeza, el Guerrero Divino de Mizar se retiró, cruzando la terraza hacia el pasillo de piedra helada que conducía a las estancias de los guardianes.

    Fue allí, entre columnas escarchadas y penumbras anchas como catacumbas, donde Alberich emergió. No caminó: simplemente ya estaba ahí, como si la noche lo hubiese parido.

    ¿Acaso te crees esas patrañas que cuentas, Sid? —su voz era un susurro que rozaba los tapices congelados como una daga envuelta en terciopelo. —Tú me dijiste que el Patriarca de Atenea era inquietante. Lo recuerdo bien. ¿O acaso ahora confías ciegamente en sus emisarios dorados?

    Sid no se detuvo.

    Sus botas resonaron una sola vez más sobre la piedra antes de proseguir, su espalda recta como una lanza. No giró el rostro.

    No escucharé tus palabras venenosas esta noche, Alberich. No mientras haya un huésped bajo nuestro techo.

    El sonido de sus pasos se perdió en la brisa.

    Alberich no se movió. Solo ladeó levemente la cabeza, su cabello castaño cayéndole por el rostro, y una sonrisa torcida brotó como escarcha traicionera en la boca de un pozo antiguo.

    —“Pero mañana…” —susurró para sí— “mañana el hielo podría hablar.”

    La mañana siguiente llegó envuelta en un velo de bruma azulada, mientras las campanas de los altos torreones sonaban en honor al día de Odín. Aiolia de Leo emergió del ala este del palacio, donde las doncellas de Asgard le habían proporcionado descanso, alimento y silencio.

    Su Caja de Pandora dorada descansaba sobre sus hombros, sujeta por las dos correas cruzadas, resplandeciente bajo la débil luz del norte. No llevaba su armadura: había optado por las ropas del Santuario en tiempo de paz, una mezcla entre lo antiguo y lo moderno. Pantalones de mezclilla oscuros, resistentes como él mismo, botas de cuero negras de suela gruesa, y un peto oscuro de cuero flexible con hombreras discretas, que permitía libertad de movimiento sin perder dignidad. Sus guanteletes aún relucían, como un recordatorio de que, incluso en la tregua, el León no dormía del todo.

    En el gran patio de entrenamiento frente al palacio, donde los escudos del clan de Polaris y de las casas del oeste decoraban las columnas, ya le esperaban.

    Hilda de Polaris montaba su corcel blanco como la escarcha, alto, fuerte, de crines trenzadas con cintas rojas. Vestía como una valquiria, con una falda carmesí que flameaba con el viento, un corazón negro bruñido que reflejaba el cielo helado y un yelmo de acero coronado por alas blancas. Su cabello, perfectamente recogido en trenzas nobles, caía por la espalda como ríos de platino entrelazado.

    A su lado, sobre un caballo negro de patas anchas, estaba Sigfried de Dubhe, de rostro marmóreo, mirada constante, y espalda recta como una lanza. Como siempre, su atención no se apartaba de su señora ni un solo instante.

    Detrás de ellos, ya formadas en silencio, docientas cuadrillas de lanceros y arqueros de Asgard, resguardados por el brillo azulado de sus cotas y capas nevadas.

    Pero fue el tercero a la izquierda de Hilda quien capturó la atención de Aiolia.

    Un hombre de complexión atlética pero esbelta, casi frágil a la vista. Su tez era pálida, como porcelana, y su cabello de un rosa envejecido por sombras púrpuras parecía absorber la luz en vez de reflejarla. Sus ojos, de un verde claro como el hielo recién formado, no parpadeaban.

    Vestía con una austeridad que no pertenecía ni a reyes ni a guerreros: un traje celeste limpio y ajustado, sobre una camisa blanca de mangas cortas, como si el frío no le concerniera en absoluto. Sus manos estaban entrelazadas tras la espalda, su postura impecable.

    Hilda extendió una mano con nobleza y pronunció:

    Aiolia de Leo, Santo de Atenea… te presento a Alberich de Megrez, descendiente del linaje de los sabios de Asgard. —sus palabras eran suaves, pero su eco pareció resonar entre las columnas de hielo—. Él es la mente que resguarda nuestra historia, nuestras leyes, y nuestros secretos. El cerebro de Asgard.

    Alberich apenas inclinó la cabeza. Su mirada verde se posó en Aiolia con una mezcla de curiosidad clínica y sonrisa disimulada, como si ya lo estuviera analizando, midiendo, pesando… desde antes del saludo.

    Aiolia correspondió con una leve reverencia del torso, sin quitarle la mirada.

    Es un honor conocer al guardián de la memoria del norte.

    No hubo réplica. Solo la brisa helada que cruzó entre ellos, cargada de nieve en suspensión y electricidad contenida.

    Y así, la comitiva se alistó para partir hacia el norte. Hacia el lugar donde el sello de Poseidón dormía… o tal vez comenzaba a despertar.

    Caminaron durante todo el día, en fila majestuosa que serpenteaba entre los cañones nevados y los pasos helados del norte. La luz del sol apenas tocaba el mundo en esas latitudes, y aun así, bajo la guía del Cosmo de Hilda, la ventisca se abría como si temiera rozarla.

    Las palabras fluían con naturalidad entre Aiolia, Hilda y Sigfried. Hablaban de política y leyendas, de glorias antiguas y augurios venideros. Aiolia se mostraba afable, y aunque su rostro conservaba la rudeza de los guerreros de Santuario, había en él una gentileza al escuchar que no pasó desapercibida para la sacerdotisa de Asgard.

    Sigfried, siempre mesurado, aportaba reflexiones puntuales. Hablaban de la batalla en los montes de Cilicia, de los titanes menores, del asedio a la Puerta de Cronos, y de cómo la intervención de guerreros inesperados había inclinado la balanza.

    Pero fue entonces, cuando la conversación alcanzaba su tono más armónico, que una voz rasgó la cordialidad como una hoja fina corta la seda.

    Nuestro amado Lord Sigfried, —dijo Alberich, cabalgando más atrás, con el tono casual de quien lanza una daga envuelta en terciopelo—, solicitó con vehemencia ser enviado en ayuda del Santuario durante aquella guerra contra los Titanes.

    Los ojos verdes de Alberich miraron al frente, pero su sonrisa era audible.

    Una pena que nuestro mejor guerrero no les hubiera prestado su ayuda en aquel momento…

    El silencio que siguió fue seco y largo como el crujido de un glaciar al partirse.

    Aiolia no respondió de inmediato. Solo inhaló por la nariz, como si hubiera detectado algo podrido bajo la nieve. Su Cosmo no se agitó. Era un León que aún no había decidido si la provocación era digna de un rugido.

    Hilda giró ligeramente el rostro, sin fruncir el ceño, pero con la voz templada por el acero de la diplomacia.

    Lord Alberich no habla sin intención. —dijo con calma—. Pero en Asgard medimos el valor no solo por las acciones, sino por el momento en que se realizan.

    Sigfried, por su parte, no mostró reacción alguna. Su rostro siguió igual de firme, sus ojos clavados en el sendero.

    El Santuario fue defendido con honor por Aiolia y los suyos. —dijo simplemente, como quien afirma que el sol nace en el este.

    Y entonces, Aiolia habló, sin volverse, con una sonrisa leve en los labios.

    Los Titanes cayeron igual, con o sin Sigfried. Aunque no me habría disgustado combatir a su lado.

    No fue un desdén. No fue un elogio. Fue una afirmación serena de quien no necesitaba inflar su orgullo, porque el orgullo ya caminaba con él desde el alba.

    Alberich no replicó. Solo guardó silencio. Y ese silencio, en él, era más elocuente que mil palabras.

    El viaje prosiguió. Y entre los copos de nieve que comenzaban a caer al anochecer, algo invisible parecía deslizarse entre los corceles y las palabras.

    Una verdad que aún no había sido dicha.

    Aiolia cerró los ojos al compás del viento helado, dejando que el murmullo del bosque boreal lo arrastrara lejos… más lejos que los pasos de sus corceles, más allá de las nieves eternas, hasta un cielo ennegrecido por el humo de un volcán colérico.

    Fue cerca del Vesubio, murmuró el León, su voz apenas audible pero resonante como una verdad resguardada mucho tiempo. —Habíamos descendido por la ladera tras emboscar a los servidores de Pontos... cuando Melas Kyma me alcanzó.

    El nombre del ataque resonó como un eco entre los viajeros, pero Aiolia no explicó más. El mar negro de Poseidón lo había tragado por completo, un golpe que no solo quebraba huesos sino que apagaba cosmos. Su cuerpo se había rendido.

    Estaba inconsciente… todo se me escapaba. El aire, la luz, el tiempo. —Su tono no era melodramático, era clínico, como un cirujano del recuerdo—. Y entonces... fue él. Sid. Lord Sid.

    Sus ojos aún cerrados, su ceño se frunció levemente como si pudiera ver el pasado a través del velo del presente.

    Nos dio tiempo. Su rugido resonó como un trueno que rasgó el manto del caos. Cuando recobré la conciencia... lo vi. Vi su Garra del Tigre Vikingo alzarse contra Ponto. —Hubo un brillo en la voz de Aiolia al decirlo, pero fue sutil, contenido—. No era solo fuerza. Era... belleza. Era luz y frío en una danza que desafió el tiempo.

    Ponto llevaba una armadura invulnerable al hielo, que se burlaba del frío de este mundo y de otros. Pero la energía pura del ataque de Sid lo había alcanzado. No en la carne, sino en el orgullo.

    Lo hirió. No lo venció, pero lo hirió. Y ese instante... ese solo instante bastó.

    Aiolia calló. El silencio volvió a reinar en la columna de viajeros.

    Después de unos pasos más, el Santo de Leo sacudió la cabeza, sonriendo con una mezcla de pudor y resignación.

    No debería seguir hablando. Sonaría como si me vanagloriara, y no lo merezco.

    Pero no era vanagloria. Era memoria. Era deuda.

    El viento no respondió, pero entre los jinetes, Sigfried bajó ligeramente la mirada. Y más atrás, por primera vez desde que partieron, los labios de Alberich parecieron fruncirse apenas.

    Lord Sid fue un compañero de armas digno. —dijo Aiolia finalmente, sin afectación ni dramatismo. Solo eso. Y con esa frase, el pasado quedó cerrado como un libro bien leído.

    Cambió de tema con naturalidad. Su mirada se deslizó a los bordes del camino, donde flores de pétalos azul oscuro y tallos rojos brotaban como llamas dormidas sobre la nieve. Aiolia frunció el ceño levemente.

    La flora de este lugar es extraña. —dijo con curiosidad genuina. —Y eso que yo…

    Hilda rió. Su voz era clara y musical, como el chasquido de las gotas de deshielo cayendo en una fuente de plata.

    ¿Un Santo dorado intrigado por flores? ¿Qué será lo próximo? ¿Uno que estudie perfumes? —bromeó. Los soldados cercanos soltaron carcajadas, y hasta algunos corceles bufaron con la vibración del buen humor.

    Aiolia, sin perder la compostura, respondió con la misma seriedad con la que habría hablado de una técnica de combate:

    En el mundo exterior hay hombres que estudian las flores, mi señora. Se llaman botánicos. Y hay quienes se especializan solo en helechos, o en musgos, o en los líquenes del Ártico.

    El rostro de Hilda se tornó contemplativo. No se burlaba; escuchaba. Aiolia continuó:

    He estudiado sus artes. Puedo reconocer la flora de todo el hemisferio norte, desde las cumbres del Tíbet hasta los bosques de Canadá. Pero estas... —señaló con la mano—, no existen fuera de Asgard.

    Hilda asintió, satisfecha.

    Nuestro querido Lord Alberich también las estudia. —dijo con una mirada lateral y diplomática—. Quizás desee ilustrar a nuestro invitado.

    Alberich, que cabalgaba con una calma taimada, inclinó la cabeza, sin entusiasmo pero sin desdén.

    Por supuesto, mi señora.

    Y así, las siguientes horas del día se llenaron de conversación improbable. Mientras caminaban bajo el cielo pálido de Asgard, el Santo de Leo y el Cerebro de la corte discutieron sobre hojas, venas, frutos extraños y floraciones estacionales que ocurrían en condiciones de temperatura imposibles para el mundo exterior. Alberich hablaba con voz monocorde, pero su conocimiento era vasto, casi tan profundo como su desdén cuidadosamente disimulado. Aiolia lo escuchaba con paciencia, apuntando detalles en su memoria como si fueran mapas de un territorio olvidado por los dioses.

    Cuando cayó la noche, seguían hablando. Y aún al alba siguiente, con el hielo crujiente cediendo bajo los cascos, la conversación continuó hasta que el grupo se detuvo.

    Ante ellos se extendía un claro inmenso. En el centro, protegido por un círculo natural de rocas y cipreses de ramas blancas, se abría un pozo de aguas cristalinas.

    No humeaba. No brillaba. Solo existía. Transparente, profundo y silencioso como el ojo de un dios dormido.

    Hemos llegado, dijo Hilda.

    El corazón de Aiolia latió más fuerte. El sello de Poseidón estaba cerca.
     
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    El pozo se abría ante ellos como el ojo de una divinidad dormida. Un espejo perfecto de aguas cristalinas, tan quietas que el reflejo del cielo boreal parecía pintado sobre su superficie. Ni una brisa, ni un temblor, ni una hoja caída lo turbaban. Solo unas pocas aves blancas, posadas en sus bordes de roca negra, se atrevían a romper el silencio con su canto lejano.

    Aiolia descendió de su corcel sin decir palabra. Avanzó con paso firme hacia el borde del pozo, su expresión grave, su respiración comedida. Sabía que no se encontraba ante un simple estanque: ese era el sello.

    Cerró los ojos. Respiró profundamente.

    Y entonces, elevó su Cosmo.

    No fue una simple llamarada de energía. Fue una expansión que desgarró el aire, que hizo que el hielo crujiera bajo sus botas, que agrietó las piedras cercanas con la presión misma del Séptimo Sentido. La nieve voló en círculos, los árboles se doblaron bajo la violencia contenida del León Dorado, y los caballos se encabritaron. Hasta los soldados de Asgard sintieron cómo el poder de un Santo de Oro podía, si lo deseaba, partir montañas.

    Pero el pozo…

    Permaneció inmóvil.

    Ni una onda. Ni una vibración. El espejo de agua lo desafió con una serenidad absoluta.

    Aiolia contuvo su Cosmo. La tormenta terminó como había empezado: en un suspiro.

    Se necesitarían los doce Santos Dorados, reunidos y explotando todas nuestras técnicas al unísono, para quebrar este sello. —dijo con voz baja, casi como una confesión.

    Estaba turbado.

    Si el sello seguía intacto, si no había señales de fractura... entonces, ¿qué significaban las apariciones de las Marinas?

    Alberich carraspeó apenas, como si llevara tiempo aguardando la oportunidad.

    He oído rumores de que la antigua prisión de Cabo Sunion conecta con el reino submarino de Poseidón. —su tono era frío, respetuoso, pero afilado como el filo de una daga bajo terciopelo—. Aunque claro, esa zona pertenece más bien a la jurisdicción del Santuario… —y aquí su mirada se deslizó, serpenteante, hacia Aiolia—, uno esperaría que revisaran sus propios accesos antes de involucrarnos a nosotros.

    Un murmullo silencioso se esparció entre los soldados de Asgard. Aiolia lo sintió, pero no respondió al instante. En vez de eso, contempló de nuevo el agua. La superficie reflejaba su rostro con nitidez, pero también sus dudas.

    Finalmente, alzó la vista, sin enojo pero con firmeza.

    Si el sello sigue intacto aquí, y no en otro lugar, entonces el peligro está más cerca de casa de lo que temíamos. —dijo. No con reproche, sino con la gravedad de un guerrero que sabe que el tiempo se acaba.

    Hilda bajó la mirada hacia el pozo. Y el viento pareció detenerse.

    Un pensamiento repentino le turbó. No era el eco de un Cosmo hostil ni la alteración de las aguas perfectas del sello. Era un recuerdo, tan nítido como un susurro en medio del silencio.

    El Santo Padre.

    La Sala del Patriarca.

    Vestía su manto blanco, inmaculado, con una estola dorada que parecía tejida con rayos de sol, y sobre su cabeza, el yelmo ceremonial, coronado no por una pluma ni una cresta militar, sino por un dragón enroscado, símbolo del poder que dormía detrás de su voz suave.

    Yo mismo he inspeccionado en persona Cabo Sunion. —dijo aquel día con calma solemne—. El sello que contiene a las Marinas en Grecia está intacto, en perfectas condiciones. Por eso, debes viajar al norte, Aiolia de Leo. Pregunta a Hilda por qué no hemos recibido informes sobre su acceso al reino de Poseidón.

    Aiolia había asentido sin dudar. Pero ahora, ante la pureza inquebrantable del sello boreal, las palabras del Patriarca le pesaban en el alma como una lanza mal equilibrada.

    “¿Pensamientos traidores?”, se dijo. “¿O simplemente dudas... del hermano de un traidor?”

    No podía regresar a Grecia sin nada. No cuando aquí tenía frente a sus ojos la evidencia viva de la inocencia del norte.

    Y entonces habló, con voz medida, pero cargada de intención.

    Lord Alberich, dijo, girando hacia el estratega de Asgard, quisiera saber si existen… o existieron... otros accesos conocidos al reino de Poseidón, además de los sellados oficialmente.

    Alberich ladeó ligeramente la cabeza, y una sombra fugaz pasó por su mirada esmeralda. Respondió con la voz de quien camina sobre hielo muy delgado:

    No, pero… sí.

    Aiolia lo miró, intrigado. Alberich prosiguió, con tono contenido:

    El sello fue erigido para impedir que los sirvientes de ambos bandos—los nuestros y los vuestros—intentaran reiniciar un conflicto en ausencia de los dioses. Pero si Poseidón regresara en persona...

    Se encogió de hombros elegantemente.

    ...no necesitaría un sello ni un punto específico de entrada. Su voluntad podría manifestarse desde cualquier punto del océano. Vivimos, al fin y al cabo, en un mundo oceánico.

    Un silencio reverente se extendió entre los presentes. La idea no era descabellada, pero sí peligrosa. El océano cubría el setenta por ciento del mundo: si el dios regresaba, no habría frontera que contuviera su reaparición.

    He estudiado también las artes y las ciencias del mundo exterior, añadió Alberich, aunque con menos romanticismo que vos, caballero de Leo. Sé cómo fluyen las corrientes, cómo se elevan los niveles marinos y cómo se mueven las placas del lecho oceánico. El mundo cambia. Tal vez también sus puntos de entrada.

    Aiolia asintió lentamente. No como quien acepta una verdad absoluta, sino como quien guarda una pieza del rompecabezas para más adelante.

    Entonces, lo que debemos vigilar no es un lugar. Es una intención.

    Hilda asintió en silencio. Y sobre ellos, el espejo de agua continuó reflejando el cielo. Intacto. Sereno. Pero ahora, más inquietante que nunca.

    Alberich mantuvo su mirada clavada en el agua inmutable del pozo, como si buscara allí los hilos del tiempo mismo. Luego, con una ligera inclinación del mentón, habló de nuevo, y esta vez su voz ya no era sólo la de un erudito… sino la de un heredero.

    Mi ancestro, Alberich VI, luchó en la Guerra Santa en la que Poseidón resurgió por última vez. En aquel tiempo —continuó con un deje de orgullo contenido— el dios de los mares se alzó en alianza con el entonces sacerdote de Polaris. Fue una guerra distinta a todas las demás. Asgard no estaba dividido, ni subordinado. Combatimos como reino soberano.

    Aiolia frunció el ceño, sorprendido. No por la historia —conocía los registros brumosos de guerras pasadas—, sino por la transparencia con la que se la ofrecía.

    ¿Y qué ocurrió entonces? —preguntó con cautela.

    Alberich sonrió con los labios, pero no con los ojos.

    Mi antepasado dejó un registro críptico, como era costumbre entre los nuestros. Afirmaba que… cada vez que Poseidón regresa, lo hace encarnado en el hijo de una familia poderosa, siempre ligada al mar, al comercio oceánico, a los puertos del mundo. Su nombre ha variado con las eras. **En esa época—**hizo una pausa, buscando entre sus recuerdos—creo que mi antecesor Alberich XIV había rastreado su reencarnación hasta un linaje... el clan Solo, si mal no recuerdo. Una dinastía de sangre antigua y ambición profunda.

    Aiolia asintió lentamente. Ese nombre... lo había oído antes. Julian Solo. Un joven magnate, casi un príncipe en el mundo moderno.

    ¿Y ese conocimiento… no figura en los registros del Santuario? —preguntó, aunque ya intuía la respuesta.

    Alberich negó con suavidad.

    No. Mi ancestro fue... desterrado de Asgard. —dijo, con una nota amarga en su voz, pero sin perder la compostura—. Tras un duelo con el entonces Santo de Libra. Una lucha sin resolución clara, pero suficiente para desacreditarlo. Se le acusó de actuar sin mandato real. Su archivo fue dividido y dispersado entre nuestras bibliotecas menores. Yo mismo he tenido que recomponer lo que sé a partir de fragmentos.

    El silencio se volvió denso.

    Así que el Santuario no tiene el monopolio de las verdades ocultas. —murmuró Aiolia, más para sí que para los demás.

    El rostro de Hilda seguía imperturbable, pero sus ojos azules ahora brillaban con una gravedad helada. Sabía lo que aquello significaba. Si era verdad —si Julian Solo era de nuevo el recipiente—, entonces la guerra ya no era una posibilidad: era un reloj de arena invertido.

