1. Paranoia Big Boy era el sobrenombre con el que se le conocía a Milo. Estaba apunto de salir de la niñez y se ganaba la vida acarreando sacos para un campesino local. En sus tardes libres iba a pescar peces de escamas azules en las orillas del río, obteniendo así una remuneración extra que ocultaba sagradamente bajo unas tablas sueltas en el piso de su residencia. Algunos días, después de trabajar, gustaba de ir a tomar unas bebidas y pasar el rato en un bar local. Era pequeño pero tenia el suficiente espacio para acomodar a bastante gente, la gran mayoría proveniente de la misma aldea y localidades aledañas. Entró por la puerta principal, saludó a la barman meneando su mano y se sentó en la barra. Allí estaban el viejo Gerardo y su compadre el señor Emil Anton. Le sirvieron entonces una jarra llena de cerveza junto con un bocadillo para comer. —El duque pierde mucho tiempo divirtiéndose en el bosque —decía Gerardo—. Le gusta sentirse poderoso con los animales... —No hay nada de malo en que le guste la caza —habló Emil, y bajando la voz, susurró—, el problema es que es un poco hombre. Tiene un séquito de soldados que lo llevan a hombro y atrapan todo por él. Apostaría a que no sabe ni apuntar con el arco. —Falta no le hace. Yo creo que va solo para poder despellejar a los animales el mismo; está mal de la cabeza. Milo paró las orejas, allegándose lentamente hacia donde estaban sus mayores. —¿Pero sabes qué es lo peor?¿has escuchado sobre las degeneraciones que tiene? Gerardo le miró de reojo, sin apartar los labios de su jarra. —Te refieres a… —Sí, a eso mismo. Dicen que por las noches suele soltar prisioneros por sus parcelas para cazarlos con lanzas largas y trampas para ciervos. Me contaron que unos campesinos que se adentraron en el bosque por la noche pudieron ver la carnicería esa: carne, sangre, tripas, todo regado y salpicado por ahí, en el suelo, en los troncos... —Que Rea nos libre… —Pillaron a esa buena gente hurgueteando y les hicieron correr la misma suerte. —¿Cómo puede ser? —El duque es una desgracia para toda la provincia —afirmó con una voz rasposa, conteniendo cualquier ímpetu—… solo piensa en sus fantasías perversas. Si no fuera porque es compinche del cuarto príncipe, yo creo que los mismos soldados se habrían amotinado y lo habrían terminado colgando de algún mástil.. —El príncipe es otro degenerado más —Milo lanzó manotazos al aire mientras hacia una mueca de rabia. Había estado atento a la conversación y no pudo evitar mostrar su malestar. Ambos viejos voltearon sus rostros hacia él, mirándolo con una expresión de sorpresa y miedo. Gerardo se levantó violentamente de su silla. Apretó con fuerza sus dientes y clavó sus ojos en los del joven. —¡Discúlpate! —exigió con fuerza. —¿Por qué el escándalo? —dijo Milo bajando su voz levemente—. Aquí nadie quiere a ese malnacido. —¡Discúlpate! —repitió intransigente. Milo, confundido, guardó silencio. Apartó entonces su mirada y bebió un sorbo de su jarra. En ese momento hubiera deseado no haber abierto su boca, pero ya lo había hecho. Gerardo se acercó hacia él y con sus corpulentos brazos lo tomó de la ropa alrededor de sus hombros, lanzándole hacia el suelo. —¿¡Qué le pasa!? —gimió desconcertado con su trasero apoyado sobre el suelo de madera. Las miradas evasivas de alrededor cayeron sobre la escena. Antes de que Milo pudiera dimensionar la situación, Gerardo avanzó hacia él y le tomó desde las ropas de su cuello. Levantó entonces su puño y le dio un fuerte golpe en el lado izquierdo de su boca. —¡Tienes que disculparte por lo que has dicho, mocoso! —vociferó firme—¡No voy a tolerar que un campesino analfabeto y muerto de hambre como tú hable así del príncipe! La respiración salía con fuerza de entre los orificios de su nariz y la curtida piel de su rostro se tornó colorada por la herviente sangre. —Pero... —¡Qué te disculpes! —¡Bien, me disculpo, me disculpo! —Se apresuró Milo mientras se aferraba al brazo con el que lo agarraban. Emil se levantó de su silla y apaciguó a su amigo. —Ya se ha disculpado. Todos aquí lo oímos Se acercó entonces a Milo, abrazándolo por el cuello con su brazo derecho. El hedor a alcohol en su aliento era intenso. —Da lo mismo quien lo quiere o no —susurró mientras recargaba su cuerpo en los hombros del muchacho, haciendo que este se encorvara en dirección a la barra—, Es él quien manda aquí, que nunca se te olvide. Nosotros solo queremos una vida tranquila. No nos cagues esa vida, ¿bien? —¿Por qué tienes que estar metiéndote en las conversaciones ajenas? —increpó Gerardo que había vuelto a tomar asiento. Inquieto y exaltado se balanceaba de un lado a otro intentando encontrar un punto cómodo entre la silla y sus posaderas. —Lo-lo lamento —se disculpó—, es solo que yo… Gerardo lanzó violentamente el resto de su comida al piso, interrumpiendo las excusas del joven. Escupió al suelo muy molesto y se levantó en seco. —Me arruinaste el día. No quiero compartir la barra con este… —sentenció apartándose con una mirada de desprecio. Emil lo siguió. Milo agachó su cabeza pensativo. La barman se acercó a recoger los trastes rotos en el suelo. —Eres un imprudente, Big Boy. * * * El duque Darío Otón, sucesor del anterior duque Enrique Otón, gobernaba la provincia del bosque Maecenato, en la frontera sur oeste del Reino de Rea. Desde que asumiera el poder, después de que su padre decidiera abdicar de sus responsabilidades por motivos de salud, se convirtió en un regente difícil de complacer. Si bien la mayoría de asuntos técnicos relacionados con la economía y la seguridad eran bien suplidos bajo su yugo, era muy conocido por ser un excéntrico y cruel tirano que gustaba de ejercer su poder con fuerza y placer. Las ciudades, los pueblos y las aldeas que estaban bajo su jurisdicción conocían su gusto por la sangre y le temían. Era verdad lo que Milo había dicho en la taberna; nadie en la aldea sentía simpatía por él, pero seguía siendo peligroso expresar esos sentimientos en público porque nunca se sabia quien podía estar escuchando. Milo caminó el trayecto de vuelta a su casa. Aún sentía el dolor del golpe en su mandíbula. Maldecía su torpeza mientras luchaba internamente para no terminar sintiendo algún rencor contra el viejo Gerardo, ya que a fin de cuentas, siempre le tubo estima. No era exactamente la persona mas amable del mundo, pero era confiable y un buen sujeto. El cuarto príncipe, hijo del Rey de Reaful y de la fallecida Gran Sacerdotisa Modhimer, era el cuarto en la línea de succión al trono. Tenia alrededor de treinta años y era conocido por ser un fiero guerrero; sin misericordia ni puntos débiles, era un orgullo para su padre y un baluarte para el ejército de Reaful. Él y el duque eran íntimos amigos y era usual verlos a ambos disfrutando de los excesos y lujos de la nobleza. Transcurrieron tres días. Milo no había puesto un pie en la taberna desde entonces. Había quedado mal ante todos los que asistieron esa noche y sentía vergüenza por ello. Le molestaba pensar lo que los demás podían estar pensando sobre él, y en especial, lo que la barman pensaría de él. Su trabajo le mantenía ocupado el tiempo suficiente como para no tener que molestarse con sentimientos incómodos, pero cuando no estaba de ánimos para ir a pescar, no tenía ningún lugar más a donde ir a perder el tiempo. Un poco antes del ocaso, él y Ronaldo, un viejo amigo suyo, se dirigieron hasta el río con la intención de sacar unos buenos peces. Se adentraron en el bosque por un atajo que ambos conocían muy bien ya que lo usaban recurrentemente para llegar hasta un excelente punto de pesca en la orilla. El lugar era muy tranquilo tanto de noche como de día, por lo que no habría problemas si la oscuridad los pillaba aún lejos de casa. Tanto Milo como Ronaldo no habían salido nunca de los alrededores de la aldea. Jamás habían visto el océano, ni la ciudad capital del reino. No sabían hacia donde desembocaba toda el agua que corría a diario junto a ellos, pero tampoco era algo que les importara. Los que nacían en la aldea solían morir en ella si no resultaban ser reclutados por el ejército antes. El mundo para todos los jóvenes coetáneos a ambos estaba cerrado a la aldea, al bosque alrededor, al puñado de pueblos cercanos, a la ciudad de Reaful de la solo conocían por relatos y a los bastos terrenos del duque Otón, que estaban en algún lugar río arriba. “Nunca vallas río arriba” solían decir. Pasaron algunas horas de poca suerte. El silencio de las aves y el cantar de los insectos hizo que ambos entraran en una especie de somnolencia que era interrumpida en contadas ocasiones por el repentino agitar de las cañas de pescar. Las noches alrededor del río solían ser templadas durante esta época del año, pero aquella noche en particular estaba un poco más fresca que de costumbre. Milo se había tendido sobre el prado, desatendiendo sin darse cuenta a los peces que pudieran tomar la carnada. Estaba a punto de conciliar el sueño cuando una leve vibración le hizo levantar todo el torso de golpe. —¿Sentiste eso? —preguntó Ronaldo con voz suave. Tras un corto instante