1. Paranoia Big Boy era el sobrenombre con el que se le conocía a Milo. Estaba apunto de salir de la niñez y se ganaba la vida acarreando sacos para un campesino local. En sus tardes libres iba a pescar peces de escamas azules en las orillas del río, obteniendo así una remuneración extra que ocultaba sagradamente bajo unas tablas sueltas en el piso de su residencia. Algunos días, después de trabajar, gustaba de ir a tomar unas bebidas y pasar el rato en un bar local. Era pequeño pero tenia el suficiente espacio para acomodar a bastante gente, la gran mayoría proveniente de la misma aldea y localidades aledañas. Entró por la puerta principal, saludó a la barman meneando su mano y se sentó en la barra. Allí estaban el viejo Gerardo y su compadre el señor Emil Anton. Le sirvieron entonces una jarra llena de cerveza junto con un bocadillo para comer. —El duque pierde mucho tiempo divirtiéndose en el bosque —decía Gerardo—. Le gusta sentirse poderoso con los animales... —No hay nada de malo en que le guste la caza —habló Emil, y bajando la voz, susurró—, el problema es que es un poco hombre. Tiene un séquito de soldados que lo llevan a hombro y atrapan todo por él. Apostaría a que no sabe ni apuntar con el arco. —Falta no le hace. Yo creo que va solo para poder despellejar a los animales el mismo; está mal de la cabeza. Milo paró las orejas, allegándose lentamente hacia donde estaban sus mayores. —¿Pero sabes qué es lo peor?¿has escuchado sobre las degeneraciones que tiene? Gerardo le miró de reojo, sin apartar los labios de su jarra. —Te refieres a… —Sí, a eso mismo. Dicen que por las noches suele soltar prisioneros por sus parcelas para cazarlos con lanzas largas y trampas para ciervos. Me contaron que unos campesinos que se adentraron en el bosque por la noche pudieron ver la carnicería esa: carne, sangre, tripas, todo regado y salpicado por ahí, en el suelo, en los troncos... —Que Rea nos libre… —Pillaron a esa buena gente hurgueteando y les hicieron correr la misma suerte. —¿Cómo puede ser? —El duque es una desgracia para toda la provincia —afirmó con una voz rasposa, conteniendo cualquier ímpetu—… solo piensa en sus fantasías perversas. Si no fuera porque es compinche del cuarto príncipe, yo creo que los mismos soldados se habrían amotinado y lo habrían terminado colgando de algún mástil.. —El príncipe es otro degenerado más —Milo lanzó manotazos al aire mientras hacia una mueca de rabia. Había estado atento a la conversación y no pudo evitar mostrar su malestar. Ambos viejos voltearon sus rostros hacia él, mirándolo con una expresión de sorpresa y miedo. Gerardo se levantó violentamente de su silla. Apretó con fuerza sus dientes y clavó sus ojos en los del joven. —¡Discúlpate! —exigió con fuerza. —¿Por qué el escándalo? —dijo Milo bajando su voz levemente—. Aquí nadie quiere a ese malnacido. —¡Discúlpate! —repitió intransigente. Milo, confundido, guardó silencio. Apartó entonces su mirada y bebió un sorbo de su jarra. En ese momento hubiera deseado no haber abierto su boca, pero ya lo había hecho. Gerardo se acercó hacia él y con sus corpulentos brazos lo tomó de la ropa alrededor de sus hombros, lanzándole hacia el suelo. —¿¡Qué le pasa!? —gimió desconcertado con su trasero apoyado sobre el suelo de madera. Las miradas evasivas de alrededor cayeron sobre la escena. Antes de que Milo pudiera dimensionar la situación, Gerardo avanzó hacia él y le tomó desde las ropas de su cuello. Levantó entonces su puño y le dio un fuerte golpe en el lado izquierdo de su boca. —¡Tienes que disculparte por lo que has dicho, mocoso! —vociferó firme—¡No voy a tolerar que un campesino analfabeto y muerto de hambre como tú hable así del príncipe! La respiración salía con fuerza de entre los orificios de su nariz y la curtida piel de su rostro se tornó colorada por la herviente sangre. —Pero... —¡Qué te disculpes! —¡Bien, me disculpo, me disculpo! —Se apresuró Milo mientras se aferraba al brazo con el que lo agarraban. Emil se levantó de su silla y apaciguó a su amigo. —Ya se ha disculpado. Todos aquí lo oímos Se acercó entonces a Milo, abrazándolo por el cuello con su brazo derecho. El hedor a alcohol en su aliento era intenso. —Da lo mismo quien lo quiere o no —susurró mientras recargaba su cuerpo en los hombros del muchacho, haciendo que este se encorvara en dirección a la barra—, Es él quien manda aquí, que nunca se te olvide. Nosotros solo queremos una vida tranquila. No nos cagues esa vida, ¿bien? —¿Por qué tienes que estar metiéndote en las conversaciones ajenas? —increpó Gerardo que había vuelto a tomar asiento. Inquieto y exaltado se balanceaba de un lado a otro intentando encontrar un punto cómodo entre la silla y sus posaderas. —Lo-lo lamento —se disculpó—, es solo que yo… Gerardo lanzó violentamente el resto de su comida al piso, interrumpiendo las excusas del joven. Escupió al suelo muy molesto y se levantó en seco. —Me arruinaste el día. No quiero compartir la barra con este… —sentenció apartándose con una mirada de desprecio. Emil lo siguió. Milo agachó su cabeza pensativo. La barman se acercó a recoger los trastes rotos en el suelo. —Eres un imprudente, Big Boy. * * * El duque Darío Otón, sucesor del anterior duque Enrique Otón, gobernaba la provincia del bosque Maecenato, en la frontera sur oeste del Reino de Rea. Desde que asumiera el poder, después de que su padre decidiera abdicar de sus responsabilidades por motivos de salud, se convirtió en un regente difícil de complacer. Si bien la mayoría de asuntos técnicos relacionados con la economía y la seguridad eran bien suplidos bajo su yugo, era muy conocido por ser un excéntrico y cruel tirano que gustaba de ejercer su poder con fuerza y placer. Las ciudades, los pueblos y las aldeas que estaban bajo su jurisdicción conocían su gusto por la sangre y le temían. Era verdad lo que Milo había dicho en la taberna; nadie en la aldea sentía simpatía por él, pero seguía siendo peligroso expresar esos sentimientos en público porque nunca se sabia quien podía estar escuchando. Milo caminó el trayecto de vuelta a su casa. Aún sentía el dolor del golpe en su mandíbula. Maldecía su torpeza mientras luchaba internamente para no terminar sintiendo algún rencor contra el viejo Gerardo, ya que a fin de cuentas, siempre le tubo estima. No era exactamente la persona mas amable del mundo, pero era confiable y un buen sujeto. El cuarto príncipe, hijo del Rey de Reaful y de la fallecida Gran Sacerdotisa Modhimer, era el cuarto en la línea de succión al trono. Tenia alrededor de treinta años y era conocido por ser un fiero guerrero; sin misericordia ni puntos débiles, era un orgullo para su padre y un baluarte para el ejército de Reaful. Él y el duque eran íntimos amigos y era usual verlos a ambos disfrutando de los excesos y lujos de la nobleza. Transcurrieron tres días. Milo no había puesto un pie en la taberna desde entonces. Había quedado mal ante todos los que asistieron esa noche y sentía vergüenza por ello. Le molestaba pensar lo que los demás podían estar pensando sobre él, y en especial, lo que la barman pensaría de él. Su trabajo le mantenía ocupado el tiempo suficiente como para no tener que molestarse con sentimientos incómodos, pero cuando no estaba de ánimos para ir a pescar, no tenía ningún lugar más a donde ir a perder el tiempo. Un poco antes del ocaso, él y Ronaldo, un viejo amigo suyo, se dirigieron hasta el río con la intención de sacar unos buenos peces. Se adentraron en el bosque por un atajo que ambos conocían muy bien ya que lo usaban recurrentemente para llegar hasta un excelente punto de pesca en la orilla. El lugar era muy tranquilo tanto de noche como de día, por lo que no habría problemas si la oscuridad los pillaba aún lejos de casa. Tanto Milo como Ronaldo no habían salido nunca de los alrededores de la aldea. Jamás habían visto el océano, ni la ciudad capital del reino. No sabían hacia donde desembocaba toda el agua que corría a diario junto a ellos, pero tampoco era algo que les importara. Los que nacían en la aldea solían morir en ella si no resultaban ser reclutados por el ejército antes. El mundo para todos los jóvenes coetáneos a ambos estaba cerrado a la aldea, al bosque alrededor, al puñado de pueblos cercanos, a la ciudad de Reaful de la solo conocían por relatos y a los bastos terrenos del duque Otón, que estaban en algún lugar río arriba. “Nunca vallas río arriba” solían decir. Pasaron algunas horas de poca suerte. El silencio de las aves y el cantar de los insectos hizo que ambos entraran en una especie de somnolencia que era interrumpida en contadas ocasiones por el repentino agitar de las cañas de pescar. Las noches alrededor del río solían ser templadas durante esta época del año, pero aquella noche en particular estaba un poco más fresca que de costumbre. Milo se había tendido sobre el prado, desatendiendo sin darse cuenta a los peces que pudieran tomar la carnada. Estaba a punto de conciliar el sueño cuando una leve vibración le hizo levantar todo el torso de golpe. —¿Sentiste eso? —preguntó Ronaldo con voz suave. Tras un corto instante de silencio, pudieron ver como a una considerable distancia un grupo de lamparas se balanceaba entre la oscuridad. El suelo empezó a retumbar poco a poco hasta que pudieron distinguir el sonido de las pisadas de caballos galopando. Ambos muchachos se agazaparon entre la hierba, temerosos e intrigados por la situación. Frente a ellos, por la otra orilla del río contraria, un gran grupo de jinetes se movía. Eran más de treinta soldados del ejército que, acompañados del duque, avanzaban en la misma dirección de la corriente. El contingente se movía sin vacilaciones; con los ojos fijos sobre el oscuro horizonte lejano. Unos metros más adelante desviaron la dirección para adentrarse en el agua y cruzar lentamente el río. Sacudió entonces Ronaldo el hombro de su acompañante para llamar su atención. Apuntó con su índice tembloroso hacia la cabeza del grupo. Liderando a los soldados se encontraba el mismísimo Cuarto príncipe escoltado por dos miembros de la Guardia Real de Reaful. El hijo del Rey sonreía y sus soldados también. Estaban exaltados por la adrenalina. La poca luz no hacia posible distinguir bien sus facciones, pero ambos paisanos ponían las manos al fuego jurando haber visto esas sonrisas. Algunos uniformes estaban salpicados en barro, sangre y algo más; sucios y desprolijos. Los vestían soldados con cabezas bajas, cansados y con el cuerpo derrotado. Otón los conducía cabalgando en la espalda de su famoso caballo “Manchuriano”. Con su espada desenvainada y la armadura reluciente; junto al cuarto príncipe, parecía que nada podía detenerlos. El corazón de Milo se aceleró. Ambos permanecieron quietos hasta que el último caballo se perdió entre la noche. Ronaldo se levanto de inmediato. Agarró a Milo del brazo, zarandeándolo para que se incorporara. —¡Tenemos que largarnos de aquí! —susurró impetuoso. La sonrisa del príncipe persiguió a Milo durante el resto de la noche. Ronaldo atribuyó todo a la acción de bandas de delincuentes. Si bien no habían habido incidentes graves durante los últimos años alrededor del poblado, las bandas de mercenarios, bandidos y esclavistas eran un problema permanente en la mayoría de los territorios del continente. Era habitual que grupos de ladrones y malnacidos se agruparan en torno a la figura de algún caudillo para así ganar más poder. Bandas grandes podían ejercer su voluntad e influencia sobre autoridades menores, sobre algunos gremios o incluso dentro de ciertos círculos de comerciantes. Atacaban caravanas, aldeas pequeñas y, si eran lo suficientemente numerosos, podían sitiar ciudades. A punta del filo de sus armas podían penetrar en aldeas y poblados para someter a sus habitantes a actos perversos y vejaciones; no había ningún límite más allá de la cuestionable moral de quien ejercía el liderazgo entre los agresores. El ejercito del Reino de Rea perseguía activamente a estas bandas de ladrones, y el Duque Otón como autoridad máxima de la provincia, no era una excepción. Los soldados eran inmisericordes y gozaban al subyugar partidas de ladrones. Otón era un miserable, pero no era incompetente y mantenía seguros los territorios que gobernaba. Era un hombre fuerte y duro; más de lo que lo fue su padre. —Seguramente estaban persiguiendo algún grupo de ladrones. Hemos tenido suerte de no toparnos con ellos mientras huían —decía Ronaldo mientras gotas de sudor resbalaban por sus cienes—. No saldré más a pescar por la noche durante esta semana, y tú deberías hacer lo mismo. Ciertamente el razonamiento de su amigo era el más probable y el primero al que llegaría cualquier persona que hubiera estado en su situación, pero… ¿y si había otro motivo? No todo encajaba con ese relato. En primero lugar, ¿por qué no habían visto a los ladrones escapar? Se podrían haber metido en la aldea para hacer de las suyas mientras huían pero todo había estado calmo. Ronaldo insistía en que el estado deplorable de algunos de los soldados era debido a algún cruento cruce de espadas con los bandidos. Bajo esa premisa, y tomando en cuenta la cantidad de soldados que acompañaban al duque y al príncipe, debió tratarse de una banda numerosa y una batalla ruidosa, lo que volvía a chocar con la tranquilidad que había vivido la aldea y sus alrededores en los últimos días. Era en este punto donde Milo empezaba a ahogarse en conjeturas y miedos nacidos de los rumores que habían estado rondando en su cabeza. ¿Y si esos soldados que habían visto en la otra orilla del río no estaban manchados por su propia sangre? Venían siguiendo la corriente del río, desde el territorio que pertenecía al duque, donde él, el príncipe y otros nobles nefastos como él llevaban a cabo sus perversiones. ¿Y si estaban siendo testigos accidentales de un brutal acto de crueldad? No tenia forma de comprobar ni desmentir estos temores y, aunque sabia que estaba siendo irracional, no lograba quitárselos de la cabeza. Esperaba poder dejar sus preocupaciones atrás para cuando el sol saliera de nuevo, pero le fue imposible. Durante el transcurso del día descubrió que habían patrullas de soldados recorriendo los alrededores de la aldea y el bosque. Era fácil evitar toparse con ellas, pero el hecho de que no fuera algo usual verlos husmeando en un poblado tan intrascendente, le producía un sentimiento de intranquilidad; algo extraño estaba sucediendo. Según uno de los sujetos con los que trabajaba, el cuarto príncipe había estado deambulando por el interior del bosque, cerca de donde se realizaba el festival de Denuvia. Lo había visto al alba, acompañado por sus escoltas de la Guardia Real. Milo no le habría dado credibilidad si no hubiera sido porque lo había visto la noche anterior en el río. Paso un día entero y nada cambio. Los soldados seguían pululando por el pacifico suelo de su aldea. Milo los evitaba, por supuesto, pero los escudriñaba desde una segura distancia cada vez que tenía oportunidad, aunque no era demasiado lo que podía sacar solo con sus ojos, por muy abiertos que los tuviera. Ya a esta altura resultaba evidente que buscaban algo. Desde aquella noche en el río que se les veía por la zona, y ese algo era lo suficientemente importante (o interesante) como para mantener al mismo príncipe en la escena. ¿De qué podría tratarse? Milo tenía corazonadas, mas no se atrevía a verbalizarlas en su cabeza porque sabía que terminarían asfixiándolo mentalmente. Cuando atardeció, y sin otra lugar donde ir a soltar su malhumor, Big Boy se encaminó hasta el bar. Había olvidado ya el incidente que lo había mantenido alejado; no sentía ninguna vergüenza, y si bien no tenia ningún motivo más allá de ir a pasar el rato, sentía cierta ansiedad por volver a sentarse en la barra y disfrutar de un buen trago como siempre lo había hecho. Cuando dobló por la última esquina antes de llegar al local, pudo percatarse de que había dos soldados bebiendo en plena entrada. Estaban parados ahí, afirmando sus espaldas contra la pared, como custodiando la puerta. Echaban risotadas y mantenían una actitud grosera con casi todos los que salían o entraban en el recinto. Ningún campesino tenia la valentía para contestar a las burlas que los hombres de armas, ya pasados de copas, lanzaban. Milo se debuto silencioso. Hizo crujir sus dientes con enojo. Frustrado, dio media vuelta y se marchó hacia su casa. Pasos firmes llenos de ira y unas pequeñas lágrimas se asomaron en sus ojos. Escupió hacia el suelo y se maldijo a sí mismo, siendo consciente de lo débil y cobarde que era. Recordó a su hermano, y cómo este tubo que alistarse en el ejército para llenar el cupo familiar solo porque él no fue suficiente. A medio camino, con su mente hecha un enredo, empezó a llorar lagrimas de frustración que se escurrían por sus mejillas. Su hermano ya no estaba ahí; cada acto que él reconocía como consecuencia de su propia cobardía le hacía recordarlo. Buscó consuelo prometiéndose a si mismo volver al día siguiente, sin importar quién estuviera ahí parado, ni qué obstáculo intentaran poner en su camino. Haría todo eso, se lo prometió a si mismo y estaba decidido; ¡lo haría!, pero sería mañana, no hoy. Entró bruscamente al interior de su casa y sacó una botella de alcohol de grano rojo que había estado guardando para alguna ocasión especial. Su sabor era muy fuerte, mucho más que el de la cerveza que solía tomar, pero no le importó. Empezó a dar sorbos cortos mientras salía hacia un prado cercano para poder sentarse en la oscuridad y mirar hacia el cielo. Tomó otro sorbo y se recostó de espaldas extendiendo los brazos. Su cabeza se sentía muy liviana y empezó a escuchar los sonidos de los grillos. Su cabello se humedeció por el contacto con el pasto produciéndole una sensación muy placentera. Esta era la primera vez que veía al cuarto príncipe en persona. Había estado a muchos metros de distancia, pero pudo verle vestir su armadura y reconocer su rostro inconfundible. Si bien era muy cercano al duque Otón, ambos solían llevar sus juergas a las ciudades cercanas o al palacio de gobierno. Allí se desataban junto con el resto de la nobleza; no tenia sentido venir a pasear por una aldea sin nombre perdida en medio del bosque. El hecho de que él pudiera haberlo visto, un simple campesino de entre tanta gente, era algo de una probabilidad abismalmente pequeña y si se ponía a pensar con la cabeza fría, era algo que podía generar envidia, especialmente entre las muchas damas que fantaseaban con entregarse en sus brazos y vivir un romance correspondido. ¿Tenía acaso que sentirse agradecido de la situación?, poder ver a un miembro de la realeza… Ronaldo probablemente se lo habría planteado de esa forma, pero a él le resultaba repulsivo. Era el tipo de personas… Un golpe sordo; algo a su izquierda se había estampado contra el suelo. Milo se incorporó bruscamente, tragando saliva y abriendo los ojos lo más que pudo. A su alrededor solo se veían árboles y arbustos. Sus hojas se movían con el vaivén del viento, generando un sonido continuo e inconfundible. Sus pupilas se movieron de lado a lado tratando de ver entre la oscuridad y la vegetación. Nuevamente, algo hizo crujir las ramitas del suelo alrededor del mismo sitio. El muchacho encaró en esa dirección, tomando un largo sorbo de la botella para luego agarrarla desde la boca y así poder usarla como un arma contundente. Sus pupilas ahora saltaban entre la dirección del sonido y la dirección hacia donde se encontraba su casa ¿¿tendría que huir en algún momento? Armándose de valor, dio cortos pasos hacia el origen de los ruidos. Centímetro a centímetro fue acortando la distancia. Nada pareció cambiar, y es que la oscuridad de la noche no le permitía reconocer las formas que estuvieran a más de un par de metros de su nariz y por supuesto el alcohol no ayudaba. Nada ocurría. El miedo que sintió al principio se transformó en ofuscación. Inhaló y exhalo con fuerza; si resultaba ser un animal escondiéndose entre la hojarasca, se juró agarrarlo a botellazos como precio por ponerle los nervios de punta. Levanto la botella por sobre su cabeza y avanzó olvidando cualquier discreción previa. Fue entonces que escucho un susurro: —Ayuda… por favor... Era una voz aguda, como la de un niño o la de una mujer. Milo quedó petrificado ¿había escuchado bien? —Ayúdame… Esta vez fue más claro. No quedaban dudas. Milo se precipitó con rapidez hasta el origen de los gemidos. Apartó frenéticamente las ramas y arbustos alrededor, pudiendo comprobar lo que sucedía: una silueta humana yacía tendida entre la vegetación y la tierra. La poca luz no perimía ver demasiado, pero pudo distinguir una figura femenina. Miró a su alrededor buscando una lampara, pero no había traído ninguna consigo. Se arrodilló frente al cuerpo extendiendo sus manos. —¡Hey! —gimió sacudiéndola de los hombros. No hubo reacción. El chico, nervioso, insistió. Con ambas manos intentó obtener una respuesta. Fue entonces que sintió una sensación cálida y granulosa entre sus dedos y la piel desnuda de la mujer. Sobresaltado acercó ambas manos hacia sus ojos. El color rojo brillante de la sangre se escurría entre sus dedos y caía goteando hasta sus rodillas. Era sangre y lodo, a montones. Milo se fue de espaldas por el sobresalto. La sangre que empapaba el prado empezó a esparcirse en el suelo formando un charco. v1 24 diciembre 2021