    Entonces, estamos todos atrasados. —añadió Aiolia—. Y divididos.

    Como siempre ocurre antes de que los dioses regresen. —cerró Alberich, con amarga lucidez.


    Las luces del NeoColiseo se atenuaron un instante, solo para estallar de nuevo en una sinfonía de colores y estruendo cuando el combate fue anunciado. El nombre de Jabu del Unicornio resonó en miles de altavoces, y el joven Santo emergió con su Manto centelleante, una mezcla de orgullo y arrogancia reflejada en su andar. Saludó al público alzando el brazo, exigiendo su aplauso.

    —¡No habrá sorpresas esta vez! —gritó con confianza mientras descendía al hexágono sagrado.

    El público rugía, las cámaras enfocaban cada movimiento. Todo el mundo estaba mirando. Literalmente: el Torneo Galáctico era transmitido en más de 90 países.

    Entonces, cuando su contrincante fue anunciada, el silencio cayó como un relámpago mudo.

    —Y frente a él... la representante de la Constelación de Pegaso.

    El nombre retumbó. Y la incredulidad fue inmediata. Una figura ligera, de estatura media, descendía por la pasarela. Su Manto de Bronce centelleaba como el de los demás, pero su silueta era inequívocamente femenina. Y sobre su rostro... una máscara plateada, el símbolo sagrado que cubría el rostro de las guerreras de Atenea. La ley que les prohibía amar, y que ocultaba su identidad del deseo del mundo.

    Una amazona.

    En medio de miles de espectadores, el desconcierto fue unánime. Muchos de los caballeros presentes sabían que Mitsumasa Kido había enviado a varones a entrenarse como Santos. Esto... era una anomalía. Un secreto. Una grieta.

    Saori Kido, desde su palco de cristal blindado, no pestañeó. Sus ojos violetas siguieron a la amazona con una mezcla de orgullo silencioso y cálculo estratégico. Ella sabía. Siempre había sabido.

    —¿Qué significa esto? —gruñó Jabu al árbitro. —¿Una mujer? ¿Una amazona participando en el Torneo Galáctico?

    La mujer no respondió. Solo se cuadró frente a él, con los brazos cruzados y su máscara brillando a la luz del coliseo.

    El árbitro tembló ante la tensión y solo levantó la mano.

    —¡Comiencen!

    Y entonces, el Cosmo de la amazona estalló.

    No fue como una llama, ni como un trueno. Fue como una explosión de estrellas furiosas, una onda de energía vibrante que sacudió los cimientos del hexágono. Jabu retrocedió de inmediato, no por el impacto físico, sino por la intensidad brutal que emanaba de ella. Esa no era una aficionada. Era una guerrera.

    El público gritaba. El comentarista titubeaba. Las cámaras giraban.

    Y arriba, en su palco, Saori Kido sonrió apenas.

    La Constelación de Pegaso estaba en buenas manos. Aunque el mundo aún no lo supiera.

    Los primeros segundos fueron un torbellino. Jabu del Unicornio se lanzó con velocidad precisa, sus golpes trazando líneas invisibles en el aire. Ella los bloqueó todos, con la fluidez de alguien que ya había bailado esa danza antes. Ambos se movían como sombras rápidas, el aire vibraba con cada roce de sus puños, con cada desvío. No eran ataques definitivos. Solo mediciones. Exploraciones tácticas que hablaban más de respeto que de hostilidad.

    —Es buena —admitió Jabu para sí, frunciendo el ceño.

    Entonces, ella retrocedió un paso. Sus pies se clavaron como estacas en la lona.

    Su Cosmo estalló, no como una ola, sino como una sucesión de impulsos. Cada uno más fuerte. Más brillante. Más vivo.

    —¡¿Qué...?! —murmuró Jabu, pero era tarde.

    Sus puños se desvanecieron en destellos. Una ráfaga de ataques descendió sobre él como una tormenta de estrellas fugaces. Veloces. Implacables. Coordinados. Eran conocidos por muchos nombres en distintas escuelas de entrenamiento: el Puño Meteórico, el Estilo de la Nebulosa, la Cadencia Estelar. Pero todos sabían cómo lo llamaban los cronistas del Santuario: Los Meteoros de Pegaso.

    —¡Pegasus Ryūsei Ken! —rugió una voz entre el público, antes de que los impactos se superpusieran.

    Jabu se defendió con fiereza. Cada golpe le arrancaba el aire. Bloqueó uno, dos, cinco... Pero el décimo le rozó la mandíbula, el decimocuarto le dobló el brazo. Y fue entonces cuando encontró su apertura.

    Giró sobre sí mismo, un torbellino de Cosmo y decisión. Su pierna derecha se alzó en un ángulo imposible, envolviéndose en un aura de energía violácea, como el galope de un corcel celestial.

    —¡Unicorn Gallop Big Bang! —exclamó con todas sus fuerzas.

    El impacto fue demoledor. La patada giratoria alcanzó a la amazona en pleno torso, elevándola por los aires como una hoja atrapada en un tifón. El público contuvo la respiración. La cámara la siguió hasta los diez metros de altura. Luego, como una estrella fugaz, cayó de cara contra la lona, el eco del golpe sacudiendo los altavoces.

    Jabu jadeaba. El ataque le había costado más de lo que quería admitir. Se sostuvo sobre una rodilla. Su brazo izquierdo colgaba flácido. Una costilla rota le impedía respirar a fondo.

    Pero se mantenía erguido. O al menos, lo suficiente como para que el árbitro no iniciara el conteo.

    Frente a él, la amazona yacía inmóvil. Un silencio brutal envolvió el NeoColiseo. Miles de ojos se preguntaban si aquella guerrera encubierta volvería a levantarse. Y lo peor para Jabu... es que él sabía la respuesta.

    Si ella se levantaba de eso... él no podría seguir.
     
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    joseleg

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    Ella se levantó de nuevo.

    El público, que hasta ese momento había estado vibrando con una mezcla de excitación y morbo, contuvo el aliento. En la arena del Coliseo, bajo los focos implacables del Torneo Galáctico, la Amazona de Pegaso jadeaba, su respiración áspera, húmeda, casi como si cada bocanada de aire desgarrara algo dentro de su pecho. Una línea escarlata emergía bajo su máscara, descendiendo por la comisura de sus labios ocultos. Era sangre.

    En la cabina de comentaristas, el presentador, de voz impostada y rostro maquillado, luchaba por mantener la compostura. "¡In-cre-íble!", balbuceó, su voz amplificada por los potentes altavoces. "¡Pegaso está herida de muerte, damas y caballeros! ¡Nuestro equipo médico de emergencia ya está listo en los flancos, pero parece que esta amazona...!"

    Jabu lo entendió de inmediato. Con su entrenamiento, con su experiencia... era evidente. Una costilla rota le había perforado el pulmón. El sonido apenas audible de su respiración silbante, como si burbujeara desde dentro, era un susurro de agonía. Las cámaras de alta velocidad del Coliseo, controladas por inteligencia artificial, se enfocaron en su torso. En las pantallas gigantes que rodeaban la arena, los análisis científicos se superponían: gráficos de presión pulmonar en picada, imágenes térmicas que mostraban la acumulación de sangre interna, y una simulación 3D del daño óseo que dejaba sin aliento a los espectadores más sensibles. Un equipo de expertos médicos en el panel de comentaristas fruncía el ceño, debatiendo la posibilidad de supervivencia y la ética de permitir que la lucha continuara. "A nivel biológico, es una locura", sentenció uno. "Ningún humano común podría seguir en pie."

    Pero entonces, sucedió lo imposible.

    Su Manto —el Cloth de Bronce de Pegaso, ese tejido vivo de constelación y legado— comenzó a vibrar. No era un simple objeto. Era una extensión de su alma, como los informes médicos comenzaron a detectar una anomalía cósmica. Las mallas internas del Manto se contrajeron, guiadas por el impulso invisible del Cosmo de Alani, que se concentraba con una voluntad férrea. Como un enjambre de partículas conscientes, las placas internas de aleación divina se deslizaron dentro de su cuerpo, con una precisión quirúrgica asombrosa, buscando la costilla astillada. En las pantallas, los gráficos de su pulso, que ya se creían estables por el shock, empezaron a subir, no en pánico, sino con una fuerza renovada. El comentarista, estupefacto, solo pudo tartamudear: "¡¿Qué... qué es esto?! ¡Los sensores están detectando una actividad cósmica sin precedentes en ambos contendientes!"

    Y entonces Jabu sintió algo... familiar.

    Su propio Manto del Unicornio comenzaba a hacer lo mismo. Un cosquilleo helado se deslizaba por su torso. El dolor que lo atravesaba como una lanza comenzó a disminuir. El hueso astillado, desplazado, era lentamente arrastrado hacia su lugar por un enjambre de energía microscópica, fusionando carne y hueso, músculo y voluntad. Los científicos en las pantallas ahora mostraban gráficos que desafiaban toda lógica: las células se regeneraban a una velocidad inverosímil, y el Cosmo actuaba como un catalizador, una medicina viviente.

    Los dos guerreros se mantenían en pie.

    Ambos sangraban. Ambos respiraban con dificultad. Pero ahora... ambos estaban listos de nuevo.

    —Ella no se rendirá —pensó Jabu, su mirada fija en esa figura herida y luminosa frente a él.

    —Y yo tampoco —concluyó.

    Sus Cosmos ardieron, no con arrogancia, sino con respeto mutuo. Porque solo alguien que ha estado a un paso de la muerte... puede comprender la voluntad de un verdadero Santo. El público, en un silencio reverente, sentía la inmensa energía que emanaba de la arena. Ya no veían un espectáculo, sino un acto de voluntad pura, una danza de dos almas que desafiaban los límites de lo humano. La arena del Torneo Galáctico se había transformado en un altar de sacrificio y resiliencia, donde la ciencia se inclinaba ante el misterio del Cosmo.

    La Santa de Pegaso flexionó las piernas. El Cosmo que la rodeaba crepitaba como una tormenta solar, reavivándose a pesar del daño interno, del dolor, de la sangre que seguía fluyendo bajo la máscara. Iba a atacar de nuevo. Sus puños comenzaron a moverse con la cadencia rítmica que anunciaba otra ráfaga de Meteoros. Jabu la reconoció al instante.

    Pero entonces… todo se detuvo.

    Ella quedó congelada en mitad del movimiento. Sus músculos se tensaron. Sus pupilas temblaron. El Cosmo aún ardía en su interior, pero su cuerpo no respondía.

    —¡Restricción! —anunció el comentarista, al borde del paroxismo, su voz vibrando en los altavoces del Torneo Galáctico—. ¡Una técnica prohibida por algunos códigos, pero perfectamente válida en este certamen!

    Jabu del Unicornio, erguido con los brazos extendidos, mantenía una postura ceremonial. Su Cosmo no se proyectaba como fuego, ni como hielo, sino como una onda invisible. Una vibración sónica que se extendía en múltiples frecuencias, imperceptible para la mayoría. Era un arte de combate mental. Ondas telepáticas y ultrasónicas salían de su mente, como cuchillas sutiles, capaces de alterar la sinapsis, los impulsos motores, incluso los ritmos del corazón. La Amazona de Pegaso, aún en pie, estaba clínicamente paralizada. Un solo error de cálculo y podría quedar inconsciente… o algo peor.

    Incluso los camarógrafos sintieron su efecto. Uno de ellos lanzó un alarido, quitándose los auriculares, el rostro pálido y sudoroso. —¡Frecuencia cruzada! —gritó otro— ¡Los micrófonos captaron parte de la onda! En las primeras filas del público, algunos espectadores comenzaron a llevarse las manos a la cabeza, una expresión de confusión y náuseas contorsionando sus rostros. Un par de ellos se tambalearon, sufriendo mareos repentinos, y una mujer vomitó discretamente en su regazo, sin comprender la causa de su malestar. Las cámaras térmicas enfocaron al público, mostrando patrones anómalos de actividad cerebral en los afectados, mientras los expertos médicos en la cabina de análisis señalaban nerviosamente las pantallas.

    El comentarista principal, en su cabina aislada, explicó rápidamente para la audiencia global: —Se estima que el cerebro de un humano común, expuesto directamente al campo ultrasónico de un Santo en Restricción, sufriría un colapso de las redes neuronales en menos de tres segundos. Por eso los árbitros del hexágono permanecen dentro de cabinas blindadas… y solo salen cuando hay que iniciar los conteos reglamentarios.

    En la arena, todo era silencio.

    La Santa de Pegaso temblaba, inmóvil. Su Cosmo aún brillaba, pero su cuerpo estaba suspendido, como atrapado por los hilos invisibles de un titiritero.

    Jabu la observaba en calma. La técnica no era cruel. Era un mensaje. Un reconocimiento. Y, también, un límite.

    —Si no puedes romper esto —murmuró para sí—, no puedes portar el Manto de Pegaso.

    Pero la historia de los Santos nunca ha sido la de los que aceptan los límites.

    Fue apenas un temblor. Una vibración sutil recorrió el cuerpo de la Santa de Pegaso, como un latido que no provenía del corazón, sino del Cosmo rebelde que hervía en lo más profundo de su alma. Jabu lo notó. La técnica de Restricción era precisa, pero no absoluta. Una voluntad suficiente podía quebrarla, aunque no sin dejar un momento de apertura… una fracción de segundo.

    Y ella lo logró.

    Su cuerpo tembló, primero levemente, luego con violencia. Sus brazos comenzaron a moverse, cada centímetro una batalla contra un enemigo invisible. El Cosmo de Pegaso rugió como un cometa contenido demasiado tiempo.

    Pero fue entonces cuando Jabu atacó. No con crueldad. Con precisión. Con deber.

    —¡Galope del Unicornio! —bramó, su voz atravesando la arena, rebotando en los muros del NeoColiseo como un trueno de justicia.

    Su cuerpo se convirtió en una ráfaga. Un destello púrpura, blanco y dorado cruzó el hexágono como un relámpago. El puño envuelto en Cosmo puro se cerró como una lanza de energía y se incrustó directamente en el centro de la coraza pectoral de la Amazona.

    El impacto fue brutal. Un sonido sordo y seco, como el crujido de una montaña al partirse, sacudió la arena. La armadura de Pegaso absorbió parte del golpe, pero fue arrojada hacia atrás con una violencia imparable. Su cuerpo voló más allá de los límites marcados por las líneas doradas del hexágono.

    El combate había terminado. El sistema del estadio lo confirmó antes que los árbitros. Una explosión de luces escarlatas y una voz automática repitieron: —¡Fuera del área de combate! Victoria para el Santo del Unicornio.

    En la cabina de comentaristas, la voz impostada del presentador irrumpió con energía renovada, mientras gráficos complejos aparecían en las pantallas holográficas del estadio.

    "¡Asombroso! ¡Simplemente asombroso, damas y caballeros!", exclamó el comentarista principal. "¡Nuestros sistemas de análisis cinético de punta han registrado el impacto del Galope del Unicornio con una precisión nunca antes vista! En su punto álgido, el puño de Jabu del Unicornio impactó con una fuerza de aproximadamente 1500 kilonewtons."


    Una voz femenina, la de la analista científica, se sumó con tono didáctico: "Para que nuestra audiencia global pueda comprender la magnitud de esto, imaginen la potencia. 1500 kilonewtons es el equivalente a ser golpeado simultáneamente por más de 150 automóviles de tamaño mediano moviéndose a toda velocidad. Es la fuerza necesaria para levantar 150 toneladas métricas de peso en un instante. Hablamos de una energía capaz de pulverizar rocas, doblar vigas de acero de alta densidad o, en términos más comprensibles, detener un tren de carga en seco con un solo puñetazo. La Armadura de Bronce de Pegaso, con sus materiales compuestos y su capacidad de absorción de Cosmo, fue la única razón por la que la Amazona no se desintegró al instante. Es un testimonio de la resistencia del Manto y de la increíble tenacidad de la Santa de Pegaso que incluso después de un impacto así, su Cosmo siga latiendo."

    La voz del comentarista volvió, cargada de asombro. "¡Así es! Es una fuerza que desafía las leyes de la física que conocemos. ¡Estos son los Santos de la Tierra, demostrando que su poder va más allá de cualquier cálculo científico!"

    El cuerpo de la Santa cayó fuera de la plataforma con dignidad: de pie al principio, luego de rodillas, y finalmente con ambas manos aún en alto, como si su espíritu no aceptara rendirse.

    Jabu también cayó de rodillas. No por agotamiento, sino por respeto. Porque sabía que aquel combate no era una victoria, sino un mensaje. Pegaso siempre se levanta. Y ella... volvería a hacerlo.

    Jabu observó la máscara. Estaba agrietada. Una línea delgada cruzaba la parte izquierda, como una cicatriz mal cerrada, pero el rostro detrás seguía oculto. Escupió al piso. Un gesto de frustración, no por desprecio, sino por impotencia. No sabía quién era. No sabía cómo se llamaba. No sabía por qué se levantaba. Solo sabía una cosa: estaba de pie. Su Cosmo, aunque agotado, aún ardía con claridad, como si el combate recién comenzara para ella. Jabu, en cambio, sentía que sus piernas eran columnas agrietadas, sosteniéndolo a duras penas.

    El Manto del Unicornio ya no vibraba con él. Su Cosmo descendía, y con él, la armadura se volvía una carga de metal estéril, pesada, ajena, incapaz de protegerlo más allá de lo que ya había hecho. La habilidad restauradora que tenían los Mantos cuando estaban en sintonía con el Cosmo de su portador seguía actuando, remendando su costilla, reforzando sus músculos, pero el vínculo se debilitaba, como una melodía que se desvanece entre los ecos.

    Ella, en cambio, aún brillaba. Aún estaba lista. Pero estaba fuera del hexágono. Eso marcaba la diferencia. Eso y solo eso le había dado la victoria.

    —En una batalla real… —murmuró Jabu, apretando los dientes— …yo estaría muerto.

    Los camarógrafos, que habían sido testigos de cada segundo de la brutalidad de la Restricción y la potencia del Galope, se movían con la agilidad de depredadores, capturando cada ángulo, cada gesto. Sus rostros, antes tensos por el efecto de la onda ultrasónica de Jabu, ahora mostraban un asombro reverente. Uno de ellos, con el visor aún encendido, susurró a su colega: "Nunca vi algo así... es... irreal."

    Mientras tanto, el árbitro de la arena, una figura imponente con un uniforme negro y dorado, salió de su cabina blindada. Su rostro era serio, profesional, inexpresivo. Se acercó a la línea donde la Santa de Pegaso había caído, levantó un brazo con autoridad y, con la voz amplificada por el sistema del estadio, proclamó: "¡La victoria es para el Santo del Unicornio!" La multitud estalló en aplausos y vítores atronadores, una marea de ruido y euforia que contrastaba con el silencio solemne de los dos guerreros.

    El comentarista narraba con euforia los detalles del combate, exaltando la victoria del Unicornio, mientras los sensores del NeoColiseo reconstruían los golpes en imágenes 3D para las miles de pantallas. Pero nada de eso importaba.

    Jabu, con la mirada aún fija en la figura inmóvil de Pegaso, sintió una punzada de vergüenza. Su pecho se oprimió, y una humedad incómoda nubló sus ojos. Sus puños se cerraron, las uñas clavándose en las palmas. Sabía que sus compañeros, Shiryu, Hyoga, Shun, Seiya... estarían viéndolo. Pero la mirada que más le quemaba era la que imaginaba desde la sala VIP de Saori Kido.

    Pensó en la delicada figura de la joven, sentada allí arriba, observando el "espectáculo". ¿Qué pensaría ella de su "victoria"? ¿Acaso creería que realmente había ganado, que había sido digno de su confianza? La verdad era un amargo nudo en su garganta: había "ganado" por una regla, por una formalidad, no por una superioridad aplastante. La humillación lo inundó. Las palabras del comentarista, los aplausos de la multitud, todo se convirtió en un zumbido distante. Sus labios temblaron, y por un instante, Jabu del Unicornio, el orgulloso Santo de Bronce, sintió que las lágrimas se agolpaban, traicionando la fachada de su dureza. La impotencia, la verdad ineludible de su inferioridad en una batalla sin reglas, era más devastadora que cualquier golpe. Apenas pudo contener el llanto, tragando saliva, apretando los dientes, deseando que ese maldito Combate Galáctico terminara de una vez por todas.
     
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    En uno de los pasillos más apartados del Neo-Coliseo, entre cables expuestos, cajas de sonido y cámaras portátiles, yacía un hombre tirado en el suelo, recostado con un cartón de jugo vacío como almohada y un poncho viejo cubriéndole el rostro. A su lado, una botella de licor medio vacía y una baraja de cartas desordenada. Un zapato estaba fuera de su pie izquierdo, y el otro lo usaba de almohada alternativa. Roncaba con la boca abierta.

    De fondo, la voz del comentarista seguía resonando por los pasillos, aunque algo amortiguada: "...¡Y así, damas y caballeros, el Santo del Unicornio se alza con una victoria innegable! ¡Un combate que pasará a los anales del Torneo Galáctico! ¡Qué despliegue de poder, qué tenacidad! El público está en pie, y con razón..."

    Dos guardias de seguridad se acercaron con el ceño fruncido. Llevaban auriculares tácticos y chalecos marcados con el logo de la Fundación Graad. Uno de ellos frunció la nariz.

    —¿En serio? ¿Cómo se coló este vagabundo? ¿El escáner no lo detectó? —Debe haberse metido con la prensa o el equipo técnico. Vamos, afuera, viejo.

    Uno de los guardias lo pateó suavemente en la costilla.