de silencio, pudieron ver como a una considerable distancia un grupo de lamparas se balanceaba entre la oscuridad. El suelo empezó a retumbar poco a poco hasta que pudieron distinguir el sonido de las pisadas de caballos galopando. Ambos muchachos se agazaparon entre la hierba, temerosos e intrigados por la situación. Frente a ellos, por la otra orilla del río contraria, un gran grupo de jinetes se movía. Eran más de treinta soldados del ejército que, acompañados del duque, avanzaban en la misma dirección de la corriente. El contingente se movía sin vacilaciones; con los ojos fijos sobre el oscuro horizonte lejano. Unos metros más adelante desviaron la dirección para adentrarse en el agua y cruzar lentamente el río. Sacudió entonces Ronaldo el hombro de su acompañante para llamar su atención. Apuntó con su índice tembloroso hacia la cabeza del grupo. Liderando a los soldados se encontraba el mismísimo Cuarto príncipe escoltado por dos miembros de la Guardia Real de Reaful. El hijo del Rey sonreía y sus soldados también. Estaban exaltados por la adrenalina. La poca luz no hacia posible distinguir bien sus facciones, pero ambos paisanos ponían las manos al fuego jurando haber visto esas sonrisas. Algunos uniformes estaban salpicados en barro, sangre y algo más; sucios y desprolijos. Los vestían soldados con cabezas bajas, cansados y con el cuerpo derrotado. Otón los conducía cabalgando en la espalda de su famoso caballo “Manchuriano”. Con su espada desenvainada y la armadura reluciente; junto al cuarto príncipe, parecía que nada podía detenerlos. El corazón de Milo se aceleró. Ambos permanecieron quietos hasta que el último caballo se perdió entre la noche. Ronaldo se levanto de inmediato. Agarró a Milo del brazo, zarandeándolo para que se incorporara. —¡Tenemos que largarnos de aquí! —susurró impetuoso. La sonrisa del príncipe persiguió a Milo durante el resto de la noche. Ronaldo atribuyó todo a la acción de bandas de delincuentes. Si bien no habían habido incidentes graves durante los últimos años alrededor del poblado, las bandas de mercenarios, bandidos y esclavistas eran un problema permanente en la mayoría de los territorios del continente. Era habitual que grupos de ladrones y malnacidos se agruparan en torno a la figura de algún caudillo para así ganar más poder. Bandas grandes podían ejercer su voluntad e influencia sobre autoridades menores, sobre algunos gremios o incluso dentro de ciertos círculos de comerciantes. Atacaban caravanas, aldeas pequeñas y, si eran lo suficientemente numerosos, podían sitiar ciudades. A punta del filo de sus armas podían penetrar en aldeas y poblados para someter a sus habitantes a actos perversos y vejaciones; no había ningún límite más allá de la cuestionable moral de quien ejercía el liderazgo entre los agresores. El ejercito del Reino de Rea perseguía activamente a estas bandas de ladrones, y el Duque Otón como autoridad máxima de la provincia, no era una excepción. Los soldados eran inmisericordes y gozaban al subyugar partidas de ladrones. Otón era un miserable, pero no era incompetente y mantenía seguros los territorios que gobernaba. Era un hombre fuerte y duro; más de lo que lo fue su padre. —Seguramente estaban persiguiendo algún grupo de ladrones. Hemos tenido suerte de no toparnos con ellos mientras huían —decía Ronaldo mientras gotas de sudor resbalaban por sus cienes—. No saldré más a pescar por la noche durante esta semana, y tú deberías hacer lo mismo. Ciertamente el razonamiento de su amigo era el más probable y el primero al que llegaría cualquier persona que hubiera estado en su situación, pero… ¿y si había otro motivo? No todo encajaba con ese relato. En primero lugar, ¿por qué no habían visto a los ladrones escapar? Se podrían haber metido en la aldea para hacer de las suyas mientras huían pero todo había estado calmo. Ronaldo insistía en que el estado deplorable de algunos de los soldados era debido a algún cruento cruce de espadas con los bandidos. Bajo esa premisa, y tomando en cuenta la cantidad de soldados que acompañaban al duque y al príncipe, debió tratarse de una banda numerosa y una batalla ruidosa, lo que volvía a chocar con la tranquilidad que había vivido la aldea y sus alrededores en los últimos días. Era en este punto donde Milo empezaba a ahogarse en conjeturas y miedos nacidos de los rumores que habían estado rondando en su cabeza. ¿Y si esos soldados que habían visto en la otra orilla del río no estaban manchados por su propia sangre? Venían siguiendo la corriente del río, desde el territorio que pertenecía al duque, donde él, el príncipe y otros nobles nefastos como él llevaban a cabo sus perversiones. ¿Y si estaban siendo testigos accidentales de un brutal acto de crueldad? No tenia forma de comprobar ni desmentir estos temores y, aunque sabia que estaba siendo irracional, no lograba quitárselos de la cabeza. Esperaba poder dejar sus preocupaciones atrás para cuando el sol saliera de nuevo, pero le fue imposible. Durante el transcurso del día descubrió que habían patrullas de soldados recorriendo los alrededores de la aldea y el bosque. Era fácil evitar toparse con ellas, pero el hecho de que no fuera algo usual verlos husmeando en un poblado tan intrascendente, le producía un sentimiento de intranquilidad; algo extraño estaba sucediendo. Según uno de los sujetos con los que trabajaba, el cuarto príncipe había estado deambulando por el interior del bosque, cerca de donde se realizaba el festival de Denuvia. Lo había visto al alba, acompañado por sus escoltas de la Guardia Real. Milo no le habría dado credibilidad si no hubiera sido porque lo había visto la noche anterior en el río. Paso un día entero y nada cambio. Los soldados seguían pululando por el pacifico suelo de su aldea. Milo los evitaba, por supuesto, pero los escudriñaba desde una segura distancia cada vez que tenía oportunidad, aunque no era demasiado lo que podía sacar solo con sus ojos, por muy abiertos que los tuviera. Ya a esta altura resultaba evidente que buscaban algo. Desde aquella noche en el río que se les veía por la zona, y ese algo era lo suficientemente importante (o interesante) como para mantener al mismo príncipe en la escena. ¿De qué podría tratarse? Milo tenía corazonadas, mas no se atrevía a verbalizarlas en su cabeza porque sabía que terminarían asfixiándolo mentalmente. Cuando atardeció, y sin otra lugar donde ir a soltar su malhumor, Big Boy se encaminó hasta el bar. Había olvidado ya el incidente que lo había mantenido alejado; no sentía ninguna vergüenza, y si bien no tenia ningún motivo más allá de ir a pasar el rato, sentía cierta ansiedad por volver a sentarse en la barra y disfrutar de un buen trago como siempre lo había hecho. Cuando dobló por la última esquina antes de llegar al local, pudo percatarse de que había dos soldados bebiendo en plena entrada. Estaban parados ahí, afirmando sus espaldas contra la pared, como custodiando la puerta. Echaban risotadas y mantenían una actitud grosera con casi todos los que salían o entraban en el recinto. Ningún campesino tenia la valentía para contestar a las burlas que los hombres de armas, ya pasados de copas, lanzaban. Milo se debuto silencioso. Hizo crujir sus dientes con enojo. Frustrado, dio media vuelta y se marchó hacia su casa. Pasos firmes llenos de ira y unas pequeñas lágrimas se asomaron en sus ojos. Escupió hacia el suelo y se maldijo a sí mismo, siendo consciente de lo débil y cobarde que era. Recordó a su hermano, y cómo este tubo que alistarse en el ejército para llenar el cupo familiar solo porque él no fue suficiente. A medio camino, con su mente hecha un enredo, empezó a llorar lagrimas de frustración que se escurrían por sus mejillas. Su hermano ya no estaba ahí; cada acto que él reconocía como consecuencia de su propia cobardía le hacía recordarlo. Buscó consuelo prometiéndose a si mismo volver al día siguiente, sin importar quién estuviera ahí parado, ni qué obstáculo intentaran poner en su camino. Haría todo eso, se lo prometió a si mismo y estaba decidido; ¡lo haría!, pero sería mañana, no hoy. Entró bruscamente al interior de su casa y sacó una botella de alcohol de grano rojo que había estado guardando para alguna ocasión especial. Su sabor era muy fuerte, mucho más que el de la cerveza que solía tomar, pero no le importó. Empezó a dar sorbos cortos mientras salía hacia un prado cercano para poder sentarse en la oscuridad y mirar hacia el cielo. Tomó otro sorbo y se recostó de espaldas extendiendo los brazos. Su cabeza se sentía muy liviana y empezó a escuchar los sonidos de los grillos. Su cabello se humedeció por el contacto con el pasto produciéndole una sensación muy placentera. Esta era la primera vez que veía al cuarto príncipe en persona. Había estado a muchos metros de distancia, pero pudo verle vestir su armadura y reconocer su rostro inconfundible. Si bien era muy cercano al duque Otón, ambos solían llevar sus juergas a las ciudades cercanas o al palacio de gobierno. Allí se desataban junto con el resto de la nobleza; no tenia sentido venir a pasear por