Hola, Confrontador, creo recordar, si no me equivoco, sería la primera vez que leería algo tuyo (o puedo equivocarme), aunque según yo sí. En fin, ese no es el tema. Bueno, le daré una oportunidad a la historia, el que por cierto, el título me llamó la atención. Debo decir que lo que más me gustó fue ese primer párrafo, el que considero fue perfecto a la hora de describir cómo es la vida de Milo, no solo cómo gana la vida sino que tiene que esconder su propio dinero, y mientras iba leyendo, sin duda es que es un pobre infeliz. No es del agrado de la gente, por lo menos la de aquel bar. Debo decir que me dio algo de pena leer como lo trataron después decir eso del príncipe, que aunque sea cierto y la gente del pueblo opine lo mismo que él, creo que Milo debió leer el ambiente. Como dije, me dio pena leer, aunque entiendo que aquellos hombres, temerosos porque se está habla de un príncipe (después de todo), hayan actuado así, tampoco están dispuesto a ser culpados por palabras dichas de un “cualquiera”. Noté una que otra palabra mal escrita, las que más resaltan son: que es: Excusas, con "x" no "s". es: Río; referente a la corriente continua de agua. que es: más; esa palabra lleva la tilde en la “a” porque es un adverbio o se usa como adjetivo comparativo. El mas sin tilde equivale a “pero” “sin embargo”, etc. Entre otros detalles y dedazos, que se pueden solucionar con una segunda leída. Aunque mi intención no es querer enfocarme en eso, pero sí salta mucho a la vista. Considero que la mitad del capítulo estuvo muy buena, excelente introducción, y descripciones adecuadas, por el contrario, la primera y última parte de la segunda mitad, la sentí muy cargada de información, por la que tuve que leerla por separado, qué por supuesto, es información necesaria para conocer más a fondo el ambiente o el poder de dicho país, pero que se puede hacer de mejor manera. Me abrumó leer tanto texto, que considero que para un primer capítulo debe tener más dialogo, hasta que el lector éste de lleno en la historia, el escritor puede darse el lujo de detallar de esa forma. En conclusión, la historia pinta interesante. Un final de primer capítulo muy intrigante, la verdad, espero el segundo capítulo para ver cómo va a continuar.
Holas! Gracias por las apreciaciones. He corregido los errores ortográficos que señalas. Aquí me perdí un poco. Puedo sospechar a que partes te refieres, pero para poder comprender la critica lo mejor posible agradecería enormemente saber que partes son exactamente xD Saludos
Hola. Bueno, primero quiero decir que quizá mi error fue no explicarme mejor, así que pido disculpas por haber sido tan ambigua. Me refería a cuando se explica sobre el duque Darío Otón, la llegada de Mio a casa, después se pasa al cuarto príncipe, para luego volver a hablar de Milo y su amigo y todo ese transcurso. Debo decir que noté mucho sobrecargo, es todo. Quizá, desde mi opinión (claro esta, no es obligatorio cambiar nada, cada quien escribe como mejor le parezca), en vez de decirnos eso en solo descripciones, me hubiera gustado que se mostrara como son son; ya fuese en un par de diálogos, una escena entre lo que viven El duque y el príncipe y como trata a las personas o algo así. Y ya después centrarnos en Ronald y Milo, que no hubiera estado mal algún diálogo más. Repito, fue un comentario dejando mi opinión, no se debe tomar como una verdad absoluta, al fin de cuentas cada escritor escribe como mejor se le hace. Lo sé como escritora, yo suelo trabajar de una forma que quizá no guste a otros lectores. Un saludo.
2. Huida (I) Arrastró el cuerpo un metro para alejarlo de los arbustos. Con la yema de sus dedos podía sentir las llagas y heridas en la piel cada vez que la tocaba. Inconscientemente llevó ambas manos a su cabeza. No sabía como afrontar la situación; cómo sostener un cuerpo en tan deplorable estado sin dañarlo. Con mucho cuidado lo levantó en sus brazos y corrió hasta su casa. Milo no era un fortachón, pero de tanto acarrear sacos en el trabajo había ganado una buena musculatura y resistencia. Entró a la casa cerrando la puerta con una de sus piernas. Sin soltar a la chica, se echó de espaldas sobre la puerta. La sangre caía a goteras desde sus brazos y sus manos, y su corazón taquicárdico se asomaba por la boca. Ya no tenía dudas: el cuarto príncipe y el duque habían estado cazando a un ser humano, y era el mismo que tenía entre sus brazos. Sin quererlo, se había metido en medio de una cacería humana perpetrada por los propios dueños de las tierras donde él vivía. Posó el cuerpo femenino sobre su cama. Con un balde lleno del agua que había recolectado en la mañana y con algunos trapos intentó limpiar el barro y la sangre. Nunca había visto heridas abiertas desde tan cerca y tampoco sabía como tratarlas. Pensó en llamar a Romina, la mujer que solía atender a los faeneros cuando se cortaban algún dedo al utilizar las herramientas, pero ¿qué le diría? Ella era muy hábil para enfrentarse a la sangre pero no le tenía la confianza suficiente como para involucrarla ¿Y si lo inculpaba? Empezó a dar vueltas por toda la habitación, balanceando sus manos de lado a lado, sin saber que hacer. Por unos instantes se agachaba junto a ella y empezaba a limpiarle las heridas, pero sus pensamientos no le permitían estar en labor por más de medio minuto antes de que sintiera la necesidad de volver a ponerse de pie para aliviar su tensión. En medio de esta vorágine se encontraba cuando se percató con horror del desastre que había sobre su suelo: desde la puerta hasta su lecho se dibujaba un rastro de sangre y mugre. Milo palideció. Envuelto en pánico, tomó el balde de agua e hizo ademán de lanzarlo sobre suelo, pero en el último minuto se detuvo. Algunos borbotones de agua saltaron hacia abajo. Necesitaba esa agua para poder asistir las heridas de la malherida. Siendo consiente de que el pánico lo estaba dominado, respiró profundamente e hizo su mejor esfuerzo para calmarse. Había muchas cosas por hacer, pero una de ellas tenía que ser atendida de inmediato. Pasaron algunas horas antes de que terminara de limpiar las heridas de la chica. Ella estaba completamente desnuda y tenía yagas en su espalda, brazos y piernas. Habían al menos tres heridas punzantes en su abdomen y muchos moretones en todo su cuerpo. Era difícil imaginar la tortura a la que había sido sometida. Milo trataba de no pensar en ello. Ya era el alba y tenía que salir a trabajar. No había descansado nada, pero por la adrenalina no sentía ni un ápice de sueño. Se acercó a la chica e intentó comunicarse con ella, pero no pudo obtener nada más que algunos gemidos apagados. Se sentó en una silla de madera junto a la ventana y comenzó a reflexionar. ¿Qué debía hacer con ella? La había estabilizado (o eso creía) lo suficiente como para detener el sangrado. La había limpiado lo mejor que pudo pero heridas tan profundas requerían de la mano de algún médico que las zurciera. Si no las cerraban pronto, podrían infectarse y eventualmente causarle la muerte. De hecho, ya se podía sentir una ligera fiebre al palparle la frente. Lo único que podía hacer era utilizar algunos paños fríos para bajar la temperatura. Si intentaba pedir ayuda lo más seguro era que el duque y los soldados se enteraran de la situación y se involucraran, atrapándolo a él también en todo el embrollo. Por otro lado, si no hacia nada, ella terminaría falleciendo en su propia cama y tendría que enterrarla durante la noche en algún lugar donde no pudieran verle. Era desesperanzador, pero era más humano que permitir que aquellos degenerados continuaran sus perversiones sobre un cuerpo moribundo. Miró el rostro de la chica. Permanecía tendida boca arriba, con sus ojos cerrados y una expresión de malestar; completamente entregada a su destino. «Lo lamento, no sé que más puedo hacer…» Sus ojos se humedecieron ligeramente. Respiro profundo y se levantó. Aún tenía que limpiar el interior de su casa y las sábanas llenas de sangre, por lo que necesitaría mucha más agua. Cogió unos baldes de madera y salió por la puerta. Afuera de su casa estaba el mismo rastro de sangre. Milo se sobresaltó, soltando los baldes por la sorpresa. Sin perder el tiempo, corrió hasta la parte de atrás de la vivienda para tomar una pala. Empezó entonces a revolver la tierra alrededor de la sangre, procurando ocultar cualquier evidencia bajo el barro. Lo que antes era un terreno llano, prolijo y perfecto para caminar, se transformó en tierra picada, suelta y con boquetes, como si se hubiera enterrado algo. Todo esto le tomo un par de horas. Limpió de su frente el sudor y volvió a agarrar los baldes. Los llenó con el agua del río y regresó corriendo hasta su vivienda. Con la ayuda de una escobilla limpió el suelo lo mejor que pudo. La madera quedó húmeda y ennegrecida, pero estaba limpia de cualquier evidencia. Durante todo ese tiempo, la chica no había mostrado ninguna reacción. Su temperatura no había bajado, pero tampoco había subido. —¡Big Boy! —Una mujer gritaba desde afuera. El corazón de Milo se sobresalto por la inesperada intromisión. Corrió a tropezones hasta su ventana, asomándose con discreción para ver de quien se trataba. Donna, la hija de su jefe, estaba parada a metros de su puerta con el seño fruncido. Por alguna razón, no había escuchado su llegada. Intuyendo que venía a regañarle por haberse ausentado del trabajo, se agazapó bajo la ventana y se quedo quieto. —¡Vamos Big Boy, abre la puerta! —insistió la chica—¡Sé que estás ahí! Donna dio unas vueltas alrededor de la entrada, impaciente por ser atendida. Al no recibir respuesta desde el interior de la vivienda, su malhumor creció. —¡Vamos, ábreme! —gritó— No fuiste con papá y empezaste a sembrar una huerta, ¡la estoy viendo ahora mismo! Silencio. —¿Papá te da trabajo y le fallas de esa manera? ¿todo para hacer esta mugrosa… cosa? Con su pierna derecha, y con mucho resentimiento, empezó a patear la tierra que conformaba lo que ella pensaba era una nueva huerta. Pese a su pataleta, no hubo ninguna respuesta. La chica cerró sus ojos furiosa. No estaba acostumbrada a ser ignorada por los miserables campesinos de la aldea. Ella, a diferencia de Milo, había sido educada en la ciudad para que sus manos no tuvieran que tocar nunca una herramienta. Había nacido para estar por encima de gente como Milo. —¡Se acabó! —gritó mientras apuntaba con su índice hacia la casa— ¡Voy a entrar y sacarte de ahí, maldita bestia analfabeta! La mujer empezó a dar vueltas frenéticas frente a la fachada de la vivienda mientras pensaba en un modo de entrar. Falta de imaginación, optó por forzar la puerta. La puerta estaba frágilmente asegurada por un picaporte de madera medio podrida. Milo era cociente de ello; cada empujón y zamarreo que Donna efectuaba sobre la puerta podía terminar con esta cediendo, por lo que decidió encararla. —Ya abro… —dijo con desgano. Pero ya era demasiado tarde. Donna metió medio cuerpo al interior de la vivienda antes de que Milo alcanzara a atajarla. —¿¡Por qué no contestabas!? —increpó molesta—¿¡Crees que soy una tonta!? —Estaba durmiendo, no escuche… —¿Durmiendo a esta hora? Donna miró al interior, pillando a plena vista a una mujer entre las sabanas de la cama. Milo se percató de ello. Empezó a hiperventilarse y se apresuró a inventar una excusa: —Es mi familia… —No me interesa con quien te acuestes —contestó Donna mientras volteaba su cabeza con disgusto —, ¡y no me toques! De un manotazo apartó a Milo que intentaba sujetarla para evitar que entrara aún más. Lo hizo con bastante fuerza. —Hay varias carretas que tienen que ser llenadas antes de que salga el sol, ¡Tienes que ir a hacer tu trabajo o te juro por Rea que algo malo pasara!—advirtió furiosa, pero intentando mantener la compostura. Donna lo empujó con ambas manos, haciéndole retroceder algunos pasos. Montó sobre su caballo y se retiró de inmediato, probablemente en dirección hacia las parcelas de su familia. Si quería conservar su trabajo, tendría que presentarse para acarrear sacos como sucedía todos los días. No conocía otra forma para ganarse la vida, por lo que no podía permitirse ser corrido. Cabizbajo, se fue a lavar la cara y se encaminó para trabajar. Antes de retirarse miró por última vez a su huésped; ella seguía igual que antes, sin hablar y sin abrir los ojos. En el fondo de su corazón deseaba que se recuperara, pero por otro lado, si iba a morir de todas maneras, prefería que ocurriera durante su ausencia para no tener que presenciar la escena; una escena de la que él solo podría ser espectador. ¿Qué habría hecho su hermano? * * * Fue regañado y humillado en el silo. Había llegado tarde y había faltado a su compromiso. Su mente, sin embargo, estuvo en otra parte durante toda la reprimenda. Fantaseaba con posibles futuros en los que la chica mal herida fuera capas de sobrevivir. ¿Cómo sería su porvenir si él tuviera el poder necesario para salvarla del duque y el príncipe? Jamás en su vida había tomado una espada; lo más cercano a un arma que alguna vez blandió fue una guadaña que utilizó para segar. Si fuera hábil, habría puesto en su lugar a esos soldados bravucones que lo espantaron aquel día frente al bar. Lo habría hecho gustoso. Tampoco se habría dejado dominar por el viejo Gerardo; no le habría levantado la mano ya que sentía respeto por él, pero no hubiera permitido que ningún golpe alcanzara su cabeza. La barman lo habría visto como a un hombre y no como a un mocoso. Aún si no fuera un guerrero, si tuviera mucho dinero, podría llevarse a la chica y darle otra vida en algún lugar remoto, lo más lejano posible a sus victimarios. —¿Qué ciudades hermosas habrá lejos de la aldea? —preguntó repentinamente a uno de sus compañeros. —Te has vuelto un soñador, Big Boy —sonrió mientras ejercía cuantiosa fuerzas para enganchar un enorme saco sobre su hombro —, ¿te pasa algo? —N-no —mintió. —Yo solo he estado en Tariana, que queda a varias semanas hacia el noroeste. Es bastante fea si. —No puede ser la única ciudad. —No, pero no conozco nada más. En algún lugar muy al sur está el mar. Por ahí debe haber puertos con barcos que van hacia otras costas. Sería como en el famoso cuento de Modiarcator. Tomaría a la chica, la llevaría de ciudad en ciudad huyendo de los malos, y finalmente la desposaría a los pies del Gran Árbol. Sus hijos tendrían los ojos color violeta y ante ellos descendería Lulucina. Eran solo cuentos populares, ¡pero por Rea que sería hermoso poder vivirlos! El sol estaba por ponerse cuando decidió volver a su casa. Prometió regresar a su trabajo durante la noche para continuar con su labor a riesgo de ser castigado si no cumplía. Caminó con su mente aún por las nubes hasta el sendero que lo llevaba a su hogar. Estaba tan distraído que no alcanzó a percatarse de que sobre el camino y frente a su puerta había un puñado de soldados reunidos. Cuando los vio, ellos le devolvieron la mirada. No tubo oportunidad de esconderse ni de huir; esta vez debía afrontar la situación. Se acercó a paso lento, como queriendo retrasar el inevitable encuentro todo el tiempo que le fuera posible. Eran siete soldados con los uniformes muy sucios que permanecían de pie junto a sus caballos, mirándolo, sonriendo y hablando entre ellos. Su corazón empezó a latir con fuerza. Era algo que estaba fuera de su control. La ansiedad creció; si lo veía necesario, estaba dispuesto a pasar de largo sin detenerse, esperando engañar a los soldados para que pensaran que él solo estaba cruzando por el sendero. Si era necesario, dormiría en la orilla del río, pero haría todo lo posible para no tener que tratar con ellos. Así, Milo caminó derecho. Bastó que viera unos cuantos uniformados para que abandonara a la chica a la que había cuidado durante toda la noche. La dejaba a su suerte y no solo eso, simplemente se había olvidado de ella. Todas esas fantasías ingenuas que mantuvieron su mente lejos de los ninguneos de su capataz no eran más que fantasías. Lo importante era salvar su pellejo. Siguió