    —¡Hey, señor! No puede estar aquí. Este pasillo es de acceso restringido. Levántese.

    El hombre soltó un gruñido. Levantó apenas la mano y movió los dedos como si espantara una mosca. El poncho se deslizó, revelando un rostro barbudo y unos ojos apenas entreabiertos, inyectados de sueño y con el aroma inconfundible de una larga noche bebiendo.

    —¿Cinco minutos más...? —murmuró.

    El segundo guardia perdió la paciencia. Lo tomó por el brazo para levantarlo a la fuerza, pero en ese instante ocurrió algo extraño: sin levantarse del suelo, sin abrir completamente los ojos, el hombre flexionó apenas dos dedos de su mano libre, y una onda de Cosmo densa y sorda se expandió desde su cuerpo.

    Un crujido metálico recorrió el pasillo. Las lámparas del techo parpadearon, zumbando con una sobrecarga invisible. Ambos guardias cayeron de rodillas al instante, sus cuerpos inmovilizados por una presión invisible que les robaba el aliento. El aire se volvió denso, como si un yunque cósmico hubiese caído sobre ellos, sus auriculares tácticos silbando agudamente por la interferencia.

    El hombre se incorporó despacio, se estiró como quien despierta de una siesta junto al mar y bostezó sonoramente, restregándose los ojos. Luego, les habló con un tono ronco, relajado, sin gota de esfuerzo:

    —¿No les enseñaron a no tocar a un Santo sin invitación? Soy Lázaro de Norma, clase bronce, tercer combate del bloque B. Y si me levanté, no es por ustedes… es porque necesito un café.

    Luego tomó su botella, que ahora parecía tener líquido otra vez, y se la llevó a la boca como si fuera agua bendita, sus ojos entrecerrados brillando con una chispa astuta. Con pasos tranquilos y sin mirar atrás, se perdió en el pasillo mientras los guardias se recuperaban, temblando, sin saber si acababan de ser humillados por un borracho o por una leyenda vestida de harapos.

    Una pantalla del torneo en la pared proyectaba su rostro justo en ese momento, con la frase en letras rojas:

    El comentarista del torneo, con voz entusiasta, lo anunciaba mientras las cámaras recorrían el rostro inexpresivo de Shun y el despreocupado andar de Lázaro:

    —¡El siguiente combate será dentro de siete días! ¡Prepárense para una batalla única: Lázaro de Norma contra Shun de Andrómeda!

    Los vítores del público estallaron, pero pronto se dispersaron. El hexágono se vació y los miles de asistentes comenzaron a fluir hacia la zona común, un centro comercial futurista instalado como parte del complejo del Neo-Coliseo. Había cafés, restaurantes temáticos, tiendas de armaduras miniatura, gashapones con figuras de los Santos favoritos, y al fondo, una galería de bares con letreros de neón y luces bajas.

    Ahí fue donde Lázaro de Norma, ignorando toda formalidad, desapareció como una sombra entre la multitud. Al llegar a su bar favorito, pidió un trago doble de whisky con hielo y otro de sake para equilibrar el alma. Llevaba su chaqueta de cuero vieja, sin el manto, y los pies descalzos, caminando como si el suelo le perteneciera. Un par de meseros lo reconocieron, pero no se atrevieron a pedirle que se marchara.

    —A la salud de los que creen que un torneo salva el mundo... —murmuró, brindando en soledad.

    Fue entonces que un estruendo se escuchó en la puerta. Las miradas se giraron hacia un hombre mayor, recto como una vara y con una vara real en la mano: Tatsumi, mayordomo de la familia Kido, vestido de traje negro impoluto, con la cara roja de indignación.

    —¡¿¡QUÉ CLASE DE VERGÜENZA ES ESTA!?! —tronó con la voz que había hecho temblar a cientos de sirvientes en la mansión.

    Sin previo aviso, se abalanzó sobre Lázaro con su vara de roble. El primer golpe lo conectó directo en el hombro, el segundo en la espalda, y el tercero rebotó en la cabeza. Pero Lázaro no se movió. Ni siquiera parpadeó. Solo se estiró con pereza, sirvió más sake y suspiró con un tono casi nostálgico.

    —Tatsumi viejo... estás blando —dijo con una sonrisa ladeada—. Antes me dejabas marcas por días. Ahora tu brazo ya no me enrojece ni la espalda. Maldito viejo Kido, nos mandó al diablo a todos, ¿eh? ¡Y tú ahí, con tu vara, como si fueras el más macho! Recuerdo cómo nos latigabas por un mendigo pan. Qué tiempos.

    Se giró, alzó su vaso y con un gesto elegante le ofreció una silla.

    —Ven y bebe conmigo. Yo invito. Total, es dinero de tu ama, ¿no? Esa niña Saori... criada entre algodones, sin saber lo que es comer piedras para no morir de hambre en algún rincón del mundo. Como si importara su sangre divina, ¿no crees, Tatsumi? Al final todos somos carne de cañón para sus jueguitos.

    Tatsumi estaba rojo, furioso... y sin palabras. Dudó. Miró a los clientes del bar, que contenían la risa. Miró a Lázaro, que ya estaba sirviendo dos vasos. Y al final, con un gruñido resignado, se sentó frente a él.

    —Un vaso. Solo uno. Para que no digas que soy un tirano.

    —Claro, claro —rió Lázaro, brindando con él—. Por los buenos tiempos. Y por todos nosotros, los huérfanos del viejo Kido, ¿recuerdas? ¡Qué colección de parias nos juntó ese viejo, eh! Unos a la Isla de la Reina Muerte, otros al frío polar... A mí me tocó el maldito Tíbet. ¡El Tíbet! Con ese monje idiota, ese carnero dorado que se creía el centro del universo. ¡Qué fastidio! Un tonto que solo hablaba de paz y armonía mientras te congelabas el trasero y aprendías a golpear montañas. Ojalá lo hubiera visto aquí, en el ring, a ver si su armonía le aguantaba una buena paliza. Y ahora, en siete días, un mocoso con cadenas va a tratar de matarme frente a todo el mundo.

    Y el bar estalló en carcajadas, mientras el Santo de Norma seguía bebiendo como si el destino de la Tierra no fuera más que un mal chiste contado en voz baja.

    Tatsumi resopló con exasperación, apoyando las manos sobre la barra con los nudillos ligeramente temblorosos. Lázaro, con la camisa abierta, el pecho descubierto y las botas sobre un taburete vacío, bebía lentamente de un cóctel azulado, tan tranquilo como si no estuviera inscrito en el Torneo Galáctico, como si no tuviera que enfrentar a un Santo legendario como Shun en apenas unos días.

    —¡¿Y tú crees que esto es un juego, imbécil?! —espetó Tatsumi, alzando la voz sin llegar a gritar, cuidando aún el decoro. Sus palabras eran regaño, pero también ruego. Un ruego de viejo que no quiere ver morir a otro joven más—. ¿Crees que puedes entrar a ese hexágono solo por el maldito premio y un par de copas? ¡Esto no es un circo, Lázaro! ¡Es una guerra disfrazada de torneo!

    Lázaro no respondió. Se limitó a levantar la ceja, con esa expresión entre aburrida y divertida que sacaba a Tatsumi de quicio. Por un momento, ambos se miraron con seriedad. Y entonces, como si algo invisible se rompiera en el aire, Lázaro estalló en una carcajada larga, sincera, casi melancólica.

    —Tranquilo, viejo... Tu brazo ya no me enrojece la espalda como antes —dijo, con una sonrisa torcida, mientras empujaba otro cóctel hacia él—. Vamos, bebe conmigo. Tú y yo sabemos que ya no puedes golpearme. Los críos que entrenaste... regresaron convertidos en dioses de la guerra. Y yo lo sé. Tú también lo sabes.

    Tatsumi bajó la vista. Era cierto. Lo había visto en los ojos de Seiya, en la quietud mortal de Shiryu, en el fuego helado de Hyoga, en la tenacidad de Shun... y en la sombra en los pasos de Ikki. No eran niños. Ya no.

    Cuando el bar se fue vaciando y solo quedaban las luces cálidas de la madrugada, Lázaro, con los ojos entrecerrados, apoyó la frente en el borde del vaso vacío y murmuró, con una voz apenas más sobria que su aliento:

    —Oye, anciano... ¿servir a la niña vale la pena?

    Tatsumi lo miró. Había oído muchas preguntas a lo largo de su vida. Algunas lo habían dejado sin respuesta. Esta no era una de ellas.

    —Sí —dijo, sin titubeos—. Vale la pena. Porque cuando el mundo se tambalee de nuevo, y lo hará... será ella quien lo sostenga.

    Y se levantó, dejándolo solo con sus pensamientos, sus copas vacías... y un silencio espeso como el destino.

    Cuando las luces del centro comercial comenzaron a apagarse una por una, como si el mundo diera un suspiro cansado al final del día, Lázaro se deslizó hacia la salida con paso errático pero firme. Su silueta proyectaba sombras largas bajo los últimos neones del Neocoliseo. El murmullo de los ventiladores cesó, y por un instante todo pareció inmóvil.

    Fue en ese momento que lo sintió.

    No era un cosmo abierto ni desafiante. Era una presencia densa, rencorosa, cargada de resentimiento, que flotó en el aire por apenas unos segundos. Oscura. Vieja. Humana... pero distorsionada. Algo —o alguien— lo observaba. Lázaro se giró lentamente, pero no vio a nadie. Solo los reflejos sucios de los cristales y los pasillos vacíos. Lo que fuera, ya se había desvanecido.

    Resopló con fastidio. De su chaqueta sacó una botella metálica abollada, la destapó y bebió con ansiedad. El líquido bajó por su garganta sin consuelo alguno.

    —Ni esto me sirve... —murmuró.

    Porque aunque bebiera, la ebriedad nunca llegaba del todo. El metabolismo de un Santo de Atenea era más rápido que el de cualquier humano. Una bendición, decía su maestro, útil contra toxinas, venenos, y ataques químicos como los de Ichi de Hidra. Pero también una maldición para quienes solo querían escapar de sí mismos unas horas.

    Lázaro escupió con desprecio al piso, dejó que la saliva se mezclara con el polvo y el desdén, y salió del Neocoliseo. Afuera, la noche de Nueva York lo recibió como una bestia urbana: húmeda, ruidosa, sucia, infinita.

    Los rascacielos se alzaban como templos sin alma. La niebla se colaba entre las calles como si quisiera esconder a los que nada tienen. Y fue entre ellos, entre los sin techo, los abandonados, los olvidados, donde Lázaro pasó la noche. Uno más entre los caídos. Un Santo de Bronce sin armadura, sin gloria, sin destino aparente.

    Pero con el cosmo intacto, latiendo en su pecho como una brasa escondida entre cenizas.

    Shun se encontraba en silencio, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados, bajo las ramas del antiguo árbol donde su hermano lo llevaba a entrenar en los días de su infancia. Aquel tronco, rugoso y firme, guardaba aún los golpes torpes de un niño que no sabía —ni quería— pelear. Recordó con claridad esa primera vez: cuando su puño, tembloroso, apenas tocó la corteza… y se rompió a llorar.

    Ikki no se burló. No gritó. Solo lo abrazó, con esa ternura que pocos creían que el Fénix pudiera dar, y le dijo con voz baja pero firme:

    —No hay vergüenza en llorar, Shun. Pero si quieres proteger algo… algún día tendrás que aprender a resistir incluso cuando no te queden lágrimas.

    Fue ese espíritu, esa brújula inquebrantable, lo que le permitió sobrevivir a la Isla de Andrómeda, un lugar donde la compasión era debilidad y el afecto, traición.

    Luego vino otro recuerdo. Su maestro. Tres días después de que lo acogiera, bajo la lluvia salada de la isla, ese hombre de mirada penetrante y palabras escasas lo había llevado a una gruta, y le dijo:

    —Tú harás parte de la guardia personal de la señora Atenea. Así que no te entrenaré como al resto. Te forjaré, niño… para que seas un Santo de Bronce por fuera, pero por dentro...

    La frase quedó incompleta en el recuerdo, porque sus ojos se abrieron de golpe.

    El viento del parque se estremeció. Más de cincuenta presencias se desvanecieron como aves asustadas, cuervos expulsados por la sombra de un depredador mayor. No era que los hubiera atacado: bastó con abrir los ojos. Como un león que solo se mueve para acomodarse en su sueño, pero toda la selva enmudece al sentirlo.

    Ese era Shun.

    Su cosmo, contenido siempre bajo una máscara de amabilidad, era en realidad una fuerza aterradora. Antigua. Elegida.

    Y sin embargo, aún ahora, hacía el esfuerzo de mantener el velo, de parecer débil, amable, gentil. Porque él no peleaba por orgullo, ni por victoria. Peleaba solo por necesidad.

    Y en el fondo… su aura era tan poderosa que los cazadores enviados por alguien —quizás Marinas, quizás sombras del Santuario— lo sabían. Ya lo sabían.

    Andrómeda había despertado.
     
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    Lunes, 7 de la noche. El Neocoliseo de Nueva York hervía.

    Cada asiento estaba ocupado. No había espacio para un alfiler. Desde las gradas más altas hasta las butacas de cristal VIP, el público rugía como una bestia viva, una amalgama de banderas, rostros, luces y gritos. El país entero se había paralizado, las calles estaban vacías, y hasta los bares proyectaban el torneo como si se tratara de una final olímpica. Pero esto era más que deporte. Era algo más grande.

    Había demasiados ojos puestos en el coliseo. No solo de fanáticos o curiosos. Desde Moscú, Tokio, París y El Cairo, potencias enteras vigilaban con atención el desarrollo del torneo. Agencias de inteligencia, comandantes de defensa, entidades secretas… Todos sabían que los Santos no eran solo espectáculo. Eran armas vivientes, y este torneo —transmitido a nivel global— era también un mapa abierto del poder de Saori Kido.

    Seiya lo sabía.

    Por eso había bajado de las gradas, saltando los protocolos, y se ubicó en uno de los bordes del hexágono de combate. Llevaba una gorra y gafas, pero algunos técnicos lo habían reconocido y le hicieron paso. Su corazón latía rápido. Shun siempre le había preocupado. Era el más dulce entre ellos, el más amable. Delgado, esbelto, retraído. Siempre blanco de burlas, siempre protegido por Ikki. Pero esta vez... estaba solo.

    Y entonces, desde una de las puertas doradas del vestíbulo subterráneo, emergió Andrómeda.

    La reacción fue inmediata.

    Las cámaras se abalanzaron sobre él. Su rostro fue amplificado en las pantallas gigantes, y el efecto fue eléctrico. Un murmullo recorrió el estadio como una ola de viento. Después, gritos. Luego, llanto. Algunas mujeres —y no pocas— se desmayaron de pura histeria, y algunos hombres quedaron boquiabiertos, sin saber si aplaudir o persignarse.

    Shun caminaba con paso tranquilo, los cabellos cayendo sobre sus hombros como hilos de jade. Su melena, antes castaña, había adquirido un tono verdoso iridiscente, un reflejo claro del despertar de su Cosmo. No era un fenómeno común, pero tampoco inaudito. Aiolia lo había mencionado alguna vez, y Marin también lo explicó: cuando un Santo se conecta profundamente con su Sexto Sentido, el Cosmo puede cambiar incluso la biología de su portador. Y Shun… Shun ya no era el niño de la Isla de Andrómeda.

    Era un Santo real. Y ahora, todo el mundo lo vería.

    Seiya se quitó las gafas lentamente. Sus ojos no parpadeaban. Pero las palabras —esas que siempre brotaban con arrogancia o ímpetu juvenil— esta vez se le atragantaron en la garganta. Nunca se acostumbraría a ver a Shun así. Nunca.

    Entonces, Shun posó una mano sobre su hombro.
    —Gracias, Seiya —dijo con una sonrisa serena, profunda, como si hablara desde otro lugar, desde una conciencia mayor—. Supongo que… si mi hermano no hubiera estado, tú me habrías ayudado.

    Seiya apenas asintió. Sentía un nudo en el pecho.

    En ese momento, el Cosmo de Shun se encendió.

    Fue como si un rocío verde y dorado invadiera el coliseo. Su cofre se abrió con un destello elegante, silencioso, reverente. Y su cuerpo se elevó unos centímetros sobre el suelo, rodeado por un torbellino de luz. Primero, hilos metálicos surcaron el aire como fibras vivas, envolviéndolo desde los tobillos hasta la garganta. Se trenzaron en una túnica escamada, ceñida como una segunda piel, brillante pero fluida, de reflejos turquesa y malva.

    Después, surgieron las placas: los hombros, el pecho, las rodillas, ensamblándose como piezas de un rompecabezas divino, sin roces ni fricciones. Por último, una diadema curvada emergió sobre su frente, como una corona de estrella marina o de coral cristalino, que lo hacía ver más que un guerrero: un príncipe de otro mundo.

    El viento artificial del coliseo cesó. Todo era quietud.

    El Manto de Andrómeda lo había recibido. Y él, sin necesidad de palabras, había respondido.

    Fue entonces depositado con gracia en el centro del hexágono, sin impacto, sin ruido, como si la misma tierra lo respetara. Un aplauso general comenzó a expandirse, tímido al principio, luego firme, con furor.

    Y Seiya, desde el borde, solo pudo murmurar:
    —Shun… ¿cuándo creciste tanto?

    El Santo de Norma apareció desde el umbral con su Manto ya sobre los hombros, caminando con un aire despreocupado y casi burlesco. No tenía la presencia elegante ni la mística de su contrincante, pero tampoco lo necesitaba. Sabía que no iba a atraer la atención de ninguna damisela entre el público, no con la figura etérea de Andrómeda en frente, tan radiante y sereno, casi divino.

    Al verlo allí plantado como un ídolo griego, no pudo evitar soltar una risa seca.
    —Oye, ¿te acuerdas? —gritó con voz áspera—. Una vez te molesté toda una película dándote zapes en la cabeza.
    Shun no respondió.
    El Santo de Norma se llevó una mano al cuello y estiró el manto hacia abajo para mostrarle una cicatriz delgada bajo la barbilla.
    —Tu hermano ya pegaba fuerte. Me pregunto cómo volverá... La isla de la Reina Muerte no podría derrotar nunca al más fuerte de nosotros.

    Shun lo miró con calma. No con odio. Ni siquiera con incomodidad. Solo con una serena compasión.
    No veía al Santo. No veía al niño rabioso que una vez fue. Lo que Shun veía en frente era un muchacho sin futuro, arrastrado por la violencia, moldeado por el abandono, forzado a convertirse en un arma viviente.

    Entonces alzó la mirada, dejando a su oponente atrás por un momento. Sus ojos se elevaron hacia la sala VIP, hacia Saori Kido, que lo observaba desde lo alto. La iluminación le dibujaba un aura dorada a su alrededor.

    Recordó.
    Las palabras de su maestro, Albiore, la tercera noche tras su llegada a la Isla de Andrómeda.
    —Irás a Oriente, Shun. Te presentarás ante Saori Kido. La obedecerás como si fueran mis propias órdenes… y la protegerás como me protegerías a mí.

    Después de tantos años de entrenamiento, de batallas, de dolor, Shun seguía pensando en su maestro como un padre. Y era por eso mismo que en ese instante, con todo el público esperando acción, con las cámaras sobre él, Shun se preguntaba, una vez más…
    ¿Por qué esta violencia sin sentido?

    ¿Por qué, si habían jurado proteger la paz, debían alzar el puño contra sus propios hermanos?

    Lázaro rugió y atacó.
    Un golpe directo. Nada de fintas ni florituras.
    Usó la supervelocidad de los dioses.

    El impacto, a más de tres veces la velocidad del sonido, rasgó el aire con un estruendo sordo, como un relámpago seco retumbando en el cielo despejado del Neocoliseo.
    El público jadeó, las cámaras temblaron.
    Un relámpago. Un trueno. Un golpe que parecía destinado a partir al Santo de Andrómeda en dos.

    Pero cuando los ojos de los miles de espectadores lograron procesar lo que sucedía, Lázaro estaba inmóvil, su puño extendido… detenido contra la punta redonda de una cadena que flotaba frente al pecho de Shun, nacida del brazal izquierdo de su manto.

    Era la Cadena de Andrómeda.

    Un arma viva, consciente, dotada de un instinto que trasciende al tiempo, construida con los misteriosos materiales de los mantos, pero también con el legado espiritual de todos los portadores que la usaron antes.
    Un puño de un Santo debería ser capaz de triturar acero, abrir rocas, romper huesos a través de las armaduras… pero esa cadena no se inmutó.

    Lázaro tembló. No de miedo. Sino de comprensión.
    Ese era el poder del Cosmo cuando se niega a odiar.

    Entonces Shun abrió los ojos lentamente.
    Su mirada era limpia, compasiva.
    Su cosmos, aún contenido, no mostraba ni un ápice de sed de pelea.

    Ríndete, Lázaro —dijo con suavidad, casi con tristeza—.
    No quiero hacerte daño.
    Y sin embargo, era evidente que podía hacerlo.

    Lázaro no se detuvo. El rugido del público apenas era un murmullo en su mente ahora saturada de furia contenida y orgullo herido.

    —¿Crees que puedes pararme con una cadenita? —masculló.

    Su puño estalló en una serie de golpes en ráfaga. Una técnica aprendida de observar a Seiya, pero ejecutada con un ritmo propio, sucio, desordenado y brutal: un meteoro salvaje. El aire crujió. Una docena de impactos buscaban quebrar la defensa.