una aldea sin nombre perdida en medio del bosque. El hecho de que él pudiera haberlo visto, un simple campesino de entre tanta gente, era algo de una probabilidad abismalmente pequeña y si se ponía a pensar con la cabeza fría, era algo que podía generar envidia, especialmente entre las muchas damas que fantaseaban con entregarse en sus brazos y vivir un romance correspondido. ¿Tenía acaso que sentirse agradecido de la situación?, poder ver a un miembro de la realeza… Ronaldo probablemente se lo habría planteado de esa forma, pero a él le resultaba repulsivo. Era el tipo de personas… Un golpe sordo; algo a su izquierda se había estampado contra el suelo. Milo se incorporó bruscamente, tragando saliva y abriendo los ojos lo más que pudo. A su alrededor solo se veían árboles y arbustos. Sus hojas se movían con el vaivén del viento, generando un sonido continuo e inconfundible. Sus pupilas se movieron de lado a lado tratando de ver entre la oscuridad y la vegetación. Nuevamente, algo hizo crujir las ramitas del suelo alrededor del mismo sitio. El muchacho encaró en esa dirección, tomando un largo sorbo de la botella para luego agarrarla desde la boca y así poder usarla como un arma contundente. Sus pupilas ahora saltaban entre la dirección del sonido y la dirección hacia donde se encontraba su casa ¿¿tendría que huir en algún momento? Armándose de valor, dio cortos pasos hacia el origen de los ruidos. Centímetro a centímetro fue acortando la distancia. Nada pareció cambiar, y es que la oscuridad de la noche no le permitía reconocer las formas que estuvieran a más de un par de metros de su nariz y por supuesto el alcohol no ayudaba. Nada ocurría. El miedo que sintió al principio se transformó en ofuscación. Inhaló y exhalo con fuerza; si resultaba ser un animal escondiéndose entre la hojarasca, se juró agarrarlo a botellazos como precio por ponerle los nervios de punta. Levanto la botella por sobre su cabeza y avanzó olvidando cualquier discreción previa. Fue entonces que escucho un susurro: —Ayuda… por favor... Era una voz aguda, como la de un niño o la de una mujer. Milo quedó petrificado ¿había escuchado bien? —Ayúdame… Esta vez fue más claro. No quedaban dudas. Milo se precipitó con rapidez hasta el origen de los gemidos. Apartó frenéticamente las ramas y arbustos alrededor, pudiendo comprobar lo que sucedía: una silueta humana yacía tendida entre la vegetación y la tierra. La poca luz no perimía ver demasiado, pero pudo distinguir una figura femenina. Miró a su alrededor buscando una lampara, pero no había traído ninguna consigo. Se arrodilló frente al cuerpo extendiendo sus manos. —¡Hey! —gimió sacudiéndola de los hombros. No hubo reacción. El chico, nervioso, insistió. Con ambas manos intentó obtener una respuesta. Fue entonces que sintió una sensación cálida y granulosa entre sus dedos y la piel desnuda de la mujer. Sobresaltado acercó ambas manos hacia sus ojos. El color rojo brillante de la sangre se escurría entre sus dedos y caía goteando hasta sus rodillas. Era sangre y lodo, a montones. Milo se fue de espaldas por el sobresalto. La sangre que empapaba el prado empezó a esparcirse en el suelo formando un charco. v1 24 diciembre 2021
Hola, Confrontador, creo recordar, si no me equivoco, sería la primera vez que leería algo tuyo (o puedo equivocarme), aunque según yo sí. En fin, ese no es el tema. Bueno, le daré una oportunidad a la historia, el que por cierto, el título me llamó la atención. Debo decir que lo que más me gustó fue ese primer párrafo, el que considero fue perfecto a la hora de describir cómo es la vida de Milo, no solo cómo gana la vida sino que tiene que esconder su propio dinero, y mientras iba leyendo, sin duda es que es un pobre infeliz. No es del agrado de la gente, por lo menos la de aquel bar. Debo decir que me dio algo de pena leer como lo trataron después decir eso del príncipe, que aunque sea cierto y la gente del pueblo opine lo mismo que él, creo que Milo debió leer el ambiente. Como dije, me dio pena leer, aunque entiendo que aquellos hombres, temerosos porque se está habla de un príncipe (después de todo), hayan actuado así, tampoco están dispuesto a ser culpados por palabras dichas de un “cualquiera”. Noté una que otra palabra mal escrita, las que más resaltan son: que es: Excusas, con "x" no "s". es: Río; referente a la corriente continua de agua. que es: más; esa palabra lleva la tilde en la “a” porque es un adverbio o se usa como adjetivo comparativo. El mas sin tilde equivale a “pero” “sin embargo”, etc. Entre otros detalles y dedazos, que se pueden solucionar con una segunda leída. Aunque mi intención no es querer enfocarme en eso, pero sí salta mucho a la vista. Considero que la mitad del capítulo estuvo muy buena, excelente introducción, y descripciones adecuadas, por el contrario, la primera y última parte de la segunda mitad, la sentí muy cargada de información, por la que tuve que leerla por separado, qué por supuesto, es información necesaria para conocer más a fondo el ambiente o el poder de dicho país, pero que se puede hacer de mejor manera. Me abrumó leer tanto texto, que considero que para un primer capítulo debe tener más dialogo, hasta que el lector éste de lleno en la historia, el escritor puede darse el lujo de detallar de esa forma. En conclusión, la historia pinta interesante. Un final de primer capítulo muy intrigante, la verdad, espero el segundo capítulo para ver cómo va a continuar.
Holas! Gracias por las apreciaciones. He corregido los errores ortográficos que señalas. Aquí me perdí un poco. Puedo sospechar a que partes te refieres, pero para poder comprender la critica lo mejor posible agradecería enormemente saber que partes son exactamente xD Saludos
Hola. Bueno, primero quiero decir que quizá mi error fue no explicarme mejor, así que pido disculpas por haber sido tan ambigua. Me refería a cuando se explica sobre el duque Darío Otón, la llegada de Mio a casa, después se pasa al cuarto príncipe, para luego volver a hablar de Milo y su amigo y todo ese transcurso. Debo decir que noté mucho sobrecargo, es todo. Quizá, desde mi opinión (claro esta, no es obligatorio cambiar nada, cada quien escribe como mejor le parezca), en vez de decirnos eso en solo descripciones, me hubiera gustado que se mostrara como son son; ya fuese en un par de diálogos, una escena entre lo que viven El duque y el príncipe y como trata a las personas o algo así. Y ya después centrarnos en Ronald y Milo, que no hubiera estado mal algún diálogo más. Repito, fue un comentario dejando mi opinión, no se debe tomar como una verdad absoluta, al fin de cuentas cada escritor escribe como mejor se le hace. Lo sé como escritora, yo suelo trabajar de una forma que quizá no guste a otros lectores. Un saludo.
2. Huida (I) Arrastró el cuerpo un metro para alejarlo de los arbustos. Con la yema de sus dedos podía sentir las llagas y heridas en la piel cada vez que la tocaba. Inconscientemente llevó ambas manos a su cabeza. No sabía como afrontar la situación; cómo sostener un cuerpo en tan deplorable estado sin dañarlo. Con mucho cuidado lo levantó en sus brazos y corrió hasta su casa. Milo no era un fortachón, pero de tanto acarrear sacos en el trabajo había ganado una buena musculatura y resistencia. Entró a la casa cerrando la puerta con una de sus piernas. Sin soltar a la chica, se echó de espaldas sobre la puerta. La sangre caía a goteras desde sus brazos y sus manos, y su corazón taquicárdico se asomaba por la boca. Ya no tenía dudas: el cuarto príncipe y el duque habían estado cazando a un ser humano, y era el mismo que tenía entre sus brazos. Sin quererlo, se había metido en medio de una cacería humana perpetrada por los propios dueños de las tierras donde él vivía. Posó el cuerpo femenino sobre su cama. Con un balde lleno del agua que había recolectado en la mañana y con algunos trapos intentó limpiar el barro y la sangre. Nunca había visto heridas abiertas desde tan cerca y tampoco sabía como tratarlas. Pensó en llamar a Romina, la mujer que solía atender a los faeneros cuando se cortaban algún dedo al utilizar las herramientas, pero ¿qué le diría? Ella era muy hábil para enfrentarse a la sangre pero no le tenía la confianza suficiente como para involucrarla ¿Y si lo inculpaba? Empezó a dar vueltas por toda la habitación, balanceando sus manos de lado a lado, sin saber que hacer. Por unos instantes se agachaba junto a ella y empezaba a limpiarle las heridas, pero sus pensamientos no le permitían estar en labor por más de medio minuto antes de que sintiera la necesidad de volver a ponerse de pie para aliviar su tensión. En medio de esta vorágine se encontraba cuando se percató con horror del desastre que había sobre su suelo: desde la puerta hasta su lecho se dibujaba un rastro de sangre y mugre. Milo palideció. Envuelto en pánico, tomó el balde de agua e hizo ademán de lanzarlo sobre suelo, pero en el último minuto se detuvo. Algunos borbotones de agua saltaron hacia abajo. Necesitaba esa agua para poder asistir las heridas de la malherida. Siendo consiente de que el pánico lo