caminando, intentando mantener la vista en el horizonte. Mirando, pero sin mover sus pupilas; desde el rabillo de sus ojos. Imploraba a Rea, a una diosa de la que solo conocía su nombre, que los soldados se marcharan de su casa. Avanzó un poco más y pudo ver al cuarto príncipe. Estaba afirmado en el tronco de un árbol y solo era visible ahora que estaba más cerca y su ángulo de visión había cambiado. Milo palideció y no pudo hacer otra cosa más que detenerse. Su armadura, su presencia y su aura magnánima lo cegaron y le obligaron a no avanzar más, entonces el príncipe empezó a caminar hacia él. —Hola, chico —saludó. Sus piernas temblaban. Era el príncipe en persona. Mientras se acercaba hacia él, todos los soldados a su alrededor juntaban sus pies muy firmes y respetuosos, sonriendo llenos de confianza y de una admiración febril. Junto al miembro de la Casa Real, venían dos soldados que destacaban de los demás; eran un hombre y una mujer muy joven que vestían con el escudo de la Guardia Real de Reaful y con uniformes impecables (a diferencia de los otros soldados). —Buenas tardes, alteza real —contesto Milo con su voz casi quebrada. No podía creerlo pero era cierto. —Se que vives en este pueblo… —Giró su cabeza mirando a ambos lados —¿esta es tu casa, no? —Es mi casa, alteza real. El príncipe estaba frente a él y era muy alto. Milo no era capaz de levanta su vista. —Este pueblo es muy chico. Conoces a todos en este lugar —Su voz no era tan grave como la de su padre, pero retumbaba en sus tímpanos. Era una voz poderosa que parecía calar directamente en el cerebro. —Sí, alteza real. —Estoy buscando a alguien… ¿Has visto en esta última semana a un extranjero? Estaban aquí por la chica. —Yo… no… —musitó. —No te escuché. —Yo… —Mira hacia el frente cuando te hablen —dijo suavemente la guardia real femenina. Con la funda rígida de su espada levantó el mentón de Milo, mostrando su rostro de frente a sus interlocutores. Sus ojos abiertos hicieron contacto con los de la guardia real. Su presencia era igual a la del príncipe; no la soportaba. —No he visto nada extraño —contestó. Sus ojos estaban abiertos y mantenían aún el contacto con los de ella. —Es una lastima... —murmuró el príncipe como hablando para si mismo. —El príncipe ha estado cabalgando durante largas horas, campesino. ¿Serías tan amable de abrirle las puertas de tu cabaña y servirle agua fresca? Se había acabado. No podía negarse. Entrarían y la verían recostada en su cama, con vendas y con heridas limpias. Destaparía su mentira. Se acercó hasta su puerta escoltado por los guardias reales. Soltó el picaporte y la abrió de par en par. Agachó su cabeza y apretó sus dientes con fuerza. El príncipe y sus dos guardias reales penetraron en la habitación principal mientras Milo sostenía la puerta con los ojos apuntando al suelo. El príncipe se sentó en una silla de madera junto a la mesa mientras que los dos soldados se esparcieron alrededor de él. Milo estaba paralizado aún sosteniendo la puerta. Inclinaba su cuerpo en reverencia mientras el sudor y las lágrimas empezaba a escurrir desde su frente hacia la punta helada de su nariz. —Sírvenos agua, campesino —Habló el guardia real. Milo se sobresaltó, adoptando una posición erguida inmediatamente. Allí estaban el príncipe y los dos guardias reales, mas no había rastro de la mujer. En su cama solo estaban sus sábanas desordenadas. Algo había pasado durante su ausencia. En circunstancias normales se habría preocupado, pero en ese minuto sintió como si hubieran apartado su cuello de una soga que colgaba desde un poste alto. El chico se apresuró a buscar los jarrones de agua que había recolectado durante la mañana desde el rio. Con sus manos temblorosas, sirvió abundante agua fresca a los tres invitados. El príncipe bebió de su jarra con serenidad. Intercambió algunas palabras con sus dos oficiales, sin embargo Milo no fue capaz de escuchar de qué hablaban; estaba demasiado ensimismado repitiendo en su cabeza una y otra vez “por favor retírense”. Finalmente, el príncipe se levantó. Se acercó nuevamente a Milo parándose frente a él. El chico sostuvo el aliento y cerró los ojos con miedo, intentando apartar la vista para que no pudieran ver su reacción. —Te comportaste bien —habló el príncipe mientras posaba su pesada mano sobre el hombro de Milo—. Dime tu nombre. —Milo, alteza —contestó. Se acercó la guardia real y con su espada enfundada alineó bruscamente la cabeza de Milo para que mirara hacia el frente. —Muestra el rostro, campesino —repitió con un tono menos amable al de la primera vez —Perdóneme, dama de Reaful —se disculpó Milo intentando mantener la compostura. El príncipe y todos los soldados se retiraron sobre sus caballos en la dirección contraria al centro de la aldea. Milo los contempló a través de su ventana mientras se alejaban. Edición: se ha dividido el capitulo para ajustarse al formato
Contenido oculto: Nota sobre el capítulo El capítulo "Huida", publicado originalmente en febrero del 2023, ha sido dividido en dos a conveniencia del formato de este foro (quedaba demasiado largo). Esta entrada corresponde a la segunda mitad del capítulo 3. Huida (II) El príncipe y todos los soldados se retiraron sobre sus caballos en la dirección contraria al centro de la aldea. Milo los contempló a través de su ventana mientras se alejaban. Esperó junto a ella hasta que ya era imposible verlos, entonces centró su atención en lo evidente: ¿dónde estaba la chica? Empezó a buscar alrededor de la casa mientras que en su cabeza intentaba armar posibles escenarios de lo que había sucedido ¿pudo alguien sacarla de ahí antes de que llegaran el príncipe? Un desconocido habría forzado su cerradura y la habría tomado para llevarla a un lugar seguro. Algún aliado desconocido, aunque también podía tratarse de alguien que quisiera hacerle daño, violarla o aprovecharse de su estado. El mundo es un saco hondo y está repleto de miserables. Asustado por aquel plausible escenario, corrió frente a su puerta y empezó a manosear frenéticamente el pestillo. No parecía haber nada fuera de lugar. Confundido por la situación, y después de explorar las zonas con la vegetación más tupida alrededor, decidió entrar. Como ya era de noche debió prendió una lámpara de aceite. Se sentó sobre la cama y apoyó su cabeza sobre sus nudillos. Lo había hecho bien frente al príncipe. Había conseguido su objetivo, pero lo había hecho como el cobarde que era. ¿Con qué derecho se permitió fantasear con desposar a una mujer si ante el primer contratiempo la opción de abandonarla fue la que más le gusto? Absorto en sus sentimientos de auto desprecio, dio un manotazo sobre la mesa. La lampara saltó, dando un bote sobre la misma mesa para caer sobre el suelo rompiéndose en el acto. Pequeñas flamas saltaron sobre la madera encendiendo las zonas donde el aceite se había desparramado. Milo entró en pánico y se lanzó rápidamente para agarrar una frazada que usó para apagar las flamas antes de que se esparcieran incontrolablemente por su cabaña de madera. A tropezones, encendió una vela y se agachó para comprobar que estuviera todo en orden. La luz era mucho más tenue, pero resultaba suficiente si la acercaba. Todo parecía normal. Con sus dedos tocó los manchones negros sobre las tablas. El aceite se impregnó en las yemas. El suelo aún estaba húmedo por el agua que había usado para limpiar la sangre durante la madrugada. Coincidentemente había sido esa humedad la que impidió que la madera se encendiera instantáneamente. Milo pensó en ello y en la serie de eventos que habían sucedido a partir de aquel golpe que le habían propinado en el bar. Se había sentado sobre el suelo, cruzando sus piernas e insertando la vela en una palmatoria metálica que posó a su lado. Mientras estaba absorto en los acontecimientos pasados, fue cuando se percató de algo inusual sobre el suelo: la tabla que solía levantar para guardar su dinero estaba mal puesta. Una mueca de desconsiento se dibujo sobre su cara. Avanzó sobre sus rodillas hasta la tabla en cuestión. Acercando la luz de la vela pudo comprobar que había al menos tres tablas adicionales sueltas; alguien había estado hurgueteando en su caja fuerte. Muchos pensamientos pasaron por su cabeza antes de que se animara a revisar ¿alguien había entrado a su casa para robarle sus ahorros?¿sería la misma persona que había sacado a la chica de su casa? Nada de eso tenia sentido, ya había comprobado el estado del pestillo y no había forma de que alguien desde afuera hubiera forzado su entrada. Ansioso e irritado, arrancó las tablas de golpe, lanzándolas por los aires. Si se trataba de esa chica, la misma chica a la que cuidó y a la que limpió. Si había sido ella quien… porque si lo pensaba fríamente, había introducido a un completo desconocido a su casa. Quizás fue impulsivo e ingenuo, y no seria la primera vez, así como tampoco habría sido ella la primera persona que se aprovechaba de su candidez. Pero no era posible ¿o si?¿Cómo podría alguien fingir heridas tan profundas sobre su propio cuerpo?¿es imposible, verdad? —lagrimas —¿Qué se suponía que debía haber hecho entonces?¿dejarla en el suelo para que muriera y se la comieran los gusanos?¿entregarla a sus captores?¿Por qué siempre tenía que vivir atento a las segundas intenciones? Dos lucecitas amarillas parpadearon con el reflejo de la llama de la vela. Los ojos de Milo se clavaron sobre algo que estaba en el hoyo, y fuese lo que fuese, le devolvía la mirada. —¡No por favor! Agazapada en el hueco entre las tablas del suelo y la tierra, estaba ella. Con una voz quebrada, y con ambas manos cubriendo su cabeza, la chica gimoteaba. La luz era muy pobre para distinguir las contorsiones que debía haber hecho para entrar en tan estrecho espacio. —¡Te lo imploro, no me hagas daño! Milo se sorprendió. —¡N-no tengas miedo! —dijo titubeante —. No tengas miedo. Toma mi mano, te sacaré de ahí. Ella se habría ocultado de los soldados metiendo todo su cuerpo al interior del único espacio por el que era posible desaparecer sin ser vista desde el exterior. —¿Estás bien? Parecía estar en un estado catatónico. Sus ojos se habían cerrado y sus manos temblaban. El chico cogió una frazada y la cubrió con ella mientras la conducía hacia la cama para que se recostara. La chica se sentó en el borde. Su cabeza se inclinaba hacia adelante como si no tuviera fuerzas para sostenerla. Milo se hincó frente a ella para intentar hablar cara a cara, mientras que con ambas manos le sujetaba sus delgados brazos para afirmarla. —Quiero ayudarte —Intentó hacer contacto visual, pero sus ojos seguían cerrados—Necesito saber cual es tu nombre ¿me lo puedes decir?. La mujer apartaba el rostro y se encogía de hombros. Una mueca de dolor en su cara y lágrimas en sus mejillas. Milo tocó su frente, sintiendo un calor febril leve. —Estás a salvo —dijo queriendo consolar cualquier sentimiento de inseguridad que ella pudiera sentir—. No hay nadie más acá, ¡los soldados se fueron hace un tiempo! Silencio. —Solo dime si estas bien… ¿estas herida? Con sus manos, Milo palpó los gemelos de la chica. Sus dedos subieron hasta las rodillas antes de que los retirara con pudor al percatarse de que podía estar trasgrediendo el límite. Susurró avergonzado una disculpa, pero era fundamental continuar escudriñando con sus ojos. Extrañamente, no pudo sentir ni ver los cortes que había tratado en la mañana. —Renato… —musitó ella. ¿Era ese su nombre? Parecía estar mejor que antes, pero la fiebre seguía ahí. Antes de que pudiera reflexionar sobre toda la situación, Milo se puso de pie y se acercó a la ventana. En el exterior, como de costumbre, no se veía alma alguna. Estaba bastante oscuro por lo que resultaba difícil ver o distinguir figuras humanas a más de diez metros de distancia. Era el momento propicio para moverse si se quería pasar por fuera del radar de los soldados. Si caminaba entre la maleza y los arbustos, ella podría llegar hasta el rio en un tiempo razonable. Siguiendo por la orilla sería mucho más fácil escapar de los soldados siempre que fuera de noche, pero ¿a dónde debía caminar? —¿De dónde eres? —preguntó mientras se agachaba nuevamente. Entonces, la chica sucumbió. Hubiera plantado su frente contra el suelo si Milo no alcanzaba a agarrarla. La recostó sobre la cama y puso un paño húmedo sobre su frente. Tenia que idear alguna forma para salvarla. Lo más sensato sería permitirle quedarse oculta en su casa hasta que recobrara las fuerzas. Una vez pudiera sostenerse sobre sus piernas, podría escabullirse durante una próxima noche sin Luna. Se asomó nuevamente por la ventana, fue entonces que recordó que tenia un compromiso con su trabajo. —Tengo que ir a trabajar… Estaré de vuelta en algunas horas —dijo—. Intenta descansar. Hay comida sobre la mesa. Le era difícil dejarla sola, pero no tenía otra opción. Durante toda su vida, nunca tubo más de una opción. Antes de cruzar por la puerta, echó una última mirada hacia la mujer. Esta no abrió los ojos, pero respondió al crujir de la puerta moviendo su cabeza hacia Milo —Por favor, salvame… —musitó. Milo apenas alcanzó a escuchar, pero lo escuchó. Salió corriendo de la cabaña. Renata le había pedido que la salvara. Era su deber moral como hombre y como persona, pero era algo que estaba fuera de su poder. Otra ocasión más para que la vida le enrostrara que era insignificante y cobarde. Alguien como él no podía darse el lujo de decidir el destino de nadie; eso estaba solo en manos del duque Otón o de la familia real. Al cruzar por el centro de la aldea comprobó que varios soldados seguían patrullando alrededor. Milo sabía que coaccionaban su entrada en los espacios de los locales. Era evidente que no había esperanza para Renata. Una profunda tristeza le invadió, pero era poco lo que podía hacer. Si volvían a su cabaña la encontrarían, a menos que lograra ocultarse como la última vez. ¿Cuan desgarrador habría sido su miedo para que en tal paupérrima condición hubiera sido capas de meterse entre las tablas y la tierra? Porque sus dedos estaban destrozados cuando la sacó del agujero, los había machacado contra el barro para hacer espacio para su cuerpo. Era como una rata acorralada… y le había pedido ayuda. Llegó al silo. Ahí lo recibieron su capataz y un compañero. Su iracundo jefe no estaba dispuesto a perder el tiempo. Le regañó y volvió a darle un ultimátum, pero a Milo no le importó. —Te dejo Big Boy —Se despedía su compañero—. Intenta terminar al menos con la mitad para que el patrón no la agarre contigo de nuevo. La chica no podía provenir de los alrededores de la provincia; aunque su nombre era común a lo largo de todo el reino, sus facciones eran algo exóticas. Ella se había presentado como Renato, pero Milo daba por hecho que la mala pronunciación había sido producto de la fiebre. Él la había visto desnuda y podía dar fe de que se trataba de una mujer. Varios sacos de granos fueron apilados en una carreta. Cuando estuvo completamente llena, una amplia lona fue amarrada en la superficie para cubrir la carga del sol y del polvo. Habían otros tres carros que aún tenia que completar antes de que pudiera darse un descanso. Cansado y sediento, se afirmó sobre una de las ruedas y contempló la tierra que había bajo sus zapatos. Fue entonces que algo crujió en su cerebro. Había estado hasta ese minuto nadando en melancolía y auto desprecio. El sabía que todas sus concepciones sobre si mismo eran correctas, pero ¿por qué tenía que ser de esa manera? Ella le había pedido ayuda, y él no podía brindársela, pero ¿por qué?¿Acaso aquella vez que alzó la voz en el bar no había sido por que en el fondo tenia la esperanza de que de alguna forma todo cambiara? Quería que los viejos lo consideraran; que el pueblo supiera que él tenía algo que decir; que la barman lo viera como un hombre. Cuando su hermano había partido, tenía más o menos su misma edad. En toda la provincia, el reclutamiento forzoso era algo común y sucedía cada cierto tiempo. Grupos de soldados venían a aldeas pequeñas y seleccionaban puñados de hombres y mujeres para llevárselos y sumarlos a las filas del ejército. Si los muchachos eran habilidosos con las armas, podían forjarse una carrera provechosa. Pero cuando no era así, cuando eran jóvenes débiles e inútiles como lo era él, las cosas sucedían de otro modo. Aquel día cuando su hermano partió, lo hizo sacrificándose para que Milo pudiera vivir una vida tranquila en la aldea. Había actuado como un hombre y él lo admiraba por eso. Todo el pueblo lo había reconocido como tal. Quizás esta era la oportunidad para que demostrara que él podía ser también un hombre. Si no lo hacia por una chica que lo necesitaba como nunca nadie más lo necesitó, entonces no lo haría por nadie en el futuro. Tenía que actuar. Cegado por pensamientos pasionales, Milo tomó dos caballos. Los pareó con una de las carretas vacías y huyó con ella. Temía que los soldados lo vieran moverse, por lo que escogió una ruta diferente que atravesaba arbustos tupidos y oscuridad. El armazón de madera y metal saltaba y se tambaleaba por el camino desprolijo. Sus ojos no parpadeaban. La expresión de seriedad de su rostro era diferente a la usual, y en su mente solo tenía su objetivo. A varios metros de distancia, Donna vio como la carreta se metía entre los arbustos bajos que bordeaban el sendero. Ella iba camino al centro de la aldea, a paso lento, relajada y sobre su caballo. Estaba confundida pero pudo distinguir que la carreta le pertenecía a su padre. —¿Milo? —musitó. Big Boy no se dio cuenta, ya que estaba absorto en sus ideas. Si hubiera alguna manera de sacarla de la aldea sin que nadie la viera, se salvaría de Otón. Seguramente se trataba de alguna esclava extranjera que fue comprada para saciar el desviado instinto del duque. Él no conocía nada del mundo exterior, pero según Raimundo, en otras regiones del reino existían bandas de esclavistas que atacaban aldeas para tomar por la fuerza a los habitantes y venderlos como esclavos o para prostituirlos. Era tenebroso. Saltó de la carreta y corrió con prisa hasta su cabaña. Movió su cabeza de lado a lado para comprobar que nadie lo hubiera seguido, entonces penetró por la puerta. Renata yacía sobre la cama. Estaba despierta, con los ojos cerrados, pero atenta ante el sonido de la puerta. —Te sacaré de aquí —sentenció Milo lleno de confianza. Cargo con la chica para ponerla sobre la carreta. Con la tela destinada a proteger la mercadería la arropó. Cubrió su cuerpo lo suficiente como para que nadie la pudiera verla desde afuera. Lleno de adrenalina, sacó todos sus ahorros de la cabaña, tomo un par de cosas más y saltó de nuevo sobre la carreta. Aquella noche no sentiría nada de sueño.