    Seiya, al filo del hexágono, sentía cada impacto de Lázaro como si lo recibiera él mismo. Su propio Cosmo ardía con una impaciencia casi insoportable, pero sus pies permanecían anclados a la zona de observación. "Es rápido," pensó, con los ojos entrecerrados, siguiendo el movimiento frenético del puño de Norma. "Casi tan rápido como yo... pero por muy poco." Esa ínfima diferencia, un microsegundo, quizás menos, era abismal para un Santo. La velocidad de Lázaro era un torbellino caótico, sin la fluidez o la precisión letal del verdadero León Menor, pero la ferocidad y el salvajismo lo convertían en una amenaza impredecible. La frustración le quemaba en el estómago; ansiaba la arena, el choque, la prueba.

    Pero entonces, la cadena comenzó a ulular. No fue solo un sonido: fue un lamento metálico, como un viento entre tumbas antiguas, y empezó a moverse en un patrón circular, como un anillo de muerte girando frente a su portador. Lázaro sintió que golpeaba un muro de hierro templado y, lo que era peor, sus propios impactos comenzaban a reflejarse. Uno le dio en la costilla, otro en el abdomen, otro más rozó su clavícula.

    —¡¿Qué demonios…?! —retrocedió, tambaleando.

    No eran golpes de Shun. Eran los suyos, redirigidos por una voluntad más antigua, más firme. La Cadena de Andrómeda no solo protegía: contraatacaba. Y Shun… no se había movido ni un paso. Solo alzó su mano izquierda, estirándola al cielo con la gracia de un danzarín. Un gesto fluido, elegante, sereno. Como quien llama a un halcón. Como quien le recuerda a una bestia salvaje que aún es su amo. La cadena giró una vez más y se detuvo. En calma. Contenida. Letal.

    El Neocoliseo rugió como nunca antes. Miles se pusieron de pie. Gritaban por algo más que una técnica. Gritaban por un Santo que luchaba sin odio.

    Mientras el clamor se alzaba en la arena, en una sala blindada y de alta seguridad, lejos de las luces del Coliseo, Saori Kido se encontraba sentada frente a un hombre de rostro grave y canoso: el Presidente de los Estados Unidos de América. Pantallas holográficas flotaban alrededor, mostrando mapas tácticos, gráficos de datos cósmicos y, en una esquina, la transmisión en vivo del combate de Shun, el eco de los vítores colándose tenuemente.

    —Señorita Kido —comenzó el Presidente, su voz teñida de una frustración apenas contenida, sin rodeos diplomáticos—, tengo que serle franco. La presión internacional es insostenible. Mis asesores de seguridad nacional están furiosos. La opinión pública… ¡es un desastre! Está utilizando adolescentes, menores de edad, en un espectáculo de combate público que ellos llaman un "torneo". ¿Entiende las implicaciones de esto, señorita? Los reportes hablan de niños con edades de... ¿nueve, diez años, siendo sometidos a entrenamientos brutales y después lanzados a combates televisados? Es una aberración.

    Saori, con la espalda recta y la mirada serena, a pesar de la tensión palpable, no vaciló. Sus ojos violetas se encontraron con los del líder mundial.

    —Señor Presidente —respondió ella, su voz tranquila pero firme—, lo que usted ve como un "espectáculo" es una preparación necesaria. El mundo enfrenta amenazas que sus ejércitos y sus armas nucleares no pueden comprender ni detener. Los Santos no son meros "adolescentes"; son guerreros elegidos, los únicos capaces de defender la Tierra de invasiones divinas que están más allá de la comprensión humana. Este torneo, a su pesar, es vital.

    El Presidente golpeó la mesa con un puño, el sonido seco resonando en la sala. —¡Vital! ¿Y qué hay de la convención de los derechos del niño? ¿Qué hay de los informes de la ONU sobre el reclutamiento forzoso que apuntan directamente a su Fundación Graad? Mis aliados me exigen explicaciones. Me preguntan si su organización es terrorista, si está creando una milicia de superhumanos sin control, operando al margen de la ley internacional.

    Saori bajó la mirada por un instante, un velo de tristeza cruzando sus ojos antes de volver a alzarlos con determinación. —La protección, señor Presidente, a veces exige sacrificios que la diplomacia no puede comprender. Los Santos eligen este camino, o este camino los elige a ellos. Sus destinos están ligados a la voluntad del Cosmo y a la defensa del planeta. Y créame, lo hacen por un bien mayor que cualquier tratado o ley humana. El debilitamiento del sello de Poseidón es real, las señales son inequívocas. Si mis Santos no estuvieran listos, si no estuvieran en su máximo poder, las consecuencias serían cataclísmicas para este planeta. Mis Santos son la última línea de defensa. Y sí, son jóvenes, pero su espíritu es más antiguo y su voluntad más fuerte que la de muchos adultos. Es una carga que ellos, y yo, hemos aceptado.

    El Presidente la observó, intentando descifrar la verdad en sus palabras. La pantalla en la esquina seguía mostrando a Shun de Andrómeda, inquebrantable, con la cadena girando. Era un símbolo de un poder que escapaba a su control, un poder que lo aterraba más que cualquier amenaza terrenal. La sala de crisis, con sus mapas y gráficos, parecía pequeña e insignificante ante la magnitud de lo que Saori Kido estaba defendiendo.
     
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    La grabación iniciaba con un silbido agudo. Una línea blanca cruzó el aire como un relámpago recto.

    —¡Fuego! —gritó el comandante de los Marines estadounidenses, su voz ronca por el intercomunicador.

    Una docena de fusiles M4 se descargó a quemarropa. Las balas perforaron el aire en ráfagas sincronizadas, una tormenta de plomo apuntada al centro de un blanco humano: Jabu del Unicornio. Pero las balas… no llegaron. Se deshicieron en chispas y virutas al contacto con el aire que lo rodeaba, como si una burbuja invisible las repeliera con una fuerza que desafiaba la física. Su Manto de Bronce, ajustado y reluciente, ni siquiera vibró. Jabu ni parpadeó.

    —¿Ese es el protocolo de prueba? —preguntó con fastidio, ajustándose el guante izquierdo—. Creí que al menos usarían algo serio.

    Desde un búnker subterráneo, los monitores mostraban múltiples ángulos del ensayo militar. Generales con uniformes impecables, científicos con gafas gruesas y mandatarios de varias naciones observaban en silencio. Detrás, de pie como un faro entre titanes de acero, estaba Saori Kido, su figura vestida de blanco impoluto contrastando con la austeridad del entorno.

    —¿Algo serio? —respondió un técnico con sorna por el intercom—. Muy bien. Prueba dos.

    Un rugido mecánico se alzó en la pista. Desde el extremo del campo de pruebas emergió un tanque M1 Abrams, sus orugas levantando una nube de polvo espeso, el cañón apuntando directo a Jabu con una intención letal. Un segundo después, el proyectil fue disparado.

    Explosión. Fuego. Fragmentos de concreto. Cuando el humo se disipó, Jabu seguía en pie. Iluminado por el resplandor de la detonación, su silueta se recortaba como una estatua mitológica. Su brazo derecho seguía extendido: había atrapado el misil con la mano, la ojiva deformada y humeante aferrada en su palma. Lo dejó caer con desgano al suelo, el metal caliente silbando al tocar la grava.

    —Listo para la tercera prueba.

    Un helicóptero Apache apareció, sus aspas batiendo el aire con furia, seguido de un lanzacohetes portátil disparado desde una trinchera, luego un bombardero a baja altura soltando su carga explosiva. Jabu los repelió todos. A veces esquivando con una velocidad que la cámara lenta apenas captaba, a veces con simples gestos del Cosmo que desviaban proyectiles como si fueran guijarros. Y finalmente, se impulsó con una fuerza descomunal, cayendo con una patada giratoria devastadora sobre el Abrams. El tanque explotó como una lata oxidada, sus placas de blindaje volando por los aires.

    En la sala de observación, los generales guardaban un silencio atónito, sus rostros una mezcla de miedo y fascinación. Solo las gráficas en las pantallas vibraban con fuerza: presión cinética, temperatura, daño estructural. Todo en rojo. Sobrehumano.

    —Lo que acaban de ver —dijo finalmente Saori Kido, avanzando con paso firme hacia el podio, con la seguridad innata de una reina ancestral— es apenas una fracción del poder de los Santos de Atenea.

    En la sala, conectados en videoconferencia, se veían los rostros tensos de líderes de la OTAN, Naciones Unidas, el Kremlin, Pekín, París, El Cairo, la India y el Vaticano. Algunos diplomáticos se santiguaban en voz baja. Otros cruzaban los brazos, ceñudos, la incredulidad grabada en sus facciones.

    —Durante milenios —continuó Saori, su voz resonando con la autoridad de siglos—, estos guerreros han sido la barrera silenciosa que ha evitado la aniquilación de la humanidad por fuerzas que sus gobiernos ni siquiera están preparados para comprender: dioses antiguos, entidades cósmicas, civilizaciones submarinas, Titanes, espectros de ultratumba.

    Hizo una pausa. Un click en el control remoto. Las pantallas cambiaron. Ahora mostraban imágenes borrosas de satélites: explosiones que no correspondían a armas nucleares. Ecos cósmicos. Fluctuaciones de energía anómalas en Grecia, Siberia, el Atlántico Norte. Fenómenos que los expertos militares habían clasificado como "inexplicables".

    —La leyenda habla de 100 Santos. Después se habló de 88. Pero la verdad, señores… es que quedan muchos menos. Y los enemigos… siguen regresando.

    Saori dio otro paso, sus ojos recorriendo las figuras de poder. —La Fundación Graad ha logrado avances teóricos significativos. Con ayuda de antiguos planos del Santuario y tecnologías modernas, hemos comenzado a replicar experimentalmente mantos de bronce. Pero nos faltan materiales de calidad militar, fuentes energéticas adecuadas, y, fundamentalmente, la cooperación internacional. No estamos pidiendo sumisión. Pedimos visión. Y ayuda. O el próximo ataque nos encontrará divididos, ciegos… y derrotados.

    Un parpadeo, y ahora estamos en el despacho de crisis de la Casa Blanca. El presidente McDriam se aparta del monitor, el rostro endurecido, su ceño fruncido.

    —¿Y usted espera que apruebe la participación de mis fuerzas y mis recursos estratégicos para… esto? ¿Santos? ¿Niños en armaduras mágicas?

    —Espero que comprenda —replicó Saori Kido, ya sentada frente a él, con una calma perturbadora— que mientras discutimos… Poseidón está despertando.

    El silencio fue absoluto. Un asesor, pálido, le entregó al presidente un informe confidencial: anomalías masivas en la fosa de las Marianas, un aumento exponencial de actividad sísmica suboceánica en puntos clave, la desaparición inexplicable de un escuadrón naval de vigilancia frente a Groenlandia. Datos que los militares habían desestimado como "fenómenos naturales anómalos".

    —Usted quiere aliados, señorita Kido. Pero yo veo armas. Armas incontrolables. ¿Qué me garantiza que sus "Santos" no destruyan ciudades enteras si se rebelan? ¿Qué me garantiza que no se conviertan en la próxima amenaza?

    Saori no titubeó. —La misma garantía que tiene usted sobre su arsenal nuclear, señor Presidente. Confianza. Y responsabilidad. La diferencia es que nuestros guerreros nacen para proteger. No para dominar. Su lealtad no es a un gobierno, sino a la vida misma.

    —¿Y si decido prohibir su torneo? —la voz del Presidente se endureció, sus ojos clavados en los de ella—. ¿Y si declaro a su fundación una amenaza global y movilizo a las fuerzas de la OTAN para desmantelar su "ejército" de niños?

    —Entonces rezaremos, señor Presidente. Porque eso significaría que la humanidad habrá dado la espalda a sus únicos defensores.

    En la pantalla detrás de ellos, la transmisión volvía a mostrar a Jabu, cubierto de polvo, bebiendo de una botella de agua con indiferencia mientras técnicos atónitos intentaban medir lo imposible.

    Sala VIP del Neocoliseo Lunes, 7:33 p. m. – A 3 minutos de iniciado el combate entre Andrómeda vs Norma

    La iluminación era tenue, casi lúgubre, contrastando con el brillo incesante del hexágono visible a través de los cristales polarizados. En lo profundo, los Santos combatían con una intensidad que desafiaba toda lógica humana, sus Cosmos crepitando como tormentas contenidas. Los murmullos del público, las ovaciones ensordecedoras de la arena, eran ahora ecos lejanos en la sala VIP, como el rumor del oleaje bajo una cúpula sellada.

    El Presidente McDriam había regresado a su asiento, su figura tensa proyectando una sombra de inquietud. A su izquierda, un asesor militar mascullaba entre dientes predicciones de escenarios catastróficos. A su derecha, dos directores de inteligencia discutían a media voz sobre tecnología de contención y medidas preventivas, sus tabletas emitiendo gráficos parpadeantes. Pero en el centro de ese pequeño universo tenso, imperturbable como una esfinge, estaba Saori Kido. Sus ojos violetas, parecían más viejos de lo que debían, cargados con el peso de un destino cósmico.

    En sus manos, el centro dorado de su báculo brillaba con una luz suave, intermitente, casi divina, respondiendo al pulso de su Cosmo invisible para muchos.

    Entonces habló el presidente. Su voz estaba cargada de culpa disfrazada de pragmatismo, cada palabra pesada con el dilema moral que lo consumía.

    —Cuando aprobé su torneo de… niños —murmuró, con un dejo de amargura y un deje de reproche en el tono— jamás imaginé que llegaríamos a esto. Creí que sería una exhibición controlada, una forma de ganar tiempo, no una declaración de guerra abierta contra el sentido común.

    Saori no respondió de inmediato. Solo apretó con fuerza el centro dorado del báculo. Una onda leve de Cosmo acarició la sala, apenas perceptible, como el pulso de un dios contenido, un suspiro del universo mismo. La tensión en el aire se volvió casi eléctrica.

    —No lo habríamos hecho —continuó McDriam, su mirada fija en el lejano hexágono donde las figuras de Shun y Lázaro se movían con una violencia coreografiada— si no fuera por la intervención directa de Su Santidad, el Papa de Roma. Fue su mensaje, su advertencia personal, lo que nos obligó a repensar nuestra posición. Él habló de visiones, de señales celestiales, de una inminente amenaza de Demoníaca confirmada por el propio Vaticano… Y aún así… —calló un segundo, sin mirar a nadie, como si la vergüenza le quemara el rostro—. La transmisión en vivo… me parece una atrocidad.

    Saori alzó la mirada, sus ojos perforando la armadura de cinismo del presidente.

    —Es necesaria —dijo, con una serenidad que heló la sangre del gabinete presidencial—. Lo que alguna vez fueron guerras sagradas ocultas, ya no pueden seguir siéndolo. El tiempo de los secretos ha terminado, señor Presidente. La humanidad ya no tiene el lujo de ignorar las fuerzas que se aproximan. O lo comprende ahora, o lo comprenderá cuando sea demasiado tarde.

    Un nuevo rugido se alzó desde la arena. Algo estaba ocurriendo con una violencia inusitada en el combate.

    Pero la sala VIP permanecía suspendida en otra clase de tensión, una tormenta silenciosa que se gestaba entre el poder terrenal y lo divino.

    —No podemos dejar que sus niños peleen nuestras guerras —dijo McDriam, casi en un susurro, como si la frase le quemara la lengua—. No podemos permitir que el mundo vea esto como normal. La estabilidad global depende de que los líderes sean los que tomen las decisiones, no seres con poderes cósmicos.

    —Ellos no pelean nuestras guerras —corrigió Saori, casi con dulzura, su voz contrastando con la dureza de sus palabras—. Ellos pelean guerras que están más allá de lo humano. Y lo hacen porque fueron elegidos. Porque escucharon el llamado del Cosmo. Yo no los recluté, señor Presidente. Yo… solo les di un lugar donde crecer, donde canalizar un poder que, de otra forma, los consumiría.

    Silencio. El presidente la miró. Por un instante, fugaz y aterrador, creyó ver otra cosa en esa joven. Algo inmenso. Algo que no era humano, una sabiduría milenaria asomándose en sus ojos. El báculo destelló una vez más, y por un segundo pareció que todo el salón respiraba al ritmo de su luz, un pulso cósmico que ignoraba las leyes de la física.

    —¿Y si el pueblo no lo acepta? —preguntó finalmente el presidente, su voz menos segura, más cercana a la súplica—. ¿Y si las democracias del mundo rechazan esta alianza con su Fundación? Mis gobiernos enfrentarán la ira de sus ciudadanos, la desconfianza global.

    Saori bajó la vista, una sombra de resignación cruzando su rostro.

    —Entonces el pueblo verá con sus propios ojos lo que está por venir. Las guerras ya no golpearán en la sombra, señor Presidente. Caerán sobre ciudades, sobre naciones enteras. Y los Santos serán su única defensa. Una defensa brutal, caótica, quizás incomprensible... pero la única.

    El presidente volvió la vista al hexágono, donde las cámaras enfocaban de nuevo a Shun de Andrómeda, etéreo y en silencio, la Cadena danzando a su alrededor como una serpiente dorada, un ángel de la muerte con rostro de niño.

    —Dios nos ampare —susurró McDriam, un escalofrío recorriéndole la espalda.

    Saori no lo contradijo. Porque ella sabía que, esta vez, ni siquiera Dios sería suficiente. Solo la voluntad humana, forjada en el crisol del Cosmo y el sacrificio, podría salvar lo que quedaba.

    Lázaro jadeaba. Sus puños ya no eran firmes. El sudor corría por su frente, y sus nudillos estaban agrietados. No había tocado a Shun ni una vez. La Cadena de Andrómeda giraba con una velocidad tan absurda que deformaba el aire a su alrededor. Las ondas del movimiento provocaban un murmullo sordo, una vibración casi mística que mantenía a raya todo ataque.

    Lázaro levantó la vista, midiendo la distancia. Pensó en saltar. Un ataque aéreo directo, un descenso desde el cielo como un meteorito… Pero su instinto —ese que los Santos nunca ignoran— le gritó que no. No podía hacerlo. No contra él.

    Entonces miró a su alrededor. Cientos de miles de espectadores. Millones a través del mundo, sus rostros proyectados en pantallas gigantes más allá del hexágono. Banderas ondeando. Gritos. Esperanza. Miedo.

    —Solo necesito dar un buen espectáculo —musitó con media sonrisa, mientras miraba de reojo a las cámaras flotantes que lo captaban desde todos los ángulos—. ¿No es así, niño bonito?

    El Cosmo de Norma explotó. Una ola de energía oscura y plateada lo envolvió. Sus pies se elevaron del suelo. Sus brazos se cruzaron sobre su pecho. El ataque definitivo estaba en marcha.

    —¡Big Bang: La Medida de la Mente! ¡La Regla del Valor!

    Una grieta invisible se abrió en la atmósfera. La luz se distorsionó, parpadeando de forma errática. La oscuridad rodeó a Shun, una neblina psíquica que penetraba hasta el alma. Y en ella… apareció su infancia, no como él la recordaba, sino deformada. Un reflejo turbio. Ikki, su hermano, ya no era el protector de siempre, sino una sombra cruel, vengativa, despectiva. Sus palabras eran puñales helados:

    —Eres débil. —No vales nada. —Te escondes detrás de cadenas. —Nunca podrás proteger a nadie.

    Shun lo escuchó todo. Lo vio todo. Y no desvió la mirada. Su rostro permaneció impávido, una máscara de serena determinación.

    Cuando la ilusión se disolvió, el Cosmo de Shun seguía intacto. Ni una grieta. Ni una duda.

    El silencio, denso por el asombro y la tensión, fue roto por gritos lejanos que se extendieron como un eco de pánico. Los espectadores más cercanos al hexágono comenzaron a convulsionar, sus cuerpos temblando incontrolablemente. Algunos se agarraban la cabeza con ambas manos, sus ojos desorbitados, otros gritaban sin saber por qué, presas de una angustia incomprensible. Varios se desmayaron, desplomándose en sus asientos o en los pasillos, y otros más intentaban escapar a tientas, víctimas del pánico masivo. El personal de seguridad y los paramédicos comenzaron a movilizarse, intentando controlar el caos incipiente. Los efectos psíquicos del ataque eran reales, y la psique humana común no podía soportar la brutalidad de la visión cósmica.

    Incluso Seiya, al borde del hexágono, quedó paralizado. No por lo que le pasaba a Shun. Sino por lo que él mismo había visto. Por un segundo, su mente fue arrastrada dentro del ataque. Y allí, en ese plano mental… combatía él mismo. Un templo antiguo, las columnas rotas bajo un cielo iracundo. Un Santo Dorado al frente, su aura imponente y aterradora. Un manto de León Menor destruido sobre sus hombros. Su pierna derecha rota. Sus puños temblorosos. Su espíritu… quebrado. Y ese Dorado usaba técnicas que solo conocía de su maestro, Aiolia.

    —¡¿Qué… qué fue eso?! —susurró Seiya con voz quebrada, el sudor frío corriéndole por la espalda. Su Cosmo estaba congelado. Ni un chispazo podía invocar, la revelación lo había impactado hasta la médula. Entendió entonces. Si él hubiera sido el contrincante de Lázaro… habría muerto, deshecho por sus propios demonios internos.

    Pero Shun no tembló. No retrocedió. Su Cosmo permanecía encendido, cálido, y tan brillante como al principio. Porque no luchaba para vencer. Ni siquiera para resistir. Luchaba porque había prometido proteger. Y su voluntad era más grande que cualquier ilusión, que cualquier herida, que cualquier eco de una niñez dolorosa.