estaba dominado, respiró profundamente e hizo su mejor esfuerzo para calmarse. Había muchas cosas por hacer, pero una de ellas tenía que ser atendida de inmediato. Pasaron algunas horas antes de que terminara de limpiar las heridas de la chica. Ella estaba completamente desnuda y tenía yagas en su espalda, brazos y piernas. Habían al menos tres heridas punzantes en su abdomen y muchos moretones en todo su cuerpo. Era difícil imaginar la tortura a la que había sido sometida. Milo trataba de no pensar en ello. Ya era el alba y tenía que salir a trabajar. No había descansado nada, pero por la adrenalina no sentía ni un ápice de sueño. Se acercó a la chica e intentó comunicarse con ella, pero no pudo obtener nada más que algunos gemidos apagados. Se sentó en una silla de madera junto a la ventana y comenzó a reflexionar. ¿Qué debía hacer con ella? La había estabilizado (o eso creía) lo suficiente como para detener el sangrado. La había limpiado lo mejor que pudo pero heridas tan profundas requerían de la mano de algún médico que las zurciera. Si no las cerraban pronto, podrían infectarse y eventualmente causarle la muerte. De hecho, ya se podía sentir una ligera fiebre al palparle la frente. Lo único que podía hacer era utilizar algunos paños fríos para bajar la temperatura. Si intentaba pedir ayuda lo más seguro era que el duque y los soldados se enteraran de la situación y se involucraran, atrapándolo a él también en todo el embrollo. Por otro lado, si no hacia nada, ella terminaría falleciendo en su propia cama y tendría que enterrarla durante la noche en algún lugar donde no pudieran verle. Era desesperanzador, pero era más humano que permitir que aquellos degenerados continuaran sus perversiones sobre un cuerpo moribundo. Miró el rostro de la chica. Permanecía tendida boca arriba, con sus ojos cerrados y una expresión de malestar; completamente entregada a su destino. «Lo lamento, no sé que más puedo hacer…» Sus ojos se humedecieron ligeramente. Respiro profundo y se levantó. Aún tenía que limpiar el interior de su casa y las sábanas llenas de sangre, por lo que necesitaría mucha más agua. Cogió unos baldes de madera y salió por la puerta. Afuera de su casa estaba el mismo rastro de sangre. Milo se sobresaltó, soltando los baldes por la sorpresa. Sin perder el tiempo, corrió hasta la parte de atrás de la vivienda para tomar una pala. Empezó entonces a revolver la tierra alrededor de la sangre, procurando ocultar cualquier evidencia bajo el barro. Lo que antes era un terreno llano, prolijo y perfecto para caminar, se transformó en tierra picada, suelta y con boquetes, como si se hubiera enterrado algo. Todo esto le tomo un par de horas. Limpió de su frente el sudor y volvió a agarrar los baldes. Los llenó con el agua del río y regresó corriendo hasta su vivienda. Con la ayuda de una escobilla limpió el suelo lo mejor que pudo. La madera quedó húmeda y ennegrecida, pero estaba limpia de cualquier evidencia. Durante todo ese tiempo, la chica no había mostrado ninguna reacción. Su temperatura no había bajado, pero tampoco había subido. —¡Big Boy! —Una mujer gritaba desde afuera. El corazón de Milo se sobresalto por la inesperada intromisión. Corrió a tropezones hasta su ventana, asomándose con discreción para ver de quien se trataba. Donna, la hija de su jefe, estaba parada a metros de su puerta con el seño fruncido. Por alguna razón, no había escuchado su llegada. Intuyendo que venía a regañarle por haberse ausentado del trabajo, se agazapó bajo la ventana y se quedo quieto. —¡Vamos Big Boy, abre la puerta! —insistió la chica—¡Sé que estás ahí! Donna dio unas vueltas alrededor de la entrada, impaciente por ser atendida. Al no recibir respuesta desde el interior de la vivienda, su malhumor creció. —¡Vamos, ábreme! —gritó— No fuiste con papá y empezaste a sembrar una huerta, ¡la estoy viendo ahora mismo! Silencio. —¿Papá te da trabajo y le fallas de esa manera? ¿todo para hacer esta mugrosa… cosa? Con su pierna derecha, y con mucho resentimiento, empezó a patear la tierra que conformaba lo que ella pensaba era una nueva huerta. Pese a su pataleta, no hubo ninguna respuesta. La chica cerró sus ojos furiosa. No estaba acostumbrada a ser ignorada por los miserables campesinos de la aldea. Ella, a diferencia de Milo, había sido educada en la ciudad para que sus manos no tuvieran que tocar nunca una herramienta. Había nacido para estar por encima de gente como Milo. —¡Se acabó! —gritó mientras apuntaba con su índice hacia la casa— ¡Voy a entrar y sacarte de ahí, maldita bestia analfabeta! La mujer empezó a dar vueltas frenéticas frente a la fachada de la vivienda mientras pensaba en un modo de entrar. Falta de imaginación, optó por forzar la puerta. La puerta estaba frágilmente asegurada por un picaporte de madera medio podrida. Milo era cociente de ello; cada empujón y zamarreo que Donna efectuaba sobre la puerta podía terminar con esta cediendo, por lo que decidió encararla. —Ya abro… —dijo con desgano. Pero ya era demasiado tarde. Donna metió medio cuerpo al interior de la vivienda antes de que Milo alcanzara a atajarla. —¿¡Por qué no contestabas!? —increpó molesta—¿¡Crees que soy una tonta!? —Estaba durmiendo, no escuche… —¿Durmiendo a esta hora? Donna miró al interior, pillando a plena vista a una mujer entre las sabanas de la cama. Milo se percató de ello. Empezó a hiperventilarse y se apresuró a inventar una excusa: —Es mi familia… —No me interesa con quien te acuestes —contestó Donna mientras volteaba su cabeza con disgusto —, ¡y no me toques! De un manotazo apartó a Milo que intentaba sujetarla para evitar que entrara aún más. Lo hizo con bastante fuerza. —Hay varias carretas que tienen que ser llenadas antes de que salga el sol, ¡Tienes que ir a hacer tu trabajo o te juro por Rea que algo malo pasara!—advirtió furiosa, pero intentando mantener la compostura. Donna lo empujó con ambas manos, haciéndole retroceder algunos pasos. Montó sobre su caballo y se retiró de inmediato, probablemente en dirección hacia las parcelas de su familia. Si quería conservar su trabajo, tendría que presentarse para acarrear sacos como sucedía todos los días. No conocía otra forma para ganarse la vida, por lo que no podía permitirse ser corrido. Cabizbajo, se fue a lavar la cara y se encaminó para trabajar. Antes de retirarse miró por última vez a su huésped; ella seguía igual que antes, sin hablar y sin abrir los ojos. En el fondo de su corazón deseaba que se recuperara, pero por otro lado, si iba a morir de todas maneras, prefería que ocurriera durante su ausencia para no tener que presenciar la escena; una escena de la que él solo podría ser espectador. ¿Qué habría hecho su hermano? * * * Fue regañado y humillado en el silo. Había llegado tarde y había faltado a su compromiso. Su mente, sin embargo, estuvo en otra parte durante toda la reprimenda. Fantaseaba con posibles futuros en los que la chica mal herida fuera capas de sobrevivir. ¿Cómo sería su porvenir si él tuviera el poder necesario para salvarla del duque y el príncipe? Jamás en su vida había tomado una espada; lo más cercano a un arma que alguna vez blandió fue una guadaña que utilizó para segar. Si fuera hábil, habría puesto en su lugar a esos soldados bravucones que lo espantaron aquel día frente al bar. Lo habría hecho gustoso. Tampoco se habría dejado dominar por el viejo Gerardo; no le habría levantado la mano ya que sentía respeto por él, pero no hubiera permitido que ningún golpe alcanzara su cabeza. La barman lo habría visto como a un hombre y no como a un mocoso. Aún si no fuera un guerrero, si tuviera mucho dinero, podría llevarse a la chica y darle otra vida en algún lugar remoto, lo más lejano posible a sus victimarios. —¿Qué ciudades hermosas habrá lejos de la aldea? —preguntó repentinamente a uno de sus compañeros. —Te has vuelto un soñador, Big Boy —sonrió mientras ejercía cuantiosa fuerzas para enganchar un enorme saco sobre su hombro —, ¿te pasa algo? —N-no —mintió. —Yo solo he estado en Tariana, que queda a varias semanas hacia el noroeste. Es bastante fea si. —No puede ser la única ciudad. —No, pero no conozco nada más. En algún lugar muy al sur está el mar. Por ahí debe haber puertos con barcos que van hacia otras costas. Sería como en el famoso cuento de Modiarcator. Tomaría a la chica, la llevaría de ciudad en ciudad huyendo de los malos, y finalmente la desposaría a los pies del Gran Árbol. Sus hijos tendrían los ojos color violeta y ante ellos descendería Lulucina. Eran solo cuentos populares, ¡pero por Rea que sería hermoso poder vivirlos! El sol estaba por ponerse cuando decidió volver a su casa. Prometió regresar a su trabajo durante la noche para continuar con su labor a riesgo de ser castigado si no cumplía. Caminó con su mente aún por las nubes hasta el sendero que lo llevaba a su hogar. Estaba tan distraído que no alcanzó a percatarse de que sobre el camino y frente a su puerta había un puñado de soldados reunidos. Cuando los vio, ellos le devolvieron la mirada. No tubo oportunidad de esconderse ni de huir; esta vez debía afrontar la