4. Secuestro Ramiro Bernardo era el nombre del jefe de Milo. Era padre de Donna y el dueño de una de las plantaciones que cultivaba grano para alimentar a las ciudades del duque Otón. Cuando se enteró del extraño movimiento de uno de sus jornaleros desde la boca de su hija, sintió la necesidad de ir a ver que sucedía. Partió junto a uno de sus peones hasta el silo. Todo el trabajo había quedado a medio hacer y además faltaba una de sus carretas en conjunto con algunos de los animales de carga. Contó también todos los sacos y se percató de que un puñado de ellos no estaba. Sabía a quién responsabilizar y donde ubicarlo. Tomo una fusta y montó su caballo. Estaba dispuesto a darle una oportunidad si era capaz de ofrecerle algún motivo que le dejara satisfecho, pero le haría pagar con sangre su falta de respeto y compromiso. Al llegar a la cabaña la encontró en abandono y con la puerta abierta y sin trabar. * * * No se veía con claridad por la noche, pero no encontraría mejor oportunidad para partir. Había tomado su decisión y no existía más espacio para el arrepentimiento. No sabia si era por la adrenalina o por alguna clase de liberación espiritual, pero por primera vez en mucho tiempo, sentía que podía mirar a los demás sin agachar su cabeza. Todos aquellos que le miraban con lastima; ya no tendría que soportar su condescendencia hipócrita, y ni siquiera sabía si tendrían la oportunidad de verlo de nuevo ahora que partía hacia tierras desconocidas. Fue así que llegó el alba. Milo había avanzado lo más rápido que podía tomando en cuenta la absoluta oscuridad de la noche. Se había guiado por el sendero, ayudado por las siluetas de los árboles que se abrían lo suficiente como para distinguir el camino cuando miraba hacia el horizonte. Tenia que alejarse lo máximo posible de los soldados antes de poder detenerse a tomar el aliento. Pensaba que si seguían avanzando por el mismo camino se toparía tarde o temprano con la siguiente aldea o con alguna ciudad. Ahí debía buscar a algún médico que pudiera tratar las heridas de Renata. Contaba con poder pagarle con sus ahorros, además de tener un par de sacos de grano que se habían venido en la carreta sin que él los hubiera advertido. No sabía cuanto valía cada uno ni qué podría obtener por ellos, pero era evidente que algo de valor tendrían. Miró hacia atrás. No se veía nada más que árboles. Silencio. Renata estaba cubierta por la manta. No alcanzaba a verla y tampoco podía estirar su brazo lo suficiente como para tocarla. En su cabeza rezaba por su bienestar. Si le llegaba a pasar algo, nada de lo que había hecho desde la media noche del día anterior tendría sentido. Titubeante y perturbado por sus dudas, decidió parar el carro. Se bajó de su asiento y subió a la parte de atrás con mucho cuidado, intentando ser lo más suave en sus pisadas. Renata seguía con vida, pero su expresión era diferente: parecía no sentir dolor. Milo intentó comunicarse con ella, pero no respondió. Sus ojos aún estaban cerrados. No tenía fiebre y su respiración era extremadamente lenta y profunda. Sin poder hacer más, volvió a la silla para dirigir a los animales. Apenas se sentó, Renata movió sus labios: —Gracias —dijo con voz clara y sin susurrar. Milo se sobresaltó y giro su cabeza bruscamente. ¿Había escuchado bien? —¿Estas despierta?¿C-cómo te sientes? Renata no contestó. Era la primera vez que la escuchaba hablar con voz serena. Hubo un breve silencio en el que la joven movió levemente su cuerpo para ubicarlo en una posición más cómoda. La tela del toldo se enrolló alrededor de ella hasta la altura de su cuello. —¿Puedo conocer tu nombre? —preguntó sin girar su rostro. —¡Milo! —exclamó casi pisoteando su propia pregunta. —Gracias, Milo. —Agachó la cabeza, ocultándola entre los pliegues de la tela como si intentara escapar del frio matutino y la niebla. * * * Ramiro y varios de sus peones habían abandonado la aldea siguiendo diferentes caminos para cubrir todas las posibles rutas de escape. Cabalgaba sobre Jáshamo, un caballo tan negro como el carbón, que le había sido regalado por uno de sus socios en una ciudad extranjera. Pasado el alba, sobre una de las rutas paralelas al río, en el horizonte se vislumbraba una carreta. Con el animal aún vigoroso, se lanzo galopando hacia adelante. La humedad en la tierra evitó que se formara una polvareda, pero el sonido de las pisadas era muy fuerte. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, vio como Milo volteaba su cabeza y sus miradas se encontraron. Ramiro soltó de su cinturón una espada y la sujeto con firmeza mientras que de sus labios salían palabras altisonantes. —¡Te encontré, gusano! ¡detente ahora mismo! El rostro de Milo se deformó por la sorpresa. El miedo subió desde su estómago, por su esternón hasta su pecho y su mente se volvió un alboroto. Azuzó eufórico a los caballos para que empujaran con más fuerza, pero Jáshamo, además de estar libre de carga, era poderoso. Ramiro se pareó a la carreta, ubicándose a la altura de Milo. Levantó su espada y miró despiadado al chico que hasta hace poco le servía. —¡Detente ahora o te...! Milo detuvo el carro. Helado y con taquicardia, vio a Ramiro subirse hasta el asiento del conductor junto a él. Todo este tiempo había pensado en los soldados, en el duque, en el cuarto príncipe. Había intentado ser más discreto de lo que nunca fue para poder burlarlos, y por Rea que lo había logrado. Finalmente, quien frenaría su cometido sería alguien inesperado y mucho más mundano. Utilizando el pomo de su espada y sin pronunciar advertencia, Ramiro dio un violento golpe en la cabeza del chico, haciéndolo caer desde la silla hasta el suelo. La sangre saltó explosivamente, regándose en linea recta por la carreta y el barro. El dolor era potente pero fue aplacado por la adrenalina. Antes de que pudiera incorporarse, Ramiro saltó sobre él dominándolo con el peso de todo su cuerpo. Embrutecido por la ira, propinó severos golpes de puño contra su cabeza. Golpeó una y otra vez, inhalando y exhalando aire con tal desesperación que parecía como si se estuviera ahogando. Sus puños se hundían viciosos sobre los pómulos, mandíbula y nariz del muchacho. Solo se debuto cuando sus nudillos empezaron a sangrar por si mismos. —¡Mira lo que has hecho, tú …! —gimió Ramiro volviendo a tomar compostura. Milo apenas había logrado cubrir parte de su cabeza con sus manos. Estaba cubierto en sangre y su nariz estaba rota. Le habían dado una paliza. Ramiro se levantó y recogió su espada. —¿Qué pretendías hacer?¿Querías robarme?¿Querías sacar buen dinero a costa mía? Milo no respondió. Temblando por el dolor y el miedo, se acurrucó en posición fetal sobre el suelo. Sus brazos y manos cubrían su cabeza y su mente estaba bloqueada, como si no quisiera escuchar las palabras acusadoras. —¡Respóndeme! —gritó el padre de Donna mientras le propinaba una patada en el abdomen—¡Y mírame cuando te hablo!¡Muéstrame tu cara, sucia rata! Se agachó en cuclillas y agarró al chico desde las ropas de su cuello. Lo levantó ligeramente, obligándolo a hacer contacto visual. Milo, aún falto de aire por la patada, intentó defenderse sujetándole una de sus manos desde la muñeca. —Levántate —ordenó a punta de espada. Lo arrojó al suelo nuevamente, pero esta vez Milo debió levantarse de inmediato. Escupió sangre desde su boca para no atragantarse con ella. —¿Qué pretendías hacer? —insistió. ¿Cuál podía ser una respuesta correcta? No debía provocar otra reacción violenta, ya que no la resistiría, pero tampoco podía darle las razones reales. ¿Tendría acaso que inventar algo?, pero francamente, ya no tenia sesos para ser ingenioso. Ramiro abofeteó a Milo con tal fuerza que le hizo girar su cabeza y perder el equilibrio. Más sangre salpicó en la misma dirección del movimiento. —Podría cortarte la cabeza aquí mismo, pero eso sería hacerlo más fácil para ti que para mi —Sacó un pañuelo de su bolsillo y empezó a frotar la suciedad de sus manos—. No, eso no sucederá. Te haré pagar por tu ofensa. No dejaré que te salga gratis. Ramiro suspiró. Dirigió entonces su mirada hacia la carreta. —Escúchame. Volveremos a la aldea. Harás devota tu miserable vida a pagar esta humillación que me has hecho, ¿me estás escuchando? —sujetó a Milo del cabello—. Yo conocí a tu familia cuando tu eras un crio. Todos ellos eran tan brutos como tú, pero jamás me intentaron ver la cara de estúpido ¿me oyes? Tenían un mínimo de decencia y entendían cómo es la vida real. Milo subió letárgico a la carreta. Se sentía mareado, pero debió tomar la tarea de dirigir el vehículo. Sus manos temblaban y sus ojos estaban empezando a hincharse. Se había rendido a la situación. Ramiro subió en la parte de atrás y se sentó muy cerca de él. Le puso un grillete en su muñeca izquierda. Enganchó entonces el grillete a una cadena bastante larga que se sujetaba del cuerpo de la carreta. —He cuidado de ti durante mucho tiempo y lo mínimo que espero de tu parte es gratitud. Cuando volvamos me aseguraré de ajusticiar la humillación que he recibido. Por tu propio bien —cerro los ojos con fuerza— tendrás que recibir el castigo, porque es la única manera en la que te permitiré volver a verme a la cara. Solo después de eso podrás volver al silo. La carreta avanzó dando media vuelta y encarrilándose por el sendero nuevamente. Ramiro empezó a revisar los artículos que estaban encima de ella. Pudo contar el total de sacos que se habían perdido, además de algunas herramientas y cuerdas gruesas. Luego de aquello, su atención se centró en la tela del toldo enrollada y arremolinada en una esquina. Con ambas manos se propuso extenderla. Fue entonces que la cabeza de Renata emergió de entre los pliegues hasta la superficie. Ramiro, estupefacto, debió detenerse para contemplar tan extraña escena. —Pero qué es esto… —susurró perplejo. Con prisa, continuó desenvolviendo la tela hasta descubrir casi por completo el cuerpo cuasi inerte de la chica. Allí estaba ella, dormida, con sus ojos cerrados y con su piel completamente expuesta, ajena a todo el alboroto que habían acontecido solo unos minutos atrás. —¿De modo que de esto se trataba, no Big Boy? —sus dos manos se agarraron con fuerza a los hombros de la chica—. ¡Estabas tratando de huir con una prostituta! Milo se giró con sorpresa. —Pensaste que podrías robarme para darte una vida con esta, ¿no? —No… —¿Cómo te convenció? —interrumpió—. Déjame adivinar… ¡te dio un poquito del amor y compasión que nunca nadie te dio y ahora querías escapar de la aldea con ella a costa mía! La rabia creció en Ramiro. Su rostro empezó a inflamarse en un rojo muy fuerte mientras miraba a Milo con un deseo de venganza y justicia que rosaba la locura. —Por favor... —balbuceó Milo cabizbajo. —¡Silencio! —gritó—¡Eres tan estúpido Big Boy! ¿Es que ni siquiera entiendes en la posición que me dejas? Fui yo quien proveyó para que tu pudieras llegar a ser lo que eres, pero aún así tienes la soberbia de creer que puedes traicionarme. Silencio. —¡Detén el carro! El vehículo se detuvo. Ramiro volvió a desenfundar su espada. Milo cerró los ojos mientras escuchaba como se le acercaba lentamente por su espalda. Podía sentirlo todo, mas no hacer nada. Lagrimas se asomaron de sus ojos cerrados. —Mírame ahora —ordenó. Milo debió obedecer. Con su espada en lo alto, Ramiro cortó de un movimiento la mejilla y parte de la oreja derecha del Chico. La herida era profundo. Parte del cartílago se desprendió y quedó colgando unido ligeramente al helix. Habiendo canalizado una porción de su frustración, Ramiro pudo hablar con compostura nuevamente. —Este es mi regalo para ti. Cuando mires tu reflejo en el agua y con cada mirada que te dirijan, recordarás que tienes esta horrible cicatriz, así jamás olvidaras cual es tu lugar. Eres un gusano que come solo porque yo lo alimento. No sabes leer, no sabes donde estas parado y a las únicas personas que conoces son a un puñado de campesinos igual de brutos que tú. Has nacido con tus manos atadas a herramientas para trabajar la tierra y morirás con ellas. ¡Jamás podrás vivir de otra forma!, ni tú, ni esta perra con la que esperabas huir. La sangre empezó a derramarse de su piel abierta. —...Y aún cuando yo muera de viejo, porque sé que tu única virtud es ser joven, será Donna quien me sucederá, y será ella a quien le deberás la misma gratitud, así como también tus futuros hijos. Enmendarás tu vida y sabrás enseñarles bien para que no cometan los mismos errores de su padre insensato, ¡que creyó ser capaz de algo que está fuera de su poder! La carreta volvió a ponerse en marcha. Un pedacito de su oreja ya había caído por ahí y su mejilla tenía que ser cubierta o podría infectarse. Si seguía en ese estado era solo por voluntad de Ramiro, que no le había permitido tratar sus heridas con la única intención de que se marcaran con fuerza en su rostro. Renata no había reaccionado a nada de lo que había pasado. Estaba tendida casi al descubierto sobre la Tela. Ramiro volvió a posar su mirada en su cuerpo desnudo. Con su mano izquierda apretó el mentón de la chica y empezó a inspeccionar sus facciones. Era extranjera y no identificaba de dónde. ¿Cómo habría llegado hasta la aldea?¿sería por la visita del cuarto príncipe? A esta altura, nada de eso le importaba. Estaba siendo groseramente brusco, ya que no sentía ningún respeto por quien él consideraba era una miserable mujer de la calle. Fue entonces cuando un pensamiento perverso se apoderó de su voluntad. —¿Sabes que, Big Boy? —dijo con un tono sereno—, no necesitas cargar con todo el peso del castigo; ella puede ayudarte… Deslizó sus dedos lentamente por el pecho de la chica. Poseído por una euforia criminal, soltó su cinturón mientras se acurrucaba junto a Renta. —Abre los ojos, que así no es divertido —dijo mientras trataba de forzar los párpados de la chica. —¿Q-qué va hacer? —pregunto con angustia Milo. —¡Cállate y sigue conduciendo! —Amenazó Ramiro mientras soltaba su pantalón. —¡¿Que va hacer?! Con una sonrisa maliciosa, el hombre separó los muslos de Renata. Aunque parecía inconsciente, la expresión de ella cambió. —¡Por favor, no lo haga…! —imploró el chico con lágrimas en sus ojos. La desesperanza le hizo tomar una actitud que jamás había tomado antes. —¡Me responsabilizaré de todo, se lo imploro! —gritó con voz desgastada. Ramiro forzó su cuerpo en Renata. El sonido producido por el roce de los cuerpos con la lona, el violento empuje de Ramiro para consumar el acto criminal, su voz grave susurrando obscenidades, los suaves quejidos de dolor de Renata, todo ello desgarraba el alma de Milo que una vez más estaba siendo un testigo impotente. Se maldijo a si mismo como tantas otras veces lo había hecho. Se tenía que morder la lengua. Nada de lo que hizo había tenido un real impacto en la vida que aún brillaba en Renata. Había logrado sacarla momentáneamente de la mirada del duque, pero la había metido en un problema que no le pertenecía y ahora estaba siendo ultrajada por un hombre con el que jamás se habría topado si no hubiera sido por él. —¡...Se lo ruego! —gimió, soltando la conducción del vehículo. Sus manos se agarraban de su cabello como garras y arañaban su cuero cabelludo—, ¡deténgase ahora! «He tenido suficiente…» Repentinamente los movimientos se tornaron mas violentos y espasmódicos. La repugnante voz de Ramiro se ahogó en una especie de grito apagado. Algo pesado sacudió la parte de atrás de la carreta. Milo, desconcertado, giró su torso por completo. Fue entonces cuando lo vio por primera vez. Su mirada se encontró con dos ojos de color amarillo que le miraban de vuelta. Frente a él estaba un ser humanoide de aspecto inimaginable. Con algunos de sus delgados y fibrosos brazos apretaba el cuerpo sin vida de Ramiro contra las tablas del suelo, mientras que con los otros le arrancaba una por una sus extremidades. El sonido de múltiples huesos quebrándose. Los caballos perdieron el control llenos de pavor. Era imposible que eso fuera un ser Humano. Su cuerpo gigantesco; todos esos brazos con los que empujaba los restos del infeliz hacia el interior de sus mandíbulas abiertas... incluso sus ojos, pese a verse como los de cualquier mujer joven, desprendían una maldad sobrenatural. El ente extendió sin esfuerzo uno de sus brazos hasta alcanzar el hombro de Milo. Los finos y largos dedos se enrollaron en el pecho y cuello del muchacho. Lo sujetaba con firmeza, poniendo peso sobre él y poseyéndolo. Las terminaciones de sus dedos eran como filosas cuchillas. Un delicado roce en su garganta hizo que un hilito de sangre cayera hasta el cuello de su camisa. «He tenido suficiente de fingir. Me sacarás de aquí, Milo.»