    Desde la sala VIP, Saori cerró los ojos. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla. Y aunque el Presidente y los técnicos a su alrededor no lo supieran aún, una verdad innegable comenzaba a florecer en todos los corazones que presenciaban ese combate, tanto en el Coliseo como en las pantallas de todo el mundo: Aquel niño de mirada amable… era una muralla inquebrantable. Era la encarnación de la esperanza y la última defensa de la humanidad.
     
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    Lázaro respiró hondo. Su cuerpo aún ardía por dentro, pero ya no de furia ni orgullo herido, sino de una comprensión que lo desarmaba. Era una aceptación silenciosa, un reconocimiento brutal de la verdad que se había revelado ante él.

    Dio un paso más. Uno solo. Y lanzó un último golpe, sin rabia, sin técnica, solo para comprobarlo. La Cadena de Andrómeda se alzó una vez más. La punta esférica giró en un arco perfecto, chocando contra su puño con un sonido seco, sin resonancia. Impasible. Inquebrantable.

    —Tch… —gruñó con resignación, una mueca de derrota mezclada con un extraño respeto.

    Retrocedió un par de pasos. El sudor bajaba por su cuello, y su respiración aún era agitada, pero ya no había pelea en sus ojos, solo la claridad de quien ha visto lo ineludible. Levantó ambas manos, como un boxeador que reconoce a un campeón, aceptando la derrota con la única dignidad que le quedaba.

    —Me rindo —dijo con una sonrisa torcida, esa mueca que había usado para camuflar tanto dolor y sarcasmo a lo largo de su vida—. Eres muy bueno, niño bonito.

    Shun bajó lentamente la mano izquierda. La cadena cayó al suelo con suavidad, como si se hubiera dormido, sus movimientos fluidos y sin tensión.

    Lázaro no se retiró de inmediato. Se giró hacia el público, mirando especialmente a las primeras filas, a los rostros pálidos, las miradas perdidas, los cuerpos aún temblorosos y algunos aún vomitando por los efectos psíquicos de su Big Bang.

    Entonces gritó, su voz rasposa pero clara, resonando por todo el Neocoliseo con una honestidad brutal que nadie esperaba. Los comentaristas en sus cabinas se quedaron en silencio.

    —¡Oigan! ¡Lo siento! ¡De verdad! ¡No deberían estar tan cerca de un combate entre Santos! ¡Esto no es un maldito circo! ¡Esto es… esto es algo serio, imbéciles!

    Su voz fue amplificada por el sistema del Coliseo, y su tono no era burlón, ni teatral. Era real, un eco de humanidad cruda, directa, que rompió la cuarta pared del espectáculo, atravesando el brillo del show para tocar una fibra más profunda.

    Y algo extraño sucedió. En lugar de risas, de abucheos, de sarcasmos... el estadio estalló en euforia. Los gritos fueron de alivio. De emoción. De empatía. Aquel Santo de la Norma, que muchos habían juzgado como un bufón de bar, les había hablado desde el lugar donde los verdaderos miedos se esconden, desde el abismo de su propia alma atormentada.

    Y al hacerlo, los liberó un poco. Los que despertaban de la pesadilla lo hacían con lágrimas en los ojos, una catarsis inesperada. Como si los malos sentimientos que albergaban se disiparan. Como si algo en su interior hubiera sido enfrentado y, en parte, vencido.

    —Cuando logras enfrentar tus miedos… tu confianza mejora —dijo Shun en voz baja, más para sí mismo que para el público, aunque las cámaras captaron cada palabra, resonando en el corazón de los espectadores que lo escuchaban, un bálsamo para sus almas.

    Luego se volvió hacia Lázaro y hizo una reverencia tradicional, con una mano sobre el pecho, un gesto de respeto sincero entre guerreros.

    —Parece que no peleas por ella —añadió con suavidad, refiriéndose al Manto de Sagitario, al gran premio del torneo que había sido la zanahoria para todos.

    Lázaro se encogió de hombros, una sonrisa cansada dibujada en su rostro.

    —Mis ambiciones son más terrenales, niño bonito —dijo riendo con voz ronca—. Solo quiero encontrar un licor que de verdad logre emborracharme. Nada más.

    Y dicho esto, se dio media vuelta y comenzó a salir del hexágono, sin prisa, con las manos en los bolsillos, silbando una tonada olvidada. Ni siquiera miró hacia la sala VIP, ni a los comentaristas, ni al resto de los Santos. Solo desapareció entre las puertas metálicas, dejando atrás el rugido del Neocoliseo, y una estela de honestidad brutal que, irónicamente, había dignificado su derrota.

    Shun quedó solo en el centro de la arena. El viento artificial agitaba sus cabellos verdes. La cadena descansaba, enrollada suavemente en su brazo. Su Cosmo aún brillaba como una luz suave en medio del caos, un faro de paz en el corazón de la tormenta.

    Y en algún rincón del mundo, frente a una pantalla, un niño o una niña que lo observaba, decidió que quería ser como él.

    Entonces la cadena triangular del brazo derecho de Shun se agitó un poco, apenas un susurro metálico contra el viento artificial del coliseo. Solo un poco…

    Pero Shun lo notó de inmediato. Sus pupilas se dilataron levemente. No era una amenaza directa. No era un enemigo frente a él, con una malicia clara que su cadena pudiera rastrear.

    Pero había algo. Algo que los observaba. No, algo más complicado aún: muchos los observaban. Demasiados ojos, demasiadas presencias, en demasiados lugares invisibles al ojo común, ocultos en las estructuras metálicas del domo, en las pasarelas de servicio, en los puntos ciegos de las cámaras. Si solo se tratara de una, la Cadena de Andrómeda habría apuntado directo a ella, sin vacilar. Pero no lo hacía.

    Porque no era malicia. No era violencia explícita. Era un llanto. Un rencor sordo, una tristeza tan profunda que dolía, casi un grito silencioso del alma.

    Shun cerró los ojos. Y en ese instante, el mundo quedó en silencio para él. El hexágono desapareció, el rugido del público se volvió niebla lejana, sus vítores ahogados en un vacío etéreo. Todo lo que existía eran las fibras del Cosmo que lo rodeaban como una red invisible… Y entre ellas, una nota disonante. Una energía que no atacaba, ni amenazaba, ni gritaba. Solo estaba allí, pesada, persistente. Como una sombra en un rincón de la memoria. Un dolor no resuelto.

    —¿Quién eres…? —pensó Shun, como si pudiera hablarle sin palabras, proyectando su pregunta en esa resonancia anómala.

    Pero cuando intentó alcanzarla, cuando su Cosmo se extendió para tocar esa pena, ya no estaba. Solo el eco. Solo la sensación de que, entre los muchos ojos que lo seguían desde la oscuridad del Neocoliseo, uno lloraba en silencio.

    —¡Shun!

    La voz de Seiya rompió la introspección. El Santo del León Menor entró al hexágono con paso rápido, esquivando a los técnicos y asistentes que comenzaban a despejar la arena, con su chaqueta entreabierta y su gorra aún en la mano. El brillo en sus ojos era genuino, cálido, una mezcla de admiración y alivio. Casi fraternal.

    —¡Estuviste increíble! —exclamó, dándole un golpe amistoso en el brazo, una muestra de cariño ruda que solo ellos dos entendían—. ¡Ni un rasguño! ¡Hasta yo me habría complicado con ese loco de Lázaro! Su técnica del Big Bang fue... ¡uf!

    Shun sonrió. No con arrogancia. Con ternura. Era bueno tenerlo allí, sentir su presencia vibrante. Como si el mundo no estuviera tan oscuro, tan lleno de amenazas divinas y penas silenciosas.

    Seiya, más relajado ahora, lo miró con picardía, sus ojos brillando con una idea.

    —Oye, ¿vas a venir al orfanato? Lo trasladaron aquí, o abrieron una sucursal nueva… no sé bien cómo fue la cosa, pero te juro que es mil veces mejor que lo que nos tocó. Nada de esas literas incómodas o la comida racionada. Tiene camas de verdad, comida caliente todos los días, un patio techado enorme para que los críos jueguen...

    Y la voz de Seiya bajó a un susurro conspirador, como si revelara un secreto sagrado.

    —Y los niños tienen tabletas, hermano. ¡Tabletassss! Nada de piedras o garrotes para entrenar, ¿te lo puedes creer? Libros electrónicos, juegos... ¡una locura!

    Shun rió suavemente. Se le escapó una carcajada de esas sinceras, pequeñas, como cuando era niño y Seiya lo hacía reír entre entrenamientos brutales en los laboratorios de la fundación Graad en Tokio.

    —¿Tabletas? Eso sí suena a milagro… —murmuró, la imagen de un orfanato moderno y amable chocando con sus propios recuerdos amargos.

    —¡Y wifi! —añadió Seiya, como si hablara de una bendición sagrada caída del cielo—. En serio, tienes que venir. Los críos te van a adorar, son un montón de mocosos geniales. Y la hermana Margaret dice que eres como un ángel andante, así que seguro te echa el ojo para que le ayudes con los más pequeños.

    Shun asintió, con los ojos un poco más brillantes, conmovido por la inocencia y el optimismo de Seiya. Pero no dejó de mirar, por encima del hombro de su amigo, las sombras de las columnas más altas del Neocoliseo. Allí donde el Cosmo antiguo que había sentido seguía dejando una estela fría. Una promesa de que esa batalla, esa verdadera guerra que se libraba en las sombras, no había terminado.

    Aunque por ahora… valía la pena sonreír.

    El presidente McDriam no respondió de inmediato. Permanecía sentado, los codos sobre las rodillas, las manos entrelazadas y la mirada fija en el vacío, pero con los ojos ladeados hacia la figura serena de Saori Kido. En la sala, las pantallas proyectaban las repeticiones del combate entre Shun de Andrómeda y el Santo de Norma. Una de ellas mostraba, en cámara lenta y con gráficos de datos superpuestos, el momento en que la Cadena Nebular desviaba con gracia casi divina un golpe que, por su energía cinética, podría haber aniquilado a un batallón entero de infantería. Los informes técnicos parpadeaban en rojo, incapaces de procesar la anomalía.

    —Ataque físico a velocidades supersónicas, resistencia absoluta a armamento convencional, y ahora… ¿ataques mentales capaces de paralizar a miles de personas? —murmuró, sin mirar a nadie en particular, su voz rasposa por la tensión—. ¿De verdad espera que llamemos a esto un "torneo juvenil", señorita Kido? ¿Con qué cara lo presento ante el Congreso o la prensa?

    Saori no dijo nada. Esperó. Su presencia era un ancla, un silencio que pesaba más que cualquier palabra.

    McDriam apretó los dientes, el músculo de su mandíbula saltando. Sus temores, antes abstractos, se volvían vívidos, casi palpables.

    —Son armas vivientes, señorita Kido. Imparables. Imposibles de replicar. Usted... usted rompe todas las reglas del equilibrio militar global. Hasta hace unos meses, nosotros éramos la cúspide del poder. Mis fuerzas armadas eran la garantía de la hegemonía. Ahora, no sé si puedo decirlo en voz alta sin sentirme un necio.

    Volvió la mirada hacia ella. Había rabia, sí, la furia de un hombre poderoso que se siente despojado de su control, pero también temor. Genuino. Político. Existencial. Recordó algo que uno de sus generales más veteranos, un hombre que había visto la guerra en todas sus facetas, le había susurrado después de ver las pruebas de campo con Jabu:

    “Presidente, esa chica puede levantar un ejército sin fábricas, sin contratos de defensa. Sin logística compleja. Solo con fe. Con mitología. Con leyendas arcaicas. Y nos destruiría antes de que los satélites detecten el primer movimiento. Es una amenaza que escapa a toda doctrina militar.”

    Y ahora, la tenía allí frente a él, tan joven, tan pulcra, tan frágil en apariencia, como una colegiala vestida para una ceremonia… pero con ojos que no pestañeaban ante el poder más absoluto, un poder que había pulverizado un tanque Abrams con una patada. Hija de Mitsumasa Kido, pensó con amargura. Ese anciano infame, traficante de armas de la vieja escuela, creador de misiles de largo alcance, con contratos en todos los continentes… y también, por lo visto, arquitecto de una milicia secreta de semidioses adolescentes. Y ella era su heredera. Su hija adoptiva. O biológica. ¿Importaba? La sangre de la leyenda corría por sus venas, eso era lo que valía.

    Tragó saliva. Una parte de él quiso, con una furia helada que le helaba las entrañas, firmar la orden de invasión de Japón esa misma noche, movilizar cada portaaviones, cada escuadrón. Pero luego se dio cuenta de lo inútil que sería. ¿Qué sentido tiene atacar un país entero cuando la defensa real no está en radares ni acorazados, sino en los puños desnudos de seis o siete niños vestidos con relucientes trajes mitológicos? ¿Bombardear a una chica con una cadena que predice el peligro? ¿Enfrentar a alguien que destruye tanques como si fueran latas de refresco? No. No había sentido. El absurdo era palpable.

    Y entonces, Saori Kido se levantó. Lenta. Elegante. Como una aparición. Su figura, bañada por la tenue luz de las pantallas, parecía crecer, y su aura se convirtió en un glamour de carisma y belleza que trascendía lo meramente físico. No era solo la perfección de sus rasgos, sino una luz interna, una resonancia divina que se irradiaba, convirtiéndola en una visión hipnótica. Era la belleza no de una mujer, sino de una diosa encarnada, una que combinaba la gracia atemporal con la firmeza de la voluntad.

    Y al levantarse, hizo una reverencia. Una reverencia humilde. Una reverencia tradicional. Japonesa. Y, sobre todo… sincera. No una sumisión, sino un gesto de respeto profundo, de reconocimiento mutuo de la carga que llevaban.

    —El poder que ha visto, señor Presidente —dijo con una voz calma, tan firme como un ancla en medio del mar tempestuoso— no es nada comparado con el que enfrentaremos si los sellos se rompen. Poseidón se ha agitado en las profundidades del océano. Hades aún no ha despertado del todo, pero su Cosmo ya susurra en el Inframundo. Y las constelaciones de la guerra vuelven a moverse en el cielo, presagiando tiempos oscuros.

    Él frunció el ceño, escéptico. Su mente racional luchaba contra la mitología que se le presentaba. Pero ella continuó, sus palabras ahora con un matiz de urgencia, de una vulnerabilidad que desarmaba.

    —Mis Santos... los pocos que nos quedan... están agotados. No por los combates en sí mismos, sino porque sus Armaduras se agotan con ellos. Se han desgastado durante milenios de guerras silenciosas, defendiendo a esta humanidad incluso cuando nadie lo supo. Cuando la historia olvidó sus nombres. Y ahora... ya casi no hay forma de repararlas. El Oricalco es escaso, el Gammanium está agotado, y el Polvo de Estrellas ya no cae con la misma pureza.

    Alzó la mirada, y su Cosmo brilló tenuemente. No como un grito de guerra, sino como una plegaria silenciosa. Una súplica envuelta en dignidad, la fuerza de una deidad pidiendo ayuda a los mortales que protegía.

    —Necesitamos su ayuda. Necesitamos acceso a sus reservas de metales raros, de aleaciones experimentales, de materiales de defensa de grado militar. No para fabricar armas destructivas. Sino para mantener vivas las únicas armas que se han mantenido leales a la Tierra desde que los dioses caminan entre las sombras. Las únicas que se interponen entre la humanidad y su aniquilación.

    El presidente inspiró profundamente, el aire frío en sus pulmones. Algo temblaba en su interior. No miedo, no aún. Era la sensación de que el mundo, tal como lo entendía, estaba cambiando a una velocidad vertiginosa. Y que él, el líder de la nación más poderosa del planeta, ya no estaba al mando. Su poder, sus planes, su influencia… todo parecía pequeño y obsoleto ante la inmensidad que Saori Kido representaba.
     
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    En el orfanato Graad, una cálida tarde de domingo se tejía con risas infantiles, carreras imparables por los pasillos recién encerados y el aroma lejano de las pizzas del almuerzo servido hacía apenas una hora. Los niños, sin saberlo, se encontraban en el ojo de un huracán cósmico. Pero por ahora, la calma era un regalo precioso, un oasis de normalidad.

    En la sala de juegos, una pantalla LED moderna brillaba entre juguetes desperdigados, bloques de construcción coloridos y cojines estratégicamente desparramados en el suelo. Shun, con su habitual serenidad, Seiya, vibrante como siempre, y Miho, con su sonrisa dulce y ojos perspicaces, se turnaban con algunos niños para jugar a un videojuego de carreras futuristas. Los controles pasaban de mano en mano mientras los gritos de emoción y frustración llenaban el espacio como en cualquier tarde feliz de fin de semana. Shun se reía con una placidez contagiosa cada vez que uno de los pequeños le ganaba en una curva, aceptando la derrota con una gracia que fascinaba a los más chicos. Seiya, en cambio, protestaba con fingida seriedad, acusando al control de estar "embrujado" o a los niños de "usar trampas telepáticas", mientras Miho, con una sonrisa afectuosa, le daba un golpecito en la cabeza con una almohada por su dramática actuación.

    Pero entonces, el noticiero interrumpió la programación. La pantalla cambió abruptamente a la imagen de una presentadora con un tono urgente, sus ojos fijos en el teleprompter.

    Última hora desde el Neocoliseo de Nueva York. Los organizadores del Torneo Galáctico acaban de anunciar la suspensión temporal de tres combates de octavos de final, debido a la ausencia injustificada o no explicada de tres Santos de Bronce: el Santo del Lince, el Santo del Cráter y la Santa de Delfinus no se han presentado a sus registros presenciales, ni han respondido a las señales de localización cósmica enviadas por la Fundación Graad. Solo el Santo del Lobo se ha reportado en tiempo y forma, pero al no tener contrincante, su pase queda en espera. En consecuencia, se ha decidido adelantar el primer combate de cuartos de final: ¡Prepárense para una batalla legendaria! Seiya del León Menor vs. Shiryu del Dragón. El combate será transmitido en vivo este jueves a las 8:00 p.m., directamente desde el imponente Neocoliseo de Nueva York. Las autoridades del torneo aseguran que los protocolos de seguridad siguen activos, y no hay indicios claros de sabotaje o fuga de los Santos desaparecidos.

    Se hizo un breve silencio en la sala de juegos. Incluso los niños, aunque no lo entendieran del todo, podían sentir que algo importante estaba en juego, la atmósfera vibrando con una anticipación tensa. Los controles del videojuego yacían olvidados.

    —¿Así que me toca primero? —dijo Seiya, dejando caer el control sobre un cojín con un sonido sordo, la sorpresa apenas disimulada. Su rostro se tensó ligeramente, la emoción de la batalla ya encendiéndose en sus ojos.

    —Eso parece —respondió Shun con voz tranquila, sus ojos ya distantes, procesando la información—. ¿Estás nervioso?

    Seiya se levantó con un suspiro y se estiró el cuello, haciendo crujir sus vértebras. Caminó unos pasos por la sala, su energía vibrante, a pesar de la inminencia del desafío. —Un poco. Shiryu es fuerte. Muy fuerte. Conoce todos mis movimientos, y yo conozco los suyos. No me lo va a poner fácil. Pero… es justo. Peleamos con todo o no peleamos. Es la única manera.

    —Solo no te rompas nada —dijo Miho mientras lo miraba con una mezcla de ternura y preocupación, sus ojos grandes y expresivos—. Es un torneo, Seiya, no una guerra. No olvides que tienes que estar entero para los niños.

    Shun miró la pantalla, pero no veía la imagen de los reporteros ni el coliseo. En su mente, la cadena triangular de su brazo derecho todavía zumbaba con una inquietud tenue. Aquel sentimiento de ser observado, aquel rencor apenas perceptible que había sentido en la arena… no había desaparecido del todo. Era una sombra persistente, una melodía disonante en la sinfonía de Cosmos que lo rodeaba.

    —No es solo un torneo —murmuró Shun, casi para sí mismo, la voz apenas audible.

    —¿Dijiste algo? —preguntó Seiya, girándose, la mente ya enfocada en su próximo rival.

    —Nada —respondió Shun con una sonrisa amable, un velo que apenas ocultaba la seriedad en sus ojos—. Solo… que espero que estés listo.

    Pero sus ojos estaban distantes, más allá del orfanato, del televisor, del cielo mismo. Porque aunque el combate entre Seiya y Shiryu fuera legítimo, aunque pareciera otro duelo entre hermanos de armas por la gloria del torneo, algo más se estaba moviendo en las sombras del Neocoliseo. Algo que aún no tenía nombre… pero que todos sentirían muy pronto, como un escalofrío en la espina dorsal del mundo. La desaparición de los Santos era solo el primer síntoma.

    Shun bajó la mirada, pensativo, mientras el sol que entraba por las ventanas del orfanato dibujaba líneas suaves sobre sus mejillas. La algarabía de los niños seguía de fondo, pero entre él y Seiya se formó un pequeño silencio que parecía impermeable a todo ruido, un espacio íntimo de reflexión.

    —Mi maestro —repitió Shun con voz baja, casi como evocando una plegaria o un antiguo mantra— es un Santo de Plata. Albiore de Cefeo. Me dijo que el guardián del Manto del Dragón era el más viejo entre todos los Santos vivos, que había peleado en la última Guerra Santa contra Hades y sobrevivió. Un eco de aquellas batallas, donde el cielo se oscurecía con el choque de Cosmos y las estrellas caían como lágrimas.

    Seiya asintió, con los brazos cruzados, una sombra de asombro cruzando su rostro.