situación. Se acercó a paso lento, como queriendo retrasar el inevitable encuentro todo el tiempo que le fuera posible. Eran siete soldados con los uniformes muy sucios que permanecían de pie junto a sus caballos, mirándolo, sonriendo y hablando entre ellos. Su corazón empezó a latir con fuerza. Era algo que estaba fuera de su control. La ansiedad creció; si lo veía necesario, estaba dispuesto a pasar de largo sin detenerse, esperando engañar a los soldados para que pensaran que él solo estaba cruzando por el sendero. Si era necesario, dormiría en la orilla del río, pero haría todo lo posible para no tener que tratar con ellos. Así, Milo caminó derecho. Bastó que viera unos cuantos uniformados para que abandonara a la chica a la que había cuidado durante toda la noche. La dejaba a su suerte y no solo eso, simplemente se había olvidado de ella. Todas esas fantasías ingenuas que mantuvieron su mente lejos de los ninguneos de su capataz no eran más que fantasías. Lo importante era salvar su pellejo. Siguió caminando, intentando mantener la vista en el horizonte. Mirando, pero sin mover sus pupilas; desde el rabillo de sus ojos. Imploraba a Rea, a una diosa de la que solo conocía su nombre, que los soldados se marcharan de su casa. Avanzó un poco más y pudo ver al cuarto príncipe. Estaba afirmado en el tronco de un árbol y solo era visible ahora que estaba más cerca y su ángulo de visión había cambiado. Milo palideció y no pudo hacer otra cosa más que detenerse. Su armadura, su presencia y su aura magnánima lo cegaron y le obligaron a no avanzar más, entonces el príncipe empezó a caminar hacia él. —Hola, chico —saludó. Sus piernas temblaban. Era el príncipe en persona. Mientras se acercaba hacia él, todos los soldados a su alrededor juntaban sus pies muy firmes y respetuosos, sonriendo llenos de confianza y de una admiración febril. Junto al miembro de la Casa Real, venían dos soldados que destacaban de los demás; eran un hombre y una mujer muy joven que vestían con el escudo de la Guardia Real de Reaful y con uniformes impecables (a diferencia de los otros soldados). —Buenas tardes, alteza real —contesto Milo con su voz casi quebrada. No podía creerlo pero era cierto. —Se que vives en este pueblo… —Giró su cabeza mirando a ambos lados —¿esta es tu casa, no? —Es mi casa, alteza real. El príncipe estaba frente a él y era muy alto. Milo no era capaz de levanta su vista. —Este pueblo es muy chico. Conoces a todos en este lugar —Su voz no era tan grave como la de su padre, pero retumbaba en sus tímpanos. Era una voz poderosa que parecía calar directamente en el cerebro. —Sí, alteza real. —Estoy buscando a alguien… ¿Has visto en esta última semana a un extranjero? Estaban aquí por la chica. —Yo… no… —musitó. —No te escuché. —Yo… —Mira hacia el frente cuando te hablen —dijo suavemente la guardia real femenina. Con la funda rígida de su espada levantó el mentón de Milo, mostrando su rostro de frente a sus interlocutores. Sus ojos abiertos hicieron contacto con los de la guardia real. Su presencia era igual a la del príncipe; no la soportaba. —No he visto nada extraño —contestó. Sus ojos estaban abiertos y mantenían aún el contacto con los de ella. —Es una lastima... —murmuró el príncipe como hablando para si mismo. —El príncipe ha estado cabalgando durante largas horas, campesino. ¿Serías tan amable de abrirle las puertas de tu cabaña y servirle agua fresca? Se había acabado. No podía negarse. Entrarían y la verían recostada en su cama, con vendas y con heridas limpias. Destaparía su mentira. Se acercó hasta su puerta escoltado por los guardias reales. Soltó el picaporte y la abrió de par en par. Agachó su cabeza y apretó sus dientes con fuerza. El príncipe y sus dos guardias reales penetraron en la habitación principal mientras Milo sostenía la puerta con los ojos apuntando al suelo. El príncipe se sentó en una silla de madera junto a la mesa mientras que los dos soldados se esparcieron alrededor de él. Milo estaba paralizado aún sosteniendo la puerta. Inclinaba su cuerpo en reverencia mientras el sudor y las lágrimas empezaba a escurrir desde su frente hacia la punta helada de su nariz. —Sírvenos agua, campesino —Habló el guardia real. Milo se sobresaltó, adoptando una posición erguida inmediatamente. Allí estaban el príncipe y los dos guardias reales, mas no había rastro de la mujer. En su cama solo estaban sus sábanas desordenadas. Algo había pasado durante su ausencia. En circunstancias normales se habría preocupado, pero en ese minuto sintió como si hubieran apartado su cuello de una soga que colgaba desde un poste alto. El chico se apresuró a buscar los jarrones de agua que había recolectado durante la mañana desde el rio. Con sus manos temblorosas, sirvió abundante agua fresca a los tres invitados. El príncipe bebió de su jarra con serenidad. Intercambió algunas palabras con sus dos oficiales, sin embargo Milo no fue capaz de escuchar de qué hablaban; estaba demasiado ensimismado repitiendo en su cabeza una y otra vez “por favor retírense”. Finalmente, el príncipe se levantó. Se acercó nuevamente a Milo parándose frente a él. El chico sostuvo el aliento y cerró los ojos con miedo, intentando apartar la vista para que no pudieran ver su reacción. —Te comportaste bien —habló el príncipe mientras posaba su pesada mano sobre el hombro de Milo—. Dime tu nombre. —Milo, alteza —contestó. Se acercó la guardia real y con su espada enfundada alineó bruscamente la cabeza de Milo para que mirara hacia el frente. —Muestra el rostro, campesino —repitió con un tono menos amable al de la primera vez —Perdóneme, dama de Reaful —se disculpó Milo intentando mantener la compostura. El príncipe y todos los soldados se retiraron sobre sus caballos en la dirección contraria al centro de la aldea. Milo los contempló a través de su ventana mientras se alejaban. Edición: se ha dividido el capitulo para ajustarse al formato
Contenido oculto: Nota sobre el capítulo El capítulo "Huida", publicado originalmente en febrero del 2023, ha sido dividido en dos a conveniencia del formato de este foro (quedaba demasiado largo). Esta entrada corresponde a la segunda mitad del capítulo 3. Huida (II) El príncipe y todos los soldados se retiraron sobre sus caballos en la dirección contraria al centro de la aldea. Milo los contempló a través de su ventana mientras se alejaban. Esperó junto a ella hasta que ya era imposible verlos, entonces centró su atención en lo evidente: ¿dónde estaba la chica? Empezó a buscar alrededor de la casa mientras que en su cabeza intentaba armar posibles escenarios de lo que había sucedido ¿pudo alguien sacarla de ahí antes de que llegaran el príncipe? Un desconocido habría forzado su cerradura y la habría tomado para llevarla a un lugar seguro. Algún aliado desconocido, aunque también podía tratarse de alguien que quisiera hacerle daño, violarla o aprovecharse de su estado. El mundo es un saco hondo y está repleto de miserables. Asustado por aquel plausible escenario, corrió frente a su puerta y empezó a manosear frenéticamente el pestillo. No parecía haber nada fuera de lugar. Confundido por la situación, y después de explorar las zonas con la vegetación más tupida alrededor, decidió entrar. Como ya era de noche debió prendió una lámpara de aceite. Se sentó sobre la cama y apoyó su cabeza sobre sus nudillos. Lo había hecho bien frente al príncipe. Había conseguido su objetivo, pero lo había hecho como el cobarde que era. ¿Con qué derecho se permitió fantasear con desposar a una mujer si ante el primer contratiempo la opción de abandonarla fue la que más le gusto? Absorto en sus sentimientos de auto desprecio, dio un manotazo sobre la mesa. La lampara saltó, dando un bote sobre la misma mesa para caer sobre el suelo rompiéndose en el acto. Pequeñas flamas saltaron sobre la madera encendiendo las zonas donde el aceite se había desparramado. Milo entró en pánico y se lanzó rápidamente para agarrar una frazada que usó para apagar las flamas antes de que se esparcieran incontrolablemente por su cabaña de madera. A tropezones, encendió una vela y se agachó para comprobar que estuviera todo en orden. La luz era mucho más tenue, pero resultaba suficiente si la acercaba. Todo parecía normal. Con sus dedos tocó los manchones negros sobre las tablas. El aceite se impregnó en las yemas. El suelo aún estaba húmedo por el agua que había usado para limpiar la sangre durante la madrugada. Coincidentemente había sido esa humedad la que impidió que la madera se encendiera instantáneamente. Milo pensó en ello y en la serie de eventos que habían sucedido a partir de aquel golpe que le habían propinado en el bar. Se había sentado sobre el suelo, cruzando sus piernas e insertando la vela en una palmatoria metálica que posó a su lado. Mientras estaba absorto en los acontecimientos pasados, fue cuando se percató de algo inusual sobre el suelo: la tabla que solía levantar para guardar su dinero estaba mal puesta. Una mueca de desconsiento se dibujo sobre su cara. Avanzó sobre sus rodillas hasta la tabla en cuestión. Acercando la luz de la vela pudo comprobar que había al menos tres tablas adicionales sueltas; alguien había estado hurgueteando en su caja fuerte. Muchos pensamientos pasaron por su cabeza antes de que se animara a revisar ¿alguien había entrado a su casa para robarle sus ahorros?