5. Gibano Gibano tenia alrededor de veinticinco años. Cuando hacía frio, cubría su cuerpo con una capucha que le ocultaba desde la punta de su cabeza hasta sus pantorrillas. Toda su vestimenta, sin ser ostentosa, era de buena calidad. Era evidente que su situación económica no era precaria. Él era un hombre muy habilidoso, pero no carecía de vicios. Aquella tarde había bebido más de la cuenta y se había arrimado a las personas equivocadas. De alguna forma u otra, terminó caminando sobre un sendero desierto en medio del tupido bosque. El día estaba apunto de acabar y la luz empezaba a menguar. Mareado y con frio, abrazaba con fuerza un bolso de cuero para intentar conservar el calor. En la lejanía, una lámpara destellaba. Gibano se debuto para esperar a quien fuera que la estuviera portando. Necesitaba a alguien que pudiera ayudarle a salir del bosque nocturno. La oscuridad y las criaturas salvajes le aterraban. Pasaron algunos instantes y pudo ver una carreta acercarse a una velocidad moderada. La lámpara de aceite colgaba junto al conductor. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Gibano levantó sus manos suplicando por ayuda. Los dos caballos que empujaban se detuvieron a metros del joven que se acercó hasta llegar junto al conductor. —Por favor, hermano mio —suplicó—. Necesito que me lleves de aquí hasta el poblado más cercano. Su lengua se enrollaba con cada palabra producto de la borrachera. El conductor de la carreta era un muchacho joven. Le era difícil distinguir su rostro entre la oscuridad y su visión borrosa, además había una suerte de vendaje cubriéndole parte de sus facciones. —Puedo ofrecerte algunas monedas y sidra, ¡por favor! —Gibano juntó sus dos manos a la altura de su frente e inclinó levemente su cabeza. * * * Renata se había recostado boca arriba sobre la lona pegajosa, untada en sangre y fluidos humanos. Cruzó sus piernas y afirmó su cabeza sobre sus manos. —Tenemos que salir de aquí —Su hermosa voz camuflaba perfectamente su naturaleza—. ¿A donde debemos ir, eh ?, ¿¡lo sabes!?¿¡lo sabes!? El ímpetu y ansiedad de sus preguntas chocaban contra Milo. Con sus manos tomaba los pedazos de huesos humanos que estaban esparcidos y los lanzaba con fuerza contra la nuca del chico mientras este conducía. —¡Contéstame, simio! —chilló—¿o tengo que ponerme a llorar para que me tomes en cuenta? Vamos háblameEEeeEee… La chica estalló en carcajadas. La cadena que Ramiro había utilizado para atarlo a la carreta, lo unía ahora a la muñeca de Renata. Ella lo poseía como si fuera un animal doméstico. Después de haber consumido al antiguo patrón, Renata había retorcido su cuerpo lo suficiente como para volver a tomar una forma humana. Libre de las cicatrices y libre de imperfecciones, su suave y pálida piel se exponía a los rayos del sol matutino. Nadie jamás podría sospechar que bajo esa piel de oveja se ocultaba un ser inmundo. Repentinamente, lágrimas salieron desde los ojos de la chica. —Yo no tuve opción, Milo... —Su voz se rompió y se volvió quebradiza— ese hombre me estaba tomando… y yo… y yo... Con las palmas de sus manos empezó a restregar sus ojos que se habían enrojecido por las lágrimas. —¡Por favor perdóname! Yo solo quería... Su voz, sus quejidos, todo era tan humano que dolía. Cada palabra que salía de su boca rogaba por encontrarse con un poco de compasión , y eran tan convincentes que acuchillaban el corazón ya destrozado del joven. Era doloroso. Milo pudo sentir como Renata se arrimaba hacia él. De rodillas sobre el suelo de madera, la chica lo abrazó desde su espalda. Cobijó entonces la cabeza del chico en su seno y su aliento le acarició la nuca. —¿Me sacarás de aquí?—susurró suavemente— Me lo prometiste Milo, y yo creo en ti . En su pecho un corazón retumbaba. Milo lo podía escuchar cuando la tenía tan cerca como ahora, y sonaba tan humano como el propio. —Cuando estemos a salvo, ¡abriré mi alma solo para ti y entonces…! —Sin poder completar sus promesas de falso amor, volvió a estallar en carcajadas— ¡Es tan estúpido! Emborrachada por las líneas del teatro que ella misma había montado, se dejó caer de espaldas sobre el suelo de la carreta. Le costaba contener su risa. Con sus talones en alto, empezó a golpear con fuerza la cabeza de Milo mientras continuaba con el desagradable monólogo: —¡Perdóname… Milo! —imploraba con una voz suave, pero cada vez que intentaba retomar el drama, una risa insolente y desvergonzada le invadía. Milo no tenía la valentía suficiente como para girar su cabeza, pero su corazón ya no soportaba el cinismo hiriente de aquellas palabras ponzoñosas. —¡Vamos, simio!, ¿o vas a negar que en tu mente solo querías preñarme cada vez que me veías? Tus ojos estaban tan intensos sobre mis caderas… Renata se incorporó sobre sus rodillas. —¿Cómo imaginabas que seria todo?¿Soñabas un futuro conmigo?¿Estaba yo ahí, verdad?¿¡verdad!? —No sé que quieres de mi… —susurró conteniendo su rabia y su voz. Así, ambos durmieron las primeras cuatro noches a la intemperie. Al quinto día de camino, Renata amaneció hambrienta. Sin mediar palabras, atacó y devoró uno de los caballos. Milo se ocultó bajo la carreta, cerrando sus ojos y tapando sus orejas. La ajustada cadena no le permitía huir de ella y los tirones espasmódicos sobre el grillete en su brazo le mostraban una imagen mental del violento asalto contra el animal. Fue durante ese momento que el segundo caballo se soltó. Renata pareció no darse cuenta o quizás no le importó, el caso es que ambos quedaron varados sobre el armazón de madera y sin posibilidad de avanzar. Fue durante ese día que Milo logró convencer a Renata para que le permitiera limpiar sus heridas. No había suficiente agua como para sustentar un largo viaje, pero Milo temía que los cortes se infectaran, por lo que no le importó usarla. Vació medio jarrón sobre la herida de su rostro. El escozor fue fuerte, pero se aguantó y no mostró ni un ápice de dolor. Con algunos girones de ropa, cubrió los tajos en su mejilla y oreja, y con un cordón corto, fijó el vendaje sobre su cabeza. Sin caballos que los llevaran, ambos debieron abandonar la carreta para utilizar sus pies. Caminaron atados por la cadena, en paralelo al mismo sendero, pero cobijados por la sombra de los arboles. Ella iba totalmente desnuda mientras que Milo había amarrado un pedazo de tela para empacar parte del equipaje que había tomado desde su cabaña. Estaba totalmente entregado a los caprichos de su captora que insistía con vehemencia para que la sacara de la provincia. ¿Cómo se supone que iba hacerlo si ni siquiera él sabía hacia dónde estaban avanzando? Sus promesas para huir las había lanzado esperando encontrar un camino durante el viaje. Su primer objetivo había sido alejarla del olfato de los soldados y, al parecer, lo había cumplido. Pero ahora que todo se había tornado en una pesadilla, su deseo y determinación se habían transformado en miedo. ¿Qué podía hacer?¿Cómo podría decirle que era incapaz de hacerla huir?¿Cuál sería su destino si ella llegaba a determinar que él no le resultaba de utilidad? De pronto, una carreta de pasajeros se asomó por el camino. Renata acercó su rostro al de Milo para susurrar en su oído. * * * —¡Cielos!, lamento mucho lo del ataque de esos bandidos, hermano mio. Yo pensaba que cualquier territorio en el reino era más seguro que el interior de tu propia casa —Gibano hablaba con su boca medio adormecida—. Así es como justifican la barbarie de mantener un ejercito tan grande… y después de todo, resultó ser solo otra gran mentira... Gibano estaba sentado junto a Milo. Su cuerpo se derrumbaba sobre el asiento mientras tomaba algunos sorbos extra de sidra dulce. —Mientras el mundo alrededor explora y crece, acá estamos temerosos bajo la mirada de túnel de unos bobos inquisidores que te juzgan y… te juzgan solo por querer buscar la verdad—Gibano se arrimó hacia Milo, sujetándole el hombro—, pero por favor, que esto que te acabo de decir quede solo entre nosotros ¿si? Milo sabia que gran parte de lo que le hablaba no eran más que sandeces de borracho. Cuando él tomaba demasiado solía comportarse similar, o al menos eso le decían. El camino estaba oscurecido por completo. La noche se había nublado y no había Luna que les facilitara el avance. Con mucho frio, Milo bebió un poco del alcohol que su compañero le había convidado. Ajustó entonces la frazada con la que cubría su espalda y reacomodó su trasero sobre el asiento. Renata había estado en silencio durante todo el trayecto que había hecho en compañía de Gibano, recluida en la cabina de pasajeros y sin dar signos de vida. —Cuéntame Milo, ¿Has estado alguna vez en el reino de Dorotea? —preguntó Gibano mientras sacudía molesto la botella que acababa de vaciar. —¿El reino de Dorotea? —Parece que no sabes de él —sonrió—. Es una monarquía que queda muy al sur de acá. Lo gobierna la Dorotea; ¡es un lugar maravilloso! —¿Qué tiene de especial? —Pues veras… allá el gobierno no está en manos de guerreros amarrados a una doctrina religiosa… —repentinamente, Gibano se detuvo solo para formular una pregunta—¿Estas bautizado, Milo? —¿Bautizado? —Claro, bautizado. ¿Estas en comunión con la diosa Rea?¿te has bautizado a la fe en una ceremonia? —No, creo que no… Desde pequeño, Milo había escuchado sobre la diosa Rea, la diosa patrona de todo el Reino y la diosa a la que la mayoría de los aldeanos con los que convivía elevaban sus alabanzas. Pese a ello, el no recordaba haber participado en ninguna ceremonia de bautismo ni tampoco en liturgias relacionada con el culto. —Es comprensible... por estos lados no ha pasado el tiempo suficiente como para que el culto a Rea sea muy intenso —continuó Gibano—. En el Reino de Dorotea tienen creencias y normas morales distintas. Como allá no se rinde culto a Rea, eso les ha permitido tener una mirada más abierta a cosas que aquí serian escandalosas… pero supongo que para un comerciante eso no tiene importancia. Gibano soltó una risita apagada. Milo sintió cierto menosprecio por parte de su acompañante. Estaba acostumbrado a sentirse disminuido por las personas que de verdad conocían el mundo, y al parecer, Gibano tenia un largo camino vivido que le daba el derecho para mirarlo por debajo del hombro. Aún así, no sentía malicia de su parte y además su historia le producía mucha curiosidad. —Me gustaría conocer un poco más —afirmó presuroso—. ¿Cómo es la gente allá?¿Cómo se vive allá? Gibano sonrió. Con su mano derecha golpeó amistosamente la espalda del chico y continuó: —Allá hay todo tipo de personas. Mercaderes, alfareros, nobles, ¡gente siniestra!… pero todos tienen una especie de orgullo especial —El joven hizo una pausa—. No sé si sea una cosa fortuita, pero aquellos con los que me he topado tienen esa ambición por querer estar en la cumbre. Son gente muy competitiva y se enorgullecen de serlo. La descripción sonaba mucho a Donna. —¿Sabes algo? —continuó—, yo quiero competir contra ellos y como uno de ellos. Hace cuarenta años atrás, Dorotea permitió la entrada de extranjeros desde el norte. Entre ellos, entraron muchos de los que se autodenominan…. Repentinamente, desde la parte de atrás de la carreta, Renata se asomó. —Milo… ¿qué está pasando? —preguntó restregándose los ojos como si hubiera estado durmiendo. Big boy cerró sus ojos e inhaló con fuerza a través de sus orificios nasales. Un escalofrió recorrió su cuerpo y su piel se erizó. La adrenalina se liberó en su torrente sanguíneo y sus músculos se prepararon para manejar la inminente situación. —Renata… —murmuró. —Mucho gusto, bella dama —Gibano, embobado y con una sonrisa confianzuda interrumpió a Milo mientras dirigía su mirada hacia la muchacha —. Milo, mi hermano, por favor preséntame ante la señorita. Renata se volteó hacia el invitado y sonrió con picardía. Milo abrió su boca pero no pudo responder de inmediato. Sin saber que decir ni como actuar, no podía hacer más que mostrar una careta y proseguir con la farsa. —Ella es… mi hermana Renata —respondió con los ojos muertos y fijos sobre el camino—. Él es Gibano, y nos acompañará hasta la próxima ciudad. Con miedo, apretó sus puños y susurró: —por favor, Renata... Gibano beso delicadamente la mano de la mujer. Ahora que la había visto, no se sentía capaz de despegarle los ojos de encima. Era bellísima. —Señorita, solo la he visto por unos minutos pero ha sido capas de hacer que vea todas esas desgracias que me han ocurrido desde que salí de viaje, como hechos afortunados que me llevaron a conocerla. —¿Dónde queda la próxima ciudad?¿Gibano, tu conoces el lugar?¿Sabes hacia donde debemos dirigirnos? —preguntó Milo apresurado. Con fuerza sacudió las riendas para hacer que ambos animales avanzaran más rápido, pese al riesgo que conllevaba moverse con tan poca visibilidad. Embistió su hombro izquierdo en contra de su acompañante, incitándolo a que le prestara atención, sin embargo Gibano parecía estar en otro mundo. —¿Qué pasa...?—murmuró confundido y sin siquiera mirarlo. —¡Maldita sea, Gibano! —La exasperada voz de Milo salió con fuerza—, tenemos que terminar esto de inmediato. —Tranquilo, hermano —dijo Renata—. No necesitamos apurarnos. Tengo curiosidad por escuchar sobre las andanzas de nuestro acompañante. Renata sonrió maliciosamente, mientras invitaba a Gibano a pasar a la cabina de pasajeros. El joven, embobado por la bebida y por la oportunidad de una buena compañía, no se hizo de rogar y se introdujo con entusiasmo a través de la pequeña puerta. En el interior de la cabina, Renata y Gibano conversaban. Milo podía escucharlos ya que la puerta había quedado abierta, e inclusive Gibano insistía en hacerlo partícipe de la conversación. Milo sabia como acabaría todo; era una escena que ya había visto antes y no quería tener que ser testigo de ella de nuevo. Sin embargo, los minutos avanzaron y nada pasaba. —… Tengo una autorización por la Orden de Sacerdotisas de Ribuhernana para estudiar con ellas… No quiero sonar presuntuoso, pero no es algo que le otorguen a cualquier persona… Gibano abrazaba a Renata con su brazo izquierdo mientras esta lo miraba fijamente, apoyando su cabeza contra su pecho y fingiendo interés por cada palabra que articulaba. Repentinamente, Gibano se debuto. Un fuerte dolor en un costado de su cráneo le hizo hacer una mueca desagradable. Sacudió su cabeza y le restó importancia. —Renata, ¿su pelo es color blanco? Con su mano tomó algunos mechones del cabello de la chica. Frunció el seño y entrecerró ambos ojos como si le costara enfocar con ellos. —¿Usted no es de aquí, no es verdad? —preguntó. Renata soltó una risita y negó con la cabeza. Gibano entonces volcó su atención sobre las manos de la chica ¿de dónde podría ser? Con delicadeza tomó una de ellas y la levantó a la altura de su nariz. Él no conocía casi nada de las tierras al norte y este de la ciudad de Reaful, y tampoco de las etnias que habitaban esos lares, pero de lo que si estaba seguro, era de que Renata no tenía ascendencia en Dorotea ni en el sur del reino. La piel de su mano era muy clara y firme, y de su muñeca colgaba un tosco grillete medio oxidado. Las cadenas produjeron un sonido metálico con el movimiento. Gibano, desconcertado, volteó su rostro hacia Milo, pero este no le devolvió la mirada. —¿Qué es esto? —preguntó—¿Por qué estás encadenada?