    —Lo he escuchado también. Dicen que ese viejo maestro vive en los cinco picos de Rozan, meditando junto a las aguas del Loto Eterno. Que su Cosmo es tan antiguo como la misma Tierra. Jamás abandonó su puesto, ni siquiera para saludar al nuevo Patriarca. Dicen que incluso el Antiguo Patriarca lo respetaba como a un igual, consultándolo en secretos que nadie más conocía. Cuentan que su sola presencia detuvo una vez una avalancha con un gesto de la mano, durante un invierno particularmente cruel.

    Shun lo miró de reojo, curioso.

    —¿Crees que sea sabio?

    Seiya soltó una risa nasal y se encogió de hombros. —Debe serlo. A su edad... nosotros debemos parecer mariposas efímeras a sus ojos. Entrenamos diez años o menos y nos creemos veteranos. Él ha vivido... ¿cuánto? ¿Doscientos años? ¿Más? ¿Quién sabe qué horrores habrá presenciado en esas guerras santas, de las que solo nos llegan fragmentos borrosos? A veces, cuando cierro los ojos y me concentro, siento un eco de viejos Cosmos estallando, de cielos cubiertos de polvo cósmico y gritos silenciados por la magnitud de la destrucción. Son solo flashes, pero te ponen los pelos de punta.

    Shun se quedó callado. Su Cosmo vibró débilmente, con ese pulso suave y constante que lo mantenía en equilibrio, un contrapunto a la efímera violencia que habían vivido.

    —¿Y tú, Seiya? —preguntó al fin, sin levantar la voz, sus ojos fijos en la nada—. ¿Por qué peleas?

    Seiya bajó la mirada por un instante. En su rostro apareció una sombra distinta, una más humana, más vulnerable, que rara vez mostraba. La determinación habitual se atenuó para dar paso a una honestidad cruda.

    —La verdad... —empezó, rascándose la nuca, un gesto nervioso—. Esa niña rica nos prometió cosas si entrábamos al torneo. A mí me dijo que... que me ayudaría a encontrar a mi hermana, Seika. Que usaría toda su fortuna, sus contactos, esa influencia que tiene por todas partes... todo. Si peleaba. Era una oferta que no podía rechazar.

    —¿Y por eso peleas? —insistió Shun, su tono suave, sin juicio.

    Seiya alzó los ojos, y por un momento se notó la chispa de ese fuego interno que lo volvía tan inquebrantable, la verdadera motivación emergiendo de las profundidades de su ser.

    —No estoy obligado a ganar, ¿sabes? Ella solo me pidió que luchara. Pero cada vez que entro a ese hexágono... cada vez que me enfrento a otro Santo… es lo único que me importa. Como si... como si en ese momento el mundo se redujera a un solo golpe. Uno más. Uno limpio. Uno justo. Es ahí donde me siento… vivo. Completo. Es mi lugar.

    Shun sonrió levemente. —Entonces eres como mi hermano. Para él, el combate no es un camino... es su hogar.

    Seiya sonrió también, pero sin arrogancia esta vez. Miró la pantalla donde su nombre ya figuraba junto al de Shiryu del Dragón. El primer combate de los cuartos de final.

    —¿Y tú, Shun? —preguntó finalmente, el peso de la pregunta llenando el espacio entre ellos—. ¿Por qué peleas tú?

    Shun no respondió enseguida. Solo cerró los ojos, y la imagen de Saori, del coliseo, de su maestro Albiore, de las sombras que lo observaban con ese rencor antiguo, y de su hermano lejano, Ikki, apareció en su mente como una constelación de memorias, brillando y difuminándose. Cuando volvió a abrirlos, había en su mirada una quietud poderosa, casi insondable.

    —Porque alguien tiene que proteger a quienes no pueden pelear. A los que sufren en silencio. Y porque... aún tengo algo que demostrarme a mí mismo.

    Un destello cruzó sus pupilas. No era de fuego. Era de compasión. Pero una compasión que podía resistir montañas, una fortaleza forjada en el dolor ajeno.

    La noche caía lenta y húmeda sobre Nueva York, el cielo cargado de nubes pesadas y salpicado por el resplandor artificial de los rascacielos. El Neocoliseo, sin embargo, se mantenía como un faro de luz y rugido, un titán moderno encendido por miles de voces, cámaras, y la emoción vibrante de un evento que había trascendido el deporte. Afuera, los vendedores ambulantes ofrecían perros calientes cubiertos de cebolla dulce y mostaza picante, galletas temáticas con el emblema de Pegaso y camisetas con las frases “¡Gana, León Menor!” o “¡El Dragón nunca cae!”. El olor a grasa caliente y algodón de azúcar flotaba en el aire, mezclado con el perfume de la lluvia próxima, que no terminaba de caer.

    Dentro del complejo, un ala entera había sido reacondicionada como una especie de catedral tecnológica del Cosmo, un homenaje nacional al poder de los Santos. Por este corredor, en medio del bullicio y las luces, avanzaba silenciosamente Babel de Centauro, oculto bajo un abrigo largo de paño oscuro y una gorra de beisbol que le cubría parcialmente el rostro. Caminaba con paso calmo, casi indiferente, pero su Cosmo, contenido bajo un férreo control, palpaba con atención cada esquina, cada aura, cada vibración.

    Ese pasillo no era común. Las cámaras lo evitaban deliberadamente. Custodiado por soldados privados de Graad, el recinto se abría como un templo a media luz, con un techo abovedado de acero y cristal, y columnas translúcidas que reverberaban con luces doradas. En el centro, una serie de nichos verticales alojaban los cofres de los mantos. No los llamaban así, claro. Para el público estadounidense eran simplemente “las cajas de los guerreros”, pero Babel sabía lo que eran en realidad: vasijas sagradas, receptáculos de poder ancestral, sellos materiales del alma de una constelación.

    Había diecisiete cofres en total. Dieciséis estaban alineados como una doble columna: los mantos de bronce. La mayoría estaban cerrados, sólidos, como ataúdes de plata. Cinco estaban vacíos, sin luz, sin vida: aquellos cuyos portadores aún no habían regresado o no habían entrado en combate.

    Pero en lo alto, dominando el salón como una reliquia celestial, descansaba uno distinto: el Cofre del Manto de Sagitario. Tallado en un metal que parecía brillar con luz propia, de un dorado apagado, decorado con insignias arcaicas que solo un verdadero Santo sabría leer.

    Y ahí estaba el problema.

    Babel sintió el Cosmo de cada uno de los cofres de bronce. Algunos eran tenues, casi dormidos; otros —como el de Andrómeda y el de Dragón— todavía exhalaban calor como brasas bajo la ceniza. Incluso el cofre de Pegaso, el más maltratado, tenía un pulso propio, como si recordara cada golpe recibido y cada victoria sufrida.

    Pero el de Sagitario... no.

    Nada. Silencio absoluto. Como si no existiera.

    Babel entrecerró los ojos. Bajo el abrigo, sus dedos tocaron suavemente el borde de su cinturón, donde llevaba oculta una pequeña esfera de ignición, un núcleo comprimido de su Cosmo que podría estallar con la fuerza de una llamarada.

    Recordó entonces las palabras de su maestro en la montaña, el Santo de Centauro anterior:

    "El Manto de Oro es un testigo silencioso. No necesita un portador para responder. Solo acércate con intención asesina... y te devolverá el golpe como el rugido de un dios."

    Pero allí no pasaba nada.

    Nada.

    ¿Una falsificación?

    ¿Un señuelo?

    ¿Un sacrilegio?

    Babel avanzó un paso más, mezclado aún entre turistas y técnicos. Un guardia de seguridad pasó cerca, lo saludó con una sonrisa superficial, sin reconocerlo. A su lado, una mujer explicaba a su hija que “esas cajitas contienen la fuerza de los superhéroes del futuro”. Babel apenas movió la cabeza. “Héroes…” murmuró para sí.

    Los sensores de su Cosmo seguían extendiéndose como raíces bajo tierra. No sentía a Sagitario. No como debía. Y eso solo tenía una explicación lógica:

    Ese cofre está muerto. O nunca estuvo vivo.

    El Santo de Plata cerró los ojos y respiró lentamente.

    Para confirmar su sospecha, había una sola vía: atacarlo de frente. No podía destruirlo, claro. No debía. Pero sí lanzar una pequeña descarga de intención asesina, una chispa pura de hostilidad que cualquier Manto Dorado debería devolver con fuerza abrumadora, incluso sin un portador.

    “Si no responde,” pensó, “el Patriarca tendrá su respuesta. Y este torneo no es más que una trampa.”

    Miró hacia los costados. Nadie lo observaba. Nadie... salvo algo. O alguien.

    Una presencia sutil. Femenina. Lejana, pero nítida. Saori Kido, tal vez. O algo aún más antiguo. La sensación lo hizo dudar.

    —“Solo un soplo…” —susurró.

    Sus dedos se crisparon con una centella roja. El aliento de fuego del Centauro estaba a punto de ser liberado.
     
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    joseleg

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    Las luces del Neocoliseo parpadeaban con solemnidad eléctrica mientras el Santo de Plata, Babel de Centauro, aún con el ceño fruncido, mantenía su atención dividida entre la sospechosa caja de Sagitario y una figura inmóvil sobre el nicho de Pegaso. Entre sombras, casi fundida con los vitrales dorados y las estructuras metálicas, una silueta femenina lo observaba desde las alturas con la paciencia de una estatua.

    Vestía un peplo griego blanco, ceñido a la cintura por una faja dorada. Sus piernas largas, apenas visibles entre los pliegues de la tela, estaban cubiertas por zapatillas áticas de cuero oscuro. El cabello rojo sangre lo llevaba recogido en una cola de caballo alta, con algunos mechones rebeldes bailando al ritmo de la brisa artificial. Sobre su rostro, la tradicional máscara de las Amazonas, decorada con filigrana plateada, ocultaba toda expresión, pero sus ojos... sus ojos eran nítidos como cuchillas. Observaban con intensidad, como si pudieran perforar la ilusión de su disfraz.

    Por un momento, Babel creyó que se trataba de Marin de Águila, pero lo descartó enseguida. Esta muchacha era más joven, sus movimientos menos medidos, su aura distinta. La reconocía: había sido una de las participantes del torneo, una de las pocas Amazonas visibles ante las cámaras. La que perdió ante aquel unicornio torpe y vulgar. Y, sin embargo, no parecía resentida. Solo lo miraba. Directa. Firme. Inmutable.

    Babel desvió la mirada con disimulo. No podía permitirse un conflicto en ese momento. Mantuvo su paso y sacó de su bolsillo interior dos boletos digitales, impresos en tarjetas de circuito laminado. Uno era para él. El otro, para Jamian de Cuervo.

    Pero... ¿dónde demonios estaba ese incompetente?

    La respuesta llegó a través de un graznido.

    Fuera del estadio, sobre un poste de alumbrado público, tres cuervos se sacudían el plumaje mientras miraban con ojos rojos a un hombre que devoraba su tercer hot dog en menos de dos minutos. Jamian, con su chaqueta marrón y gorra ladeada, estaba rodeado de servilletas arrugadas, salsa en las comisuras de los labios y una sonrisa bobalicona que delataba que estaba disfrutando demasiado su anonimato.

    —¡Eh, Mortecino! —le dijo a uno de sus cuervos, señalando el cartel digital del torneo—. ¿Crees que si me hago pasar por el Santo del Lince me dan una cerveza gratis?

    El cuervo graznó con evidente desaprobación.

    —Bah, ni que fueras mi mamá —resopló Jamian mientras se limpiaba la boca con la manga—. Aunque pensándolo bien… me cuidás mejor que ella.

    Una pareja de turistas se detuvo a su lado. Una mujer rubia con acento alemán murmuró algo al ver los cuervos. Jamian se inclinó con una exagerada reverencia y dijo:

    —No se preocupen, señores. Mis pajaritos solo comen ojos... pero solo si tienen pupilentes. Y ustedes usan lentes, ¿no?

    Los turistas se alejaron apresurados.

    Jamian se rió solo, y luego echó un vistazo al cielo urbano, apenas visible entre las torres del Neocoliseo y las pantallas flotantes. Su Cosmo vibraba suavemente. Sentía a Babel dentro. Sabía que estaba impaciente. Sabía que lo esperaban. Pero también sabía que su misión no empezaba todavía.

    Tenía tiempo para un hot dog más.

    En ese momento, algo cambió en el aire.

    Un murmullo eléctrico recorrió las filas del público como una ola. Las cámaras giraron, los móviles se alzaron. Los paneles flotantes en los pasillos reflejaron una silueta blanca que avanzaba con paso firme desde uno de los accesos principales. Era como si una estrella de Hollywood hubiese irrumpido en un evento deportivo.

    Hyōga del Cisne había llegado.

    Su cabello rubio relucía bajo las luces del Neocoliseo. Llevaba gafas oscuras, una chaqueta clara sobre los hombros, y su caminar medido y elegante parecía coreografiado por algún instinto de nobleza distante. Pero no era pose. Era naturaleza. Era la sangre rusa mezclada con el hielo de su entrenamiento en Siberia, con una belleza etérea que hacía temblar a las multitudes.

    Mujeres y jovencitas gritaban con histeria, algunas ondeando carteles improvisados, otras agitando bufandas con la constelación del Cisne. Varias se desmayaron cuando él, con torpeza adorable, alzó una mano para saludar y luego bajó la vista avergonzado. Un escuadrón de guardias de seguridad, todos con trajes negros, auriculares discretos y lentes oscuros, contenía la marea humana que intentaba cruzar las barreras.

    En ese frenesí, mientras caminaba por uno de los pasillos secundarios cerca de la zona comercial, Hyōga pasó a escasos metros de Jamian de Cuervo, quien terminaba de empacar su cuarto hot dog en una caja de cartón grasosa.

    En ese instante, sus Cosmos se entrelazaron, como un cruce de relámpagos invisibles que solo ellos podían percibir. Fue un instante. Un destello. Un cruce de conciencias.

    Debes averiguar si el pequeño gatito sigue siendo leal al Santuario... —transmitió la voz de Jamian, envuelta en una risa floja. Y entender las técnicas del Dragón. Su Santidad nos advierte: el maestro de Shiryu se ha rebelado contra el Santuario.

    Hyōga no respondió con palabras.

    Solo giró levemente el rostro, sus ojos azules destellando tras los lentes, como un lago congelado que apenas se agita por el roce del viento. Luego siguió caminando, sin alterar su paso, como si nada hubiera ocurrido.

    Jamian chasqueó la lengua, satisfecho.

    —Frío como siempre… —murmuró, y alzó la mano para pedir más comida—. ¡Oye, dame cuatro más para llevar, pero con extra mostaza! Y ponme también una six pack, sí, de la negra, la buena.

    Con su caja de hot dogs y la cerveza en equilibrio entre los brazos, se dirigió finalmente al acceso del estadio. Dos de sus cuervos descendieron con precisión de cirujanos sobre sus hombros. Uno graznó.

    —Sí, ya sé que llego tarde —respondió Jamian sin molestarse en bajar la voz—. Pero ¿tú has probado estos perros calientes? Son como maná. Además, el rubiecito de hielo ya se encargará de lo difícil. Yo vengo solo a mirar.

    Mientras ingresaba al Neocoliseo, la luz de las pantallas flotantes le dio un brillo iridiscente al rostro. El rugido del público aumentaba. Las gradas vibraban. Pronto comenzaría otro combate, pero para él, las verdaderas batallas se libraban en los márgenes, donde las sombras del Santuario tanteaban la lealtad de quienes un día juraron proteger la Tierra... y quizás ahora dudaban.

    Shun de Andrómeda caminaba a paso lento por uno de los pasillos VIP del Neocoliseo. La arquitectura era grandiosa, un anillo suspendido entre el bullicio del estadio y la solemnidad de los palcos, desde donde se abría una vista parcial pero privilegiada del domo central. El mármol del suelo era blanco veteado de gris, pulido hasta reflejar las luces LED empotradas en los zócalos. El aire estaba impregnado del aroma a perfumes florales, licor dulce y comida gourmet servida en bandejas flotantes por drones con forma de cisne.

    Las celebridades, funcionarios y donantes de alto nivel reían con entusiasmo artificial, brindaban con champaña rosé y apostaban a los resultados de los combates como si se tratara de carreras de caballos. Pero bajo esa capa de lujo y risas, Shun sentía algo… disonante.

    De pronto, se detuvo.

    Fue como si el mundo se comprimiera en un segundo silencioso. Un cosmo. No grande. No potente. Pero sí profundamente perturbado. Era… denso, como una piedra vieja lanzada al fondo de un lago, cuyas ondas tardaban en llegar. Un cosmo contenido y comprimido como un puño de niño que jamás soltó la rabia. Un cosmo enfermo. Por un instante, un escalofrío le recorrió la espalda.

    Cerró los ojos. Su primera impresión fue pensar en Ikki. Su hermano a veces podía disfrazar su presencia, ocultarse bajo el dolor. Pero esto… esto era distinto. No era volcánico. No era abrasador. Era más como un cuchillo fino, escondido bajo la lengua. Y aun así, su instinto le decía que debía estar alerta.

    Llevó la mano derecha al pecho y apretó su colgante: un pequeño pentagrama de plata, de líneas sencillas, sin adornos. Era el último regalo de su madre, un objeto que había conservado desde la infancia, cuando aún no sabía lo que significaba ser un Santo, ni lo que era la muerte. Cuando lo tocaba, el tiempo parecía volver brevemente a su cauce: una voz suave, manos tibias, un perfume a sábanas recién tendidas. Cerró los ojos con fuerza por un segundo, como si pudiera atrapar un recuerdo dentro de sí.

    —"No es él… pero lo que sea, ya está aquí" —murmuró para sí.

    En ese momento, una voz femenina lo sacó de su introspección.

    Quel magnifique silence, mon cher… mais un caballero no debería perderse entre los muros, sino estar en el centro del escenario.

    Era una mujer alta, de piel muy pálida, cabello oscuro recogido en una cola alta que dejaba ver un cuello larguísimo adornado por un collar de esmeraldas. Llevaba un vestido blanco marfil con encajes plateados y un par de tacones a juego. En una mano sostenía una copa de champaña burbujeante, en la otra un abanico de marfil. Su acento francés era como una melodía lánguida, y sus ojos de un gris tormentoso estudiaban a Shun con afilada curiosidad.

    ¿Eres tú… el famoso Santo de Andrómeda? —preguntó con voz entonada—. Creí que serías más… rudo. Pero eres más hermoso que en la transmisión.

    Shun no respondió de inmediato. Le sostuvo la mirada con una sonrisa suave, casi tímida, y bajó ligeramente la cabeza en gesto de respeto.

    —Mademoiselle… sería un crimen no dedicarle algo digno de su belleza —dijo con cortesía refinada, mientras tomaba su mano con elegancia.

    Ella pareció confundida un segundo, atrapada entre su vanidad y el gesto teatral del joven caballero. Y entonces, Shun inclinó la cabeza y besó el dorso de su mano con gesto galante, el roce tan ligero que más parecía un suspiro.

    —Espere a ver lo que puedo hacer con una cadena —añadió con picardía medida, y mientras ella soltaba una risa embelesada, él ya había girado sobre sus talones, internándose en uno de los pasillos auxiliares que conducían a los vestidores.

    Te encontraré… quienquiera que seas —pensó Shun, mientras su figura se deslizaba entre las sombras de los pasillos técnicos, dejando atrás la zona VIP.

    Sus pasos eran silenciosos, medidos, pero su corazón latía con fuerza. La amenaza no había desaparecido. Aquella presencia diminuta pero insondablemente oscura seguía dejando una estela en el aire, como el humo frío de una vela recién apagada. No era un enemigo, no aún… pero tampoco era algo inocente. Había rencor en ella. Dolor encapsulado. Como si una flor hubiese brotado envenenada en un campo de batalla.

    El pasillo desembocaba en una compuerta de seguridad que daba directamente al borde del hexágono de combate. Shun se detuvo unos segundos. Miró hacia arriba. Más allá de las gradas y de los paneles holográficos girando en lo alto, el cielo de Nueva York había empezado a tornarse violeta, cubierto por un velo de nubes bajas que reflejaban las luces del Neocoliseo. A pesar del clima artificial del domo, el mundo exterior parecía sostener la respiración.

    Y entonces, sin más demora, Shun dio un paso al frente.

    La compuerta se abrió con un susurro neumático, y el Santo de Andrómeda caminó hacia el centro del hexágono de combate. Su andar no era desafiante, ni teatral. Era ritual, casi sacerdotal. Como si honrara un espacio sagrado. Como si, por un instante, el Neocoliseo fuera un templo.

    Los espectadores lo vieron aparecer con asombro. Aún faltaban más de treinta minutos para el inicio del combate. Las cámaras no estaban listas. Los comentaristas apenas estaban afinando sus guiones. Pero ya no había asientos vacíos. El lugar estaba repleto. Más de cincuenta mil almas aguardaban… y el público calló al unísono.

    Como si presintieran que algo fuera de guion estaba a punto de ocurrir.

    Shun se ubicó exactamente en el centro del hexágono. Cerró los ojos. Inhaló profundo.

    El aire se volvió denso. Casi vibrante.

    Entonces, sin palabras, el Manto de Andrómeda respondió al llamado.

    El cofre que contenía la armadura flotó desde el borde del campo, atraído por su Cosmo, y se abrió como una flor mecánica al amanecer. Una corriente de luz emergió desde su interior, desdoblándose en filamentos metálicos que danzaron en el aire como rayos de aurora.

    Primero, los hilos: plata y verde, envolviendo sus tobillos, sus muslos, su torso. Se fundieron en una túnica escamada, viva, pulsante. Una piel celestial. Luego, las placas: los hombros, el pecho, los brazos. Las rodillas. Todo se ensambló con una suavidad que desafiaba las leyes de la física, como si la armadura lo reconociera y lo protegiera con ternura.