¿sería la misma persona que había sacado a la chica de su casa? Nada de eso tenia sentido, ya había comprobado el estado del pestillo y no había forma de que alguien desde afuera hubiera forzado su entrada. Ansioso e irritado, arrancó las tablas de golpe, lanzándolas por los aires. Si se trataba de esa chica, la misma chica a la que cuidó y a la que limpió. Si había sido ella quien… porque si lo pensaba fríamente, había introducido a un completo desconocido a su casa. Quizás fue impulsivo e ingenuo, y no seria la primera vez, así como tampoco habría sido ella la primera persona que se aprovechaba de su candidez. Pero no era posible ¿o si?¿Cómo podría alguien fingir heridas tan profundas sobre su propio cuerpo?¿es imposible, verdad? —lagrimas —¿Qué se suponía que debía haber hecho entonces?¿dejarla en el suelo para que muriera y se la comieran los gusanos?¿entregarla a sus captores?¿Por qué siempre tenía que vivir atento a las segundas intenciones? Dos lucecitas amarillas parpadearon con el reflejo de la llama de la vela. Los ojos de Milo se clavaron sobre algo que estaba en el hoyo, y fuese lo que fuese, le devolvía la mirada. —¡No por favor! Agazapada en el hueco entre las tablas del suelo y la tierra, estaba ella. Con una voz quebrada, y con ambas manos cubriendo su cabeza, la chica gimoteaba. La luz era muy pobre para distinguir las contorsiones que debía haber hecho para entrar en tan estrecho espacio. —¡Te lo imploro, no me hagas daño! Milo se sorprendió. —¡N-no tengas miedo! —dijo titubeante —. No tengas miedo. Toma mi mano, te sacaré de ahí. Ella se habría ocultado de los soldados metiendo todo su cuerpo al interior del único espacio por el que era posible desaparecer sin ser vista desde el exterior. —¿Estás bien? Parecía estar en un estado catatónico. Sus ojos se habían cerrado y sus manos temblaban. El chico cogió una frazada y la cubrió con ella mientras la conducía hacia la cama para que se recostara. La chica se sentó en el borde. Su cabeza se inclinaba hacia adelante como si no tuviera fuerzas para sostenerla. Milo se hincó frente a ella para intentar hablar cara a cara, mientras que con ambas manos le sujetaba sus delgados brazos para afirmarla. —Quiero ayudarte —Intentó hacer contacto visual, pero sus ojos seguían cerrados—Necesito saber cual es tu nombre ¿me lo puedes decir?. La mujer apartaba el rostro y se encogía de hombros. Una mueca de dolor en su cara y lágrimas en sus mejillas. Milo tocó su frente, sintiendo un calor febril leve. —Estás a salvo —dijo queriendo consolar cualquier sentimiento de inseguridad que ella pudiera sentir—. No hay nadie más acá, ¡los soldados se fueron hace un tiempo! Silencio. —Solo dime si estas bien… ¿estas herida? Con sus manos, Milo palpó los gemelos de la chica. Sus dedos subieron hasta las rodillas antes de que los retirara con pudor al percatarse de que podía estar trasgrediendo el límite. Susurró avergonzado una disculpa, pero era fundamental continuar escudriñando con sus ojos. Extrañamente, no pudo sentir ni ver los cortes que había tratado en la mañana. —Renato… —musitó ella. ¿Era ese su nombre? Parecía estar mejor que antes, pero la fiebre seguía ahí. Antes de que pudiera reflexionar sobre toda la situación, Milo se puso de pie y se acercó a la ventana. En el exterior, como de costumbre, no se veía alma alguna. Estaba bastante oscuro por lo que resultaba difícil ver o distinguir figuras humanas a más de diez metros de distancia. Era el momento propicio para moverse si se quería pasar por fuera del radar de los soldados. Si caminaba entre la maleza y los arbustos, ella podría llegar hasta el rio en un tiempo razonable. Siguiendo por la orilla sería mucho más fácil escapar de los soldados siempre que fuera de noche, pero ¿a dónde debía caminar? —¿De dónde eres? —preguntó mientras se agachaba nuevamente. Entonces, la chica sucumbió. Hubiera plantado su frente contra el suelo si Milo no alcanzaba a agarrarla. La recostó sobre la cama y puso un paño húmedo sobre su frente. Tenia que idear alguna forma para salvarla. Lo más sensato sería permitirle quedarse oculta en su casa hasta que recobrara las fuerzas. Una vez pudiera sostenerse sobre sus piernas, podría escabullirse durante una próxima noche sin Luna. Se asomó nuevamente por la ventana, fue entonces que recordó que tenia un compromiso con su trabajo. —Tengo que ir a trabajar… Estaré de vuelta en algunas horas —dijo—. Intenta descansar. Hay comida sobre la mesa. Le era difícil dejarla sola, pero no tenía otra opción. Durante toda su vida, nunca tubo más de una opción. Antes de cruzar por la puerta, echó una última mirada hacia la mujer. Esta no abrió los ojos, pero respondió al crujir de la puerta moviendo su cabeza hacia Milo —Por favor, salvame… —musitó. Milo apenas alcanzó a escuchar, pero lo escuchó. Salió corriendo de la cabaña. Renata le había pedido que la salvara. Era su deber moral como hombre y como persona, pero era algo que estaba fuera de su poder. Otra ocasión más para que la vida le enrostrara que era insignificante y cobarde. Alguien como él no podía darse el lujo de decidir el destino de nadie; eso estaba solo en manos del duque Otón o de la familia real. Al cruzar por el centro de la aldea comprobó que varios soldados seguían patrullando alrededor. Milo sabía que coaccionaban su entrada en los espacios de los locales. Era evidente que no había esperanza para Renata. Una profunda tristeza le invadió, pero era poco lo que podía hacer. Si volvían a su cabaña la encontrarían, a menos que lograra ocultarse como la última vez. ¿Cuan desgarrador habría sido su miedo para que en tal paupérrima condición hubiera sido capas de meterse entre las tablas y la tierra? Porque sus dedos estaban destrozados cuando la sacó del agujero, los había machacado contra el barro para hacer espacio para su cuerpo. Era como una rata acorralada… y le había pedido ayuda. Llegó al silo. Ahí lo recibieron su capataz y un compañero. Su iracundo jefe no estaba dispuesto a perder el tiempo. Le regañó y volvió a darle un ultimátum, pero a Milo no le importó. —Te dejo Big Boy —Se despedía su compañero—. Intenta terminar al menos con la mitad para que el patrón no la agarre contigo de nuevo. La chica no podía provenir de los alrededores de la provincia; aunque su nombre era común a lo largo de todo el reino, sus facciones eran algo exóticas. Ella se había presentado como Renato, pero Milo daba por hecho que la mala pronunciación había sido producto de la fiebre. Él la había visto desnuda y podía dar fe de que se trataba de una mujer. Varios sacos de granos fueron apilados en una carreta. Cuando estuvo completamente llena, una amplia lona fue amarrada en la superficie para cubrir la carga del sol y del polvo. Habían otros tres carros que aún tenia que completar antes de que pudiera darse un descanso. Cansado y sediento, se afirmó sobre una de las ruedas y contempló la tierra que había bajo sus zapatos. Fue entonces que algo crujió en su cerebro. Había estado hasta ese minuto nadando en melancolía y auto desprecio. El sabía que todas sus concepciones sobre si mismo eran correctas, pero ¿por qué tenía que ser de esa manera? Ella le había pedido ayuda, y él no podía brindársela, pero ¿por qué?¿Acaso aquella vez que alzó la voz en el bar no había sido por que en el fondo tenia la esperanza de que de alguna forma todo cambiara? Quería que los viejos lo consideraran; que el pueblo supiera que él tenía algo que decir; que la barman lo viera como un hombre. Cuando su hermano había partido, tenía más o menos su misma edad. En toda la provincia, el reclutamiento forzoso era algo común y sucedía cada cierto tiempo. Grupos de soldados venían a aldeas pequeñas y seleccionaban puñados de hombres y mujeres para llevárselos y sumarlos a las filas del ejército. Si los muchachos eran habilidosos con las armas, podían forjarse una carrera provechosa. Pero cuando no era así, cuando eran jóvenes débiles e inútiles como lo era él, las cosas sucedían de otro modo. Aquel día cuando su hermano partió, lo hizo sacrificándose para que Milo pudiera vivir una vida tranquila en la aldea. Había actuado como un hombre y él lo admiraba por eso. Todo el pueblo lo había reconocido como tal. Quizás esta era la oportunidad para que demostrara que él podía ser también un hombre. Si no lo hacia por una chica que lo necesitaba como nunca nadie más lo necesitó, entonces no lo haría por nadie en el futuro. Tenía que actuar. Cegado por pensamientos pasionales, Milo tomó dos caballos. Los pareó con una de las carretas vacías y huyó con ella. Temía que los soldados lo vieran moverse, por lo que escogió una ruta diferente que atravesaba arbustos tupidos y oscuridad. El armazón de madera y metal saltaba y se tambaleaba por el camino desprolijo. Sus ojos no parpadeaban. La expresión de seriedad de su rostro era