¿Que significa esto, Milo? Gibano giraba su cabeza de lado a lado sin encontrar más respuesta que la linda sonrisa de Renata. Él aún estaba bajo los efectos del alcohol y era consciente de ello. ¿Acaso había pasado algo por alto al subir a la carreta de un extraño?¿Sus vicios lo habían vuelto a meter en problemas? Confuso, intentó levantarse, pero el agarre de Renata lo retenía con una fuerza imposible. —Quieto, sucio mono. Renata levantó su brazo derecho, abrazando a Gibano alrededor de sus hombros. Antes de que este pudiera responder, los dedos de la mano derecha de la chica empezaron a estirarse de manera inhumana. Fuertes chasquidos y sonidos de huesos y tejidos rompiéndose entraron por el oído derecho del joven. Unas garras queratinosas se asomaron desde el costado, sujetándole la cabeza completa, empujándolo contra la pared de la cabina a sus espaldas y bloqueándole la visión de uno de sus ojos. —Ustedes son todos iguales —sentenció Renata entre risas. La respiración de Gibano se aceleró. Con ambas manos se agarró desesperadamente de la deforme extremidad de Renata. Hilos de sangre corrieron desde sus dedos, cortados por las asperezas en la piel de la criatura. Contrariamente a lo ella esperaba, Gibano mantuvo la compostura. —...Va-vamos, podemos hablar de esto, lleguemos a un acuerdo… —Sus ojos se cerraban instintivamente y su voz salía quebradiza y más aguda. —¿El sucio mono quiere hablar, eh? Gibano abrió los ojos. El cuello de Renata empezó a estirarse, separando su cabeza del torso por más de medio metro. Los dedos en su mano izquierda también se alargaron, aunque a esta vez fueron solo los falanges, dejando toda la zona de los metacarpianos sin alterar. —…pero hace unos minutos solo querías llegar al coito ¿o crees que no me puedo dar cuenta? Algo se presionó con fuerza contra el miembro viril de Gibano, que se estremeció más por el miedo que por el dolor. —Milo… Renata, por favor, denme solo un minuto para hablar. Las falangetas de la extremidad izquierda parecían haberse transformado en unas estructuras similares a unas cuchillas largas y filosas. Con lentitud, la cabeza de Renata se acercó a la de Gibano. Pudo sentir su aliento y el vaho de su respiración frente a su rostro. Estaba tan cerca que podía inhalarlos. Las comisuras de los labios de la chica emigraron en dirección a sus orejas y su hocico empezó a abrirse. Milo continuaba conduciendo el armazón como si nada ocurriera. Miraba fijamente al horizonte oscuro, con sus ojos hundidos y aún sin vida. Era como si su alma hubiera abandonado el cuerpo. Esa alma impetuosa e impertinente, ingenua y soñadora había sido sofocada con miedo y crueldad. Él había nacido como un campesino y nunca tubo el derecho a tenerla. Las heridas que aún no se cerraban por completo en su rostro y la cadena que lo ataba a su captora eran las pruebas suficientes. ¿Qué pensaría la barman si lo viera de esa manera? En primer lugar, toda esta situación había sido culpa suya, desde el principio hasta el fin. Siempre creyó tener las respuestas para todo; las advertencias del viejo Gerardo y ese puñetazo bien puesto sobre su rostro, todo eso no había tenido valor para él, pero independientemente de los resultados finales, ¿acaso había hecho algo mal al brindarle su mano a un desconocido? ¿Tubo alguna forma de ver a través de las mentiras de Renata?¿hubo alguna señal? Era necesario que hiciera una retrospección, pero hacerla en medio del momento en el que estaba, resultaba imposible. Por ahora, no tenia sentido pensar en lo que ya había ocurrido. Su sentido de justicia tampoco estaba en cuestionamiento, y así como ayudó a una desconocida en el pasado, debía hacer lo mismo por Gibano. Milo detuvo la carreta. —¡Renata, no lo mates! —gritó. Exaltado, se giró de golpe, y lo hizo con tal valor que fue capaz de mirarla directamente. Su respiración se aceleró tanto que todos pudieron escucharla. Sus ojos se cruzaron. Milo los enfrentó a los de ella por una eternidad antes de que debiera bajarlos hacia el suelo. —¡Gibano puede llevarnos con Dorotea, él sabe el camino! —exclamó desesperado— ¿No es así, Gibano, no es verdad? ¡por favor, yo se que es verdad! El aludido cerró sus ojos y contestó: —¡Claro que puedo, yo se cómo ir a Dorotea! Conozco todos, todos los reinos al suroeste de Rea y todo el camino para llegar a la ciudad de Carmena… ¡Confíen en mi, por algo me aceptaron las sacerdotisas de Rea! Renata se quedó quieta. Con su largo cuello empezó a mover su cabeza alrededor de Gibano, inspecciándolo desde diferentes ángulos. Su grandes ojos coloreados con amarillo intenso no pestañearon en ningún momento, y con su zarpa izquierda le sujetó una de sus pantorrillas. —Co-con su ayuda podremos salir del alcance del cuarto príncipe —Milo ya no tenía el coraje para mirarla de frente. Renata estiró el cuello hasta sacar su cabeza de la cabina. Su rostro quedó frente al de Milo. Big Boy intentó apartar su mirada, pero la criatura movía siempre su cabeza buscando que este le mirara directamente a los ojos. —¿Sabes lo que pasará si algo de esto sale mal, no? ¿Quieres confiar en este mono en celo? Para Milo, no se trataba confianza. Las gotas de sudor que caían desde su frente le empapaban el vendaje. Su caja torácica se expandía y contraía violentamente con su respiración. —Si quiero sacarte de aquí, necesito su ayuda —contestó. —¿Qué hay de especial con él? —¡Por favor no me cuestiones! Prometí que te alejaría del duque y hasta ahora he cumplido ¿o acaso no lo he hecho? —Cerró los ojos para replicar con ira— ¡Dime si no lo he hecho! Renata no dijo nada. Los dedos de su mano derecha empezaron a cerrarse, ejerciendo una fuerte presión sobre la cabeza de Gibano. La sangre brotaba desde donde los dedos se sujetaban y un dolor indescriptible hizo que el joven se quebrara con un grito ahogado. Parecía que el cráneo explotaría en cualquier momento, pero Renata se debuto antes de que esto ocurriera. Entonces, casi como si quisiera desquitarse, cerró su mano izquierda por completo, aplastando con facilidad carne y hueso. El grito de Gibano caló profundamente en los tímpanos de Milo, quien debió apartar la mirada nuevamente. En un grotesco espectáculo, Renata contrajo su cuerpo para adoptar su apariencia inocente. Entonces, se inclinó en dirección a Gibano. Con una actitud casi seductora, le miro a los ojos y rosó suavemente su mejilla contra la de él. —Si estas jugando sucio, te haré sufrir —susurró mientras agarraba con violencia la entrepierna de joven.
6. Complot La pierna de Gibano estaba destrozada. Milo había podido entablillara utilizando unas tablas que soltó del armazón de la carreta. Lo había hecho a hurtadillas de Renata por miedo a que reaccionara de forma violenta. Gibano aguantaba el dolor con la fuerza de su voluntad y masticando hojas frescas de hierba velena. En la provincia, la planta era utilizada con fines recreacionales en los estratos bajos de la sociedad. Se solía fumar o mezclar machacada junto al alcohol, para hacer que pegara más fuerte. El joven masticaba las hojas crudas y verdes. Si lo hacía el tiempo suficiente, estas soltaban un líquido blanco verdusco que adormecía la boca y lo hacían entrar en un estado de psicodelia incómoda. No sentía la misma euforia de la sidra y sus sentidos se volvían caóticos, pero le daban la capacidad para ignorar el dolor. El engendro permanecía en cuclillas sobre el asiento, en la esquina contraria a Gibano. Abrazaba sus rodillas y estaba rígido como si se tratara de una momia, clavando una eterna mirada mortal sobre el joven. Había pasado más de un día desde el incidente, pero no había vuelto a hablar, y así como sus labios permanecían inmóviles, sus ojos no habían pestañeado ni una sola vez. Gibano no se atrevía a mirarlo directamente. Lo hacia desde el rabillo de sus ojos, pero con el transcurrir de las horas y envalentonado por los narcóticos que corrían por su sangre, desdió devolverle la mirada. Sostuvo el contacto por unos minutos; encarar a Renata era como hacerlo con un cadáver, ya que ella no respondía. Hizo tímidos gestos con sus manos para atraer su atención, pero nada ocurrió. —Hey, Milo —susurró— ¿me puedes escuchar? Gibano se arrimó lo mejor que pudo a la puerta de la cabina. Con su respiración empañaba la ventanilla. —Te escucho —contestó Milo. Con una voz muy suave, Gibano prosiguió. —El engendro esta quieto; parece que está muerto… Milo había estado conduciendo derecho desde el incidente, siguiendo el sendero y sin detenerse. Extrañado por el comentario de su acompañante, Big Boy redujo la velocidad y se volteó para echar una mirada a través de la puerta. Ahí estaba Renata inmóvil, tal como le dijeron. —… No creo que esté muerta. No es la primera vez que hace eso. —¿Qué quieres decir? Explícate por favor. Milo llevaba prisionero de Renata por una buena cantidad de tiempo. En el transcurso de su viaje junto a ella, había sido testigo de tres ocasiones en las que una situación similar había ocurrido. La primera vez fue después de que robaron la carreta en la que viajaban. Varias noches atrás... Renata había dado muerte a todos los ocupantes. Se trataba de tres adultos y un niño. Ella estuvo consumiendo los cuerpos durante dos días seguidos. Uno por uno y miembro por miembro iban desapareciendo de la cabina, pero al tercer día, por alguna razón que Milo desconocía, Renata se mostró disconforme. Se envolvió entonces en una manta de lana y se acurrucó en una esquina, con los ojos muy abiertos e inmóvil como una piedra. El hedor de los cuerpos a medio devorar se esparció alrededor y las moscas plagaron la cabina. Fue en ese momento que Milo intentó escapar por primera vez. No tenia herramientas para cortar la cadena que lo mantenía atado a ella, pero uno de los hombres había portado una espada de doble filo que ahora estaba en su funda sobre el suelo, junto a algunos atavíos ensangrentados. Milo entró en la estancia con sumo cuidado, evitando hacer el menor ruido. Tomó el arma, ocultándola de inmediato tras su espalda y se acerco a Renata, primero con la intención de ver si estaba consciente, para después apuñalarla. Le habló, sujetó sus mejillas entre sus manos y la sacudió agarrándola de los hombros sin obtener respuesta. Levantó la espada sujetándola con ambas manos desde la empuñadura. Sus manos transpiraban, su corazón latía con fuerza y sus piernas temblaban. Cuando estuvo a segundos de volcar su ira sobre la criatura, esta reaccionó. Lo empujó contra el suelo y se montó sobre él. Sus manos eran como pinzas que se enroscaban en su cuello y laceraban su piel. Desde su labios, tan humanos como los propios, salía una espuma blanca, viscosa y mal oliente. Como si hubiera perdido cualquier resquicio de raciocinio, sus ojos amarillos y llenos de lágrimas se ensartaban sobre él, pero lo hacían sin mirarlo, como si fuera una marioneta cuyos hilos eran tirados por el azar. Milo sería asesinado, pero sin razón aparente, el engendro recobró cordura. De un manotazo violento lanzó a Milo contra el techo de la cabina, y cabizbaja, balbuceo palabras incomprensibles. La ropa que vestía, otrora perteneciente a una de sus víctimas, se había desgarrado durante el frenesí. Ahora miraba a Milo completamente despierta, pero parecía desconocer lo que había sucedido. Era como si hubiera despertado de una pesadilla febril. Volvió a tomar asiento y vomitó un liquido sanguinolento. Sin pronunciar palabra alguna, y sin cerrar los ojos, se encogió en la misma esquina y volvió a su estado anterior como si nada hubiera pasado. Milo no se atrevió a mover un musculo hasta el amanecer; ni siquiera la pestilencia o la macabra mirada en los ojos de algunos restos a medio consumir le hicieron moverse. Recién cuando el sol salió fue que se armó del valor suficiente para escapar de la cabina y volver a conducir. Con el correr de las horas, el hedor de los cadáveres se había vuelto tan fuerte que Milo debió deshacerse de ellos lanzándoos entre los arboles, al costado del camino. En algún momento durante el ocaso, Renata había vuelto a la normalidad. * * * —Entonces, ¿no es capaz de escuchar? —Creo que no… Gibano volvió a volcar su mirada sobre Renata. Ella vestía de rojo, con un atuendo veraniego sencillo, típico de las mujeres de estratos medios en la provincia. Estaba en buen estado; pese a haber deformado partes de su cuerpo cuando lo atacó, la criatura había tenido especial cuidado para no romper su ropa. Esto intrigaba a Gibano. Ahora que podía observarla con calma, notó como la la frontera entre la esclerótica y el iris se distinguían solo por un leve cambio entre las tonalidades de amarillo. Eran ojos demoníacos evidentes. De haber estado sobrio el día anterior, se habría dado cuenta de inmediato. Con sus dos brazos, Gibano se arrastró para intentar salir de la cabina. Lo hizo lentamente, ya que le resultaba muy doloroso apoyar su pierna herida contra cualquier superficie. —Milo, detente por favor —rogó con voz muy baja—. Necesitamos hablar. Por favor, ayúdame a salir. Milo, dubitativo al principio, prestó su hombro para que Gibano pudiera sujetarse y sacar su cuerpo hacia el exterior. A duras penas logró sentarse junto a él en la banca de conducción; todo el dolor habría valido la pena si lograba comunicarse con su compañero sin que el engendro los escuchara. —¿Sabes cuánto tiempo va a estar así? —preguntó arrimándose— ¡Podemos utilizar este tiempo para escapar! Milo sacudió frenéticamente su cabeza de lado a lado. Era evidente que la idea no le agradaba. —¡Mientras este atado a ella por esta cadena, no podré moverme! Si llega a darse cuenta… —¿Prefieres seguir secuestrado por esa abominación? —interrumpió Gibano—, vamos; la espada que mencionaste debería estar todavía botada por ahí en el suelo, ¿no? —¿Qué hay con eso? —Milo frunció el seño. Utilizar la espada para degollar al engendro no era seguro. Nada garantizaba que la anatomía de la criatura fuera idéntica a la de un humano, aunque luciera como uno. Si lograban clavar el arma en su cuerpo existía la posibilidad de que la herida no fuera fatal y solo conseguirían que Renata se despertara y los aniquilara. —Pues veras… —Gibano hizo una pausa—Si valoras tu vida, es necesario que hagas sacrificios, Milo. No podemos cortar la cadena y acercarnos a ella es muy riesgoso, pero si podemos hacer algo… Con su mano derecha sujetó el antebrazo de Milo, justo por enésima del grillete oxidado. Los ojos de ambos conectaron tal como si hubieran estado compartiendo el mismo pensamiento a través de su mirada. Ofendido por la sugerencia, Milo apartó a Gibano de un manotazo. —¿Esperas que me corte el brazo? ¡Estas loco! —¡No hay más opciones! Esa cosa despertará y nos consumirá a los dos cuando se le antoje, ¿o de verdad esperas que todo acabe bien si lo sacamos de aquí como él quiere?, ¡no puedes ser tan inocente! Milo apretó sus dientes rabioso por la actitud de Gibano. Se giró violentamente hacia él y contesto: —Tu solo quieres que te saque de aquí. Ni siquiera puedes caminar y solo me quieres para que te cargue ¿no? —No debería ser ningún misterio para ti que ese engendro nos está utilizando solo para quien sabe que cosa. Cuando no vea ninguna utilidad en nosotros nos comerá ¿es eso lo que quieres?