    Por último, la diadema. Curvada, brillante, posándose sobre su frente con la solemnidad de una corona. Su cabello flotaba como algas en un estanque, envuelto en la luz de su Cosmo.

    Y cuando abrió los ojos, el fulgor verdoso que emanaba de su cuerpo era tan intenso que iluminaba el hexágono como si fuera una linterna mágica. Un susurro de asombro cruzó las gradas. No era el inicio oficial del combate, pero todos sabían que algo sagrado acababa de suceder.

    Desde la sala de control, los técnicos dudaron si cortar la señal o transmitir el momento. En la sala VIP, los asistentes miraban con desconcierto y respeto, sin comprender del todo lo que ocurría.

    —¿Debemos intervenir? —preguntó uno de los asistentes de seguridad al oído de Saori Kido.
     
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    La heredera de Mitsumasa, aún de pie, miraba fijamente a su Santo, con una expresión suave y decidida. Su Cosmo permanecía contenido, pero su voz fue clara, y se proyectó con autoridad:

    —No.

    Se giró hacia el micrófono de protocolo y añadió:

    —Los Santos no son gladiadores. Ni soldados. Son guerreros sagrados. Si uno de ellos desea vestir su manto antes del combate, debe hacerlo. Nadie, ni siquiera yo, debe impedirlo. El acto de portar la armadura es más que un ritual: es una reafirmación de su vínculo con el universo, con su constelación. Con el juramento que hicieron al despertar su Cosmo. Déjenlo ser.

    El mensaje fue retransmitido discretamente a la sala técnica. La transmisión en vivo no fue cortada. Las cámaras, al contrario, enfocaron a Shun con planos amplios y cenitales. Su figura resplandecía en el centro exacto del mundo.

    No se movió.

    No sonrió.

    Solo sostuvo su postura mientras, a su alrededor, las cadenas de Andrómeda se agitaban lentamente, como serpientes dormidas, emitiendo chispas y una especie de polvo estelar suspendido, que caía con la gravedad de un recuerdo.

    No era un espectáculo.

    Era una advertencia para quien quisiera comprenderla.

    Y Shun no necesitaba decir más.

    Con una pose elegante, casi ritual, Shun alzó lentamente su brazo derecho, dejando que la cadena triangular respondiera como una extensión viva de su cuerpo. No había tensión en sus gestos, ni ímpetu agresivo; solo una armonía fluida, como la de un músico ejecutando una melodía conocida hasta los huesos. La cadena danzó en espiral, primero lenta, luego en un giro cada vez más amplio y veloz, trazando una figura en el aire que parecía desafiar el espacio contenido del hexágono.

    El público, que hasta ese momento murmuraba entre asombro y expectativa, contuvo el aliento.

    De pronto, la cadena se disparó hacia el cielo artificial del coliseo, y luego hacia los costados, como un relámpago dividido en mil hilos. Algunos espectadores en las primeras filas vieron acercarse la punta redonda, como una esfera pulida suspendida en gravedad, flotando a centímetros de sus rostros antes de retirarse con la elegancia de un cometa. Otros observaron la punta triangular, afilada y brillante como un diamante cortado, que oscilaba delante de sus ojos con una amenaza sutil. Sin embargo, nadie sintió miedo. La cadena no buscaba daño. Solo leía.

    Desde lo alto, parecía un espectáculo de luz cósmica. Cada sacudida de la cadena dejaba tras de sí chispas, halos de energía y un polvo tan fino que parecía hecho de estrellas desmenuzadas. Algunos niños extendieron las manos como si intentaran atrapar aquel fulgor etéreo.

    Pero Shun no lo hacía para entretener.

    Con los ojos cerrados, su rostro sereno, su Cosmo extendido como una vela inflada por un viento interior, el Santo de Andrómeda utilizaba su cadena como una prolongación sensorial. Un radar místico que se deslizaba entre la multitud, acariciando energías, escaneando corazones, rozando emociones. Y entonces, como una campana sutil, comenzó a recibir señales.

    —Uno... dos —susurró en su mente—. Santos de Plata.

    Los localizó. Uno a su derecha, oculto entre un grupo de empresarios bien vestidos con corbatas rojas; el otro más lejos, cerca de los puestos de prensa, aparentemente camuflado como un camarógrafo.

    Y había un tercero.

    Más esquivo. Más hundido en las sombras. Quizás ni siquiera visible. Quizás ni siquiera allí, sino viendo a través de otro.

    Pero ninguno de ellos emitía esa vibración violenta y oscura, pequeña pero insoportablemente densa, que había sentido antes. Ninguno era esa semilla de rencor que aún sentía crecer en algún lugar del estadio.

    Al final, Shun bajó lentamente su brazo, y las cadenas regresaron a su lugar como si se desenrollaran del aire mismo. El público estalló en aplausos, creyendo que había sido un número ceremonial improvisado. Pero él no sonrió. Solo abrió los ojos y murmuró, mirando discretamente hacia el palco VIP:

    Supongo que la señorita Kido ya está al tanto de los ilustres invitados de Plata...

    Entre las gradas, vestido con ropas civiles —un abrigo largo de paño negro, camisa oscura sin cuello, y guantes de cuero bien ajustados—, el Santo de Plata Babel de Centauro se encontraba de pie. A pesar de su sobrio disfraz, no había forma de disimular el aura de tensión en su rostro. Su ceño estaba fruncido. Su mirada fija. El vapor de su respiración se disipaba lentamente en el aire climatizado del coliseo mientras sus ojos brillaban con una mezcla de admiración y alerta.

    Lo que acababa de ver era imposible.

    La cadena de Andrómeda... se extendió más allá del domo interno. Más allá del límite físico... —pensó con el pulso acelerado.

    Solo un Santo de Plata podría lograr una extensión de esa magnitud. Y solo uno con control absoluto sobre su Cosmo. Babel lo sabía bien: había entrenado por años para leer ese tipo de manifestaciones.

    ¿Pero un Santo de Bronce...? ¿Uno tan joven...?

    Recordó las lecciones de su maestro.

    "Las cadenas son como los nervios del alma. Se estiran tanto como el Cosmo sea puro. Pero si se extienden lo suficiente, si se abren como sentidos, pueden revelar lo que incluso el ojo más sabio no ve."

    Babel no era un sentimental, pero lo que había sentido en la extensión del Cosmo de Shun no era arrogancia, ni soberbia, ni siquiera defensa. Era una especie de melancolía atenta, una ternura vigilante. Un Cosmo que se resistía a la violencia, pero que al mismo tiempo sabía muy bien cómo responder a ella.

    Entonces, comprendió otra cosa. Ese chico... no era común. Era discípulo de Cefeo Albiore, el Santo de Plata más cercano a los de Oro. Uno de los pocos lo bastante antiguos como para haber sobrevivido a una Guerra Santa. Y también, uno de los que no había respondido al llamado del Patriarca en Grecia.

    Babel entrecerró los ojos. Aquello ya no era un torneo. Era una manifestación de fuerza. Un mensaje cifrado. Y la presencia de Shun, su despliegue, su control, su calma… podían representar un problema.

    No solo para el Santuario.

    Sino para los planes que muchos ya no podrán esconder por mucho más tiempo.

    15 minutos para el inicio del combate.

    Las luces del Neocoliseo titilaban al ritmo de las pantallas gigantes, las cámaras flotantes y la energía colectiva que hervía desde los túneles hasta las gradas más elevadas. Pero muy por encima de ese estruendo —fuera del alcance de las multitudes, del calor de los reflectores y de la locura mediática—, una figura se deslizaba como una sombra veloz por los tejados contiguos.

    Seiya, el Santo del León Menor, no había usado los accesos asignados a los competidores. En lugar de eso, se había filtrado por los niveles superiores de mantenimiento del coliseo, saltando entre plataformas técnicas, barandas metálicas y domos de cristal. Era como volver a sus días de entrenamiento en las laderas de Grecia: cuerpos tensos, decisiones rápidas, pies seguros.

    Ni una sola cámara lo captó.

    Saltó el último muro y aterrizó en silencio sobre el tejado más alto del Neocoliseo, una plataforma amplia, ligeramente curvada por el diseño futurista del domo. Allí, sorprendentemente, se encontraba una carpa sencilla, de lona gruesa, decorada con caracteres chinos bordados a mano y detalles de madera curvada en las esquinas, como las tiendas de un antiguo comandante de la era de los Reinos Combatientes.

    No era un refugio improvisado. Era un símbolo.

    Saori lo sabía. De hecho, había permitido su instalación. Días antes, algunos camarógrafos habían logrado escabullirse hasta allí y entrevistar brevemente a su ocupante. El Santo respondió con voz baja, sin abrir los ojos:
    —Mi maestro… no necesitaba ni siquiera esto. Meditó sentado bajo la nieve por décadas. Yo soy apenas un aficionado.

    Allí, en medio de la noche, bañado por la brisa fría que rozaba el domo y el murmullo lejano de la multitud, Shiryū de Dragón se encontraba en meditación.

    Estaba ya vestido con su Manto de Bronce, como si lo considerara una parte natural de su cuerpo. No lo hacía para impresionar, ni para participar del espectáculo con bombos y platillos. Lo hacía por respeto. A sí mismo, a su maestro, al arte del combate, a la memoria de Rozan.

    La silueta de Seiya emergió con sigilo y se detuvo a pocos pasos. Su presencia fue como un susurro, pero Shiryū lo sintió antes incluso de abrir los ojos. Sus labios se curvaron levemente en una sonrisa sincera.

    —Parece que no soy el único al que le molesta la prensa —dijo con voz tranquila, sin moverse.

    Seiya se encogió de hombros, bajando la gorra que aún llevaba y sacudiendo su chaqueta con una mueca burlona.
    —Si me hacían una entrevista más, creo que lanzaba un meteorito en plena zona de prensa.

    Shiryū se echó a reír por lo bajo, una risa grave, serena, como el sonido de agua golpeando rocas.
    —A veces me pregunto si no serías más feliz dando clases en una escuela primaria que cargando con la voluntad del Santuario.

    Seiya se dejó caer a su lado, apoyando los codos en las rodillas, contemplando el horizonte urbano más allá del domo.
    —Tal vez sí. Tal vez no. Pero hoy... no vine a hablar del futuro.

    Shiryū asintió en silencio. Ambos sabían lo que venía. Un combate. Una prueba. Pero más que eso: una promesa antigua, tejida en la sangre, en la montaña, en los gritos de sus entrenamientos y en el silencio de los momentos compartidos.

    Por unos minutos no dijeron nada. Solo el murmullo del viento, el lejano estallido de vítores, y el titilar de los drones sobrevolando el domo los acompañaban.

    —Tú primero —dijo Shiryū con voz firme, pero cargada de respeto.

    Estaban de pie sobre la plataforma más alta del Neocoliseo, apenas visible desde las cámaras comunes. A sus pies, el abismo del aire artificial que separaba la estructura del cielo domótico. Un salto desde allí equivaldría a un suicidio para cualquier ser humano. Pero ellos no eran humanos comunes.

    Seiya asintió, y sin una palabra más, se lanzó al vacío.

    El público enloqueció. Las cámaras aéreas giraron para seguirlo. El comentarista de la transmisión —un exluchador profesional de voz ronca y emocional— gritó como si presenciara el nacimiento de una leyenda:

    —¡Santo Dios! ¡¡Se lanzó!! ¡¡Para cualquier humano eso sería la muerte segura!! ¡¡Pero no para un Santo!! ¡¡No para el León Menor!!

    Apenas unos segundos después, una segunda silueta cortó el cielo. Shiryū de Dragón, con la serenidad de un monje y la determinación de un general antiguo, descendía en línea recta, sin perder postura, como si flotara dentro de una cascada invisible.

    El cielo artificial del Neocoliseo comenzó a cerrarse. Las luces se atenuaron, y un halo azul y dorado bañó el hexágono. La atmósfera cambió. Era más densa, más solemne. Como si el propio coliseo supiera que algo importante estaba por suceder.

    Shiryū fue el primero en tocar tierra. Su cuerpo cayó como una piedra sagrada, pero sin violencia. Una rodilla hincada, una mano apoyada sobre el suelo metálico, la cabeza baja en señal de respeto. Era la clásica postura de un guerrero que se lanza desde lo alto para iniciar una batalla sin odio, solo con honra.

    Un segundo después, el aire rugió con un estallido dorado.

    El Manto de Bronce del León Menor se activó en pleno descenso, envolviendo a Seiya con un fulgor ígneo que hizo vibrar los sensores del domo. Un rugido cósmico se expandió por el Neocoliseo, sacudiendo las pantallas y arrancando aplausos instintivos de miles de personas.

    Seiya no cayó. Se posó. Aterrizó sobre ambos pies, con una pierna flexionada y la otra extendida hacia atrás, una mano en el suelo y la otra cerrada en puño frente al pecho. Era una posición dinámica, desafiante, orgullosa. Un felino listo para atacar.

    Ambos se quedaron así unos segundos. Estatuas vivientes.

    Y aún sin haber cruzado un solo golpe, el público ya se había puesto de pie, algunos sin siquiera notarlo. Los vítores eran ensordecedores. Las cámaras enfocaban los rostros de los espectadores más cercanos: unos lloraban, otros temblaban. Todo el estadio sabía que acababan de presenciar un espectáculo de millones de dólares… y aún no había comenzado la pelea.

    Desde el palco VIP, Saori Kido observaba en silencio, con las manos cruzadas sobre su regazo. No dio orden alguna. No necesitaba hacerlo. Solo sus ojos lo decían todo:
    "Ellos sí comprenden lo que significa ser un Santo."
     
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    Shun caminaba en silencio por uno de los pasillos semiabiertos del Neocoliseo. Desde allí, podía ver parte del domo y el cielo artificial recreando un atardecer imposible, teñido de dorado sobre las estructuras metálicas del estadio. A lo lejos, se oían los ecos de vendedores que aún ofrecían bebidas y recuerdos con los rostros de los Santos impresos en tazas y camisetas. El olor a algodón de azúcar y frituras flotaba en el aire, mezclado con la brisa artificial que ventilaba los corredores superiores.

    Entonces la sintió.

    Una mirada fija, cálida, determinada. Desde abajo, entre la multitud, una figura destacaba.

    Era una joven.

    Cabello negro y brillante, recogido en dos coletas bajas, vestida con un qípáo rojo oscuro de bordes dorados que parecía fuera de lugar entre la multitud occidental. Era Shun Rey. No era una civil cualquiera. Shun la reconoció al instante: no de la vista, sino del Cosmo.

    Ella no dijo nada. Solo alzó los brazos. En su espalda, cruzada como un bastón ceremonial, llevaba una barra doble de oro. No era una pieza cualquiera. Aunque disfrazada con cuero y tela, Shun supo que era uno de los fragmentos del Manto de Libra. No una espada. No una lanza. Sino la barra que, según las crónicas antiguas, podía extenderse como el bastón del propio Buda.

    ¿Cómo la había pasado entre los guardias? ¿Cómo había burlado los sistemas de seguridad del torneo?

    Shun no hizo preguntas.

    Saltó.

    Dejó el pasillo con una gracia casi ingrávida y cayó en el área común entre secciones. El público lo reconoció de inmediato: un Santo con su Manto, y sin compañía de seguridad. Gritos, flashes, fans, niños. En cuestión de segundos, la gente comenzó a agolparse a su alrededor, extendiendo manos, teléfonos, pancartas, hasta que la situación empezó a desbordarse.

    Entonces las Cadenas de Andrómeda se activaron.

    Con un solo gesto de su brazo izquierdo, la cadena redonda describió una espiral perfecta a su alrededor. La punta triangular, desde el brazo derecho, se disparó hacia el suelo y trazó una barrera invisible. Una jaula brillante de Cosmo, silenciosa pero infranqueable, los encerró a ambos. Las chispas plateadas del metal vibraban con cada movimiento de la multitud, pero el interior era un remanso de calma.

    Shun Rey se acercó.

    Sus ojos brillaban con respeto, pero también con urgencia.

    —El maestro de los Cinco Picos Antiguos me ha enviado —dijo con solemnidad—. No debía aparecer, pero él insistió. Me dio dos mensajes.

    Shun entrecerró los ojos, pero no interrumpió. Su Cosmo se mantuvo alerta, en tensión. No por amenaza, sino por la seriedad de aquel momento.

    —Uno de los mensajes es para Shiryū —continuó ella, alzando ligeramente la barra doble, apenas descubriendo el brillo dorado bajo el camuflaje. El aire pareció crisparse con el eco del Cosmo dorado contenido—. El otro… es para la señorita Saori Kido.

    Un segundo de silencio.

    El estadio afuera seguía con su bullicio, sin comprender la importancia de lo que sucedía dentro de la jaula. Los guardias apenas se atrevían a acercarse. Las cámaras no lograban enfocar bien a través del resplandor cósmico.

    El metal aureo brillaba bajo la luz tamizada del domo artificial. No era un destello cualquiera. Shun lo reconoció de inmediato: era un resplandor profundo, cálido, antiguo, más parecido a un recuerdo que a un reflejo. Lo sintió en la piel, en el pecho, como si su propio Manto de Bronce lo saludara en silencio.

    No era simple oro.

    Era una aleación sagrada, más pura aún que la de su armadura. Una mezcla perfecta de gamanium y oricalco, viva, palpitante, cargada de siglos de batalla. Un fragmento auténtico del Manto de Libra, la barra doble, una de las doce armas legendarias que solo el maestro de los Cinco Picos podía otorgar.

    Shun tragó saliva. Su maestro le había dicho muchas veces que la mayoría de los Mantos de Oro estaban perdidos, consumidos por antiguas guerras santas. Incluso él dudaba de que el Manto de Sagitario, exhibido como trofeo del Torneo Galáctico, fuera legítimo. Siempre le había parecido un cascarón vacío, un símbolo, un fetiche para espectadores.

    Pero esto...

    Esto era real. Y poderoso. Lo suficiente como para reducir la mitad de Nueva York a escombros si era utilizado sin control.

    Entonces, con el corazón aún agitado, Shun alzó la mirada hacia la joven. Había llegado a él por caminos inciertos, burlar la seguridad, pasar inadvertida entre la multitud. Su vestido tradicional chino ondeaba con gracia, pero no ocultaba su determinación. Parecía pequeña, incluso frágil. Pero sus manos no temblaban al portar esa arma.

    —¿Qué mensaje deseas dar tú… y cuál debo transmitir yo? —preguntó Shun, manteniendo un tono suave, casi reverente.

    La muchacha lo observó con seriedad. Luego, alzó la vista hacia el cielo artificial del coliseo, tomó aire, y con un acento forzado —mezcla de inglés con un marcado tono del interior de China— pronunció:

    "La balanza y el carnero estarán al lado de la hija de Zeus."

    Shun parpadeó. Pero no por incomprensión.

    Porque ella no lo había dicho en inglés. Había pronunciado aquellas palabras en griego antiguo, de forma torpe, casi fonética, como si las estuviera repitiendo sin entender su sentido profundo. Era evidente que el mensaje no era suyo. Solo era portadora de un eco más viejo que ella, más viejo que él.

    Y, aun así, Shun comprendió cada sílaba. No por traducción, sino por resonancia.

    "Η ζυγαριά και ο κριός θα σταθούν στο πλευρό της κόρης του Δία."

    La Balanza y el Carnero estarán al lado de la hija de Zeus.

    Las palabras vibraron en su interior como una campana enterrada. Libra y Aries. Dos Santos mayores. Dos fuerzas ancestrales. Y Atenea, la hija de Zeus, era Saori Kido.

    La balanza de la justicia. El carnero del conocimiento. Dos pilares del Santuario.

    Shun sintió un escalofrío.

    —Entiendo… —murmuró con gravedad.

    La muchacha asintió una sola vez, luego bajó la vista con humildad. No necesitaba añadir nada más. Había cumplido su propósito.

    Shun, por su parte, miró de reojo hacia el palco alto, donde la silueta de Saori se recortaba entre sombras doradas.

    Supongo que la señorita Kido ya sabe de sus aliados... y también de los que aún dudan. —susurró para sí mismo.

    Y con la mente aún sacudida por la verdad contenida en esa frase, guardó en su memoria el mensaje para Shiryū, y en su pecho, el peso de una nueva etapa de la guerra que se avecinaba.

    Shun se aseguró de que la joven pasara el control de seguridad sin problemas. A pesar del arma que portaba —la barra doble de Libra, cuidadosamente envuelta entre telas opacas—, logró esquivar las alarmas con una mezcla de gracia y misterio. Cuando intentó explicar quién era y de dónde venía, los guardias solo la miraron por un instante, como si no supieran cómo reaccionar… hasta que uno de ellos sacó un pequeño escáner, le tomó una fotografía, y en segundos imprimió un pase VIP con su rostro.

    Shun parpadeó, confundido.

    —¿Solo así? —preguntó, siguiendo el procedimiento con la mirada.

    El guardia de lentes oscuros y chaqueta técnica le respondió con profesionalidad sin levantar la vista del terminal:

    —Santo de Bronce Andrómeda Shun, según protocolo, ustedes tienen derecho a invitar hasta dos acompañantes VIP por combate. Ella cuenta como uno. Ya está registrado.

    —¿Y… eso cuándo lo acepté?

    El guardia se detuvo un segundo, bajó lentamente las gafas y le lanzó una sonrisa casi cómplice.

    —Firmaron un contrato antes del inicio del Torneo Galáctico. Usted también lo hizo. Está en las cláusulas.