diferente a la usual, y en su mente solo tenía su objetivo. A varios metros de distancia, Donna vio como la carreta se metía entre los arbustos bajos que bordeaban el sendero. Ella iba camino al centro de la aldea, a paso lento, relajada y sobre su caballo. Estaba confundida pero pudo distinguir que la carreta le pertenecía a su padre. —¿Milo? —musitó. Big Boy no se dio cuenta, ya que estaba absorto en sus ideas. Si hubiera alguna manera de sacarla de la aldea sin que nadie la viera, se salvaría de Otón. Seguramente se trataba de alguna esclava extranjera que fue comprada para saciar el desviado instinto del duque. Él no conocía nada del mundo exterior, pero según Raimundo, en otras regiones del reino existían bandas de esclavistas que atacaban aldeas para tomar por la fuerza a los habitantes y venderlos como esclavos o para prostituirlos. Era tenebroso. Saltó de la carreta y corrió con prisa hasta su cabaña. Movió su cabeza de lado a lado para comprobar que nadie lo hubiera seguido, entonces penetró por la puerta. Renata yacía sobre la cama. Estaba despierta, con los ojos cerrados, pero atenta ante el sonido de la puerta. —Te sacaré de aquí —sentenció Milo lleno de confianza. Cargo con la chica para ponerla sobre la carreta. Con la tela destinada a proteger la mercadería la arropó. Cubrió su cuerpo lo suficiente como para que nadie la pudiera verla desde afuera. Lleno de adrenalina, sacó todos sus ahorros de la cabaña, tomo un par de cosas más y saltó de nuevo sobre la carreta. Aquella noche no sentiría nada de sueño.
4. Secuestro Ramiro Bernardo era el nombre del jefe de Milo. Era padre de Donna y el dueño de una de las plantaciones que cultivaba grano para alimentar a las ciudades del duque Otón. Cuando se enteró del extraño movimiento de uno de sus jornaleros desde la boca de su hija, sintió la necesidad de ir a ver que sucedía. Partió junto a uno de sus peones hasta el silo. Todo el trabajo había quedado a medio hacer y además faltaba una de sus carretas en conjunto con algunos de los animales de carga. Contó también todos los sacos y se percató de que un puñado de ellos no estaba. Sabía a quién responsabilizar y donde ubicarlo. Tomo una fusta y montó su caballo. Estaba dispuesto a darle una oportunidad si era capaz de ofrecerle algún motivo que le dejara satisfecho, pero le haría pagar con sangre su falta de respeto y compromiso. Al llegar a la cabaña la encontró en abandono y con la puerta abierta y sin trabar. * * * No se veía con claridad por la noche, pero no encontraría mejor oportunidad para partir. Había tomado su decisión y no existía más espacio para el arrepentimiento. No sabia si era por la adrenalina o por alguna clase de liberación espiritual, pero por primera vez en mucho tiempo, sentía que podía mirar a los demás sin agachar su cabeza. Todos aquellos que le miraban con lastima; ya no tendría que soportar su condescendencia hipócrita, y ni siquiera sabía si tendrían la oportunidad de verlo de nuevo ahora que partía hacia tierras desconocidas. Fue así que llegó el alba. Milo había avanzado lo más rápido que podía tomando en cuenta la absoluta oscuridad de la noche. Se había guiado por el sendero, ayudado por las siluetas de los árboles que se abrían lo suficiente como para distinguir el camino cuando miraba hacia el horizonte. Tenia que alejarse lo máximo posible de los soldados antes de poder detenerse a tomar el aliento. Pensaba que si seguían avanzando por el mismo camino se toparía tarde o temprano con la siguiente aldea o con alguna ciudad. Ahí debía buscar a algún médico que pudiera tratar las heridas de Renata. Contaba con poder pagarle con sus ahorros, además de tener un par de sacos de grano que se habían venido en la carreta sin que él los hubiera advertido. No sabía cuanto valía cada uno ni qué podría obtener por ellos, pero era evidente que algo de valor tendrían. Miró hacia atrás. No se veía nada más que árboles. Silencio. Renata estaba cubierta por la manta. No alcanzaba a verla y tampoco podía estirar su brazo lo suficiente como para tocarla. En su cabeza rezaba por su bienestar. Si le llegaba a pasar algo, nada de lo que había hecho desde la media noche del día anterior tendría sentido. Titubeante y perturbado por sus dudas, decidió parar el carro. Se bajó de su asiento y subió a la parte de atrás con mucho cuidado, intentando ser lo más suave en sus pisadas. Renata seguía con vida, pero su expresión era diferente: parecía no sentir dolor. Milo intentó comunicarse con ella, pero no respondió. Sus ojos aún estaban cerrados. No tenía fiebre y su respiración era extremadamente lenta y profunda. Sin poder hacer más, volvió a la silla para dirigir a los animales. Apenas se sentó, Renata movió sus labios: —Gracias —dijo con voz clara y sin susurrar. Milo se sobresaltó y giro su cabeza bruscamente. ¿Había escuchado bien? —¿Estas despierta?¿C-cómo te sientes? Renata no contestó. Era la primera vez que la escuchaba hablar con voz serena. Hubo un breve silencio en el que la joven movió levemente su cuerpo para ubicarlo en una posición más cómoda. La tela del toldo se enrolló alrededor de ella hasta la altura de su cuello. —¿Puedo conocer tu nombre? —preguntó sin girar su rostro. —¡Milo! —exclamó casi pisoteando su propia pregunta. —Gracias, Milo. —Agachó la cabeza, ocultándola entre los pliegues de la tela como si intentara escapar del frio matutino y la niebla. * * * Ramiro y varios de sus peones habían abandonado la aldea siguiendo diferentes caminos para cubrir todas las posibles rutas de escape. Cabalgaba sobre Jáshamo, un caballo tan negro como el carbón, que le había sido regalado por uno de sus socios en una ciudad extranjera. Pasado el alba, sobre una de las rutas paralelas al río, en el horizonte se vislumbraba una carreta. Con el animal aún vigoroso, se lanzo galopando hacia adelante. La humedad en la tierra evitó que se formara una polvareda, pero el sonido de las pisadas era muy fuerte. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, vio como Milo volteaba su cabeza y sus miradas se encontraron. Ramiro soltó de su cinturón una espada y la sujeto con firmeza mientras que de sus labios salían palabras altisonantes. —¡Te encontré, gusano! ¡detente ahora mismo! El rostro de Milo se deformó por la sorpresa. El miedo subió desde su estómago, por su esternón hasta su pecho y su mente se volvió un alboroto. Azuzó eufórico a los caballos para que empujaran con más fuerza, pero Jáshamo, además de estar libre de carga, era poderoso. Ramiro se pareó a la carreta, ubicándose a la altura de Milo. Levantó su espada y miró despiadado al chico que hasta hace poco le servía. —¡Detente ahora o te...! Milo detuvo el carro. Helado y con taquicardia, vio a Ramiro subirse hasta el asiento del conductor junto a él. Todo este tiempo había pensado en los soldados, en el duque, en el cuarto príncipe. Había intentado ser más discreto de lo que nunca fue para poder burlarlos, y por Rea que lo había logrado. Finalmente, quien frenaría su cometido sería alguien inesperado y mucho más mundano. Utilizando el pomo de su espada y sin pronunciar advertencia, Ramiro dio un violento golpe en la cabeza del chico, haciéndolo caer desde la silla hasta el suelo. La sangre saltó explosivamente, regándose en linea recta por la carreta y el barro. El dolor era potente pero fue aplacado por la adrenalina. Antes de que pudiera incorporarse, Ramiro saltó sobre él dominándolo con el peso de todo su cuerpo. Embrutecido por la ira, propinó severos golpes de puño contra su cabeza. Golpeó una y otra vez, inhalando y exhalando aire con tal desesperación que parecía como si se estuviera ahogando. Sus puños se hundían viciosos sobre los pómulos, mandíbula y nariz del muchacho. Solo se debuto cuando sus nudillos empezaron a sangrar por si mismos. —¡Mira lo que has hecho, tú …! —gimió Ramiro volviendo a tomar compostura. Milo apenas había logrado cubrir parte de su cabeza con sus manos. Estaba cubierto en sangre y su nariz estaba rota. Le habían dado una paliza. Ramiro se levantó y recogió su espada. —¿Qué pretendías hacer?¿Querías robarme?¿Querías sacar buen dinero a costa mía? Milo no respondió. Temblando por el dolor y el miedo, se acurrucó en posición fetal sobre el suelo. Sus brazos y manos cubrían su cabeza y su mente estaba bloqueada, como si no quisiera escuchar las palabras acusadoras. —¡Respóndeme! —gritó el padre de Donna mientras le propinaba una patada en el abdomen—¡Y mírame cuando te hablo!