¿o acaso estas con esa cosa por otra razón? —Gibano entrecerró sus ojos. —¡Tú! —Con rabia, Milo lo agarró desde las ropas de su cuello—¡No sabes nada de mi, puto borracho! Si me hubieras hecho caso, si no te hubieras puesto como un bobo cuando te lo advertí… ¡pudimos haber evitado todo esto! —De qué estas hablando, ¡esa cosa jamás hubiera…! —¡Hiciste que tuviera que poner mi cuello jurando por ti! —interrumpió— Tuve que arriesgarme para salvarte la vida… porque sí, si me hubieras seguido el juego cuando te pedí direcciones para hacerte llegar a algún poblado, quizás ella… ¡quizás ella te hubiera dejado marchar! Milo soltó violentamente a Gibano y volvió a prestar atención en el horizonte. Este, desconcertado por las palabras del chico, pregunto: —¿Dices que esa cosa me hubiera dejado ir? —¡Sí! —Una pausa—… bueno, quizás hubiera pasado así. Ella lo ha hecho antes… con unos comerciantes. Gibano hizo una mueca de perplejidad. La criatura que viajaba con ellos consumía humanos, era sádica y sentía un menosprecio evidente por la vida humana. No concebía una razón coherente que le hubiera hecho decidir perdonarle la vida de alguien y tampoco era capaz de pensar en la posibilidad de que en su corazón existiera la compasión. Renata, como se hacia llamar el ente, era un devorador de hombres, sin embargo estaba viajando sentada en la cabina de pasajeros de una carreta, vistiendo ropas humanas y disfrazándose como uno de ellos. Además, junto a ella viajaba Milo, un hombre joven, casi un niño, alguien totalmente irrelevante para el mundo. ¿Cómo había logrado sobrevivir durante todo este tiempo en compañía de un depredador? —Milo… creo que esta cosa que estoy consumiendo hace que no piense como es debido. Perdóname por la sugerencia. Milo lo miró confuso. —¿Podrías contarme la verdad? —continuó Gibano—. Ustedes no fueron atacados por bandidos, eso es seguro ¿Podrías contarme cómo realmente acabaste en esta situación? Big Boy no respondió. Si contaba todo lo que le había ocurrido hasta ahora, estaría confesando con descaro su acto de desobediencia con la Casa Real y con el duque Otón. Pero por otro lado, si quería salvar su vida y la de su acompañante ¿no debía arriesgarse tomando cualquier oportunidad de ayuda? Gibano a estas alturas estaba tan comprometido como él, y si existía alguna oportunidad para escapar, sería más fácil tomarla si cooperaban. Sería necesario que abandonar su actitud recelosa; muchas de las malas decisiones que había tomado fueron producto de una impulsividad que pudo evitarse si hubiera contado con una segunda opinión. Era muy bonito pensar que se podía confiar en alguien más, pero si daba un paso en falso, corría el riesgo de ser ejecutado por desobediencia y por sus implicaciones con la carnicería que Renata había dejado tras de si. Lo tomarían como un cómplice y un traidor. Así, Milo decidió compartir su experiencia con Gibano, omitiendo los detalles que lo asociaban con su aldea de origen y con el ejército. * * * El sol se ocultó y la noche de Luna llena tiñó en blanco y negro el horizonte. Entre los árboles, la luz no alcanzaba a penetrar lo suficiente. Solo la fosforescencia de la lámpara de aceite rompía la sombra, iluminando los rostros cansados de Milo y Gibano. La carreta estaba detenida, los caballos se alimentaban a un costado y ambos hombres compartían, sentados a los pies del armazón y consumiendo carne seca que habían sacado desde un frasco conservero. Gibano había obtenido mucha información valiosa de la boca de Milo. El engendro había dejado pasar a dos comerciantes con los que intercambiaron información. El hecho ocurrió varios días después de que obtuvieran la carreta. Los comerciantes, un hombre de unos treinta años y una mujer de veintidós, se había cruzado con ellos mientras avanzaban a pie, siguiendo el mismo sendero. El ente permitió que ambos viajaran junto a ellos por tres días completos antes de que los dejaran partir en un cruce de caminos. En el trayecto, Milo pudo consultar indicaciones de ruta, además de comprar comida, agua y ropa, utilizando el dinero que habían robado de los antiguos propietarios de la carreta. El traje que vestía Renata lo había obtenido gracias a ellos. —Entiendo que fueron de ayuda —dijo Gibano—, pero ¿era eso suficiente como para que el engendro los dejara partir? —No lo sé —Milo se restregó los ojos aún más confuso que el propio Gibano—. Quizás no tenia hambre… o entendió que si seguía matando indiscriminadamente a todas las personas con las que se cruzaba, los hombres de mi patrón terminarían dando con nosotros. «¿Nosotros?» pensó Gibano. Big Boy estaba estresado y su acompañante era capaz de darse cuenta de ello. Tenía varios días sin pegar pestañas y las situaciones de vida o muerte que cargaba en su espalda habían secado por completo su cordura. —Esto es tan confuso para mi como lo es para ti. Todas esas veces, ¡todas esas putas veces!... tenía que quedarme ahí, quieto —Largas lagrimas salían desde sus ojos—, tratando de no mirar, de no escuchar; sin poder hacer nada. Gibano sujetó con fuerza el hombro de Milo. —Todos esos rostros con los que nos cruzamos… todos me sonrieron en algún momento ¿sabes?, pero después tenía que escuchar como eran desmembrados y... —La vida no siempre avanza como uno lo espera, mi hermano. —Si... eso es algo que ya sé, que todos sabemos, ¡pero es que la realidad..! —Con una de sus mangas secó sus ojos y limpió la mucosidad de su nariz—. No sé por qué dejo que ellos se marcharan, pero me gusta pensar que fui yo quien logro convencerla para que se comportara un poco mejor. Sé que lo hace solo para pasar desapercibida, para que no sospechen de ella, pero si así se logra mantener calmada, aunque sea un poquito... Gibano sonrió pensativo. «Convencer a Renata para que se comporte...» —Has hecho más de lo que crees... —murmuró para sí. Con su mano izquierda ofreció una hoja de hierba velena a su interlocutor. Él detestaba tener que depender de ella en estos momentos; lo último que hubiera querido era abrir las puertas para la dependencia en alguien más, pero viendo como los nervios consumían vivo a su acompañante, pensó que era un mal necesario para intentar aliviar su angustia. Fue también un acto de sacrifico propio, ya que las hojas se estaban acabando y sin ellas, el dolor en su pierna terminaría siendo insoportable. El muchacho que estaba a su lado no era consciente del poder que sus palabras habían tenido. La única razón por la que el engendro vestía como un ser humano, y la única razón para que fingiera cordialidad y decencia, había sido Milo. Él le enseñó una forma de disfrazarse ante los ojos de los humanos a los que detestaba, y aunque no lo pudiera realizar al pie de la letra, había servido para inhibir parte de sus comportamientos salvajes. La propia vida de Gibano había sido perdonado gracias a él. Mientras pensaba en todo aquello, el corazón de Gibano empezó a latir más fuerte que nunca. La sincera emoción por querer saber más se contraponía con el miedo que sentía por la abominación encerrada en la cabina, y es que no se trataba solo de su supervivencia, si no de algo más que no estaba dispuesto a compartir con nadie. Todo empezaba a tener sentido, y lo grandioso de ello era que a medida de que el asunto se iba revelando, también lo iba haciendo la luz al final del túnel. —Milo, me salvaste la vida —afirmó—. Te devolveré el favor y te sacaré de aquí sano y salvo, ¡confía en mi! Los ojos de Milo titilaron. —¿Tienes un plan? —Sí, pero no lo voy a endulzar: será es una apuesta de vida o muerte. Milo trago saliva. —Ya que me confiaste parte de tu historia, yo haré algo similar contigo. ¿Sabes a que se dedican las ordenes de sacerdotisas de Rea? —¿No es donde se les enseña a las sacerdotisas que alaban a la diosa Rea? —Estas en lo correcto, pero eso no es todo. Las ordenes de sacerdotisas de Rea son conformadas solo por mujeres. Allí se les enseña todo lo relacionado al culto a Rea, además del manejo de la alabarda ceremonial, de historia, liturgia y otras cosas más. Pero también es allí donde se cultiva lo que aquí llaman la hechicería. Milo se echó hacia atrás sorprendido. —¿¡E-estás hablando de brujería!? —exclamó perturbado. La práctica de la brujería era un tabú en todo el territorio del reino y no solo en la provincia. Milo nunca había visto una bruja, pero eran conocidos los relatos de mujeres —y ocasionalmente hombres— que ofrecían su vida a la práctica de habilidades sobrenaturales impuras y con intenciones malignas. Podían alterar la realidad, matar sin necesidad de hacerse presentes y manipular las mentes de los ciudadanos de bien para subyugarlos en el nombre de entidades inciertas. Eran historias terroríficas que se compartían popularmente en la taberna, y de los padres a sus hijos para obligarles a actuar con integridad. Ninguna de estos cuentos tenia un final feliz; todos acababan con los soldados realizando una ejecución sangrienta y con la ruina de poblados enteros que a veces debían ser purgados hasta sus cimientos. Gibano negó enérgico con su cabeza mientras introducía una nueva hoja a su boca. —¡No, no uses esa palabra con ellas!, no es tan simple… —Y sin saber como hilar su idea, continuó—. Mira, olvida lo que te he dicho recién. Lo que quiero que entiendas es que en las ordenes de sacerdotisas de Rea estudian solo mujeres. Las únicas veces que admiten hombres, es porque se percibe en ellos algún… llamémoslo talento que puede ser “cultivado bajo la mirada de Rea”—Remarcó las comillas con sus dedos—. Cuando dije que estudié con la orden de Ribuhernana no estaba mintiendo. Gibano sonrió, abriendo sus brillantes ojos llenos de orgullo. —¡Y no digo esto solo para alardear, hermano!, es más, tengo mis serias diferencias con la doctrina de las sacerdotisas... pero te cuento todo esto porque quiero que confíes en mi; sé lo que hago y tengo un as bajo la manga, pero necesitaré tu apoyo. Milo sonrió. De alguna forma, hablar con Gibano le había devuelto la esperanza. —No dudo de ti, pero, ¿Qué esperas que haga? Repentinamente, la puerta de la carreta se abrió con violencia. Los dos varones miraron instintivamente en la dirección del portazo, descubriendo con horror como Renata se asomaba desde el interior. Aún con sus ojos semi cerrados, estos brillaban como luciérnagas en medio de la noche. Con una de sus manos afirmaba su cabeza mientras que los dedos de la otra se presionaban con fuerza contra la pared de la cabina. Saltó torpemente hacia el exterior, dirigiendo la mirada hacia sus rehenes. —¿Por qué..? —preguntó confundida. Tambaleándose, dio un paso hacia adelante. Espasmos violentos en su abdomen hicieron que vomitara sobre el suelo y salpicara sus zapatos. Cualquiera que no conociera la situación diría que estaba por sucumbir moribunda por alguna clase de peste. —¡No hacíamos nada! —respondió Gibano con una actitud defensiva— Milo y yo estábamos comiendo un poco, ¿no es así, Milo? —Es-es verdad… —¿Qué esta sucediendo..? ¡Por qué te has detenido! Sudor helado empapó la ropa de Gibano que temía lo peor ¿Acaso había escuchado alguna parte de la conversación que mantuvo con Milo? Habían hablado con voz muy baja, afuera de la cabina, lejos de ella y del mundo. Nadie debía haberles escuchado bajo esas circunstancias, pero había pasado por alto lo más evidente: el engendro no era un humano y él desconocía de qué eran capaces esas orejas. —Esta demasiado oscuro para conducir —continuó Gibano, intentando ser lo más diplomático posible—. Los animales tienen que comer… En un instante, el brazo de Renata se estiró hasta alcanzar la frente del joven. Sus dedos se clavaron con fuerza en las cienes de este, empujándolo hacia atrás y cubriéndole los ojos. —No me des motivos, mono —musitó llena de odio. El deseo de sangre de Renata crecía. Con su mano dominaba por completo a Gibano, ejerciendo la fuerza justa para tenerlo postrado y comiendo polvo. Un fino umbral en sus dedos marcaba la diferencia entre solo dolor o la muerte. Sin mover su cabeza, sus ojos se inclinaban despiadados para verle retorciéndose sobre el suelo. Milo se puso de pie. —¡Es verdad Renata! —exclamó extendiendo sus brazos—. Los animales están exhaustos. Además, necesito dormir un poco. La chica le miró con suspicacia. Con su brazo libre alcanzó el cuello de Milo, levantándolo desde el suelo. Su fría mirada cayó sobre la del joven que se sujetaba con desesperación de su brazo, intentando liberar camino para que el oxígeno pasara por su garganta. Miró entonces a los caballos. Estos estaban alborotados, asustados por el pesado deseo depredador que podían olfatear en el aire. Cerró sus ojos. Como si se hubiera resignado ante algo que estaba fuera de su control, soltó a Milo, que cayó sobre sus posaderas, y libero a Gibano. —¡Que pasará si nos dan alcance! —preguntó repentinamente, abriendo sus grandes ojos de golpe. Brillaban temblorosos; era la misma mirada que tenía cuando la encontró oculta entre las tablas de su cabaña. Los dedos en sus manos se contorsionaban frenéticamente y sus pupilas se dilataban. —N-no pasará, ¡están lejos!, y si continuamos perdiendo a los caballos que tenemos, estaremos peor. Milo se levantó. Con su mirada buscó a Gibano. Este se arrimaba a una de las ruedas de la carreta, intentando mantener la compostura ante el dolor. Los tres compañeros de viaje subieron a la carreta. Renata permitió el descanso bajo la condición de que debían moverse apenas se asomara el sol. Con mucho cuidado, Milo ayudó a Gibano a subir hasta la cabina. Este se tendió en uno de los asientos, procurando mantener la pierna en una buena posición. Milo se acomodó en el banco del frente, presionando su espalda contra la esquina. Renata recogió parte de la cadena, enrollándola en su brazo. Se sentó entonces en otra de las esquinas y todos cerraron los ojos.