    Shun frunció el ceño, incómodo. Tenía un vago recuerdo de papeles entregados al llegar a Nueva York, firmas digitales sobre pantallas luminosas mientras los técnicos de la Fundación Graad le explicaban itinerarios y requisitos de vestimenta.

    —Ah… —musitó, rascándose la nuca— supongo que… no lo leí.

    El guardia soltó una leve risa nasal.

    —Nadie lo hace. Pero ustedes —los Santos— están tan por encima de la mundanidad humana que… bueno, supongo que los detalles legales no son su prioridad.

    Shun ladeó la cabeza con una pequeña sonrisa, entre apenado y resignado. El comentario era más cierto de lo que quería admitir.

    La muchacha, Shunrey, se ajustó el pase VIP a su pecho sin decir una palabra, con una mirada serena que no desentonaba con su aspecto tradicional. Para cualquiera, habría parecido una joven devota o una actriz de cine histórico. Pero Shun sabía lo que llevaba dentro, y lo que significaba.

    Mientras avanzaban por el pasillo rumbo a la zona restringida, el murmullo del público al otro lado del domo les envolvía como un eco lejano, recordándoles que aunque los focos estaban sobre otros, el destino del mundo podía estar en manos de momentos como ese.

    —Gracias, Santo de Andrómeda —dijo la joven en voz baja—. El maestro antiguo dijo que sabrías cómo actuar.

    Shun no respondió. Solo asintió, sabiendo que sus próximos pasos estaban cargados de una responsabilidad que iba más allá del combate.

    —¿Y esa quién es? —preguntó un técnico, dejando la tableta holográfica de lado solo para mirarla de reojo.

    —Parece una actriz china de esas de películas de época —dijo otro, ajustándose los auriculares—. ¿Es tu novia, Shun?

    —¿O una fan menor de edad? —añadió el tercero con sorna—. Aunque bueno… ustedes los Santos tampoco es que tengan edades muy legales. Dieciséis años y ya peleando en combates con capacidad destructiva nacional…

    Shun solo suspiró y sonrió, sin molestarse. Se encogió de hombros mientras acomodaba una de sus cadenas que se había tensado sin motivo aparente.

    —No es lo que parece —dijo, con esa sonrisa entre tímida y misteriosa que desarmaba bromas—. Además, es más peligrosa que cualquiera de ustedes tres juntos.

    —¡Eso sí lo creemos!

    La risa general fue interrumpida por Shunrey, que no parecía haber escuchado ni una palabra. Con el rostro impasible y los ojos oscuros como tinta de obsidiana, extendió ambos brazos. En uno de ellos cargaba un objeto envuelto con sumo cuidado en tela de lino blanco con bordes dorados.

    —El Maestro de los Cinco Picos me ordenó traer esto. No es para usted. Es una ofrenda —dijo, marcando cada sílaba con su acento chino forzado—. Para la señorita Saori Kido.

    Shun la observó fijamente, y al recibir el paquete, lo sintió antes de verlo.

    La envoltura cayó como si se disolviera. La barra doble de Libra brilló con una luz dorada, vieja, templada, inconfundible.

    No era tecnología. No era ingeniería. Era arte místico puro, forjado en la era de los dioses, hecho de oricalco y gamanium, pero no como el de su propio manto… esto era aún más puro, más vivo.

    Durante años, en la Isla de Andrómeda, había escuchado que los Mantos de Oro eran leyendas. Reliquias perdidas. Restos de una era que ya no volvería.

    Y sin embargo, allí estaba. En sus manos.

    No necesitó más pruebas.

    Ya no podía fingir duda ni refugiarse en la esperanza de que todo esto fuera solo una tradición mal entendida o una superstición heredada. No.

    Saori Kido era Atenea.

    No una heredera, no una representante. La diosa.

    Y si esta encarnación, joven, directa, impasible y tierna a la vez, estaba aceptando ofrendas, entonces no venía a observar. Venía a gobernar.

    Shun tragó saliva y murmuró para sí, mientras volvía a envolver el arma:

    —Ya no hay vuelta atrás.

    —¿Dijiste algo? —preguntó el técnico con los auriculares.

    —Que es hora de que ella reciba su ofrenda —respondió Shun, más serio que nunca.

    Y comenzó a caminar, rumbo al palco de Saori Kido.
    Con paso firme, con el cosmo agitado.
    Como quien lleva un relicario…
    o un ultimátum.

    Shun avanzó con la barra de Libra entre los brazos, no como un guerrero cargando un arma, sino como un sacerdote portando una reliquia sagrada. No era solo un pedazo de metal dorado, no solo un componente de un manto mítico, sino el testimonio físico de una era que se creía extinta. El peso que sentía no era material, sino histórico. Cósmico.

    Por milenios, Atenea había peleado contra los dioses del abismo, el mar, la noche, la locura. Siempre en secreto. Siempre a través de sus Santos. Como una fuerza invisible que guiaba la espada de los justos. Sus guerras eran silentes, veladas al mundo, derramadas en la sombra para proteger la luz.

    Pero esta encarnación… esta joven mujer de rostro sereno y voz firme, Saori Kido, no combatía desde la distancia. Ella hablaba con presidentes, con reyes, con científicos. No se ocultaba. Se infiltraba en el corazón del mundo humano.

    En la era del mito, Atenea era la diosa de la guerra estratégica, la que usaba la mente como lanza. Pero cuando se fundió con la voluntad de los hombres tras la caída del Olimpo, cuando renunció a tronos celestiales para habitar en templos de piedra y en cuerpos humanos, asumió otra cara: se volvió la diosa de la justicia, la patrona de la razón, la protectora del pueblo.

    Esa imagen había persistido por siglos. Una Atenea justa, sabia, noble.

    Pero esta nueva encarnación parecía estar tejiendo un nuevo equilibrio. Volvía a mirar el campo de batalla, volvía a preparar ejércitos. Esta Atenea no solo predicaba la justicia: construía poder. Ya no solo como mística, sino como figura política. Como estratega en un mundo de redes, datos y cámaras.

    Y entonces, al cruzar el umbral que separaba los pasillos técnicos del corazón del coliseo, Shun lo comprendió.

    El domo, las cámaras, las pantallas, los sistemas de detección de cosmo, los drones en los cielos… todo formaba parte de un nuevo tipo de guerra sagrada.

    A su alrededor, el despliegue tecnológico era casi de ciencia ficción: torres sensoriales capaces de captar ondas cósmicas, barreras de contención hechas con materiales creados a partir de aleaciones experimentales, satélites enfocados sobre el coliseo transmitiendo a cada rincón del planeta… tecnología humana. Pero tan refinada, tan armónica, que parecía mágica.

    ¿Era ese el secreto de esta Atenea?

    Tal vez, por primera vez en la historia, la humanidad se había puesto al día con Lemuria, con la Atlántida, con los dioses. Tal vez esta encarnación de la diosa no solo quería proteger a los hombres, sino elevarlos. Tal vez estaba tratando de demostrar que ya no estaban solos.

    Que podían resistir.

    Que el mundo no sería salvado solo por mitos y guerreros del pasado.

    Sino por una alianza sin precedentes entre la sabiduría de Atenea y el ingenio de los hombres.

    Shun sintió que sus pasos se hacían más firmes. Su decisión más clara.

    El mundo estaba cambiando.

    Y él, Santo de Andrómeda, sería testigo… y escudo.
     
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    Cuando Shun avanzó con pasos contenidos por el pasillo que conectaba la zona técnica con el palco superior, el bullicio del coliseo pareció quedar atrás, como si una campana de silencio le envolviera. Las luces eran suaves allí, reflejadas en los paneles de vidrio blindado y en los bordes de mármol blanco. Caminaba solo, con la barra de Libra apoyada contra su brazo izquierdo, como un monje llevando una reliquia. Pero no estaba solo.

    Una figura lo esperaba al final del corredor.

    Hioga del Cisne.

    Sin su manto, vestido con un abrigo azul oscuro entallado al estilo europeo y botas militares que resonaban sutilmente en el suelo, parecía más un agente de inteligencia que un Santo. Pero el cosmo que latía en su pecho desmentía cualquier disfraz. Era un campo invisible, polar, lleno de escarcha espiritual. Un aura fría comenzaba a condensar el aire.

    Shun se detuvo. Sus ojos verdes lo miraron con suavidad, pero su cosmo se preparaba.

    —¿A dónde vas, Andrómeda? —preguntó Hioga, en el dialecto antiguo del Santuario, aquel que solo los Santos y sus maestros dominaban.

    Shun bajó ligeramente la cabeza. Y en la misma lengua, con respeto, pero sin dudar, respondió:

    —A ver a la señorita Saori Kido.

    Hioga dio un paso al frente, el vapor de su aliento blanco en el aire templado del pasillo. El frío se hizo más intenso. Su expresión era impenetrable, pero algo en sus ojos denotaba tormento, confusión… o dolor.

    —Lo que llevas en el brazo no es un bastón cualquiera —dijo, mientras su cosmo helado se expandía con más fuerza, al punto que el mármol del suelo comenzó a emitir crujidos casi imperceptibles—. Es una reliquia. Un arma sagrada que pertenece al Santuario.

    La cadena redonda del brazo izquierdo de Shun se movió sola. Se alzó como una cobra de acero, eléctrica, viva, agitada como si su propio instinto pudiera sentir que se avecinaba una agresión.

    Shun no cambió su tono. Su voz era suave, pero firme. No vaciló ni se disculpó.

    —Esa reliquia —dijo— pertenece a Atenea, hija de Zeus.

    Hioga apretó los labios. El hielo comenzó a cubrir las esquinas de la pared. Había una batalla invisible comenzando allí, una colisión de voluntades. Los dos eran compañeros. Amigos. Hermanos de lucha. Pero también eran Santos… y el Santuario estaba dividido.

    Hioga no esperó una respuesta. Extendió su brazo derecho con un gesto súbito y frío, y una ráfaga glacial se precipitó por el pasillo como una lanza invisible. El aire cambió. El calor se disipó en un parpadeo y el vaho surgió de los muros de mármol como si se respirara dentro de una caverna ancestral.

    Pero Shun no se movió.

    La cadena redonda de su brazo izquierdo se alzó como un escudo vivo, girando en espiral con una velocidad vertiginosa, generando un campo electromagnético vibrante que rompía el aire y lanzaba chispas violetas a su alrededor. El silbido que producía era agudo, casi sobrenatural, como el canto de un ave metálica que protegía a su amo.

    La ráfaga de Hioga impactó contra la barrera, y durante un instante pareció que ambas fuerzas estaban equilibradas. Pero pronto la escarcha comenzó a formarse en los bordes del manto de Andrómeda, y pequeñas capas de hielo crecieron como venas cristalinas sobre los bordes de sus hombreras y musleras. El frío era real. Letal. El poder del Cisne no era simple espectáculo.

    Hioga estaba a punto de avanzar, creyendo haber desestabilizado a su rival, cuando lo sintió.

    Demasiado tarde.

    La cadena triangular —la ofensiva, la impetuosa, la que nunca obedecía sin lucha— ya estaba allí. En silencio, con una precisión quirúrgica, se había movido mientras todos los ojos estaban en la defensa. Su punta dentada, como una punza de juicio, se apoyaba contra la yugular de Hioga, con apenas un roce, lo justo para dejarle sentir el temblor, el filo, la intención.

    Hioga abrió los ojos. Su cosmo se tambaleó, no por miedo, sino por reconocimiento.

    —Shun… —murmuró.

    El Santo de Andrómeda no dijo nada. Sus ojos estaban cerrados. Su mano derecha temblaba ligeramente, resistiéndose a sí mismo. La cadena ofensiva luchaba por soltarse, por apretar, por castigar. Era como un animal salvaje que ansiaba justicia o venganza o ambas. Y Shun, sereno, pacífico por naturaleza, estaba librando una segunda batalla, más difícil: la de no lastimar a su amigo.

    —Esta cadena... —susurró Shun con un tono casi triste— ...no se mueve por mi voluntad. Solo responde al peligro. A la intención asesina.

    Hioga dio un paso atrás, con una gota de sudor frío deslizándose por su sien pese al gélido entorno. La cadena bajó, como si respirara, como si se calmara al sentir que el peligro ya no estaba presente.

    —Has ganado —dijo el Cisne con una sonrisa forzada, el orgullo herido pero no roto.

    —No. Solo evitamos una tragedia.

    El silencio se instaló como bruma espesa. El pasillo solitario, entre columnas de mármol blanco y muros recubiertos de pantallas apagadas, parecía un campo de batalla después de la tormenta. Un halo de escarcha aún flotaba en el aire, y la superficie de losas brillantes conservaba huellas de los pasos tensos y la batalla contenida.

    Entonces, una tercera figura apareció al final del corredor. Caminaba con elegancia, sin prisa. Era una joven alta, de cabellera roja atada en una coleta, envuelta en un peplo griego modificado y botas ligeras que dejaban ver la fuerza y velocidad con que pisaba. Su silueta se recortaba contra las luces pálidas del techo como una sombra precisa. La amazona.

    —¿Qué significa esto? —preguntó, con una voz serena, pero cargada de autoridad.

    Hioga suspiró, bajando los hombros. Se quitó los lentes oscuros que llevaba solo por protocolo y reveló su rostro gélido. Aún conservaba la postura rígida de combate, pero sus palabras buscaron disfrazar el momento:

    —Solo un... combate dialéctico —dijo, recuperando su disfraz de civil—. Discutíamos sobre si Saori Kido es una enemiga del Santuario o la verdadera Atenea. ¿Tú qué opinas, amazona?

    Ella se llevó una mano enguantada a la barbilla con una lentitud medida, como si saboreara el dilema. Luego bajó la máscara apenas un poco, revelando una sonrisa traviesa que hizo que el corazón de Shun se agitara un instante.

    —Eso ya deberías saberlo tú —respondió, dejando que la ironía se deslizara como seda entre sus palabras—. ¿O acaso no te quedaste pasmado cuando intentaste matarla hace unos días... y lo único que conseguiste fue postrarte ante ella?

    El golpe fue limpio. No físico, pero tan certero como una flecha al centro del orgullo.

    Hioga cerró los ojos un segundo. Había intentado borrar ese recuerdo: el instante en que el cosmos de Saori se desplegó como una luz dorada imposible, inmensa, y su cuerpo, contra toda voluntad, cayó de rodillas sin poder evitarlo. Su entrenamiento, su lógica, su lealtad al Santuario… todo había temblado en ese momento.

    Shun observó el cruce de miradas entre ambos, y luego volvió la vista a la barra dorada que llevaba consigo. Brillaba aún con un resplandor contenido, como si respondiera al nervio del destino.

    Y entonces, sin previo aviso, dos cosmos colosales surgieron desde el centro del Neocoliseo. Uno era agudo, fiero, impulsivo como una llamarada —el rugido del León Menor—. El otro era profundo, paciente, una marea interna que ascendía sin pausa —la voluntad del Dragón.

    Ambos ardían como soles gemelos bajo el cielo artificial, y su eco de energía atravesó muros, pantallas, cuerpos y conciencias. La tierra parecía temblar con su resonancia.

    La amazona alzó la cabeza, su cabello ondeando con la energía invisible.

    —La batalla comenzó.

    Hioga apretó los puños, su escarcha ya derretida.

    Shun, sin decir palabra, supo que el mundo ya no sería el mismo después de esa pelea.

    La amazona, sin decir palabra, dio un paso hacia adelante. Su postura cambió sutilmente: una mano alzada, la otra hacia el cinturón; sus piernas ligeramente separadas, la mirada fija. Estaba en guardia, al lado de Shun.

    Hioga lo entendió al instante. El resultado era obvio: dos contra uno, y uno de ellos ya con su manto activado.

    Un suspiro blanco escapó de sus labios. Guardó las manos en los bolsillos del abrigo y, sin mediar palabra, se dio media vuelta. Sus pasos resonaron como una retirada digna pero cargada de frustración. Shun sabía que Hioga no guardaba rencor… pero tampoco olvidaba.

    La amazona giró entonces hacia Shun y, con una simple inclinación de cabeza, le indicó que la siguiera.

    Caminaron juntos por un pasillo adornado con columnas modernas cubiertas de vidrio templado. Pantallas en cada pared proyectaban hologramas del combate que estaba por comenzar, pero también mostraban íconos sutiles, antiguos, como grabados de un templo griego escondido tras tecnología de punta. Todo era una mezcla de tradición sagrada y diseño futurista.

    Al final del corredor, dos puertas de cristal se abrieron hacia una sala imponente: la zona VIP. Allí estaban sentados presidentes, primeros ministros, magnates de la energía, figuras de trajes oscuros y miradas que llevaban el peso de continentes. Todos los rostros importantes de la OTAN estaban presentes, algunos fingiendo neutralidad, otros con sus ojos clavados en los monitores que cubrían los muros con ángulos imposibles del hexágono de combate.

    Y en el centro, en un trono sin respaldo, decorado con motivos jónicos, estaba ella: Saori Kido.

    Vestía una túnica blanca de corte clásico, pero con un cinturón dorado que evocaba más a una comandante que a una deidad. Su rostro era sereno, su cabello caía en ondas suaves sobre sus hombros, y en su regazo descansaba el cetro dorado con forma de báculo curvado, la vara de Niké, símbolo de la Atenea de antaño. Su presencia lo llenaba todo: era imposible mirarla sin sentir que el tiempo se detenía un instante.

    La amazona se inclinó hacia ella y susurró unas palabras apenas audibles.

    Saori la miró con calma y luego, con un suave movimiento de su cetro, hizo una seña a uno de los asistentes. Una puerta de madera tallada se abrió a su derecha.

    —Acompáñame —dijo ella, con voz tranquila, firme y casi musical.

    Shun obedeció en silencio. Al pasar junto a los mandatarios, sintió sus miradas sobre él. Curiosidad, temor, reverencia. Como si no fuera un adolescente, sino un arma viviente cubierta de mito.

    Atravesaron un breve pasillo de piedra clara y, tras una cortina de hojas de parra y glicinas, llegaron a un jardín interior. Un espacio inesperado. Allí crecía un almendro en flor, a pesar de no ser su estación, y un pequeño estanque de agua clara reflejaba la luz suave que no parecía provenir de lámparas, sino del mismo aire.

    Saori se detuvo y lo miró.

    —Esa barra que llevas... —dijo, con una paz que no excluía la gravedad—. ¿Sabes lo que representa?

    Shun asintió. No tenía palabras, solo un temblor sutil en los brazos. En su pecho, el collar con forma de estrella, último regalo de su madre, brilló tenuemente.

    —Entonces —continuó ella, bajando el cetro—, ha comenzado. Lo inevitable. Y tú estás en el centro, como siempre.

    Los lirios del borde del estanque se abrieron lentamente. Como si escucharan.



    Shun se arrodilló ante ella con respeto y, con la solemnidad que le enseñó su maestro, pronunció las palabras en griego antiguo, el idioma sagrado del Santuario:

    Hē zygos kai ho krios plēsion tēs thugatros tou Diós estōsin.

    La barra de doble filo descansaba entre sus manos como si ardiera con una luz invisible. La pronunció con voz firme pero suave, y apenas terminó, la atmósfera del jardín pareció contener el aliento.

    Saori Kido sonrió con dulzura, bajó la mirada por un instante como si meditara lo que acababa de oír, y luego dijo, también en griego, pero con acento moderno:

    Ou eimi axia tou dôrou toutou.
    No soy digna de ese regalo.

    Sus palabras fueron humildes, pero tenían el peso de alguien que sabe lo que representa. Luego volvió a hablar en japonés:

    —Prepararemos un nicho junto al cofre del Manto de Sagitario, para que el mundo pueda observar su belleza... y comprender su significado.

    Con lentitud, Saori se sentó en un banco de piedra cubierto de musgo antiguo. Depositó el cetro a un lado, como quien deja de blandir una corona por un instante, y entonces ocurrió algo inesperado.

    Su cuerpo no cambió, pero su presencia sí. Era como si una capa de solemnidad se hubiera desprendido de sus hombros. Sus ojos se suavizaron. Sus hombros, tan erguidos siempre, se relajaron. Y en lugar de aquella joven empresaria imponente, descendiente del magnate Mitsumasa Kido, lo que quedó frente a Shun fue una muchacha de diecisiete años.

    Una adolescente.

    Los pétalos de los almendros cayeron lentamente a su alrededor como copos de nieve tibia. Estaban completamente solos. Solo el agua murmuraba.

    Y entonces, con voz temblorosa, como si confesara un crimen o una pena muy antigua, lo dijo:

    —¿Te puedo contar un secreto, Shun?

    Shun la miró con sorpresa. Su cosmo se tensó ligeramente, no por alarma, sino porque podía sentir algo distinto en ella: una vulnerabilidad tan pura que dolía.

    —Claro, señorita Saori —dijo con la misma reverencia de siempre, pero su tono fue más cercano, más humano.

    Ella lo miró fijamente. Sus ojos brillaban como si contuvieran un mar agitado y profundo.

    —Tengo miedo.

    La frase flotó en el aire, contradictoria y honesta.

    Era la voz de Atenea, diosa de la sabiduría, nacida de la frente de Zeus, guerrera invencible...
    Y al mismo tiempo, era la voz de una chica que había heredado un destino imposible, en un mundo que apenas entendía la guerra que se avecinaba.

    Shun no respondió de inmediato. Solo inclinó la cabeza con respeto.
    Y luego, sin pensarlo, dijo:

    —No está sola.

    El silencio que siguió fue menos pesado. Y las estrellas falsas del techo del domo parecieron, por un instante, tan verdaderas como los propios corazones que latían allí.
     

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