¡Muéstrame tu cara, sucia rata! Se agachó en cuclillas y agarró al chico desde las ropas de su cuello. Lo levantó ligeramente, obligándolo a hacer contacto visual. Milo, aún falto de aire por la patada, intentó defenderse sujetándole una de sus manos desde la muñeca. —Levántate —ordenó a punta de espada. Lo arrojó al suelo nuevamente, pero esta vez Milo debió levantarse de inmediato. Escupió sangre desde su boca para no atragantarse con ella. —¿Qué pretendías hacer? —insistió. ¿Cuál podía ser una respuesta correcta? No debía provocar otra reacción violenta, ya que no la resistiría, pero tampoco podía darle las razones reales. ¿Tendría acaso que inventar algo?, pero francamente, ya no tenia sesos para ser ingenioso. Ramiro abofeteó a Milo con tal fuerza que le hizo girar su cabeza y perder el equilibrio. Más sangre salpicó en la misma dirección del movimiento. —Podría cortarte la cabeza aquí mismo, pero eso sería hacerlo más fácil para ti que para mi —Sacó un pañuelo de su bolsillo y empezó a frotar la suciedad de sus manos—. No, eso no sucederá. Te haré pagar por tu ofensa. No dejaré que te salga gratis. Ramiro suspiró. Dirigió entonces su mirada hacia la carreta. —Escúchame. Volveremos a la aldea. Harás devota tu miserable vida a pagar esta humillación que me has hecho, ¿me estás escuchando? —sujetó a Milo del cabello—. Yo conocí a tu familia cuando tu eras un crio. Todos ellos eran tan brutos como tú, pero jamás me intentaron ver la cara de estúpido ¿me oyes? Tenían un mínimo de decencia y entendían cómo es la vida real. Milo subió letárgico a la carreta. Se sentía mareado, pero debió tomar la tarea de dirigir el vehículo. Sus manos temblaban y sus ojos estaban empezando a hincharse. Se había rendido a la situación. Ramiro subió en la parte de atrás y se sentó muy cerca de él. Le puso un grillete en su muñeca izquierda. Enganchó entonces el grillete a una cadena bastante larga que se sujetaba del cuerpo de la carreta. —He cuidado de ti durante mucho tiempo y lo mínimo que espero de tu parte es gratitud. Cuando volvamos me aseguraré de ajusticiar la humillación que he recibido. Por tu propio bien —cerro los ojos con fuerza— tendrás que recibir el castigo, porque es la única manera en la que te permitiré volver a verme a la cara. Solo después de eso podrás volver al silo. La carreta avanzó dando media vuelta y encarrilándose por el sendero nuevamente. Ramiro empezó a revisar los artículos que estaban encima de ella. Pudo contar el total de sacos que se habían perdido, además de algunas herramientas y cuerdas gruesas. Luego de aquello, su atención se centró en la tela del toldo enrollada y arremolinada en una esquina. Con ambas manos se propuso extenderla. Fue entonces que la cabeza de Renata emergió de entre los pliegues hasta la superficie. Ramiro, estupefacto, debió detenerse para contemplar tan extraña escena. —Pero qué es esto… —susurró perplejo. Con prisa, continuó desenvolviendo la tela hasta descubrir casi por completo el cuerpo cuasi inerte de la chica. Allí estaba ella, dormida, con sus ojos cerrados y con su piel completamente expuesta, ajena a todo el alboroto que habían acontecido solo unos minutos atrás. —¿De modo que de esto se trataba, no Big Boy? —sus dos manos se agarraron con fuerza a los hombros de la chica—. ¡Estabas tratando de huir con una prostituta! Milo se giró con sorpresa. —Pensaste que podrías robarme para darte una vida con esta, ¿no? —No… —¿Cómo te convenció? —interrumpió—. Déjame adivinar… ¡te dio un poquito del amor y compasión que nunca nadie te dio y ahora querías escapar de la aldea con ella a costa mía! La rabia creció en Ramiro. Su rostro empezó a inflamarse en un rojo muy fuerte mientras miraba a Milo con un deseo de venganza y justicia que rosaba la locura. —Por favor... —balbuceó Milo cabizbajo. —¡Silencio! —gritó—¡Eres tan estúpido Big Boy! ¿Es que ni siquiera entiendes en la posición que me dejas? Fui yo quien proveyó para que tu pudieras llegar a ser lo que eres, pero aún así tienes la soberbia de creer que puedes traicionarme. Silencio. —¡Detén el carro! El vehículo se detuvo. Ramiro volvió a desenfundar su espada. Milo cerró los ojos mientras escuchaba como se le acercaba lentamente por su espalda. Podía sentirlo todo, mas no hacer nada. Lagrimas se asomaron de sus ojos cerrados. —Mírame ahora —ordenó. Milo debió obedecer. Con su espada en lo alto, Ramiro cortó de un movimiento la mejilla y parte de la oreja derecha del Chico. La herida era profundo. Parte del cartílago se desprendió y quedó colgando unido ligeramente al helix. Habiendo canalizado una porción de su frustración, Ramiro pudo hablar con compostura nuevamente. —Este es mi regalo para ti. Cuando mires tu reflejo en el agua y con cada mirada que te dirijan, recordarás que tienes esta horrible cicatriz, así jamás olvidaras cual es tu lugar. Eres un gusano que come solo porque yo lo alimento. No sabes leer, no sabes donde estas parado y a las únicas personas que conoces son a un puñado de campesinos igual de brutos que tú. Has nacido con tus manos atadas a herramientas para trabajar la tierra y morirás con ellas. ¡Jamás podrás vivir de otra forma!, ni tú, ni esta perra con la que esperabas huir. La sangre empezó a derramarse de su piel abierta. —...Y aún cuando yo muera de viejo, porque sé que tu única virtud es ser joven, será Donna quien me sucederá, y será ella a quien le deberás la misma gratitud, así como también tus futuros hijos. Enmendarás tu vida y sabrás enseñarles bien para que no cometan los mismos errores de su padre insensato, ¡que creyó ser capaz de algo que está fuera de su poder! La carreta volvió a ponerse en marcha. Un pedacito de su oreja ya había caído por ahí y su mejilla tenía que ser cubierta o podría infectarse. Si seguía en ese estado era solo por voluntad de Ramiro, que no le había permitido tratar sus heridas con la única intención de que se marcaran con fuerza en su rostro. Renata no había reaccionado a nada de lo que había pasado. Estaba tendida casi al descubierto sobre la Tela. Ramiro volvió a posar su mirada en su cuerpo desnudo. Con su mano izquierda apretó el mentón de la chica y empezó a inspeccionar sus facciones. Era extranjera y no identificaba de dónde. ¿Cómo habría llegado hasta la aldea?¿sería por la visita del cuarto príncipe? A esta altura, nada de eso le importaba. Estaba siendo groseramente brusco, ya que no sentía ningún respeto por quien él consideraba era una miserable mujer de la calle. Fue entonces cuando un pensamiento perverso se apoderó de su voluntad. —¿Sabes que, Big Boy? —dijo con un tono sereno—, no necesitas cargar con todo el peso del castigo; ella puede ayudarte… Deslizó sus dedos lentamente por el pecho de la chica. Poseído por una euforia criminal, soltó su cinturón mientras se acurrucaba junto a Renta. —Abre los ojos, que así no es divertido —dijo mientras trataba de forzar los párpados de la chica. —¿Q-qué va hacer? —pregunto con angustia Milo. —¡Cállate y sigue conduciendo! —Amenazó Ramiro mientras soltaba su pantalón. —¡¿Que va hacer?! Con una sonrisa maliciosa, el hombre separó los muslos de Renata. Aunque parecía inconsciente, la expresión de ella cambió. —¡Por favor, no lo haga…! —imploró el chico con lágrimas en sus ojos. La desesperanza le hizo tomar una actitud que jamás había tomado antes. —¡Me responsabilizaré de todo, se lo imploro! —gritó con voz desgastada. Ramiro forzó su cuerpo en Renata. El sonido producido por el roce de los cuerpos con la lona, el violento empuje de Ramiro para consumar el acto criminal, su voz grave susurrando obscenidades, los suaves quejidos de dolor de Renata, todo ello desgarraba el alma de Milo que una vez más estaba siendo un testigo impotente. Se maldijo a si mismo como tantas otras veces lo había hecho. Se tenía que morder la lengua. Nada de lo que hizo había tenido un real impacto en la vida que aún brillaba en Renata. Había logrado sacarla momentáneamente de la mirada del duque, pero la había metido en un problema que no le pertenecía y ahora estaba siendo ultrajada por un hombre con el que jamás se habría topado si no hubiera sido por él. —¡...Se lo ruego! —gimió, soltando la conducción del vehículo. Sus manos se agarraban de su cabello como garras y arañaban su cuero cabelludo—, ¡deténgase ahora! «He tenido suficiente…» Repentinamente los movimientos se tornaron mas violentos y espasmódicos. La repugnante voz de Ramiro se ahogó en una especie de grito apagado. Algo pesado sacudió la parte de atrás de la carreta. Milo, desconcertado, giró su torso por completo. Fue entonces cuando lo vio por primera vez. Su mirada se encontró con dos ojos de color amarillo que le miraban de vuelta. Frente a él estaba un ser humanoide de aspecto inimaginable. Con algunos de sus delgados y fibrosos brazos apretaba el cuerpo sin vida de Ramiro contra las tablas del suelo, mientras que con los otros le arrancaba una por una sus extremidades. El sonido de múltiples huesos quebrándose. Los caballos perdieron el control llenos de pavor. Era imposible que eso fuera un ser Humano. Su cuerpo gigantesco; todos esos brazos con los que empujaba los restos del infeliz hacia el interior de sus mandíbulas abiertas... incluso sus ojos, pese a verse como los de cualquier mujer joven, desprendían una maldad sobrenatural. El ente extendió sin esfuerzo uno de sus brazos hasta alcanzar el hombro de Milo. Los finos y largos dedos se enrollaron en el pecho y cuello del muchacho. Lo sujetaba con firmeza, poniendo peso sobre él y poseyéndolo. Las terminaciones de sus dedos eran como filosas cuchillas. Un delicado roce en su garganta hizo que un hilito de sangre cayera hasta el cuello de su camisa. «He tenido suficiente de fingir. Me sacarás de aquí, Milo.»