7 .La orden de Ribuhernana Gibano siempre fue un chico inteligente. Cuando era pequeño veía como su padre se juntaba con sus colegas a jugar a los dados. Eran noches llenas de risotadas, alcohol y monedas. Por supuesto no permitían a los críos participar, pero en su mente quedó grabada la figura del dado de ocho caras rodando sobre la mesa. Cuando entró en la adolescencia, descubrió lo fácil que era manipular a la gente para que apostara su dinero contra él. También se le daba muy bien ganar, e inclusive era capaz de explotar las mañas de los juegos a su favor. Era tal su obsesión, que llegó un momento en el que dejó de perder. No importaba de que juego se tratase, ni de quienes fueran sus adversarios; si había dinero de por medio él simplemente no perdía. No tenía necesidad de hacer trampas. Las mujeres y el alcohol solo exacerbaban la emoción, y el dinero pasó a ser algo secundario cuando lo único que perseguía era ser reconocido como el ganador. Pero su éxito no cambió el hecho de que era un joven inteligente, lo suficiente como para que intuyera las reglas del juego, por lo que fue durante un verano que decidió huir del funesto final que le deparaba el futuro en caso de continuar en lo mismo. Después de cremar el cuerpo de su madre y presentar sus respetos ante la tumba de su padre, empacó su equipaje y vistió sus mejores ropas. Cubrió las cicatrices de sus brazos con vendajes y miró a contraluz el marfil del dado que tanto lo cautivó de niño. Como no existía ya un hogar en la ciudad para él, y habiendo perdido todo su dinero no precisamente sobre una mesa de juegos, se encaminó por primera vez hacia la gran urbe: la ciudad capital de Reaful. El dolor punzante que calaba en su cabeza y el temblor que sufría en sus manos no eran debido a la bebida. * * * Pasaron algunos días de avance por el camino. Habían solo tres hojas restantes en la bolsa de Gibano. Redujo la dosis lo más que pudo, por lo que con dificultad era capaz de soportar el dolor en su pierna. Esas tres Hojas le servirían en caso de emergencia o si el trayecto se dilataba más de lo esperado. Los días de convivencia con Milo y al engendro le permitieron profundizar más en la situación. No tenían hoja de ruta; avanzaban a tientas por la carretera sabiendo que el territorio de Dorotea se encontraba en algún lugar del sur. Tampoco consideraban ningún punto de abastecimiento ni de descanso. Las únicas paradas que el engendro permitían eran para sacar agua desde el río, para defecar y para dormir. Los maltratados caballos debían contentarse con estas instancias para recuperar sus fuerzas, y al parecer, ya habían muerto algunos de ellos antes de que él se uniera a la travesía. Renata estaba en el exterior de la cabina, sentada junto a Milo. —Hey, Milo. ¿Quieres saber que hay debajo de mi piel?¿eh?¿me vas a contestar? Contestame —decía arrimando su rostro al de chico—, ¿o no te interesa?, ¿prefieres ver mi piel? Milo intentaba ignorarla, pero no podía darle la espalda. —¿Sabes que es lo que hay debajo de la piel de una mujer?¿lo sabes?¡¿lo sabes!? Renata levantó sus dos brazos. Los observaba detenidamente mientras movía su cabeza como si estuviera contemplando en ellos una criatura extraña y ajena a su cuerpo. El sendero estaba tranquilo. No se habían cruzado con ningún viajero o comerciante, algo que Gibano agradecía ya que podía significar un obstáculo para su plan de escape. Por otra parte, ver la interacción del engendro con un tercer sujeto habría sido revelador. Se suponía que la criatura obligaba a Milo a recoger a cualquier persona que se lo pidiera para así alimentarse. Si se hubiera dado el caso ¿Se habría restringido en su apetito o habría sido testigo de la desgarradora muerte de un infeliz? El engendro pasaba la mayor parte del tiempo en silencio, sentado o recostado en los asientos de la cabina. La mayoría de las interacciones las tenía con Milo. Solía hostigarlo con palabras e ideas venenosas; burlas que parecían buscar aplastar su espíritu e insinuaciones sexuales descaradas y humillantes. Cuando Milo iba a recoger agua, como estaba encadenado, tenía que hacerlo en compañía del engendro. Este tomaba piedras en el camino y se las lanzaba con fuerza contra su cabeza cuando el chico le daba la espalda. Disfrutaba causando malestar; era un ser despreciable. La criatura también defecaba y dormía. Al menos cuando estaba en su forma humana, parecía estar sometida a las mismas funciones fisiológicas de cualquier mujer común y corriente. Durante varias noches, Gibano pudo observarla dormir en posición fetal, con la cabeza sobre el cojín del asiento. Examinó su rostro. Bajo sus párpados, los ojos hacían movimientos rápidos y erráticos. Esto había ocurrido en todas las noches, al menos durante las veces que Gibano había prestado atención. Como los ojos del engendro brillaban en la oscuridad, el joven se sentía seguro examinándolos, ya que sería muy fácil darse cuenta cuando los abriera. El tiempo avanzó y Gibano debió consumir su última hoja. Había sobre estimado su capacidad de concentración frente al dolor, y es que debía mantenerse alerta, mirando el sendero para así encontrar la señal que estaba buscando. Asomaba su cabeza por el cristal de la ventanilla. Mordía levemente su labio inferior mientras se limitaba a escudriñar visualmente el paisaje. Eventualmente, cuando empezaba a poner en duda el éxito de sus planes, apareció ante él lo que había estado buscando: en la lejanía, un puente de piedra robusto cruzaba el río en dirección hacia el este. Gibano, entusiasmado, intentó sin éxito asomar parte de su cuerpo por la ventana. —¡Milo, avanza más lento! —exclamó— Tenemos que cambiar de ruta. Renata, que había entrado en la cabina desde hacía unas horas, posó una severa mirada sobre él. —¿Por qué?¿Qué pasa? —cuestionó con el seño fruncido. Milo se asomó a través de la puerta. —¿Qué quieres decir? —¿Ves ese puente de allá? —Apuntó con su brazo— Tenemos que cruzarlo. Más adelante en el camino encontraremos un atajo que tenemos que tomar. —¿Por qué?—interrumpió Renata poniéndose de pie— ¡Hay que avanzar hacia el sur. El sur está en este camino, hacia abajo, derecho! El engendro se ubicó frente a Gibano e inclinó su cabeza hasta que sus frentes chocaron. El joven quería evitar la confrontación, pero se mantuvo firme en su postura. —Sé lo que hago, Renato, sé como llegar a Dorotea. Renata no continuó reclamando, por lo que Milo obedeció. Ella cerró sus labios, mas en su cabeza el odio y el resentimiento servían de combustible para el deseo por sangre humana. Gibano podía sentirlo escapar a través de sus orificios como si se tratase de una niebla pesada que se acumulaba a la altura del piso. Estaba jugando con fuego, pero merecía la pena correr el riesgo. El puente estaba en un claro estado de abandono, pero era lo suficientemente firme como para pisarlo sin cuidados. Así, avanzaron algunas horas más por un nuevo camino más silvestre que el anterior. Le costaba mantener la concentración; el dolor se había vuelto insoportable y ya no tenía con que aplacarlo. Se inclinó sobre el asiento, intentando llegar hasta la puerta que lo separaba de Milo. Renata estaba sentada frente a él, con las piernas y los brazos cruzados. Lo veía arrastrarse como un gusano sobre la banca. —Milo, ayúdame a salir. Necesito poder ver afuera de… Milo miró hacia atrás. Los gestos de dolor en el rostro de su acompañante era abrumadores, y más al fondo, Renata parecía contener sus deseos por devorarlo. Sus garras se clavaban sobre sus propios brazos mientras mantenía una respiración profunda y febril. Milo se arrimó para que Gibano se sujetara de su hombro. Cuando sus ojos hicieron contacto, este le hizo un guiño. Gibano se sentó sobre el asiento y maldijo entre dientes. Obscurecería en unas pocas horas, pero tenía que mantener sus sentidos afilados, ya que estaba buscando un nuevo punto de referencia, y uno muy particular que debía yacer camuflado entre los arbustos y los árboles. No podía permitirse fallar, por lo que rogó a Milo para que condujera con más calma. Estuvo más de una hora luchando contra el dolor, retorciéndose, mirando entre los árboles y soportando la mirada de Renata que lo maldecía desde la cabina. Finalmente, tomando desprevenido a su acompañante, grito: —¡Para Milo, tenemos que girar aquí! Con su brazo izquierdo señalo con violencia en dirección a unos arbustos. Era una zona agreste, sin camino definido. —¿Aquí?, pero no veo un paso para avanzar… —Confía en mi, por favor —susurró Gibano entre dientes. Su rostro estaba tan serio como nunca lo había visto antes. Milo obedeció. Giro la carreta y se lanzó de lleno contra los arbustos. El terreno era irregular, pero no había muchos obstáculos, por lo que podían avanzar sin necesidad de bajar del vehículo. Renata, intrigada por los saltos y sacudidas en la cabina, salió por la puerta y se encaramó por la espalda de Milo, sujetándose de su cuello y de sus hombros. —¿A donde vamos? —preguntó angustiada—¿Por qué por aquí?¡Contéstame, mono! —Estamos tomando el mejor atajo para llegar hasta Dorotea... —replicó Gibano— Avanzamos hacia un claustro de la Orden de sacerdotisas de Ribuhernana. Gibano giró su cabeza y encaró al engendro. No había miedo en su mirada, lo que descolocó a Renata y agitó su corazón. Sus dos manos alcanzaron el cuello y la cabeza de Gibano. Sus dedos se elongaron como si fueran ramas con múltiples articulaciones y empezaron a apretar. En sus ojos se reflejaba la ira, pero también, por mucho que lo intentara ocultar, un ápice de temor. Milo, que estaba entremedio de los brazos de la chica, perdió el control de los conmocionados caballos y debió luchar para que se detuvieran. —¡Estas... Estas llevándome a una trampa! —gritó el engendro con lagrimas en los ojos— ¿Ves, Milo? Yo, nunca confié en este mono, ¡y tu eres estúpido y muy fácil de engañar! La vida de Gibano estaba entre sus manos. Lo odiaba, pero aún así, no se atrevía a cruzar el punto de no retorno. Sus delgados brazos tiritaban y sus dientes se apretaban con tanta fuerza que producían chasquidos y hacían sangrar sus encías. —¡Espera! —Exclamó Milo. —Te equivocas, Renata... y solo... solo actúas así por temor —contestó Gibano con dificultad, sin intentar hacer el mínimo esfuerzo para defenderse—. Yo estudio en ese claustro... y puedo… puedo conseguirnos un salvoconducto para pasar por Carmena sin que nos detengan... Renata infló su pecho inhalando aire con fuerza. Como la criatura no dijo nada, Gibano continuó: —El claustro es un lugar sagrado para los adoradores de Rea, nadie esperará encontrarte ahí… y si me matas ahora, jamás van a cruzar la frontera. Las pupilas de Renata se dilataron. Su hocico de se abrió en mas de noventa grados hacia el cielo y desde su garganta salió un chillido agudo que retumbó en los tímpanos de Milo y en los troncos de los árboles alrededor. Soltó sus dos garras de Gibano y las lanzó con fuerza para agarrarse del techo de la cabina, destrozando las tablas de madera y el metal de sus aristas. Milo se encorvó tapando sus orejas mientras que los caballos se soltaron del armazón e intentaron alejarse despavoridos. Al percatarse, el engendro estiro sus inhumanas extremidades hasta alcanzarlos, sometiendo a ambos equinos contra el suelo. Fue tan violento el movimiento, que la carreta sucumbió al peso, rompiéndose la rueda delantera izquierda. Big boy salió disparado por el jalón de la cadena en su muñeca y aterrizó algunos metros afuera del vehículo, mientras que Gibano pudo sujetarse de la puerta para estabilizarse. Renata respiraba enajenada, pero parecía reconocer las consecuencias de su rabieta. Milo se levantó algo desorientado y se giró para mirar a sus acompañantes. —¡Sujeta las bestias! —chilló la chica dirigiéndose a Milo. El joven corrió para tomar las riendas de uno de los animales y luchó con este para poder atarlo a un árbol cercano. Cuando se disponía a hacer lo mismo con el segundo, se percató que el animal estaba muerto. Renata había enredado su brazo alrededor de su cuerpo y le había torcido el cuello accidentalmente al sujetarlo con su garra por el hocico. Ella retomó el control de sus actos. Tanto Gibano como Milo no sabían cómo proceder ante el miedo a detonar una nueva reacción violenta en su captora. Esta vez, sin embargo, fue ella quien instigó al joven a hablar. —...Quiero que nos preparemos antes de llegar —Gibano explicaba el plan. Renata mantenía sus labios sellados. No había soltado el cadáver del caballo y lo apretaba con fuerza, produciendo chasquidos y haciendo que sus interiores se escurrieran hacia afuera a través del hocico y la parte trasera. Era como si se estuviera desquitando con el animal solo para soltar su creciente frustración. —Hay que hacer que nuestra historia sea convincente para que nadie sospeche de nosotros... Tengo todo planeado; síganme el juego y estaremos afuera de la provincia en un par de días. —¿Qué tenemos que hacer? —pregunto Milo cabizbajo. —Primero, la historia oficial será la siguiente: tú y Renata —El dolor obligó a Gibano a hacer una pausa—... ustedes son comerciantes, están casados desde hace menos de un año, sin hijos. Me encontraron en el camino y me ayudaban a volver al claustro cuando unos bandidos provenientes del oeste, ¡no de la provincia!, nos atacaron y nos dejaron en el estado en el que estamos. Los daños en la carreta no harían más que apoyar la mentira. —Milo, tu solo tienes que intentar seguir el juego. Si alguien te pregunta, te has bautizado a la fe, pero por lo demás intenta no decir nada —Y dirigiéndose hacia el engendro, continúo—. Renata, lamento tener que pedirte esto, pero tendrás que ser la que más sacrificios hagas. La chica lo maldijo. * * * Oculto entre el bosque y entre la cordillera que separaba la provincia del océano, se ubicaba el primer claustro de la Orden de sacerdotisas de Ribuhernana. No era un lugar de fácil acceso; la ciudad más cercana era Ribuhernana, que quedaba directamente al oeste, pero no habían caminos formales entre los dos lugares. La comunicación se hacia solo a través de un sendero serpenteante e inhóspito por el que no podían cruzar carretas ni animales grandes. El claustro estaba compuesto por dos zonas principales. En primer lugar, pegada a las montañas, yacía una una edificación que estaba protegida por unos muros de ladrillos y madera. Rodeando a las murallas estaba la segunda zona: un extenso campo llano que en primavera se vestía por completo con flores amarillas y purpuras. Era un lugar hermoso y muy silencioso; perfecto para el estudio del cielo nocturno y el viento. Mirando directamente hacia el Oeste estaba la entrada principal del claustro. Era un portón de hierro que debía mantenerse cerrado. Esta vez estaba abierto, ya que Polín, como de costumbre, había olvidado cerrarlo. Cargaba una bolsa de cuero muy grande que colgaba cruzada dese su hombro derecho. Vestía el uniforme de las novicias y disfrutaba paseando alrededor de los pastizales, por lo que siempre se ofrecía como voluntaria para buscar setas durante el ocaso. Los coloridos sombreros nacían durante la noche e iban perdiendo su sabor con los rayos del sol. Ella fue quien advirtió como una carreta extraña se movía por el prado. Eran poco habituales las visitas no concertadas, por lo que, cautelosa, se ocultó entre la hierba. A medida que el vehículo reducía distancia pudo ver una cara conocida arrimada junto al conductor. —¿Gibano? —exclamó poniéndose de pie. Polín se encaramó por el lado izquierdo de la tambaleante carreta y los condujo hasta el interior de las murallas. Allí fueron recibidos por un sorprendido grupo de siete sacerdotisas que practicaba ejercicios con sus bastones en el patio principal. Todas se detuvieron de inmediato, expectantes por la extraña escena. —¡Tenemos heridos, necesitamos ayuda! —exclamó Polín saltando de la carreta. La novicia corrió junto a la sacerdotisa que dirigía el entrenamiento. —¿Qué sucedió? —preguntó mientras se acercaba al enclenque armazón— ¿Gibano, eres tu? Francesca Mateo era la única hermana mayor en el claustro. Vestía una túnica blanca y portaba un bastón de dos metros de largo que terminaba en una filosa hoja color negro en la punta superior. Las mujeres restantes se acercaron a trote hasta la carreta, asomando sus confusas miradas. Un pestilente olor a sangre salía desde las ventanillas. —¡Nos atacaron unos bandidos..! —respondió Gibano sometiéndose ante el dolor que venía aguantando desde hacia tiempo— ¡necesitamos ayuda! Polín, horrorizada, se llevó ambas manos a sus mejillas. —¡Rápido, ve a avisarle a Carolina! —ordenó la Hermana Mayor— Victoria y Rum, clausuren la entrada; las demás, ayúdenme a socorrer a los heridos. Ayudados por las mujeres, Gibano, Renata y Milo fueron llevados hasta una enfermería en el interior del edificio. Carolina era una de las Hermana menores del claustro. Llegó corriendo junto con Polín desde su estudio en el piso superior. Cuando vio a Gibano tendido sobre una de las camas, herido y retorciéndose de dolor, sus ojos se llenaron de lagrimas y amargura. Pero ella tenía una labor importante que cumplir por sobre todas las cosas, por lo que debió encontrar la determinación y entró en la habitación sin vacilaciones. —¿Quién está en peor estado? —preguntó acercándose a Milo. Su voz era muy dulce y algo maternal. Levantó el vendaje del rostro del chico siendo testigo de las heridas supurantes en las mejillas. Jirones de piel se habían perdido e insectos habían depositado huevesillos que eclosionaban entre las yagas. —Gibano tiene más dolor que yo, por favor atiéndelo a él primero —rogó Milo preocupado. —¡Su pierna esta deshecha! —dijo una de las sacerdotisas mientras le quitaba sus vestiduras para facilitar la intervención— y tiene muchas heridas por todo el cuerpo... Es como si se hubiera peleado con un oso. Carolina se acercó hasta Gibano, dejando que otra de las mujeres se encargaran de Milo. En su mano izquierda portaba un bastón en cuyo extremo se sujetaba una roca azulada. Era una especie de gema semiesférica que separaba la tenue luz que la atravesaba desde la ventana, en tres de los diferentes colores de un arcoíris. La chica se arrodilló sobre la cama junto a Gibano y le miro desde arriba, directamente a los ojos. —¿Por qué, Gibano...? —Sus lagrimas se derramaban sobre la frente del joven, mientras que algunos mechones de su cabello caían acariciándole las mejillas. Carolina sujeto el bastón, agarrándolo desde la piedra con su mano izquierda y desde el medio del mango con su derecha. La acercó entonces hasta la pierna herida de Gibano. Repentinamente, un brillo azulado empezó a emanar desde la la gema y desde el cuerpo de la propia sacerdotisa. Era un brillo frio que se reflejaba alrededor de los muebles, las paredes y de las mujeres que estaban a su lado. Milo jamás había visto algo así, pero era hermoso. —...Perdóname —murmuró Gibano. Con su mano derecha limpió algunas de las lágrimas en el rostro de la sacerdotisa que permaneció impávida mientras realizaba su trabajo. —... pero necesito hablar con la Gran Sacerdotisa. Es urgente. Carolina le miró desconcertada. * * * Era de madrugada y Francesca condujo a Milo y a Renata hasta una habitación de huéspedes. Por la gravedad de las heridas, Gibano debió permanecer en la enfermería. Los cortes de Milo habían sido limpiados y zurcidos adecuadamente, por lo que ahora cargaba con un problema menos. —Pueden utilizar esta habitación. Por favor siéntanse como en casa —Francesca no era muy buena con las palabras— … y lamento mucho por lo que tuvieron que pasar. Aquí en el claustro estarán seguros. —Muchas gracias —Milo hizo una reverencia lleno de gratitud. Renata le imitó sin decir palabras. La sacerdotisa abandonó la habitación cerrando la puerta. Milo se sentó sobre una banca junto a un escritorio y Renata se lanzó sobre la cama, abriendo los ojos por primera vez desde que entraron al claustro. Gibano le había indicado que los mantuviera cerrados y se hiciera pasar por ciega. De esa forma, el peculiar color de sus iris no despertaría sospechas entre las residentes. Una especie de cintillo de flores purpuras y amarillas coronaba la cabeza de Renata. Había sido una petición explicita de Gibano. Antes de partir hasta al claustro, él les pidió a ambos que lo confeccionaran buscando flores en los alrededores del bosque. Milo no entendía su propósito, pero se veía muy extravagante y ajeno a la situación que se suponía habían vivido, por lo que lo atribuyó a alguna regla especial de las sacerdotisas, aunque hasta el minuto no había visto a ninguna de ellas usar algo similar. Mas allá de eso, lo que más sorprendió a Milo fue el hecho de que Renata accediera a quitar la cadena de su muñeca. Aún no podía creerlo; cada vez que veía su brazo libre del metal… Una tosca marca en su piel aún herida era el único vestigios del tortuoso encarcelamiento al que fue sometido. Pero aunque estuviera libre físicamente, Renata seguía junto a el; siempre junto a él. Durante la atención médica, debió mentir, diciendo que Gibano y él habían logrado protegerla de los bandidos para así justificar su buen estado de salud. Ella estuvo a su derecha durante todo el tratamiento. Debió desvestirse parcialmente para que las sacerdotisas pudieran revisarla. —Ni lo pienses —dijo Renata a pito de nada. —¿Qué cosa? —preguntó sin saber a que se refería—. No pienso escapar si es lo que te molesta. Por favor, apeguémonos al plan… Un dejo de angustia en el tono de Milo. —Tienes un compromiso conmigo y aunque no te pueda mantener atado, si me traicionas podría fácilmente… fácilmente… —Sus dedos empezaron a retorcerse produciendo el mismo chasquido que se escuchaba siempre que depredaba a sus víctimas—. Ahora, ven y duerme. —¿Qué? —Si vamos a estar perdiendo el tiempo aquí, aprovecha para dormir. No quiero que te pongas a gimotear cuando reanudemos en viaje, ¡ven a dormir! Renata se levantó para llegar hasta Milo. Este cerró los ojos. A esta altura se creía capaz de sentir la opresiva aura asesina que Renata emanaba cada vez que se alteraba. La chica lo abrazó amarrando sus brazos en su cuello y presionando sus manos contra su pecho. —¿O quieres que te invite de otra forma? —musitó maliciosamente en su oído—¿Quieres hacerme compañía, Milo?¿Quieres sentirme a tu lado? Polín irrumpió en la habitación. Traía consigo un tiesto con agua y algunas frutas para que sus huéspedes dispusieran. Al contemplar la escena, pensó que estaba interrumpiendo la intimidad del matrimonio, por lo que procedió a disculparse: —¡Pe-pe-perdón! —tartamudeó sonrojada— yo no sabia…¡Volveré en otro momento! Hizo una reverencia y se retiró abochornada de la habitación.